julio 15, 2011

"Discursos sobre la primera década de Tito Livio" Nicolas Maquiavelo (1512 -1517) [1/3]

DISCURSOS SOBRE LA PRIMERA DÉCADA DE TITO LIVIO *
(3 volúmenes)
Nicolás Maquiavelo
[1512-1517]

[1/3]
LIBRO PRIMERO
INDICE LIBRO PRIMERO
NICOLÁS MAQUIAVELO A ZANOBI BUONDELMONTI Y COSME HUCELLAI
PRÓLOGO
LIBRO PRIMERO
Capítulo I
Cómo empiezan en general las ciudades y cómo empezó Roma.
Capítulo II
De cuántas clases son las repúblicas y a cuál de ellas corresponde la romana
Capítulo III
Acontecimientos que ocasionaron en Roma la creación de los tribunos de la plebe, perfeccionando con ella la constitución de la república
Capítulo IV
La desunión del senado y del pueblo hizo poderosa y libre la república romana
Capítulo V
Dónde estará más segura la guardia de la libertad, en manos de los nobles o en las del pueblo, y quiénes serán los que den más motivo de desórdenes, los que quieren adquirir o los que desean conservar
Capítulo VI
Si era posible organizar en Roma un gobierno que terminara la rivalidad entre el pueblo y el senado
Capítulo VII
De cómo las acusaciones son necesarias en la república para mantener la libertad
Capítulo VIII
Son tan útiles las acusaciones en las repúblicas, como perjudiciales las calumnias.
Capítulo IX
De cómo es necesario que sea uno sólo quien organice o reorganice una república.
Capítulo X
Son tan dignos de elogio los fundadores de una república o de un reino, como de censura y vituperio los de una tiranía
Capítulo XI
De la religión de los romanos
Capítulo XII
De lo importante que es hacer gran caso de la religión, y de que Italia, por no hacerlo, a causa de la Iglesia romana, está arruinada
Capítulo XIII
De cómo los romanos se servían de la religión para organizar la ciudad, proseguir sus empresas y refrenar los tumultos
Capítulo XIV
Los romanos interpretaban los auspicios según las necesidades.
Capítulo XV
De cómo los samnitas por último remedio a situación apuradísima, acudieron a la religión
Capítulo XVI
El pueblo acostumbrado a vivir bajo la dominación de un príncipe, si por acaso llega a ser libre, difícilmente conserva la libertad
Capítulo XVII
Cuando un pueblo corrompido llega a ser libre, difícilmente conserva la libertad
Capítulo XVIII
De que modo puede mantenerse en un pueblo corrompido un gobierno libre si existía antes, y si no, establecerlo
Capítulo XIX
Puede sostenerse un príncipe débil sucediendo a un buen príncipe; pero ningún reino subsiste si a un príncipe débil sucede otro también débil
Capítulo XX
La sucesión de dos príncipes excelentes produce grandes efectos. Las repúblicas bien organizadas tienen por necesidad sucesión de gobernantes virtuosos, y, por ello, aumentan y extienden su dominación
Capítulo XXI
Son dignos de censura los príncipes y las repúblicas que no tienen ejército nacional.
Capítulo XXII
Lo que fue más notable en el combate de los tres Horacios y los tres Curiacios
Capítulo XXIII
Que no se debe poner a riesgo toda la fortuna sin emplear toda la fuerza; por lo cual es muchas veces peligroso limitarse a guardar los desfiladeros
Capítulo XXIV
Las repúblicas bien organizadas establecen premios y castigos para los ciudadanos, sin compensar jamás unos con otros
Capítulo XXV
Quien quiera reformar la antigua organización de un estado libre, conserve al menos la sombra de las antiguas instituciones
Capítulo XXVI
El príncipe nuevo en ciudad o provincia conquistada por él, debe reformarlo todo
Capítulo XXVII
Rarísima vez son los hombres completamente buenos o malos
Capítulo XXVIII
Porque razón los romanos fueron menos ingratos con sus conciudadanos que los atenienses con los suyos
Capítulo XXIX
¿Quién es más ingrato, un pueblo o un príncipe?
Capítulo XXX
Medios que deben emplear un príncipe o una república para evitar el vicio de ingratitud y cómo puede impedir un general o un ciudadano ser víctima de él.
Capítulo XXXI
Los generales romanos jamás fueron castigados severamente por las faltas que cometieron, ni tampoco cuando por ignorancia o malas determinaciones ocasionaran daño a la república
Capítulo XXXII
Ni las repúblicas ni los príncipes deben diferir los remedios a las necesidades públicas
Capítulo XXXIII
Cuando cualquier dificultad llega a ser muy grande en un estado o contra un estado, es mejor partido contemporizar con ella que combatirla de frente
Capítulo XXXIV
La autoridad dictatorial benefició y no dañó a la república romana. No es la autoridad concedida por libre sufragio, sino aquella de que se apoderan los ciudadanos, la perniciosa a las instituciones libres
Capítulo XXXV
Porque fue nociva a la libertad de la república romana la creación de los decenviros, a pesar de elegirlos el voto público y libre del pueblo
Capítulo XXXVI
Los ciudadanos que han ejercido los más elevados cargos no deben desdeñar el desempeño de los más modestos
Capítulo XXXVII
De las perturbaciones que causó en Roma la ley agraria y de lo peligroso que es en una república hacer una ley con efecto retroactivo y contra una antigua costumbre nacional
Capítulo XXXVIII
Las repúblicas débiles son irresolutas y no saben tomar un partido. Si alguna vez lo toman es por necesidad, y no por elección
Capítulo XXXIX
Frecuencia con que ocurren en pueblos distintos idénticos sucesos
Capítulo XL
De la creación del decenvirato en Roma y de lo que se debe notar en ella: donde se considera, entre otras cosas, cómo un mismo suceso puede salvar o perder una república
Capítulo XLI
Es imprudente e inútil pasar sin gradación de la humildad a la soberbia, de la compasión a la crueldad
Capítulo XLII
De la facilidad con que se corrompen los hombres
Capítulo XLIII
Los que combaten por su propia gloria son buenos y fieles soldados
Capítulo XLIV
Una multitud sin jefes es inútil. No se debe amenazar sin tener los medios de cumplir la amenaza
Capítulo XLV
Es de mal ejemplo no observar una ley hecha, máxime si son sus autores quienes dejan de cumplirla; y peligrosísima para los que gobiernan un estado tener en continua incertidumbre la seguridad personal
Capítulo XLVI
Los hombres pasan de una ambición a otra. Procuran primero defenderse y después atacar a los otros
Capítulo XLVII
Los hombres, en conjunto, pueden engañarse en los asuntos generales, pero no en los particulares
Capítulo XLVIII
Quien quiera que una magistratura no se dé a un hombre vil o perverso, hágala pedir por uno más vil o más perverso, o por uno excelente y nobilísimo
Capítulo XLIX
Si a las ciudades libres desde su fundación, como Roma, los es difícil establecer leyes que mantengan la libertad, a los que han estado anteriormente en servidumbre los es imposible
Capítulo L
Ningún consejo ni magistrado debe estar facultado para detener el curso de los negocios públicos
Capítulo LI
Las repúblicas y los príncipes deben demostrar que hacen generosamente aquello a que la necesidad los obliga
Capítulo LII
El medio más seguro y menos ruidoso para contener la ambición de cualquier hombre influyente en una república es adelantársele en el camino que conduce al poder
Capítulo LIII
El pueblo desea muchas veces su ruina engañado por una falsa apariencia de bienestar, y fácilmente se le agita con grandes esperanzas y halagüeñas promesas
Capítulo LIV
Autoridad que tiene un grande hombre para apaciguar a una multitud sublevada
Capítulo LV
Cuan fácilmente se gobiernan las cosas en una ciudad donde la multitud no está corrompida.
Capítulo LVI
Antes de ocurrir grandes sucesos en una ciudad o en un estado, aparecen señales que los pronostican u hombres que los anuncian
Capítulo LVII
El pueblo en conjunto es valeroso, pero individualmente es débil
Capítulo LVIII
La multitud sabe más y es más constante que un príncipe
Capítulo LIX
De cuáles confederaciones o ligas merecen más confianza, si las hechas con una república o las que se hacen con un príncipe
Capítulo LX
De cómo el consulado y cualquier otra magistratura se daban en Roma sin consideración a la edad

NICOLÁS MAQUIAVELO A ZANOBI BUONDELMONTI Y COSME HUCELLAI
Salud.
Os envío un regalo que, si no corresponde a mis obligaciones con vosotros, es el mejor que puede haceros Nicolás Maquiavelo, pues en él he expresado cuanto sé y aprendí en larga práctica y continua enseñanza de las cosas del mundo. No pudiendo desear más de mí, ni vosotros ni ningún otro, tampoco os quejaréis de que no os dé más.
Podrá muy bien suceder que os desagrade la pobreza de mi ingenio cuando estas narraciones mías sean pobres y lo falaz del juicio cuando al discurrir en muchos puntos me engañe. A decir verdad, no sé quién está más obligado, yo a vosotros, que me habéis forzado a escribir lo que por mi propia iniciativa jamás hubiera escrito, o vosotros a mí, en caso de que lo hecho no os satisfaga. Aceptad, pues, esto como se aceptan todas las cosas de los amigos, teniendo más en cuenta la intención del que regala que la cosa regalada, y creed me satisface pensar que, si me equivoqué en muchas circunstancias, no he incurrido en error al preferiros a todos los demás para la dedicatoria de estos discursos míos, tanto porque haciéndolo así paréceme mostrar alguna gratitud por los beneficios recibidos, como por apartarme de la costumbre en los escritores de dedicar sus obras a príncipes, cegándoles la ambición o la avaricia hasta el punto de elogiar en ellos todo género de virtudes, en vez de censurarles todos los vicios.
Para no incurrir en tal error he elegido, no a los que son príncipes, sino a quienes por sus infinitas buenas cualidades merecen serlo; no a los que puedan prodigarme empleos, honores y riquezas, sino a los que quisieran hacerlo si pudiesen; porque los hombres, juzgando sensatamente, deben estimar a los que son, no a los que pueden ser generosos; a los que saben gobernar un reino, no a los que, sin saber, pueden gobernarlo.
Los historiadores elogian más a Hierón de Siracusa cuando era simple ciudadano, que a Perseo de Macedonia cuando era rey, porque para ser príncipe sólo faltaba a Hierón el principado, y Perseo no tenía de rey más que el reino.
Gozad, pues, del bien o del mal que vosotros mismos habéis querido, y si persistís en el error de que mis opiniones os son gratas, continuaré, como os prometí al principio, el examen de esta historia.
Dios os guarde.
PRÓLOGO
Aunque por la natural envidia de los hombres haya sido siempre tan peligroso descubrir nuevos y originales procedimientos como mares y tierras desconocidos, por ser más fácil y pronta la censura que el aplauso para los actos ajenos, sin embargo, dominándome el deseo que siempre tuve de ejecutar sin consideración alguna lo que juzgo de común beneficio, he determinado entrar por vía que no seguida por nadie hasta ahora, me será difícil y trabajosa; pero creo me proporcione la estimación de los que benignamente aprecien mi carea.
Si la pobreza de mi ingenio, mi escasa experiencia de las cosas presentes y las incompletas noticias de las antiguas hacen esta tentativa defectuosa y no de grande utilidad, al menos enseñaré el camino a alguno que con más talento, instrucción y juicio realice lo que ahora intento, por lo cual si no consigo elogio, tampoco mereceré censura.
Cuando considero la honra que a la antigüedad se tributa, y cómo muchas veces, prescindiendo de otros ejemplos, se compra por gran precio un fragmento de estatua antigua para adorno y lujo de la casa propia y para que sirva de modelo a los artistas, quienes son gran afán procuran imitarlo: y cuando, por otra parte, veo los famosos hechos que nos ofrece la historia realizados en los reinos y las repúblicas antiguas por reyes, capitanes, ciudadanos, legisladores, y cuantos al servicio de su patria dedicaban sus esfuerzos, ser más admirados que imitados o de tal suerte preteridos por todos que apenas queda rastro de la antigua virtud, no puedo menos dolerme sobre todo observando que en las cuestiones y pleitos entre ciudadanos, o en las enfermedades que las personas sufren siempre acuden a los preceptos legales o a los remedios que los antiguos practicaban. Porque las leyes civiles no son sino sentencias de los antiguos jurisconsultos que, convertidas en preceptos, enseñan cómo han de juzgar los jurisconsultos modernos, ni la medicina otra cosa que la experiencia de los médicos de la antigüedad, en la cual fundan los de ahora su saber.
Mas para ordenar las repúblicas, mantener los estados, gobernar los reinos, organizar los ejércitos, administrar la guerra, practicar la justicia, engrandecer el imperio, no se encuentran ni soberanos, ni repúblicas, ni capitanes, ni ciudadanos que acudan a ejemplos de la antigüedad; lo que en mi opinión procede, no tanto de la debilidad producida por los vicios de nuestra actual educación, ni de los males que el ocio orgulloso ha ocasionado a muchas naciones y ciudades cristianas, como de no tener perfecto conocimiento de la historia o de no comprender, al leerla, su verdadero sentido ni el espíritu de sus enseñanzas.
De aquí nace que a la mayoría de los lectores los agrada enterarse de la variedad de sucesos que narra, sin parar mientes en imitar las grandes acciones, por juzgar la imitación, no sólo difícil, sino imposible; como si el cielo, el sol, los elementos, los hombres, no tuvieran hoy el mismo orden, movimiento y poder que en la antigüedad.
Por deseo de apartar a los hombres de este error, he juzgado necesario escribir sobre todos aquellos libros de la historia de Tito Livio que la injuria de los tiempos no ha impedido lleguen a nosotros, lo que acerca de las cosas antiguas y modernas creo necesario para su mejor inteligencia, a fin de que los que lean estos discursos los puedan sacar la utilidad que en la lectura de la historia debe buscarse.
Aunque la empresa sea difícil, sin embargo, ayudado por loa que me inducen a acometerla, espero llevarla a punto de que a cualquier otro quede breve camino para realizarla por completo.
LIBRO PRIMERO
Capítulo I
Cómo empiezan en general las ciudades y cómo empezó Roma.
Los que lean cuál fue el principio de la ciudad de Roma, quiénes sus legisladores y el orden que establecieron, no se maravillarán de que hubiera en dicha ciudad tanta virtud durante largos siglos, ni del poder que llegó a alcanzar esta república.
Al hablar de su origen, diré que todas las ciudades son edificadas, o por hombres nacidos en las comarcas donde se construyen, o por extranjeros. Ocurre lo primero cuando dispersos los habitantes en varias y pequeñas localidades, ni los ofrecen éstas seguridad por el sitio o por el corto número de defensores contra los ataques del enemigo, ni siquiera pueden reunirse a tiempo cuando éste las invade, y, si lo consiguen, es abandonando muchas de sus viviendas, que son inmediata presa del invasor. A fin de evitar tales peligros, o movidos de propio impulso, o guiados por alguno que entre ellos goza de mayor autoridad, se unen para habitar juntos sitio elegido de antemano, donde la vida sea más cómoda y más fácil la defensa.
Entre otras ciudades, así se fundaron Atenas y Venecia. Aquélla, por motivos idénticos a los expresados, la edificaron los habitantes dispersos que bajo su autoridad reunió Teseo; ésta por haberse reunido en islotes situados en el extremo del mar Adriático muchos pueblos que huían de las guerras casi continuas que las invasiones de los bárbaros, durante la decadencia del imperio romano, ocasionaban en Italia. Estos refugiados comenzaron a regirse por las leyes que juzgaban más a propósito para organizar el estado, sin tener príncipe alguno que los gobernara; y su suerte fue feliz, gracia a la larga paz que la naturaleza del sitio ocupado los permitió gozar, sirviéndoles el mar de barrera, porque los pueblos que asolaban a Italia carecían de barcos para acometerles. Así, de tan humilde principio, llegaron a la grandeza en que se encuentran.
El caso segundo de origen de las ciudades es cuando las edifican extranjeros, ya sean hombres libres o dependientes de otros, como sucede con las colonias enviadas, o por una república o por un príncipe, para aliviar sus estados de exceso de población, o para defensa de comarcas recién conquistadas que quieren conservar sin grandes gastos. Ciudades de este origen fundó muchas el pueblo romano en toda la extensión de su imperio. A veces las edifica un príncipe, no para habitarlas, sino en recuerdo de su gloria, como Alejandría por Alejandro. Estando estas ciudades desde su fundación privadas de libertad, rara vez ocurre que hagan grandes progresos, ni lleguen a ser contadas entre las principales del reino.
Tal origen tuvo Florencia, fundada, o por los soldados de Sila o por los habitantes de los montes de Fiesole, quienes, confiados en la larga paz que gozó el mundo durante el imperio de Octavio, bajaron a habitar la llanura junto al Amo; pero seguramente edificada durante el imperio romano, sin que pudiera tener al principio otro engrandecimiento que el concedido por la voluntad del emperador.
Son libres los fundadores de ciudades, cuando bajo la dirección de un jefe, o sin ella, vense obligados, o por peste, o por hambre o por guerra, a abandonar su tierra nativa en busca de nueva patria. Éstos, o viven en las ciudades que encuentran en el país conquistado, como hizo Moisés, o las edificaban de nuevo, como Eneas.
En este último caso es cuando se comprende la virtud del fundador y la fortuna de la fundación, más o menos maravillosa según la mayor o menor habilidad y prudencia de aquél, conociéndose por la elección del sitio y por la naturaleza de las leyes que han de regir.
Los hombres trabajan, o por necesidad o por elección, y se sabe que la virtud tiene mayor imperio donde se trabaja más por precisión que voluntariamente. De aquí que debieran preferirse, al fundar ciudades, sitios estériles para que los habitantes, obligados a la laboriosidad y no pudiendo estar ociosos, vivieran más unidos, siendo menores, por la pobreza de la localidad, los motivos de discordia. Así sucedió en Ragusa y en muchas otras ciudades edificadas en comarcas de esta clase. Preferir dichas comarcas sería, sin duda, atinado y útil si se contentaran los hombres con vivir de lo suyo y no procurasen mandar en otros.
Pero no siendo posible defenderse de la ambición humana sino siendo poderosos, es indispensable huir de la esterilidad del suelo para fijarse en sitios fertilísimos donde, por la riqueza de la tierra pueda aumentar la población, rechazar ésta a quienes los ataquen y dominar a los que se opongan a su engrandecimiento.
En cuanto al peligro de la holganza que la fertilidad pueda desarrollar, debe procurarse que las leyes obliguen al trabajo aunque la riqueza de la comarca no lo haga preciso, imitando a los legisladores hábiles y prudentes que, habitando en amenos y fértiles países. aptos para ocasionar la ociosidad e inhábiles para todo virtuoso ejercicio a fin de evitar los daños que el ocio, por la riqueza natural del suelo causara, impusieron la necesidad de penosos ejercicios a los que habían de ser soldados, llegando así a tener mejores tropas que en las comarcas naturalmente ásperas y estériles.
Entre estos legisladores deben citarse los del reino de los egipcios que, a pesar de ser tierra amenísima, la severidad de las instituciones produjo hombres excelentes, y si la antigüedad no hubiese borrado su memoria, se vería que eran merecedores de más fama que Alejandro Magno y tantos otros cuyo recuerdo aun vive. Quien estudie el gobierno de los sultanes de Egipto y la organización militar de los mamelucos, antes de que acabara con ellos el sultán Selim, observará el rigor de la disciplina y los penosos ejercicios a que estaban sujetos para evitar la molicie que engendra lo benigno del clima.
Digo, pues, que para fundar ciudades, deben elegirse las comarcas fértiles, si por medio de las leyes se reducen a justos límites las consecuencias de la natural riqueza.
Cuando Alejandro Magno quiso edificar una ciudad que perpetuara su fama, se le presentó el arquitecto Dinócrates, y le dijo que podía hacerla sobre el monte Atos, el cual, además de ser sitio fuerte, sería dispuesto de modo que la ciudad tuviera forma humana, cosa maravillosa y rara y digna de su grandeza. Le preguntó Alejandro de que vivirían los habitantes, y respondió Dinócrates que no había pensado en ello. Se rió Alejandro, y dejando en paz el monte Atos, edificó Alejandría, donde la fertilidad del país y comodidad del mar y del Nilo aseguraban la vida de los pobladores.
Si se acepta la opinión de que Eneas fundó a Roma, resultará que es de las ciudades edificadas por extranjeros; y si la de que la empezó Rómulo debe contarse entre las fundadas por los naturales del país. En cualquiera de ambos casos, preciso es reconocer que fue desde el principio libre e independiente, como también, según más adelante diremos, que las leyes de Rómulo y otros obligaron a severas costumbres, de tal suerte, que ni la fertilidad del sitio, ni la comodidad del mar, ni las numerosas victorias, ni la extensión de su imperio las pudieron corromper en largos siglos, manteniéndolas más puras que las ha habido en ninguna otra república.
Como las empresas de los romanos que Tito Livio celebró las ejecutaron, o por pública o por privada determinación, o dentro o fuera de la ciudad, empezaré a tratar de las interiores y realizadas por el gobierno que considero dignas de especial mención, expresando también sus consecuencias. Estos discursos formarán el primer libro, o sea la primera parte.
Capítulo II
De cuántas clases son las repúblicas y a cuál de ellas corresponde la romana
Nada quiero decir aquí de las ciudades sometidas desde su origen a poder extranjero. Hablaré de las que se vieron siempre libres de toda exterior servidumbre y se gobernaron a su arbitrio o como repúblicas o como monarquías, las cuales, por ser diverso su origen, tuvieron también distinta constitución y distintas leyes. Algunas desde el principio, o poco tiempo después, las recibieron de un hombre y de una vez, como las que dio Licurgo a los espartanos; otras, como Roma las tuvieron en distintas ocasiones, al acaso y según los sucesos.
Puede llamarse feliz una república donde aparece un hombre tan sabio que le da un conjunto de leyes, bajo las cuales cabe vivir seguramente sin necesidad de corregirlas. Esparta observó las suyas más de ochocientos años sin alterarlas y sin sufrir ningún trastorno peligroso.
Por lo contrario, es desdichada la república que, no sometiéndose a un legislador hábil, necesita reorganizarse por sí misma, y más infeliz cuanto más distante está de una buena constitución, en cuyo caso se encuentran aquellas cuyas viciosas instituciones las separan del camino recto que las llevaría a la perfección, siendo casi imposible que por accidente alguno la consigan.
Las que si no tienen una constitución perfecta, la fundan con buenos principies capaces de mejorar, pueden, con ayuda de los acontecimientos, llegar a la perfección.
Ciertamente estas reformas no se consiguen sin peligro, porque jamás la multitud se conforma con nuevas leyes que cambien la constitución de la república, salvo cuando es evidente la necesidad de establecerlas; y como la necesidad no llega sino acompañada del peligro, es cosa fácil que se arruine la república antes de perfeccionar su constitución. Ejemplo de ello es la república de Florencia, que, reorganizada cuando la sublevación de Arezzo, fue destruida después de la toma de Prato.
Viniendo pues, a tratar de la organización que tuvo la república romana y de los sucesos que la perfeccionaron, diré que algunos de los que han escrito de las repúblicas distinguen tres clases de gobierno que llaman monárquico, aristocrático y democrático, y sostienen que los legisladores de un estado deben preferir el que juzguen más a propósito.
Otros autores, que en opinión de muchos son más sabios, clasifican las formas de gobierno en seis, tres de ellas pésimas y otras tres buenas en sí mismas; pero tan expuestas a corrupción, que llegan a ser perniciosas. Las tres buenas son las antes citadas; las tres malas son degradaciones de ellas, y cada cual es de tal modo semejante a aquella de que procede, que fácilmente se pasa de una a otra, porque la monarquía con facilidad se convierte en tiranía; el régimen aristocrático en oligarquía, y el democrático en licencia. De suerte que un legislador que organiza en el estado una de estas tres formas de gobierno, la establece por poco tiempo, porque no hay precaución bastante a impedir que degenere en la que es consecuencia de ella. ¡Tal es la semejanza del bien y el mal en tales casos!
Estas diferentes formas de gobierno nacieron por acaso en la humanidad porque al principio del mundo, siendo pocos los habitantes, vivieron largo tiempo dispersos, a semejanza de los animales; después, multiplicándose las generaciones, se concentraron, y para su mejor defensa escogían al que era más robusto y valeroso, nombrándole jefe y obedeciéndole.
Entonces se conoció la diferencia entre lo bueno y honrado, y lo malo y vicioso, viendo que cuando uno dañaba a su bienhechor, se producían en los hombres dos sentimientos, el odio y la compasión, censurando al ingrato y honrando al bueno. Como estas ofensas podían repetirse, a fin de evitar dicho mal, acudieron a hacer leyes y ordenar castigos para quienes las infringieran, naciendo el conocimiento de la justicia, y con él que en la elección de jefe no se escogiera ya al más fuerte, sino al más justo y sensato.
Cuando después la monarquía de electiva se convirtió en hereditaria, inmediatamente comenzaron los herederos a degenerar de sus antepasados, y prescindiendo de las obras virtuosas, creían que los príncipes sólo estaban obligados a superar a los demás en lujo, lascivia y toda clase de placeres.
Comenzó, pues, el odio contra los monarcas, empezaron éstos a temerlo, y pasando pronto del temor a la ofensa, surgió la tiranía.
Ésta dio origen a los desórdenes, conspiraciones y atentados contra los soberanos, tramados, no por los humildes y débiles, sino por los que sobrepujaban a los demás en riquezas, generosidad, nobleza y ánimo valeroso, que no podían sufrir la desarreglada vida de los monarcas.
La multitud, alentada por la autoridad de los poderosos, se armaba contra el tirano, y muerto éste, obedecía a aquéllos como a sus libertadores. Aborreciendo los jefes de la sublevación el nombre de rey o la autoridad suprema de una sola persona, constituían por sí mismos un gobierno, y al principio, por tener vivo el recuerdo de la pasada tiranía, se atenían a las leyes por ellos establecidas, posponiendo su utilidad personal al bien común, y administrando con suma diligencia y rectitud los asuntos públicos y privados.
Cuando la gobernación llegó a manos de sus descendientes, que ni habían conocido las variaciones de la fortuna ni experimentado los males de la tiranía, no satisfaciéndoles la igualdad civil se entregaron a la avaricia, a la ambición, a los atentados contra el honor de las mujeres, convirtiendo el gobierno aristocrático en oligarquía, sin respeto alguno a la dignidad ajena.
Esta nueva tiranía tuvo al poco tiempo la misma suerte que la monárquica, porque el pueblo, disgustado de tal gobierno, se hizo instrumento de los que de algún modo intentaban derribar a los gobernantes, y pronto hubo quien se valió de esta ayuda para acabar con ellos.
Pero fresca aún la memoria de la tiranía monárquica y de las ofensas recibidas de la tiranía oligárquica, derribada ésta, no quisieron restablecer aquélla, y organizaron el régimen popular o democrático para que la autoridad suprema no estuviera en manos de un príncipe o de unos cuantos nobles.
Como a todo régimen nuevo se le presta al principio obediencia, duró algún tiempo el democrático, pero no mucho, sobre todo cuando desapareció la generación que lo había instituido, porque inmediatamente se llegó a la licencia y a la anarquía, desapareciendo todo respeto lo mismo entre autoridades que entre ciudadanos, viviendo cada cual como le acomodaba y causándose mil injurias; de suerte que, obligados por la necesidad, o por el deseo de terminar tanto desorden, se volvió de nuevo a la monarquía, y de ésta, de grado en grado y por las causas ya dichas, se llegó otra vez a la anarquía.
Tal es el círculo en que giran todas las naciones, ya sean gobernadas, ya se gobiernen por sí; pero rara vez restablecen la misma organización gubernativa, porque casi ningún estado tiene tan larga vida que sufra muchas de estas mutaciones sin arruinarse, siendo frecuente que por tantos trabajos y por la falta de consejo y de fuerza quede sometido a otro estado vecino, cuya organización sea mejor. Si esto no sucede, se le verá sufrir perpetuamente los referidos cambios. Digo, pues, que todas estas formas de gobierno son perjudiciales; las tres que calificamos de buenas por su escasa duración, y las otras tres por la malignidad de su índole. Un legislador prudente que conozca estos defectos, huirá de ellas, estableciendo un régimen mixto que de todas participe, el cual será más firme y estable; porque en una constitución donde coexistan la monarquía, la aristocracia y la democracia, cada uno de estos poderes vigila y contrarresta los abusos de los otros.
Entre los legisladores más célebres por haber hecho constituciones de esta índole, descuella Licurgo, quien organizó de tal suerte la de Esparta, que, distribuyendo la autoridad entre el rey, los grandes y el pueblo, fundó un régimen de más de ochocientos años de duración, con gran gloria suya y perfecta tranquilidad del Estado.
Lo contrario sucedió a Solón, legislador de Atenas, cuya constitución puramente democrática duró tan poco, que antes de morir su autor vio nacer la tiranía de Pisístrato, y si bien a los cuarenta años fueron expulsados los herederos del tirano, recobrando Atenas su libertad y el poder la democracia, no lo tuvo ésta conforme a las leyes de Solón, más de cien años; aunque para sostenerse hizo contra la insolencia de los grandes y la licencia del pueblo multitud de leyes que Solón no había previsto. Por no templar el poder del pueblo con el de los nobles y el de aquél y de éstos con el de un príncipe, el estado de Atenas comparado con el de Esparta vivió brevísimo tiempo.
Pero vengamos a Roma. No tuvo un Licurgo que la organizara al principio de tal modo que pudiera vivir libre largo tiempo; pero fueron, sin embargo, tantos los sucesos ocurridos en ella por la desunión entre la plebe y el senado, que lo no hecho por un legislador, lo hizo el acaso. No consiguió al principio un régimen perfecto; pero túvole después, porque los defectos de lo primera constitución no la desviaron del camino que podía conducirla a otra más perfecta.
Rómulo y todos los demás reyes hicieron muchas y buenas leyes apropiadas a la libertad; pero como su propósito era fundar un reino y no una república, cuando se estableció esta, faltaban bastantes instituciones liberales que eran precisas y no habían dado los reyes.
Sucedió, pues, que al caer la monarquía por los motivos y sucesos sabidos, los que la derribaron establecieron inmediatamente dos cónsules, quienes ocupaban el puesto del rey, de suerte que desapareció de Roma el nombre de éste, pero no la regia potestad. Los cónsules y el senado hacían la constitución romana mixta de dos de los tres elementos que hemos referido, el monárquico y el aristocrático. Faltaba, pues, dar entrada al popular.
Llegó la nobleza romana a hace be insolente, por causas que después diremos, y el pueblo se sublevó contra ella. A fin de no perder todo su poder, tuvo que conceder parte al pueblo; pero el senado y los cónsules conservaron la necesaria autoridad para mantener su rango en el estado. Así nació la institución de los tribunos de la plebe, que hizo más estable la constitución de aquella república por tener los tres elementos la autoridad que los correspondía.
Tan favorable le fue la fortuna, que aun cuando la autoridad pasó de los reyes y de los grandes al pueblo por los mismos grados y por las mismas causas antes referidas, sin embargo, no abolieron por completo el poder real para aumentar el de los nobles, ni se privó a éstos de toda su autoridad para darla al pueblo, sino que haciendo un poder mixto, se organizó una república perfecta, contribuyendo a ello la lucha entre el senado y el pueblo, según demostraremos en los dos siguientes capítulos.
Capítulo III
Acontecimientos que ocasionaron en Roma la creación de los tribunos de la plebe, perfeccionando con ella la constitución de la república
Según demuestran cuantos escritores se han ocupado de legislación y prueba la historia con multitud de ejemplos, quien funda un estado y le de leyes debe suponer a todos los hombres malos y dispuestos a emplear su malignidad natural siempre que la ocasión se lo permita. Si dicha propensión está oculta algún tiempo, es por razón desconocida y por falta de motivo para mostrarse; pero el tiempo, maestro de todas las verdades, la pone pronto de manifiesto.
