noviembre 21, 2010

"Los límites de la democracia y el quehacer educativo" Jose Luis Ramírez (1994)

CONFERENCIA EN LA UNIVERSIDAD DE LERIDA [1]
"Los límites de la democracia y el quehacer educativo"
José Luis Ramírez [2]
[1994]

El tema de mi conferencia es la relación entre democracia y formación humana o, como yo más bien diría, la democracia como formación humana.
La democracia no es como el agua de un manantial o como un fruto silvestre. La democracia es más bien como una acequia o, quizá mejor, como el cultivo de un huerto. La democracia no es una aceptación o una afirmación de lo establecido. Como muchas otras de las ideas normativas que inspiran la vida activa de un ser humano libre, la democracia, más bien que en afirmar algo establecido, consiste en decir que no a un ambiente social de desigualdad, que surge de un modo natural y espontáneo si no se le opone resistencia. La democracia, concebida normalmente como una estructura o sistema de reglas, es más bien una ética y un estilo de vida. Pero hay una ética utópica y fundamentalista, notoriamente peligrosa, basada en la afirmación de ideas abstractas y a priori, desconectadas de lo cotidiano. La ética a que me refiero es aquella que, advirtiendo lo inaceptable de muchos aspectos de nuestra vida social, dice que no y trata de transformarlos y superarlos. Esa ética no supone tanto la realización de lo bueno, que es la utopía, cuanto el esfuerzo por realizar nuestra vida, mejorando sucesivamente lo que existe.
Hay también éticas ecologistas que creen que lo ético es aceptar el orden natural establecido. Pero en la naturaleza reina también la violencia, la asimetría y el poder del más fuerte. Lo naturalmente dado es -valorado desde un punto de vista humano- algunas veces bueno y muchas veces malo. Y como André Gorz afirmaba hace muchos años, el mal es más fuerte que el bien; pues el hombre pacífico fracasa constantemente en la tarea de hacer pacífico al belicoso, pero el belicoso puede obligar al pacífico a entrar en el juego de la violencia, aunque no sea más que en defensa propia. Lo malo y defectuoso, o la amenaza de perder la calidad lograda, estimulan nuestra reflexión ética más que lo bueno que existe sin nuestra intervención. Los conservadurismos, tanto en lo social como en lo natural, adolecen de miopía ética. Etica es decir que no antes de decir que sí.
Democracia es etimológicamente poder popular. El kratos que la democracia quiere poner en manos del demos es un poder público y social. Reina en Occidente una concepción pervertida del poder considerado como algo neutral, como un mero instrumento cuya bondad o maldad depende del uso que de él se haga. Concebido como una cosa o un instrumento que se posee y se utiliza, caemos así fácilmente en la degeneración paternalista, que supone un uso autoritario, aunque benigno, del poder. En el peor de los casos, el concepto del poder engendra la metáfora española de la tortilla que se vuelve, una metáfora que escinde a la sociedad en dos sectores antagónicos, que se asemejan tanto más cuanto más se combaten. Es una lucha por sustituir unos actores por otros, sin cambiar la meta ni menos aún los métodos de lucha. La democracia como ética no supone un mero cambio de los agentes del poder, una sustitución del monarca o de los mejores por el pueblo en su totalidad, sino un cambio de objetivos y -sobre todo- un cambio de hábitos de conducta en la dirección de la sociedad civil.
La forma de manifestación del poder y la base sobre la que se erige es la asimetría: el ver sin ser visto, la posibilidad y el saber unidireccionales e irreversibles. El acto de poder es sociobiológico, se apoya en una condición natural de inevitable aparición que se extiende a lo social y a la que hay que decir que no. Como la mala hierba o la enfermedad, lo que posibilita el poder es una desigualdad amenazadora de los valores sociales, que, si no nos oponemos conscientemente a ella, se mantiene por sí misma. La mala hierba o la enfermedad, como el punto de partida asimétrico del poder, son lo vitando inevitable, aquello que surge constantemente sin que lo deseemos y que sólo una constante vigilancia nos permite mantener en jaque.
El poder no es ni la asimetría que le da fundamento, ni una cosa poseída, ni una posición ocupada. El poder es un modo de actuar a partir de una posición ventajosa dada en principio por las circunstancias. El poder no es una relación sino un modo de obrar. No es la asimetria misma, sino la actuación que, basada en la asimetría, trata de mantenerla o aumentarla. El poder es la actuación manipulativa del que se encuentra frente a los demás en posición de ventaja. Pero esa actuación no es necesaria. La alternativa al acto de poder es la acción emancipativa, que lejos de mantener la propia ventaja trata de igualar la relación con el otro. Si, venciendo mi aversión a las fórmulas éticas, tuviera que expresar en un imperativo la ética de abstención del poder, diría así: «Obra de tal manera que la ventaja que te separa del otro disminuya, o por lo menos no aumente, como efecto de tu actuación». Quiero no obstante subrayar que el mérito de este modo de obrar no reside tanto en su resultado como en su ejercicio.
La democracia como ética no es una teoría ni una práctica del poder, sino -siendo el poder un modo de obrar- un desarme del poder. Esto no significa, aunque lo parezca, una concepción anarquista de la sociedad, menos aun una exhaltación del caos, ya que no es -dije- una afirmación de lo natural, sino del esfuerzo por algo mejor.
Si el poder es algo de lo que cabe recelar, su instalación dentro de la propia palabra «democracia» tiende a corromper el propio concepto. La democracia, el poder del pueblo según la etimología griega de la palabra -y para muchos la democracia sigue siendo griego (o incluso chino)- suena a la aludida vuelta de la tortilla.
