Étienne (de) La Boétie
[1548]
“No es bueno el gobierno de muchos:
uno solo el caudillo supremo y soberano de todos sea” [1].
Eso dice Ulises en Homero hablando en público. Si se limitara a decir:
“No es bueno el gobierno de muchos:…”
hubiera felizmente expresado su concepto; pero al conceder que el dominio de muchos dado que el de uno solo no era bueno, era duro e irracional desde el instante que se revestía del título de soberano parece contradictorio el añadir:
“que uno solo el caudillo supremo y soberano de todos sea”.
Sin embargo, puede excusarse este lenguaje en Ulises si se atiende a la necesidad que tuvo de usarlo creo, para apaciguar las disensiones del ejército: sus discursos eran más bien efecto de las circunstancias que de la convicción; pues hablando con imparcialidad, siempre es una fatalidad tener que estar sujeto a un dueño, cuya bondad no ofrece más garantías que su capricho: y el depender de muchos es tener que sobrellevar otras tantas desgracias. Aunque no quiero por ahora, discutir la tan agitada cuestión de si las otras formas de gobierno son mejores que la monarquía, desearía, con todo, saber, antes de dudar del rango que la monarquía debe tener entre los gobiernos, si realmente les corresponde algún rango, por que es difícil creer que haya nada de público en este gobierno en el todo es de uno.
Pero tal cuestión está reservada para otro momento, y exigiría por cierto, que se la trate aparte, o, más bien, traería consigo todas las discusiones políticas. En esta ocasión no quisiera sino averiguar cómo es posible que tantos nombres, tantas villas, tantas ciudades, tantas naciones aguanten a veces a un tirano solo, que no tiene más poder que el que le dan, que no tiene capacidad de dañarlos sino en cuanto ellos tienen capacidad de aguantarlo, que no podría hacerles mal alguno sino en cuanto ellos prefieren tolerarlo a contradecirlo. Gran cosa es, por cierto, y sin embargo tan común que es preciso dolerse de ella más que sorprenderse [2], ver a un millón de millares de hombres servir miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no obligadas por una fuerza mayor, sino de alguna manera (tal parece) encantados y hechizados por el nombre de uno solo, del cual ni deben tener la potencia, puesto que es uno solo, ni amar las cualidades, puesto que con ellos es inhumano y salvaje. La debilidad es tal entre nosotros, los hombres, que a menudo nos es preciso obedecer a la fuerza; tenemos necesidad de contemporizar, no podemos ser siempre los más fuertes. Por eso, si una nación es obligada a servir a uno por la fuerza de la guerra, como la ciudad de Atenas a los treinta tiranos, [3] no, debe uno asombrarse por eso, sino lamentar lo acaecido, o mucho mejor, ni asombrarse ni lamentarse, sino sobrellevar el mal pacientemente y esperar una mejor suerte en el futuro.
Nuestra naturaleza es tal que los deberes ordinarios de la amistad insumen una buena parte del curso de la vida. Es razonable amar la virtud, apreciar las buenas acciones, reconocer el bien allí donde se ha recibido, y empequeñecerse muchas veces de buen grado para aumentar el honor y el provecho de aquel a quien se ama y lo merece. Así, pues, si los habitantes de un país hallaron un alto personaje que les demostró gran previsión para cuidarlos, gran valentía para defenderlos, gran cuidado para gobernarlos, y sí, desde entonces en adelante, se comprometieron a obedecerlo y a fiarse de él tanto como para concederle ciertas ventajas, no sé si sería sabio sacarlo de donde obra bien para empujarlo adonde puede hacer mal, y si no sería, por cierto, conveniente, dejar de temer un mal de quien no se ha recibido más que bien. Pero ¡oh buen Dios! ¿qué podrá ser eso? ¿cómo diremos que se llama? ¿qué desgracia es? ¿qué vicio o, más bien, qué desgraciado vicio? ¡Ver un número infinito de personas que no obedecen sino sirven, que no son gobernadas sino tiranizadas, que no tienen bienes ni padres, ni mujeres, ni hijos, ni siquiera la propia vida que les pertenezca! ¡Sufrir los pillajes, las lascivias, las crueldades, no de un ejército, no de un campamento bárbaro contra el que habría que defenderse exponiendo la sangre y la vida, sino de uno solo, y no de un Hércules y un Sansón, sino de un único hombrecillo, que la mayor parte de las veces es el más cobarde y afeminado de la nación, no acostumbrado a la pólvora de las batallas sino, y con gran pena, a la arena de los torneos, no capaz de mandar con fuerza a los hombres sino enteramente incapaz de servir con vileza ala menor mujerzuela [4] ¿Llamaremos a eso cobardía? ¿Diremos que quienes sirven son cobardes y flojos? Que dos, que tres, que cuatro no se defiendan de uno, es cosa extraña pero, sin embargo, posible; bien se podrá decir, con razón, que hay falta de valor. Pero si cien, si mil aguantan a uno solo, ¿no se dirán que es porque quieren enfrentarse con él antes que por falta de audacia, no se dirá que no es cobardía sino más bien desprecio o desdén? Si se ve no a cien, no a mil hombres, sino a cien países, a mil ciudades, a un millón de individuos no atacar a uno solo, del cual el mejor tratado de todos recibe el mal de ser siervo y esclavo ¿cómo podremos llamar a esto? ¿Se trata de cobardía? En todos lo vicios existe naturalmente cierto límite, más allá del cual no se puede pasar: dos pueden tener a uno y posiblemente diez también, pero si mil, un millón, mil ciudades no se defienden de uno eso no es cobardía; la cobardía no llega hasta allí, así como la valentía no llega a hacer que uno solo escale una fortaleza, asalte un ejército conquiste un reino. ¿Que monstruoso vicio es, pues, este que ni siquiera merece el nombre de cobardía, que no encuentra palabra suficientemente denigrante, que la naturaleza niega haber hecho y la lengua se rehúsa a nombrar? Pónganse de un lado cincuenta mil hombres de armas; del otro, otros tantos: que se los disponga para la batalla; que choquen entre sí. Los unos, libres, para luchar por su libertad, los otros para quitársela: ¿A quienes se les podrá vaticinar la victoria? ¿De cuáles se pensará que han de ir con más gallardía al combate, de aquellos que esperan como galardón de sus trabajos la recompensa de su libertad o de aquellos que no pueden esperar otro premio por los golpes que dan y que reciben más que la sujeción a otro? Los unos tienen siempre delante de sus ojos la felicidad de la vida pasada y la esperanza de una dicha semejante en el futuro; no consideran tanto lo que aguantan durante el tiempo que dura la batalla como lo que no deberán aguantar, ellos, sus hijos y toda su descendencia. Los otros nada tienen que los enardezca sino un poquito de codicia, la cual se embota con frecuencia ante el peligro y no puede ser tan ardiente como para no extinguirse, según parece, con la menor gota de sangre que brote de sus heridas. En las tan célebres batallas de Milciades, de Leónidas, de Temístocles [5], libradas hace dos años y todavía frescas en la memoria de libros y hombres como si hubieran sido libradas ayer, dadas en Grecia para bien de los griegos y para ejemplo del mundo, ¿qué cosa se piensa que dio a tan corto número de gente como los griegos, el poder sino el coraje de resistir la fuerza de navíos que llenaban el mismo mar, de deshacer a naciones cuyo número era tan elevado que el escuadrón de los griegos no hubiera podido, de ser necesario, proporcionarles capitanes a sus ejércitos [6] sino el hecho de que, al parecer, en esos días no se trataba de una batalla contra los griegos contra los persas, cuanto de una victoria de la libertad contra la opresión, de la independencia contra la codicia?
Cosa extraña es oír hablar de la que la libertad infunde en el corazón de quienes la defienden, pero esto, que sucede en todos los países, entre todos los hombres, todos los días, a saber, que un hombre maltrata a cien mil y los priva de su libertad ¿quién lo creería si sólo lo oyera decir y no lo viera? Y si ello no sucediera sino en países extraños y lejanas tierras y se relatara ¿quién no pensaría que es algo fingido e inventado antes que hecho verdadero? Aún este único tirano, no es necesario combatirlo, no es necesario destruirlo; él mismo se destruye, con tal que el país no se avenga a servirlo; no es preciso quitarle nada sino no darle nada, no es preciso que el país se tome el trabajo de hacer el trabajo en pro de sí mismo con tal de que no haga nada contra sí mismo. Los mismos pueblos, pues, se dejan, o mejor, se hacen devorar, ya que con dejar de servir estarían a salvo; el pueblo se sujeta a servidumbre, se corta el cuello y, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, abandona su independencia y toma el yugo, consiste en su propio mal o, más bien, lo persigue. Si le costara algo recobrar su libertad, yo no lo apremiaría, aun cuando nada debe ser más caro al hombre que reconquistar sus derechos naturales y por así decirlo, de bestia volver a convertirse en hombre; pero ni siquiera deseo yo en él una osadía tan grande, le permito que prefiera una cierta seguridad de vivir miserablemente a la dudosa esperanza de vivir a gusto. ¿Qué? Si para tener libertad no hace falta más que desearla, si no necesita más que un simple querer ¿se hallará en el mundo una nación que la considere todavía demasiado cara, cuando la puede lograr con un solo deseo, que se niega querer recobrar un bien que debería rescatar al precio de su sangre y cuya pérdida hace que todo hombre de honor considere desagradable la vida y la muerte deseable?