Pareció que existía en Roma entre el senado y la plebe, cuando fueron expulsados los Tarquinos grandísima unión, y que los nobles, depuesto todo el orgullo, adoptaban las costumbres populares, haciéndose soportables hasta con los más humildes ciudadanos. Obraron de esta manera mientras vivieron los Turquinos, sin dar a conocer los motivos, que eran el miedo a la familia destronada y el temor de que, ofendida la plebe, se pusiera de parte de ella. Trataban, pues, a ésta con gran benevolencia. Pero muertos los Tarquinos y desaparecido el temor, comenzaron a escupir contra la plebe el veneno que en sus pechos encerraban, ultrajándola cuanto podían, lo cual prueba, según hemos dicho, que los hombres hacen el bien por fuerza; pero cuando gozan de medio, y libertad para ejecutar el mal, todo lo llenan de confusión y desorden.
Dícese que el hambre y la pobreza hacen a los hombres industriosos, y las leyes buenos. Siempre que con obligación legal se obra bien, no son necesarias las leyes; pero cuando falta esta buena costumbre, son indispensables. Por ello al desaparecer todos los Tarquinos, quienes, por el temor que inspiraban, servían de freno a la nobleza, preciso fue pensar en nueva organización capaz de producir el mismo resultado que los Tarquinos vivos; y después de muchas perturbaciones, tumultos y peligros ocurridos entre la nobleza y la plebe, se llevó para seguridad de ésta, a la creación de los tribunos, dándoles tanto poder y autoridad, que constituyeron entre el Senado y el pueblo una institución capaz de contener la insolencia de los nobles.
Capítulo IV
La desunión del senado y del pueblo hizo poderosa y libre la república romana
No quiero dejar de hablar de los tumultos que hubo en Roma desde la muerte de los Tarquinos hasta la creación de los tribunos, ni de decir algo contra la opinión de muchos que sostienen fue Roma una república llena de confusión y desorden, la cual, a no suplir sus defectos la fortuna y el valor militar, sería considerado inferior a todas las demás repúblicas.
Es innegable que a la fortuna y a la disciplina se debió el poderío romano. Creo, sin embargo, que donde hay buena disciplina hay orden, y rara vez falla la buena fortuna. Pero hablemos de otros detalles de aquella ciudad. Sostengo que quienes censuran los conflictos entre la nobleza y el pueblo, condenan lo que fue primera causa de la libertad de Roma, teniendo más en cuenta los tumultos y desórdenes ocurridos que los buenos ejemplos que produjeron, y sin considerar que en toda república hay dos partidos, el de los nobles y el del pueblo. Todas las leyes que se hacen en favor de la libertad nacen del desacuerdo entre estos dos partidos, y fácilmente se verá que así sucedió en Roma.
Desde los Tarquinos a los Gracos transcurrieron más de trescientos años, y los desórdenes en este tiempo rara vez produjeron destierros y rarísima sangre. No se pueden, pues, calificar de nocivos estos desórdenes, ni de dividida una república que en tanto tiempo, por cuestiones internas, sólo desterró ocho o diez ciudadanos y mató muy pocos, no siendo tampoco muchos los multados; ni con razón se debe llamar desordenada a una república donde hubo tantos ejemplos de virtud; porque los buenos ejemplos nacen de la buena educación, la buena educación de las buenas leyes, y éstas de aquellos desórdenes que muchos inconsideradamente condenan. Fijando bien la atención en ellos, se observará que no produjeron destierro o violencia en perjuicio del bien común, sino leyes y reglamentos en beneficio de la pública libertad.
Y si algunos dijeran que eran procedimientos extraordinarios y casi feroces los de gritar el pueblo contra el senado, y el senado contra el pueblo, correr el pueblo tumultuosamente por las calles, cerrar las tiendas, partir toda la plebe de Roma, cosas que sólo espantan a quien las lee diré que en cada ciudad debe haber manera de que el pueblo manifieste sus aspiraciones, y especialmente en aquellas donde para las cosas importantes se valen de él. Roma tenía la de que, cuando el pueblo deseaba observar una ley o hacía alguna de las cosas dichas, o se negaba a dar hombres para la guerra; de suerte que, para aplacarle, era preciso satisfacer, al menos en parte, su deseo.
Las aspiraciones de los pueblos libres rara vez son nocivas a la libertad, porque nacen de la opresión o de la sospecha de ser oprimido y cuando este temor carece de fundamento hay el recurso de las asambleas, donde algún hombre honrado muestra en un discurso el error de la opinión popular. Los pueblos, dice Cicerón, aunque ignoran tus mentiras son capaces de comprender la verdad, y fácilmente ceden cuando la demuestra un hombre digno de fe.
Conviene, pues, ser parco en las censuras al gobierno romano, y considerar que tantos buenos efectos como produjo aquella república debieron nacer de excelentes causas. Si los desórdenes originaron la creación de los tribunos, merecen elogios, porque a más de dar al pueblo la participación que le correspondía en el gobierno, instituyeron magistrados que velaran por la libertad romana, como se demostrará en el siguiente capítulo.
Capítulo V
Dónde estará más segura la guardia de la libertad, en manos de los nobles o en las del pueblo, y quiénes serán los que den más motivo de desórdenes, los que quieren adquirir o los que desean conservar
Los que prudentemente han organizado repúblicas, instituyeron, entre las cosas más necesarias, una guardia de la libertad, y según la eficacia de aquella es la duración de ésta. Habiendo en todas las repúblicas una clase poderosa y otra popular, se ha dudado a cuál de ellas debería fiarse esta guardia. En Lacedemonia antiguamente, y en nuestros tiempos en Venecia, estuvo y está puesta en manos de los nobles; pero los romanos la pusieron en las de la plebe. Preciso es, por tanto, examinar cuáles de estas repúblicas tuvieron mejor elección. Poderosas razones hay de ambas partes; pero atendiendo a los resultados, es preferible darla a los nobles, porque en Esparta y en Venecia ha tenido la libertad más larga vida que en Roma.
Acudiendo a las razones, y para tratar primero de lo que a los romanos concierne, diré que la guardia de toda cosa debe darse a quien menos deseo tenga de usurparla, y si se considera la índole de nobles y plebeyos, se verá en aquéllos gran deseo de dominación; en éstos de no ser dominados, y, por tanto, mayor voluntad de vivir libres, porque en ellos cabe menos que en los grandes la esperanza de usurpar la libertad. Entregada, pues, su guardia al pueblo, es razonable suponer que cuide de mantenerla, porque no pudiendo atentar contra ella en provecho propio, impedirá los atentados de los nobles.
Los que, al contrario, defienden el sistema espartano y veneciano, dicen que quienes entregan la guardia de la libertad a los nobles, hacen dos cosas buenas: una, satisfacer la ambición de los que teniendo mayor parte en el gobierno del estado, al poseer esta guardia se encuentran más satisfechos, y otra, privar al ánimo inquieto de la plebe de una autoridad que es causa de infinitas perturbaciones y escándalos en las repúblicas, y motivo a propósito para que la nobleza ejecute algún acto de desesperación, ocasionado en lo porvenir a funestos resultados.
Como ejemplo de ello presentan a la misma Roma, donde no bastó a la plebe que sus tribunos tuvieran esta autoridad en sus manos ni que un cónsul fuera plebeyo, sino quiso que los dos fuesen, y después la censura, la pretura y todos los altos cargos de la república. No satisfecha la plebe con tales aspiraciones e impulsada por desmedida ambición, llegó con el tiempo a adorar a los hombres que consideraba aptos para combatir a la nobleza, ocasionando con ello el predominio de Mario y la ruina de Roma.
En verdad, discurriendo imparcialmente, cabe dudar a quién conviene entregar la guardia de la libertad, sabiendo quiénes son más nocivos en una república: los que desean conquistar lo que no tienen o los que aspiran a conservar los honores adquiridos.
Quien examine el asunto con madurez, llegaría a la siguiente conclusión: O se trata de una república dominadora, como Roma, o de una que sólo quiere vivir independiente. En el primer caso tiene que hacerlo todo como Roma lo hizo, y en el segundo puede imitar a Venecia y a Esparta, por las razones que en el siguiente capítulo serán expuestas.
Y volviendo al tema de cuáles hombres son más nocivos en una república, los que desean adquirir o los que temen perder lo adquirido, diré que, nombrado dictador Marco Menenio, y jefe de la caballería Marco Fulvio, ambos plebeyos, para averiguar una conjuración tramada en Padua contra Roma, recibieron también autoridad de] pueblo para investigar quiénes en Roma, por ambición y medios extralegales, aspiraban al consulado y demás altos cargos. Pareció a la nobleza que se daba aquella autoridad al dictador contra ella, e hizo correr en la ciudad la noticia de que no eran los nobles quienes aspiraban a los cargos públicos por ambición o medios extraordinarios sino los plebeyos que, no confiando en su nacimiento ni en sus méritos, acudían a recursos ilegales para alcanzarlos. De esto acusaron especialmente al dictador.
Tanto crédito logró dicha acusación, que Menenio convocó una asamblea popular, se quejo en ella de las calumnias de los nobles, renunció la dictadura y se sometió al juicio del pueblo. Sustanciada la causa, fue absuelto después de discutirse mucho quién es más ambicioso, el que desea conservar o el que desea adquirir, porque una u otra ambición pueden ser fácilmente motivo de grandísimos trastornos.
Sin embargo, las más veces los ocasionan quienes poseen, porque el miedo a perder agita tanto los ánimos como el deseo de adquirir, no creyendo los hombres seguro lo que tienen si no adquieren de nuevo. Además, cuanto más poderoso mayor es la influencia y mayores los medios de abusar. Y lo peor es que los modales altivos e insolentes de los nobles excitan el ánimo de los que nada tienen, no sólo el deseo de adquirir, sino también el de vendarse de ellos, despojándoles de riquezas y honores que ven mal usados.
Capítulo VI
Si era posible organizar en Roma un gobierno que terminara la rivalidad entre el pueblo y el senado
Ya hemos hablado antes de los efectos que producían las cuestiones entre el pueblo y el senado. Como continuaron hasta el tiempo de los Gracos, siendo entonces causa de la ruina de la libertad, podrían acaso desear algunos que Roma hiciera las grandes cosas que realizó sin haber en su seno tales disturbios. Paréceme, por tanto, digno de examen ver si en Roma pudo organizarse un régimen de gobierno que evitara estos desórdenes. Para estudiarlo, preciso es acudir a las repúblicas que, sin tales tumultos, han vivido largo tiempo libremente, ver cuál era su gobierno y si pudo tenerlo Roma.
Los ejemplos de que podemos valemos son, en la antigüedad Esparta, y en los tiempos modernos Venecia, que repetidamente he citado. Esparta tenía para su gobierno un rey y un senado poco numeral. Venecia no admite estas distinciones, y a cuantos pueden tomar parte en la gobernación de la república los llama nobles. Este régimen lo debe al acaso, más que a la prudencia de sus legisladores, porque acudiendo a las lobunas donde ahora está la ciudad por las causas antes mencionadas, tantos habitantes, y creciendo el número de éstos, necesitaron leyes para vivir, y organizaron un régimen de gobierno. Reuníanse con frecuencia en asamblea para discutir los asuntos de la ciudad, y cuando creyeron ser bastante numerosos para ejercer el gobierno, cerraron la puerta del poder a todos los nuevos habitantes. Se multiplicaron éstos considerablemente, y entonces, para aumentar su reputación los gobernantes, se llamaron nobles, dando a los demás la denominación de clase popular.
Pudo este régimen nacer y subsistir sin alborotos, porque, al empezar, cuantos vivían en Venecia tomaban parte en la gobernación: de suerte que nadie podía quejarse. Los nuevos habitantes, encontrando el gobierno organizado, no tenían pretexto ni ocasión para turbar el orden; lo primero, porque nada se los había quitado; lo segundo, porque los tenían sujetos, no ocupándoles en cosa que los permitiera ejercer autoridad. Además, los que después vinieron a habitar en Venecia no fueron tan numerosos que hubiera desproporción entre gobernantes y gobernados, siendo los nobles tantos o más que los plebeyos. Por esta causa se fundó y subsistió en Venecia el régimen actual.
Esparta, gobernada, según he dicho, por un rey y un senado poco numeroso, subsistió así muchos años porque, siendo pocos los habitantes, estando prohibido a los extranjeros domiciliarse allí y aceptadas y cumplidas respetuosamente las leyes de Licurgo, que prevenían las causas de disturbios, pudieron vivir unidos largo tiempo Licurgo, con sus leyes, estableció en Esparta más igualdad en los bienes que desigualdad en las condiciones. La pobreza era igual; los plebeyos, menos ambiciosos, porque los cargos públicos se distribuían entre pocos ciudadanos, con exclusión del pueblo, y nunca deseó esto ejercerlos, porque nunca los nobles lo trataron mal. Causantes de esta situación eran los reyes de Esparta que, colocados entre la nobleza y el pueblo y viviendo entre los nobles, necesitaban, para mantener su autoridad, impedir toda ofensa a la plebe; por ello ésta ni tenía ni deseaba el mando, y no teniéndolo ni deseándolo, no existían motivos de rivalidad con la nobleza, ni ocasión de tumultos y alborotos, pudiendo coexistir largo tiempo unidas ambas clases. Pero las dos principales causas de esta unión fueron, una el corto número de los habitantes de Esparta, y, por tanto, la posibilidad de ser gobernados por pocos; y otra que, estando prohibido a los extranjeros residir en la república, no había ocasión para que se corrompieran las costumbres ni para que la población creciera hasta el punto de crear dificultades a los pocos que la gobernaban.
Teniendo, pues, en cuenta todas estas cosas, se advierte que, para mantener la tranquilidad en Roma, como lo estaba en las citadas repúblicas, los legisladores romanos debían hacer una de estas dos cosas: o no educar la plebe para la guerra, como los venecianos, o cerrar las fronteras a los extranjeros, como los espartanos. Hicieron precisamente lo contrario, aumentando con ello el número y el poder de la plebe y las ocasiones de tumultos que infinitas veces perturbaron la tranquilidad. Pero si la nación romana hubiese vivido más débil, faltándole los recursos para alcanzar la grandeza a que llegó; de modo que, al desear Roma destruir las causas de los alborotos, destruía también las de su engrandecimiento. Porque quien examine atentamente las cosas humanas observará que, cuando se evita un inconveniente, siempre aparece otro. Si quieres, pues, tener un pueblo numeroso y armado para engrandecer el imperio, lo has de organizar de tal suerte que no siempre puedas manejarlo a tu gusto, y si lo mantienes poco numeroso o desarmado, para dominarle y llegar a hacer conquistas, no podrás conservarlas, cayendo en vileza tal que serás presa de cualquiera que te ataque. Conviene, pues, en todas nuestras determinaciones escoger el partido que menos inconvenientes ofrezca, porque ninguno hay completamente libre de ellos.
Pudo Roma, a semejanza de Esparta, tener rey vitalicio y senado poco numeroso: pero, dada su ambición de dominar, no podía limitar, como Esparta, el número de ciudadanos; y el rey vitalicio y el senado, poco numeroso para mantener la unión, no le hubieran sido de utilidad alguna.
Quien quiera, por tanto, organizar de nuevo una república, debe tener en cuenta si ha de ser dominadora y de creciente poderío, como Roma, o vivir dentro de reducidos límites. En el primer caso, es preciso organizaría como lo estuvo Roma, aunque esta organización se preste a tumultos y perturbaciones del orden público; porque sin gran número de hombres bien armados, ninguna república puede enganchar sus límites y, si los ensancha, conservar las conquistas. En el caso segundo, puede ordenarla a semejanza de Esparta o de Venecia; pero como las conquistas son el veneno de tales repúblicas, debe prohibir por todos los medios posibles su engrandecimiento, que esta aspiración en una república débil es su segura ruina. Así sucedió a Esparta y a Venecia. La primera, después de someter a casi toda Grecia, mostró en un suceso adverso lo débil de su fundamento, pues a la rebelión de Tebas, suscitada por Pelópidas, siguió la de las demás ciudades griegas, quedando Esparta casi completamente aniquilada. Lo mismo aconteció a Venecia que habiendo ocupado gran parte de Italia, y la mayor no por las armas, sino por dinero y acucia, cuando tuvo necesidad de mostrar su fuerza, todo lo perdió en un día.
Creo que para fundar una república de larga vida, lo mejor es ordenarla interiormente, como Esparta y Venecia, situándola en paraje que por la naturaleza sea fuerte, y dándole los elementos de defensa necesarios para que nadie crea poder dominarla por sorpresa; pero no tan grandes que inspiren justificado temor a los vecinos. De esta suerte podrá gozar largo tiempo de su independencia, puesto que sólo por dos motivos se declara la guerra a una república: o por dominarla, o por temer su dominación. Los medios antes indicados evitan ambas causas de conflicto; que si el agredirla es difícil, como supongo ha de serlo si está bien preparada a la defensa, será muy raro o no acontecerá nunca que haya quien intente conquistarla. Viviendo tranquila dentro de los límites de su territorio, demostrará, con los hechos, que no tiene ambición de conquistas, y nadie, por temor a su poder, procurará hostilizarla. La prueba será más patente si en su constitución o en sus leyes se prohíben por modo terminante las conquistas. Creo indudable que la verdadera vida política de un estado y la verdadera paz interior y exterior consisten en mantener en lo posible este equilibrio en los asuntos públicos.
Pero como las cosas humanas están en perpetuo movimiento y no pueden permanecer inmutables, su inestabilidad las lleva a subir o bajar, y a muchos actos induce, no la razón, sino la necesidad; así sucede que una república organizada para vivir sin conquistas por necesidad tiene que hacerlas, perdiendo con ello los fundamentos de su organización y caminando más rápidamente a su ruina. Por lo contrario, si el cielo la favorece hasta el punto de no necesitar la guerra, ocurrirá que del ocio nacerán, o la afeminación de las costumbres, o las divisiones, y ambas cosas juntas o aisladas pueden acabar con ella.
No siendo posible, en mi opinión, el equilibrio en tales cosas, ni el justo término medio, es indispensable, al constituir una república, pensar en el partido más honroso y ordenarla de modo que, si la necesidad le obliga a hacer conquistas, pueda conservar lo conquistado. Volviendo, pues, al primer razonamiento, juzgó necesario imitar la constitución romana y no la de las otras repúblicas, pues encontrar un término medio entre estas dos formas de organización, paréceme imposible. Las cuestiones entre el pueblo también deben ser consideradas como inconveniente necesario para llegar a la grandeza romana.
Capítulo VII
De cómo las acusaciones son necesarias en la república para mantener la libertad
A los nombrados en una ciudad para guardianes de su libertad, no puede dárseles atribución mejor y más necesaria que la facultad de acusar ante el pueblo o ante un magistrado o consejo a los ciudadanos que de algún modo infringen las libertades públicas. Esta organización tiene dos resultados utilísimos para la república: consiste el primero en que los ciudadanos, por miedo a que los acusen, nada intentan contra el estado; y si lo intentan, sufren inmediato e inevitable castigo; y el segundo en abrir camino para el desahogo de la animadversión que por cualquiera causa llega a inspirar algún ciudadano; porque cuando estas antipatías no tienen medios ordinarios de manifestación, se apela a los extraordinarios, arruinando la república. Nada contribuye más a la estabilidad y firmeza de una república como el organizaría de suerte que las opiniones que agitan los ánimos tengan vías legales de manifestación. Así lo demuestran muchos ejemplos, principalmente el de Coriolano, que aduce Tito Livio cuando dice que, irritada la nobleza contra la plebe, por creer a ésta con sobrada autoridad mediante la creación de los tribunos que la defendían, y habiendo en Roma escasez de víveres hasta el extremo de ordenar el senado traer cereales de Sicilia, Coriolano, enemigo del bando popular, aconsejó aprovechar la ocasión para castigar al pueblo y privarle de la autoridad que había conquistado y usurpado en perjuicio de la nobleza, teniéndole hambriento y no distribuyéndole trigo. Cuando esta proposición llegó a oídos del pueblo, fue tan grande su indignación contra Coriolano que, al salir éste del senado, hubiera perecido en medio del tumulto, de no citarle los tribunos para que compareciera a defender su causa.
Este suceso prueba lo dicho anteriormente de cuan útiles y aun necesarios son a las repúblicas los medios legales de manifestación de la animosidad de la multitud contra cualquier ciudadano, porque si no existen estos recursos legítimos, se acude a los extralegales, los cuales ocasionan, sin duda, peores resultados que aquéllos, y si un ciudadano es oprimido, aunque lo sea injustamente, pero dentro de la legalidad, escaso o ningún desorden acontece, pues la opresión no es producto de violencia privada ni de fuerza extranjera que son las que acaban con la libertad, sino del cumplimiento de las leves, realizado por una autoridad legítima que tiene sus límites propios y que no alcanza a cosa que pueda destruir la república.
Para corroborar esta opinión con ejemplos, bástame, de los antiguos, el citado de Coriolano pues cualquiera considerará el daño para la república romana de haberle asesinado el pueblo en tumulto; advirtiendo que el asesinato constituye ofensa de unos ciudadanos contra otros, ofensa que engendra miedo, miedo que procura la defensa y busca partidarios, los cuales constituyen facciones en las ciudades, y las facciones destruyen los estados. Pero si la resolución de los conflictos queda a cargo de personas constituidas en autoridad, se evitan todos los males que pueden ocurrir cuando los resuelve la voluntad privada.
En nuestros tiempos hemos visto las novedades ocurridas en la república de Florencia por no poder demostrar legalmente la opinión publica su animosidad contra un ciudadano; así sucedió en la época de Francisco Valori, que era como príncipe de la ciudad. Le juzgaron muchos sobrado ambicioso y hombre capaz, por su audacia y alientos, de sobreponerse a los demás ciudadanos. No había medio en la república de resistirle sino con un bando contrarió al suyo. Valori no temía que esto sucediera, pero sí que apelaran contra él a procedimientos extraordinarios, por lo cual comenzó a proporcionarse partidarios que lo defendiesen. Por su parle, los que le combatían, careciendo de medios legales para vencerlo, acudieron a los ilegítimos, y unos y otros pusieron mano a las armas. Si hubiera habido medio legal de privarle del poder, acabara su autoridad sin más daño que el suyo propio; pero siendo preciso emplear los recursos ilegítimos, su caída fue en perjuicio suyo y de otros muchos nobles ciudadanos.
Puede también alegarse en prueba de nuestro aserto lo ocurrido en Florencia bajo el mando de Pedro Soderini, a causa de no haber en aquella república procedimiento legal alguno para acusar a los ciudadanos poderosos y dominados por la ambición; pues acusar a un ciudadano importante ante un tribunal de ocho jueces no es bastante en régimen republicano, necesitándose que los jueces sean muchos más para que en tales casos los pocos no se inclinen, cual sucede, a favor de la minoría. De haber en Florencia un tribunal en estas condiciones, o ante él hubieran acusado con ciudadanos a Soderini, si gobernaba mal la república, satisfaciendo su animosidad sin hacer venir al ejército español, o de gobernarla bien, no se hubiesen atrevido a acusarle por temor de ser ellos a su vez acusados, cesando pronto aquellos rencores que motivaron tan grande escándalo.
De esto puede deducirse que cuando se ve a alguno de los partidos militantes en una ciudad pugnar en favor suyo fuerzas exteriores, es por defectuosa constitución del estado, a causa de no haber en él otros recursos sino los ilegítimos para la expresión del disgusto o de la animosidad de los ciudadanos, lo cual se evita estableciendo el derecho de acusación ante tribunal numeroso, y dando a éste las condiciones necesarias para ser respetado.
Esta organización fue tan perfecta en Roma, que a pesar de tantos disturbios por la rivalidad de la plebe y el senado, en ningún caso, ni el senado, ni la plebe, ni ciudadano particular alguno intentó valerse de fuerzas exteriores, pues teniendo el remedio en casa, no necesitaban buscarlo fuera de ella.
Asimismo los anteriores ejemplos; bastan para probar la afirmación enunciada, quiero, sin embargo, aducir otro que Tito Livio refiere en su historia. En Clusium, ciudad nobilísima, entonces de Etruria, un tal Lucunuvi violó a la hermana de Aruntio y no pudiendo éste vengarse por lo poderoso que aquél era, fue en busca de los galos, poseedores de la comarca llamada hoy Lombardía, y les excitó a venir a Clusium con un ejercito, demostrándoles que con provecho propio podían vengarle de la recibida injuria. Si Aruntio hubiese visto en las leyes de la ciudad recursos para reivindicar su honra, no apelara seguramente a la fuerza de los bárbaros. Pero tan útiles como son las acusaciones en las repúblicas, son inútiles y dañosas las calumnias, según diremos en el siguiente capítulo.
Capítulo VIII
Son tan útiles las acusaciones en las repúblicas, como perjudiciales las calumnias.
Aunque el valor de Furio Camilo, cuando libró a Roma de la opresión de los galos, fue causa de que todos los ciudadanos romanos sin entender por ello que menguaban la reputación y jerarquía de cada uno, le prestaran obediencia, Manlio Capitolino no podía sufrir que le concedieran tanto honor y fama, creyendo que, respecto a la salud de Roma, no había contraído menores méritos al salvar el Capitolio, ni era inferior a Camilo en las demás dotes militares. Lleno de envidia, molestado sin cesar por la gloria de aquél, y viendo que no podía sembrar discordia entre los senadores, dirigiose a la plebe, esparciendo entre ella pérfidas noticias.
Decía, entre otras cosas, que el tesoro reunido para entregarlo a los galos y libertarse de ellos no los había sido dado, usurpándolo varios ciudadanos, y si se devolviera, podía ser de utilidad pública, permitiendo aligerar los tributos de la piche o pagar deudas a los plebeyos. Estas afirmaciones impresionaron al pueblo, produciendo desórdenes y tumultos en la ciudad, que alarmaron al senado hasta el punto de considerar la situación peligrosa y elegir un dictador para que juzgara los hechos y refrenara la audacia de Manlio.
Lo citó el dictador inmediatamente, y ambos fueron a encontrarse en la plaza pública, el dictador al frente de los nobles y Manlio seguido del pueblo. Ordenó aquél a Manlio que dijera quiénes habían cometido la usurpación del tesoro por él denunciada, pues tanto como el pueblo deseaba saberlo el senado. Manlio no respondió nada preciso, acudiendo a evasivas y asegurando que no era necesario decir lo que ellos sabían perfectamente. Entonces el dictador lo mando encarcelar.
Este suceso histórico prueba cuan detestable es la calumnia en un régimen de libertad o en cualquier otro, y que debe acudirse a lodos los medios oportunos para reprimirla; siendo el que mejor la impide la libre facultad de acusar, pues la acusación es tan útil en las repúblicas como funesta la calumnia. Hay, además, entre ellas la diferencia de que la calumnia no necesita testigos ni ningún otro género de prueba, de suerte que cualquiera puede calumniar a otro, pero no acusarlo, porque la acusación exige verdaderas pruebas y circunstancias que demuestren la verdad en que se funda.
Se acusa a los hombres ante los magistrados, ante el pueblo, o ante los consejos. Son calumniados en las plazas o en el interior de las casas, y prospera menos la calumnia a medida que el régimen permite más la acusación.
Por ello el legislador de una república debe establecer que todo ciudadano pueda acusar a los demás sin temor ni consideración alguna. Así establecido y observado, debe castigar duramente a los calumniadores, quienes no tendrán motivo para quejarse del castigo, puesto que en su mano está el recurso de acusar en público a los que secretamente calumnian.
La falta de buen régimen en este punto produce los mayores desórdenes, porque la calumnia irrita y no corrige a los ciudadanos, y los calumniados procuran asegurarse, inspirándoles más odio que temor lo que contra ellos se diga.
Esta parte del régimen público estuvo bien ordenada en Roma, y ha estado siempre mal en nuestra ciudad de Florencia; por ello en Roma hizo mucho bien y en Florencia ha causado gran daño.
Los que lean la historia de esta ciudad, verán de cuántas calumnias fueron siempre objeto los ciudadanos que entendían en los más graves negocios públicos. Decíase de uno que había robado dinero al tesoro público; de otro que no realizó determinada empresa por haberse vendido, y de un tercero cualquiera que, por ambición personal, había creado tales o cuales inconvenientes. De aquí nacía que por lodos lados surgiese la malquerencia, que de ésta naciera las divisiones, de las divisiones los bandos, y de los bandos la ruina del estado.
Si hubiese habido en Florencia régimen que permitiera acusar a los ciudadanos y castigar a los calumniadores, no ocurrieran tantísimos escándalos, porque condenados o absueltos aquéllos, no habrían podido dañar la república. Además, fueran muchos menos los acusados que han sido los calumniadores, pues, según he dicho, no es tan fácil acusar como calumniar.
Las calumnias figuran entre los diferentes medios de que se han valido algunos ciudadanos para adquirir preponderancia. Atacando a los poderosos, que eran obstáculo a sus ambiciones, fomentaban las sospechas calumniadoras del pueblo, y los confirmaban en la mala opinión que hubiese formado de éstos, para ganarse su amistad y apoyo.
Pudiera aducir muchos ejemplos; pero citaré uno sólo. Estaba el ejército florentino acampado delante de Luca, al mando de Juan Guicciardini, que era comisario del mismo. O por sus malas disposiciones, o por su desdichada fortuna, no pudo tomar la ciudad, e inmediatamente le inculparon de haberse dejado corromper por los luqueses, calumnia que, fomentada por sus enemigos, desesperó a Guicciardini y aunque quiso, para justificarse, ser juzgado por el capitán [1], no pudo probar su inocencia, porque en la república florentina fallaban los procedimientos legales para conseguirlo. Esto indignó grandemente a los amigos de Guicciardini, que formaban la mayoría de los poderosos, apoyándoles cuantos deseaban una revolución en Florencia. Por tal motivo, y por otros semejantes, fueron tan grandes las perturbaciones, que al fin acabaron con aquella república.
Fue, pues, Manlio Capitolino calumniador, y no acusador. Los romanos mostraron en este caso cómo debe castigarse a loa calumniadores, obligándoles a convertirse en acusadores. Si prueban la acusación, se los premia, y si no, se los castiga, como Manlio fue castigado.
Capítulo IX
De cómo es necesario que sea uno sólo quien organice o reorganice una república.
Acaso parezca a alguno que he hablado ya mucho de la historia romana sin hacer antes mención alguna de los fundadores de dicha república, ni de sus instituciones religiosas y militares, y no queriendo que esperen más los que acerca de esto desean saber algo, diré que muchos consideraron malísimo ejemplo que el fundador de la constitución de un estado, como lo fue Rómulo, matara primero a un hermano suyo y consintiera después la muerte de Tito Tacio Sabino, a quien había elegido por compañero o asociado en el mando supremo, y hasta juzgaran por ello que los ciudadanos podían, a imitación de la conducta de su príncipe, por ambición o deseo de mando, ofender a cuantos a su autoridad se opusieran. Esta opinión parecía cierta si no se considerase el fin que le indujo a cometer tal homicidio. Pero es preciso establecer como regla general que nunca o rara vez ocurre que una república o reino sea bien organizada en su origen o completamente reformada su constitución sino por una sola persona, siendo indispensable que de uno solo dependa el plan de organización y la forma de realizarla.
El fundador prudente de una república que tenga más en cuenta el bien común que su privado provecho, que atienda mas a la patria común que a su propia sucesión, debe, pues, procurar que el poder esté exclusivamente en sus manos, Ningún hombre sabio censurará el empleo de algún procedimiento extraordinario para fundar un reino u organizar una república; pero conviene al fundador que, cuando el hecho le acuse, el resultado le excuse; y si éste es bueno, como sucedió en el caso de Rómulo, siempre se le absolvió. Digna de censura es la violencia que destruye, no la violencia que reconstruye. Debe, sin embargo, el legislador ser prudente y virtuoso para no dejar como herencia a otro la autoridad de que le apoderó, porque, siendo los hombres más inclinados al mal que al bien, podría el sucesor emplear por ambición los medios a que él apeló por virtud. Además, si basta un solo hombre para fundar y organizar un estado, no duraría este mucho si el régimen establecido dispusiera de un hombre solo, en vez de confiarlo al cuidado de muchos interesados en mantenerlo. Porque así como una reunión de hombres es apropiada para organizar un régimen de gobierno, porque la diversidad de opiniones impide conocer lo más útil; establecido y aceptado el régimen, tampoco se ponen todos de acuerdo para derribarlo. Que Rómulo mereciese perdón por la muerte del hermano y del colega y que lo hizo por el bien común y no por propia ambición, lo demuestra el hecho de haber organizado inmediatamente un senado que le aconsejara, y a cuyas opiniones ajustaba sus actos.