El lenguaje, como tradición heredada, nos precede y está más arraigado que nosotros mismos. En gran parte somos obra del lenguaje. Creemos que decimos las palabras, cuando más apropiado sería afirmar que las palabras nos dicen a nosotros. La palabra y el concepto representado, el significante y su significado, no son empero un matrimonio avenido e indisoluble. Hay entre ellos una amenaza constante de divorcio. Sin perder la huella de los matrimonios o las significaciones anteriores -desde el significado originario, etimológico, que lo vio nacer metafóricamente- cada significante va acumulando constantemente usos nuevos, desfiguradores del originario. Tradición y cambio se enlazan dialécticamente en el proceso de la historia del lenguaje, como en el de todo lo humano. Y nada constituye al hombre más esencialmente que el lenguaje. Sin lenguaje no hay hombre, sin hombre no hay lenguaje.
La palabra «democracia», creada por los griegos para distinguir un régimen de participación popular de una concepción monárquica o aristocrática del poder público, aparecía en Aristóteles cargada de negatividad. Después de las experiencias atenienses posteriores a Pericles, la democracia representaba para él la degeneración o abuso de una idea correcta, la degeneración de un régimen en el que todos los ciudadanos son iguales en derechos y deberes. Algunos deducen que Aristóteles era partidario de una aristocracia intelectual y adversario de la democracia en el sentido positivo que otorgamos a la palabra. Esto es erróneo.
En primer lugar, Aristóteles ni quitaba ni ponía rey, sino se limitaba a constatar que el rey, o la aristocracia, se dan en determinados regímenes y por específicas circunstancias sociales e históricas. Y así como la monarquía degenera a veces en tiranía y la aristocracia en oligarquía, Aristóteles no podía sino constatar críticamente que un «gobierno del pueblo» como la democracia ateniense, había degenerado en demagogia y que el dominio de lo cuantitativo sobre lo cualitativo se había convertido en un cáncer para la ciudad. Aristóteles no se pasaba con esto a la línea de los antidemócratas. Al contrario, a lo que él se adhería era a un auténtico gobierno de todos los ciudadanos (aun cuando en la sociedad de esa época, en Grecia no todo ser humano era ciudadano), en régimen de igualdad. Y para diferenciar ese régimen de la degeneración en que había caído la democracia, creaba la denominación de Politeia para designar a una democracia auténtica y no corrompida.
El gobierno de todos los ciudadanos, la llamada Politeia, por contraposición a la degeneración de la democracia ateniense, se alza sobre una virtud, sobre una areté cívica que hace del buen ciudadano un hombre prudente, capaz de participar en una deliberación racional sobre los asuntos comunes, es decir capaz de autogobierno. La democracia entendida como politeia se halla así, en el momento de su concepción por Aristóteles, unida a otro importante concepto de nuestra herencia griega, el concepto de paideia, que es la idea de una educación ciudadana basada en una formación humana.
Democracia y formación son así los dos conceptos básicos de una tradición histórica que arranca de la Grecia precristiana y se extiende hasta la sociedad europea moderna. Es el espíritu de esa tradición bicéfala armonizadora de lo social y lo individual, lo que hoy nos reúne aquí.
Quizá la tragedia de nuestra sociedad occidental consista justamente en la aspiración a una politeia que nunca pasa de ser a lo sumo «democracia» en sentido aristotélico, negativo. Lo cual corroboraría mi afirmación inicial de que la democracia no ha de ser un dormirse en los laureles, sino un esfuerzo constante por superar límites impuestos por la naturaleza y la sociedad. Seguiré aquí usando la palabra «democracia» con el pensamiento puesto en la politeia aristotélica.
La democracia ha estado siempre constreñida por un límite. Pero lo que durante largo tiempo fue un límite o imposibilidad externos, es hoy día un límite autoimpuesto, interno a nosotros mismos, creado por nuestra propia ceguera mental y nuestra conducta. Durante siglos fue la democracia una idea irrealizable, porque las condiciones externas y la evolución del saber no permitían la emancipación e igualación humana que esa democracia suponía. Sin esclavos no habría sido posible, en la sociedad antigua, una evolución del saber por obra de una minoría privilegiada. Sin proletarios encadenados a los instrumentos de producción no habría podido la sociedad industrial desarrollar su técnica y su riqueza haciéndola potencialmente accesible a todos. Pero cuando esas limitaciones externas se han superado, las limitaciones o hábitos mentales creados por el propio esfuerzo de superarlas, nos incapacitan para la realización de un ideal hoy posible y largo tiempo anhelado. El desarrollo de un saber técnico que transforma nuestras condiciones externas de vida, crea al mismo tiempo nuevos límites mentales y éticos que obnubilan el sentido de lo que hacemos y de nuestra propia vida. Después de tantos siglos de lucha contra los límites externos de la pobreza y la ignorancia, al desaparecer éstos, parece que hemos olvidado el porqué de nuestros esfuerzos. Somos incluso incapaces de pensar o de decir aquel ideal de vida que inspiraba nuestro afán. Nuestra pobreza de hoy consiste en la ignorancia de valores.
«Tú que vas, la barba en la mano, meditabundo
has dejado pasar, hermano, la flor del mundo». (Rubén Darío)
Aquel lema de Francis Bacon que promulgaba la identidad entre saber y poder, o el manifiesto kantiano de la Ilustración que anunciaba la liberación humana de su autoimpuesta tutela y de la incapacidad en el uso de su inteligencia, suenan como un piano desafinado en los oídos de un europeo de fines del siglo XX. Lo que Kant describía como superable se parece más a lo que la Ilustración estaba a punto de engendrar que a lo que pretendía abandonar. Y un saber que estaba llamado a otorgarnos poder, se ha convertido en nuestra peor amenaza.
La Edad Moderna ha estado tan absorbida por la vida de la ciencia que ha olvidado la ciencia de la vida. ¿Cómo? -dirán- ¿No es la biología la ciencia de la vida? Ciertamente. Pero, ¿de qué vida habla la biología? «Biología» es palabra de raíces griegas, pero lo que nuestra biología estudia es algo distinto de lo que los griegos llamaban bios. La vida que estudia nuestra ciencia de la vida se llamaba en griego zoon. El sentido auténtico de bios lo conservamos en la palabra «biografía» pero brilla por su ausencia en el mundo del saber. El oscurecimiento de la distinción griega entre dos conceptos de vida nos ciega. El usar el nombre de biología para una ciencia natural, supone no solamente un parricidio, sino además la usurpación del nombre del padre. Con lo cual el muerto sigue en pie y la ocultación se hace total. Haría falta un Mendelejev, descubridor de la tabla completa de los elementos químicos, para descubrir ese hueco vacío en el cuadro de nuestros conocimientos.