Así como el fuego de una pequeña chispa aumenta, se hace cada vez más vigoroso, y cuanto más madera encuentra más está dispuesto a arder, pero sin que se le eche agua para extinguirlo, con sólo no proporcionarle más madera, cuando no tiene ya que consumir, se consume a sí mismo, queda sin fuerza alguna y no ya fuego, así también los tiranos, cuanto más roban, más exigen, más arruinan y destruyen, más se les da y más se les sirve, tanto más se mortifican y se hacen continuamente más robustos y vigorosos para aniquilarlo y destruirlo todo, pero si no se les da nada y no se les obedece, sin combatirlos ni golpearlos quedan desnudos y desechos y no son ya nada como cuando la raíz carece ya de jugo o alimento y la rama queda seca y muerta. Los osados, para adquirir el bien que buscan, no temen el peligro; los prudentes no rehúyen el esfuerzo; los cobardes y torpes no saben aguantar el mal ni recuperar el bien, se contentan con solo desearlo y la virtud de intentarlo les es quitada por su cobardía: el deseo de tener lo que les queda por su naturaleza. Este deseo, esta voluntad es común a sabios y a tontos, a valientes y a cobardes, los cuales apetecen todas las cosas que, una vez adquiridas, los pueden hacer felices y dichosos. Una sola cosa hay, cuyo, deseo de la naturaleza, yo no sé cómo, deja de inspirar a los hombres: la libertad, que es, sin embargo, un bien tan grande y deseable que, una vez perdida, todos los males sobrevienen, y aun los bienes que quedan después pierden por completo su gusto y sabor corrompidos por la servidumbre. Sólo a la libertad no la desean los hombres, y no por otra razón, al parecer, sino por que si la desearan, ola tendrían, como si se rehusaran a hacer esta bella adquisición sólo por que, es demasiado fácil. ¡Pobres y miserable pueblos insensatos, naciones obstinadas en vuestro mal y ciegas para vuestro bien, que os dejáis quitar de delante lo más bello y limpio de vuestra renta y que dejáis saquear vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de los muebles antiguos, de vuestros padres! Vivís de tal modo que no os podéis jactar de que nada seas vuestro y parecería de que fuera gran suerte para vosotros el compartir por mitades vuestros bienes, vuestras familias y vuestras vidas. Y todo este estrago, esta desdicha, esta ruina os vienen no de vuestros enemigos, pero sí, ciertamente, del enemigo, de aquel a quien vosotros hacéis tan grande como es, por quién marcháis tan valientemente a la guerra, por cuya grandeza no rehusáis exponer vuestras personas a la muerte. El que tanto os domina no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene nada que no tenga el hombre más humilde de entre el gran infinito número de los que habitan nuestras ciudades, a no ser la ventaja que vosotros le concedéis para que os destruya. ¿De dónde ha sacado tantos con que os espía, si vosotros no se los disteis? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no las toma de vosotros? Los pies con que pisotea vuestras ciudades ¿de dónde los saca sino de los vuestros? ¿Cómo se atrevería a convocaros a la guerra si no estuviera de acuerdo con vosotros? ¿Qué os podría hacer, si no fuerais encubridores del ladrón que os saquea, cómplices del asesino que os mata y traidores a vosotros mismos? Sembráis vuestros frutos para que él los consuma; amuebláis y llenáis vuestras casas para dar materia a sus pillajes; criáis vuestras hijas para él pueda satisfacer su lujuria; criáis a vuestros hijos para que, en el mejor de los casos, los lleve a sus guerras, los conduzca a la carnicería, los haga ministros de su codicia y ejecutores de sus venganzas; quebráis vuestras personas en el trabajo para que él pueda complacerse en sus delicias y revolcarse en sucios y bajos placeres; os debilitáis para hacerlo más fuerte, más duro en teneros corta la rienda; y de tantas indignidades que las mismas bestias no podrían sentir o podrían aguantar, podéis libraros si tratáis no ya de libraros sino solamente de querer hacerlo. Resolveos a no servir más y de ahí que ya sois libres. No quiero que lo empujéis o lo tiréis por tierra, sino solo que no lo sostengáis, y lo veréis, como a un gran coloso a quien se le ha substraído la base, caer por su propio peso y romperse.
Pero, en verdad, los médico aconsejan no poner la mano en las llagas incurables y yo no obro con sensatez al querer predicar sobre esto al pueblo, que ha perdido desde hace mucho todo conocimiento y cuya enfermedad es mortal, como demuéstralo suficientemente el hecho de que no siente ya su mal. Traemos, pues, de conjeturar, si ello es posible, cómo ha enraizado así, tan hondamente, esta terca voluntad de servir, hasta el punto de que ahora el amor mismo de la libertad no parece ser tan natural.
En primer término está, según creo, fuera de duda que, si viviéramos de acuerdo a los derechos que la naturaleza nos ha dado y las enseñanzas que nos imparte, seríamos naturalmente obedientes a nuestros padres, súbitos de la razón y siervos de nadie. De la obediencia de cada uno, sin otra advertencia que la de su propia naturaleza, tiene a su padre y a su madre, todos los hombres son testigos, cada uno para sí mismo; de la razón, si nace con nosotros o no, lo cual es una cuestión debatida a fondo por los académicos y tocada por toda la escuela de los filósofos [7], por ahora no creería equivocarme diciendo que hay en nuestra alma una semilla natural de la misma que, alimentada por el buen consejo y la costumbre, florece en la virtud y que, al contrario, no pudiendo muchas veces soportar los vicios añadidos, asfixiada, aborta.
Mas, en verdad, si hay en la naturaleza algo claro y evidente, donde no es lícito hacerse el ciego, es el hecho de que la naturaleza, ministro de Dios y aya de los hombres, nos ha echo a todos de la misma forma y, según parece, en el mismo molde, a fin de que nos reconozcamos todos mutuamente como compañeros o, más bien, como hermanos; y si, al hacer el reparto de sus dones, ha concedido algún bien, sea del cuerpo, sea del alma, en mayor cantidad a unos que a otros, no ha pretendido, sin embargo, poner a cada uno en este mundo como en un campo cercado, ni ha enviado acá abajo a los más fuertes y avisados como bandoleros armados en un bosque para que se traguen a los más débiles, sino que , al contrario, es preciso creer que, concediendo a unos partes mayores y a otros menores, quiso dar ocasión a l efecto fraterno, a fin de que este pudiera manifestarse al tener unos el poder de brindar ayuda y otros la necesidad de recibirla. Puesto que esta buena madre nos ha dado a todos la tierra entera por morada, nos ha alojado a todos, en cierta manera, en la misma casa y nos ha delineado a todos con el mismo patrón, para que cada uno se pudiese mirar y como reconocer en el otro; si a todos nos ha dado este gran presente de la voz y de la palabra para unirnos y hacernos más hermanos y lograr por la común y mutua transmisión de nuestros pensamientos una comunión entre nuestras voluntades, y si por todos los medios ha tratado de apretar y estrechar con tanta fuerza el nudo de nuestra alianza y sociedad, si en todas las cosas ha demostrado que nos quería no tanto a todos unidos como a todos uno, no puede ponerse en duda que seamos naturalmente libres, ya que todos somos compañeros y a nadie puede ocurrírsele que la naturaleza haya ubicado a alguien en la servidumbre cuando a todos no ubicó en la camaradería [8]. Pero para nada sirve discutir si la libertad es natural, puesto que no es posible mantener a uno en servidumbre sin hacerle injusticia y puesto que no hay en el mundo nada tan contrario a la naturaleza, que es totalmente racional, como la injusticia. Queda demostrado, pues, que la libertad es natural y, por la misma razón, a mi juicio, que hemos nacido no sólo en posesión de nuestra independencia sino también con inclinación a defenderla. Pero, si por acaso llegamos a poner esto en duda y somos tan bastardos como para no poder reconocer nuestros bienes ni, de un modo semejante, nuestros sencillos sentimientos, será preciso que os rinda el honor que os corresponde y que haga sufrir a la cátedra, por así decirlo, a las bestias, para que os enseñen vuestra naturaleza y condición. Las bestias ¡Dios me ayude!, si los hombres no se hacen demasiado los sordos, les gritan: ¡Viva la libertad! Muchas hay entre ellas que mueren no bien son capturadas; como el pez deja la vida tan pronto deja el agua, aquellas igualmente dejan la luz y no quieren sobrevivir a su natural independencia. Si los animales tuvieran entre sí jerarquías, harían de esta (la independencia) su nobleza. Otros desde los más grandes hasta los más pequeños, cuando se los captura, ofrecen una resistencia tan grande con uñas, cuernos, picos y patas, que demuestran suficientemente cuanto aprecian lo que pierden; después, una vez cautivos, nos brindan tantas señales evidentes del conocimiento que tienen de su desgracia que reconforta ver cómo el suyo es más un languidecer que un vivir y cómo continúan viviendo más para llorar su perdida dicha para complacerse en su servidumbre. ¿Qué otra cosa quiere decir el elefante que, después de haberse defendido hasta no poder más, no ya en ello ningún orden, a punto ser capturado, hunde sus quijadas y rompe sus dientes contra los árboles, sino que el gran deseo de permanecer libre, como hasta allí, le presta ingenio y le aconseja comerciar con los cazadores si, por el precio de sus dientes, puede quedar libre y se le admite que entregue su marfil y pague este rescate por su libertad? Damos de comer al caballo desde que nace para acostumbrarlo a servir, pero no sabemos acariciarlo tan bien que, cuando llega la ocasión de domarlo, no muerda el freno y no se levante contra la respuesta, como para mostrar (según parece) a la naturaleza y para testimoniar, al menos de ese modo, que sirve, no es por su voluntad, sino por que nosotros lo obligamos ¿Qué hay que decir, entonces?
“Aun los bueyes bajo el peso del yugo gimen y los pájaros se lamentan en su jaula” [9], como he dicho en otra ocasión, pasando el tiempo en nuestras rimas francesas; por que no he de temer, al escribirte, oh Longa [10] intercalar versos, que nunca leo sino para que, con el rostro satisfecho que tú muestras, me cubras de gloria.
