abril 10, 2012

"Necesidad y objetos de un Congreso Sudamericano" Juan M. Carrasco Albano (1855)


MEMORIA SOBRE LA NECESIDAD Y OBJETOS DE UN CONGRESO SUDAMERICANO, PRESENTADA ANTE LA FACULTAD DE LEYES DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE.
Por: Juan Manuel Carrasco Albano
[Marzo de 1855]

Señores:
La civilización, en su marcha progresiva, ha tendido constantemente a acercar las diversas fracciones de la humanidad. En la cuna de los pueblos no vemos mas que tribus aisladas, sin vinculo entro si, uniéndose a veces momentáneamente para la defensa común contra otras tribus mas poderosas. Sumergidas en una profunda ignorancia acerca de lo que pasaba en las otras, bastándose a si mismas y no esperando bienes del concurso de las comunidades extrañas, veían en los demás hombres, no hermanos, sino enemigos. La religión misma, destinada a unir a los hombres en una misma fe y un mismo amor, era lo que mas contribuía a separarlos: cada pueblo tenia sus dioses, sus sacerdotes, enemigos de los dioses y los sacerdotes de los otros pueblos. Para extender su religión, no comprendían mas propaganda que la de las armas, así como la alianza de las guerras era la única que conocían. El cristianismo, llamando a todos los hombres a la creencia en un mismo Dios, difundiendo sus doctrinas por la palabra y la persuasión, en el mundo civilizado como entre los bárbaros, en países de distinto origen, de diferentes razas, idiomas y costumbres, fue un inmenso paso a la alianza de todas las ramas de la familia humana.
Cuando los pueblos se hallaron reunidos por ese lazo espiritual, la necesidad de formular y definir los dogmas, la moral y la disciplina, esos elementos constitutivos de toda religión, dio origen a una institución, desconocida como la idea que la produjo: los concilios generales. Ellos fueron las primeras asambleas en que hombres de diversas naciones, unidos por la idea y el corazón, entraban a deliberar sobre intereses que les eran comunes, en que las naciones todas tuvieron un forum que ya no se limitaba a Grecia o Roma, y en que se discutían, no ya las cuestiones que tocaban a un solo pueblo, sino las verdades eternas que interesaban a la humanidad entera. Los concilios generales creados sobre la base de las asambleas representativas de las repúblicas antiguas, fueron el primer ejemplo de los Congresos de naciones.
Una vez que las naciones civilizadas formaron una gran República cristiana, cuando las barreras que las separaban fueron cayendo bajo el hacha de la razón, a medida que los principios representativos se convertían en instituciones, los Congresos generales llegaron a ser las asambleas de los pueblos, en que se resolvían pacíficamente las cuestiones que se debatían antes en el exterminio de las guerras. La misión de esos Congresos es solemne. Ellos están llamados a unir los miembros esparcidos de la gran familia humana, a establecer un derecho internacional que tenga la fijeza y la sanción del derecho público positivo, a abolir los principios bárbaros del estado de guerra y la guerra misma, a formar un tribunal supremo de arbitraje que decida amigablemente las cuestiones de nación a nación, en una palabra, a formular en institución esa confraternidad de los pueblos que la religión y la filosofía han establecido ya en los corazones.
Empero, la humanidad está dividida, como el sistema planetario, en varias familias o círculos, que a su vez gobiernan otras esferas. Esas familias son las razas, que se subdividen en naciones. Nuestro deber es constituir y desarrollar esas razas y sus secciones, unir esas diversas ramificaciones de la humanidad para restablecer la armonía prescrita por el orden eterno, formar aquí en la tierra por el concurso de las voluntades lo que las leyes fatales de la naturaleza han ordenado en los cielos—la hermandad de las familias humanas, girando armoniosamente en torno del centro común, Dios, como -las constelaciones celestes giran eternamente alrededor del sol.... Es a los Congresos de naciones a quienes está reservado acercar esa época que la religión y la filosofía nos hacen vislumbrar en lontananza.
Dos son las razas que han representado más brillante papel en el curso de la civilización —la raza latina y la germánica. Aquella ha sido el corazón, esta el brazo de la humanidad: la primera representa la poesía, el entusiasmo, la abnegación; la última los progresos materiales, la industria, el comercio: la primera nos recuerda los bellos tiempos de Grecia, Roma sus hazañas, la Francia de la revolución, con sus grandes hechos y sus ideas aun mas grandes; la última nos trae a la imaginación el inmenso desarrollo comercial, marítimo o industrial de la Inglaterra, los progresos fabulosos de los Estados Unidos de América. Esas dos razas, que siempre han sido enemigas, se unen hoy día, en sus más enérgicos representantes, contra otra tercera raza, el esclavismo, que amenaza la civilización occidental: es lo que se llama la Guerra de Oriente.
En América existen esas mismas razas, con sus odios, en sus ramificaciones de la anglosajona de Estados Unidos y de la española de Sudamérica. ¿Una situación idéntica a la que nos ofrece el viejo continente, exijo igual alianza entra las diversas repúblicas que componen la América española? Es lo que voy a examinar.
La República Norteamericana, comprendiendo un vasto territorio, con una gran población que se aumenta prodigiosamente, con el espíritu de expansión de un pueblo nuevo robustecido por todos los elementos de la civilización, habiendo absorbido las razas francesas, holandesa y española que sacando nuevas fuerzas de su territorio y una inmigración que acude a grandes olas, ocupaban la perfección de sus instituciones democráticas, es la nación en que la raza germánica ha desplegado todo su vigor.