Nuestra palabra «vida» no es la única que, comparada con la lengua griega, manifiesta la desaparición de un matiz distintivo entre dos conceptos complementarios. Nuestro lenguaje moderno no es ciego, pero sí tuerto. Hay varios parricidios semejantes al de la palabra «vida». El más importante de todos ha sido perpetrado con el concepto de praxis, que supedita el obrar auténticamente humano a un quehacer manufacturero y artesano, creador de una mentalidad consumista que destierra los valores humanos y hace del hombre un medio para la técnica, en lugar de hacer a la técnica un instrumento de la vida humana como bios. La hoy inevitable concepción de una política del pleno empleo y la elevación del dinero a la categoría de fin son prueba de ello.
La democracia exige no sólo unas condiciones materiales adecuadas, que sólo se logran con el esfuerzo del conocimiento y de la técnica, sino además una armonización entre lo social y lo individual que sólo se consigue mediante un cultivo del elemento social del individuo que es su formación, su paideia. Y en el esfuerzo por ofrecer una formación extensiva a todos los ciudadanos, reside la emancipación de que los ilustrados hablaban. Una emancipación que debiera suponer el combate contra las desigualdades y asimetrías características del poder, en lugar del culto al poder en que hemos caído.
En estos momentos de euforia por la consolidación de una democracia europea, quizá estemos asistiendo a la extremaunción de la democracia. No es posible edificar una democracia en la cumbre, si no está arraigada en la base. Es alarmantemente significativo que incluso filósofos destacados de la política como Victoria Camps (muchas de cuyas ideas sin embargo comparto), consideren que la democracia directa es absurda y trasnochada, siendo la única forma hábil de la democracia la llamada democracia representativa. Pues si la democracia directa, es decir la participación de todos y cada uno de los ciudadanos individuales en la deliberación de los asuntos comunes, no sigue siendo la inspiradora de una democracia representativa, si la clase política que se está formando en las alturas de Bruselas no echa sus raíces y no absorbe su savia de un diálogo social entre individuos a nivel de la Polis, de la comunidad local, ¿qué esperanza de éxito le cabe al viejo proyecto griego, en una situación histórica en que las condiciones externas ya no deberían ser un límite, sino un instrumento?
La ética, como ciencia de la conducta, no es materia básica en nuestros planes oficiales de enseñanza. Sí lo es la moral, sobre todo la moral cristiana, pero no la ética como teoría de la acción humana. Pero -sea o no conscientemente estudiada- la ética, como estilo o forma típica de actuación, es constitutiva de la vida humana. Vivir es actuar y al actuar diseñamos una trayectoria que se hace hábito y, aunque no sea consciente ni se declare en palabras, se manifiesta en la propia actuación.
No digo que no se hable de ética en la sociedad moderna, si por hablar de algo entendemos el mencionar su nombre a menudo. Se habla de ética y mucho. La ética es un tópico. Se ha puesto de moda el aludirla como quien conjura a una deidad. En la vida profesional se oye hablar cada vez más de códigos éticos. En Suecia incluso la policía ha tratado de codificar una ética profesional. Pero un código ético es como hierro de madera, una contradicción in terminis, ya que un código es un documento jurídico y lo jurídico es distinto de lo ético, aunque tenga cierto fundamento ético. Los códigos éticos o contienen lugares comunes, o son listas de principios de actuación que, más bien que fomentar la responsabilidad individual, la descargan. Con referencia a mi código profesional puedo actuar sin tener por qué responsabilizarme de mis actos, limitándome a obedecer órdenes.
Las formas de actuación de las instituciones y los hombres de nuestra sociedad moderna revelan la presencia de dos modelos éticos complementarios: el modelo legalista o deontológico y el modelo utilitarista, mal llamado teleológico. Coincide además esta clasificación con la de los tratados de ética al uso. Las acciones individuales o colectivas se valoran, o bien con referencia a una regla o principio de actuación, o bien con referencia al resultado obtenido. El modelo legalista caracteriza sobre todo al estado social paternalista que está ahora en crisis. El modelo utilitarista es apto para la mentalidad de mercado que hoy se considera la panacea de todos los males. Los dos modelos se barajan en nuestra sociedad, en proporciones diversas, según el tipo de actividad de que se trate.
Ambas formas de ética, una emparentada con la ética autoritaria y religiosa y la otra procedente de la economía política moderna, coinciden en su ceguera o en su desconfianza frente a la competencia y la autonomía de la acción humana. O bien se considera al individuo humano incapaz de obrar, si no se le conduce, en dirección a lo justo y bueno, o bien se considera la acción humana como un mero medio para la producción de algo. En cualquier caso, la capacidad del individuo de emanciparse de las cadenas a que le condenan la ignorancia y la escasez de medios, punto de partida del ideal de la Ilustración, no parece ser corroborada por la práctica establecida. El ser humano necesita un tutor o un producto que mida su competencia. Como el juez del cuento, la sociedad moderna parece clasificar a los ciudadanos de a pie en dos categorías: los delincuentes y los que todavía no han cometido delito.
Sería imposible hacer aquí una exposición amplia acerca de las raíces de nuestra precaria situación mental. La racionalidad teórica e instrumental que nos domina hunde sus raíces en el giro que el pensamiento griego tuvo con las concepciones de Parménides y Platón y que podría llamarse paradigma ontocéntrico del pensamiento. Pero como concepción objetivante, cientificista y ciega acerca de la acción humana, sería inexplicable sin la invención de la escritura fonética y del alfabeto de vocales y consonantes.