Así, pues, ya que todas las cosas que sienten , en cuanto sienten, sienten el mal de la sujeción y corren en pos de la libertad; ya que las bestias, aunque creadas para servir la hombre, no pueden acostumbrarse a servir sino bajo protesta de un deseo contrario ¿qué mala ventura ha sido la que pudo desnaturalizar tanto al hombre, el único nacido, a decir verdad, para vivir libremente, como para hacerle perder el recuerdo de su ser primero y el deseo de recuperarlo? Hay tres clases de tiranos: unos tienen el reino por elección del pueblo, otros por la fuerza de las armas, otros por sucesión de su estirpe. Quienes lo han adquirido por el derecho de guerra, se conducen de tal modo que bien se conoce que están (como suele decirse) en tierra conquistada. Quienes nacen reyes no son, por lo común, mucho mejores que habiendo nacido y crecido en el ceno de la tiranía, maman con la leche la naturaleza del tirano, mandan a los pueblos que están bajo ellos como si fueran sus ciervos hereditarios, y según el temperamento a que están más inclinados, avaros y pródigos, manejan el reino como si se tratara de su herencia. Aquel a quien el pueblo ha dado su poder debería ser, me parece, más soportable, y lo sería, como supongo, si no fuera por que desde el momento en que se ve elevado por encima de los otros, halagado por ese no sé qué al que se llama “la grandeza”, decide no moverse de allí; generalmente se preocupa por transmitir el poder que el pueblo le ha cedido, y desde el momento en que han tomado esa decisión, es cosa extraña observar cuánto sobrepasan en toda clase de vicios y aun en crueldad a los otros tiranos, pues no ven otro medio para asegurar la nueva tiranía más que apretar tan fuerte la servidumbre y alejar tanto a sus súbditos de la libertad, que aun cuando el recuerdo de ésta siga todavía fresco, puedan hacérselo perder. Así, para decir la verdad, veo bien que hay entre ellos alguna diferencia, pero la elección no veo ninguna, y siendo diversos los medios para llegar a los reinos, siempre el modo de reinar es parecido: los elegidos los tratan como si hubieran cazado los reinos, siempre el modo de reinar es parecido: los elegidos los tratan como si hubiera cazado toros para domarlos; los conquistadores hacen de ellos su presa; los sucesores piensan usarlos como sus esclavos naturales. Pero, a propósito, si por ventura nacieran hoy gentes totalmente nuevas, no acostumbradas a la sujeción ni habituadas a la libertad, que no supiesen qué es la una o la otra, y apenas conociesen sus nombres, si se les hiciese optar entre ser siervos o vivir libres según esas leyes de las cuales ni se acordarían, no puede dudarse de que preferirían obedecer sólo a la razón antes que servir a un solo hombre, a no ser que por casualidad fuesen las gentes de Israel que, sin obligación ni necesidad alguna, se hicieron un tirano y cuya historia no puede leer jamás sin sentir gran despecho y sin llegar casi a la inhumanidad; pues me regocijo con tantos males como le sobrevinieron. Pero todos los hombres, verdaderamente, en cuanto tienen algo de hombres, antes de dejarse sujetar necesitan, una de dos, o ser obligados a ser engañados, obligados por ejércitos extranjeros, como Esparta o Atenas por las fuerzas de Alejandro [11] o por las facciones, como la señoría de Atenas había caído antes en manos de Pisístrato [12]. Por engaño pierden muchas veces la libertad, y en esto no son tan frecuentemente seducidos por otro como engañados por ellos mismos: así el pueblo de Siracusa, la capital de Sicilia (me dicen que hoy se llama Saragusa), constreñido por las guerras, imprudentemente, sin considerar más que el peligro presente, elevó a Dionisio, el primer tirano; le encargo la conducción del ejército y no se dio cuenta de que lo había hecho tan grande que esta buena pieza, al volver victorioso, como sino hubiera vencido a sus enemigos sino a sus conciudadanos, de capitán se hizo rey, y de rey, tirano [13]. No puede creerse hasta qué punto el pueblo, desde el momento en que está sometido, cae de golpe en un tal y profundo olvido de la libertad que no es posible que despierte para recobrarla, y sirve tan espontánea y voluntariamente que se diría, al verlo, no que ha perdido su libertad sino que ha ganado su servidumbre. Verdad es que al principio se sirve obligado y vencido por la fuerza, pero los que vienen después sirven sin pena y hacen con gusto lo que sus antepasados habían hecho por necesidad. Eso se debe a que los hombres, al nacer bajo el yugo y al ser luego criados y educados en la servidumbre, sin mirar ya hacia adelante, se contentan con vivir como han nacido, no piensan tener otro bien ni otro derecho más que el que han encontrado, y consideran natural el estado de su nacimiento. Y, sin embargo, no hay heredero tan prodigo y despreocupado que no pase alguna vez los ojos por los registros de su padre para ver si goza de todos los derechos de su sucesión o si no se le ah despojado de algo a él o a su predecesor. Pero, ciertamente, la costumbre, que tiene en todo gran poder sobre nosotros, en ningún caso posee una fuerza tan grande como en esto de enseñarnos a servir y, como cuentan de Mitrídates [14] que se habituó a beber veneno, en enseñarnos a tragar y a no hallar amarga la ponzoña de la servidumbre. No puede negarse que la naturaleza influye en nosotros tanto como para arrastrarnos a don de quiere y para hacer que se nos considere bien o mal nacidos pero es preciso confesar que tiene sobre nosotros menos poder que la costumbre, por que lo natural, por bueno que sea, se pierde, si no es cuidado, y el alimento nos plasma siempre a su manera, sea ésta la que sea, a pesar de la naturaleza.
Las semillas de bien que la naturaleza pone en nosotros son tan pequeñas y escurridizas que no pueden tolerar el menor golpe del alimento contrario; no se conservan con tanta facilidad como se desnaturalizan disuelven y aniquilan, ni más ni menos que los árboles frutales, los cuales tienen todos sus propias características, que conservan si se los deja crecer, pero que abandonan luego para dar otros frutos extraños y no los propios, cuando se los injerta. Las hiervas tienen todas sus propiedades, su naturaleza y su singularidad, pero, a pesar de eso, el hielo, el tiempo, la tierra o la mano del jardinero agregan o quitan mucho a su virtud: la planta que se ha visto en un lugar no se la puede reconocer en otro. Quien haya visto a los venecianos, puñado de hombres que viven tan libremente que el más perverso de entre ellos no querría ser el rey de todos, de tal modo nacidos y criados que no conocen otra ambición sino la de aconsejar mejor y vigilar con más diligencia para que pueda conservarse la libertad, de tal modo enseñados y formados desde la cuna que no tomarían todo el resto de la felicidad de la tierra a cambio de la menor perdida de su independencia, quien haya visto, digo, a esos personajes y, partiendo de allí a tierras de aquel que llamamos Gran Señor [15], al ver en esos lugares gentes que no quieren haber nacido sino para servirlo y que para mantener su poder ceden la vida, ¿pensará que unos y otros tienen una misma naturaleza o estimará más bien que, saliendo de una ciudad de hombres, ha entrado en un parque de bestias? Licurgo, el legislador de Esparta, había criado, se dice, dos perros, hermanos, alimentados ambos con la misma leche, uno engordado en la cocina, habituado el otro en los campos al sonido de la trompa y el cuerno. Queriendo demostrar al pueblo lacedemonio que los hombres son tales como el aliento los hace, puso ambos perros en pleno mercado y en medio de ellos una sopa y una liebre; uno corrió hacia el plato y otro hacia la liebre. “Sin embargo -dijo- son hermanos”. Así, con sus leyes y reglamentos, crió y formó tan perfectamente a los lacedemonios que cada uno de ellos hubiese preferido morir mil muertes antes que reconocer otro señor más que el rey y la razón. Me place traer a la memoria cierta conversación que tuvieron antiguamente uno de los favoritos de Jerjes, el gran rey de los persas [16] y dos lacedemonios. Cuando Jerjes hacía los preparativos de su gran ejército para conquistar Grecia, envió a sus embajadores a las ciudades griegas a fin de que pudieran el agua y la tierra: ésta era la manera que los persas tenían de intimar a las ciudades a rendírseles. A Atenas y Esparta no envió ninguno, porque Darío, su padre, lo había hecho, y los atenienses y espartanos habían arrojado a unos en los fosos y a otros en los pozos, diciéndoles que tomarán de allí sin reparos el agua y la tierra para llevar a su príncipe: esas gentes no podían tolerar que, aunque sólo fuera con la menor palabra, se atentará contra su libertad. Por haber obrado así, particularmente de Taltibio, dios de los heraldos, y resolvieron, para apaciguarlos, enviar a Jerjes dos de sus conciudadanos que se presentasen a él a fin de que él hiciese con ellos lo que quisiera y se cobrara de ese modo por los embajadores que les habían matado a su padre. Dos espartanos, uno llamado Esperties y el otro Bulis, se ofrecieron espontáneamente para ir a hacer este pago. Fueron, de hecho, y durante el viaje llegaron al palacio de un persa que se llamaba Indarnes, el cual era lugarteniente del rey en todas las ciudades de Asia que están sobre la costa del mar. Este los acogió con grandes honores, los agasajó mucho y después de conversar sobre diversos asuntos, pasando del uno al otro, les preguntó por qué rehusaban tanto la amistad del rey. “Mirad -dijo- espartanos, conoced por mí cómo sabe honrar el rey a quienes lo sirven, y pensad que si vosotros le pertenecierais, os trataría del mismo modo; si vosotros le pertenecierais y él os hubiera conocido, ninguno de vosotros dejaría de ser señor de una ciudad griega”. En esto, Indarmes, tú no podrías darnos buen consejo -dijeron los lacedemonios- por que el bien que nos prometes lo has probado, pero el que nosotros gozamos no sabes qué es: tú has conocido el favor del rey, pero la libertad, qué gusto tiene y cuán dulce es, nada sabes. Pues si la hubieras experimentado, tú mismo nos aconsejarías defenderla, no con lanza y escudo, sino con dientes y uñas”. Unicamente el espartano dijo lo que debía decirse, pero, en verdad, uno y otro hablaron según el modo en que habían sido criados, pues era imposible que el persa añorara la libertad, cuando nunca la había tenido o que el lacedemonio aguantara la servidumbre, después de haber gustado la independencia. Catón de Utica [17], siendo aún niño y encontrándose bajo la vara, iba y venía con frecuencia a lo de Sila, el dictador [18] tanto por que a causa del lugar y la casa en que estaba no se le cerraba nunca la puerta, como por el hecho de que además eran parientes cercanos. Cuando allí iba, lo acompañaba siempre su maestro, como es costumbre entre los niños de buena familia. Se dio cuenta de que, en la residencia de Sila, delante de éste o con su consentimiento, se aprisionaba a unos y se condenaba a otros, uno era desterrado y otro estrangulado, uno pedía la confiscación de los bienes de un ciudadano, y otro su cabeza; en suma, que ahí todo marchaba no como en casa de un funcionario de la ciudad sino como en casa de un tirano del pueblo y que ello era no un tribunal de justicia sino un taller de tiranía. El muchachito dijo entonces a su maestro: “¿Por qué no me dais un puñal? Lo esconderé bajo mi ropa; yo entro muchas veces en el cuarto de Sila antes de que se levante y tengo el brazo bastante fuerte como para librar de él a la ciudad”. He ahí, por cierto, palabras verdaderamente propias de Catón: era para este personaje un comienzo digno de su muerte: Y aun cuando no se mencione su nombre ni su patria, si se relata sólo el hecho tal como fue, el asunto hablará por sí mismo y se comprenderá con dificultad que él era romano y nacido en Roma, cuando ella era libre. ¿A que viene todo esto? No es que yo crea, por cierto, que el país de la tierra tengan algo que ver con ello, porque en todas las regiones y en todos los climas la sujeción es amarga y ser libre es agradable, pero en mi opinión se ha de tener lástima de quienes, al nacer, se encuentran con el yugo al cuello y se los ha de excusar o se los ha de perdonar si, no habiendo siquiera la sombra de la libertad y no teniendo noticia de ella, no advierten el mal que les toca al ser esclavos. Si hubiera algún país, como dice Homero de los cimerios [19] donde el sol se mostrase a los hombres de diverso modo que a nosotros, y después de haberlos iluminado seis meses seguidos, los dejase durmiendo en la obscuridad, sin volverlos a visitar en la otra mitad del año, los que nacieran durante esta larga noche sin haber oído hablar de la luz, ¿tendría que asombrarse uno de que no habiendo visto la luz del día se hubiesen acostumbrado a las tinieblas en que nacieron sin desear la luz? Uno se lamenta por lo que nunca ha tenido; el pesar no llega sino después del placer; y el recurso de la dicha pasada está siempre unido al conocimiento del mal. Lo natural en el hombre es, por cierto, ser libre y querer serlo, pero su naturaleza es también tal que tiende espontáneamente a adoptar la forma que su crianza le confiere.
