noviembre 07, 2010

Palabras de Manuel Ugarte en Cartagena: "Los dos viajeros" (1912)

PALABRAS EN CARTAGENA DE COLOMBIA [1]
Los dos viajeros
Manuel Baldomero Ugarte
[10 de Septiembre de 1912]

Este año han atravesado la América Latina dos viajeros muy diferentes. El uno era ministro y delegado de uno de los gobiernos más poderosos del mundo. El otro no tenía representación ninguna y era el más humilde de los escritores. El primero viajaba en imponentes acorazados y traía numeroso séquito. El segundo llegaba modestamente. El uno era un extranjero que armado de sutiles diplomacias se adelantaba a difundir influencias inadmisibles. El otro era un hermano de tradición y de origen que venía a decir en familia, lo que juzgaba necesario. Aquel era un hombre de estado que podía desencadenar la guerra. Este era un hombre de pluma que solo formulaba sus propias impresiones. No había comparación posible entre ambos.
Eran dos antípodas. El uno hablaba en nombre de una nación de cien millones de habitantes y el otro hablaba apenas en su nombre personal. Pero la justicia de una causa está por encima de la pequeñez de quien la representa; y de norte a sur de la América Latina los pueblos han visto pasar con un silencio hostil al fuerte y se han arremolinado en tomo del débil, porque a través del oropel y la púrpura veían que aquel representaba la abdicación de la nacionalidad y éste la defensa de la tradición de nuestros padres.
Repito que estoy muy lejos de interpretar con orgullo personal lo que no es más que adhesión a una doctrina, pero no puedo dejar de comprobar hoy aquí, en medio de esta manifestación tan significativa, que Colombia, que supo cerrar sus puertas al primero, las abre de par en par para el segundo.
Sin embargo, al decir que hablo en mi nombre solamente, no he traducido de lleno la verdad. Vengo de Cuba, donde he sentido las palpitaciones de una juventud patriota que tiende los brazos hacia las otras repúblicas pidiendo apoyo para no sucumbir; vengo de Santo Domingo, donde en momentos de conmoción interna, a raíz de la muerte de un presidente, cuando todo parecía revuelto en la nación, supo hacer el pueblo un paréntesis a sus discordias para oponer un grito de patriotismo a la amenaza de los acorazados anclados en la bahía: vengo de México, donde la agitación, llevada al paroxismo, empujó a los estudiantes hasta las puertas del palacio presidencial para exigir un poco de altivez patriótica; vengo de Guatemala, donde he hallado la sorda rebelión de una nacionalidad indignada; vengo de Honduras, donde todos me abrieron los brazos a pesar de la presencia de Mr. Knox; vengo de San Salvador donde el entusiasmo popular paseó por las calles todas las banderas latinoamericanas; vengo de Nicaragua, donde, si el gobierno me impidió desembarcar, la nación entera protestó contra la humillación lamentable; vengo de Costa Rica, donde el recuerdo del pirata Walker levanta aún espumarajos de cólera; vengo de Venezuela, donde, en medio de una situación política difícil, la mayoría se expuso a todas las represalias para cumplir con su deber, y como en todas partes he visto flamear, vivo y fervoroso, el sentimiento continental, creo poder decir que conmigo viene para la Colombia heroica de los tiempos de la independencia y de los tiempos presentes, un saludo cariñoso de todos los pueblos que he recorrido y un abrazo fraternal de toda la América Latina.
Nuestro continente es como una naranja, dividida en su interior en compartimentos, en células, en cascos separados por membranas transparentes. Cada fragmento puede tener una vida autónoma, pero si le quitamos a la naranja el tejido solidario que la envuelve y la preserva, la exponemos a la inmediata descomposición.
Las agrupaciones que reposan sobre un matiz racial son intrínsicamente imborrables, pero esa es precisamente la situación más trágica, porque como por su propia composición no pueden confundirse con la fuerza que las dobla, como hay un obstáculo infranqueable a la refundición, como no se transforman los resortes íntimos, se ven obligadas, llegado el caso, a rebotar entre dos imposibles y a seguir siendo diferentes bajo la dominación que les impide ser autónomos, como un pie, que conserva su forma y dimensiones a pesar del zapato que lo tortura.