Quien examine bien la autoridad que Rómulo se reservó, verá que solo fue la de mandar el ejército cuando se declara la guerra, y la de convocar el senado. Apareció esto evidente después, cuando Roma llegó a ser libre por la expulsión de los Tarquinos, porque, de la organización antigua, sólo se innovó que al rey perpetuo sustituyeran dos cónsules anuales, lo cual demuestra que el primitivo régimen de la ciudad era mas conforme a la vida civil y libre de los ciudadanos, que despótico y tiránico.
En corroboración de lo dicho, podría citar infinitos ejemplos como los de Moisés, Licurgo, Solón y otros fundadores de reinos y repúblicas, quienes, atribuyéndose autoridad absoluta, hicieron leyes favorables al bien común; pero, por ser bien sabido, prescindiré de ellos, limitándome a aducir uno que, si no tan célebre, deben tenerlo muy en cuenta los que ambicionen ser buenos legisladores. Es el siguiente: Agis, rey de Esparta, deseaba restablecer la estricta observancia de las leyes de Licurgo entre los espartanos, creyendo que, por relajación en su cumplimiento, había perdido su patria la antigua virtud, y, por tanto, la fuerza y el poder; pero los éforos espartanos le hicieron matar inmediatamente, acusándole de aspirar a la tiranía. Lo sucedió en el trono Cicómenes, quien concibió igual proyecto, por los recuerdos y escritos que encontró de Agis, donde se veía claro cuáles eran sus pensamientos e intenciones, comprendió que no podía hacer éste bien a su patria, si no concentraba en su mano toda la autoridad, pues creía que, a causa de la ambición humana, le era imposible, contrariando el interés de los menos, realizar el bien común; y aprovechando ocasión oportuna, hizo matar a todos los éforos y a cuantos podían oponérsele, restableciendo después las leyes de Licurgo. Esta determinación hubiese producido el renacimiento de Esparta y dado a Cleómenes tanta fama como alcanzó Licurgo, a no ser por el poder de los macedonios y la debilidad de la s demás repúblicas griegas. Atacado entonces por estas reformas por los macedonios, siendo inferior en fuerzas y no teniendo a quien recurrir fue vencido, su proyecto justo y laudable quedó sin realizar.
En vista de todo lo dicho, deduzco que para fundar una república es preciso que el poder lo ejerza uno solo, y que Rómulo, por la muerte de Remo y de Tacio, no merece censura, sino absolución
Capítulo X
Son tan dignos de elogio los fundadores de una república o de un reino, como de censura y vituperio los de una tiranía
Entre los hombres dignos de elogio son alabadísimos los fundadores y organizadores de las religiones, y después de ellos los que han fundado repúblicas o reinos. El tercer lugar en la celebridad corresponde a los jefes de los ejércitos que acrecieron su poder o el de su patria, y a su nivel figuran los literatos insignes, cuya fama está en consonancia con su mérito. A los demás hombres, en número infinito, corresponde la parte de elogios merecida por distinguirse en el arte o profesión que ejercitan.
Son, al contrario, infames y detestables los hombres destructores de las religiones, los disipadores de reinos y repúblicas, los enemigos de la virtud, de las letras y de las demás artes que proporcionan honra y provecho al género humano, y en tal caso se encuentran los impíos y tiranos, los ignorantes, holgazanes y viles.
No habrá hombre alguno, sabio o loco, bueno o malo, a quien, dándole a elegir entre las dos especies, no elogie la que de elogio es digna y censure la que merece vituperio. Sin embargo, engañados por un falso bien o una falsa gloria, casi todos se inclinan voluntariamente o por error hacia los que merecen más censura que alabanza, hacia los que, pudiendo fundar con perpetua honra suya una república o un reino, prefieren la tiranía, sin advertir cuánta fama, honra, seguridad, paz e íntima satisfacción del ánimo pierden al tomar este partido, y cuánta infamia, vergüenza, reprobación y temor de constante peligro sobre sí atraen.
Los que como ciudadanos particulares viven en una república, y por su fortuna o valor llegan a ser príncipes, si leen la historia y saben aprovechar las lecciones que la antigüedad ofrece, seguramente preferirán ser en su patria Escipiones a ser Césares; parecerse más a Agesilao, Timoleón o Dion que a Nabis, Falaris o Dionisio; porque ven a éstos tan llenos de vituperio como a aquéllos colmados de alabanzas; a Timoleón y a los demás con tanto poder en su patria como Dionisio o Falaris, y gozándolo con muchísima más seguridad.
A ninguno debe engañar la gloria de César, tan celebrada por los escritores, porque quienes le elogiaron estaban ligados a su fortuna, y además temerosos ante la duración del imperio, regido por los que habían adoptado aquel nombre, los cuales no dejaban escribir libremente del fundador de su poder personal. Pero quienes quieran comprender lo que hubieran dicho de él, vean lo que escriben de Catilina, siendo aún más detestable César, porque es más digno de censura el ejecutor del mal que quien lo intenta, y en cambio observen cuántas alabanzas tributan a Bruto. No se atreven a maldecir de César, a causa de su poder, pero celebran a su enemigo.
Considere también quien llegue a ser príncipe en una república que, convertida Roma en imperio, merecieron y obtuvieron grandes elogios los emperadores que vivían sometidos a las leyes y como buenos príncipes; y todo lo contrario los que observaron mala conducta: véase como Tito, Nerva, Trajano, Adriano, Antonino y Marco Aurelio no necesitaron soldados pretorianos ni multitud de legiones para defenderse, porque sus costumbres, la benevolencia del pueblo y el amor del senado los defendían; véase también cómo a Calígula, Nerón, Vitelio y otros emperadores malvados no bastaron los ejércitos orientales y occidentales para librarles de los enemigos que los crearon su viciosa vida y perversas costumbres.
La historia del imperio romano bien estudiada enseña suficientemente a cualquier príncipe la vía de la gloria o de la infamia, de la confianza o del temor. De los veintiséis emperadores que hubo desde César hasta Maximino, dieciséis fueron asesinados, y sólo diez sucumbieron de muerte natural. Sí entre los primeros hubo algunos buenos príncipes, como Galba o Pertinax, fueron víctimas de la corrupción que sus antecesores propagaron en la soldadesca; y si entre los que fallecieron de muerte natural se cuenta algún malvado, como Severo, debió este fin a su grandísimo valor y extraordinaria fortuna, cosas ambas que muy pocos hombres disfrutan.
La historia del imperio romano enseña también cómo se puede construir un buen reino; porque todos los emperadores que llegaron a serlo por herencia, excepto Tito, fueron malos, y los que por adopción, buenos, como los cinco desde Nerva hasta Marco Aurelio; caminando el imperio a su ruina desde que predominó la sucesión por herencia. Examine un príncipe la época que medió entre Nerva y Marco Aurelio; compárela con la correspondiente a sus antecesores o sucesores, y elija después en cuál hubiese querido nacer y en cuál reinar. En los tiempos de los buenos emperadores verá al príncipe y a los ciudadanos tranquilos y seguros, la paz y la justicia reinando en el mundo, el senado gozando de su autoridad, los magistrados de sus honores, los ricos de su fortuna, la nobleza y la virtud exaltadas y por todos lados la calma y la felicidad, habiendo desaparecido todo linaje de discordia, licencia, corrupción o ambición injustificada; verá la edad de oro en que cada cual puede tener y defender la opinión que quiera; verá, finalmente, cómo triunfa en el mundo el respeto y la gloria para el príncipe, la paz y la felicidad para los pueblos.
Si después estudia atentamente la historia de los otros emperadores, los verá ensangrentarse en las guerras; luchando contra las sediciones; crueles siempre: verá los príncipes asesinados; las guerras intestinas y exteriores incesantes; Italia, afligida cada vez más por nuevos infortunios y sus ciudades saqueadas y arruinadas; verá a Roma quemada, derribado el Capitolio por los mismos ciudadanos, profanados los antiguos templos, corrompidos los ritos, plagada la ciudad de adulterios, lleno el mar de desterrados y los escollos de sangre; verá en Roma innumerables crueldades, y la nobleza, la riqueza, los honores y sobre todo la virtud imputadas como pecados capitales; verá premiados a los delatores; verá corromper a esclavos y a libertos, para que espíen y denuncien a sus araos y a sus patronos, y a los que no tenían enemigos ser perseguidos por sus amistades. Comprenderá entonces lo que Roma, Italia y el mundo deben a César. Sólo con ser hombre se asustará de imitar en modo alguno épocas de tanta perversión, prefiriendo con vehemente deseo hacer revivir los buenos tiempos.
Y en verdad, cualquier príncipe ambicioso de la gloria del mundo, debe desear la posesión de una ciudad corrompida, no para aniquilar por completo en ella las buenas costumbres, como César sino para reorganizarla, como Rómulo, porque ni el cielo puede dar a los hombres mejor ocasión de gloria, ni los hombres desearla. Y si para constituir bien una ciudad fuera indispensable abdicar la soberanía, quien por no renunciar a ésta dejara de hacerlo, merecería alguna excusa, pero no así el que pueda hacer las reformas sin dejar de ser príncipe.
En suma: consideren aquellos a quienes el cielo ha puesto en condiciones de realizar tales obras, que ante sí tienen dos vías: una los ofrece seguridad en esta vida, y fama y gloria después de la muerte; otra los hará vivir en continua angustia y, muertos, los cubrirá de sempiterna infamia.
Capítulo XI
De la religión de los romanos
Aunque Roma tuvo por primer fundador a Rómulo, de quien, como hija, tiene que reconocer el nacimiento y la educación, juzgando los dioses que las leyes de Rómulo no bastaban para el imperio que había de tener la ciudad, inspiraron al senado romano elegir a Numa Pompilio por sucesor de aquél, a fin de que ordenase lo que su antecesor no había establecido.
Se encontró Numa con un pueblo de rudísimas costumbres, y a fin de habituarle a la obediencia por medio de las artes de la paz„ acudió a la religión, como cosa indispensable para mantener el orden social. La estableció sobre tales fundamentos, que durante muchos siglos en ninguna parte, como en aquella república, hubo tanto temor a los dioses; temor que facilitó la ejecución de muchas empresas proyectadas por el senado o por aquellos grandes hombres.
Quien examine los hechos del pueblo romano en general, y de muchos romanos en particular, observará que aquellos ciudadanos temían más faltar a sus juramentos que a las leyes, como todos los que tienen en más el poder de Dios que el de los hombres, según ponen de manifiesto los ejemplos de Escipión y de Manlio Torcuato. Derrotados los romanos por Aníbal en Canas, muchos ciudadanos se reunieron llenos de turbación y miedo acordando abandonar Italia y refugiarse en Sicilia; pero lo supo Escipión, fue en su busca con la espada en la mano, los obligó a jurar que no abandonarían la patria, y así lo hicieron.
Lucio Manila, padre de Tito Manlio, llamado después Manlio Torcuato, fue acusado por Marco Pomponio, tribuno de la plebe; y antes de proceder al juicio, buscó Tito a Mareo; con amenazas de muerte le obligó a jurar que retiraría la acusación contra su padre, y aunque juró por miedo, cumplió el juramento.
Así, pues, aquellos ciudadanos a quienes ni el amor a la patria ni las leyes retenían en Italia, los retuvo un juramento que los obligaron a prestar: y aquel tribuno prescindió del odio que profesaba al padre, de la ofensa que le hacía el hijo y de su propio honor, para obedecer el juramento prestado. Tal respeto a lo jurada era consecuencia de los principios religiosos que Numa estableció en Roma.
Quienes estudian bien la historia romana observan cuán útil era la religión para mandar los ejércitos, para reunir al pueblo, para mantener y alentar a los buenos y avergonzar a los malos, a tal punto, que si fuera preciso decidir a cuál rey debió más Roma, a Rómulo o a Numa, creo sería éste el elegido, porque donde hay religión fácilmente se establecen la disciplina militar y los ejércitos y no religión, es muy difícil fundar ésta.
Si Rómulo no necesitó de la autoridad de Dios para crear el senado y otras instituciones civiles y militares, la necesitó Numa, quien simuló estar inspirado por una ninfa que le aconsejaba lo que debía él aconsejar al pueblo; acudiendo a este recurso por la precisión de establecer nuevas y desconocidas reglas de conducta y por la duda de que bastase su autoridad para conseguirlo.
Y en verdad han tenido que recurrir a un dios cuantos dieron leves extraordinarias a un pueblo, porque de otra suerte no hubieran sido aceptadas, a causa de que la bondad de muchos principios la conocen los sabios legisladores, pero no tienen pruebas evidentes para convencer al vulgo, y los que quieren evitarse esta dificultad acuden a los dioses. Así lo hizo Licurgo, así Solón y otros muchos que se proponían el mismo objeto.
Admirando, pues, el pueblo romano la bondad y prudencia de Numa, aceptaba todas sus determinaciones. Verdad es que facilitaron sus designios el poder de la religión en aquel tiempo y la rudeza de las costumbres de los hombres a quienes había de convencer de la necesidad de reformas. De igual modo, quien en los actuales tiempos quisiera fundar una república, le sería más fácil conseguirlo con hombres montaraces y sin civilización alguna, que con ciudadanos de corrompidas costumbres; como un escultor obtendrá mejor una bella estatua de un trozo informe de mármol que de un mal esbozo hecho por otro.
De todas estas consideraciones deduzco que la religión establecida por Numa fue una de las principales felicidades de Roma, porque originó buen régimen del cual nace la buena fortuna, y de ésta el feliz éxito de las empresas. De igual modo que la observancia del culto divino es causa de la grandeza las repúblicas, el desprecio de dicho culto ocasiona su perdición; porque cuando falta el temor a Dios, el estado perece o vive solamente por el temor a un príncipe, temor que suple la falta de religión. Aún en este caso, siendo corto el reinado de cada príncipe, el reino cuya existencia depende de la virtud de quien lo rige, pronto desaparece. Consecuencia de ello es que los reinos que subsisten por las condiciones personales de un hombre son poco estables, pues las virtudes de quien los gobierna acaban cuando éste muere, y rara vez ocurre que renazcan en su sucesor, según acertadamente dice Dante:
"Rara vez se trasmite por sucesión la probidad humana, y así lo quiere quien la da, para que ese proclame que de él depende."
No consiste, pues, la salud de una república o de un reino en tener un príncipe que prudentemente gobierne mientras viva, sino en uno que organice de suerte que esta organización subsista aun después de muerto el fundador. Y aunque sea más fácil persuadir a los hombres rudos de la bondad de una constitución u opinión nueva, no es imposible convencer también a los hombres civilizados y que presumen de entendidos. Ni rudo ni ignorante parece ser el pueblo de Florencia y, sin embargo, le persuadió el fraile Jerónimo Savonarola de que hablaba en nombre de Dios. No diré si era o no verdad, porque de una persona tan importante se debe hablar con respeto; pero sí afirmo que infinitos le creyeron sin haber visto cosa alguna extraordinaria que se lo hiciera creer, y sólo porque su vida, su doctrina y el asunto que trataba bastaban para prestarle fe. Nadie, pues, debe desesperar de conseguir lo que otro ha logrado, porque todos los hombres, según hemos dicho en el prólogo, nacen, viven y mueren sujetos a las mismas leyes naturales.
Capítulo XII
De lo importante que es hacer gran caso de la religión, y de que Italia, por no hacerlo, a causa de la Iglesia romana, está arruinada
Los príncipes y las repúblicas que quieren vivir sin que se corrompan las costumbres, deben cuidar, ante todo, de la pureza de la religión y sus ceremonias, y de que siempre sean veneradas, porque el indicio más seguro de la ruina de un estado es ver despreciado en él el culto divino. Fácil es comprender esto, una vez conocidos los fundamentos de la religión de un país; porque toda religión tiene una base capital en que descansa su sistema. La de los gentiles se fundaba en las respuestas de los oráculos y en la secta de los augures y de los arúspices; todas las demás ceremonias, sacrificios y ritos dependían de ellos, por creerse fácilmente que el dios que podía predecir o el bien o el mal futuro, lo podía también realizar. De aquí nacieron los templos, los sacrificios, las plegarias y todas las demás ceremonias empleadas para venerar a los dioses; porque el oráculo de Delos, el templo de Júpiter Ammon y otros oráculos célebres tenían al mundo admirado y devoto. Pero cuando los oráculos empezaron a predecir según convenía a los poderosos, y los pueblos descubrieron esta falsedad, los hombres llegaron a ser incrédulos y aptos para perturbar el régimen establecido.
Deben, pues, los encargados de regir una república o un reino mantener los fundamentos de la religión que en él se profese, y hecho esto, los será fácil conservar religioso el estado y, por tanto, bueno y unido; y deben acoger y acrecentar cuantas cosas contribuyen a favorecer la religión, aún las que consideren falsas, tanto más cuanto mayor sabiduría y conocimiento de las leyes naturales tengan.
Por haberlo hecho así los hombres sabios, nació la opinión de los milagros que se celebran en las religiones, aun en las falsas; porque cualquiera que sea su origen, los prudentes los dan crédito y su autoridad propaga la fe en la muchedumbre. De estos milagros hubo muchos en Roma, y entre otros el de que, saqueando los soldados romanos la ciudad de Veyos, entraron algunos en el templo de Juno y acercándose a la estatua de la diosa y diciéndole vis venire Roman? (¿quieres venir a Roma?), algunos creyeron ver que la diosa hacía señales de aceptación, y otros, que dijo: "". Sucedió esto porque, siendo aquellos hombres muy religiosos (lo que demuestra Tito Livio al decir que entraron en el templo sin tumulto y llenos todos de devoción y respeto), les pareció oír la respuesta que para su demanda previamente suponían. Camilo y otros jefes de los romanos favorecieron y acrecentaron esta creencia.
Si los príncipes de las naciones cristianas hubieran mantenido la religión conforme a las doctrinas de su fundador, los estados y las repúblicas cristianas estarían mucho más unidas y serían mucho más felices de lo que son. El mejor indicio de su decadencia es ver que los pueblos más próximos a la Iglesia romana, cabeza de nuestra religión, son los menos religiosos. Quien considere los fundamentos en que descansa y vea cuán diversas de las primitivas son las prácticas de ahora, juzgará, sin duda, inmediata la época de la ruina o del castigo. Y porque algunos opinan que el bienestar de las cosas de Italia depende de la Iglesia de Roma, expondré contra esta opinión algunas razones que se me ocurren, dos entre ellas poderosísimas, que, en mi sentir, no tienen réplica. Es la primera, que por los malos ejemplos de aquella corte ha perdido Italia toda devoción religiosa, lo cual ocasiona infinitos inconvenientes e infinitos desórdenes, porque de igual manera que donde hay religión se presuponen todos los bienes, donde falta, hay que presuponer lo contrario.
El primer servicio que debemos, pues, nosotros los italianos a la Sede Pontificia y al clero es el de haber llegado a ser irreligiosos y malos; pero aun hay otro mayor que ha ocasionado nuestra ruina, y consiste en que la Iglesia ha tenido y tiene a Italia dividida.
Jamás hubo ni habrá país alguno unido y próspero si no se somete todo él a la obediencia de un gobierno republicano o monárquico, como ha sucedido a Francia y a España. La causa de que Italia no se encuentre en el mismo caso, de que no tenga una sola república o un solo príncipe que la gobierne, consiste en la Iglesia; porque, habiendo adquirido y poseyendo dominio temporal, no ha llegado a ser lo poderosa y fuerte que era preciso para ocupar toda Italia y gobernarla, ni tan débil que no le importe perder su dominio temporal, obligándole el deseo de conservado a pedir auxilio a un poderoso contra el que en Italia llegare a serlo demasiado; como antiguamente se vio repetidas veces, citando, mediante Carlomagno, arrojó a los lombardos que habían reducido ya a su dominación casi toda Italia, y cuando, en nuestros tiempos, quitó el poder a los venecianos con ayuda de Francia, y después, con el auxilio de los suizos, arrojó a los franceses. No siendo nunca la Iglesia bastante poderosa para ocupar Italia, ni permitiendo que otro la ocupe, ha causado que no pueda unirse bajo un solo jefe, viviendo gobernada por varios príncipes y señores. De aquí nació la desunión y debilidad que la han llevado a ser presa, no sólo de los bárbaros poderosos, sino de cualquiera une la invade. Todo esto lo debemos los italianos a la Iglesia solamente, y quien quisiera ver pronto por experiencia la verdad del aserto, necesitaría ser tan fuerte que pudiera trasladar la corte romana, con la autoridad que en Italia tiene, a Suiza, único pueblo que hoy vive en cuanto a la religión y a la disciplina militar como los antiguos, y vería cómo al poco tiempo causaban en dicho país más desórdenes las deplorables costumbres de dicha corto que cualquier otro accidente en época alguna pudiera producir.
Capítulo XIII
De cómo los romanos se servían de la religión para organizar la ciudad, proseguir sus empresas y refrenar los tumultos
No creo fuera de propósito presentar algún ejemplo de cómo se servían los romanos de la religión para reorganizar la ciudad y proseguir sus empresas. Aunque en Tito Livio se encuentran muchos, me limitaré a los siguientes:
Habiendo elegido el pueblo romano todos los tribunos con potestad consular, plebeyos a excepción de uno, y ocurriendo aquel año peste y hambre, acompañadas de algunos prodigios, aprovecharon la ocasión los patricios para combatir la nueva creación de los tribunos, diciendo que los dioses estaban llenos de ira por haber usado mal Roma de la majestad del imperio, y que el único medio de aplacarlos consistía en restablecer la elección de los tribunos como antes se verificaba. El pueblo, que era muy religioso, asustado por lo que se decía de los dioses, eligió a todos los tribunos de la clase patricia.
Se vio también en el asedio de Veyos, que los jefes del ejército se valían de la religión para disponerlo a cualquier empresa. Las aguas del lago de Albano crecieron aquel año extraordinariamente; los soldados romanos estaban cansados del largo cerco, y querían volver a Roma; pero los generales averiguaron que las respuestas de Apolo y de otras divinidades, comunicadas por los oráculos, anunciaban que se tomaría la ciudad el año que se desbordasen las aguas del referido lago, y esto solo bastó para que los soldados soportasen el cansancio de la guerra y del asedio con la esperanza de apoderarse de Veyos y para que continuaran la empresa, hasta que Camilo, elegido dictador, la tomó diez años después de cercada. Véase, pues, cómo sirviéndose oportunamente de la religión, pudieron conquistar a Veyos y restituir la autoridad tribunicia a los patricios, cosas ambas que difícilmente se hubieran conseguido por otro medio.
A este propósito aduciré otro ejemplo. La obstinación del tribuno Terentillo en querer promulgar cierta ley, produjo varios tumultos en Roma por motivos que más adelante diremos, y uno de los primeros medios a que acudieron los patricios contra él fue la religión. Se valieron de ella de dos modos: uno haciendo ver los libros Sibilinos y predecir por el contenido de ellos, que aquel año amenazaba a Roma el peligro de perder la libertad, a causa de las discordias civiles, y aunque los tribunos descubrieron la falsedad de la predicción, causó tanto terror en la plebe, que la retrajo de seguirles. Consistió el otro modo en que, ocupado de noche el Capitolio por un tal Apio Erodonio, seguido de cuatro mil bandidos y esclavos, dando así ocasión a temer que si los equos y los volscos, perpetuos enemigos del nombre romano, atacaban a la ciudad pudieran apoderarse de ella, y no cesando por este motivo los tribunos de insistir en su pretensión de promulgar la ley Terentilla, pues aseguraban que aquel alboroto era una estratagema, salió del senado Publio Rubecio, ciudadano grave y autorizado, y con frases, cariñosas unas y amenazadoras otras, mostré al pueblo el peligro en que Roma estaba, y lo intempestiva que era la exigencia de los tribunos, obligando al fin al pueblo a jurar que obedecería al cónsul, inmediatamente atacó y tomó el pueblo el Capitolio, pero en el ataque fue muerto el cónsul Publio Valerio, siendo elegido sin pérdida de tiempo para sucederle en el consulado Tito Quincio, quien, para no dar descanso al pueblo ni dejarle tiempo de pensar en la ley Terentilla, le ordenó salir contra los volscos, alegando que, por el juramento prestado de obedecer al cónsul, estaba obligado a seguirle. Se oponían los tribunos, diciendo que el juramento se había prestado al cónsul muerto, y no a él; pero Tito Livio escribe que el pueblo, por respeto a la religión, prefirió obedecer al cónsul a creer a los tribunos, y añade el historiador estas palabras en loor de la religión antigua: "No se había pegado aún a la culpable indiferencia de ahora para con nuestros dioses, ni interpretaba cada cual en provecho propio los juramentos y las leyes." Temieron los tribunos, en vista de la determinación del pueblo, perder toda su autoridad, y convinieron con el cónsul en que éste le obedeciera; en no hablar durante un año de la ley Terentilla, y en que, en dicho plazo, no llevaran los cónsules al pueblo a la guerra.
De tal suerte pudo el senado, por medio de la religión, vencer un conflicto que, sin ella, jamás hubiera podido dominar.
Capítulo XIV
Los romanos interpretaban los auspicios según las necesidades.
Aparentaban prudentemente observar la religión, cuando se veían forzados a faltar a sus preceptos, y si alguno cometía la temeridad de despreciarla, lo castigaban.
No sólo era la institución de los augures, según ya hemos dicho, el fundamento de buena parte de la antigua religión de los gentiles, sino también la causa del bienestar de la república romana, por lo cual la estimaban los romanos mucho más que todas las otras, empleándolas en los comicios consulares, al principiar todas las empresas, al sacar los ejércitos a campaña, la batalla y en general en todos los actos importantes, civiles o militares. Jamás se comenzaba una expedición belicosa sin haber persuadido a los soldados de que los dioses les prometían la victoria.
Entre los aurúspices había algunos, llamados polarios, que acompañaban a los ejércitos, y cuando los generales determinaban dar batalla al enemigo, les pedían que hicieran los auspicios, que consistían en echar de comer a los pollos sagrados. Si éstos picoteaban con afán, era buen augurio y daban la batalla; y si no, se abstenían de pelear. Sin embargo, cuando había motivos racionales para hacer alguna cosa, aunque los auspicios fuesen contrarios, la realizaban: pero disfrazando los actos de tal suerte, que, al parecer, no la ejecutaban en desprecio de la religión.
De tales medios se valió el cónsul Papirio en una batalla importantísima que dio a los samnitas, derrotándolos y casi aniquilándolos. Encontrábase Papirio con su ejército frente al de los samnitas y deseoso de dar una batalla, porque juzgaba segura la victoria, ordenó a los polarios que hicieran los auspicios. Aunque los pollos no comían, al ver el jefe de los polarios el gran ánimo de los soldados para combatir y la esperanza del cónsul y de los capitanes en la victoria, por no privar al ejército de la ocasión de alcanzarla, dijo al cónsul que los auspicios eran buenos. Ordenaba Papirio el ejército para la lucha, cuando algunos soldados supieron por los polarios que los pollos no habían comido, y lo refirieron a Espurio Papirio, sobrino del cónsul. Se lo dijo Espurio a éste, pero el cónsul le contestó que atendiera a cumplir bien su deber, pues los auspicios eran buenos para él y para el ejército, y si los polarios le habían engañado, ellos sufrirían el daño. Para que el efecto correspondiera al pronóstico, ordenó a los legados poner a los polarios al frente de las tropas. Y sucedió que, al marchar contra el enemigo, un soldado romano disparó un dardo, matando casualmente al jefe de los polarios. Referido el suceso al cónsul, exclamó que todo iba bien y que los dioses los eran favorables, porque con la muerte de aquel mentiroso se había lavado el ejército de toda culpa y desaparecido toda la indignación trae tuvieran los dioses contra él. Así supo acomodar Papirio sus propósitos con los auspicios y dar la batalla, sin que el ejército sospechara que estaba en desacuerdo con lo que ordenaba su religión.
Lo contrario hizo Apio Pulcro en Sicilia cuando la primera guerra púnica, pues queriendo pelear con el ejército cartaginés, mandó a los polarios hacer los auspicios, y al decirle que los pollos no comían, contestó: «Veamos si quieren beber», y los arrojó al mar. Comenzó en seguida la batalla y la perdió. Lo castigaron en Roma y recompensaron a Papirio, no tanto porque éste venció y aquél no, como por haber obrado Papirio con los auspicios con prudencia y Pulcro temerariamente.
Se pedían los auspicios para inspirar a los soldados la confianza que casi siempre es garantía de la victoria, y por ello hubo esta costumbre entre los romanos y entre otros pueblos. Citaré un ejemplo en el siguiente capítulo.
Capítulo XV
De cómo los samnitas por último remedio a situación apuradísima, acudieron a la religión
Derrotados los samnitas repetidas veces por los romanos, destruidos en Toscana, deshechos sus ejércitos, muertos sus capitanes y vencidos también sus aliados toscanos, galos y umbríos, "ni con sus fuerzas ni con los de sus aliados podían sostenerse, pero continuaban la guerra, sin cansarles la infeliz defensa de su libertad, y, vencidos, todavía intentaban alcanzar la victoria." Intentaron, pues, la última prueba, y sabiendo que para vencer necesitaban infundir en los soldados tenaz resolución y que el mejor medio de conseguirlo era la religión, por consejo de Ovio Pacio, su gran sacerdote, renovaron su antiguo sacrificio, organizándolo en esta forma: hecho el sacrificio solemne, y después de hacer jurar ante los altares y las víctimas muertas a todos los capitanes que no abandonarían el campo de batalla, llamaron a los soldados uno a uno y también ante los altares y rodeados de muchos centuriones espada en mano, les hicieron jurar primero que nada dirían de lo que estaban viendo u oyendo, y después, con frases terribles y espantosos versos, prometer a los dioses obedecer cuanto ordenaran sus jefes, no huir de la batalla y matar a cuantos vieran que huían, y, de no cumplir el juramento, que sufriera las consecuencias del perjurio el jefe de la familia y de su estirpe. Los que, asustados, no querían jurar, eran inmediatamente muertos por los centuriones; de suerte que los que iban detrás, amedrentados por la ferocidad del espectáculo, juraban.
Para que aquella reunión, que era de cuarenta mil hombres, resultara más solemne, vistieron a la mitad de blanco con cimeras y penachos en las celadas, y en esta forma acamparon junto a Aquilonia.
Contra ellos fue Pepino, que para alentar a sus soldados, los dijo: "Las cimeras no causan heridos, y esos escudos pintados y dorados los atravesarán los dardos romanos", y a fin de disipar la impresión que en sus tropas había hecho el juramento de los enemigos, díjoles que inspirarían miedo y no valor a los que habían jurado, pues debían temer al mismo tiempo a sus conciudadanos, a los dioses y a los enemigos.
Dada la batalla, los samnitas fueron vencidos, porque el valor de los romanos y el terror que los inspiraba las anteriores derrotas superó la tenacidad en lucha que el juramento y el respeto a la religión los había inspirado. Se ve, sin embargo, que para recobrar el antiguo esfuerzo no encontraron otro medio ni otro refugio que el de la religión. Prueba clara de la confianza que se debe tener en el sentimiento religioso bien empleado.
Aunque este ejemplo, tomado de un pueblo extranjero, no debiera figurar aquí, lo he puesto por su relación con una de las más importantes instituciones de la república romana y para no tener que hablar nuevamente de este asunto.
Capitulo XVI
El pueblo acostumbrado a vivir bajo la dominación de un príncipe, si por acaso llega a ser libre, difícilmente conserva la libertad
Infinitos ejemplos que se leen en las historias antiguas prueban cuán difícil es a un pueblo acostumbrado a vivir bajo la potestad de un príncipe, mantenerse libre si por acaso conquista la libertad, como Roma al expulsar a los Tarquinos. Esta dificultad es razonable porque el pueblo que en tal caso se encuentra, es como un animal fiero criado en prisión, que si se le deja libre en el campo, a pesar de sus instintos salvajes, faltándole la costumbre de buscar el pasto y el refugio, es víctima del primero cine quiere aprisionarlo. Lo mismo sucede a un Pueblo habituado al gobierno ajeno: no sabiendo decidir en los casos de defensa u ofensa pública, no conociendo a los príncipes, ni siendo de ellos conocido, pronto recae en el yugo, el cual es muchas veces más pesado que el que poco antes se quitó del cuello.