Digamos, pues, que para el hombre resultan naturales todas las cosas con las que se nutre y a que se acostumbra, pero sólo es puro aquello hacia lo que llama su simple y no alterada naturaleza. Así, la primera causa de la servidumbre voluntaria es la costumbre: los más bravíos caballos al comienzo muerden el freno y después se habitúan a él; mientras poco antes daban golpes contra la silla, ahora se atavían con las guarniciones y muy orgullosos se pavonean bajo la barda. Dicen que siempre han estado sujetos, que sus padres han vivido así; creen que están obligados a tolerar el mal, se engañan con el ejemplo y ellos mismos fundan sobre la longitud del mismo derecho de posesión de quienes lo tiranizan; pero, en verdad, los años no dan nunca el derecho de obrar mal sino que hacen más grande la injusticia.
Se encuentran siempre algunos, mejor nacidos que los demás, que sienten el peso del yugo y no pueden dejar de sacudírselo, que jamás se habitúan a la sujeción y que, como Ulises, el cual por mar y por tierra buscaba siempre el humo de su casa, no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales y de recordar sus privilegios naturales y de recordar a sus predecesores y su primitivo ser. Esos son naturalmente los que, teniendo limpio el entendimiento y clarividente el espíritu, no se contentan, como el grosero populacho, con mirar lo que esta delante de sus pies, sino que inquieren atrás y adelante y recuerdan aún las cosas pasadas para juzgar las futuras y para medir las presentes; ésos son los que, teniendo de por sí bien formada la cabeza la han pulido también con el estudio y el saber. Esos, aun cuando la libertad se haya perdido por completo y esté excluida del mundo, la imaginan y la sienten en su espíritu y hasta la saborean, mientras que la servidumbre no les causa gusto por más beneficios que se le presenten.
El gran Turco [20] se ha dado cuenta bien de que los libros y el saber dan a los hombres, más que ninguna otra cosa, el sentido y la capacidad de reconocerse a sí mismos y de odiar la tiranía; creo que en sus tierras no tiene sabios ni los procura. Pero, por lo común, el celo y la pasión de quienes, pese al tiempo, han conservado la devoción a la libertad, por muy numerosos que éstos sean, permanecen por el hecho de que no se conocen entre sí: bajo el tirano se les quita toda libertad de obrar, de hablar y casi de pensar; quedan todos aislados en sus fantasías. Por eso, Momo, el dios burlón, no se burló demasiado cuando criticó el hombre que Vulcano había hecho porque éste no le había puesto un ventanita en el corazón, para que por allí se pudieran ver sus pensamientos. Se ha intentado afirmar que Bruto y Casio [21] cuando emprendieron la liberación de Roma, o mejor dicho, de todo el mundo, no quisieron que Cicerón [22] gran procurador del bien público, si lo hubo, fuese de la partida, y consideraron que su corazón era demasiado débil para un hecho tan alto: confiaban ciertamente en su voluntad, pero no estaban seguros de su coraje. Y sin embargo, quien quiera recorrer los hechos del pasado y los anales antiguos, encontrará que pocas veces o nunca aquellos que, al ver a su país mal regido y en malas manos, emprendieron con intención buena, entera y no fingida, la tarea de liberarlo, dejaron de llevarlo a cabo, y que la libertad, para dejarse ver, dejó de abrirse paso por sí misma. Harmodio, Aristogitón, Trasíbulo, Bruto el viejo, Valerio y Dión [23], llevaron felizmente a cabo lo que virtuosamente concibieron; en tales casos casi nunca la fortuna deja de favorecer el buen deseo. Bruto el joven y Casio destruyeron muy felizmente la servidumbre, pero al recuperar la libertad murieron, no miserablemente (¿pues qué blasfemia seria decir que hubo algo de miserable en esas gentes, ya en su muerte, ya en su vida?), pero sí, por cierto, con gran daño, perpetua desgracia y entera ruina del Estado, el cual fue, según parece, enterrado junto con ellos. Los otros intentos que después se hicieron contra los emperadores romanos no eran sino conjuraciones de gentes ambiciosas, a quienes no hay que compadecer por las desgracias que en ello encontraron, pues es fácil ver que no deseaban destruir la corona sino cambiarla de lugar y pretendían arrojar al tirano y conservar la tiranía. A éstos no desearía yo mismo que les hubiera ido bien y me alegro de que, con su ejemplo, hayan mostrado que no se debe abusar del santo nombre de la libertad para intentar una mala empresa.
Pero, para volver a nuestro tema del cual ya me había alejado, la primera razón por la que los hombres sirven voluntariamente es por que nacen siervos y son criados como tales. De ésta deriva otra, que fácilmente la gente, bajo los tiranos se vuelve cobarde y afeminada, cosa que comprendo a maravillas gracias a Hipócrates [24] el abuelo de la medicina, que se dio cuenta de ello y así lo dijo en uno de los libros que compuso sobre las enfermedades. Este personaje tenía por cierto, un corazón bien puesto, y así lo demostró como el Gran Rey quiso atraérselo a fuerza de ofrendas y grandes presentes; él respondió francamente que le remordería mucho la conciencia si se pusiera a curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y sirvieran con el arte que tenía a quien intentaba reducir a Grecia a la servidumbre, La carta que le envió se ve aun hoy entre sus obras y ha de dar testimonio de su animoso corazón y de su noble naturaleza. Es cierto, pues, que junto con la libertad se pierde el coraje [25]. Los hombres sujetos a servidumbres no tienen alegría en el combate ni rudeza; van al peligro casi como atados y todos embrutecidos, y no sienten hervir en su corazón el ardor de la libertad que hace despreciar el peligro y enciende el deseo de conquistar, por una bella muerte junto a los compañeros, el honor y la gloria. Entre los hombres libres prima la emulación, cada uno por el bien común y cada uno por si mismo; esperan tener todos su parte en el mal de la derrota o en el bien de la victoria. Los hombres sujetos, en cambio, además del coraje guerrero, pierden en todas las otras cosas fogosidad y tienen un corazón vil, flojo e inepto para todas las cosas grandes. Lo tiranos saben bien esto y cuando ven que toman tal camino, para someterlos mejor, todavía los ayudan.
Jenofonte [26], historiador serio y de primera categoría entre los griegos, compuso un libro en el cual hizo hablar a Simónides con Hierón, tirano de Siracusa, acerca de las miserias del tirano [27], Este libro está lleno de buenas y graves observaciones, que, a mi juicio, son presentadas con tanta gracia como es posible ¿Hubiera querido Dios que los tiranos en toda época existieron lo hubiese tenido ante sus ojos y se hubiesen servido de él como de un espejo! No puedo creer que no hubiesen reconocido sus verrugas y sentido alguna vergüenza de sus manchas. En ese tratado describe la inquietud de los tiranos que, al hacer mal de todos, están obligados a temer a todos. Entre otras cosas dice que los malos reyes se sirven de extranjeros en la guerra y los tienen a sueldo, no atreviéndose a poner las armas en manos de sus hombres a quienes han tratado injustamente. (Ha habido, por cierto, buenos reyes que han tenido a sueldo a naciones extranjeras, como los mismos reyes franceses, y más aun en el pasado que en presente, pero con otra intención, para salvaguardar a los suyos, no estimando en nada el gasto de dinero con tal de ahorrar hombres. Esto es lo que decía, según creo, Escipión, el gran Africano [28], que preferiría haber salvado a un solo ciudadano a haber destruido cien enemigos). Pero, en verdad, muy cierto es que el tirano jamás cree tener bien asegurado su poder sino cuando ha llegado al punto de no tener bajo su dominio hombre alguno que valga. Por eso, con buen derecho se le puede decir aquello que Trasón se jacta de haber reprochado al amo de los elefantes, en Terencio: “Tan capaz sois para eso, que os ponen carga de bestia".
Pero esta astucia de los tiranos al embrutecer a sus súbditos no se puede comprender más claramente que por lo que hizo Ciro [29] con los lidios, después de haberse apoderado de Sardes, la capital de Lidia, y de haber tomado prisionero a Creso [30] aquel rey tan rico, llevándoselo consigo: trajéronle noticias de que los sardianos se habían sublevado; hubiera podido reducirlos enseguida a obediencia, pero no queriendo ni entrar a saco en una ciudad tan bella ni verse obligado a tener siempre un ejército allí para vigilarla, imagino un buen expediente para asegurarse de ella: estableció burdeles, tabernas y juegos públicos, y promulgó una ordenanza para que los habitantes pudiesen hacer uso de ellos [31]. Tan bien le fue con esta guarnición que nunca más resultó necesario en adelante desenvainar la espada contra los lidios. Estas pobres y miserables gentes se entretuvieron en inventar toda clase de juegos, a tal punto que los latinos han sacado de allí la correspondiente palabra, y lo que nosotros llamamos “pasatiempo”, lo llaman ellos “ludi”, como si quisiesen decir “Lydi” (lidios). No todos los tiranos han declarado de un modo tan expreso el deseo de afeminar a su gente, pero, a decir verdad, lo que éste ordenó formal y efectivamente lo han procurado con afán la mayor parte de ellos. En verdad, es propio de la opinión del pueblo, cuyo mayor numero se encuentra siempre en las ciudades, mostrarse suspicaz hacia quien los ama y confiado hacia quien lo engaña. No creáis que es más fácil cazar un pájaro con reclamo o más rápido enganchar un pez en el anzuelo por el apetito del gusano, que engolosinar a los pueblos todos con la servidumbre, por medio de la menor pluma que se les pase, como suele decirse, delante de la boca; y cosa asombroso es que se abandonen tan pronto sólo con que se les halague.
Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, las bestias extrañas, las medallas, los cuadros y otras drogas semejantes eran para los pueblos antiguos el alimento de la servidumbre, el precio de la libertad y los instrumentos de la tiranía. Este medio, esta práctica, estos halagos usaban los antiguos tiranos para adormecer a sus súbditos bajo el yugo. Así, los pueblos, atontados, hallaban hermosos tales pasatiempos, divertidos con un vano placer que pasaba ante sus ojos, y se acostumbraban a servir ingenuamente, como los niñitos que aprenden a leer para ver las brillantes estampas de los libros ilustrados, aunque de peor manera que ellos. Los tiranos romanos tuvieron otra ocurrencia todavía: festejar las decenas públicas, para abusar, como era preciso, de esa canalla que se deja llevar más que por ninguna otra cosa, por el placer de la boca. El más prudente y entendido entre ellos no hubiera dejado su escudilla de sopa para recuperar la libertad de la República de Platón. Ofrecían los tiranos una cuartilla de trigo, un sextario de vino y un sestercio, y era lamentable oír gritar entonces: ¡Viva el rey! Los bobos no advertían que no hacían sino recuperar una parte de lo suyo y que eso que recuperaban no se los hubiera podido dar el tirano si antes no se los hubiese quitado a ellos mismos. Este que hoy recogía el sestercio y se hartaba en el festín público, bendiciendo a Tiberio o a Nerón y su bella liberalidad [32] mañana obligado a abandonar a sus hijos a su lujuria, sus bines y la avaricia de aquéllos, su misma sangre a la crueldad de estos magníficos emperadores, no decía una palabra, igual que una piedra, ni se removía más que un tronco. Siempre ha sido así el populacho; del todo abierto y disoluto para el placer que no puede experimentar honestamente, y al revés, para el dolor que honestamente no puede tolerar, insensible. No veo ahora a nadie que, oyendo hablar de Nerón, no tiemble aun ante el renombre de este innoble monstruo, de esta inmunda y sucia peste del mundo.
Con todo, después de su muerte, tan abominable como su vida, el noble pueblo romano tuvo tal disgusto al acordarse de las fiestas y banquetes que perdía, que nada le hubiera costado vestirse de luto en prueba de su dolor. Así lo ha escrito Cornelio Tácito [33], autor grave y fidedigno si los hay; mas nada debe extrafiarse de un pueblo que practicó otro tanto en honor de Julio César [34], cuyo mérito tan solo consistía en una humanidad calculada y egoísta, bajo cuya sombra invadió las leyes y la libertad. Y en verdad que su venenosa dulzura fue más perjudicial y terrible para el pueblo romano que no lo hubiera sido la crueldad del mayor de los tiranos, porque con ella ocultó la amargura de la esclavitud. Mas a este pueblo le parecía gustar aún de sus banquetes y gozar de sus prodigalidades; así que se apresuraron a recoger sus cenizas y a levantarle una columna como padre de la Patria (así lo decía la inscripción); dispensándole los honores que a ningún hombre habría dado salvo a sus asesinos.
Tampoco olvidaron los emperadores romanos el apropiarse del título de Tribuno del pueblo, ya porque este cargo era mirado como santo y sagrado, ya porque se habla establecido en defensa y protección del pueblo; por este medio se aseguraban la confianza de los romanos, como si bastara con oír el nombre sin percibir los efectos.
Hoy no obran mucho mejor los que no hacen casi mal alguno, aun de importancia, sin poner por delante algún lindo discurso sobre el bien público y el alivió común: tú bien conoces ¡Oh Longa! Las fórmulas que en ciertas ocasiones podrían usar con bastante fineza, pero en la mayoría no queda haber, por cierto, fineza, cuando hay tanta desvergüenza. Los reyes de Asiria y aun después de ellos, los de Media, no se presentaban en público sino lo menos posible, para hacer sospechar al populacho que eran algo más que hombres y dejar en esta fantástica creencia a la gente, que con gusto se entrega a la imaginación en las cosas que no puede juzgar por sus ojos. Así, muchas naciones que estuvieron bastante tiempo bajo el imperio asirio, con dicho misterio se acostumbraron a servir y sirvieron con más gusto: al no saber qué amo tenía ni siquiera si tenía alguno, temían a quien nadie había visto nunca. Los primeros reyes de Egipto casi no se mostraban sin llevar, ya un gato, ya una rama, ya fuego sobre la cabeza, y, al hacer esto, por la rareza de la cosa, inspiraban a sus súbditos cierta reverencia y admiración, cuando, a mi juicio, no hubiera debido servir sino de pasatiempo y risa a gente que no hubiera sido demasiado tonta o demasiado sumisa. Causa compasión, en verdad, oír hablar de cuantos arbitrios y ridiculeces se valieron los tiranos para consolidar su tiranía; valiéndose de tantos pequeños medios, sabiendo que trataban con unos pueblos tan ignorantes y estúpidos que, por mal que se les tendiera el cebo, caían en él, siendo más fácilmente engañado y sujetado cuanto más se burlaban de él.
¿Y qué diremos de otra patraña adoptada también por los pueblos antiguos como moneda corriente, cual fue el creer firmemente que el dedo pulgar de un pie de Pirro, rey de los epirotas [35], tenía la virtud de hacer milagros y en particular de sanar a los enfermos? Y aún para acreditar más el cuento fingieron que después de quemado el cadáver se habla encontrado el dedo ileso entre las cenizas, respetado de la voracidad de las llamas. Así es como el, pueblo estúpido cree con fe las mentiras que él mismo se ha forjado. Muchos autores lo afirman de un modo que salta a la vista que sólo han recogido los rumores de la calle. Al regresar Vespasiano de Asiria, y al pasar por Alejandría en dirección a Roma para tomar posesión del imperio, obró muchos prodigios, como enderezar cojos, dar vista a los ciegos y otras mil cosas que para ser creídas se necesitaba ser más ciego que los que suponían curados [36]. Y hasta los mismos tiranos no han podido menos de admirarse de la facilidad con que los hombres podían soportar a un hombre que les perjudicara. Querían ampararse con la religión y, si era posible, tomar prestada alguna muestra de divinidad para el mantenimiento de su malvada vida. Así, Salmoneo está sufriendo los horrores del Averno, según la Sibila de Virgilio, por haberse burlado de la credulidad del vulgo queriendo representar la persona del padre de los dioses.
De Salmoneo vi la empresa brava; De fogosos caballos sostenido, Los honores divinos usurpaba Y ser del rayo autor finge atrevido: El trueno y vientos imitar pensaba, Y de horroroso estruendo precedido Con el fuego terror diseminaba, De las Ciudades griegas fue temido. Mas de una nube el Padre omnipotente Un rayo le arrojó, y en el Averno Hundióse carro y dios, y el imprudente Sufre amargo dolor y llanto eterno.
Burlóse de los pueblos, y al momento.
A la burla siguió fiero tormento [37].
Si éste es el castigo fulminado contra el estúpido que abusó de la credulidad pública ¿cuál deberá ser la suerte de aquéllos que han abusado de la religión para autorizar sus embustes.
Asimismo, los reyes de Francia inventaron los sapos, flores de lis, la ampolla y la oriflama. Por mi parte, no dudo que ha habido monarcas buenos en la paz y esforzados en la guerra que, aunque nacidos reyes, no parecen hechos por la naturaleza como los demás, sino escogidos antes de nacer por el Todopoderoso para el gobierno y conservación de este reino. Tampoco pondré en duda la verdad de nuestras historias, para no defraudar a la poesía francesa, hoy no sólo mejorada sino como renacida gracias a Ronsard, Baif, Du Bellay [38], que tanto han hecho avanzar el idioma, que espero que pronto los griegos y latinos nos superarán tan sólo en antigüedad Y perjudicaría ciertamente a nuestra rima quitándoles ahora esos bellos cuentos del rey Clodoveo en los que con tanta gracia se inspira nuestro Ronsard en su Franciada [39]. Conozco el aliento, veo la agudeza, advierto la gracia del hombre: él manejará la oriflama como los romanos sus “ancilias”. “y escudos del cielo arrojados,” Según Virgilio dice [40] él manejará nuestra ampolla tan bien como los atenienses el cesto de Erictonio [41] él hará que se hable de nuestras armas tan bien como ellos de su oliva, la cual aseguran que está aun en la torre de Minerva. Cometería yo, por cierto, un ultraje, si quisiera desmentir a nuestros libros y correr así tras los pasos de nuestros poetas.
Pero volviendo a nuestro tema ¿olvidaremos que casi siempre los tiranos se han esforzado en inclinar al pueblo a la obediencia y a la servidumbre e incluso a la falsa devoción? Este sistema que enseña a la gente a someterse de grado, apenas sirve a los tiranos, salvo para el populacho.
Llego ahora a un punto que es, a mi parecer el principal secreto y resorte de la dominación, el más grande apoyo y fundamento de la tiranía. El que cree que las alabardas y los esbirros salvan a los tiranos, en mi concepto se equivoca grandemente; se sirven de ello más bien como formalidad y espantajo que por la confianza que tengan en ellos. Los arqueros podrán impedir la entrada de los palacios a los inexpertos y pusilánimes; pero no la impedirán a los que saben abrirse paso por en medio de las armas. Más emperadores romanos fueron víctimas de sus mismos guardias que salvados por ellos; las masas armadas son las menos a propósito para defender un tirano. A primera vista parecerá esto casi increíble pero así sucede en realidad. Cinco o seis son a lo más los que conservan al tirano en su poder y al país en esclavitud; adulan al primero y le allanan el camino de las crueldades; le acompañan en sus placeres, le facilitan los medios de saciar sus licenciosos apetitos y participan de sus rapiñas. Y estos tales dominan de tal modo a su jefe, que le obligan a autorizar hasta sus propias maldades. Como les es fácil hacerse prosélitos, buscan a quinientos o seiscientos que imiten en ellos la misma táctica que observan en su soberano. Estos seiscientos tienen bajo sus órdenes a más de seis mil ahijados, que colocados en los destinos superiores de las provincias, o en la administración de los fondos públicos se dan la mano para su codicia y crueldad; excitándoles al propio tiempo a que hagan todo el mal que puedan, a fin de que se comprometan en tales términos que no les sea posible medrar sino bajo su sombra, ni evadirse de la justicia sino recurriendo a la protección de sus favorecedores. El que pretenda desenvolver esta madeja, verá que seis mil, y aún cien mil y millones, concurren de acuerdo, formando una cadena ininterrumpida que da fuerza al tirano, el cual les arrastra en pos de sí como Júpiter a los demás dioses, según la pintura de Homero. De aquí tomó origen el aumento del poder del Senado bajo el imperio de Julio César, el establecimiento de nuevos destinos y el nombramiento de empleados, no con el objeto de reformar la administración de la Justicia, sino para robustecer la tiranía. En suma, los favores y beneficios que prodigan los tiranos se dirigen únicamente a aumentar el número de quienes consideran provechosa la tiranía, en términos que pueda rivalizar con el de los amantes de la Libertad. Del mismo modo que en el cuerpo humano, dicen los médicos que si se forma un tumor se reúnen en él los humores venenosos y lo entumecen, del mismo modo en el cuerpo político, cuando un rey se erige en tirano, toda la hez del pueblo y aún aquellos que son incapaces de distinguir el bien del mal, se les reúnen; y no digo un puñado de ladronzuelos que poco mal o bien pueden hacer en un país, sino los ambiciosos y avaros que se amalgaman alrededor de él y le sostienen para participar del botín y constituirse ellos mismos en tiranos subalternos. En esto imitan a las cuadrillas de ladrones y piratas: los unos van a la descubierta del país mientras que los otros persiguen a los viajeros; los unos esperan emboscados mientras que los otros están al acecho; los unos matan, los otros despojan cuanto se les presenta; y aunque entre ellos hay también preeminencias y unos son jefes y otros subordina subordinados, con todo no queda nadie sin participar del botín o por lo menos del reparto. Refiérese que los piratas cilicianos, no sólo se juntaron en tan gran número que fue menester enviar contra ellos a Pompeyo el Grande [42], sino que consiguieron contraer alianzas con poderosas ciudades en cuyos puertos pudieran guarecerse al regreso de sus correrías, protección con hacerlas partícipes del fruto de sus piraterías.