La expansión de la lengua escrita no es sólo un instrumento de divulgación del conocimiento. Es también una forma de afianzamiento del poder del Estado sobre los individuos y los grupos humanos. ¿No fue precisamente un español, autor de la primera gramática moderna, quien dijo que la lengua es la compañera del imperio? De estas cosas saben los catalanes más que los españoles de otras latitudes.
La revolución técnica más importante de occidente no es la imprenta, sino la escritura. Con la escritura se convierte el LOGOS griego en una razón teórica regida por la dicotomía cientificista de la verdad y la falsedad, por el desprecio de la opinión, por el dominio lingüístico del substantivo sobre el verbo, por la predominancia del ojo sobre el oído y por la hegemonía de la cosa sobre la acción. El modelo científico del ontocentrismo y de la razón teórica es la geometría. La razón teórica explica el mundo como reunión de cosas y las acciones como hechos dados. La ontología otorga a las cosas un sentido propio, independiente de nosotros, que fundamenta y explica las acciones que realizamos con ellas. Es muy revelador que para la razón teórica instrumental lo único que cuenten sean los hechos. Pues la palabra «hecho» es participio del verbo «hacer». Luego los hechos no pueden ser la explicación originaria, ya que como hechos remiten a una creación o producción previa. Es la actividad humana la que en verdad da sentido a esas cosas que creemos ver y que simplemente interpretamos. Pero esta verdad innegable es totalmente ignorada en nuestras sociedades y en nuestros centros de enseñanza. Cuando el creador de la fenomenología, Husserl, exhorta a la modernidad a volver los ojos «a las cosas mismas», no logra sino envolver una intuición correcta en una fórmula descabellada. Si algo hubiera necesitado Occidente es precisamente dejar las cosas a un lado y volver su mirada a la acción humana causante de dichas cosas. Pues lo único que el hombre entiende -decía Vico- es lo que él ha hecho. Lo demás sólo lo entiende su creador, Dios. Algunas obras del hombre no las entiende sin embargo ni Dios.
El desarrollo racional del lenguaje y la expansión de la escritura permiten al hombre crear todo un mundo de cosas que, sin poderse ver o tocar, se significan por medio de las palabras que metafóricamente las crean y las representan. Ese es el origen de los mitos antiguos en los cuales las entidades abstractas adquirían el carácter de deidades. En nuestro mundo racional somos ciegos para ver las nuevas mitologías que vamos creando, con apoyo en la forma gramatical del substantivo determinado y singular. No sólo figuras abstractas, que representan simultáneamente a todos y a ninguno de los individuos de una clase (por ejemplo el Hombre de las estadísticas) llenándonos la cabeza de prejuicios; las acciones y los deseos humanos se revisten también de formas míticas que, dejando de ser medianeras entre subjetos y objetos a los que incluso crean, pasan a funcionar como tales sujetos u objetos, según los mecanismos metonímicos del pensar y el decir. Así surgen entidades como la Libertad, la Justicia, la Solidaridad, la Democracia, el Consenso, el Progreso. Olvidándonos de la verdad machadiana de que el camino no existe, sino que se hace al andar, nos convertimos en viajeros provistos de manuales de viaje, más bien que en descubridores de mundos ignotos. Convertidos en turistas de la existencia, más que en artistas de ella, lo importante para nosotros son las paradas, no el viaje.
¿Cuál es la verdad? ¿El río
que fluye y pasa,
donde el barco y el barquero
son también ondas del agua?
¿O este soñar del marino
siempre con ribera y ancla? (Machado)
Estamos tan metidos en el lenguaje que no nos damos cuenta de lo que literalmente afirmamos e inconscientemente pensamos. Decimos que «los Precios suben», como si fueran individuos con piernas, que «el Poder corrompe», como si el corrupto fuera una víctima de «el Poder», que «la Vida está cara», que «el Fraude lo perturba todo», y todos decimos repudiar, amándolo en nuestro fuero interno, a ese señor llamado «Enrique Cimiento». Este modo de hablar no es exclusivo del lenguaje cotidiano. También el lenguaje científico es mitológico y, tomado al pie de la letra, absurdo.
Siempre fue misión de las clases sacerdotales y de la teología oficial el elaborar ideologías y creaciones imaginarias y mitológicas que contribuyeran a mantener el orden social establecido. En nuestra época ilustrada y laica la teología dominante es la economía política y los economistas constituyen su sacerdocio. No en vano el discurso político ha venido a convertirse en un discurso económico. La economía suministra toda una serie de dioses y demonios que explican la situación y nos eximen de la responsabilidad de nuestras propias acciones: La Inflación, la Crisis, el Paro, el Interés, la Efectividad, El Producto Nacional Bruto, etc. Los políticos achacan nuestros problemas a la Crisis y hablan del Paro como de una bestia apocalíptica. El dirigente socialista sueco Ingvar Carlsson, sucesor de Olof Palme, excusaba aquel «paquete» de medidas económicas que nos metieron a fines de 1992, diciendo que era inevitable porque «el interés crediticio había ascendido al 500 %», como si el señor Interés Crediticio hubiera subido por su propio pie. Tal medida -que según decían había sido adoptada por el Riksbanken, como si el Banco fuera alguien, y no por unas personas de carne y hueso que lo regentan con el beneplácito de, entre otros, Ingvar Carlsson- era una medida de defensa, ya que la señora Corona Sueca (como después la Peseta) estaba amenazada (¡la pobre!). Muchas de las explicaciones que se dan acerca de actuaciones públicas son contrasentidos de esta índole, difíciles de ver porque caemos en las trampas del lenguaje.
Esa tendencia del lenguaje a transformar las acciones en cosas o sustancias, ha hecho posible confundir la democracia, que es una forma de conducta, con el parlamentarismo, que es un sistema procedimentalista de reglas de juego. Atendemos así más a la estructura de las instituciones, que son sistemas colectivos de reglas, que a la formación ética y ciudadana de los individuos que las administran.
