diciembre 11, 2010

"El Derecho Electoral" Carlos Pellegrini (1869)

EL DERECHO ELECTORAL [1]
Carlos Pellegrini
[1869]

« ...el sufragio universal es un dogma que se adora sin discusión.
Por mí parte, desconfío siempre de la fe ciega, porque creo que en
la política, como en religión, ella conduce al fanatismo».
LABOULAYE
En la infancia de las sociedades, el primer hecho que estableció su imperio fue el de la fuerza; y desde ese momento se inició la lucha entre la razón y la violencia, entre el derecho y la fuerza, produciendo ese combatir eterno, necesario para que la sociedad no se detenga en la jornada sin término del progreso, ya apareciendo la razón vencedora con las Repúblicas Griegas, ya la razón vencida con los reyes de Macedonia; ya el derecho sobre puesto a la fuerza con la República Romana, y a la fuerza sobrepuesta al derecho con los Césares.
La humanidad reaccionando siempre; pasando del despotismo degradante a la exageración de la Libertad, parece ceder a la marea de las pasiones que, casi siempre ciegas, obedecen a la fuerza de atracción de esos astros que cruzando tiempo en tiempo por el cielo de las sociedades y que los hombres han llamado genios.
La Edad Media con sus Reyes absolutos, con su orgullosa nobleza, con sus vasallos y sus siervos, con sus fueros y sus juicios de Dios, desapareció, vencida en la lucha con la civilización, conducida en alas del cristianismo, que todo lo invadía, todo lo dominaba, fecundando el suelo degradado por el despotismo, con la sangre de sus mártires; iluminando al mundo envuelto en las tinieblas de la ignorancia, con la luz de sus doctrinas.
Pero esa Edad, al desaparecer, dejó como huella de su paso, a los Reyes por derecho divino, a los pueblos acostumbrados a la servidumbre, y al mismo cristianismo, después de su victoria, manchando su túnica sagrada con la sangre vertida sobre los patíbulos de la Inquisición.
Llegó la Edad Moderna, pero el despotismo imperaba en todo su siniestro esplendor; la personalidad de los pueblos no existía, absorbida por la personalidad de los Reyes; L'Etat c'estmoi, pintaba en tres palabras la degradación de la sociedad y el poder omnímodo de los monarcas.
La reacción tenía que venir, la atmósfera sofocante del despotismo ahogaba el pensamiento, la libertad, todos los derechos más sagrados del hombre: los Reyes se habían sobrepuesto a los pueblos, los pueblos tenían que sobreponerse a los reyes; el rayo de sus iras iba a derruir los palacios de la tiranía; el huracán de la revolución iba a despejar esa atmósfera deletérea del despotismo. La humanidad iba a reivindicar sus derechos.
Los librepensadores prepararon el terreno, la revolución francesa consumó la obra; la soberanía popular ocupó el trono de la Monarquía, y el pueblo se declaró Rey por derecho propio, proclamando a la faz del mundo el principio salvador del sufragio universal.
No era la primera vez que él aparecía como base de la sociedad política, pero era la vez primera que asentaba definitivamente su dominio, y un nuevo mundo al organizarse lo proclamaba haciendo de él la fuente de sus poderes.
Con razón él ha sido saludado como una de las más grandiosas conquistas de la Libertad en los tiempos modernos; con razón ha sido escrito en las banderas de los que buscan el ideal de las sociedades por medio de la igualdad y la democracia; pero, ¿debe, puede este principio ser admitido sin restricción en nuestra organización política, o habrá que limitarlo en su aplicación, para adaptarlo mejor a nuestra naturaleza imperfecta y hacer que responda, sin violencia, a los fines que presidieron su proclamación?
Esta gravísima cuestión trataré de discutirla en su aplicación a nuestra República, de manera de conciliar el derecho individual con los intereses de la comunidad, limitando, si necesario fuere, el ejercicio del derecho para dar mayor garantía de su legitimidad, y asegurar de que está a la altura de la influencia que es llamado a ejercer en los destinos de la Nación.
El sufragio universal, tomado en su sentido lato importa la concesión del derecho electoral a todo ciudadano, y él forma la base del sistema de gobierno representativo, consagrado en nuestra carta fundamental.