Así el tirano sojuzga a unos súbditos por medio de otros y está custodiado por aquellos de quienes más debería preservarse si algo valiesen; pero es antiguo refrán que para partir leña se necesitan cuñas de madera. He aquí lo que son los arqueros, los guardias y los alabarderos. No que ellos mismos no sufran a veces con los furores del tirano. Pero abandonados de Dios y de los hombres, saben soportar vilmente los ataques, con tal de poder vengarse no contra el opresor común sino contra los desvalidos que están condenados a sufrir el yugo como ellos y ya no pueden más. No sé si admirar más su maldad o su sandez; porque a decir verdad el acercarse al tirano es apartarse de la libertad natural, y por así decirlo, abrazar voluntariamente y con ahínco la esclavitud. Prescindan por un momento de su ambición, descártense de su avaricia, contémplense así mismos, y verán mal que les pese, que los labradores y los aldeanos a quienes tratan como galeotes o esclavos, a pesar de ser tan mal tratados, son incomparablemente más felices, porque son más libres.
El labrador y el artesano, por más que estén sujetos a servidumbre, cumplen haciendo lo que les han dicho; pero el tirano ve a los otros que están junto a él briboneando y mendigando su favor: es preciso que no sólo hagan lo que él dice sino que piensen lo que quiere y, con frecuencia, para satisfacerlo, que adivinen aun de antemano sus pensamientos. No basta con que lo obedezcan, es necesario que se rompan, que se atormenten, que se maten trabajando en los asuntos de él y luego, que se complazcan con sus placeres, que abandonen los propios gustos por los suyos, que fuercen el propio temperamento, que se despojen de la propia naturaleza: es necesario que cuiden sus palabras, su voz sus gestos y sus ojos, que no tengan ojo, ni pie, ni mano, que todo esté al acecho para espiar sus deseos y para descubrir sus pensamientos. ¿Es esto vivir con felicidad? ¿Esto se llama vivir? ¿Hay en el mundo algo menos soportable que esto, no digo para un hombre valiente, no digo para un bien nacido, sino sólo para quien tenga sentido común o, aunque desea, aspecto d hombre? ¿Qué condición más miserable que la de vivir así, sin tener nada propio, pendiente de otro la comodidad, la libertad, el cuerpo y la vida?
Pero quieren servir para tener bienes, como si pudieran ganar algo que les perteneciera, cuando no pueden decir que se pertenecen a sí mismos; y como si alguien pudiera tener algo propio bajo un tirano, pretenden que los bienes les pertenezcan y no se acuerdan de que ellos mismos le dan fuerza para quitarles todo a todos y para no dejar nada que se pueda decir que es de alguien. Ven que nada sujeta tanto a los hombres a su crueldad como los bienes, que no hay para él ningún crimen digno de muerte más que el de tener algo, que no aprecia sino las riquezas y que no destruye sino a los ricos, y vienen a presentarse como ante el carnicero, para ofrecerse así, llenos y ahítos, y provocar su envidia. Sus favoritos no deben acordarse tanto de, quienes han ganado muchos bienes junto a los tiranos como quienes, después de haberlos amontonado durante un cierto tiempo, han perdido luego los bienes y la vida; no deben rememorar tanto cuántos otros han conquistado riquezas sino cuán pocos de ellos las han conservado. Explórense todas las historias antiguas, contémplense las que nosotros recordamos, y se verá perfectamente cuán grande es el número de los que, después de haber ganado por malos medios la privanza de los príncipes, después de haber utilizado su maldad o abusado de su simpleza, fueron al fin aniquilados por éstos mismos. Así como les había resultado fácil elevarlos, fueron luego igualmente inconstantes para abatirlos. Entre tantos hombres que estuvieron siempre junto a los malos reyes, hubo ciertamente muy pocos o casi ninguno que no hayan experimentado alguna vez en sí mismos la crueldad del tirano que ellos habían atizado antes contra los demás: las más de las veces, habiéndose enriquecido a la sombra de su protección, con los despojos de los demás, lo enriquecieron ellos mismos con sus despojos.
Aun los hombres de bien, si a pesar de todo se encuentran alguno que sea querido por el tirano, por más que estén adelantados en su gracia, por más que en ellos brille la virtud y la integridad, que hasta los más malvados impone de por sí reverencia cuando se la ve de cerca, aun los hombres de bien, digo, no podrían durar allí, y es preciso que experimenten el mal común y que sientan en carne propia la tiranía.
Un Séneca, un Burrus, un Trasea [43], terna de gente bien, a dos de los cuales su mala fortuna acercó al tirano y les confió el manejo de sus asuntos, estimados ambos para él, ambos queridos, uno de los cuales además lo había criado y tenía como prenda su amistad la educación de niñez, son los tres suficiente prueba, con su muerte cruel, de cuán poca seguridad hay en el favor de un amo malvado. Y, en verdad, ¿qué amistad se puede esperar de quien tiene el corazón tan duro como para odiar a su reino que no hace más que obedecerlo, de quien por no saber siquiera amarse así mismo, se empobrece y destruye su imperio? Pero, si se pretende que aquellos, por haber vivido bien cayeron en estas desgracias, mírese directamente en torno a ese mismo tirano y verá que quienes llegaron a su gracia y ella se mantuvieron por malos medios no tuvieron una mayor duración. ¿Quién ha oído hablar de un amor tan rendido, de un afecto tan extraño? ¿Quién ha leído jamás de un hombre tan obstinadamente aferrado a una mujer como aquél (Nerón) a Popea? Ahora bien, ésta fue luego envenenada por él mismo [44]. Agripina, su madre, había muerto a su marido Claudio para hacerle dar a él (Nerón) el imperio; para complacerlo nunca se había negado a hacer o sufrir cosa alguna: he aquí que su mismo hijo, su criatura, su emperador, hecho por su propia mano, después de haberle faltado por muchas veces, le quitó finalmente la vida [45] y no hubo entonces que no dijera que ella había merecido con exceso el castigo de manos de cualquier otro menos de las de aquel que se lo dio. ¿Quién fue nunca más fácil de manejar, más simple o, por mejor decir, más verdaderamente tonto, que el emperador Claudio? ¿Quién fue nunca más engañado por una mujer que él por Mesalina? Al fin la puso en manos del verdugo [46]. La limpieza les sirve siempre a los tiranos, cuando la tienen, para no saber obrar bien; y no sé de que modo, para ser finalmente crueles aun con aquellos que están cerca de ellos, se les despierta aun el poco ingenio que poseen. Bastante conocida en la desgracia de aquel otro que, al ver descubierto el cuello de su mujer, a quien más amaba y sin la cual no parecía que hubiese podido vivir, lo acarició con estas lindas palabras: “Tan hermoso cuello sería al momento cortado con sólo yo mandarlo” [47]. He ahí por qué la mayoría de los tiranos antiguos eran generalmente asesinados por sus favoritos que habiendo conocido la naturaleza de la tiranía no podían confiar tanto en la voluntad del tirano como desconfiar de su poder. Así fue muerto Domiciano por Esteban [48]. Cómodo por una de sus mismas amigas; Antonino por Macrino, e igual casi todos los otros.
Por eso, ciertamente, el tirano no es amado ni ama jamás. La amistad es palabra sagrada, es cosa santa; nunca se da sino entre gente de bien ni establece sino gracias a una mutua estima; se alimenta no tanto con beneficios como por una recíproca correspondencia. Lo que hace que un amigo confíe en el otro es el conocimiento que tiene de su integridad; los garantes que ello tiene son su buena naturaleza la fe y la constancia. No puede haber amistad allí donde hay crueldad, allí donde hay lealtad, allí donde hay injusticia; y los malvados, cuando se reúnen, constituyen una conspiración, no una compañía; no se aman entre sí sino que entre sí se temen; no son amigos sino cómplices.
Pero, aun cuando eso no fuera impedimento, sería todavía difícil hallar un amor seguro en un tirano, ya que, hallándose éste por encima de todos y no teniendo compañeros, está más allá de los límites de la amistad, que tiene su verdadera fuente en la igualdad, que no quiere cojear nunca y es así siempre pareja. He ahí por que hay entre los ladrones (se dice) cierta buena fe en el reparto del botín: por que son iguales y compañeros, y si no se aman entre sí, al menos no se temen, y no quieren, desuniéndose, disminuir su fuerza; pero del tirano, quienes son sus favoritos no pueden tener nunca ninguna seguridad, en cuanto ha aprendido de ellos mismos que todo lo puede, que no hay derecho ni deber alguno que lo obligue, jactándose de poner su voluntad en lugar de la razón, de no tener compañero alguno y de ser, en cambio, el amo de todos. ¿No es, pues, gran lástima que, viendo tantos claros ejemplos, viendo tan próximo el peligro, nadie quiera volverse sabio a expensas de los demás y que, entre tanta gente que se acerca voluntariamente a los tiranos no hay uno solo que tenga la previsión y el valor de decirles lo que, según la fábula dijo el zorro al león, que se fingía enfermo: “Mucho gusto tendría en visitar tu cueva; pero entre las muchas huellas de animales que se dirigen hacia allá, no he visto hasta ahora ninguna que indique haber salido de ella para regresar hacia su casa [49]”.