Y tropieza con esta dificultad aun en el caso de no estar del todo corrompido, porque si ha penetrado por completo la corrupción, no ya poco tiempo, ni un instante puede vivir libre, según demostraremos. Refiéreme, pues, a los pueblos donde la corrupción no es muy extensa y donde hay más bueno que malo.
A la dificultad citada añádase otra, cual es que el estado, al llegar a ser libre, adquiere enemigos, y no amigos. Enemigos llegan a serlo cuantos medran con los abusos de la tiranía y se enriquecen con el dinero del príncipe. Privados de los medios de prosperar, no es posible que vivan satisfechos, y verse obligados a intentar todos los medios para restablecer la tiranía y volver a su antiguo bienestar. Y no adquiere amigos, según he dicho porque el vivir libre supone que los honores y premios se dan cuando y a quien los merezca, y los que se juzgan con derecho a las utilidades y honores, si los obtienen no confiesan agradecimiento a quien se los da. Además, los beneficios comunes que la libertad lleva consigo, el goce tranquilo de los bienes propios, la seguridad del respeto al honor de las esposas y de las hijas, y la garantía de la independencia personal, nadie los aprecia en lo que valen mientras los posee, por lo mismo que nadie cree estar obligado a persona que no le ofenda.
Resulta, pues, según he dicho, que, al conquistar la libertad un estado, adquiere enemigos, y no amigos; y que para evitar estos inconvenientes y los desórdenes que acarrean, no hay otro remedio mejor, ni más sano, ni más necesario que el aplicado al matar a los hijos de Bruto, quienes, como demuestra la historia fueron inducidos con otros jóvenes romanos a conspirar contra su patria por no gozar, bajo el gobierno de los cónsules, de los privilegios que tenían durante la monarquía, hasta el punto de parecer que la libertad de aquel pueblo era para ellos la esclavitud.
Quien toma a su cargo gobernar un pueblo con régimen monárquico o republicano, y no se asegura contra los enemigos del nuevo orden de cosas, organiza un estado de corta vida. Juzgo, en verdad, infelices a los príncipes cuando para mantener su autoridad y luchar con la mayoría de sus súbditos necesitan apelar a vías extraordinarias; porque quien tiene pocos enemigos, fácilmente y sin gran escándalo se defiende de ellos; pero cuando la enemistad es de todo un pueblo, seguro vive mal, y cuanta mayor crueldad emplea, tanto más débil es su reinado. El mejor remedio en tal caso es procurarse la amistad del pueblo.
Lo dicho en este capítulo se aparta de lo referido en el anterior, porque aquí hablo de la monarquía y allí de la república. Añadiré breves observaciones para no tratar más esta materia.
Cuando un príncipe quiere ganarse la voluntad de un pueblo que le sea enemigo (y me refiero a los príncipes que llegaron a ser tiranos de su patria), debe estudiar primero lo que el pueblo desea, y sabrá que siempre quiere dos cosas: vengarse de los que han causado su servidumbre, y recobrar su libertad. El primero de estos deseos puede satisfacerlo el príncipe por completo; el segundo en parte. Del primero citaré el siguiente ejemplo:
Clearco, tirano de Eraclea, estaba desterrado cuando ocurrió disensión entre el pueblo y los gobernantes. Viéndose éstos menos fuertes que aquél, determinaron favorecer a Clearco; tramaron con él conjuración; lleváronse a Eraclea contra la voluntad del pueblo, y privaron a éste de libertad. Se encontró Clearco entre la insolencia de los poderosos que le habían exaltado, a quienes no podía contentar ni corregir, y el odio del pueblo, que no sufría con paciencia la pérdida de su libertad, y determinó librarse de la molestia que le causaban los poderosos ganándose a la vez el afecto del pueblo. Aprovechando una ocasión oportuna, hizo asesinar a todos los magnates con gran contentamiento del pueblo, y así satisfizo uno de los deseos de éste: el de vengarse.
Respecto a la otra aspiración popular, la de recobrar la libertad, aspiración que el príncipe no puede satisfacer, si se examinan las causas y motivos por que los pueblos desean ser libres, se verá que un corto número de ciudadanos quieren libertad para mandar, y todos los demás, que son infinitos, para vivir seguros. En todas las repúblicas hay, en efecto, cualquiera que sea su organización, cuarenta o cincuenta ciudadanos que aspiran a mandar, y, por ser tan pequeño el número, fácil cosa es asegurarse contra sus pretensiones: o deshaciéndose de ellos, o repartiéndoles los cargos y honores que, conforme a su posición, puedan satisfacerles. A los que sólo desean vivir seguros, se los contenta también fácilmente, estableciendo buenas instituciones y leyes que garanticen sus derechos y la seguridad de ejercerlos. Cuando un príncipe haga esto y el pueblo vea que por ningún accidente son quebrantadas las leyes, vivirá al poco tiempo seguro y contento.
Ejemplo de ello es el reino de Francia, donde hay tranquilidad porque limitan el poder real infinitas leyes asegurando la libertad de todos sus pueblos. Los que organizaron aquel estado permitieron al rey disponer del ejército y del dinero; pero de las demás cosas sólo conforme a las leyes.
Los príncipes y las repúblicas que desde un principio no establecen el gobierno sobre firmes bases, deben hacerlo en la primera ocasión oportuna, como lo hicieron los romanos; y quienes la dejan pasar se arrepienten tarde de no haberla aprovechado. No estaban corrompidas las costumbres del pueblo romano cuando recobró la libertad, y muertos los hijos de Bruto y extinguidos los Tarquinos, pudo afianzarla con las instituciones y medios de que antes hemos hablado. Pero si el pueblo está corrompido, ni en Roma, ni en parte alguna habrá medios eficaces para mantenerla, según demostraremos en el capítulo siguiente.
Capítulo XVII
Cuando un pueblo corrompido llega a ser libre, difícilmente conserva la libertad
En mi opinión, era necesario que la monarquía desapareciera de Roma, o que llegara a ser Roma, en brevísima tiempo, débil y de ningún valor. Tan corrompidos eran ya aquellos reyes que, continuando dicha forma de gobierno dos o tres reinados más, la corrupción de la cabeza del estado se hubiera extendido por los miembros, y entonces la reforma fuera imposible. Pero separaron la cabeza cuando el tronco estaba sano, y los fue fácil establecer un gobierno libre.
Es verdad indudable que un pueblo corrompido que vive bajo la dominación de un príncipe, no llegará a ser libre aunque éste con toda su estirpe desaparezca. Conviene, pues, que sea otro príncipe quien destrone al reinante. Un pueblo en tales condiciones no vive tranquilo sin tener señor, y gozará de libertad cuando encuentre uno que por sus condiciones y virtudes quiera concederla y durante el tiempo que éste reine. Así sucedió en Siracusa bajo el mando de Dion y de Timoleón, por cuyas virtudes la ciudad vivió libre. Muertos ellos, volvió a la antigua tiranía.
Ningún ejemplo de lo que decimos es tan elocuente como el de Roma, donde, expulsados los Tarquinos, se pudo establecer inmediatamente la libertad y mantenerla; pero muerto César, muerto Calígula, muerto Nerón y agotada la estirpe de los Césares, fue imposible no sólo mantener la libertad, sino hasta el intento de restablecerla. La causa de sucesos tan contrarios en una misma ciudad fue no estar corrompido el pueblo romano en tiempo de los Tarquinos, y estar corrompidísimo en el de los Césares. Para mantenerlo en su propósito de apartarse de la monarquía, bastó en el primer caso hacerle jurar que no consentiría rey en Roma: pero en el segundo no fue bastante la severa autoridad de Bruto, con todas las legiones de Oriente, para inducirle a defender la libertad que, a semejanza del primer Bruto, le había devuelto. Tal fue el fruto de la corrupción del pueblo por el partido de Mario, cuyo jefe, César, logró cegar a la multitud hasta el punto de no ver el yugo que por sí mismo ponía sobre su cuello.
Aunque el ejemplo de Roma sea preferible a cualquier otro, quiero, sin embargo, citar a este propósito el de dos pueblos conocidos en nuestros tiempos, Milán y Nápoles, donde es tal la corrupción, que ningún suceso, por importante o violento que sea, podrá convertirlos en pueblos libres. Ya se vio, cuando la muerte de Felipe Visconti, que Milán quiso recobrar la libertad y no supo mantenerla.
Fue gran dicha para Roma que sus reyes se viciaran pronto, hasta el punto de ocasionar su caída antes de que el contagio de corrupción llegase a las entrañas de la ciudad, porque a causa de la pureza de las costumbres y de la rectitud de las intenciones, los infinitos tumultos ocurridos, en vez de dañar, favorecieron a la república.
Cabe, pues, deducir que, donde la masa de la población está sana, los tumultos y asonadas no perjudican, y donde corrompida, las mejores leyes no aprovechan si no las aplica alguno que con extraordinaria fuerza las haga observar hasta conseguir el restablecimiento de las buenas costumbres, lo cual no sé si ha ocurrido o si es posible que suceda; porque se ve, como antes dije, que un pueblo en decadencia por la corrupción de las costumbres, si se regenera, es gracias a las condiciones del hombre que le dirige, no por las virtudes de la generalidad de los ciudadanos afectas a las buenas instituciones; e inmediatamente que aquél muere, vuelve el pueblo a sus anteriores hábitos. Así sucedió en Tebas, donde por su virtud y mientras vivió, organizó Epaminondas un estado con forma de gobierno republicano; pero, apenas muerto, volvieron los tebanos a su primera anarquía; porque no es posible a un hombre tan larga vida que su duración baste para regenerar un pueblo cuyas viciosas costumbres son antiguas, y aunque la tuviera larguísima o le sucedieran en el gobierno otros hombres virtuosos, al faltar cualquiera de ellos, la decadencia sería inmediata si no consigue a costa de grandes peligros y de mucha sangre regenerar las costumbres: que la corrupción y la escasa aptitud para ser libres nacen de una gran desigualdad en el pueblo, y para restablecer la igualdad se necesitan remedios extraordinarios, siendo pocos los que saben o quieren practicados, según diremos especialmente más adelante.
Capítulo XVIII
De que modo puede mantenerse en un pueblo corrompido un gobierno libre si existía antes, y si no, establecerlo
Paréceme no fuera de propósito ni ajeno a lo dicho antes, investigar si en un pueblo corrompido puede mantenerse un gobierno libre preexistente o, de no existir, fundarlo. Ante todo, diré que es muy difícil realizar cualquiera de ambas cosas; y aunque sea casi imposible dictar reglas por ser indispensable proceder según los grados de corrupción, sin embargo, conviniendo razonar de todo, no quiero dejar esta cuestión sin examen.
Supongo un pueblo corrompidísimo, donde las dificultades sean tales, que no baste ley ni reglamento alguno para enfrenar la universal corrupción; pues así como las buenas costumbres se mantienen con buenas leyes, éstas, para ser observadas, necesitan buenas costumbres. Además, la constitución y las leyes hechas al organizar una república y cuando los hombres son buenos, carecen de eficacia en tiempos de corrupción. Las leyes cambian con arreglo a las circunstancias y los sucesos; pero no varía, o rara vez sucede que varíe la constitución, lo que ocasiona que las leyes nuevas sean ineficaces por no ajustarse a la constitución primitiva o contrariada.
Para que se entienda mejor, diré cuál era en Roma la organización del gobierno o del estado, y cuáles las leyes que, con los magistrados, refrenaban a los ciudadanos. Las bases de la constitución eran la autoridad del pueblo, del senado, de los tribunos y de los cónsules; el sistema de elección y de nombramientos de los magistrados y la forma de hacer las leyes. Esta organización varió poco o nada, a pesar de tantos y tan diversos acontecimientos. Cambiaron las leyes que refrenaban a los ciudadanos, como la ley de adulterio, las suntuarias, la de soborno y muchas otras, a medida que los ciudadanos iban siendo más corrompidos, pero manteniéndose la constitución del estado, aunque no convenía ya a costumbres relajadas. Las leyes nuevas no eran eficaces para mejorar a los hombres, y lo hubieran sido si, con la reforma de las leyes, se hiciera también la de la constitución. La insuficiencia de ésta para las costumbres viciadas se ve clara en dos puntos capitales: en la elección de magistrados y en la formación de las leyes.
El pueblo romano no daba el consulado y los demás cargos principales de la ciudad sino a quienes los solicitaban, y tal sistema fue al principio bueno, porque los pedían solamente los ciudadanos que se juzgaban dignos de ellos, siendo ignominioso no obtenerlos; de suerte que se observaba buena conducta para merecer cargos públicos. Este régimen llegó a ser en la ciudad corrompida perniciosísimo, porque, no los más honrados, sino los más poderosos, pedían las magistraturas, y los que no lo eran, aunque fuesen dignísimos, se abstenían de pedirlas por miedo. A este abuso no se llegó de pronto, sino gradualmente, como con todos los demás sucede.
Dominada África y Asia por los romanos y reducida casi toda Grecia a su obediencia, estaban seguros de su libertad, no viéndose enemigos que pudieran infundirles temor. La propia confianza y la debilidad de los enemigos hizo que el pueblo romano no atendiera a la virtud, sino al favor, para conceder el consulado, elevando a esta dignidad a los que mejor sabían agradar al pueblo, no a los que sabían mejor vencer al enemigo. Después de concederlo a los que gozaban más favor, le dio a los más poderosos, y, por defectos del sistema electoral, los buenos quedaron completamente excluidos.
Podía un tribuno o cualquier otro ciudadano proponer al pueblo una ley, y, antes de ser aprobada, todos los ciudadanos tenían derecho a hablar en favor o en contra de ella. Este método era bueno cuando eran también buenos los ciudadanos, porque siempre fue beneficioso que los que idean algo útil para el público puedan proponerlo; y también lo es que todos tengan derecho a emitir su opinión, para que, oídas todas, pueda el pueblo elegir lo mejor. Pero al viciarse los ciudadanos, el sistema de hacer las leyes llegó a ser pésimo, pues sólo los poderosos las proponían, no para libertad común, sino para aumentar su poder; y, por miedo a ellos, nadie se atrevía a combatirlas. Así el pueblo, o engañado o forzado, decretaba su propia ruina.
Era, pues, necesario, si se quería que en la Roma corrompida subsistiese la libertad, cambiar las formas constitucionales, como fueron reformando las leyes, a tenor de las costumbres, porque al malo se le gobierna de distinto modo que al bueno, y en dos casos tan contrarios no cabe igual procedimiento.
Cuando se comprende que la constitución de un estado no es buena, se cambia de pronto o se reforma poco a poco, a medida que se van conociendo sus defectos; pero ambos métodos son casi irrealizables; porque la reforma paulatina sólo puede hacerla un hombre sabio y prudente, que presienta el defecto o lo advierta cuando aparece, y es facilísimo que no haya en una ciudad un hombre en tales condiciones. Aun habiéndolo, jamás podría persuadir a los demás de lo que él sólo presiente, porque Los acostumbrados a vivir de un modo determinado rehúsan variar, sobre todo no teniendo el mal a la vista y necesitando apreciarlo por conjeturas.
Respecto a cambiar la constitución de pronto, cuando todos reconocen que no es buena, digo que, aun advertidos sus defectos, es difícil corregirlos, porque para hacerlo no pueden aplicarse los procedimientos ordinarios, insuficientes y a veces peligrosos, sino apelar a los extraordinarios, a la violencia de las armas, para llegar a ser dueño del estado y disponer de él según la propia voluntad; y como la regeneración de las costumbres políticas en un pueblo sólo puede hacerla un hombre de bien, y únicamente un hombre malo apelar a la violencia para dominar un estado, resulta que rarísima vez querrá el bueno llegar por mal camino a la soberanía, aunque sus propósitos sean excelentes; y menos aun el malvado, convertido en príncipe, obrar bien, haciendo buen uso de una autoridad mal adquirida.
Lo dicho demuestra la dificultad o imposibilidad de conservar o fundar de nuevo una república en ciudad corrompida. Para organizar gobierno se deberá acudir melar a instituciones monárquicas que populares, a fin de que los hombres cuya insolencia no pueden corregir las leyes, sean refrenados por un poder casi regio. Querer hacerlos buenos por otro camino sería empresa cruelísima o imposible. Cierto es que, como antes dije, Cleómenes, para ejercer solo el poder, mandó matar a los éforos, y Rómulo, para lo mismo, mató a su hermano y a Tito Tacio Sahino, haciendo ambos después buen uso de su autoridad; pero conviene tener en cuenta que ninguno de ellos encontró en el pueblo la corrupción de que en este capítulo hablamos. Pudieron, por tanto, gobernar bien y dar aspecto beneficioso a los medios de que se valieron para conseguirlo.
Capítulo XIX
Puede sostenerse un príncipe débil sucediendo a un buen príncipe; pero ningún reino subsiste si a un príncipe débil sucede otro también débil
Considerando atentamente las condiciones y el modo de proceder de Rómulo, Numa y Tulio, los tres primeros reyes de Roma, se ve la fortuna grandísima de esta ciudad, por ser el primero rey bravo y belicoso, el segundo religioso y pacífico y el tercero igual en valentía a Rómulo y más amante de la guerra que de la paz; porque al principio de su fundación necesitaba Roma un organizador de la vida civil, pero también que los otros reyes imitaran el valor de Rómulo, para que no se afeminaran las costumbres y llegara a ser Roma presa de sus vecinos. Se deduce, pues, que un príncipe, aun sin tener las dotes de su predecesor, puede mantener un estado por el valor de aquél a quien sucede, aprovechándose de sus esfuerzos. Pero si llega a ser de larga vida, o falta a su sucesor el genio del primero, la ruina del reino es inevitable. Si, al contrario, suceden uno a otro dos príncipes de gran valor, pronto se ve que hacen cosas extraordinarias y que su fama llega hasta el cielo.
David fue, sin duda, hombre eminente por su pericia en las armas, sus conocimientos y su claro juicio. Con gran valor venció a sus vecinos, dejando un reino pacífico a su hijo Salomón, quien, con las artes de la paz y no de la guerra, pudo conservarlo, gozando tranquilamente los frutos de las victorias de su padre; pero no lo dejó en iguales condiciones a su hijo Roboam, quien, por carecer del valor del abuelo y de la fortuna del padre, apenas mantuvo en su poder la sexta parte del reino.
Bayaceto, sultán de los turcos, más pacífico que belicoso, gozó también el fruto de las empresas de su padre Mahomet, quien como David, venció a sus vecinos, dejando un reino seguro y fácil de conservar con las artes de la paz; pero ya habría sido destruido, si Solimán, hijo de Bayaceto, que reina actualmente, se pareciera al padre y no al abuelo: no sucede así, y promete, al contrario, superar la gloria de Mahomet. Insisto, pues, con estos ejemplos, en que después de un príncipe excelente puede reinar uno débil: pero si a éste sucede otro débil, no subsistirá el reino si no lo mantiene su antigua constitución, como sucede a Francia. Llamo príncipes débiles a los incapaces para guerrear.
Termino, pues, estas consideraciones diciendo que el gran valor de Rómulo permitió a Numa Pompilio gobernar a Roma durante largos años con las artes de la paz. Lo sucedió Tulio, cuyo genio belicoso eclipsó el de Rómulo, y a Tulio, Aneo, cuyas dotes naturales eran a propósito para la paz y la guerra. Se inclinó primeramente a la paz, pero pronto conoció que los pueblos fronterizos, juzgándole afeminado, le estimaban poco y que necesitaba, para defender a Roma, acudir a la guerra. Entonces imitó a Rómulo y no a Numa.
Aprovechen este ejemplo los príncipes que gobiernan estados; quien imite a Numa conservará o no su autoridad, según la fortuna y las circunstancias; quien, como Rómulo, una la prudencia a la fuerza de las armas, la mantendrá en todos casos, salvo que una fuerza tenaz e invencible se la quite.
Seguramente puede creerse que si el tercer rey de Roma hubiera sido hombre incapaz de restablecer el crédito de su patria por medio de las armas, no hubiese ésta adquirido, al menos sin grandísima dificultad, la fama que gozó, ni realizado hechos tan maravillosos. Así, pues, mientras vivió bajo el régimen monárquico, estuvo en peligro de que la arruinara un rey débil o malvado.
Capítulo XX
La sucesión de dos príncipes excelentes produce grandes efectos. Las repúblicas bien organizadas tienen por necesidad sucesión de gobernantes virtuosos, y, por ello, aumentan y extienden su dominación
Cuando Roma expulsó a sus reyes se libró del peligro que corría bajo el gobierno de un rey débil o malvado, porque el poder supremo recayó en los cónsules, quienes, no por herencia o por intriga, ni por la violencia, hija de la ambición, sino por el libre sufragio, adquirían la autoridad, siendo siempre hombres notables. Roma aprovechó sus talentos y a veces su fortuna para llegar a la mayor grandeza, tanto, como en otro tiempo, había estado bajo el poder de los reyes.
Si basta, como hemos dicho, la sucesión de dos grandes príncipes para conquistar el mundo, cual sucedió con Filipo de Macedonia y Alejandro Magno, lo mismo debo hacer una república, teniendo en su mano elegir, no dos, sino infinitos hombres de genio que sucedan unos a otros en el poder, cosa que ocurrirá en toda república bien constituida.
Capítulo XXI
Son dignos de censura los príncipes y las repúblicas que no tienen ejército nacional
Los príncipes y las repúblicas de ahora que para el ataque o la defensa no tienen ejército nacional, deben avergonzarse de sí mismos y meditar, dado el ejemplo de Tulio, que si los falta no e5 por carecer de hombres aptos para la milicia, sino por culpa de ellos, que no supieron hacerlos soldados. Porque gozando Roma de la paz durante 46 años, no encontró Tulio, al suceder en el trono hombre alguno que hubiese guerreado, y, sin embargo, proyectando una empresa belicosa, no pensó en servirse ni de los samnitas, ni de los toscanos, ni de ningún otro pueblo acostumbrado a vivir con las armas en la mano, sino, como hombre prudentísimo, valerse de los suyos. Y fue tan grande su habilidad, que al poco tiempo de su reinado tenía excelentes soldados.
No cabe duda, pues, que el donde hay hombres no hay soldados, no es por culpa de su naturaleza o de la tierra que habitan, sino del príncipe que los gobierna. Citaré recientísima ejemplo. Todos saben que cuando, hace poco tiempo, el rey de Inglaterra invadió el reino de Francia, se valió únicamente de los soldados de su nación que, por haber vivido en paz durante treinta años, carecía de capitanes y soldados aguerridos. A pesar de ello, no titubeó en invadir un reino poseedor de buenos ejércitos y de numerosos capitanes, que continuamente habían estado en campaña en las guerras de Italia. Hízose esto, porque aquel rey era hombre prudente, y su reino estaba tan bien gobernado que durante la paz no fue abandonada la educación militar.
Los tebanos Pelópidas y Epaminondas, después de librar a Tebas del yugo espartano, encontraron su ciudad habituada a la servidumbre y su pueblo afeminado; a pesar de ello, no dudaron ¡tan grande fue su ánimo! de armar a este pueblo, salir con él al encuentro del ejército espartano y vencerlo en campo abierto. Los que narraron tal empresa dicen cómo estos ciudadanos, en breve tiempo, probaron que los hombres belicosos, no sólo nacían en Lacedemonia, sino en cuantas partes nacen hombres, con tal que haya quien sepa educarlos para la milicia, como educó Tulio a los romanos. Virgilio expresa perfectamente esta opinión y adhiere a ella con elocuentes palabras, cuando dice:
"Y a los ociosos convirtió Tulio en guerreros."
Capítulo XXII
Lo que fue más notable en el combate de los tres Horacios y los tres Curiacios
Convinieron Tulio, rey de Roma y Metio, rey de Alba, en que lucharían tres hombres de cada uno de ambos pueblos, y el de los vencidos quedaría sujeto a la dominación del otro. Murieron los tres Curiacios y dos de los Horacios, quedando, por tanto, Metio, rey de Alba, y su pueblo sujetos al poder de los romanos. Al volver el Horacio vencedor a Roma, encontró a una hermana suya, casada con uno de los Curiacios muertos, llorando la pérdida de su marido, y la mató. Sometido Horacio a juicio por este delito, después de empeñados debates, fue absuelto más bien por los ruegos de su padre que por su mérito como vencedor de los albanos.
En este suceso hay que advertir tres cosas: una, que jamás se debe arriesgar toda la fortuna al empleo de parte de las propias fuerzas; otra, que en un pueblo bien gobernado nunca se compensan los actos criminales con los meritorios; y la última, que no es determinación sabia aquella cuya inobservancia se pueda o deba sospechar. La servidumbre es tan grave para una ciudad, que jamás debió esperarse sometieran de buen grado a ella ninguno de aquellos dos reyes y pueblos, porque fueran vencidos tres de sus ciudadanos. Así sucedió que, si bien inmediatamente después de la victoria de los Horacios, Metio se declaró vencido y prometió obediencia a Tulio, en la primera expedición hecha por ambos contra los veientes, se notó que procuró engañarle, cual si hubiera advertido, aunque tarde, la temeridad de su determinación. Y como de esta tercera advertencia hemos hablado lo necesario, trataremos de las otras en los dos capítulos siguientes.
Capítulo XXIII
Que no se debe poner a riesgo toda la fortuna sin emplear toda la fuerza; por lo cual es muchas veces peligroso limitarse a guardar los desfiladeros
Jamás se estimó acertada determinación poner en peligro toda la fortuna sin emplear toda la fuerza. Esto se realiza de varias maneras; una, como lo hicieron Tulio y Metio cuando sometieron la fortuna de su respectiva patria y la suerte de tantos hombres como ambos tenían en sus ejércitos al valor o fortuna de tres ciudadanos, que eran la mínima parte de sus fuerzas. No advirtieron que con esta determinación, cuanto habían trabajado sus antecesores para organizar la república, para darle larga y libre vida y para convertir a los ciudadanos en defensores de su libertad era empresa vana, confiando a tan pocos la facultad de perderla. Aquellos reyes no pudieron, pues, cometer mayor error.
En la misma falta incurren quienes, al invadir su país el enemigo, determinan atrincherarse en los sitios fuertes y guardar los pasos de entrada, porque casi siempre será dañoso, si no se concentra cómodamente toda la fuerza en alguno de aquellos sitios. Cuando esto es posible, debe hacerse; pero si el punto elegido es agreste y montañoso y no se puede concentrar en él toda la fuerza, resulta la determinación perjudicial. Oblígame a pensar así el ejemplo de los que, atacados por un enemigo poderoso y estando en país rodeado de montañas y sitios agrestes, no intentaron hacerle frente en los montes y desfiladeros, apartándose de ellos para atacarle, y cuando no quisieron hacer esto le esperaron dentro de la comarca montañosa; pero no en sitios quebrados y ásperos, sino abiertos, para poder desplegar todas sus fuerzas. En efecto, no pudiendo reunirse muchos hombres en la defensa de los desfiladeros y sitios montañosos, o por no ser fácil llevar a ellos víveres para mucho tiempo, o porque su estrechez impide colocar allí mucha gente, tampoco es posible sostener en tales parajes el choque de un enemigo que fácilmente llegará a ellos con numerosas fuerzas, pues no intenta detenerse en aquel punto, sino pasar adelante. En cambio el ejército defensor no puede ser grande porque necesita permanecer más tiempo, ignorando cuándo querrá el enemigo pasar por los desfiladeros abruptos. Al perder estos pasos que te habías propuesto defender y en cuya defensa tu pueblo y el ejército confiaba, se apodera casi siempre del pueblo y de las demás tropas tan gran terror, que antes de poner a prueba su valor resultan vencidos, y perdida toda la fortuna sin haber empleado más que una parte de la fuerza.
Todos saben cuán difícil fue a Aníbal pasar los Alpes que separan la Lombardía de Francia y los que dividen la Lombardía de Tascaba; sin embargo, los romanos le esperaron primero en el Tesino y después en la llanura de Arezzo, prefiriendo exponer sus ejércitos a que los destruyera el enemigo en lugares donde también podían vencerle, a llevarlo a los Alpes, donde Io exponían a perecer por las dificultades del terreno. Quien lea atentamente la historia, advertirá que son poquísimos Tos valerosos capitanes que han intentado defender tales pasos por las razones antes expuestas, y porque no se pueden cerrar todos. Los montes, como los llanos, no sólo tienen vías conocidas y frecuentadas, sino otras muchas que los forasteros desconocen y saben los del país, con cuyo auxilio siempre es fácil llegar a determinados sitios contra quien quiera impedirlo. De ello tenemos un ejemplo recientísimo de 1515. Cuando Francisco, rey de Francia, determinó entrar en Italia para recobrar el estado de Lombardía, los enemigos de esta empresa confiaban, sobre todo, en que los suizos le atajarían el paso en sus montes. La experiencia demostró cuán vana fue esta esperanza. El rey prescindió de los dos o tres desfiladeros que defendían los suizos; llegó por camino desconocido, presentándose en Italia antes de que aquellos pudieran imaginarlo; sorprendidos y atemorizados se retiraron los suizos a Milán, y todos los pueblos de Lombardía se rindieron a los franceses al ver fallida su esperanza de que los detendrían en las montañas.
Capítulo XXIV
Las repúblicas bien organizadas establecen premios y castigos para los ciudadanos, sin compensar jamás unos con otros
Preclaros fueron los méritos de Horacio por vencer valerosamente a los Curiacios; pero, al matar a su hermana, cometió un crimen atroz. Tanto indignó a los romanos esta muerte, que, a pesar de ser sus servicios tan grandes y tan recientes, le obligaron a defender su vida. Parecerá esto, a quien superficialmente lo considere, un ejemplo de ingratitud popular; pero el que lo examine con atención e investigue con juicio lo que deben ser las leyes en las repúblicas, censurará a aquel pueblo, no por haberle querido condenar, sino por haberle absuelto. Y la razón consiste en que ninguna república bien ordenada compensó jamás los servicios con los delitos; al contrario, establecidos los premios para los actos meritorios, y los castigos para las malas acciones: premiado un ciudadano por obrar bien, es castigado después si obra mal, sin consideración alguna a sus precedentes servicios. Bien observados estos principios, puede gozar una república de libertad largo tiempo; de otra suerte camina a pronta ruina.
En efecto, si a la fama que un ciudadano logra por haber hecho un servicio eminente a la república se agrega la audaz confianza de poder hacer algo malo sin temor a la pena, llegará a ser en breve tan insolente, que anula la eficacia de las leyes.
Es necesario, cuando se quiere que haya temor al castigo de las malas acciones, no olvidar el premio a las buenas, como se ha visto que no lo olvidaba Roma. Aunque una república sea pobre y pueda dar poco, no debe dejar de darlo, porque cualquier pequeña recompensa en premio de un servicio, por grande que sea, la estimará, quien la recibe, magna y honrosa. Conocidísima es la historia de Horacio Cocles y la de Mucio Escévola. Aquél combatió a los enemigos sobre un puente, mientras los romanos lo cortaban: éste se quemó la mano por errar el golpe cuando quiso matar a Porsena, rey de los toscanos. Ambas heroicas acciones las premió el pueblo dando a cada uno una fanega de tierra.
Sabida es también la historia de Manlio Capitolino, que, por salvar el Capitolio, sitiado por los galos, recibió una pequeña cantidad de harina de cada uno de los que con él estaban cercados. Esta recompensa, dada la riqueza que entonces había en Roma, fue considerable; tanto, que movió después a Manlio, o por envidia, o por su mala índole, a promover una sedición en Roma, procurando ganarse al pueblo; pero sin consideración alguna a sus servicios, fue arrojado desde aquel mismo Capitolio que anteriormente salvó con tanta gloria suya.
Capítulo XXV
Quien quiera reformar la antigua organización de un estado libre, conserve al menos la sombra de las antiguas instituciones
Quien desee reformar la constitución de un estado de suerte que la reforma sea aceptada y subsista con el beneplácito de todos, necesita conservar la sombra al menos de las antiguas instituciones, para que el pueblo no advierta el cambia, aunque la nueva organización sea completamente distinta de la anterior; porque a casi todos los hombres satisfacen lo mismo las apariencias que la realidad, y muchas veces los agitan más las primeras que la segunda.