A una ética de la regla o del resultado cabe oponer una ética de la acción y del carácter, que es lo que la palabra «ética» significaba para el creador de la propia palabra, Aristóteles. La ética aristotélica es una teoría de la acción y del sentido de la realidad humana. A su base se halla una concepción práctica de la razón, del Logos.
En un pasaje extraordinariamente esclarecedor -a menudo mal citado y peor leído por sus comentaristas- de la Política de Aristóteles, alude el filósofo al carácter social del ser humano. Nos dice Aristóteles que el ser humano no es el único animal social; pero si lo es en mayor medida que cualquier animal gregario (como la abeja) se debe a que tiene logos, esa síntesis de pensamiento y lenguaje que ha dado lugar a nuestro desfigurado concepto de «razón». Y continúa diciendo que el logos no sólo faculta al hombre para expresar lo que siente, que eso también lo hacen los animales a su modo. Pues el animal -dice- tiene voz, pero el logos nos otorga el don de la palabra, permitiéndonos distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. No alude Aristóteles para nada, en ese texto, a la verdad de los hechos, sino a la distinción entre lo justo y lo injusto. He aquí el punto de partida para una concepción aristotélica de la razón discursiva. Lo que caracteriza la racionalidad humana no es esa capacidad computadora de verdades, sino la estipulación de valores. Lo racional para Aristóteles es lo razonable, es decir lo ético que consiste en otorgar sentido al mundo en una acción que selecciona y valora cualitativamente.
El pasaje mencionado nos revela que la razón propiamente dicha es la razón práctica. Si la razón fuera una mera facultad deductiva de verdades, las ordenadoras electrónicas serían más razonables que el hombre. Y el uso del discurso en la elaboración teórica (que también es una forma de actuar, una forma de práctica) supone la invención o elección de palabras justas y de argumentos adecuados. Justas y adecuados, no verdaderos o falsos. Nunca oí decir que un libro de texto, una tesis doctoral o una ponencia sean verdaderos o falsos, sino buenos o malos. La razón humana, o es práctica y constructiva, o sea discursiva, o no es razón.
La verdad del hecho no puede sustituir la bondad del hacer. Pero la bondad de una acción en una ética aristotélica, es decir en la ética propiamente dicha, no depende de que obedezca a reglas externas, ni se mide tampoco por la supuesta bondad de un resultado. Pues ningún resultado es bueno si no enriquece la vida humana, que es acción. La bondad de las acciones se desarrolla en su propio ejercicio, siendo más importante aquí ser bueno que saber qué es lo bueno, cosa que los políticos deberían aprender. Nos hacemos músicos ejercitando la música y entendemos lo que es buena música escuchando la actuación de alguien que es un virtuoso de la música. La experiencia de los libros jamás puede sustituir al libro de la experiencia. El buen cocinero no sigue las recetas del libro de cocina, sino actúa por hábito inconsciente. Pues lo que mejor hacemos, lo hacemos sin ser conscientes de nuestro hacer, aun cuando lo hayamos sido en el momento de aprender a hacerlo o aunque podamos reflexionar sobre lo que hacemos, después de hacerlo. El inconsciente dinámico descubierto por Freud es ese ámbito del saber humano que constituye su acción. La obsesión por identificar saber y conciencia nos ha llevado a confundir el saber con un saber del objeto.
Dime tú ¿cuál es mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos, fugitivos,
que no se dejan pescar?
¿O esta maldita faena
de ir arrojando a la arena
muertos los peces del mar? (Machado)
Cuando Aristóteles alude a las actividades del músico o del artesano como ejemplo de la bondad en ejercicio, induce sin embargo a una confusión entre el productor y el buen ciudadano. Pero es el mismo Aristóteles quien dice que es preciso distinguir el hacer bien las cosas del obrar bien. El hacer bien las cosas es propio del experto, pero el obrar bien es propio del prudente, del hombre de experiencia que ha vivido y participado, del ciudadano con competencia. El empeirós griego no necesitaba distinguir entre la experiencia del hacer y la del obrar, como nosotros hacemos entre el ser experto y el tener experiencia. Se debe sin embargo a Aristóteles la distinción entre el saber y el obrar que en griego era la distinción entre poiesis y praxis. La poiesis era un hacer constructivo orientado hacia un fin concreto y previsto, hacia una cosa o un estado. La praxis era una acción humana que no iba orientada a un fin externo, sino a su propia realización. La praxis era siempre una acción, nunca una cosa o un mero estado, y además era su propia perfección carente de finalidad externa. El bios poietikós y el bios politikós constituían dos vertientes diferentes de la vida humana en sociedad.
Nuestro lenguaje ha logrado eclipsar la distinción aristotélica, dando muerte al concepto aristotélico de praxis, pero dejando a la poiesis, al mero hacer, atribuirse el nombre del muerto. Lo que, por ejemplo Marx, llama praxis, y lo que nosotros llamamos «práctica», no es ya una acción sino un quehacer, no es una tarea ética, orientada a la realización de la vida humana, sino una producción de bienes por obra de expertos.
No deja de ser significativo que en el título de la conferencia que se me ha encargado desarrollar hoy se hable precisamente de un «quefer educatiu», de un quehacer educativo. Pues el sistema de enseñanza de nuestra sociedad está considerado como una producción de expertos. La formación humana ha quedado reducida a una formación profesional que, cuanto más especialidades desarrolla, más ciega es para la formación humana.
Nos hemos habituado a confundir los fines con el sentido, como si el hecho de ser experto en construir edificios otorgara al arquitecto o al constructor monopolio sobre la experiencia de habitarlos o usarlos. El saber construir artefactos u organizaciones y el hacerlo según las reglas del arte, no puede sustituir la discusión acerca de su oportunidad o inconveniencia para satisfacer necesidades vitales humanas, discusión en la que no hay expertos, pero si hombres con experiencia. La ética de la sociedad moderna se transforma en eficacia, en cálculo de medios y fines. Pero medios y fines son términos altamente equívocos, pues los fines de que hablamos no son más que medios para algo que los transciende y que constituye el sentido de nuestra vida, la vida que queremos realizar. En un cálculo de eficacia puede hablarse también del crimen perfecto, pues la eficacia da los fines por supuestos y calcula los medios, sin preocuparse de la bondad de esos fines. La bondad de un medio depende de la eficacia con que conduce a su fin. Cualquier fin justifica sus medios. Pero ¿qué justifica ese fin?