Estos miserables ven recluir los tesoros del tirano y contemplan enteramente asombrados los rayos de su osadía; engañados por esta claridad, se acercan y no ven que se meten en una llama que no puede dejar de devorarlos; así el sátiro indiscreto (como dicen las fábulas antiguas), viendo brillar el fuego hallado por Prometeo, le encontró tan hermoso que fue a besarlo y se quemó; así la mariposa que, esperando disfrutar un placer, se mete en el fuego por que éste reluce, experimenta la otra propiedad, aquella por la cual quema, como dice el poeta toscano [50]. Pero supongamos aun que estos favoritos escapen de las manos de aquel a quien sirven; no se salvan jamás del rey que lo sucede: si éste es bueno, es preciso darle cunetas y reconocer, al menos entonces, la razón; si es malo y semejante al amo de ellos, no dejará de tener favoritos, los cuales en ningún caso se contentan, con tener a su vez, al cargo de los otros, si no tienen además, por lo común, sus bienes y sus vidas. ¿Es posible, pues, que haya alguien que, con tanto peligro, y tan poca seguridad, quiera ocupar este desdichado cargo de servir con tanta fatiga a un amo tan peligroso? ¿Qué pena, qué martirio es éste, Dios verdadero? ¡Estar día y noche listo para tratar de agradara uno y temerlo, sin embargo, más que a ningún hombre en el mundo; tener siempre el ojo vigilante, la oreja alerta, para espiar de dónde ha de venir el golpe, para descubrir las emboscadas, para advertir la destrucción de los propios compañeros, para avisarle quien lo traiciona; sonreír a todos y, sin embargo, temer a todos; no tener ningún amigo abierto ningún amigo seguro; mostrando siempre el rostro sonriente y el corazón transido, no poder estar contento ni atreverse a estar triste! Pero da gusto considerar lo que sacan de este gran tormento y el bien que pueden esperar de su fatiga y de su miserable vida. El pueblo espontáneamente no acusa del mal que padece el tirano, sino quienes lo gobiernan: los pueblos, las naciones, todo el mundo a porfía, hasta los campesinos, hasta los ladrones saben sus nombres, descubren sus vicios, amontonan sobre ellos mil ultrajes, mil villanías, mil maldiciones; todas sus oraciones, todos sus votos van dirigidos contra ellos; todas las desgracias, todas las pestes, todas sus hambrunas se las achacan y si alguna vez les rinden, por cumplido, un honor, al mismo tiempo las maldicen en sus corazones y sienten en ellos un horror más profundo que si a las bestias salvajes. He ahí la gloria, he ahí el honor que reciben por sus servicios de parte de los hombres que, aunque tuvieran cada uno un miembro de su cuerpo, no estarían aun, según creen, satisfechos del todo ni a medias saciados por su trabajo; y, en verdad, aun después de muertos, quienes vienen detrás nunca son tan perezosos como para no ennegrecer el nombre de estos devoradores de pueblos [51] con la tinta de mil plumas, su reputación es desgarrada en mil libros, y sus mismos huesos, por así decirlo, son arrastrados por la posteridad, que los castiga, hasta después de muertos, por su perversa vida.
Aprendamos pues, por fin, aprendamos a obrar bien; alcemos los ojos al cielo, ya sea por nuestro propio honor o por amor a la virtud, dirigiéndonos siempre al Todopoderoso, testigo fiel de nuestras acciones y juez inexorable de nuestras faltas. No creo equivocarme si aseguro que no hay una cosa tan opuesta a Dios, todo liberal y pío, como la tiranía, y que su severa justicia tiene reservado en los abismos un castigo particular para los tiranos y sus cómplices.
NOTAS
* Étienne (de) La Boétie (1530 - 1563), fue un escritor y político francés. Escribió a los 18 años: "Discours de la servitude volontaire ou Contr'un" (Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno), unos de los textos fundamentales sobre la libertad. Era por entonces estudiante de abogacía en la Universidad de Orleáns, vinculada con los hugonotes y con posturas heréticas. Lo escribe a consecuencia de la Revuelta de la Gabela en Bordeaux. La gabela era un impuesto que se aplicaba sobre la sal, y que era rechazado categóricamente por el pueblo. Esta tensión provocó que los disidentes asesinaran al director general de la gabela y a dos de sus oficiales. Como castigo, el gobierno sentenció a muerte a ciento cuarenta personas, azotó a otras, e impuso gravosas multas. Incitado por estos hechos, La Boétie se preguntó por las condiciones que permiten que un hombre someta a muchos. Las principales causas de esta situación las encontraba el joven jurista galo en la manipulación de la educación por los poderosos para estimular el olvido del don de la libertad. Y en la estimulación de costumbres de juegos y prácticas, que también disipan el natural apego del hombre a la vida libre.
El Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra, es un texto sobre la tiranía y el absolutismo. No se ocupa del poder del tirano, ni de la psicología del que manda, se ocupa de la disposición de los que obedecen, del hecho de que los hombres se encuentran “fascinados y, por así decir hechizados, por el hombre de uno”. No presenta por lo tanto una explicación del fenómeno de la obediencia, sino que señala el escándalo: los hombres se olvidan de su libertad. Y tampoco es partidario del tiranicidio, de la muerte física de la persona del tirano, porque "matar" a un tirano consiste en destruir su poder mediante el retiro no violento del apoyo o consentimiento a su autoridad. Así, se mata no a un hombre sino a la tiranía misma. La posición libertaria de La Boétie en pleno siglo XVI, en el comienzo de las monarquías absolutistas, es un antecedente del gesto liberador de la ilustración y del Contrato social de Rousseau, de la resistencia no-violenta y la desobediencia civil de siglos posteriores.
Hacía días nos era recordado "A un pueblo que ha perdido el miedo no hay despotismo que se le resista -lo sabíamos desde La Boétie y los tunecinos nos lo han recordado ahora." Bernard-Henri Lévy, «Lecciones tunecinas». El País (23-01-2011)
[1] Iliada II 204 - 205.
[2] “Aquí comienza el largo fragmento de La Boëtie que fue publicado por vez primera en el segundo diálogo del Reveille-matín de François en 1574, y que constituye el primer texto conocido de “La servidumbre voluntaria”, adaptada a las necesidades del momento”, dice Paul Bonnefon.
[3] Los treinta tiranos fueron impuestos a los atenienses por Lizandro, después de la batalla de Egos Potamós. Durante su gobierno cometieron toda clase de atropellos y arbitrariedades. Fueron derrocados por Trasíbulo, quien restituyó a su patria las instituciones democráticas.
[4] M. Dolornelle (L'inspiration antique dance le “Discours de la Servitude volontoire”, en Revue d' historie litteraire de la France t. XVII, cit. Por Bonnefon) sostiene que “todos los rasgos de esta figura anónima se vuelven a hallar en la imagen que la historia nos ha dejado de Nerón”. Y añade: “Muchos de ellos no se aplican a nadie mejor que al emperador romano. La Boëtie lo tuvo presente -podemos afirmarlo ahora- en esta página, para encarnar el tipo del tirano”.
[5] Milcíades, orador y político ateniense, convenció a sus conciudadanos de que deberían tomar la ofensiva contra los invasores persas. Fue el héroe de maratón. Leónidas, rey de Esparta, murió en la batalla de las Termópilas, luchando contra las tropas de Jerjes. Temístocles, general y político ateniense, venció en Salamina a un flota persa numéricamente muy superior a la griega.
[6] Cf. Herodoto VII 59 -60.
[7] La doctrina platónica de las ideas sostiene de que éstas no son adquiridas a través de la experiencia sensible sino que están en el alma humana como consecuencia de una visión de las ideas arquetípicas, subsistentes, que el alma ha tenido antes de unirse con el cuerpo. En este sentido se habla del “inatismo” académico. Aristóteles negó ya la doctrina de las ideas subsistentes y, por tanto, el “innatismo” académico. Más radicales todavía, hicieron lo mismo cínicos, cirenaicos, epicúreos y estoicos.
[8] Las ideas sobre la igualdad y la libertad originaria de todos los seres humanos que aquí desarrolla La Boëtie con tanta elocuencia, tienen sus raíces en la filosofía estoica y fueron expresadas en la antigüedad particularmente por Séneca y Cicerón.
[9] “Estos versos -dice Bonnefon- no se hallan entre los que se conocen de la Boëtie”.
[10] Guillermo de Lur de Longa, consejero del Parlamento de Burdeos, que dejó su cargo en 1553 en favor de La Boëtie, era un ferviente amigo de las letras, anota Bonnefon.
[11] Cuando Alejandro Magno llevó la guerra contra los ilirios, se difundió en Grecia el rumor de que había sido muerto por éstos. Los habitantes de Tebas pasaron a cuchillo a la guarnición macedónica. Atenas y otras ciudades también se revelaron y quisieron sacudir el yugo extranjero. Pero Alejandro, apoyado por los tesalios, llegó a Grecia en pocos días y destruyó por completo Tebas. Los atenienses, atemorizados, pidieron enseguida la paz y se sometieron.
[12] Pisístrato, político ateniense, emparentado con Solón, se hizo muy popular por su elocuencia. Logró que se le concediera una guardia personal de cincuenta hombres para que lo cuidaran de las agresiones del partido aristocrático y luego, con esa guardia, se encaramó en el poder. Fue derrocado, pero después de la batalla de Pallene, volvió a asumir la dirección del Estado y gobernó Atenas durante otros tres lustros.
[13] Dionisio, el viejo, empezó como demagogo, enfrentando a los pobres con los aristócratas. Después de algunos triunfos militares y de un ventajoso matrimonio, llegó al poder. Derrotado por los cartagineses, quienes conquistaron varias ciudades sicilianas, se impuso luego a ellos y reconquistó dichas ciudades. De nuevo fue derrotado por Himilcón, pero éste no pudo tomar, sin embargo, Siracusa. Más tarde, Más tarde llegó a dominar en el Sud de Italia; venció y fue otra vez vencido por los cartagineses. Temerosos de su pueblo, vivió desconfiando de todos y rodeándose de infinitas precauciones. Dícese que para no exponer su cuello a la navaja del barbero, hacía que sus hijas le quemaran la barba.
[14] Se refiere a Mitrídates VI, rey del Ponto, que sostuvo largas y encarnizadas guerras con los romanos. Políglota, amante de la poesía y de las artes, anticuario y cultor de la magia, su vida está rodeada de un aura de leyenda.
[15] Esto es, el Sultán de Turquía.
[16] Jerjes, hijo de Darío, emprendió, como éste, la conquista de Grecia y fue derrotado totalmente en la batalla de Salamina.