Las naciones cuyas fuerzas están formadas por la fuerza colectiva de sus miembros, cuya riqueza representa la riqueza de sus habitantes, cuya gloria y cuyo poder es conquistada y sostenida por los sacrificios de sus hijos, no pueden ser dirigidas sino por la voluntad de los que contribuyen a su fuerza, a su riqueza, a su poder y a su gloria. Esta consecuencia lógica y legítima, desconocida por los reyes que hacían del derecho divino un instrumento de despotismo, es la base de la soberanía popular, del gobierno del pueblo por el pueblo.
El derecho electoral nace con el ciudadano, y le es inherente mientras conserve esta condición, pero su ejercicio puede y debe estar sujeto a reglamentación, más que cualquier otro, pues de él depende el bienestar común, tanto social como político, pues es el órgano por medio del cual la voluntad soberana del pueblo se convierte en Ley y rige los destinos del país.
Que la reglamentación de este derecho puede llegar hasta la limitación sin alterar o atacar el principio del sufragio universal, es indudable, con tal que la limitación sea simplemente en el ejercicio, sin desconocer el derecho, y que sea facultativo en el individuo el remover el obstáculo que lo limita.
Si puede ser limitado el ejercicio de los derechos civiles, cuyo mal empleo sólo perjudica directamente al individuo, con cuánta más razón podrán ser limitados en su ejercicio los derechos políticos, cuyo mal uso compromete gravemente nuestra organización social y la dañan muchas veces de una manera difícilmente reparable.
Sin necesidad de considerar el estado de nuestra sociedad para decidir sobre si hay necesidad de reglamentar este derecho o si puede ser aplicado en toda su latitud, hay una razón a priori que prueba la necesidad de esta reglamentación.
El sufragio universal importa la igualdad absoluta, que es una de las fases de perfección social; no puede, en consecuencia, sin sufrir alteración, formar parte de la organización política de sociedades que tienen su germen de imperfección en la naturaleza humana. Este principio, al adoptarse a la organización política de la sociedad, tiene que resentirse de esta imperfección, so pena de contrariar esa misma organización.
¿Cuál será, pues, la condición requerida para admitir este principio, para conceder este derecho? Creo que la dificultad será en gran parte salvada con exigir simplemente del ciudadano, lo que se exige para el ejercicio de todo otro derecho: la capacidad.
El gobierno directo del pueblo es imposible, pues la energía y prontitud de acción eminentemente necesaria para el gobierno de las sociedades, no podría conseguirse si hubiera que consultar la voluntad general, y además, porque la continua dedicación a los negocios políticos por parte del pueblo, traería una perturbación funesta en el régimen económico, por el necesario descuido de los demás intereses sociales.
Esta imposibilidad ha hecho necesario el gobierno indirecto por medio del mandatario.
El pueblo elige a los representantes de su voluntad, a los encargados de dar forma por medio de la ley y de su ejecución, a las ideas predominantes.
Para tomar parte en esta elección, que es lo que importa el ejercicio del derecho electoral, se requiere, pues, en el elector, la capacidad de distinguir entre la bondad de dos principios, poder juzgar cuál de ellos reportaría en su aplicación mayor bien a la comunidad, cuál está más en relación con sus intereses, con su porvenir. Además, tiene que ser capaz de conocer quién es el más apto para realizar en la práctica el principio aceptado, quién responderá mejor a la encarnación de la idea por cuyo triunfo se lucha.
En consecuencia, este derecho que existe inherente en el ciudadano, debe estar sometido en su ejercicio a estas condiciones de capacidad necesarias para que llene el objeto a que es llamado, y para que el sufragio popular sea un principio salvador y no un sarcasmo peligroso.
En efecto, ¿qué significaría el voto de esa parte de nuestra población, ignorante hasta de los primeros rudimentos del deber humano, cuya inteligencia completamente inculta se acerca más al instinto?; ¿qué significa ese voto dado por un ser sin conciencia de su derecho, sin conocimiento de la idea a que sirve, hasta del objeto que lo mueve?