La economía ha logrado embarullar todavía más las cosas confundiendo el valor con el precio:
¡Quién fuera diamante puro!
Dijo un pepino maduro.
Todo necio
confunde valor y precio. (Machado)
Sabemos que Adam Smith, fundador de la ciencia económica, era profesor de ética y profesaba el utilitarismo como moral. Con la reducción utilitarista de la ética se convierte todo obrar en una hacer cosas valiosas, determinándose el valor de ellas no por su contribución a una vida humana más digna, sino por la cantidad de dinero que cuesta, como efecto de una abstracta demanda en el mercado. La mentalidad consumista es un hecho, producto del lenguaje monetario, que es más abstracto y alienante que el lenguaje escrito. La reducción del valor de uso a valor de cambio que Marx recogió del libro de la Política de Aristóteles, hace del dinero una de las construcciones humanas más engañosas y crea un límite mental a la emancipación humana en busca de una vida digna. El término griego «economía» significaba para Aristóteles el uso adecuado de los recursos a nuestro alcance para el desarrollo de una eudamonía política, es decir de un bienestar o bienvivir ciudadano. En esa economía el dinero era un instrumento que facilitaba el intercambio de los valores de uso. Pero el propio Aristóteles preveía que el valor de cambio podía acabar independizándose del valor de uso pervirtiendo la distribución del trabajo y el intercambio. Aristóteles negaba a la especulación, en la que el dinero sólo compra dinero, el valor de economía, llamándola krematistiké.
El paradigma de la eficacia se halla a la base de la concepción parlamentaria de la democracia, una formalización procedimentalista en la que el cálculo, el análisis en términos de medios y fines y la cuantificación desfiguran los aspectos cualitativos.
Como sistema de reglas organizadoras del juego democrático, el parlamentarismo puede adoptar una forma representativa pura o corporativa. La adopción de una u otra forma depende de la evolución histórica de la sociedad en cuestión, siendo normal la mezcla de elementos de una y otra. El parlamentarismo de representación pura es un sistema en el que los políticos son elegidos a título personal, mientras que el parlamentarismo de representación corporativa está basado en grupos de intereses. La evolución del sistema de partidos ha originado una forma especial de parlamentarismo corporativo. Los intereses partidistas y su visión de la vida colectiva, recogidos en una ideología y un programa, están por encima de los intereses meramente individuales. Sus políticos son los expertos de dicha ideología.
La praxis interna de los partidos políticos, tal como funcionan hoy, contradice una serie de reglas democráticas legales que rigen los organismos públicos de gobierno para proteger la libertad de opinión y el derecho de las minorías. Las leyes sólo controlan y dirigen lo que sucede en el ámbito público. La constitución y los organismos públicos, incorporan como propias, sin poder controlar lo democrático de su gestación, la elección de representantes y otras decisiones internas de los partidos. El ámbito interno de éstos es un sector privado en el que rigen a menudo prácticas que estarían prohibidas y serían motivo de litigio en un organismo o asamblea públicos. El Congreso de un partido, considerado como el órgano supremo de decisión de éste, carece de auténtica representatividad y practica frecuentemente técnicas que en un órgano público serían antidemocráticas. La actuación de los partidos modernos en la decisión pública, a través de sus representantes, desvirtúa el principio clave de la democracia formal, que es el principio mayoritario. La mayor parte de las decisiones verdaderamente importantes en un órgano parlamentario son decisiones minoritarias basadas en actos de poder y no en la libertad de opinión. Lo único que tiene valor para los dirigentes políticos es la cifra obtenida, no los medios utilizados para obtenerla. El voto de los representantes en la asamblea pública está previamente atado por una decisión del partido o del grupo parlamentario, lo cual origina una democracia semejante a las cajitas chinas o a esos muñecos rusos que contienen otros cada vez más pequeños. En un parlamentarismo de partidos sólo tienen influencia directa, y tampoco mucha, los ciudadanos afiliados a ellos. Pero esto a costa de una serie de lavados y peinados de cerebro, en los cuales la «solidaridad» (que suena mejor que obediencia) cumple un papel importante.
Un parlamentarismo representativo puro evita que la responsabilidad de los mandatarios ante los electores se halle mediatizada por un partido. En la medida en que es viable, evita muchos de los problemas que la intervención del aparato de los partidos crea en las decisiones públicas, pero encierra otros peligros. A un sistema de representación no mediatizada corporativamente le es difícil verse libre de políticos carismáticos y oportunistas, abonando la demagogia y la manipulación por la palabra y originando una política menos coherente en su totalidad.
He hecho esta rápida descripción del parlamentarismo a base de mi experiencia del país considerado más democrático del mundo: Suecia. Pero no me entiendan mal. No estoy pretendiendo que la democracia sea imposible, aunque no es fácil. Lo que sostengo es que el parlamentarismo, con partidos o sin ellos, no puede ser democrático por la propia virtud de sus reglas de juego. La democracia tiene que darse en el añadido de un ininterrumpido esfuerzo vigilante de las formas de actuación y de un perseverante ejercicio de la competencia ciudadana que mantenga viva la isegoría o libertad e palabra, el juicio valorativo del discurso político y el desenmascaramiento de la manipulación retórica. Tarea ésta difícil y carente de garantías, pero no por ello menos urgente.