Esta imposibilidad final tiene que llevar al paroxismo nuestra ansia de mantener en todos los campos la integridad de nuestro grupo. Es necesario manufacturar los productos del suelo, hacer valer la riqueza, libertarnos gradualmente y de una manera insensible de la tiranía del capital, de las importaciones y de los técnicos extraños. Es indispensable que aprendamos a ser los directores y los dueños de nuestra propia vida, haciendo surgir del conjunto las energías necesarias para despertar y poner en movimiento las riquezas que nos circundan. Y urge, en fin, que modifiquemos las costumbres políticas, que nos hacen pasar ante los extraños como multitudes amorfas, incapaces de dirigirse.
Las ventajas aleatorias que retiramos del trato con nuestros adversarios nos debilitan y nos ma¬niatan definitivamente. Prosperará quizá la ciudad en lo que tiene de material y de tangible, florecerán acaso los negocios, se levantará una espuma pasajera de riqueza, pero las verdaderas realidades, lo que nos distingue y nos sitúa, la lengua, el origen, las costumbres, la fidelidad al grupo de que formamos parte, todo lo que compone nuestro patrimonio superior perecerá en el vértigo y seremos como esas mujeres tan ambiciosas como ilusas que creyeron alcanzar la felicidad casándose con un rico y que palidecen y se agostan en medio de su esplendor, porque enajenaron lo que vale más que todos los tesoros, el corazón y la libertad.
Por los entusiasmos que he podido comprobar aquí me llevo la convicción de que Colombia, fiel a sus nobles tradiciones, traerá una contribución valiosísima a la obra común de defensa y de coordinación continental. Sin odio contra ningún país, pero con la altivez y el patriotismo que fue siempre la distintiva de los latinos americanos, queremos respetar a los demás a condición de que los demás nos respeten.
Y el soplo inusitado que está removiendo las conciencias desde la frontera norte de México hasta el estrecho de Magallanes, es la promesa de una nueva era, durante la cual América Latina proclamará ante la historia su absoluta libertad de acción, afirmando así la paz y el equilibrio del mundo.
Yo no soy orador, yo no tengo la elocuencia necesaria para transmitir a los demás los entusiasmos y las convicciones que me arrebatan y me han hecho abandonar el arte, la familia y mi propio bienestar para salir a correr el continente en estas quijotadas que tantas penas me cuestan. Yo no soy orador, pero supla la sinceridad los dones que me faltan y llegue franca y ruda mi palabra hasta el corazón del pueblo que siempre supo comprender los entusiasmos y los lirismos superiores. ¿Pero es necesaria la palabra en ciertos casos? En la antítesis de los dos viajeros que están actualmente visitando las capitales de América se halla el dilema de nuestro porvenir; o con ellos o con nosotros mismos. Y el pueblo de Colombia ha dado la respuesta: ¡Viva la América Latina!
Ha llegado el momento de que con ayuda de la solidaridad seamos los directores de nuestra propia vida. Hasta ahora hemos sido por nuestra cristalina ingenuidad moralmente prisioneros de los que nos lanzaban sistemáticamente a la ingratitud hacia los individuos, a la discordia interior o a la guerra internacional para proseguir la obra de dispersión que debe de favorecerles. Ahora comprendemos que hemos dilapidado gran parte de nuestro patrimonio obedeciendo a la mano invisible que nos empujaba y después de un siglo de locura empezamos a descubrir los hilos que nos mueven. Ojala podamos mañana volvernos hacia el fantasma para decirle: no habrá más ingratitud, no habrá más guerra, podéis sembrar el camino de guijarros, ya sabemos el color de los ardides!
MANUEL UGARTE

[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922. Dice el autor que cuando llegó a Colombia, viajaba todavía por América el señor Knox, Ministro de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos, a quien hacían los gobiernos recepciones obsequiosas.

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