El decir que el conjunto de esos votos representa la voluntad popular, ¿no es peligroso
El rudo campesino a quien el descuido propio o el de los encargados de velar por su suerte, privaron de la capacidad necesaria para tener conciencia de la importancia y del objeto de ese derecho, y a quien la ley sin embargo le concede la capacidad política, ¿qué hará con ese voto, cuya importancia no conoce, con ese derecho, cuya santidad no comprende? O movido por intereses del momento, lo entregará a su patrón; o movido por sus afecciones, lo cederá al que haya logrado adquirir prestigio sobre él, o llevado de un sentimiento más bajo, lo venderá a quien más le ofrezca.
El objeto del derecho desaparece en todos los casos; él es dado para que cada uno tenga una participación en el manejo de la cosa pública, que a todos interesa; cuando esa participación es imposible, el derecho es ilusorio.
Mucho se ha hablado contra el caudillaje, sin fijarse que algo más que una consecuencia forzosa del sufragio universal, tal cual se aplica hoy, el ser caudillo es un deber entre nosotros.
El ciudadano que llega a concebir o comprender una idea o un principio que en su aplicación promoverá los intereses de la República, está en el estricto deber de propender por todos los medios legales a su alcance, al triunfo de esa idea o de ese principio. El único medio de conseguirlo es lograr que sea apoyado por el voto de la mayoría. Él se ve rodeado de votos flotantes, sin conciencia de su poder, sin idea que los dirija, y que mal dirigidos pueden ocasionar la desgracia del país; su deber le impone el tratar de encaminarlos por la buena senda, hacer que respondan a fines legítimos, tratar de ejercer influencias sobre esos electores-máquinas aplicando sus fuerzas al triunfo de los buenos principios; en nombre de los intereses de su patria está en el deber de hacerse caudillo de esas masas.
Arma funesta que casi siempre se esgrime en daño de los mismos derechos que debiera defender.
Nada hay pues más justo, más necesario, que limitar, con respecto a esos ciudadanos, el ejercicio del derecho electoral.
Admitida la necesidad de limitar el derecho de sufragio a aquellos en quienes existía por lo menos la presunción de que están en condiciones de capacidad bastante para su ejercicio, pasemos ahora a considerar cuáles serán las cualidades que deban exigirse en el ciudadano para que exista esta presunción
Hemos considerado, como debimos hacerlo, el derecho inherente en él, y simplemente hemos mostrado la conveniencia de limitar su ejercicio. En consecuencia, para no atacar el principio admitido de la existencia del derecho, las cualidades requeridas para su ejercicio, deben, hasta donde sea posible, ser facultativas en el ciudadano, pues si no dependieran de su voluntad, y sí, de un hecho para él imposible, el derecho sería siempre ilusorio, pues jamás podría llegar a su ejercicio.
Stuart Mill, entre otros, ha pretendido tomar el impuesto pagado por el individuo como un medio de fijar la capacidad electoral. Este sistema presenta varios inconvenientes: 1°, sería preciso que todos los impuestos fueran directos, para poder fijar lo que cada ciudadano cede para soportar las cargas del Estado, cuyo cálculo es imposible mientras exista un impuesto indirecto; 2°, el impuesto pagado por un individuo está en necesaria relación con su riqueza, y siendo ésta independiente de su voluntad, el ejercicio de su derecho dependería de su mayor o menor fortuna, y no sería facultativo ni se tendría en cuenta su verdadera capacidad. La razón aducida por Stuart Mill, de que la facultad de tomar parte en la votación de los impuestos por parte de aquellos que no los pagan, importa darles el derecho de tomar dinero del bolsillo de sus vecinos para todo lo que les agrade llamar un objeto público y, que a primera vista tiene cierto peso, lo pierde si se reflexiona que siendo inmensa la mayoría de los ciudadanos que pagan impuestos, sobre los muy raros (y si se toma en cuenta el impuesto indirecto ninguno) que no lo pagan, cualquiera que sea la base tomada para fijar la capacidad electoral, siempre prevalecerá esa mayoría.
Por otra parte, es la clase más pobre de la población la que más necesita el amparo de la ley, pues el legislador no se ocupa sólo de votar impuestos, y a ella debe dársele una justa intervención en el nombramiento del legislador, dándole así un elemento de defensa, pues la persona pudiente los tiene de sobra en su propia fortuna.