Los romanos, que conocían esta necesidad, al recobrar sus libertades, sustituyendo al rey con dos cónsules, no quisieron que tuviesen éstos más de doce lictores, para no aumentar el número de los que servían al rey. Además, practicándose en Roma un sacrificio anual, que no podía hacerlo sino el rey en persona, y queriendo los romanos que no echara de menos el pueblo, por la falta de rey, ninguna de las antiguas ceremonias, crearon un jefe para dicho sacrificio, denominándole rey de sacrificios, y sometiéndole a la autoridad del Sumo Sacerdote. Por tales medios disfrutó el pueblo de la ceremonia anual, sin que hubiera ocasión a que, por echarla de menos, deseara la vuelta de los reyes.
Esto deben hacer cuantos quieran cambiar el antiguo régimen de un estado para establecer uno nuevo y libre, porque las novedades alteran la imaginación de los hombres y conviene que, en lo posible, sean respetados los antiguos usos. Si en las magistraturas cambia el número, la autoridad o la duración del cargo, conserven al menos el nombre. Así deben proceder cuantos quieran cambiar un poder absoluto, sea en la forma monárquica o en la republicana. Pero el que desee crear el poder absoluto, llamado por los autores tiranía, debe reformarlo todo, como se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo XXVI
El príncipe nuevo en ciudad o provincia conquistada por él, debe reformarlo todo
Quien se apodera de una ciudad o de un estado y no quiere fundar en él una monarquía o república, el mejor medio para conservarlo, por lo mismo que los fundamentos de su poder son débiles, consiste en reformarlo todo para que la organización sea nueva, como lo es el príncipe, nuevo el gobierno, ton nuevo nombre, con nueva autoridad, con nuevos hombres que la ejerzan, y convertir a los pobres en ricos, como David cuando llegó a ser rey: "Que a los hambrientos los colmó de bienes y despidió a los ricos dejándolos en la miseria." Necesita, además, edificar nuevos pueblos, destruyendo los antiguos; trasladar los habitantes de un sitio a otro; no dejar, en fin, nada como estaba, y que no haya rango, cargo, honor o riqueza que no reconozca el agraciado debérselo al nuevo príncipe. Debe tomar por modelo a Filipo de macedonia, padre de Alejandro, quien con estos procedimientos llegó, siendo rey de pequeño estado, a dominar toda Grecia. Los que escribieron su historia dicen que trasladaba los hombres de una provincia a otra, como los pastores conducen los ganados. Son estos medios cruelísimos, no sólo anticristianos, sino inhumanos; todos deben evitarlos, prefiriendo la vida de ciudadano a ser rey a costa de tanta destrucción de hombres. Quien no quiera seguir este buen camino y desee conservar la dominación, necesita ejecutar dichas maldades. Los hombres, sin embargo, escogen un término medio, que es perjudicialísimo, porque no saben ser ni completamente buenos, ni completamente malos, según vamos a demostrar en el siguiente capítulo.
Capítulo XXVII
Rarísima vez son los hombres completamente buenos o malos
Yendo en 1505 el papa Julio II a Bolonia, para arrojar de aquel estado a los Bentivoglio, que lo gobernaban desde hacía cien años, quiso también quitar Perusa a Juan Pablo Baglioni, que se había apoderado de ella; porque el propósito del Papa era despojar a todos los tiranos de las tiesas de la iglesia que ocupaban. Al llegar junto a Perusa con esta determinación de todos conocida, sin esperar el ejército que le seguía, entró en ella desarmado, a pesar de estar allí Juan Pablo con bastantes tropas que había reunido para defenderse. La impaciente energía con que el Papa gobernaba todas las cosas le hizo ponerse con su pequeña escolta en manos de su enemigo, a quien se llevó consigo, nombrando un gobernador de la ciudad a nombre de la iglesia.
Las personas prudentes del séquito del Papa advirtieron la temeridad del Pontífice y la cobardía de Juan Pablo, no comprendiendo como éste desaprovechó la ocasión de adquirir perpetua fama apoderándose, por un golpe de mano, de su enemigo, y enriqueciéndose con magnífica presa, pues al Papa acompañaban todos los cardenales con sus preciosas joyas. Era increíble que dejara de hacerlo por benevolencia o por escrúpulos pues ningún sentimiento de piadoso respeto cabía en hombre tan malvado, que abusaba de su hermana y había muerto, para reinar, a sus primos y sobrinos. De esto se deduce que los hombres no saben ser o completamente criminales o perfectamente buenos, y que, cuando un crimen exige grandeza de alma o lleva consigo alguna magnanimidad, no se atreven a cometerlo. Juan Pablo, que no se avergonzaba de ser públicamente incestuoso y parricida, no supo, o mejor dicho, no se atrevió, cuando tenía justo motivo, a realizar una empresa capaz de producir general admiración, dejando de sí eterna memoria, por ser el primero que demostrara a los prelados cuán pocos dignos de estimación son los que viven y reinan como ellos, y por ejecutar un acto cuya grandeza habría superado a la infamia y a los peligros que llevara consigo.
Capítulo XXVIII
Porque razón los romanos fueron menos ingratos con sus conciudadanos que los atenienses con los suyos
Al leer la historia de las repúblicas, se encontrará en todas una especie de ingratitud hacia los conciudadanos; pero en la de Roma es menor que en la de Atenas y en cualquier otra. Investigando la razón de esta diferencia, en lo que a Roma y Atenas concierne, creo que consiste en que los romanos tenían menos motivos para sospechar de sus conciudadanos que los atenienses de los suyos. En Roma, desde la expulsión de los reyes hasta Sila y Mario, ningún ciudadano atentó contra la libertad de su país; no habiendo, por tanto, fundada razón para desconfiar de ninguno, ni para ofenderle inconsideradamente.
Lo contrario sucedió en Atenas: en su época más floreciente la privó de la libertad Pisístrato, engallándola con falsas virtudes. Cuando después volvió a ser libre, recordando la pasada servidumbre y las injurias sufridas, fue acérrima vengadora, no sólo de los errores, sino hasta de la sombra de los errores de sus conciudadanos. Esto produjo el destierro y la muerte de tantos hombres eminentes; el establecimiento del ostracismo y de las demás violencias de que fueron víctimas en diferentes épocas sus grandes hombres; siendo muy cierto lo que dicen los escritores políticos, que Los pueblos muerden más fieramente cuando recobran la libertad que cuando la han conservado.
Quien fije la atención en lo que decimos, ni censurará por esta conducta a Atenas, ni alabará a Roma, comprendiendo que la diferencia nace de la diversidad de los sucesos ocurridos en ambos pueblos, y un investigador penetrante conocerá que si Roma hubiera perdido su libertad, como Atenas, no fuera más piadosa que ésta con sus conciudadanos. Así puede juzgarse por lo que hizo, después de la expulsión de los reyes, con Colatino y Publio Calerio. Ambos fueron desterrados: el primero, a pesar de haber contribuido a la libertad de Roma, únicamente porque llevaba el nombre de Tarquino, y el segundo por hacerse sospechoso, a causa de edificar una casa en el monte Celio. Lo suspicaz y severa que fue Roma en ambos casos, demuestra que hubiera practicado la ingratitud como Atenas, de ser cual ésta, oprimida por sus conciudadanos en los primeros tiempos y antes del desarrollo de su poder.
Para no ocuparme más de este asunto de la ingratitud, diré cuanto me ocurre en el capítulo siguiente.
Capítulo XXIX
¿Quién es más ingrato, un pueblo o un príncipe?
A propósito de lo antedicho, paréceme oportuno investigar quién entre un pueblo y un príncipe da más frecuentes ejemplos de ingratitud, y a fin de aclarar mejor este asunto, diré que el vicio de la ingratitud nace de la avaricia o de la desconfianza. Cuando un pueblo o un príncipe encargan a un capitán una expedición importante y vuelve éste vencedor y cubierto de gloria, el príncipe o el pueblo están obligados a premiarle, y, si en vez de hacerlo, les impulsa la avaricia a deshonrarle o a ofenderle, cometen imperdonable error que los cubre de perpetua ignominia. Hay, sin embargo, muchos príncipes que se encuentran en tal caso, y Cornelio Tácito lo explica con esta sentencia: "Mayor es la inclinación a castigar la ofensa que a premiar el beneficio, porque el agradecimiento pesa y la venganza satisface." Pero cuando no se premia, o mejor dicho, se ofende, no a impulsos de la avaricia, sino por temerosa sospecha, el pueblo o el príncipe merecen alguna excusa. Actos de ingratitud por tal motivo son frecuentísimos, porque el general que valerosamente conquista un imperio a su señor venciendo a los enemigos, llenándose de gloria y sus soldados de riquezas, necesariamente adquiere en el ejército, entre los enemigos y aun entre los súbditos del príncipe tanta fama, que su victoria no puede ser muy grata al señor que le dio el mando. Y como los hombres son naturalmente ambiciosos y suspicaces y no saben contenerse en la buena fortuna, es imposible que la suspicacia nacida en el ánimo del príncipe, inmediatamente después de la victoria de su general, no la aumente éste mismo con algún acto o frase altanera o insolente que obligue al príncipe a meditar el modo de librarse de él, o haciéndole morir o privándole de la fama ganada en el ejército y en el pueblo; para lo cual procura hábilmente mostrar que la victoria no se debe a su valor, sino a la fortuna o a la cobardía de los enemigos, o a la prudencia de los generales que le acompañaban en la belicosa empresa.
Cuando Vespaciano, estando en Judea, fue proclamado emperador por su ejército, Antonio Primo, que se encontraba al frente de otro ejército en Irilia, se declaró partidario suyo, vino a Italia contra Vitelio, que imperaba en Roma, derrotó valerosamente dos ejércitos de éste y ocupó a Roma, de suerte que Muziano, enviado por Vespaciano, halló conquistado todo y vencidas todas las dificultades por el valor de Antonio. La recompensa obtenida por Antonio fue que Muziano le privara del mando del ejército, y poco a poco le redujera a no tener ninguna autoridad en Roma. Fue Antonio a ver a Vespaciano, que aún estaba en Asia. Le recibió éste muy mal, y al poco tiempo, despojado de todo cargo, casi desesperado, murió. De tales ejemplos, está llena la historia.
En nuestra época, cuantos aún viven saben el genio y valor con que Gonzalo Fernández de Córdoba, guerreando en Nápoles contra los franceses por Fernando, rey de Aragón, venció a sus enemigos y conquistó aquel reino; y cómo el premio de victoria fue que Fernando partiese de Aragón, viniera a Nápoles, le quitara primero el mando del ejército, después las fortalezas, y por último le llevara consigo a España, donde poco tiempo después murió desdeñado.
Tan naturales son estas suspicacias en los príncipes, que no pueden evitarlas ni tampoco ser agradecidos a los que vencedores bajo su bandera, hacen para ellos grandes conquistas.
No es milagroso ni digno de grande admiración que sea imposible a un pueblo librarse de lo que no puede evitar un príncipe.
Los pueblos libres tienen dos pasiones: la de engrandecerse y la de conservar su libertad; ambas los hacen cometer faltas.
De los errores por ensanchar los dominios se hablará en lugar oportuno. Lo que cometa por mantener la libertad son, entre otros, los siguientes: ofender a los ciudadanos que debiera premiar, y tener por sospechosos a los merecedores de su confianza.
Aunque estos procedimientos en una república ya corrompida sean causa de grandes males y no pocas veces la conduzcan a la tiranía, como ocurrió en Roma cuando César tomó por fuerza lo que la ingratitud le negaba, sin embargo, en república no corrompida producen grandes bienes, prolongando la vida de las instituciones libres y siendo los ciudadanos, por miedo al castigo, mejores y menos ambiciosos.
Cierto es que de todos los pueblos que ejercieron gran dominación fue el de Roma, por las antedichas razones, el menos ingrato, y puede decirse que Escipión es el único ejemplo de su ingratitud, pues a Coriolano y a Camilo los desterró por ofensas que ambos habían hecho a la plebe. No perdonó a aquél por su constante odio al pueblo; pero a Camilo le llamó, y, honró como a un príncipe en el resto de su vida.
La ingratitud de que Escipión fue víctima nació de la desconfianza que inspiraba a los ciudadanos y que de ningún otro habían tenido; desconfianza excitada por la grandeza del enemigo a quien venció, por la fama que le dio terminar victorioso tan larga y peligrosa guerra, por la rapidez del triunfo y por el favor que su juventud, su prudencia y demás admirables cualidades le conquistaron.
Temieron hasta los mismos magistrados la autoridad que a Escipión daban tantos méritos, y desagradó hasta a los más prudentes, como cosa inaudita en Roma. Parecía tan extraordinaria esta posición social, que Catón Prisco, reputado el ciudadano más puro, fue el primero en oponerse a ella y en decir que no podía llamarse libre una ciudad donde viviese uno a quien hasta los magistrados temieran. Si el pueblo romano siguió en este caso la opinión de Catón, tenía la excusa que, según antes dije, merecen los pueblos y los príncipes ingratos por sospechas.
Para terminar este capítulo, diré que, ocasionado el vicio de la ingratitud por avaricia o suspicacia, se verá cómo los pueblos jamás la ejercen por avaricia, y aun por suspicacia, mucho menos que los príncipes, a causa de ser para ellos menores las ocasiones de temer, según demostraremos más adelante.
Capítulo XXX
Medios que debe emplear un príncipe o una república para evitar el vicio de ingratitud y cómo puede impedir un general o un ciudadano ser víctima de él
Para evitar un príncipe ser suspicaz o ingrato, debe dirigir personalmente las expediciones militares, como lo hicieron los primeros emperadores romanos, como lo hacen en nuestros tiempos los turcos y como lo han hecho y harán cuantos son valerosos; porque, venciendo, suya es la gloria de la conquista; y cuando ellos no mandan las tropas, siendo la gloria de otros, parece que no pueden gozar de lo conquistado si no extinguen en los victoriosos la fama que por sí y para sí no supieron ganar, llegando a ser ingratos e injustos y siendo sin duda, más lo que pierden que lo que adquieren. Pero cuando por pereza, o por escasa prudencia permanecen ociosos en sus palacios y envían un general a mandar el ejército, lo único que aconsejo es lo que en tal caso saben hacer los generales por sí mismos.
Digo, pues, que no pudiendo, en mi opinión, librarse el general de las mordeduras de la ingratitud, haga una de estas dos cosas: o dejar el ejército inmediatamente después da la victoria, poniéndose en manos del príncipe, y cuidando de no ejecutar ningún acto de altivez ni de ambición, pasa que éste, libre de toda sospecha, le premie o no le ofenda, o si no quiere hacer esto, tome animosamente el partido contrario y acuda a todos los medios que juzgue apropiados para que la conquista resulte en su favor y no en el de su príncipe, procurándose la benevolencia de los soldados y de los súbditos; trabando nuevas amistades pon los pueblos vecinos; guarneciendo con hombres de su confianza las fortalezas; seduciendo a los principales jefes de su ejército; teniendo seguros a los que no pueda corromper y procurando por tales medios castigar de antemano a su señor por la ingratitud de que seguramente le haría víctima. No hay más que estos dos caminos: pero como los hombres, según ya se ha dicho, no saben ser completamente buenos ni malos, sucede siempre que, a seguida de la victoria, ni quieren los generales dejar el ejército, ni pueden portarse con modestia, ni saben acudir a recursos extremos no desprovistos de grandeza y, permaneciendo indecisos, durante la indecisión son oprimidos.
A las repúblicas no se los puede aconsejar los mismos medios que a los príncipes para evitar el vicio de la ingratitud, es decir, que dirijan por sí y no por otro las expediciones militares, pues necesitan dar el mando a un ciudadano. Conviene, por tanto, y es lo que los aconsejo, imitar los procedimientos de la república romana, menos ingrata que las otras, procedimientos nacidos de las instituciones de aquel pueblo, donde, educándose todos para la guerra, así los nobles como los plebeyos, hubo en Roma en todas épocas tantos hombres valerosos triunfadores de los enemigos, que el pueblo no tenía motivo para sospechar de ninguno, pues la rivalidad entre varios impide la dominación de uno. De esta suerte se conservaban puros y cuidadosos de evitar hasta la sombra de cualquier ambición para no dar motivo a que, por ambiciosos, los castigara el pueblo, y la mayor gloria de los que llegaran a la dictadura era la más pronta renuncia de este cargo. No pudiendo con tal conducta inspirar sospechas, tampoco ocasionaban ingratitudes. Así, pues, la república que no quiera tener motivos para ser ingrata debe gobernarse como la romana, y el ciudadano que desee no ser víctima de ingratitud, observar la misma conducta que los romanos.
Capítulo XXXI
Los generales romanos jamás fueron castigados severamente por las faltas que cometieron, ni tampoco cuando por ignorancia o malas determinaciones ocasionaran daño a la república
No sólo fue la romana, según hemos dicho, menos ingrata que las demás repúblicas, sino también menos severa y más parca que éstas en castigar a los generales de sus ejércitos. Si éstos erraban por malicia, los castigaba humanamente; y si por ignorancia, en vez de imponerles penas, los daba premios y honores.
Este proceder de los romanos era atinado, pues juzgaban de tanta importancia para los que tenían el mando de sus ejércitos la libertad de pensamientos y acción y no sujetar sus actos a consideraciones extrañas, que rehusaban añadir a lo que era por sí difícil y peligroso nuevas dificultades y peligros, convencidos de que, en caso contrario, ninguno podría operar valerosamente.
Por ejemplo, enviaban un ejército a Grecia contra Filipo de Macedonia o en Italia contra Aníbal o contra los pueblos que antes habían vencido, y el general a quien confiaban el mando de la expedición tenía que cuidar por lo pronto de los muchos preparativos indispensables a tales empresas, los cuales son graves e importantísimos. Si a esta preocupación se añadiese la de numerosos ejemplos de romanos crucificados o muertos de otra manera por haber perdido batallas, era imposible a este general, dominado por tantas preocupaciones, tomar una resolución animosa. Juzgando, pues, la república que, a los que en tal caso se encuentran, bastante pena es perder la batalla, no quiso intimidarlos con amenaza de mayor castigo.
He aquí un ejemplo de errores cometidos a sabiendas. Estaban Sergio y Virgilio en campaña contra los veyenses, mandando cada tino una parte del ejército. Sergio hacia el punto por donde podían venir los toscanos, y Virgilio en el opuesto. Atacado Sergio por los falerianos, prefirió ser derrotado, y puesto en fuga a pedir auxilio a Virgilio, quien, por su parte, esperando que su colega se le humillase, antes quiso la deshonra de su patria y la destrucción de aquel ejército que prestarle ayuda. Ejemplo verdaderamente lamentable y capaz de inspirar mala opinión de la república romana si ambos generales no hubieran sido castigados. Pero su castigo, que en otra república hubiera sido de pena capital, en Roma fue una multa; no porque sus faltas dejaran de merecer más dura pena, sino porque los romanos, por las razones antedichas, prefirieron seguir en este caso sus antiguas costumbres.
En cuanto a las faltas por ignorancia, ningún ejemplo mejor que el de Varrón. Por su temeridad, derrotó Aníbal a los romanos en Canas, derrota que hizo peligrar la libertad de la república. Fue ignorancia y no malicia, y a causa de ello, en vez de castigarle, le honraron, saliendo todos los senadores a recibirle cuando volvió a Roma. No pudiéndole premiar por la batalla perdida, le demostraron su agradecimiento por haber vuelto y no desesperar de la salvación de la república.
Cuando Papirio Cursor quiso dar muerte a Fabio por haber librado batalla a los samnitas sin su orden, entre los argumentos que alegaba el padre de Fabio contra la obstinación del dictador, era uno, que jamás había hecho el pueblo romano con ninguno de sus generales derrotados, lo que Papirio quería hacer con su hijo victorioso.
Capítulo XXXII
Ni las repúblicas ni los príncipes deben diferir los remedios a las necesidades públicas
Fue beneficioso a Roma cuando Porsena vino contra ella para restablecer a los Tarquinos y dudó el senado de si la plebe prefería admitir al rey a mantener la guerra, lo que éste hizo para atraérsela, suprimiendo la contribución de la sal y otros tributos a causa, según dijo, de que los pobres bastante hacían por el bien público criando a sus hijos.
En agradecimiento de estos favores se prestó la plebe a sufrir el asedio, el hambre y la guerra; pero nadie debe, fiando en este ejemplo, esperar hasta la llegada del peligro, para ganarse la voluntad del pueblo. Si entonces tuvo buen éxito, no lo tendrá siempre; porque el pueblo puede creer que tales beneficios no los debe a ti, sino a tus adversarios, y temeroso de que, pasado el peligro, le quites lo que por fuerza le has dado, no te quedará agradecido.
Fue ventajosa a los romanos esta determinación, primero porque era estado nuevo, no muy seguro, y además porque aquel pueblo había visto que anteriormente se hicieron leyes en beneficio suyo, como la de la apelación a la plebe. Así pudo persuadirse de que el favor hecho no lo ocasionaba la llegada del enemigo, sino la propensión del senado a beneficiarlo. Además, estaba reciente el recuerdo de los reyes que de muchas maneras lo habían ultrajado y vilipendiado. Como tales circunstancias concurren raras veces, en raras también aprovechará el remedio. Por ello el que rige un estado, sea república o monarquía, debe prever los tiempos y sucesos contrarios que puedan sobrevenirle, y los hombres de quienes en la adversidad pueda sobrevenirle, y los hombres de quienes en la adversidad pueda valerse, tratándoles desde luego cual lo haría si necesitara de ellos en algún peligro. Los que gobiernan de otro modo, sean príncipes o repúblicas, y máxime si son príncipes, formándose la ilusión de que, llegado el peligro, ganarán la voluntad de los hombres a fuerza de beneficios, se engallan, y lejos de aumentar su seguridad, aceleran su perdición.
Capítulo XXXIII
Cuando cualquier dificultad llega a ser muy grande en un estado o contra un estado, es mejor partido contemporizar con ella que combatirla de frente
Crecía la república romana en fama, fuerza y poder, y sus vecinos, que al principio no se preocupaban de que los pudieran causar daño alguno, comenzaron, ya tarde, a comprender su error y quisieron remediar lo que oportunamente no impidieron, aliándose cuarenta pueblos contra Roma. Tomaron los romanos las medidas que acostumbraban en casos de apremiante peligro, y entre ellas la de nombrar dictador, es decir, dar el poder supremo a un hombre que, sin necesidad de consultar con nadie, determinara lo que debía hacerse y, sin apelación alguna, lo ejecutara. Este recurso los fue entonces útil, porque gracias a él dominaron los inminentes peligros, y utilísimo siempre en cuantos sucesos contrarios a la república ocurrieron en varias épocas durante el crecimiento de su poder.
Conviene advertir a este propósito, que cuando se presenta una dificultad grave en una república o contra una república por causas internas o externas, y llega a un punto de inspirar general temor, es mucho mejor contemporizar con ella que intentar extirparla; porque casi siempre lo ejecutado para extinguirla, alimenta y acelera el mal temido.
Tales accidentes ocurren en las repúblicas con más frecuencia por causas interiores que exteriores, porque muchas veces, o se tolera adquirir a un ciudadano más autoridad de la razonable, o se empieza a alterar una ley que es nervio y vida de las instituciones libres. Permítese la continuación de este error, hasta llegar a ser peor intentar remediarlo que dejarlo seguir; y es tanto más difícil conocer tales inconvenientes cuando aparecen, cuanto más natural es en los hombres favorecer siempre todo lo que empieza, especialmente las obras que aparentan llevar en si alguna virtud y ejecutan los jóvenes; porque si en una república aparece un joven noble de mérito extraordinario, todos los ciudadanos fijan en él la vista, y acuden sin consideración alguna a tributarle honores; de suerte que por poca ambición que tenga, uniendo a los méritos con que le dotó la naturaleza los favores de sus compatriotas, llega rápidamente a tan elevada posición, que, cuando los ciudadanos comprenden su error, apenas tienen medio de remediarlo; y si lo intentan con los recursos que los quedan, sólo consiguen afirmar su poder. No pocos ejemplos podrían citarse de esta verdad; pero sólo presentaré uno, tomado de la historia de Florencia.
Cosme de Médici, en quien empezó la grandeza de la casa de los Médici en nuestra ciudad, llegó a tener tanta reputación por su prudencia y por la ignorancia de los demás florentinos, que empezó a ser temible al gobierno, hasta el punto de juzgar sus conciudadanos peligroso ofenderle, y peligrosísimo dejarle tanta influencia. Vivía entonces Nicolás de Uzzano, tenido por muy experto en los negocios públicos; el cual habiendo cometido la primera falta de no prever los peligros que el poder de Cosme podía ocasionar, no permitió durante su vida que se cometiera la segunda, es decir, que se intentara destruir la preponderancia de Cosme, por creer que tal intento ocasionaría la completa ruina de la república. Así lo demostraron los hechos después de su muerte porque, no siguiendo los supervivientes su consejo, lograron ser fuertes contra Cosme, y le desterraron. Consecuencia de ello fue que, irritado su partido por esta ofensa, le llamó al poco tiempo y le hizo señor de la república; poder que jamás hubiese alcanzado sin la declarada oposición que se le hizo.
Lo mismo sucedió en Roma con César: le favorecieron al principio Pompeyo y otros ciudadanos, a causa de sus preclaras dotes, y el favor fue poco a poco convirtiéndose en miedo. Así lo atestigua Cicerón al decir que Pompeyo empezó tarde a temer a César. El miedo hizo pensar en los remedios, y los practicados aceleraron la ruina de la república.
Repito, pues, que, siendo difícil conocer estos males cuando empiezan, por lo que ilusionan las cosas en su principio, es más atinado y sensato contemporizar con ellos que contrarrestarlos abiertamente, porque, contemporizando, o desaparecen por propia consunción, o se prorrogan a largo plazo.
Los gobernantes que quieran destruir u oponer resistencia a la fuerza e ímpetu de estos males, deben ser muy vigilantes para no aumentar lo que quieren disminuir; atraer lo que desean alejar, y secar una planta regándola; deban estudiar bien el mal: si se encuentra en condiciones de poderlo curar, curarlo sin consideración alguna; y si no. dejarlo estar, guardándose bien de contrariarlo; porque sucederá lo que antes hemos dicho y lo que acaeció a los vecinos de Roma, a los cuales, por haber crecido tanto el poder de ésta, hubiera sido más ventajoso procurar con procedimientos pacíficos tenerla satisfecha y contenida dentro de su territorio, que obligarla con actos hostiles a pensar en nuevos medios de defensa y de ataque. El resultado de la conjura de aquellos pueblos contra los romanos fue estrechar la unión de éstos, hacerlos más valerosos y obligarles a imaginar nuevos recursos para ensanchar en breve tiempo su poder. Entre éstos fue uno la creación de la dictadura, con la cual, no sólo triunfaron de inminentes peligros, sino lograron evitar infinitos males que, sin esta constitución, hubieran aquejado a la república.
Capítulo XXXIV
La autoridad dictatorial benefició y no dañó a la república romana. No es la autoridad concedida por libre sufragio, sino aquella de que se apoderan los ciudadanos, la perniciosa a las instituciones libres
Han censurado algunos escritores a los romanos que idearon y crearon la dictadura por estimarla cosa ocasionada, andando el tiempo, a la tiranía en Roma, alegando que el primer tirano que en ella hubo ejerció su poder con título de dictador, y diciendo que, de no existir la dictadura, con ningún título público hubiera excusado César su tiranía.
No meditaron bien esta opinión los que la expusieron, ni los que después ligeramente la han creído; porque ni el nombre ni el cargo de dictador hizo sierva a Roma, sino la autoridad de que se apoderaron algunos para perpetuarse en el poder. De no ser conocido allí el nombre de dictador, hubieran tomado cualquier otro, porque la fuerza fácilmente adquiere denominación, pero ésta no da la fuerza; y es notorio que el dictador, cuando llegó a serlo por legal nombramiento y no por autoridad propia, siempre hizo bien a Roma. Perjudican a las repúblicas las magistraturas creadas y la autoridad concedida por procedimientos extraordinarios; pero no si lo han sido conforme a las leyes.
Así se ve que durante larguísimo tiempo, todos los dictadores hicieron en Roma gran bien a la república. Y la razón de ello es notoria. Primeramente es preciso para que un ciudadano pueda causar daño adquiriendo extraordinaria autoridad, que concurran en él varias condiciones, las cuales en república donde exista pureza de costumbres jamás puede reunir ninguno, porque necesita ser riquísimo o contar con gran número de adeptos y partidarios, cosa imposible donde las leyes se cumplen; y si, a pesar de todo, hubiera hombres en este caso, serían tan temidos que nunca encontrarían apoyo en el sufragio libre. Además, la dictadura era un cargo temporal; se nombraba dictador para resolver determinado conflicto y hasta que desapareciera; su poder alcanzaba a determinar por sí mismo los remedios al urgente peligro, a ponerlos en práctica sin necesidad de consulta, y a castigar sin apelación; pero no podía hacer cosa alguna que alterase las instituciones del estado, como lo sería privar de su autoridad al senado o al pueblo, o derogar la antigua constitución política para establecer otra nueva. De suerte que por la brevedad del tiempo que la dictadura duraba, por la autoridad limitada que el dictador ejercía y por la pureza de costumbres del pueblo romano, era imposible cualquier extralimitación en daño de Roma. En cambio la experiencia demuestra que esta situación siempre le produjo beneficios, mereciendo especial estudio por ser una de las que más contribuyeron al poderío de Roma, y sin la cual difícilmente hubiera triunfado en los grandes peligros que amenazaron su existencia. Los procedimientos de gobierno en las repúblicas son lentos. No pueden hacer nada por sí los consejos ni los magistrados, necesitando en muchos casos los unos de los otros para tomar resolución, y como en el acuerdo de las voluntades se emplea tiempo, las determinaciones son tardías, y a veces peligrosas cuando tienen por objeto remediar lo que no admite espera.
Todas las repúblicas deben, por tanto, establecer entre sus instituciones una semejante a la dictadura. La de Venecia, que entre las repúblicas modernas es excelente, ha reservado a corto número de ciudadanos el ejercicio de la autoridad, y en casos urgentes están facultados para determinar lo necesario sin consultar a nadie.
La república en que falta una institución de esta clase, se ve obligada a perecer por conservar sus procedimientos constitucionales o salvarse quebrantándolos, y en un estado bien regido no debe ocurrir cosa que haga indispensable acudir a remedios extraordinarios, porque aun cuando éstos produjeran buen resultado el ejemplo será peligroso. La costumbre de quebrantar la Constitución para hacer el bien conduciría e quebrantarla con tal pretexto, para en realidad, hacer el mal. Jamás será, pues, perfecta la organización de una república si sus leyes no proveen a todo, fijando el remedio para cualquier peligro y el modo de aplicarlo. Termino diciendo que las repúblicas que para peligros urgentes no tienen el recurso de la dictadura o de otra idéntica institución, siempre las arruinará cualquier grave accidente.
Digna de estudio es la sabiduría con que los romanos organizaron la elección de dictador; porque siendo su nombramiento en cierto modo molesto a los cónsules, quienes de ser jefes del estado venían a quedar en la misma condición de obediencia que los demás ciudadanos, y suponiendo que esto podía desprestigiarles en el concepto público, determinaron que lo hicieran los mismos cónsules por creer que, cuando el peligro obligara a Roma a acudir a esta regia potestad, lo harían de buen grado, y haciéndolo ellos, los molestaría menos; pues las heridas y los demás males, cuando se los ocasiona el hombre espontáneamente y por propia voluntad, duelen mucho menos que sí proceden de ajeno impulso. Además, en los últimos tiempos acostumbraron los romanos a dar la autoridad dictatorial a los cónsules con la fórmula Videat Consul, "provea el cónsul a que la república no sufra daño."
Volviendo a nuestro asunto, terminaré asegurando que los vecinos de Roma, al procurar oprimirla, únicamente consiguieron que se organizara, no sólo para la defensa, sino para atacar a sus enemigos con más fuerza, mejor acuerdo y mayor prestigio.
Capítulo XXXV
Porque fue nociva a la libertad de la república romana la creación de los decenviros, a pesar de elegirlos el voto público y libre del pueblo
Lo que hemos dicho que la autoridad adquirida violentamente, y no la que se obtiene por medio del sufragio, es la perjudicial a la república, parece contradecirlo la elección de los diez ciudadanos nombrados por el pueblo para hacer las leyes en Roma, quienes, andando el tiempo, se convirtieron en tiranos y sin consideración alguna acabaron con la libertad.