El concepto parlamentario de democracia olvida la conexión necesaria con la paideia, con la formación humana, sin la cual la democracia degenera. Con la excusa de que es imposible reunir asambleas decisivas de muchas personas, se afirma que toda democracia directa es imposible y que hay que crear sistemas representativos. Pero ¿cómo se establece la representividad? Por procedimientos meramente cuantitativos que, como la sopa comida con tenedor, dejan fuera aquello que es más esencial. El parlamentarismo reduce la democracia a una técnica y la política a una labor de expertos. Lo que llamamos democracia es en realidad una forma de aristocracia: la meritocracia o la burocracia. Para mistificar más las cosas se habla de los políticos como expertos de fines, a diferencia de los expertos de medios. Y mientras el mérito principal del político en una concepción aristotélica consiste en ser ejemplo del buen ciudadano que sabe razonar con prudencia, el político moderno ve su misión principal en tomar decisiones y hacer cosas buenas para los ciudadanos, para lo cual se siente más capacitado que éstos. Y lo peor del caso es que lo es, ya que la formación ciudadana es un ave rara. No deja de asombrarme la perversidad de una sociedad humana en la que la tarea de una minoría de señores y de muy pocas señoras, hasta que se jubilan, consiste en tomar decisiones que afectan a los demás, sin tener otra experiencia personal de las situaciones humanas sobre las que deciden que las aulas y ciertos libros mal digeridos. Hay todavía políticos con cierta experiencia de vida normal, pero el número de los profesionales de la política, sobre todo en los puestos decisivos del Estado, va aumentando a medida de la complejidad de la sociedad.
He dicho antes que la democracia no son las paradas sino el viaje mismo. El valor de las decisiones se fragua en el discurso del cual las opiniones sobre lo bueno o lo malo, lo justo y lo injusto, van surgiendo. Frente al discurso científico de lo verdadero o lo falso y al cálculo de los medios y los fines, el discurso de la actuación humana, que es el discurso de la ciudadanía, es un discurso sobre lo opinable y lo valorativo. El discurso científico y la formación profesional parte de enseñanzas acumuladas, codificadas mediante el lenguaje. El discurso humano de la acción se basa en la experiencia asimilada y utiliza el lenguaje como actividad creadora de la vida y los valores.
La discursividad es esencial a la condición humana y a su manera de obrar y conocer, porque el ser humano, colocado entre el dios y la bestia, sólo puede comprender el mundo, los otros hombres y a sí mismo a través de un encadenamiento de signos. Dios, según la teología, no necesita del discurso, comprendiéndolo todo en la intuición de sí mismo. El hombre en cambio sólo puede entender mediatamente, con ayuda de un rodeo simbólico-discursivo. Por eso dicen algunos que el hombre es un animal simbólico, aunque yo prefiero decir que es un animal retórico. Pero mientras el discurso científico sólo ve el lenguaje como los signos para aprender lo que estos dicen (como un ergon, una obra o producto), el discurso de la acción humana ve el lenguaje como energeia, como la propia actividad significativa y creadora de sentido.
La dicotomía de teoría y práctica es ficticia, pues lo que llamamos teoría es una forma efectiva de práctica inventada por el hombre que utiliza el lenguaje escrito, como instrumento para apresar conocimientos como si fueran cosas. En la ética aristotélica la teoría no es lo que leemos en los libros, sino lo que hacen los teóricos. Tanto el conocimiento como las teorías son formas de actuación humana, no productos ni cosas para consumir. Y si bien una teoría o un libro de ciencia pretenden codificar lo verdadero, se dice que son buenos o malos, que están bien hechos o mal hechos. Los fines y los medios de las acciones son formulaciones lingüísticas, pero esa formulación es también una obra de la actividad creadora del lenguaje. Las palabras no tienen sentido, el sentido es la acción humana que pone su nido en las palabras. El sentido es el lenguaje como actividad fecundante de las palabras.
La democracia es una vida social en la que todos los ciudadanos obtienen una formación humana que les capacita para participar en el discurso de la acción. Sólo así, y no en una formación profesional especializada, se producen auténticos representantes políticos. No es posible que todos participen en la toma de decisiones a niveles por encima del local, pero sólo una sociedad en la que todo ciudadano adulto sea en principio competente de representar a sus conciudadanos, sin profesionalismos especializantes, es una sociedad democrática. Esto supone competencia para elegir representantes auténticos, para dirigirse a ellos y opinar sobre su gestión.
La ética de la sociedad democrática es una ética discursiva y su pedagogía una pedagogía del diálogo. La racionalidad no es una cualidad de las proposiciones como la verdad o la falsedad, sino una virtud que se adquiere comportándose y ejercitándose y haciendo proposiciones discursivamente. Esa es la competencia sustentadora de la democracia. Sin negar el valor de las buenas reglas y de los buenos resultados, está por encima de ellos el valor de la virtud cívica. Pues es ésta la que da sentido a las reglas y a los resultados; no al contrario, como nos induce a creer la ciencia social positiva. Se trata de una comprensión a partir de la actividad, no de la estructura. A un discurso del sustantivo y una ética adjetiva, tan amados por la modernidad, hay que anteponer un discurso del verbo y una ética adverbial. Pues el modo de obrar es más importante que lo que se hace.
Despacito y buena letra:
el hacer las cosas bien
importa más que el hacerlas. (Machado)
El porvenir democrático de la sociedad futura no depende de meras constituciones y parlamentos; lo más importante es la capacidad y la convicción democrática de los ciudadanos, desarrollada en su propio ejercicio. Lo decisivo para el diálogo político y social no son las reglas que le dan estructura sino el derrotero del propio diálogo y la conciencia de que no se dialoga dentro de un cauce de valoraciones y convicciones preestablecidas e inalterables -lo cual implica manipulación y ejercicio de poder-. El valor de un diálogo auténtico, reside en que él mismo va estableciendo y modulando convicciones y valoraciones.
Es preciso sin embargo precisar lo que significa el diálogo, ya que esta es una de las palabras favoritas y también de las más maltratadas de nuestra vida política.