Aceptando el principio democrático, tenemos que aceptarlo en todas sus consecuencias, y el único motivo por el cual puede limitarse legítimamente el derecho electoral es la incapacidad, la cual no está en relación con el impuesto. Los que pagan mayores impuestos es porque exigen de la comunidad mayores sacrificios para la garantía de sus derechos; el mayor impuesto pagado por el propietario sobre el pagado por el obrero, está compensado con el mayor gasto que exigen del Estado para garantir el derecho de propiedad del uno y del otro.
No pudiendo el ejercicio de este derecho ser limitado, sino a causa de incapacidad, veamos cuáles serán las condiciones que induzcan a creer que ella no existe.
No puede exigirse de la masa de las poblaciones, por más adelantadas que estén en el orden intelectual, los conocimientos bastantes para ponerlos en aptitud de llevar la iniciativa en la discusión de ideas o principios; pero sí puede exigirse de ellas, los conocimientos elementales necesarios para poder llegar a la comprensión del objeto e importancia de sus derechos, imponerse de nuestro código fundamental, conocer nuestro modo de ser político y comprender el rol que son llamadas a desempeñar en una democracia.
Stuart Mill fija estos conocimientos elementales en la lectura, la escritura y la regla de tres. Dejando a un lado esta última condición, eminentemente inglesa, como la llama Laboulaye, creo que la lectura y la escritura son conocimientos bastantes para poner al individuo en condiciones de capacidad suficiente para acordarle el ejercicio del derecho electoral.
No pretendemos que el hombre, por el hecho de saber leer y escribir, esté libre de influencias extrañas más o menos legítimas, pero sí, que estando en la posibilidad de juzgar de las ideas en lucha, por la lectura de la discusión contrariada, del objeto e importancia de su derecho, y de la organización política de su país, por la lectura de la Constitución, debe juzgársele con bastante capacidad para el ejercicio de este derecho.
La admisión de esta condición viene a servir de estimulante a la instrucción popular, tan necesaria en las Repúblicas, adhiriéndole ciertos privilegios, que hacen resaltar más la baja condición del hombre que descuida, hasta el abandono, el cultivo de sus facultades intelectuales.
La condición es completamente facultativa, salvo rarísimos casos que desaparecerán a medida que la instrucción primaria se difunda, y en consecuencia, la incapacidad causa de la privación del ejercicio del derecho, sólo será imputable al individuo negligente.
La difusión de la instrucción primaria viene a ser de esta manera más obligatoria en los gobiernos encargados de velar por los derechos individuales.
La industria pastoril es indudablemente un gran obstáculo para conseguir esta difusión. La necesidad de dejar entre cada cabaña, el espacio suficiente para pacer el rebaño, disemina las poblaciones en nuestra campaña, e impide la formación de centros poblados que facilitan los medios de instrucción. La posibilidad de utilizar el trabajo del niño desde su tierna edad, induce a padres imprevisores, enviarlos a cuidar el rodeo, en vez de enviarlos a la escuela.
Es necesario que las instituciones lleven la iniciativa en el progreso de las costumbres, sin contrariarlas violentamente, ni adelantarse en demasía, bajo pena de no verse realizadas en la práctica.
La propagación de la agricultura y el aumento de población propendiendo al encarecimiento de la tierra, producirán la subdivisión y el consiguiente agrupamiento de las poblaciones, que tanto favorece a la instrucción.
Llegar a la perfección en esta materia teniendo que luchar con la naturaleza imperfecta del hombre es una utopía; debemos, pues, darnos por satisfechos con tratar de aproximarnos cuanto nos sea posible a esa perfección deseada, que en las democracias consiste en la práctica de los principios de igualdad y en la pureza de las fuentes del poder.
La idea de limitar el derecho de sufragio a los que sepan leer y escribir, no es nueva en los sistemas de gobierno como el nuestro. Varios Estados de la América del Norte, entre los cuales podemos citar a Connecticut, Massachussets, Missouri y otros, la han adoptado, y entre nosotros la provincia de Mendoza, en dos leyes de elecciones dadas en 1827 y 1864, también la adoptó.