[17] Marco Porcio Catón, a quien se suele llamar Catón de Utica para diferenciarlo de su ascendiente Catón del Censor, cuestor, tribuno y pretor, se opuso a Catilina, primero; luego a César, Pompeyo y Craso. Sitiado en Utica por César, se suicido para no entregarse al enemigo.
[18] Lucio Cornelio Sila, apodado “felix” (feliz) por su extraordinaria suerte como político, ejerció sobre Roma una cruel y sangrienta dictadura, proscribió y saqueó ciudades enteras, concentro el poder en manos de los aristócratas y disminuyó la participación del pueblo en el gobierno del Estado.
[19] Los cimerios habitaban al norte del Ponto Euxino (Mar Negro). En el siglo VII invadieron Asia Menor y se apoderaron de Sardes.
[20] Esto es, el Sultán de Turquía.
[21] Bruto y Casio, a quienes se ha llamado “lo últimos romanos”, dieron muerte a Julio César en el Senado, en los idus de Marzo en el año 44 a.C.
[22] Cicerón, orador famoso e insigne escritor, participó activamente durante mucho tiempo en la política de Roma. Desbarató la conjuración de Catilina y se opuso a Clodio, pero no fue ciertamente un espíritu intrépido ni tuvo el temperamento de un Bruto o de un Catón.
[23] Harmodio y Aristogitón, atenienses del siglo VI a.C. se conjuraron para dar muerte a los tiranos Hipias e Hiparco. Sólo tuvieron un éxito a medias, pues no lograron matar sino al segundo. Trasíbulo, también ateniense, fue desterrado por los treinta tiranos, pero un año después volvió a la ciudad natal, se apoderó de Pireo, derrotó al partido aristocrático, depuso a los Treinta y reinstauró la democracia (cf. nota 3). Lucio Junio Bruto, el viejo patricio del siglo VI a. C., destronó al rey participó en la muerte del emperador Calígula. Dión, político y militar siracusano, amigo de Platón, liberó a su patria de la tiranía de Dionisio el joven.
[24] Hipócrates. Célebre médico griego, nacido en Cos, suele ser considerado como el padre de la medicina científica. De las numerosas obras que se le atribuyen, algunas se han perdido, otras no le pertenecen y varias son dudosamente auténticas. Los tres primeros libros del tratado Sobre las enfermedades, aquí citado por La Boëtie, parecen haber sido escritos por sus discípulos, el cuarto por un autor anterior a Aristóteles. En todo caso, como hace notar Bonnefon, la obra que aquí debió mencionar La Boëtie no era ésta sino el tratado Sobre los aires, aguas y lugares.
[25] Las Epístolas Pseudo Heraclíteas atribuyen al filósofo Heráclito una actitud parecida frente a Darío.
[26] Jenofonte, historiador, moralista y militar ateniense, discípulo de Isócrates, de Pródico de Ceos y de Sócrates, dejó varias obras (como la Anábasis, la Ciropedia, los Memorables, la Apología de Sócrates, el Económico, el Cinegético etc.) algunas de las cuales fueron vertidas al francés por La Boëtie.
[27] Se trata del diálogo titulado Hierón, cuyo tema esencial es el de los medios que debe usar el gobernante para conseguir la felicidad de sus súbditos.
[28] Publio Cornelio Escipión, hombre público y militar romano, nombrado general de ejército de la República de la Península Ibérica, obtuvo varios triunfos sobre las tropas cartaginesas. Al mando de un numeroso ejército venció luego en Africa a Asdrúbal y Sífax. Más tarde, derrotó a Aníbal en la batalla de Laura, que puso fin a la segunda guerra púnica. Al retornar a Roma, se le dio el apelativo de “Africano”.
[29] Ciro, rey persa del siglo VI a.C., emprendió varias guerras de conquista en Armenia, Hircania, Bactriana e India. En el año 549 derrotó en Pteria a Creso, rey de Lidia, y se apoderó de Sardes, su capital (Cf. Herod. I 154-155).
[30] Creso, hijo de Aliates II, el último de los reyes lidios, fue famoso en la antigüedad por sus inmensas riquezas, habiendo conquistado las ciudades jónicas hasta el río Halis, fue, a su vez, vencido por Ciro.
[31] Ya Jenófanes reprochaba a sus conciudadanos, los colofinios, el haberse dejado cautivar por los lujos y refinamientos de los lidios (Cf. Ateneo XII 526 a), y Platón proscribe de su República la música lidia, por muelle y afeminada (Cf. República 398 e).
[32] Tanto Tiberio como Nerón llegaron a extremos inauditos de la lascivia y la crueldad, según puede verse en las respectivas biografías escritas por Suetonio (Vida de Tiberio XLII - XLV; Vida de Nerón XXVI - XXXIX). Sin embargo, mientras el segundo, como dice el mencionado historiador, “no veía en la posesión de las riquezas otra ventajas más que la de poder gastarlas y consideraba sórdidos y avaros a quienes llevaban la cuenta de sus gastos, nobles y magníficos a quienes despilfarraban y tiraban el dinero” (Vida de Nerón XXX), por la cual solía hacer espléndidos regalos a sus favoritos, levantó lujosos edificios (Vida de Nerón XXX - XXXI) y “dio espectáculos numeroso y varios: juvenales, circenses, teatrales y gladiatorios” (Vida de Nerón XI), el primero, en cambio “era avaro y tacaño”, sólo una vez se mostró pródigo a costa de su suegro (Vida de Tiberio XLVI), no ejecutó grandes obras públicas ni terminó siquiera las pocas que había empezado (Vida de Tiberio XLVII) y, sobre todo, no ofreció sino dos veces regalos al pueblo (Vida de Tiberio XLVIII).
[33] Cayo Cornelio Tácito, historiador romano originario de Umbría, autor de Anales, Historias, Germanía, Vida de Agrícola etc., se caracteriza por su seria información y su sentido crítico, unidos a un elevado ideal ético - político.
[34] El cadáver de César, traído del Senado, fue depositado en el Foro, en un lecho ebúrneo. Marco Antonio pronunció frente al pueblo una ferviente oración fúnebre, mostró los vestidos del occiso, teñidos en sangre, y leyó el decreto senatorial por el que se le concedían honras propias de un dios. Todo esto acrecentó la cólera del pueblo que, después de haber cremado el cadáver del dictador, intentó incendiar las casas de Bruto, de Casio y de los demás conjurados. [35] Pirro, hijo de Eácidas, reinó en Epiro en el siglo III a. C., Decíase descendiente de Aquiles. Venció a los romanos, mandaba por el cónsul Valerio Levino, y llegó hasta las cercanías de la Urbe, pero no se atrevió a ponerle sitio y se retiró a la magna Grecia.
[36] Después de la muerte de Otón, a manos de Vitelio, el imperio se vio presa de gran confusión y desorden. Las legiones de Egipto, Panonia, Dalmacia, Mesia etc. proclamaron emperador a Vespasiano, general que en ese momento dirigía la guerra contra los judíos. En su Vida de Vespasiano VII, cuenta Suetonio que dos hombres del pueblo, uno ciego y otro cojo, se presentaron a él solicitándole, por inspiración del dios Serapis, que los curase, y que él, aunque sin confiar mucho en sus poderes taumatúrgicos, escupió al uno en los ojos, toco al otro con el pie, y así los sanó.
[37] Virgilio, Eneida 585 - 594. En este caso hemos traducido directamente el texto latino. Apenas se pueden reconocer en la traducción francesa de La Boëtie -dice Bonnefon- los bellos versos latinos de Virgilio.
[38] Ronsard, Baïf y Du Bellay constituyeron la Pléyade, grupo que había de renovar la poesía francesa, bajo la inspiración de la Antigüedad. El programa de la Pléyade fue expuesto por Du Bellay en su Defensa e ilustración de la lengua francesa: se trata de buscar en el mundo antiguo las fuentes de inspiración, de abandonar para siempre la forma de la poesía vernácula medieval (baladas, rondós etc.) sustituyéndolas por otras provenientes de la literatura greco - latina (epístolas, elegías, odas, églogas, poemas épicos etc.) o de la naciente literatura toscana (soneto).
[39] Con la Franciada pretendió Ronsard dotar a su patria de una Eneida. La obra, escrita en versos decasílabos, desarrolla bastante artificiosamente la leyenda erudita de Francus, hijo de Héctor, fundador del reino de los francos.
[40] Virgilio, Eneida VII 664.
[41] La Boëtie alude aquí, como hace notar Bonnefon; a las Panateneas, fiestas religiosas en las cuales tenía lugar a una procesión de muchachas que llevaban sobre sus cabezas cestos con guirnaldas (canéforas).
[42] A propuesta del tribuno Gabino, se creyó en Roma una gran fuerza militar para combatir a los piratas que infestaban el mediterráneo. Dicha fuerza fue confiada al excónsul Cneo Pompeyo quien en poco tiempo acabó enteramente con la piratería, asegurando así la navegación del “Mare nostrum”.
[43] Lucio Aneo Séneca, filósofo y moralista, fue preceptor de Nerón. Afranio Burrus, era el prefecto del Pretorio. Ambos fueron consejeros del joven emperador y ejercieron sobre él una positiva influencia. Pero luego cayeron en desgracia. Séneca tuvo que suicidarse por orden de Nerón. A Burrus lo asesinaron, según parece, los sicaros de éste. En cuanto a Publio Trasea Peto, fue el único senador que se retiró del recinto cuando el Senado decidió celebrar anualmente juegos en honor de Agripina asesinada, como se sabe, por el mismo Nerón, su hijo. El emperador decidió vengarse y cuando, más tarde, se descubrió la conjuración de Pisón, lo mezclo en ella y lo condenó a muerte. Trasea se abrió las venas, como Séneca.
[44] Sin embargo, Suetonio refiere que, estando Popea en cinta, fue muerta de un puntapié por Nerón, porque le había reprochado el llegar un poco tarde de una carrera de carros (Vida de Nerón XXXV).
[45] Cf. Suetonio, Vida de Nerón XXXIV.
[46] Cf. Suetonio, Vida de Claudio XXVI.
[47] Cuenta Suetonio que Calígula “cada vez que besaba el cuello de su mujer o de su amante, añadía: Esta cabeza tan bella será cortada cuando yo lo ordenare”(Vida de Calígula XXXIII).
[48] Sobre la muerte de Domiciano, véase el relato de Suetonio en su Vida de Domiciano XVII.
[49] Esopo LIII (Cf. La Fontaine VI 14).
[50] “El poeta toscano” es Petrarca y la cita correspondiente la Soneto 17, como dice Bonnefon.
[51] Cf. Hom. IL. I 341; La Fontaine, X 4.
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