Pero deben tenerse en cuenta los modos de dar la autoridad, y el tiempo por que se da. Cuando se concede amplia, por largo tiempo, es decir, por más de un año, siempre es peligrosa y producirá buen o mal resultado, según sean buenos o malos aquellos a quienes se haya dio.
Comparando las facultades de los decenviros con las de los dictadores, se verá cuánto mayores eran aquéllas. Nombrado el dictador, continuaban los tribunos, los cónsules y el senado con sus respectivas facultades. El dictador no podía privarles de ellas, y aun autorizado para destituir a un cónsul o a un senador, le era imposible anular el orden senatorial y dictar nuevas leyes; de suerte que el senado, los cónsules y los tribunos, continuando con su propia autoridad, venían a ser una guardia vigilante para que el dictador no se extralimitara. Pero al crear los decenviros sucedió todo lo contrario, puesto que anularon a los cónsules y a los tribunos, y se los facultó para dictar leyes y cuanto podía hacer el pueblo romano. Encontrándose, pues, solos, sin cónsules, sin tribunos y sin apelación al pueblo, y no habiendo quien vigilara sus actos, pidieron al segundo año de su mando, impulsados por la ambición de Apio, abusar de su ilimitada autoridad.
Adviértase, pues, que cuando se ha dicho que la autoridad concedida por el sufragio libre no perjudica a ninguna república, se presupone que ningún pueblo la dará sino con las debidas precauciones y por el tiempo preciso; pero si por ser engañado o por cualquier otro motivo que le ciegue la concede imprudentemente y en la forma que el pueblo romano la dio a los decenviros, le ocurrirá siempre lo que sucedió entonces.
Fácil es probarlo comparando las causas que hicieron a los dictadores buenos y a los decenviros malos, y observando lo hecho por las repúblicas bien organizadas al conceder la autoridad suprema por largo tiempo, como la daban los espartanos al rey y los venecianos al dux, pues se verá que en ambos estados había funcionarios con las facultades necesarias para impedirles abusar de sus poderes. No basta en estos casos que la masa del pueblo no esté corrompida, porque el poder absoluto en brevísimo tiempo la corrompe, y quien lo ejerce adquiere amigos y partidarios, no importando que sea pobre y sin familia, porque la riqueza y todos los demás beneficios acudirán a él rápidamente, según veremos al tratar de la creación de los citados decenviros.
Capítulo XXXVI
Los ciudadanos que han ejercido los más elevados cargos no deben desdeñar el desempeño de los más modestos
Eligieron los romanos a Marco Fabio y G. Manilio cónsules, y durante su consulado ganaron una gloriosísima batalla a los veientes y etruscos, en la cual pereció Quinto Fabio, hermano del cónsul, que había sido también cónsul el año anterior.
Esto hace ver cuán a propósito era la organización de aquella república para su engrandecimiento y cuánto se equivocan las demás repúblicas que adoptan distinto régimen; pues aunque los romanos eran aficionadísimos a la fama, no juzgaban deshonroso obedecer a quien antes habían mandado, y servir en el mismo ejército que anteriormente estaba a sus órdenes; cosa muy opuesta a las ideas, instituciones y costumbres de los ciudadanos en nuestros tiempos.
En Venecia subsiste aún el error de desdeñar el ciudadano que ha desempeñado alto cargo cualquier otro inferior, consintiéndole la república que pueda rehusarlo. Esto será dignísimo para el particular, pero resulta inútil para el público. Porque mayor debe ser la esperanza de la república y más debe confiar en quien de un alto cargo desciende a desempeñar otro inferior, que en el que de uno de éstos pasa a otro de aquéllos. La aptitud de éste le será, por razón natural, dudosa, si no Io ve rodeado de hombres de consideración y respeto, cuyos consejos moderen su autoridad y suplan su inexperiencia.
De haber en Roma la misma preocupación que en Venecia y en otras repúblicas y reinos, si el que hubiera sido cónsul no volviese al ejército sino con autoridad consular, fueran muchos los inconvenientes y grandes los perjuicios para las libertades públicas, tanto por los errores que cometieran los nuevos funcionarios como por su ambición, que satisfarían mejor no teniendo a su lado hombres cuya respetabilidad los obligara a cumplir sus deberes. Su libertad de acción fuera mayor, pero en detrimento de los intereses públicos.
Capítulo XXXVII
De las perturbaciones que causó en Roma la ley agraria y de lo peligroso que es en una república hacer una ley con efecto retroactivo y contra una antigua costumbre nacional
Es sentencia de los escritores de la antigüedad que a los hombres suele afligir el mal y hartar el bien, y que ambas sensaciones producen el mismo resultado. En efecto; cuando los hombres no combaten por necesidad, combaten por ambición, la cual es tan poderosa en el alma humana, que jamás la abandona, cualquiera que sea el rango a que el ambicioso llegue. Causa de esto es haber creado la naturaleza al hombre de tal suene, que todo Io puede desear y no todo conseguir; de modo que, siendo mayor siempre el deseo que los medios de lograrlo, lo poseído ni satisface el ánimo, ni detiene las aspiraciones. De aquí nacen los cambios de fortuna porque, ambicionando unos tener más y temiendo otros perder lo adquirido, se llega a la enemistad y a la guerra, motivo de ruina para unos estados y de engrandecimiento para otros.
He dicho esto porque a la plebe romana no bastó asegurarse contra los nobles con la creación de los tribunos, a cuya exigencia la obligó la necesidad. Conseguido esto, empezó a combatir por ambición, aspirando a compartir con los nobles los honores y las riquezas, las dos cosas que los hombres más estiman. Esto originó la calamidad de las luchas por la ley agraria y causó al fin la pérdida de la libertad.
Como en las repúblicas bien organizadas el estado debe ser rico y los ciudadanos pobres, necesariamente en Roma la ley agraria era defectuosa, o porque no se hizo desde el principio de tal modo que no exigiera reformas a cada momento, o porque se tardó tanto en hacerla que era peligroso tocar a lo establecido, o porque, estando bien hecha desde su origen, se hizo mal uso de ella. Cualquiera que fuese el motivo, es lo cierto que siempre que se trató en Roma de esta ley hubo grandes disturbios.
Tenía la ley agraria dos puntos principales: el uno disponía que no pudiera poseer cada ciudadano más de determinado número de fanegas de tierra; por el otro, que el territorio ocupado a los enemigos se distribuyera al pueblo romano. Causaba, pues, dos perjuicios a los nobles, porque los poseedores de mayor cantidad de tierra de la permitida por la ley (que eran casi todos patricios) debían perder el exceso, y distribuyéndose entre la plebe los bienes de los enemigos, se privaba a la nobleza del medio de enriquecerse. Esta agresión contra los hombres poderosos, rechazada por estos a nombre del bien público, siempre que se renovó produjo perturbaciones en la ciudad. Los nobles, con paciencia y habilidad, dilataban la observancia de la ley, o enviando un ejército fuera de Roma, o haciendo que al tribuno que la proponía se opusiera otro tribuno, o cediendo en parte, o fundando una colonia en las tierras que se hubieran de distribuir, como se hizo en la comerca de Ancio, dada a una colonia de ciudadanos salidos de Roma para terminar la cuestión de su reparto, que había promovido de nuevo las agitaciones de la ley agraria. Notables son las frases con que Tito Livio lo refiere, diciendo que con dificultad se encontró quien quisiera formar parte de dicha colonia, porque la plebe prefería pedir bienes en Roma a poseerlos en Anejo.
Los disturbios ocasionados por esta ley se reprodujeron durante algún tiempo, hasta que los romanos comenzaron a enviar sus ejércitos a las extremidades de Italia, y aun fuera de Italia. Entonces cesaron porque, estando muy lejos de la vista de la plebe los bienes de los enemigas de Roma y en parajes donde no era fácil cultivarlos, los deseaba menos. Además, los romanos no castigaban tanto a sus enemigos con la pérdida de sus tierras, y cuando se apoderaban de algunas enviaban a ellas colonias.
Tales causas mantuvieron la inobservancia de la ley agraria hasta la época de los Grecos, quienes quisieron ponerla en vigor, ocasionando la ruina de la libertad, porque, redoblado el poder de los adversarios de dicha ley, fue tanto el odio entre la plebe y el senado, que ambos partidos acudieron a las armas y se derramó la sangre, con absoluto olvido de los procedimientos legales. No pudiendo impedirlo las autoridades, ni esperando de ellas remedio los bandos, cada uno de ellos se procuró un jefe que los capitanease. En aquel gran desorden, la plebe acudió a Mario, haciéndole cuatro veces cónsul, con tan cortos intervalos, que por sí mismo pudo hacerse nombrar otras tres veces. No viendo la nobleza medio de contrarrestar este abuso, favoreció a Sila, le hizo su jefe, y estalló la guerra civil, en la cual, después de mucha sangre y varia fortuna, triunfaron los nobles.
Renacieron estas divisiones en la época de César y Pompeyo, porque tornando César la jefatura de los partidarios de Mario, y Pompeyo, de los de Sila, acudieron también a las armas. Triunfó César, el primer tirano de Roma, y desapareció la libertad en aquel pueblo.
Tal fue el principio y el fin de la ley agraria. Aunque demostré antes que las cuestiones entre la plebe y el senado en Roma mantuvieron la libertad, originando leyes favorables a ella, y no parezca de acuerdo con la demostración las consecuencias de la ley agraria, insisto en mi opinión. Los instintos ambiciosos de los nobles son tales, que si por varias vías y de diversos modos no son combatidos, pronto arruinan el estado. De suerte que si con las luchas ocasionadas por la ley agraria tardó Roma trescientos años en ser sierva, acaso hubiese llegado mucho más pronto a la servidumbre si la plebe, con esta ley y con sus otras muchas aspiraciones, no hubiese refrenado siempre la ambición de los nobles.
Se ve también en este caso cuánto más estiman los hombres los bienes que los honores; porque la nobleza romana en lo relativo a estos últimos siempre cedió, sin grande oposición, a la plebe: pero al tocar a los bienes, los defendió con tanta obstinación, que el pueblo, para saciar su apetito, tuvo que acudir a los extraordinarios medios antes citados. Promovedores de estos disturbios fueron los Gracos, en quienes es más de alabar la intención que la prudencia; porque querer corregir un abuso antiguo en una república y hacer para ello una ley con efecto retroactivo es grave error, y camino cierto, como antes dijimos, para acelerar el mal a que el abuso conduce. Contemporizando con éste, o el mal llega más tarde, o el transcurso del tiempo lo extingue antes de que se realice.
Capítulo XXXVIII
Las repúblicas débiles son irresolutas y no saben tomar un partido. Si alguna vez lo toman es por necesidad, y no por elección
Afligía a Roma gravísima epidemia, y creyeron los volscos y los equos que era oportuno el momento para apoderarse de ella. Formaron dichos dos pueblos numeroso ejército, y acometieron a los latinos y a los hérnicos, arrasando sus tierras. Viéronse estos obligados a avisar a los romanos y a rogarles que acudieran en su defensa; pero los romanos, en lucha con la peste, les respondieron que se defendieran por sí mismos y con sus armas, porque no podían auxiliarles. Se demostró en esta respuesta la prudencia y magnanimidad de aquel senado, que en la próspera y adversa fortuna fue digno de dirigir las determinaciones de sus conciudadanos, no avergonzándole jamás acordar algo contrario a sus principios, y aun a otros acuerdos anteriores, cuando la necesidad se lo imponía.
Digo esto porque en varias ocasiones el mismo senado había prohibido a los citados pueblos armarse y defenderse, y otro senado menos prudente hubiera creído desacreditarse desatendiendo dicha defensa. Pero éste juzgó las cosas cual debían juzgarse, o tomando como mejor partido el menos malo. Sabía sin duda que era un mal no poder defender a sus súbditos; que lo era igualmente que se armasen sin él por los motivos ya dichos y por otros que fácilmente se comprenden; pero conociendo la necesidad de que ya se armaran al verse atacados por el enemigo, tomó el partido mejor, y quiso que lo que habían de hacer lo hicieran con su licencia, a fin de impedir que, desobedeciéndole entonces por necesidad, le desobedecieran después voluntariamente.
Aunque parezca determinación que debe tomar cualquier república, sin embargo, las débiles y mal aconsejados, ni la adoptan ni saben hacer de la necesidad virtud.
Había tomado el duque Valentino a Faenza y obligado a Bolonia a aceptar las condiciones de un tratado. Deseando regresar a Roma por Toscana, envió a Florencia a uno de sus hombres para pedir permiso de pasar él y su ejército. Se discutió en Florencia lo que convendría hacer en este caso, y nadie opinó en favor de conceder el paso. No se siguió en esto la política de las romanos, porque estando el Duque al frente de un ejército, y los florentinos sin fuerzas para impedirle pasar, era más honroso que, al parecer, lo hiciera con permiso de éstos que por su propia voluntad, y de la vergüenza sufrida al negarle el paso y no poder impedirlo, se libraran en gran parte obrando de distinta manera.
Pero la peor de las repúblicas débiles es ser irresolutas, de tal suerte, que cuantas determinaciones toman las adoptan por fuerza, y cuando de ellos les resulta algún bien, lo deben a la necesidad y no a la prudencia. Citaré otros dos ejemplos de sucesos de nuestro tiempo, ocurridos en Florencia en el año de 1500.
Había recobrado a Milán el rey de Francia Luis XII, y deseando devolver Pisa a los florentinos para cobrar los cincuenta mil ducados que éstos le prometieron por la restitución envió su ejército hacia Pisa al mando de monseñor de Beaumont, el cual, aunque francés, inspiraba mucha confianza a los florentinos. Situados el general y su ejército entre Cascina y Pisa para atacar esta plaza, permanecieron allí algún tiempo a fin de disponer el asedio, durante el cual se presentaron a Beaumont embajadores de los pisanos, ofreciendo entregar la ciudad al ejército francés can la condición de prometerles, a nombre del rey, no ponerla en manos de los florentinos hasta pasados cuatro meses. Rechazaron la condición los florentinos, y ocurrió que, sitiada Pisa, tuvieron que levantar el cerco y retirarse vergonzosamente. No aceptaron la condición por desconfiar de la palabra del rey, en cuyas manos forzosamente se habían puesto a causa de la incertidumbre y timidez de sus determinaciones.
Por otra parte, la desconfianza les impedía ver cuánto más fácil era que el rey los devolviera a Pisa estando dentro de ella. De no hacerlo, descubriría sus intentos: mientras que, sin tenerla, sólo cabía la promesa, necesitando conquistar a Pisa para cumplirla. Así, pues, los hubiera sido más útil consentir en que Beaumont entrara en dicha ciudad apoderándose de ella bajo cualquier condición, según demostró la experiencia en 1502, cuando, sublevada Arezzo, acudió en auxilio de los florentinos, enviado por el rey de Francia, monseñor Imbaut con tropas francesas, y al poco tiempo de llegar junto a Arezzo comenzó a negociar con los de esta plaza, quienes, a semejanza de los pisanos, ofrecían entregársela con determinadas condiciones. Rechazaron éstas en Florencia, pero monseñor Imbaut, pareciéndole que los florentinos no comprendían bien sus intereses, gestionó personalmente con los aretinos, prescindiendo de los emisarios de Florencia, e hizo con ellos un convenio, entrando seguidamente con sus tropas en Arezzo y dando así a entender a los florentinos cuán necios eran y cuán poco entendían de las cosas de este mundo; pues si querían Arezzo los bastaba pedirlo al rey, y éste podría dárselo mucho mejor teniendo sus tropas dentro que fuera de dicha plaza. No cesaron en Florencia de censurar y zaherir al citado Imbaut, hasta que los hechos los probaron que si Beaumont hiciera en Pisa lo que Imbaut en Arezzo, la hubiesen recuperado, como recuperaron a Arezzo.
Volviendo a nuestro propósito, diré que las repúblicas irresolutas no toman ninguna determinación buena sino por fuerza, pues su propia debilidad no los deja determinar cuando alguna duda ocurre, y si esta duda no la disipa alguna violencia que aclare la verdad, permanecen siempre en la incertidumbre.
Capítulo XXXIX
Frecuencia con que ocurren en pueblos distintos idénticos sucesos
El que estudia las cosas de ahora y las antiguas, conoce fácilmente que en todas las ciudades y en iodos los pueblos han existido y existen los mismos deseos y las mismas pasiones; de suerte que, examinando con atención los sucesos de la antigüedad, cualquier gobierno republicano prevé lo que ha de ocurrir, puede aplicar los mismos remedios que usaron los antiguos, y, de no estar en uso, imaginarlos nuevos, por la semejanza de los acontecimientos. Pero estos estudios se descuidan; sus consecuencias no las suelen sacar los lectores, y si las sacan, las desconocen los gobernantes, por lo cual en todos los tiempos ocurren los mismos disturbios.
Perdió la república de Florencia, después del año de 1494, Pisa y otras poblaciones con gran parte de su territorio, y tuvo que guerrear con los que lo ocupaban; pero siendo éstos poderosos, la guerra era costosa y sin fruto. El aumento de gastos ocasionaba aumento de tributos, y éstos infinitas quejas del pueblo. Dirigía la guerra un consejo de diez ciudadanos, llamados los diez de la guerra, y todo el mundo empezó a demostrarles aversión, cual si fueran la causa de ella y de los gastos que ocasionaba, persuadiéndose de que, suprimido el consejo, terminaría la guerra. Para conseguirlo, dejaron expirar los poderes de los consejeros sin elegir sucesores, y concedieron dicha autoridad a la Señoría [2]. Tan perniciosa fue esta determinación, que no sólo continuó la guerra, contra la creencia del pueblo, sino que aumentó el desorden hasta el punto de perder, además de Pisa, Arezzo y otras muchas poblaciones, por haber prescindido de los que con prudencia la dirigían. Advirtió, por fin, el pueblo su error, comprendió que la causa del mal era la fiebre y no el médico, y restableció el Consejo de los Diez.
El mismo odio inspiró alguna vez en Roma el nombre de cónsul, porque viendo aquel pueblo que a una guerra seguía otra, sin momento de reposo, en vez de atribuirlo, como era cierto, a la necesidad de rechazar a sus vecinos deseosos de acabar con Roma, lo achacó a la ambición de los nobles, y suponía que, no pudiendo éstos castigar a la plebe dentro de Roma porque la defendía la autoridad tribunicia, procuraban sacarla de la ciudad a las órdenes de los cónsules, para sujetarla donde no encontrase apoyo. Creyeron, pues, los romanos indispensable suprimir los cónsules o limitar de tal modo su poder, que no tuvieran autoridad sobre el pueblo, ni dentro, ni fuera de Roma. El primero que intentó establecer esta ley fue un tribuno llamado Terentillo, quien proponía la elección de cinco ciudadanos encargados de examinar y limitar la potestad consular. La nobleza recibió muy mal este intento, pareciéndole que la majestad del imperio iba a desaparecer, y que no quedaría para los nobles ningún rango político en la república. Fue, sin embargo, tan grande la obstinación de los tribunos, que se suprimió el nombre de cónsul y, hechas algunas reformas, quedaron al fin satisfechas, eligiendo en vez de cónsules, tribunos con autoridad consular, porque lo que odiaban era el nombre y no el cargo. Así estuvieron largo tiempo hasta que, conociendo su error, restablecieron los cónsules, como los florentinos el Consejo de los Diez.
Capítulo XL
De la creación del decenvirato en Roma y de lo que se debe notar en ella: donde se considera, entre otras cosas, cómo un mismo suceso puede salvar o perder una república
Deseando discurrir especialmente acerca de los acontecimientos que hubo en Roma por la creación del decenvirato, no creo inútil narrar primero las consecuencias de dicha creación y examinar después los casos más notables en estos sucesos, que son muchos y de grande importancia, lo mismo para los que desean mantener la libertad en la república, como para los que intentan dominarla; pues en el relato encontraremos muchos errores del senado y de la plebe en daño de la libertad, y también muchas equivocaciones de Apio, el jefe de los decenviros, en perjuicio de la tiranía que se había propuesto establecer en Roma.
Después de grandes debates y contiendas entre el pueblo y la nobleza para hacer nuevas leyes en Roma que garantizasen aun más que lo estaba la libertad del estado, enviaron, de común acuerdo, a Espurio Postumio y otros dos ciudadanos a Atenas para estudiar y traer a Roma las leyes que Salón dio a aquella ciudad, a fin de que sirviera de modelo a las nuevas leyes romanas. Fueron y volvieron, y entonces nombraron los romanos personas encargadas de examinar las leyes de Salón y redactar las nuevas para Roma, eligiendo diez ciudadanos por un año, entre ellos Apio Claudio, hombre sagaz y turbulento.
A fin de que sin cortapisa ni consideración alguna pudieran establecer las nuevas leyes, fueron suprimidas en Rama todas las demás autoridades, especialmente los tribunos y los cónsules, y suprimieron también la apelación al pueblo: de suerte que los decenviros llegaron a ser en realidad soberanos de Roma.
Favorecido por el pueblo acaparó pronto Apio toda la autoridad del decenvirato, afectando tanta llaneza en sus modales, que pareció maravillosa su prontitud en cambiar de modo de ser y de carácter, pues había sido basta poco antes cruel perseguidor de la plebe. Al principio se portaron los decenviros con modestia, teniendo sólo doce lictores que marchaban delante del presidente; y aunque ejercían una autoridad absoluta, sin embargo, acusado un ciudadano romano de homicidio, lo citaron ante el pueblo e hicieron que éste lo juzgara.
Escribieron las nuevas leyes en diez tablas, y en vez de declararlas vigentes, las expusieron al público para que todo el mundo pudiera discutirlas, y si se encontraba en ellas algún defecto, enmendarlo antes de ser obligatorias. Entre tanto hizo Apio correr la noticia de que si a las diez tablas se añadían otras dos, seria aquella legislación perfecta, y esta idea ocasionó que el pueblo prorrogara la autoridad de los decenviros por un año más, prestándose a ello de buen grado, por no tener que elegir cónsules y porque esperaba pasarse sin tribunos, si él mismo continuaba siendo juez de las causas, como antes hemos dicho.
Tomada esta resolución, toda la nobleza se agitó aspirando al honor del cargo, y entre los primeros para ser reelegido Apio, cuya benevolencia con la plebe empezó a ser sospechosa a sus colegas: "Creían que tanta benevolencia en carácter tan orgulloso ocultaba algún propósito." Dudando oponerse a él abiertamente, determinaron hacerlo con disimulo, y aunque era el más joven de todos, le encargaron proponer al pueblo los nombres de los futuros decenviros para que, según lo hecho siempre por los que recibían este encargo, no se propusiera a sí mismo, cosa inusitada e ignominiosa en Roma: "Él convirtió el impedimento en provecho."Se nombró entre los primeros con admiración y desagrado de todos los nobles, y designó después otros nueve a su gusto.
La renovación del decenvirato por un año más empezó a mostrar al pueblo y a la nobleza la falta que había cometido, "se quitó al fin la máscara", y apareció su innata soberbia, consiguiendo que sus costumbres las adoptaran a los pocos días sus colegas. Para asustar al pueblo y al senado, en vez de doce lictores, nombraron ciento veinte. El temor fue igual por ambas partes durante algunos días; pero pronto comenzaron los decenviros a desatender al senado y a maltratar a la plebe, y si el castigado por uno de aquellos apelaba a otro, le trataban peor en la apelación que en la primera instancia. Conoció entonces el pueblo su falta, y dirigía las afligidas miradas a los nobles: "Y buscaba la libertad en aquellos de quienes temió la servidumbre, y, por tenerla, había puesto la república en aquel estado." Agradaba a los nobles su aflicción, "porque el disgusto presente los haría desear el restablecimiento de los cónsules."
Llegó el día en que terminaba el año; las dos tablas de la ley estaban hechas, pero no publicadas. De esto tomaron pretexto los decenviros para prorrogar su autoridad, y comenzaron a ejercerla por medios violentos y a convertir en satélites suyos a los jóvenes nobles, entre quienes distribuían los bienes de los que condenaban: "Dones que corrompían a la juventud haciéndole preferir a las libertades públicas la licencia que gozaban."
Sucedió por entonces que los sabinos y los volscos declararon la guerra a los romanos, y ante este peligro comenzaron los decenviros a ver la debilidad de su situación, porque sin el senado no podían organizar la guerra y, al convocarlo, temían perder su autoridad. Obligados a tomar este último partido, apenas se reunió el senado, muchos senadores, especialmente Valerio y Horacio, hablaron contra la soberbia de los decenviros, y terminara el poder de éstos si el senado, rival del pueblo, hubiese ejercido toda su autoridad; pero temió que, si los decenviros cesaban voluntariamente en sus cargos, fueran restablecidos los tribunos de la plebe. Acordó, pues, hacer la guerra, y al mando de algunos decenviros salieron dos ejércitos de Roma, quedando Apio para gobernar la ciudad. Se enamoró entonces de Virginia; quiso lograrla por fuerza; Virginio, padre de ésta, para librar a su hija del oprobio la mató, y el suceso produjo una sublevación en Roma y en los ejércitos. Unidos éstos a lo que en la ciudad había quedado de la plebe, se situaron en el monte Sacro, donde permanecieron hasta que los decenviros abdicaron su autoridad, fueron nombrados los tribunos y los cónsules y quedó restablecida la antigua forma de gobierno.
Prueba lo dicho, primero, que el inconveniente de crear la citada tiranía se produjo en Roma por las mismas causas originarias de tiranía en casi todas las repúblicas, el gran deseo de libertad en el pueblo y el gran deseo de mando en la nobleza. Cuando ambas clases no se ponen de acuerdo para hacer una legislación favorable a la libertad y cada una se dedica a enaltecer a un ciudadano, surge inmediatamente la tiranía. Convinieron el pueblo y la nobleza romana en crear los decenviros con tanta autoridad por el desea que cada una de estas clases tenía de acabar, la una con los cónsules y la otra con los tribunos. Creados los decenviros, la plebe creyó que Apio defendía sus intereses y contrariaba los de la nobleza, y se dedicó a favorecerle. Cuando un pueblo comete la falta de ensalzar a alguno porque combate a los que él aborrece y el ensalzado es hábil, llega éste siempre a ser tirano del estado; porque, con el favor del pueblo, destruirá a la nobleza, y cuando lo haya conseguido oprimirá al pueblo, que, comprendiendo entonces su servidumbre, no tendrá a quien recurrir en demanda de auxilio. Tal es el procedimiento de cuantos han fundado tiranías en las repúblicas, y, de seguirlo Apio, no hubiera acabado la suya tan pronto. Pero hizo todo lo contrario, no pudiendo obrar con mayor imprudencia, pues para ejercer la tiranía se enemistó con los que se la habían dado y podían sostenerle en ella, y se hizo amigo de los que no concurrieron a dársela ni podían conservársela. Perdió, pues, sus verdaderos partidarios, y los buscó entre los que no habían de serlo, que aun cuando la nobleza desea la tiranía, los nobles no participantes en ella son enemigos del tirano, quien nunca puede ganarse a todos a causa de no disponer de las riquezas y honores necesarios para satisfacer la grande ambición y extraordinaria avaricia de todos ellos.
Al apartarse Apio del pueblo para unirse a los nobles, incurrió, pues, en un error evidentísimo por las razones ya dichas, y porque cuando se quiere ejercer el mando apelando a la violencia, preciso es tener más fuerza que los forzados a obedecer. Por ello los tiranos que tienen al pueblo por amigo y por enemigos a los grandes, están más seguros, a causa de apoyar su tiranía en mayor fuerza, de la que poseen los que cuentan con la amistad de los nobles y no tienen la del pueblo. Con el favor de éste le bastan las fuerzas interiores para sostenerse, como bastaron a Nabis, tirano de Esparta, cuando le atacaron toda la Grecia y el pueblo romano y, poniendo a buen recaudo a los pocos nobles, se defendió con el apoyo del pueblo, cosa imposible, de no contar con su cariño. Pero cuando los amigos, por su rango, forman clase menos numerosa, no bastando las fuerzas interiores, hay que acudir a las exteriores. Éstas han de ser de tres clases: guardia personal formada por soldados extranjeros; armamento de los campesinos, para que hagan el oficio que harían los ciudadanos, y alianza con los vecinos poderosos para fundar en ellos la defensa. El que apela a estos medios y los emplea con prudencia, aunque tenga por enemigo al pueblo, conservará en cierto modo el poder.
Pero Apio no podía apoyarse en los campesinos, porque eran tan ciudadanos como los habitantes de Roma, y lo que pudo hacer no supo hacerlo; de suerte que destruyó el fundamento de su dominación.
Al crear el decenvirato cometieron el senado y el pueblo error grandísimo, porque aunque dijimos al hablar de la dictadura que los poderes nocivos a la libertad son los constituidos por la voluntad de quien los ejerce y no los que da el pueblo, sin embargo, cuando éste organiza poderes debe hacerlo de modo que sean responsables del abuso de sus facultades, y en vez de establecer medios de hacer efectiva la responsabilidad, suprimieron los romanos los que existían, creando una sola autoridad y anulando las demás, por el vehemente deseo de acabar el senado con los tribunos y el pueblo con los cónsules. De tal modo los cegó, que ambos concurrieron a la creación de un poder arbitrario. Porque los hombres, como decía el rey Fernando, hacen a veces lo mismo que algunas pequeñas aves de rapiña, que en el afán de cazar la presa a que su instinto los incita, no advierten que sobre ellas vuela otra ave mayor con el propósito de devorarlas. Quedan, pues, demostrados, como me propuse hacerlo en este capítulo, los errores del pueblo romano al querer salvar la libertad, y los de Apio al desear mantener su tiranía.
Capítulo XLI
Es imprudente e inútil pasar sin gradación de la humildad a la soberbia, de la compasión a la crueldad
Entre los recursos a que apeló Apio para afianzar la tiranía no fue el menos perjudicial para él cambiar de pronto de modales y de carácter. Porque mostró habilidad al engañar astutamente a la plebe, fingiéndose amigo del pueblo, y en los medios de que se valió para que prorrogaran la autoridad de los decenviros y en la audacia de presentar su candidatura contra la opinión de los nobles y en proponer para colegas suyos a los que le eran adictos; pero no en cambiar de pronto, como antes dije, y cuando ya había hecho todo esto, de costumbres y de carácter, convirtiéndose de amigo en enemigo de la plebe; de humilde en soberbio; de accesible en inaccesible, y tan rápidamente, que todo el mundo había de comprender la falacia de su conducta. Porque quien siendo bueno durante algún tiempo se convierte en malo por convenir a su propósito, debe hacer la transición gradualmente, aprovechando las ocasiones y, antes de que el cambio prive de los antiguos amigos, conseguir tantos nuevos para reemplazarlos, que su autoridad no se debilite. De otra suerte, descubiertas las intenciones y sin partidarios, quedará perdido.
Capítulo XLII
De la facilidad con que se corrompen los hombres
Adviértese también en este asunto del decenvirato la facilidad con que los hombres se corrompen, y cambian de costumbres, aunque sean buenos y bien educados, considerando cómo la juventud de que Apio se había rodeado empezó a aficionarse a la tiranía por la utilidad no muy grande que le procuraba, y cómo Quinto Fabio, que formó parte del segundo decenvirato y era hombre excelente, cegado por la ambición y persuadido de la maldad de Apio, trocó en malas sus buenas costumbres, y fue igual a éste. Bien estudiados tales sucesos por los legisladores en las repúblicas o en los reinos, los inducirán a dictar medidas que refrenen rápidamente los apetitos humanos y quiten toda esperanza de impunidad a los que cometan
Capítulo XLIII
Los que combaten por su propia gloria son buenos y fieles soldados
Véase, pues, por lo antedicho, cuánta es la diferencia entre un ejército satisfecho que combate por su gloria, y otro mal contento que pelea por la ambición ajena; porque los ejércitos romanos, mandados por los cónsules, casi siempre fueron victoriosos, y por los decenviros siempre vencidos. Este ejemplo es uno de los que demuestran la inutilidad de los soldados mercenarios; los cuales combaten únicamente por el dinero que reciben, motivo insuficiente para hacerles fieles y adictos hasta el punto de dar la vida por la causa que defienden; y si los ejércitos no consideran como propia dicha causa, Carecen del valor necesario para resistir a un enemigo algo esforzado. El amor a los intereses y a la honra de la patria sólo lo tienen los súbditos, y cuando se quiere conservar un estado, sea república o reino, preciso es armar a los ciudadanos o súbditos como han hecho cuantos con sus ejércitos engrandecieron la patria. Tan valerosos eran los ejércitos romanos en la época de los decenviros como antes; pero la falta de afecto a sus jefes los impedía conseguir los mismos resultados. Abolido el decenvirato, apenas comenzaron a combatir como hombres libres, renació en ellos el antiguo ánimo y sus campañas volvieron a tener el mismo feliz éxito a que anteriormente estaban acostumbrados.