Hay quienes protestan contra esta supresión del derecho de sufragio en vista de la incapacidad para su ejercicio, fundados en la necesaria correlación que debe existir entre el deber y el derecho. Consideran arbitrario e injusto conservar las cargas al ciudadano a quien se niega el ejercicio del derecho.
Nos detendremos en esta objeción. Nosotros consideramos a los derechos y deberes originados por la ciudadanía como existentes en todo ciudadano; pero del mismo modo que puede ser liberado del cumplimiento del deber por imposibilidad física u otra causa, conservando el ejercicio del derecho, del mismo modo puede ser suspendido el ejercicio del derecho por incapacidad moral o intelectual, quedando obligado al cumplimiento del deber. Se le libra del cumplimiento del deber por consideraciones de orden social; se le priva del ejercicio del derecho por consideraciones de orden político.
Desapareciendo la incapacidad física, el ciudadano está obligado a cumplir con sus deberes; desapareciendo la incapacidad intelectual, el ciudadano queda en estado de ejercer sus derechos. La correlación existe, pues, y la calificación de los electores sólo importa dar mayores garantías a la legitimidad del voto.
El derecho de ser elegible es tanto o más importante que el de ser elector, y si nadie ha pretendido negar la necesidad de establecer las condiciones de elegibilidad, es porque el peligro en este caso es más directo, más palpable, aunque no más cierto.
Una objeción nacida de circunstancias que nos son peculiares, se presenta para no admitir la aplicación de estos principios entre nosotros; y es que en su aplicación se va a privar del derecho de votar a la mayoría de los habitantes de nuestra campaña, que son justamente sobre los que más pesan las cargas de la ciudadanía.
¿Por qué pesan más sobre el hijo de la campaña que sobre el hijo de las ciudades? Porque a aquél, además del impuesto, del deber de armarse en defensa de la patria, le está encomendado exclusivamente el cuidado de nuestras fronteras, que es la carga más inmensa que puede pesar sobre él.
Pero no puede atacarse una idea nueva en nombre del abuso antiguo, y el contingente no es otra cosa, sino la más escandalosa violación del derecho de igualdad entre los ciudadanos.
Es evidente la necesidad de guardar las fronteras, pero, ¿por qué razón ha de encomendarse su defensa exclusivamente al gaucho, que tal vez es quien menos interés directo tiene en guardarlas?
¿Qué busca el indio, cuando abandonando sus tolderías y sus pampas, traspasa la línea de nuestras fronteras, asolando y sembrando el terror por dondequiera asienta el casco de su potro? ¿Qué lo mueve en esa carrera de depredación?
¿Es acaso el deseo de lucha? ¿Es acaso el placer de la matanza? No. Es el botín, es el hambre el que lo guía, el que lo mueve.
Viene en busca de nuestros potros para poder sobre su lomo, cruzar y dominar el desierto; viene en busca de nuestras vacas que le servirán de alimento y cuya piel servirá de techo y hogar para sus hijos; viene en busca de nuestras ovejas cuya lana resguardará su cuerpo contra el rigor de las estaciones.
Sacrificará, tal vez, la vida de los pobladores de nuestra campaña y el honor de sus familias, pero esto lo hará, o por necesidad para lograr su objeto, o cediendo a sus instintos salvajes.
Pero su verdadero fin no es ese. Su ataque va dirigido a la propiedad. Haced, pues, que la propiedad se defienda a sí misma.
¿Cómo? Haced que el potro y la vaca den un pedazo de su piel, que la oveja dé un pedazo de su vellón, convertid esas pieles y esa lana en oro y convertid ese oro en soldados, y la defensa real de la frontera habrá sido asegurada y los derechos legítimos del gaucho serán respetados.
Decretad un impuesto especial sobre la propiedad semoviente, que es la que atrae al indio, y este impuesto justo, proporcional, general, será cien veces preferible a la injusta, desproporcionada, desigual capitación de sangre, que conocemos bajo el nombre de contingente. Quitadle al paisano esa amenaza terrible que puede de un momento a otro romper los lazos para él más caros y santos, aseguradle la tranquilidad en el hogar, y lo veréis venir con lágrimas de agradecimiento a renunciar en vuestras manos ese para él, pretendido derecho del sufragio.
