LA SALVACION DE NUESTRA AMERICA [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[1930]
Nuestra América, fraccionada y mal dirigida, entregada comercialmente al extranjero, resbala por el camino de las concesiones y de las deudas hacia un protectorado, más o menos evidente, según las zonas. Los Estados Unidos van extendiendo gradualmente su radio de acción con ayuda de métodos imperialistas que ora se basan en irradiación económica, ora recurren al soborno o a la imposición, aprovechando siempre las desavenencias locales de nuestros pueblos o el loco afán de gobernar de nuestros políticos.
Veinte repúblicas que ocupan los territorios más ricos del Nuevo Mundo y que reúnen cien millones de habitantes se encorvan bajo una hegemonía que nada puede disimular.
Yo he creído siempre que esas veinte repúblicas tienen, no sólo el derecho sino la posibilidad de desarrollarse de una manera autónoma, salvando con su porvenir y su personalidad, las prolongaciones hispanas y los derechos de nuestra civilización en América.
El vasallaje actual, la inferioridad presente, provienen de causas interiores sobre todo. El remedio a nuestros males está en nuestras propias manos.
Hay que sacudir, ante todo, la dominación de las oligarquías aliadas al extranjero, atadas a un absurdo sentimiento de casta, que sólo han gobernado para sus egoísmos, sin la menor preocupación por los problemas vitales del Continente, sin la idea más vaga de las necesidades urgentes de la colectividad.
Es de la incapacidad de esas clases dirigentes, cuando no de la infidencia de ellas, de donde ha sacado el invasor los primeros elementos para asentar su dominación, en zonas donde los gobiernos centralistas y ensimismados abandonaron las riquezas, mantuvieron el analfabetismo, ignoraron los más elementales preceptos de la economía política y abrieron, como en los pueblos dormidos del Asia o del África, de par en par, las puertas a la irrupción de los extranjeros.
El problema de la salvación nacional (empleo la palabra en un amplio sentido que abarca a todas las repúblicas hispanas del Nuevo Mundo) es, ante todo, un problema de política interior.
Sólo de una renovación de hombres y de principios directores podemos esperar la reacción de salud, de probidad, de sensatez, que puede redimimos. Y tienen que ser las juventudes incontaminadas y las masas populares, sacrificadas hasta hoy, las que se substituyan a los arcaísmos en descomposición, a las miserias doradas, a los errores que nos devoran.
La obra que las circunstancias exigen de la América Hispana no la han de realizar los que la trajeron a la situación en que se encuentra. Hemos llegado al límite de las faltas que se pueden cometer. Un paso más aquí valdría al suicidio.
Hombres nuevos, métodos nuevos, eso es lo que necesitamos. Hay que determinar un movimiento análogo al que levantó al Japón hace algunas décadas o al que acaba de renovar los engranajes nacionales de Turquía. Lo que aprovecha el conquistador es, ante todo, la politiquería palaciega, el hervor infecundo que nos enreda en debates subalternos mientras la colectividad rueda al abismo. Para que podamos sacar a la superficie con manos propias las riquezas de nuestras tierras, para que demos razones de esperanza y de acción a nuestras muchedumbres indígenas sacrificadas, para que resta¬blezcamos el equilibrio de nuestras autonomías, para que nos impongamos por el esfuerzo y la dignidad al respeto del mundo, es necesario vencer ante todo a los que han entrelazado sus intereses con los del invasor, ya sea desde el punto de vista económico, ya desde el punto de vista político.
Toda campaña en favor de la autonomía hispanoamericana será inútil si no empieza por atacar dentro de las propias fronteras a los derrotistas que aconsejan la genuflexión ante el extranjero, a los políticos más o menos sostenidos por la influencia norteamericana y a los especuladores sin patria que anteponen su medro personal al interés común.
Si este esfuerzo no se realiza, si no saneamos, si no recreamos la Patria, en una segunda independencia, nuestro destino es la sujeción y la servidumbre, no ya a cincuenta años de distancia, sino a treinta, a veinte. Los acontecimientos se precipitan en tal forma que casi podemos decir que estamos envueltos en la atmósfera de la catástrofe que se avecina.
MANUEL UGARTE
[1] Archivo Gral. de la Nación Argentina. Escrito en Niza, en 1930, publicado en diversos diarios latinoamericanos durante ese año.
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