Capítulo XLIV
Una multitud sin jefes es inútil. No se debe amenazar sin tener los medios de cumplir la amenaza
Estaba el pueblo romano armado y reunido, a causa de la muerte de Virginia, en el monte Sacro. Le mandó el senado comisionados para preguntarle con que derecho había abandonado a sus jefes y retirándose al citado monte. Tan respetada era la autoridad del senado, que no teniendo el pueblo allí jefes, nadie se atrevía a responder. Tito Livio dice que no faltaban razones que alegar, sino quien las expusiera, lo cual demuestra la inutilidad de una multitud sin jefes.
Comprendió Virgilio la causa del silencio, y por orden suya fueron creados veinte tribunos militares, encargándoles de responder y tratar con el senado. Empezaron éstos por pedir que los enviasen a Valerio y Horacio para decirles lo que deseaban. Dichos senadores no quisieron ir si previamente no renunciaban a su autoridad los decenviros, y al llegar al monte donde estaba el pueblo, les dijeron los comisionados de éste que querían el restablecimiento de los tribunos de la plebe, la apelación al pueblo de las decisiones de todas las autoridades, y que los entregaran a todos los decenviros para quemarlos vivos. Aprobaron Valerio y Horacio sus dos primeras demandas, y censuraron le última, diciendo: "Condenáis la crueldad y queréis practicarla."
Aconsejaron, pues, al pueblo que no mencionara a los decenviros y procurase recobrar el poder y la autoridad, pues no le faltarían después ocasiones de satisfacer sus deseos. De esto se deduce cuán necio e imprudente es pedir una cosa, diciendo de antemano: “quiero obrar mal con ella”. La intención no debe mostrarse antes de lograr por cualquier medio lo que sé desea. Basta pedir a uno el arma que tiene, sin añadir: “Te quiero matar con ella”. Apoderado del arma, puedes matarlo.
Capítulo XLV
Es de mal ejemplo no observar una ley hecha, máxime si son sus autores quienes dejan de cumplirla; y peligrosísima para los que gobiernan un estado tener en continua incertidumbre la seguridad personal
Hecho el acuerdo y restablecidas las antiguas instituciones en Roma, citó Virgilio a Apio ante el pueblo para defender su causa. Se presentó éste acompañado de muchos nobles. Pidió Virgilio que le prendieran, y Apio demandó a gritos la apelación al pueblo. Sostenía Virgilio que no era digno de aquella apelación quien la había abolido, ni de tener por defensor a aquel pueblo que había maltratado. Apio replicaba que no debía violar el pueblo aquel derecho de apelación, cuyo restablecimiento con tanto empeño había reclamado. A pesar de ello fue preso y, antes de ser juzgado, se suicidó.
Aunque la malvada vida de Apio merecía el mayor castigo, fue, sin embargo, injusto violar en su perjuicio las leyes, y mucho más la que se acababa de restablecer; pues creo que lo de peor ejemplo en una república es hacer una ley y no cumplirla, sobre todo si la inobservancia es por parte de quien la ha hecho.
Reformada la gobernación de Florencia en 1492 con ayuda de fray Jerónimo Savonarola, cuyos escritos demuestran la ciencia, prudencia y virtud de su ánimo, se hizo, entre otras leyes para la seguridad personal, una que establecía la apelación al pueblo de las sentencias que por delitos políticos dieran el Tribunal de los Ocho y la Señoría, ley cuya aprobación costó a Savonarola mucho tiempo y muchísimo trabajo. A poco de estar vigente condenó la Señoría a muerte a cinco ciudadanos por delitos de aquella índole. Quisieron los condenados apelar al pueblo y no se los permitió, infringiendo la ley. Este hecho desacreditó más que ningún otro al citado fraile, porque si la apelación era útil, debió hacerla observar; y si no lo era, no debió procurar con tanto empeño su establecimiento. Y tanto más llamó la atención este suceso, cuanto que en ninguno de los numerosos sermones que Savonarola predicó después de esta infracción legal condenó o excusó a los infractores, como quien no quiere censurar cosa que redunda en su provecho y al mismo tiempo no puede excusada, cosa que, poniendo al descubierto su ambición y parcialidad, le hizo perder el crédito y le causó grave daño.
Perjudica también mucho a un estado reavivar de continuo las pasiones entre los ciudadanos persiguiendo a unos u otros, como sucedió en Roma después del decenvirato. Todos los decenviros y otros ciudadanos, unos después de otros, fueron acusados y condenados, y el temor de la nobleza llegó a ser grandísimo, sospechando que si no se ponía término a aquella persecución, toda ella seria exterminada. La alarma hubiera producido perniciosos efectos en la ciudad si el tribuno Marco Duelio no la disipara con un edicto que prohibía citar ante el tribunal o acusar a cualquier ciudadano romano en el término de un año, edicto que tranquilizó a la nobleza.
Este ejemplo demuestra cuán dañoso es a una república o a un príncipe tener, por continuos procesos y castigos, sobresaltados y temerosos los ánimos de los súbditos. No puede haber cosa peor sin duda alguna, porque los hombres que viven inciertos de su seguridad personal, procuran por cualquier medio librarse de este peligro, y al efecto se aumenta su audacia y atrevimiento contra el orden de cosas establecido. Es, pues, indispensable no hacer daño a nadie o hacerlo de una vez, y después tranquilizar los ánimos con medidas que los infundan confianza.
Capítulo XLVI
Los hombres pasan de una ambición a otra. Procuran primero defenderse y después atacar a los otros
El pueblo romano había recobrado su libertad asegurando su intervención en el gobierno, afirmando su poder gracias a nuevas y muchas leyes que al efecto se hicieron. Parecía razonable que Roma estuviese durante algún tiempo tranquila; pero la experiencia demostró lo contrario, porque diariamente surgían nuevos conflictos y nuevos desórdenes. Como Tito Livio explica muy juiciosamente las causas de ellos, paréceme oportuno trasladar sus palabras. Dice que “siempre entre el pueblo y el patriciado se ensoberbecía el uno a medida y en la proporción que se humillaba el otro. Así, pues, estando la plebe tranquila sin extralimitarse de sus derechos, comenzaron los jóvenes de la nobleza a ofenderla, no pudiéndolo remediar los tribunos, porque ellos mismos eran ultrajados. La nobleza por su parte, creyendo que su juventud abusaba demasiado, prefería que las extralimitaciones, caso de haberlas, las ejecutaran los suyos y no la plebe. Así, pues, el deseo de defender la libertad ocasionaba que el predominio de uno de estos partidos fuese la opresión del otro”. Los que procuraban librarse del temor, empezaban al conseguirlo a hacerse temer, y las ofensas de que se libraban las causaban a los contrarios, cual si fuera indispensable ofender o ser ofendido.
públicas se pierden; cuán fácilmente pasan los hombres de una ambición a otra, y cuán cierta es la máxima puesta por Salustio en boca de César: "Todos los malos ejemplos proceden de buenas causas".
Procuran, como ya he dicho, los ciudadanos ambiciosos que viven en una república, primero que nadie pueda perjudicarles, ni Tos particulares ni las autoridades, y para lograrlo buscan y adquieren amistades por medios aparentemente honrados, o prestando dinero o defendiendo a los pobres contra los poderosos; y por parecer esto virtuoso, engañan fácilmente a todo el mundo y nadie trata de evitarlo. Mientras tanto el ambicioso, perseverando sin obstáculo en su propósito, consigue, por la influencia adquirida, que los particulares le teman y las autoridades le respeten. Cuando, por no impedir a tiempo su engrandecimiento, goza de extraordinario poder es imposible, sin exponerse a gran peligro, combatirle de frente, por las razones ya dichas al hablar de lo peligroso que es afrontar un vicio o un mal profundamente arraigado en un pueblo; quedando las cosas reducidas a los siguientes términos: o procurar vencerle, con riesgo de súbita ruina, o dejarle mandar, resignándose a manifiesta servidumbre, si la muerte o algún suceso no libra de ella; pues al llegar al extremo de que ciudadanos y autoridades teman castigar al poderoso y a sus amigos, con muy poco esfuerzo consiguen éstos que los juicios y sentencias respondan a sus deseos.
Oportunamente diremos cómo las repúblicas deben tener entre sus leyes una que impida a los ciudadanos causar daño aparentando hacer bien, y adquirir mayor influencia de la necesaria para favorecer y no perjudicar a la libertad.
Capítulo XLVII
Los hombres, en conjunto, pueden engañarse en los asuntos generales, pero no en los particulares
Disgustaba al pueblo romano, según hemos dicho, la dignidad consular y pretendió que pudieran ser cónsules los plebeyos o que se limitaran las atribuciones de este cargo. Adoptó la nobleza, por no rebajar la autoridad consular con cualquiera de estas exigencias, un término medio, conformándose con que se crearan cuatro tribunos con potestad consular, y que pudieran ser plebeyos o nobles. Satisfizo la concesión a la plebe, pareciéndole que, representada en el consulado, destruía la preponderancia de los cónsules. Ocurrió, sin embargo, un suceso notable, cual fue que, al llegar a la creación de estos tribunos, pudiendo la plebe escoger los plebeyos, los eligió todos nobles; con cuyo motivo, dice Tito Livio: "El resultado de esta elección enseña que al ardor en la lucha por la libertad y los honores, sucedían la calma reflexiva para juzgar imparcialmente."
En mi opinión la causa de este suceso es que los hombres en conjunto se engañan con frecuencia respecto a los asuntos generales, pero no tanto en los particulares. Creía la plebe romana merecer el consulado, por ser la mayor parte de la población, por afrontar mayor peligro en la guerra y por mantener con sus brazos a Roma libre y hacerla poderosa. Pareciéndole, como he dicho, el deseo razonable, quiso tener derecho por cualquier medio a aquella dignidad; pero cuando necesitó formar juicio individual de sus candidatos, comprendió la insuficiencia de éstos, estimó que ninguno merecía en particular lo que la plebe en masa creía merecer, y avergonzada de la incapacidad de los suyos, eligió a los más aptos para desempeñar los cargos.
Admirado Tito Livio de esta determinación, dice: "¿Esta modestia, esta equidad, esta grandeza de alma que entonces mostraba el pueblo, dónde se encuentra ahora?
En corroboración de esto puedo presentar otro notable ejemplo ocurrido en Padua después que Aníbal derrotó a los romanos en Canas. Agitada toda Italia por esta derrota, estaba Capua a punto de sublevarse a causa del odio que existía entre el pueblo y el senado. Era entonces primer magistrado Pacuvio Galano, quien comprendió el peligro que corría el orden público y quiso valerse de su autoridad para reconciliar a la plebe con la nobleza. A fin de conseguirlo, reunió el senado y le manifestó el odio que inspiraba al pueblo y el peligro que corrían los senadores de ser muertos por la plebe y entregada la ciudad a Aníbal, sin que los romanos, derrotados, pudieran impedirlo. Añadió que si le permitían dirigir el grave asunto, conseguiría restablecer la unión. Al efecto deseaba encerrarles en el palacio y, para salvarles, conceder al pueblo facultad de imponerles penas.
Aceptaron los senadores su consejo, y Pacuvio, después de encerrar en el palacio a los senadores, reunió al pueblo y le dijo que era llegado el momento de domar la soberbia de los nobles y vengarse de sus ofensas, porque todos los senadores estaban encerrados bajo su guarda; pero, creyendo que no quería dejar la ciudad sin gobierno, al matar a los senadores antiguos debía elegir los nuevos que los sustituyeran, para lo cual había metido los nombres de todos los senadores en una bolsa, de la que iba a sacarlos, y uno a uno serían muertos, previo el nombramiento del que a cada cual había de suceder.
Sacó el primer nombre, que excitó grandiosísima gritería, llamándole soberbio, cruel y arrogante. Les pidió Pacuvio que eligieran el sucesor; se restableció el silencio en la multitud, y al poco tiempo fue nombrado uno de la plebe. Al oír su nombre comenzaron unos a silbar, otros a reír, muchos a hablar mal de él en un sentido u otro.
Lo mismo aconteció respecto a cuantos fueron propuestos, porque a todos juzgaba el pueblo indignos del cargo senatorial. Aprovechando entonces la ocasión Pacuvio, dijo: “Puesto que comprendéis que la ciudad no podría estar bien sin senado y no os ponéis de acuerdo para reemplazar a los actuales senadores, me parece lo mejor vuestra reconciliación con ellos. El miedo que están pasando ahora los hará bastante humildes para encontrar en ellos la benignidad que buscáis en otros”.
Así se acordó, verificándose la unión de las dos clases, y el error en que estaba el pueblo se puso de manifiesto tan pronto como tuvo que decidir en lo individual y resolver en los detalles.
Se engaña también el pueblo, generalmente, cuando en conjunto juzga los sucesos y sus causas; pero al examinarlos detalladamente, advierte su error.
Después del año de 1494, expulsados de Florencia los principales ciudadanos, remplazó al gobierno regular una ambiciosa licencia que hacía caminar los asuntos públicos de mal en peor. Muchas personas del pueblo, viendo la ruina de la ciudad y no comprendiendo la causa, la achacaban a la ambición de algunos poderosos, suponiendo que excitaban los desórdenes para establecer un gobierno a su gusto y acabar con la libertad. Andaban éstos por calles y plazas hablando mal de muchos ciudadanos y amenazándoles con que, si formaban parte de la Señoría, descubrirían y castigarían sus intrigas. Sucedía con frecuencia que alguno de estos censores era, en efecto, elegido miembro del citado supremo consejo, y al enterarse de las cosas, viéndolas más de cerca, comprendía cuáles eran las causas de los desórdenes, los peligros que ocasionaban y la dificultad de evitarlos. Viendo que el verdadero origen de los disturbios dependía de las circunstancias, y no de los hombres, cambiaba inmediatamente de opinión y de conducta, porque el conocimiento detallado de los asuntos públicos le demostraba el error del juicio que formó al apreciarlos en conjunto.
Pero los que le habían oído hablar antes de formar parte de la Señoría y le veían en ella sin cumplir sus amenazas, lo atribuían, no al más exacto conocimiento de los hechos, sino a haberse dejado corromper por los poderosos. Ocurriendo este cambio de opinión muchas veces y en muchos hombres, dio origen al proverbio: “Esos tienen un ánimo en la plaza y otro en el palacio”.
Todos estos ejemplos demuestran que cuando el pueblo se equivoca juzgando en con junto, se le puede abrir los ojos buscando el modo de que descienda a los detalles, como hizo Pacuvio en Padua y el senado en Roma.
Puede deducirse también, en mi opinión, que ningún hombre prudente debe rehuir el juicio popular en las cosas particulares, como la distribución de empleos y dignidades. Es lo único en que no se engaña, o se engaña mucho menos, que un corto número de personas encargadas de hacer tales distribuciones.
No creo superfluo mostrar en el capítulo siguiente la astucia de que se valía el senado romano para que las elecciones populares resultaran según su deseo.
Capítulo XLVIII
Quien quiera que una magistratura no se dé a un hombre vil o perverso, hágala pedir por uno más vil o más perverso, o por uno excelente y nobilísimo
Cuando el senado temía que el cargo de tribuno con potestad consular se diera a un plebeyo, apelaba a uno de estos dos recursos: o lo hacía pedir a los hombres de mejor fama de Roma, o por medios ocultos corrompía a algún plebeyo sórdido y despreciable, el cual, mezclándose entre los plebeyos de mejores condiciones que de ordinario, solicitaba el cargo, lo pedía para él. En este último caso la plebe se avergonzaba de darlo, en aquél de negarlo.
Esto viene a probar también lo dicho anteriormente de que, si el pueblo se engaña respecto de las cosas en general, no se equivoca en lo que a los individuos atañe.
Capítulo XLIX
Si a las ciudades libres desde su fundación, como Roma, los es difícil establecer leyes que mantengan la libertad, a los que han estado anteriormente en servidumbre los es imposible
La historia de la república romana demuestra lo difícil que es, al organizar una república, proveerla de todas las leyes necesarias para mantener la libertad, pues a pesar de las muchas leyes que dio primero Rómulo, después Numa, Tulio Ostilio y Servio, y con posterioridad los decenviros, autoridad creada para hacerlas, sin embargo en el gobierno de aquella ciudad se descubrían a cada momento nuevas necesidades, y era preciso dictar nuevas leyes. Así sucedió cuando crearon los censores, firmísimo apoyo de la libertad mientras Roma fue libre, porque siendo jueces supremos de las costumbres, constituían fuerte dique contra el progreso de la corrupción.
Al fundar esta magistratura se cometió el error de nombrar los censores para cinco años; pero al poco tiempo lo corrigió la prudencia del dictador Mamerco, que, por nueva ley, redujo el tiempo del ejercicio del cargo a dieciocho meses. Tan a mal llevaron esta reforma los que entonces estaban desempeñándolos, que prohibieron a Mamerco la entrada en el senado, cosa censurada por plebeyos y patricios. Y como la historia no dice si Mamerco pudo defenderse de la animosidad de los censores, o la historia es deficiente, o era imperfecta la constitución romana en este punto; pues ningún estado debe estar organizado de modo, que, por dar un ciudadano una ley favorable a la libertad, pueda ser perseguido sin tener medio de defensa.
Pero volviendo a lo dicho al principio de este capítulo, añadiré que en la creación de nuevas autoridades se debe tener en cuenta que, si en las ciudades cuyas instituciones han sido libres desde la fundación y se han gobernado par si mismas, como Roma, es muy difícil dictar buenas leyes para mantener la libertad, no es maravilla que aquellas cuyo principio fue la servidumbre tengan, no dificultad, sino imposibilidad de organizarse para vivir libres y tranquilas.
Así ha sucedido en Florencia. Fundada bajo el poder del imperio romano y viviendo después sujeta a gobiernos extranjeros, mientras estuvo de esta suerte no pensó en su libertad. Posteriormente, cuando llegó la ocasión de emanciparse, comenzó a formar su constitución que, siendo mezcla de leyes nuevas y buenas con antiguas y malas, no podía ser perfecta. Tal y como es subsiste desde hace doscientos años, si la memoria no es infiel, sin que haya sido reformada en ningún caso de modo que pueda verdaderamente llamarse constitución republicana. Esta dificultad con que tropezó Florencia la ha habido siempre en todas las ciudades de idéntico origen, y aunque muchas veces por sufragio libre y público se ha dado amplia autoridad a un corto número de ciudadanos para la reforma constitucional, nunca la han hecho en beneficio de todo el pueblo, sino en provecho de su partido, ocasionando, no mayor orden, sino mayor desorden en la ciudad.
Para demostrarlo con algún ejemplo, diré que, entre las cosas que el legislador de una república tiene que examinar con más cuidado es en que manos pone el derecho de imponer la pena de muerte a los ciudadanos. En Roma estaba perfectamente organizado este derecho, porque ordinariamente se podía apelar al pueblo y, en casos extraordinarios, cuando el diferir la aplicación de la pena fuera peligroso, tenían el recurso del dictador, cuyas órdenes eran inmediatamente ejecutadas; recurso a que no acudían sino por extrema necesidad.
Pero en Florencia y otras ciudades nacidas como ella, en la servidumbre, esta facultad la ejercía un extranjero nombrado por el príncipe soberano. Aun después de la emancipación fue también un extranjero, a quien llamaban capitán, el que desempeñaba dicho cargo, y por la facilidad con que le sobornaban los poderosos ocasionó grandes males. Posteriormente esta potestad cambió, por las variaciones en la constitución del estado, dándosela a ocho ciudadanos que tenían a su cargo las funciones del capitán, lo cual era ir de mal en peor, pues ya hemos dicho que un tribunal de corto número de funcionarios siempre está sometido a la voluntad de pocos ciudadanos, los más influyentes.
De estas dificultades se ha librado Venecia, donde un tribunal de diez ciudadanos puede penar sin apelación a cuantos delincan: por si no tuviera fuerza para castigar a los poderosos, aunque sí facultades, fueron creadas las cuarentías [3] y además se estableció que el senado, es decir, el consejo supremo, pueda también juzgar y castigar, y de suerte que no faltan allí ni acusadores ni jueces para tener a raya a los poderosos.
Viendo cómo en Roma, organizada por sí misma y con la intervención de tantos hombres prudentes, a cada momento ocurrían sucesos que obligaban a hacer leyes nuevas en favor de la libertad, no es de admirar que en otras ciudades más desorganizadas en su origen, surjan tales obstáculos al afianzamiento de un buen régimen.
Capítulo L
Ningún consejo ni magistrado debe estar facultado para detener el curso de los negocios públicos
Eran cónsules en Roma Tito Quincio Cincinato y Cneo Julio Mento, que por sus desavenencias impedían el despacho de los asuntos públicos. Sabiéndolo el senado los pedía el nombramiento de un dictador para que hiciese lo que su desunión impedía realizar; pero los cónsules en todo estaban en desacuerdo menos en no querer nombrarlo. Careciendo de medio para remediar el mal, pidió el senado ayuda a los tribunos, quienes con la autoridad de aquél, obligaron a los cónsules a obedecerle.
Aquí hay que notar dos cosas; una la utilidad del tribunado, no sólo conveniente para enfrenar la ambición de los poderosos cuando era a costa del pueblo, sino también para impedir los abusos entre las mismos nobles: y otra que jamás se debe conceder a corto número de ciudadanos el ejercicio de las funciones que ordinariamente necesita la república para su existencia. Por ejemplo: si se da facultad a un consejo para distribuir ciertos honores y cargos o a un magistrado para desempeñar una parte de la administración, o conviene, u obligarle a que cumpla su misión de cualquier modo que sea, u ordenar que, cuando no la cumpla, la pueda y deba ejecutar otro. Si no se hace así, la organización será incompleta y peligrosa: como la fuera en Roma de no haber sido posible oponer a la obstinación de los citados cónsules la autoridad de los tribunos.
En la república veneciana. el gran consejo distribuía los honores y los cargos; pero ocurría a veces que la mayoría de los consejeros, por desagrado o falsa sugestión, no nombraba suplentes a los magistrados de la ciudad ni a los que fuera de ella administraban las posesiones de la república. Esto ocasionaba grandísimo desorden, porque en el momento más impensado las posesiones y aun la misma ciudad de Venecia quedaban sin sus legítimas autoridades, y nada pedí: obtenerse si la mayoría del consejo no quedaba satisfecha o engañada. Este defecto de organización hubiese producido a Venecia funestas consecuencias, si no lo remediaran algunos sabios y prudentes ciudadanos, quienes, aprovechando una ocasión oportuna, hicieron una ley según la cual ningún cargo público de dentro o fuera de la ciudad debía quedar vacante, estando obligados quienes los desempeñaban a entregarlos personalmente a sus sucesores, cuando había nuevos nombramientos. Así se privó al gran consejo de poder impedir, con peligro de la república, el curso de los negocios públicos.
Capítulo LI
Las repúblicas y los príncipes deben demostrar que hacen generosamente aquello a que la necesidad los obliga
Los hombres prudentes saben convertir en mérito propio sus acciones, aun las que por necesidad ejecutan. El senado romano empleó hábilmente esta prudencia al determinar que se pagara sueldo del tesoro público a los que hasta entonces militaban a su costa. Veía que de tal modo las guerras no podían ser largas, ni por tanto sitiar plazas o enviar lejos los ejércitos y considerando indispensable ambas cosas, acordó dar los referidos sueldos: pero de tal modo, que se juzgó generosidad lo que por precisión hacía, y tanto agradó al pueblo esta gracia, que se entregó a transportes de alegría, pareciéndole un beneficio superior a cuanto podía pedir y debía esperar.
Y aunque los tribunos procuraban calmar el entusiasmo, demostrando que la concesión, en vez de beneficiosa era perjudicial a la plebe, porque el nuevo gasto ocasionaría nuevos tributos, no pudieron aminorar las demostraciones de agradecimiento, aumentadas por la forma en que el senado distribuyó los tributos, pues los mayores y más gravosos los impuso a la nobleza y fueron también los primeros que se cobraron.
Capítulo LII
El medio más seguro y menos ruidoso para contener la ambición de cualquier hombre influyente en una república es adelantársele en el camino que conduce al poder
Ya hemos dicho en el capitulo anterior el crédito que la nobleza adquirió con la plebe por los actos realizados en su beneficio, tanto respecto al sueldo para los que servían con las armas en la mano como en el modo de repartir los impuestos. De seguir siempre los nobles esta conducta se habrían evitado los desórdenes en Roma y hubiesen privado a los tribunos de la influencia que tenían en el pueblo, y por tanto, de su autoridad.
Y en verdad no es posible en las repúblicas, sobre todo cuando están ya viciadas las costumbres, emplear procedimiento menos escandaloso ni más fácil para oponerse a la ambición de algún ciudadano que el de ocupar antes que él la vía por donde se dirige al logro de sus deseos. Si se hubiera usado contra Cosme de Médici, mejor resultado consiguieran sus adversarios que expulsándole de Florencia: porque si los ciudadanos que con él competían aplicaran su actividad, como él, a favorecer al pueblo, sin tumultos ni violencias le habrían quitado de las manos las armas de que más se valía.
Pedro Soderini había adquirido gran fama en Florencia sólo por favorecer al pueblo. A los ciudadanos que envidiaban su reputación era en verdad mucho más honrado, menos peligrosos y de menor daño para la república aventajarle en aquella vía por donde iba a la grandeza, que oponérsele, para que su ruina acarreara la de la república; porque si le hubiesen quitado de las manos las armas que le hacían poderoso (cosa fácil de realizar), habrían podido en todos los consejos y debates públicos contrarrestarle sin temor ni consideración alguna. Pudiera decirse que si los ciudadanos enemigos de Soderini cometieron un error al no anticipársele en el camino para ganar el crédito popular, también se equivocó Soderini no apelando a los mismos medios que sus adversarios empleaban contra él: pero éste merece excusa, porque no le era honroso ni fácil ejecutarlo. Los medios con que le combatieron y vencieron consistían en favorecer a los Médici, y estos medios no podía emplearlos decorosamente Soderini sin perder su buena fama y la libertad de la cual le habían hecho vigilante defensor. Además, un cambio de esta índole, no pudiendo hacerse secretamente ni por golpe de mano, era para Soderini peligrosísimo, pues al mostrarse amigo de los Médici, incurría en la desconfianza y en el odio del pueblo, facilitando así a sus enemigos los mejores medios de vencerle.
Deben, pues, los hombres, antes de tomar una determinación, calcular bien sus inconvenientes y peligros y no adoptarla, cuando sea mayor la exposición que la utilidad, aunque en favor de ella esté la opinión pública. De lo contrario ocurrirá lo que sucedió a Cicerón cuando quiso destruir la fama de Marco Antonio y la acrecentó. En efecto declarado Marco Antonio enemigo del senado, reunió numeroso ejército formado en gran parte de antiguos soldados de César. Para quitarle estos soldados indujo Cicerón al senado a valerse de Octavio, enviándole con un ejército y con los cónsules contra Marco Antonio. Alegaba en pro de la determinación que tan pronto como los soldados de Marco Antonio oyesen el nombre de Octavio, sobrino de César, y que se hacía llamar César, se vendrían con él, abandonando a Antonio y, privado éste de fuerzas, fácil sería acabar con él. Pero sucedió todo lo contrario, porque Marco Antonio se atrajo a Octavio, quien abandonó a Cicerón y al senado para unírsele. Este suceso, fácil de prever, ocasionó la destrucción del partido aristocrático. En vez de aceptar lo que Cicerón propuso, debía temer el senado el nombre de César, que con tanta gloria suya había aniquilado a sus enemigos y establecido un poder monárquico en Roma, y no esperar de sus herederos y partidarios nada favorable a la libertad.
Capítulo LIII
El pueblo desea muchas veces su ruina engañado por una falsa apariencia de bienestar, y fácilmente se le agita con grandes esperanzas y halagüeñas promesas
Tomada la ciudad de los veyenses, circuló entre el pueblo romano la idea de ser muy útil a Roma que la mitad de su población se trasladara a Veyos, porque la fertilidad de su territorio, sus numerosos edificios y la corta distancia que le separaba de Roma permitirían enriquecerse a muchísimos ciudadanos sin que, a causa de la proximidad de ambas ciudades, sufrieran perturbación alguna los asuntos civiles. El proyecto pareció al senado romano y a los ciudadanos más sabios y prudentes tan inútil y perjudicial, que públicamente manifestaban preferir la muerte a consentirlo. La cuestión tomó tanto incremento y enardeció tanto a la plebe contra el senado, que se habría acudido a las armas y derramado la sangre de no emplear el senado como escudo el valimiento de algunos ancianos y queridos ciudadanos cuya respetabilidad contuvo al pueblo y le impidió llevar más allá su atrevimiento.
En esto hay que notar dos cosas: la primera, que el pueblo, engañado muchas veces por una falsa apariencia de bienestar, desea su ruina, y si no le prueba alguno en quien tenga confianza lo que es bueno y lo que es malo, queda expuesta la república a infinitos daños y peligros; siendo inevitable su ruina cuando desgraciadamente el pueblo no tiene confianza en nadie, como a veces ocurre, por haberle engañado los acontecimientos o los hombres. Dante dice a este propósito en su tratado “De Monarchia”, que el pueblo grita muchas veces “¡viva nuestra muerte! y ¡muera nuestra vida!
De esta incredulidad nace que a veces en las repúblicas no se adoptan buenas determinaciones, como sucedió a los venecianos, según antes dijimos, cuando, atacados por tantos enemigos, no pudieron tomar el partido de ganarse algunos de sus adversarios dándoles lo que habían quitado a otros (apropiaciones que ocasionaron la guerra y produjeron la liga de los príncipes contra ellos) antes de que se consumara su ruina. Al tratar de cuándo es fácil y cuándo es difícil persuadir a un pueblo, hay que hacer la distinción de si lo que se le va a aconsejar presenta al primer aspecto ganancia o perdida, y si es un acto magnánimo o despreciable.
Cuando, presentado el asunto al pueblo, ve este ganancia, aunque en el fondo se oculte pérdida, y cuando le parece magnánimo, aunque encubra la ruina de la república, siempre será fácil persuadir a la multitud: en cambio será siempre difícil que apruebe lo propuesto si en la apariencia hay pérdida o cobardía, aunque conduzca a provecho o salvación del estado. Esto lo demuestran infinitos ejemplos de los romanos y de los demás pueblos antiguos y modernos. Entre ellos el de Sabio Máximo en Roma, de quien opinó pésimamente el pueblo por querer persuadirle de lo útil que era a la república maniobrar lentamente contra el ímpetu de Aníbal, y no presentarle batallas. Calificaba el pueblo de cobardía este consejo, sin advertir su conveniencia y sin que Fabio alegara razones convenientes en su apoyo; y tanto ciegan a los pueblos las ilusiones de victorias, que el romano cometió el error de autorizar al general de la caballería de Fabio para librar batalla, aunque Fabio no quisiera, cuya autorización expuso al ejército a ser destruido si el prudente Fabio no lo remediara. Y no le bastó esta experiencia, sino que eligió cónsul a Varrón cuyo único mérito era andar diciendo por las calles y sitios públicos de Roma que destrozaría a Aníbal tan pronto como le concedieran mando en el ejército. Esto ocasionó la batalla y derrota de Canas, y casi la ruina de Roma.