Así habréis respetado la igualdad que es la base de nuestro sistema político. Las razones expuestas me inducen a afirmar, que para dar mayores garantías a la legitimidad del sufragio popular, es necesario limitar el ejercicio del derecho electoral a aquellos ciudadanos en quienes exista la presunción de que tienen la capacidad bastante para hacer de él uso legítimo.
En la República Argentina debe requerirse como condición para ser elector, el saber leer y escribir.
Pasaremos a ocuparnos de las ideas sostenidas por dos ilustres publicistas, al tratar la cuestión del derecho electoral.
Me refiero al voto de los niños y las mujeres, indicado por Laboulaye; y a la pluralidad de votos sostenida por Stuart Mill.
“¿Qué razón hay -dice Laboulaye- para excluir del voto a los niños? Porque son incapaces de votar, se dirá. Entonces, ¿el sufragio es un cargo? No, se contesta, es un derecho como la propiedad, la libertad. Pues bien, cuando un niño es propietario, tiene quien lo represente; ¿por qué no lo hará su padre en el escrutinio electoral? Si yo tengo cuatro hijos y mujer, ¿por qué no he de tener seis votos y se me ha de igualar al hombre sin familia? ¿Acaso no represento un interés seis veces mayor? Si llega la guerra, ¿no me arrebatarán mis hijos? ¿Acaso no tengo un interés seis veces mayor que el célibe para oponerme a la guerra? A mi juicio, éste es un raciocinio fuerte”, dice el señor Laboulaye.
Al mío, es fuerte no el raciocinio, sino el sofisma. Entre nosotros, y debo suponer que en Francia suceda lo mismo, no se arrebatan niños para llevarlos a la guerra. Si los cuatro hijos del señor Laboulaye son mayores, esos cuatro hijos tendrán el deber de armarse en defensa de su patria, pero tendrán también el derecho de votar, sin la necesidad de la representación paternal; si son menores, si son niños, no tendrán ni el deber ni el derecho.
Los niños, aunque son ciudadanos, tienen suspensos durante su menor edad, por causa de su incapacidad, tanto el ejercicio de sus derechos como el cumplimiento de sus deberes políticos.
Por otra parte, es original la idea de medir la mayor o menor capacidad electoral de. un ciudadano, por la fecundidad de su esposa.
Esto en cuanto al sufragio de los niños; en cuanto al de las mujeres, merece tratarse con más detención.
Creo que la cuestión de los derechos políticos de la mujer puede considerarse bajo dos faces: la faz política y la faz social.
Como razón política, se alega contra el ejercicio de ese derecho, su debilidad y su natural dependencia, que la convertiría en instrumento del hombre.
La debilidad moral e intelectual de la mujer no es debida a su naturaleza, es puramente resultado de su educación.
Poniendo ésta al nivel de la que recibe el hombre, desaparecería esa pretendida debilidad; los numerosos casos en que la mujer ha vencido esa barrera puesta por las preocupaciones sociales al desarrollo de su inteligencia, muestran que está dotada de las suficientes aptitudes para entrar a formar parte de la sociedad política y encargarse del ejercicio y de la defensa de sus derechos.
En cuanto al temor de ser influida y de servir de instrumento al hombre, creo que el peligro en todos los casos sería recíproco; y, a decir verdad, tratándose de esta clase de influencia, no es fácil decir quién será el dominado, si la mujer o el hombre.
Convengo en que de todas maneras, esa influencia es perjudicial, tratándose del ejercicio de un derecho que exige completa independencia. Pero si el peligro existe y contribuyen a su existencia tanto el hombre como la mujer, ¿con qué razón, para evitarlo, se han de atacar solamente los derechos de la mujer?
La única razón que hasta hoy ha existido, es que habiendo el hombre usurpado el gobierno de las sociedades, ha alejado a la mujer, más por temor que por compasión.
Hoy que la civilización ha colocado a la mujer, en cuanto a posición social, al nivel del hombre, dándole el lugar a que es acreedora por las dotes con que la adornó la naturaleza, no hay razón para no concederle el ejercicio de sus derechos políticos, desconocidos por preocupaciones que, hijas de la barbarie de otras edades, no tienen razón de ser en este siglo que ha puesto en práctica la declaración de los derechos del hombre.