Está de moda hablar de diálogo. Los políticos y funcionarios quieren el diálogo con los ciudadanos. Los planificadores y los investigadores sociales propugnan la planificación dialogada. Pero el diálogo de que hablan no es un dialogos, no es un diálogo transparente, sino instrumentalizado. Se trata de la mera conversación del experto con el lego, del hombre de poder con el hombre de la calle, dictando el experto y el poderoso las condiciones del encuentro. Es un diálogo concebido como poiesis no como praxis, como proceso orientado a un fin previsto, no como una actividad valiosa en sí misma. Es preciso advertir que el prefijo griego «dia» no significa «dos», como si diálogo y monólogo fueran dos términos contrapuestos. Si el logos es necesariamente social, no precisa que le añadan prefijos redundantes para hacerlo comunicativo. El prefijo griego «dia» significa «a través de». El hombre es el ser que sólo comprende indirectamente, «dia logos», a través del logos, a través de un «hablar» orientado al otro. Con lo cual el diálogo deja de ser un instrumento para llegar a un fin, para convertirse en aquello mediante lo cual el sentido halla expresión mundana, aquello mediante lo cual el verbo se hace carne.
El hombre es un ser discursivo, es decir dialógico. A través del lenguaje va madurando el sentido de su mundo y de su vida en común. La vida política y las instituciones públicas son constitutivamente discursivas. Es de importancia evitar el discurso y el diálogo planificados, la retórica consciente orientada a un fin previsto, un diálogo en el que el interlocutor sea considerado como un mero medio para lograr nuestros fines. El diálogo de la democracia tiene que ser un diálogo sin otra intención que el propio dialogar.
Frente a un concepto de diálogo democrático encaminado a las decisiones, hay que dar paso a un concepto del diálogo político en que las decisiones no son fines, sino resultados accidentales, huellas de nuestro paso, caminos hechos al andar. Un diálogo así parte de la base de que hablando se entiende la gente pero también de que nadie opina exactamente lo mismo que otro. Podemos ponernos de acuerdo, pero nunca estar de acuerdo. El consenso es una voluntad de acuerdo, no un estado o una meta. La decisión mayoritaria sólo puede adherirse a una frase o una palabra, nunca a un sentido o una opinión, porque tenemos necesariamente perspectivas diferentes de las mismas cosas. Al usar las mismas palabras parece que estamos hablando de lo mismo, pero una cosa son las palabras y su significado establecido y otra el sentido que cada actor les otorga en un momento determinado. La democracia y la planificación de la sociedad es una arena de discusión sobre significantes de apariencia unívoca pero de significado siempre ambiguo.
Al hacer estas afirmaciones me habré merecido el epíteto de relativista y la acusación de ambiguëdad. Pero el relativismo es un problema solamente para la angustiada razón teórica, que no puede vivir en la inseguridad y sólo concibe lo que no puede ser de otra manera. Pero la razón práctica se caracteriza por la elección y la inseguridad, pues sólo donde las cosas pueden ser de otra manera hay libertad y elección. Y por lo que respecta a ambigüedad ¿cuando se ha visto una razón práctica y creativa que persiga la univocidad? El mérito de un buen escritor está en escribir su propia novela, expresando así de un modo único lo que tantos otros escritores han expresado a su manera. En la acción y en la obra de arte cada uno expresa a su modo lo que sentimos juntos. Ese es el quid de toda comunicación. Dialogamos para, a través del discurso del otro y del propio, ir dando expresión al sentido de nuestra vida y comprendiéndonos a nosotros mismos.
Todo esto tiene importancia para la concepción de una ética del diálogo y de una democracia como forma de vida.

[1] Reproducido en Scripta Vetera, Edición Electrónica de trabajos publicados nº 68. Barcelona, Universidad de Barcelona. www.ub.es Lleida: Universitat de Lleida (Colección Pensaments, nº 2), 1994.
Conferencia pronunciada en la Universitat de Lleida. Institut de Ciències de l'Educació Fòrum educatiu Perspectives educatives davant els valors i el canvi social. Lleida, 11 i 12 de marc de 1994.
[2] José Luis RAMÍREZ GONZÀLEZ (Nacido en Madrid , 1935). Entre 1970 y 1980 fue miembro de la Junta de Gobierno y Consejero (Teniente de Alcalde) Director del Plan Municipal de Haninge, un Ayuntamiento de más de 50.000 hab. de la región de Estocolmo (el nº 28 en de los ayuntamientos por población). De 1980 a 1983 fue Jefe del Servicio de Actividades Culturales del Ayuntamiento de Ludvika (Dalecarlia). Colabora desde 1984 en el Instituto NORDPLAN, una escuela superior de postgrado para funcionarios de la administración pública, especialmente municipales, patrocinada por el Consejo Nórdico. Cursó de doctorado en planificación (Nordplan), Stockholm 1984-1987. Profesor asistente de cursos de doctorado del Instituto Nórdico de Planificación (Nordplan), Stockholm 1987-1993. Creador y director del curso Filosofía para planificadores e investigadores de planificación (Nordplan) 1990 y 1991. Profesor y co-director, junto con el catedrático, del curso anual de 5 semanas en Teoría de la acción como ciencia humana (Nordplan) 1992-1996. Director de un proyecto de investigación sobre Teoría de la Acción y de la Planificación como ciencia humana, financiado por el Consejo de Investigaciones Urbanísticas, 1993-1995. Promovido a Docente en Planificación Territorial en la Sección de Infrastructura y Planificación Pública de la Escuela Superior Politécnica de Estocolmo el 13/6 1997. Lección magistral: Sobre el conocimiento tácito de los planificadores. Designado profesor de Teoría de la acción y de la planificación en la Institución de Arquitectura del Paisaje de la Universidad Agraria. Cuenta con mas de 30 años de intensa actividad como conferenciante y director de seminarios y mas de una decada. como organizador de cursos. Ha realizado numerosas publicaciones. Corresponsal de la Revista CIUDAD Y TERRITORIO, Ministerio de Medio Ambiente. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Rhetorica Scandinavica.

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