Citaré otro ejemplo de la historia romana en confirmación de lo dicho. Hacía ya ocho o diez años que estaba Aníbal en Italia, cubriendo de cadáveres romanos toda aquella tierra, cuando se presentó al senado Marco Centenio Penula, hombre desacreditadísimo (aunque había tenido alguna graduación en la milicia), y prometió que si se le daba permiso para reclutar un ejército de voluntarios en el sitio de Italia que él eligiera, en brevísimo tiempo entregaría a Aníbal, muerto o vivo. Pareció al senado temeraria esta determinación; pero creyendo que si negaba el permiso y sabía el pueblo la negativa podía ocurrir algún disturbio, o excitar rencor y malquerencia contra los senadores, lo concedió, prefiriendo que peligrara la vida de los que siguieran a Centenio Penula a provocar alborotos del pueblo, y convencido de que hecha la petición para ilusionarle, sería fácil disuadirlo. Salió Centenio con desordenada muchedumbre en busca de Aníbal, y apenas le encontró fue con cuantos le seguían derrotado y muerto.
Respecto a Grecia, no pudo en manera alguna el respetabilísimo y prudentísimo Nicias persuadir al pueblo de Atenas de que era perjudicial llevar la guerra a Sicilia y, aprobada esta empresa contra el parecer de todos los hombres sabios, produjo la ruina de Atenas.
Cuando Escipión fue nombrado cónsul pidió el mando de la provincia de África, prometiendo destruir completamente a Cartago. El senado, fundándose en los Principios de Fabio Máximo, no quería concedérselo, y en vista de ello Escipión le amenazó con proponerlo al pueblo, sabiendo perfectamente cuánto agradan a la multitud tales determinaciones.
Puedo añadir otro ejemplo tomado de nuestra historia, cual es el de Hércules Bentivoglio, general del ejército florentino, que en unión de Antonio Giacomini, derrotó en San Vicente a Bartolomé de Alviano, fue a sitiar a Pisa; empresa acordada por el pueblo de Florencia, al cual sedujeron las halagüeñas promesas de Hércules, aunque muchos sabios y prudentes ciudadanos se opusieron a ella, pero inútilmente, porque no hubo medio de contrarrestar la opinión de la multitud, excitada por los brillantes ofrecimientos de Bentivoglio.
Digo, pues, que el medio más fácil de arruinar una república donde el pueblo tenga facultades para tomar determinaciones es aconsejar a éste brillantes conquistas, porque en tal caso siempre decide acometerlas, sin que puedan impedirlo los de contraria opinión.
Pero si esto ocasiona la pérdida de la república, también produce, y con mayor frecuencia, la de los ciudadanos que inducen a tales empresas; porque, confiando el pueblo en la victoria, cuando sobreviene el desastre no lo atribuye a mala fortuna, ni a la imposibilidad de vencer, sino a malicia o ignorancia de los jefes, y no pacas veces los mata, o los aprisiona o los destierra, como sucedió a muchísimos capitanes cartagineses y a muchos atenienses. Y no les vale sus anteriores victorias, porque la última derrota las hace olvidar. Esto ocurrió a nuestro Antonio Giacomini que, no pudiendo tomar a Pisa, como el pueblo esperaba y él prometió, fue tan grande su impopularidad que, a pesar de los buenos y numerosos servicios anteriores, debió la vida a la clemencia de las autoridades, no a motivos que contrarrestaran la antipatía del pueblo.
Capítulo LIV
Autoridad que tiene un grande hombre para apaciguar a una multitud sublevada
La segunda cosa digna de atención en el texto citado en el capítulo precedente, es que nada hay tan a propósito para refrenar una multitud sobrexcitada, como la autoridad de un hombre grave y respetado que salga a su encuentro. No sin razón dijo Virgilio:
"Así cuando aparece en medio de la muchedumbre un varón grave e insigne por su piedad y por sus méritos, callan todos y se preparan a escucharle con religiosa atención."
Por tanto, el que manda en un ejército o en una ciudad donde ocurre un tumulto, debe presentarse ante los amotinados muy sereno y lo más dignamente que pueda, revestido de las insignias de su mando, para inspirar mayor respeto.
Hace pocos años estaba Florencia dividida en dos bandos: el de los frailunos y el de los rabiosos, que así se llamaban. Acudieron a las armas y fue vencido el de los frailunos, en el cual figuraba Pablo Antonio Soderini, famoso ciudadano en aquel tiempo. Se dirigió tumultuosamente hacia su casa el pueblo armado para saquearla. Por acaso encontrábase en ella su hermano Francisco, entonces obispo de Volterra y ahora cardenal, quien al oír las voces y al ver a la turba se puso sus más lujosos hábitos, sobre ellos el roquete episcopal y salió al encuentro de la multitud armada, a la cual contuvo con sólo su presencia y sus palabras. Durante muchos días se habló y se celebró este suceso en toda la ciudad.
Resulta, pues, que el medio mejor y más necesario para contener una multitud sublevada es la presencia de un hombre que, por su dignidad, imponga respeto. Refiriéndonos a lo dicho antes se ve también la obstinación con que la plebe romana deseaba ocupar a Veyos, porque la utilidad inmediata le impedía ver los peligros, y cómo este deseo, que ocasionó bastantes tumultos, hubiese producido gravísimo daño si el senado no se valiera de personas de autoridad y respeto para refrenar al pueblo.
Capítulo LV
Cuán fácilmente se gobiernan las cosas en una ciudad donde la multitud no está corrompida. Donde hay igualdad no puede haber monarquía, y donde no la hay, es imposible la república
He hablado antes de lo que puede temerse y esperarse de un pueblo corrompido, y no creo fuera de propósito citar aquí una determinación del senado relativa al voto que Camilo había hecho de dar a Apolo la décima parte del botín cogido a los veyenses. El botín, por haber caído en manos del pueblo romano, no se podía calcular con exactitud, y el senado publicó un edicto para que cada cual presentara la décima parte de lo que había tomado. Aunque no se cumplió el mandato, porque el senado adoptó otro recurso para dejar satisfechos a Apolo y al pueblo, su primera determinación prueba la confianza que tenía en la probidad de los ciudadanos y en que ninguno dejaría de presentar lo ordenado en el edicto. Por otra parte, se ve que la plebe no pensó en burlar la orden apelando al fraude, es decir, dando menos de lo mandado, sino en librarse de la obligación, mostrándose indignada contra el edicto. Este ejemplo unido a otros ya citados, prueban la honradez y religiosidad de aquel pueblo y lo mucho bueno que debía esperarse de él.
Y en verdad donde no hay esta honradez no cabe esperanza de bien alguno, como no la hay en los pueblos que en estos tiempos están corrompidos, cual sucede sobre todo en Italia y aun en Francia y España, donde también la corrupción alcanza. Y si en estas naciones no son tantos los desórdenes como se ven en Italia diariamente, se debe, no tanto a la probidad de los pueblos, de que en gran parte carecen, como a tener un rey que los mantiene unidos por su virtud o valor y por el régimen monárquico, cuyos resortes no están aún gastados.
Bien se ve que en Alemania la honradez y la religión son todavía grandes y hacen que muchas repúblicas vivan libres y sea en ellas tan estricta la observancia de las leyes, que nadie de fuera o de dentro se atreva a atentar contra ellas. Y prueba cuán cierto es que existe en ellas buena parte de la antigua probidad el siguiente ejemplo, parecido a los citados del senado y del pueblo romano. Es costumbre en aquellas repúblicas, cuando precisa hacer gastos públicos, que los magistrados o consejos, con facultades para ello, impongan a los ciudadanos un tributo de uno o dos por ciento de los que poseen. Dictada la orden, según la forma establecida, cada cual se presenta al recaudador del impuesto y bajo juramento de pagar lo que le corresponde, deposita en una caja destinada al efecto, sin más testigos que su conciencia, la cantidad que debe. Este ejemplo demuestra la probidad y la religiosidad que existen aun en aquellos hombres, debiendo creerse que cada cual paga lo que le corresponde, porque, de no hacerlo, no produciría el impuesto la cantidad calculada conforme a lo recaudado en casos anteriores; no produciéndolo se conociera el fraude, y, conocido, hubieran adoptado otro procedimiento.
Tal probidad es admirable por su rareza en estos tiempos, y solamente se la ve en aquella comarca, lo cual nace de dos causas. Es la primera no haber estado en frecuentes comunicaciones con sus vecinos, porque ni éstos van a Alemania, ni los alemanes salen de su país, satisfechos de vivir con lo que tienen, con los productos de sus tierras y la lana de sus rebaños; y esta falta de relaciones es un dique que impide penetrar la corrupción ajena, por lo cual no han adoptado las costumbres de los franceses, españoles e italianos, naciones que son la corrupción del mundo. La otra causa consiste en que aquellas repúblicas donde se conservan incorruptibles las instituciones, no toleran que ciudadano alguno sea o viva como noble, manteniendo entre todos perfecta igualdad, e inspirándoles grandísima aversión los señores o nobles que hay en aquellas comarcas, hasta el punto de que, si alguno cae en sus manos, lo matan por considerarle principio de corrupción y motivo de toda clase de escándalos.
Llamo nobles o caballeros en este caso a los que viven ociosamente de las rentas de sus numerosas posesiones, sin cuidarse para nada de cultivarlas ni tener ninguna otra ocupación o profesión de las necesarias para la vida. Los que en este caso se encuentran son perniciosos en cualquier república o estado, y aun lo son mucho más los que no sólo tienen bienes, sino también castillos y súbditos que los obedezcan.
De estas dos clases de hombres están llenos el reino de Nápoles, la comarca de Roma, la Romaña y la Lombardía, siendo causa de que en estos países ni haya repúblicas ni ningún gobierno estable, pues tales hombres son completamente enemigos de todo régimen bien ordenado. Imposible sería fundar repúblicas en tales países que sólo cabe reorganizar con gobiernos monárquicos, porque donde la corrupción es tan grande que no bastan las leyes para contenerla, se necesita la mayor fuerza de una mano real, cuyo poder absoluto y excesivo ponga freno a las ambiciones y a la corrupción de los magnates.
Comprueba estas observaciones el ejemplo de Toscana, donde en corta extensión de terreno subsisten desde hace largo tiempo tres repúblicas, Florencia, Siena y Luca. Las demás ciudades de este territorio, aunque sujetas a las tres citadas, tienen su gobierno organizado de modo que mantienen o aspiran a mantener su libertad. Todo esto nace de no haber en aquella comarca ningún señor de castillos y ninguno o poquísimos nobles, sino tanta igualdad, que sería facilísimo a un hombre sabio y conocedor de las antiguas instituciones políticas establecer un régimen liberal; pero este país es tan infortunado, que hasta ahora no ha producido ningún hombre capaz de poder o de saber fundarlo.
Se deduce de lo dicho que, quien desee crear una república donde hay muchos nobles, no podrá realizarlo sin acabar primero con todos ellos, y que, si donde existe la igualdad quiere alguno fundar un reino o un principado, no lo conseguirá sino sacando del nivel igualitario los de ánimo inquieto y ambicioso, convirtiéndolos en nobles, no sólo de nombre, sino de hecho, dándoles castillos y posesiones, riquezas y súbditos. En medio de ellos y mediante ellos mantendrá su poder, y éstos, por medio del rey o del príncipe, satisfarán su ambición. Los demás se verán obligados a soportar el yugo que sólo por la fuerza se sufre, y mientras la fuerza de los que mandan esté nivelada con la de los que obedecen, cada cual permanecerá en su puesto.
Pero fundar una república en país apropiado para ser un reino o viceversa, sólo puede hacerlo un hombre de gran entendimiento y grandísima autoridad. Muchos han querido acometer esta empresa, y pocos han logrado realizarla, porque su grandeza asusta a unos y detiene a otros; de suerte que, casi al principiar, fracasan.
A mi opinión de que donde hay nobles no se puede fundar una república, se objetará presentando el ejemplo de la república veneciana, en la que sólo los nobles desempeñan los cargos públicos; pero contestaré que el ejemplo es ineficaz, porque en Venecia los nobles más lo son de nombre que de hecho, a causa de que sus riquezas proceden del comercio, consisten más en valores mobiliarios que en fincas territoriales, y ningún noble posee castillos ni jurisdicción sobre los hombres. El título de noble es en ellos título de dignidad o de prestigio, sin fundarse en ninguno de los privilegios que tienen en los otros países. Como en las demás repúblicas hay divisiones con distintos nombres entre los ciudadanos, en Venecia se dividen en nobleza y pueblo. La nobleza ejerce o puede ejercer todos los cargos públicos, de los cuales está excluido el pueblo, sin que esto altere el orden en aquella república, por motivos que ya hemos explicado.
Fundad, pues, una república donde exista grande igualdad o donde se establezca, y, al contrario, fundad un reino donde la desigualdad sea también grande. De otro modo haréis un edificio desproporcionado y de corta vida.
Capítulo LVI
Antes de ocurrir grandes sucesos en una ciudad o en un estado, aparecen seriales que los pronostican u hombres que los anuncian
El origen lo ignoro; pero es notorio por ejemplos antiguos y modernos, que jamás ocurre ningún grave accidente en una ciudad o un estado sin ser anunciado o por adivinos, o por revelaciones, prodigios u otros signos celestes. Por no acudir a otros, citaré un ejemplo de entre nosotros. Todo el mundo sabe que el fraile Jerónimo Savonarola predijo la venida de Carlos VIII de Francia a Italia, y además, en toda la Toscana se dice que sobre Arezzo se vieron en los aires hombres de armas peleando entre sí. Todo el mundo sabe también que antes de la muerte del viejo Lorenzo de Médici cayó un rayo sobre la cúpula de la catedral, causando grandes destrozos en el edificio; y que también poco antes de que Pedro Soderini, gonfaloniero vitalicio del pueblo florentino, fuese privado de su cargo y desterrado, cayó otro rayo en el palacio de la Señoría.
Otros muchos ejemplos podrían aducir, y no lo hago por evitar molestia. Sólo referiré el que trae Tito Livio de que, antes de la llegada de los galos a Roma, un plebeyo llamado Marco Cedicio dijo al senado que a medianoche, pasando por la Vía Nueva, oyó una voz mayor que humana, la cual le ordenaba decir a los magistrados que los galos venían contra Roma. Las causas de estos prodigios toca estudiarlas e interpretarlas a los que tengan conocimientos que yo no poseo, de las cosas naturales y sobrenaturales. Puede ser acaso que, estando el aire poblado de inteligencias, como asegura algún filósofo, dotadas de virtud propia para prever lo futuro, compadecidas de los hombres, los advierten con tales señales para que se preparen a la defensa. Sea como fuere, los hechos son ciertos y siempre, después de tales prodigios, ocurren sucesos extraordinarios y nuevos en los estados.
Capítulo LVII
El pueblo en conjunto es valeroso, pero individualmente es débil
Cuando los galos arruinaron a Roma, algunos ciudadanos, obrando contra la constitución y las prohibiciones del senado, fueron a habitar a Veyos. Para poner remedio a este desorden, ordenó el senado, por medio de edictos, que en plazo fijado y bajo determinadas penas volviera cada cual a habitar en Roma. Al pronto se burlaron de estas órdenes los que habían de cumplirlas; pero al acercarse la época del cumplimiento, todos las obedecieron, y Tito Livio dice a este propósito: "De altaneros en conjunto, se convirtieron en obedientes de uno a uno". Y en verdad que no se puede demostrar mejor que con este ejemplo la índole de la multitud; audaz muchas veces en las palabras contra las decisiones del príncipe, cuando amenaza el castigo, por desconfiar unos de otros, todos se apresuran a obedecer.
Así, pues, dígase lo que se quiera, es positivo que no se debe hacer gran caso de la disposición favorable o contraria del pueblo siempre que se hayan tomado las medidas necesarias para alentarle si está bien dispuesto, y si no lo está para impedirle que ofenda. Pero entiéndase bien que esto se refiere a los casos en que la indignación popular no proceda de la pérdida de la libertad o de un príncipe amado, y que aun viva, porque entonces es formidable y exige grandes medios para refrenarla. En los demás se vence fácilmente si el pueblo no tiene jefe en quien apoyarse, pues nada aparece tan terrible como una multitud amotinada y sin jefe, y, sin embargo, nada es más débil. Aunque esté armada es facilísimo sujetarla siempre que haya retirada segura para resistir su primer ímpetu, porque cuando los ánimos empiezan a calmarse y cada ciudadano piensa en volver a su casa, cunde la desconfianza entre ellos y el deseo de acudir a la propia salvación, huyendo o capitulando.
Por tanto, cuando el pueblo se subleva y no quiere correr este peligro, debe nombrar inmediatamente un jefe que lo mantenga unido y provea a su defensa, como hizo la plebe romana cuando, después de la muerte de Virginia, salió de Roma, y para defender su actitud nombró veinte tribunos. No haciendo esto sucederá siempre lo que dice Tito Livio en la referida frase, que la multitud es valerosa; pero cuando cada cual empieza a pensar en el propio peligro, se convierte en débil y cobarde.
Capítulo LVIII
La multitud sabe más y es más constante que un príncipe
Nada hay tan móvil e inconstante como la multitud. Así lo afirman nuestro Tito Livio y todos los demás historiadores. Ocurre, en efecto, con frecuencia, al relatar los actos humanos, que la muchedumbre condena a alguno a muerte y, después de muerto, deplora grandemente su sentencia y echa de menos al castigado. Así sucedió al pueblo romano criando condenó a muerte a Manlio Capitolino, y dice nuestro autor: "Apenas el pueblo dejó de temerle, tuvo deseo de él." Y en otro lugar, cuando refiere lo ocurrido en Siracusa a la muerte de Hicrónimo, sobrino de Hierón, añade: "Así es la índole de la multitud: o sirve con humildad , o domina con insolencia."
No sé si al defender cosa que, según he dicho, todos los escritores censuran, acometo empresa tan difícil que necesite renunciar a ella avergonzado o seguirla, expuesto a un fracaso; pero sea como fuere creo y creeré siempre acertado mantener todas las opiniones cuando no se emplea para ello ni más autoridad ni más fuerza que la de la razón.
Digo, pues, que del mismo defecto que achacan los escritores a la multitud se puede acusar a todos los hombres individualmente y en particular a los príncipes, porque cuantos no necesiten ajustar su conducta a las leyes cometerán los mismos errores que la multitud sin freno. Esto se comprueba fácilmente, porque de los muchísimos príncipes que ha habido, son muy pocos los buenos y los sabios. Me refiero a los que han podido romper el freno que contenía sus acciones, no a los que nacían en Egipto cuando en tan remota antigüedad se gobernaba aquel estado conforme a las leyes, ni a los que nacidos en Esparta, ni a los que en nuestros tiempos nacen en Francia, que es el reino más ajustado a las leyes de cuantos ahora conocemos. Los reyes que gobiernan conforme a tales constituciones, no pueden figurar entre aquellos cuyo carácter y acciones sean objeto de estudio y comparación con los actos de la multitud. A ellos sólo pueden comparárseles los pueblos que también viven dentro de la observancia de las leyes, y se verá en éstos la misma bondad que en aquéllos, sin que exista la soberbia en el mando ni la humillación en la obediencia.
Así era el pueblo romano mientras duró la república sin corromperse las costumbres; ni servía con bajeza ni dominaba orgulloso, y en sus relaciones con las autoridades y cuerpos del estado conservó honrosamente el puesto que le correspondía. Cuando la sublevación contra un poderoso era necesaria, se sublevaba, como lo hizo contra Manlio, contra los decenviros y contra otros que trataron de oprimirlo, y cuando era preciso obedecer a los dictadores y a los cónsules, los obedecía. Y no es de admirar que, muerto Manlio Capitolino, le echara de menos el pueblo romano: porque deseaba sus virtudes, tan grandes, que su memoria inspiraba compasión a todos. El mismo efecto hubieran producido en un príncipe, pues, en opinión de todos los escritores, las virtudes se alaban y admiran aun en los enemigos. Si Manlio, tan sentido hubiese resucitado, el pueblo romano repitiera contra él la sentencia de muerte, sacándole de la prisión para matarle; como ha habido reyes tenidos por sabios que, después de ordenar la muerte de algunas perrunas, sintieron grandemente que murieran; como Alejandro deploró la de Clito y de otros amigos suyos, y Herodes la de Mariamna.
Pero en lo dicho por nuestro historiador sobre la índole de la multitud, no se refiere a la que vive con arreglo a las leyes, como vivía la romana, sino a la desenfrenada, como la de Siracusa, igual en sus errores a los hombres furiosos y sin freno, cual lo estaban Alejandro Magno y Herodes en los citados casos. No se debe, pues, culpar a la multitud más que a los príncipes, porque todos cometen demasías cuando nada hay que las contenga. Además de los ejemplos referidos, podría citar muchísimos de emperadores romanos y de otros tiranos y príncipes en quienes se observa tanta inconstancia y tantos cambios de vida, como puede encontrarse en cualquier multitud. Afirmo, por tanto, y aseguro contra la común opinión de que los pueblos cuando dominan con ser veleidosos, inconstantes e ingratos, no son mayores sus faltas que las de los reyes. Quien censura por igual las de unos y otros dice la verdad, pero no si exceptúa a los reyes; porque el pueblo que ejerce el mando y tiene buenas leyes, será tan pacífico, prudente y agradecido como un rey, y aún mejor que un rey querido por sabio. Al contrario: un príncipe no refrenado por las leyes será más ingrato, inconstante e imprudente que un pueblo. Las variaciones de conducta en pueblos y reyes no nacen de diversidad de naturaleza, porque en todos es igual, y si alguna diferencia hubiese, sería en favor del pueblo, sino de tener más o menos respeto a las leyes bajo las cuales viven. Quien estudie al pueblo romano lo verá durante cuatrocientos años enemigo de la monarquía y amante del bien público y de la gloria de su patria, atestiguándolo muchísimos ejemplos. Si alguien alegase en contra su ingratitud con Escipión, responderé refiriéndome a lo dicho extensamente sobre esta materia para demostrar que los pueblos son menos ingratos que los príncipes.
Respecto a la prudencia y a la constancia, afirmo que un pueblo es más prudente y más constante que un príncipe. No sin razón se compara la voz del pueblo a la de Dios, porque los pronósticos de la opinión pública son a veces tan maravillosos, que parece dotada de oculta virtud para prever sus males y sus bienes. Respecto al juicio que de las cosas forma cuando oye a dos oradores de igual elocuencia defender encontradas opiniones, rarísima vez ocurre que no se decida por la opinión más acertada, y que no sea capaz de discernir la verdad en lo que oye. Y si respecto a empresas atrevidas o juzgadas útiles se equivoca algunas veces, muchas más lo hacen los príncipes impulsados por sus pasiones, mayores que las de los pueblos. Sus elecciones de magistrados también son mejores que las de los príncipes, pues jamás se persuadirá a un pueblo de que es bueno elevar a estas dignidades a hombres infames y de corrompidas costumbres, y por mil vías fácilmente se persuade a un príncipe. Nótese que un pueblo, cuando empieza a cobrar aversión a una cosa, conserva este sentimiento durante siglos, lo cual no sucede a los príncipes. De ambas cosas ofrece el pueblo romano elocuentes ejemplos, pues, en tantos siglos y en tantas elecciones de cónsules y de tribunos no hizo más de cuatro de que tuviera que arrepentirse, y su aversión a la dignidad real fue tan grande, que ninguna clase de servicios libró del merecido castigo a cuantos ciudadanos aspiraron a ella.
Nótase además que los estados donde el pueblo gobierna, en brevísimo tiempo toman gran incremento, mucho mayor que los que han sido siempre gobernados por príncipes; como sucedió en Roma después de la expulsión de los reyes, y en Atenas cuando se libró de Pisístrato.
Sucede así porque es mejor el gobierno popular que el real, y aunque contradiga esta opinión mía lo que nuestro historiador dice en el citado texto y en algunos otros, afirmaré que, comparando los desórdenes de los pueblos con los de los príncipes y la gloria de aquéllos con la de éstos, se verá la gran superioridad del pueblo en todo lo que es bueno y glorioso.
Si los príncipes son superiores a los pueblos en dar leyes y en formar nuestros códigos políticos y civiles, los pueblos los superan en conservar la legislación establecida, aumentando así la fama del legislador.
En suma, y para terminar esta materia, diré que tanto han durado las monarquías como las repúblicas; unas y otras han necesitado leyes a que ajustar su vida; porque el príncipe que pueda hacer lo que quiere es un insensato, y el pueblo que se encuentra en igual caso no es prudente. Comparados un pueblo y un príncipe, sujetos ambos a las leyes, se verá mayor virtud en el pueblo que en el príncipe; si ambos no tienen freno, menos errores que el príncipe cometerá el pueblo y los de éste tendrán mejor remedio; porque un hombre honrado y respetable puede hablar a un pueblo licencioso y desordenado y atraerlo fácilmente con su elocuencia a buena vía, y la maldad de un príncipe no se corrige con palabras, sino con la fuerza. Puede, pues, conjeturarse la diferencia de enfermedad por lo distintas que son las medicinas; pues la de los pueblos se cura con palabras y la de los príncipes necesita hierro. Todos comprenderán que la mayor energía del remedio corresponde a mayores faltas. De un pueblo completamente desordenado no se temen las locuras que hace, no se teme el mal presente, sino el que pueda sobrevenir, pues de la confusión y la anarquía nacen los tiranos; pero con los príncipes sin freno sucede lo contrario: se terne el mal presente y se espera en lo porvenir, persuadiéndose los hombres de que a su mala vida pueda suceder alguna libertad. Notad, pues, la diferencia entre uno y otro para lo que es y para lo que ha de ser.
La multitud se muestra cruel contra los que teme que atenten al bien común, y el príncipe contra quienes él sospeche que son enemigos de su interés personal. La preocupación contra los pueblos nace que todo el mundo puede libremente y sin miedo hablar mal de ellos, aun en las épocas de su dominación, mientras de los príncipes se habla siempre con gran temor y grandísimas precauciones.
No creo fuera de propósito, ya que el asunto me invita a ello, tratar en el capítulo siguiente de si se puede confiar más en las alianzas con las repúblicas que en las hechas con los príncipes.
Capítulo LIX
De cuáles confederaciones o ligas merecen más confianza, si las hechas con una república o las que se hacen con un príncipe
Sucediendo con frecuencia que un príncipe con otro, o una república con otra hacen ligas y tratados de amistad, y que también se alían los príncipes con repúblicas, creo oportuno examinar quién, entre príncipe y república, es en estos casos más fiel, más constante y merece mayor confianza.
Bien visto todo, creo que en muchos casos son iguales y en algunos hay diferencias. En mi opinión, los tratados hechos por fuerza no los cumplirán fielmente ni los príncipes ni las repúblicas; y si el estado llega a estar en peligro, ni uno ni otra lo dejará perder por respeto a las alianzas, prefiriendo en este caso la ingratitud a la fidelidad. Demetrio, el llamado expugnador de ciudades, había hecho a los atenienses multitud de beneficios; y cuando, derrotado por sus enemigos, buscó refugio en Atenas como ciudad amiga y obligada a su persona, los atenienses no quisieron recibirle. Esta ingratitud le fue más dolorosa que la pérdida de sus estados y de su ejército. Derrotado Pompeyo por César en Tesalia, se refugió en Egipto, a cuyo rey Tolomeo había restablecido en el trono, y Tolomeo mandó matarle. Ambos sucesos tuvieron igual causa, pero fue más humano y menos ofensivo el proceder de la república que el del príncipe.
Cuando el temor domine será igual la escasa fe en cumplir las promesas, y por iguales causas se expondrá una república o un príncipe a la ruina, antes de quebrantar la fidelidad a los aliados. En cuanto al príncipe, bien puede ocurrir que sea amigo de otro príncipe poderoso, el cual no pueda por el momento defenderle, pero sí deba esperar de él que, andando el tiempo, le restablezca en sus estados, o que, habiéndole seguido como partidario, no espere paz ni amistad del enemigo. Esta ha sido la situación de los príncipes de Nápoles que siguieron al partido francés; y en cuanto a las repúblicas, ésta fue la de Sagunto en España al esperar su ruina por ser fiel a los romanos y la de Florencia en 1512 por no apartarse de la alianza francesa.
Bien comparadas todas las cosas, creo que en estos casos de urgente peligro hay más constancia en las repúblicas que en los príncipes; pues aunque las repúblicas tengan los mismos deseos e intentos que los príncipes, la mayor lentitud en sus determinaciones los obligará a tardar más que éstos en faltar a sus compromisos.
Se rompen las alianzas por interés y utilidad, y en este caso las repúblicas son desde la antigüedad más fieles a los tratados que los príncipes. Pueden citarse ejemplos de príncipes que han faltado a la fe por pequeño motivo de interés, y de repúblicas que ni por grandes ventajas lo han hecho. Temístocles dijo a los atenienses reunidos en asamblea que tenía un proyecto utilísimo a su patria y no podía descubrirlo, porque en tal caso desaparecía la ocasión de realizarlo. El pueblo de Atenas eligió entonces a Arístides para saber el secreto y determinar conforme a lo que el proyecto le pareciera. Temístocles le demostró que, fiando en los tratados, todo el ejército griego se encontraba en situación de ser fácilmente ganado o destruido, lo cual haría a los atenienses árbitros de Grecia. Arístides refirió al pueblo que el proyecto de Temístocles era utilísimo, pero deshonroso, y el pueblo lo rechazó. No hubieran hecho tal cosa Filipo de Macedonia y otros príncipes, que han buscado y adquirido mayores utilidades faltando a la fe que respetándola.
No me refiero ahora a la ordinaria ruptura de los tratados por la inobservancia de alguna de sus cláusulas, sino de la producida por motivos extraordinarios; y creo, por lo dicho, que el pueblo comete menos errores que el príncipe; por tanto, merece mayor confianza que éste.
Capítulo LX
De cómo el consulado y cualquier otra magistratura se daban en Roma sin consideración a la edad
La historia nos demuestra que desde que la plebe pudo en Roma aspirar al consulado, se concedió este cargo sin consideración a la edad ni al nacimiento; si bien la primera nunca se tuvo en cuenta en aquella república, ateniéndose sólo al mérito, y no a que fuese joven o viejo quien hubiera de desempeñar cargos públicos. Así lo prueba el ejemplo de Valerio Corvino, nombrado cónsul a la edad de veintitrés alias. El mismo Valerio decía hablando a sus soldados, que el consulado era “premio a la virtud, no al nacimiento. Muy discutible es si lo hecho en este punto por los romanos fue bueno o malo.
Se vieron obligados por necesidad a no atender al nacimiento, lo cual sucederá, como en Roma, en cuantos estados aspiren a la grandeza de Roma, según ya se ha dicho, porque ni se puede imponer a los hombres trabajo sin premio, ni quitarles sin peligro la esperanza de conseguir la recompensa. En buen hora se acordó que la plebe esperase conseguir el consulado, y durante algún tiempo se contentó con la esperanza; pero después ya no bastó, y fue preciso convertirla en realidad.
El Estado que no asocie al pueblo a sus gloriosas empresas puede tratarlo como quiera, según ya se ha dicho; pero el que pretenda hacer lo que hizo Roma, no debe establecer distinción entre sus ciudadanos. Esto sentado respecto al nacimiento, la distinción de la edad no es discutible, ni puede defenderse; porque al dar a un joven cargo que necesite prudencia de viejos, es preciso, si lo ha de elegir el pueblo, que por alguna preclara acción se haga digno de él; y cuando un joven ha dado a conocer su mérito extraordinario en hechos notables, sería perjudicialísimo que el estado no pudiera aprovechar inmediatamente sus servicios, necesitando esperar a que, con la vejez, pierda el vigor del animo y la actividad propias de la juventud; dotes de que su patria puede valerse, como se valió Roma de las de Valerio Corvino, Escipión, Pompeya y tantos otros que muy jóvenes obtuvieron los honores del triunfo.
/sigue en…vol. 2
* Los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio –se ha dicho- no son sólo la obra de teoría política más ambiciosa de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), sino también un libro combativo y militante que, escrito entre 1513 y 1520 en el ostracismo político, alienta el propósito de servir de instrumento para edificar el futuro inmediato, con la perspectiva de una república italiana con centro en Florencia. Sin entrar en contradicción con "El Príncipe", que se ocupa de la formación de los estados o de su reforma en situaciones de crisis, esta obra de madurez defiende la superioridad de la república en relación con valores tales como la libertad, el bien común, la igualdad, el respeto a la ley o el patriotismo.
** Ortografía modernizada.
[1] El capitán en Florencia era un magistrado que entendía en causas criminales.
[2] Así se llamaba el Consejo Supremo de la república.
[3] Tribunales compuestos de cuarenta jueces. Aquí se alude a la tercera cámara de este nombre, que era la cuarentía criminal.

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