Podrá alegarse su debilidad física para cumplir las cargas de la ciudadanía, y encarando la cuestión bajo el punto de vista de las conveniencias sociales, se dirá tal vez que hay peligro en arrancar a la mujer de la esfera en que la costumbre, tal vez la necesidad, la han colocado, para hacerla aparecer como actriz en una escena de agitación continua, colocándola bajo la influencia de pasiones cuyo funesto efecto en el seno de las familias tal vez tuviera que deplorar la sociedad.
Las grandes reformas introducidas en el modo de ser de las sociedades, tienen que ser paulatinas, so pena de producir un choque violento con las costumbres arraigadas, en el cual no siempre suele ser vencida la rutina.
El trabajo de muchos siglos, los esfuerzos de hombres eminentes, prepararon a las sociedades, para oír la declaración de los derechos del hombre, que a pesar de esto, tuvieron que ser proclamados en medio del estrépito de la más sangrientas de las revoluciones.
Para completar esa declaración con respecto a la mujer, hay que preparar el terreno minando las preocupaciones, hasta que caigan por su propio peso. Hay que reformar la educación de la mujer, abriéndole las puertas del templo de la ciencia y ofreciéndole campo al desarrollo de su inteligencia en todos los ramos del saber humano. Ejercitadas y robustecidas así sus fuerzas, estará en aptitud de formar parte de la sociedad política.
Esto conseguido, podremos ver, tal vez en día no muy lejano, a la sociedad coronando su obra con la declaración de los derechos políticos de la mujer.
En cuanto a la idea de la pluralidad de votos, emitida por Stuart Mill, creo que hay razones atendibles para negar su admisión. El mayor derecho electoral dependería por este sistema, o de la riqueza o de la inteligencia del ciudadano. Fundado sobre la primera cualidad, tiene algo de arbitrario, algo contrario al principio democrático, pues sanciona o legitima la aristocracia del dinero, que es la más chocante en principio, la más altanera en el hecho. El mismo Stuart Mill la rechaza, al decir que la democracia no tiene por el momento celos de la superioridad personal; pero que es natural y justamente celosa de la que está fundada sobre la riqueza.
En cuanto a la idea de tomar la inteligencia del individuo como medida de su capacidad electoral, se ofrece una dificultad que toca casi en lo imposible. ¿Cómo se fijan los diversos grados de inteligencia para poder graduar esa capacidad?
Una fijación arbitraria o aproximativa no llenaría el objeto propuesto, y sería un ataque al principio de igualdad democrática.
Por otra parte, bastante poderosa es la influencia indirecta que ejercen la riqueza y la inteligencia en la decisión de las cuestiones políticas, para que haya mayor necesidad de concederla directa, máxime cuando ésta ofrecería el peligro de los gobiernos de clase, que tanto teme el mismo iniciador de la idea, Stuart Mill.
Hemos terminado. Muchos males aquejan nuestra organización política, y muchas tentativas, casi siempre frustradas, se han hecho para remediarlos. Creemos que la razón de esto es no haber atacado el mal en su origen. El sentido común indica que es necesario empezar siempre por el principio.
El árbol cuya raíz está dañada, sólo puede ofrecer frutos raquíticos. La urna electoral es el germen y la raíz de los poderes públicos en las democracias, y ésta sólo subsiste a condición de que sean legítimos los poderes que la gobiernan.
Es un deber de todo el que ama las instituciones que felizmente nos rigen, el velar por la verdad del sufragio popular, depurando esa fuente santa de todas las impurezas que pudieran corromperla.
Al cumplir el último deber que como estudiante me impone el reglamento universitario, he querido también cumplir el primero como ciudadano de una República; este pequeño trabajo no tiene, pues, más pretensiones que servir al cumplimiento de este doble deber.
CARLOS PELLEGRINI

Proposiciones Accesorias
1° La pena debe ser prescriptible.
2° La protección del Gobierno es necesaria para el desarrollo de la industria en la República Argentina.
3° El renovamiento de una letra importa novación de deuda.

Fuente: www.fundacionpellegrini.org.ar
[1] Trabajo presentado por Pellegrini, en 1869 -tenía 22 años de edad- a la Facultad de Derecho de Buenos Aires, para optar al título de doctor en leyes.

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