¿La raza latina ha hallado un igual representante en las repúblicas hispanoamericanas? No, señores. Tres siglos de estacionamiento intelectual e industrial, de absoluta incomunicación con las naciones que marchaban a la cabeza de la civilización, de un despotismo político y religioso que prohibía toda actividad al pensamiento; después de la independencia, la anarquía en las ideas y las instituciones, revoluciones incesantes; en suma, una edad media con todos sus dolores sin su fecundidad: he ahí el espectáculo que nos ofrece la América española.
Y bien, señores, esas dos razas se hayan en presencia, por un lado la fuerza material, el influjo ominoso de los intereses, la fuerza moral de una civilización superior, un poder tanto mas sólido cuanto es mas compacto; y de los otros estados débiles y pobres, sin unión entre si, diseminados en vastos territorios, vacilantes por sus trastornos, atrasados en su industria y su comercio, en una palabra, la raza latina vegetando. ¿Cuál será el resultado del antagonismo de esas dos razas? Texas y California nos responden elocuentemente: la raza española perecerá en América, si permanece en el statu quo, mientras la anglosajona toma mayor vigor y crecimiento. De aquí, señores, la necesidad del Congreso General Sudamericano.
Si hay alguna institución que tenga raíces en nuestro pasado, que no sea aconsejada por nuestros intereses como por nuestra historia; si hay alguna idea generalmente reconocida entre nosotros e investida con el apoyo moral del asentimiento de nuestros grandes hombres, es la necesidad de ese Congreso. Era el pensamiento del gran genio político de la América, Portales. Bolívar, el fundador de cinco naciones, fue el primero que emitió esa idea, y se propuso realizarla en el Congreso de Panamá. Si entonces no se llevó a efecto, fue por haber desaparecido el más urgente motivo de su reunión, con el desistimiento de la Metrópoli española de sus tentativas de reconquista. Mas hoy día que un idéntico peligro nos amenaza, hoy que nos repetimos con espanto el grito de angustia de Roma: Hannibal ad portas, no debe haber vacilación: el peligro es inmediato, inminente.
Pasaré a enumerar los principales objetos que debe proponerse el Congreso general. Todos deben derivar de la causa que hace sentir su necesidad: impedir la absorción de la raza española en América. Así el objeto primordial será concertar los medios de defensa necesarios para impedir las sucesivas usurpaciones del coloso norteamericano; a fin de cooperar a ese mismo fin y a la obra humanitaria de la consolidación de las razas, estrechar los vínculos que unen las diversas fracciones de la América española, oponer a la Confederación política norteamericana la federación moral de la comunidad de sentimientos, de miras y de intereses, realizar por el concurso libre de las voluntades la unión que el yugo colonial mantenía por la fuerza, constituir en suma una nacionalidad sudamericana, que nos de a nosotros mismos la confianza en nuestras fuerzas e inspire a las damas naciones el respeto por una robusta y compacta sección de la humanidad.
Las materias que deben ocupar al Congreso son pues tan varias como las que constituyen la vida social, política e internacional de las naciones que lo compongan. Cuestiones de legislación como de economía política, de navegación fluvial como de ferrocarriles, de deslindes como de política exterior, de inmigración como de propiedad literaria, en una palabra, todas las cuestiones que tiendan a estrechar los lazos de unión entre todas las repúblicas hispanoamericanas deben ser el objeto de las deliberaciones del Congreso.
La paz internacional es la primera condición de nuestra unión: realizarla a toda costa es la necesidad de pueblos individualmente débiles, cuando se ven amenazados por un enemigo poderoso. Cómo constituirla, he ahí uno de los mas importantes objetos del Congreso. Hay un medio, pero medio costoso, que exije abnegación, vastas ideas, sacrificios de intereses particulares, de amor propio nacional. Ese medio consistiría en elevar el Congreso al rango de un Tribunal Supremo de arbitraje, que resuelva pacíficamente las diferencias que ocurran entro las diversas repúblicas, invistiéndolo con la suficiente jurisdicción para hacer respetar sus decisiones. Sería bello realizar en América ese pensamiento por el que la religión, la filosofía y los intereses comerciales han clamado en todos tiempos, convertir en institución sudamericana ese Congreso de la paz que en el viejo continente no es mas que una utopía, cuya realización se difiere indefinidamente de siglo en siglo.
El Congreso conocería también de las cuestiones de límites que hay pendientes en cada uno de los Estados Americanos y que serán tal vez con el tiempo una fuente de futuras guerras. Si, por otra parte, pudiera recomponer nuestro mapa político, si efectuara una repartición mas equitativa, mas conforme a las divisiones topográficas, enmendando lo defectuoso de nuestra carta con adjudicaciones y segregaciones de territorios, que de bienes no resultarían a la consolidación de la paz venidera! Y si hay alguna época a propósito para efectuar ese pensamiento, es la presente, en que nuestras nacionalidades no están tan firmemente constituidas, para que una repartición causara la sangre y las lágrimas derramadas por los desgraciados hijos de Polonia.
La unidad de legislación debe ser otro de los importantes objetos del Congreso. Esa unidad representaría la unidad social y consolidaría la unidad política. Es inmensa la influencia que ejercería en reforzar los lazos de unión entre las naciones. Cuando se invocara las mismas leyes, los mismos principios de un extremo a otro del continente americano, cuando se pudiera ocurrir a los trabajos de los jurisconsultos de las repúblicas hermanas sobre las mismas leyes que nos rijan, se desarrollaría un juicio común, un espíritu público legal, si así puede decirse, en toda la América española. La asimilación de las legislaciones modernas a la legislación romana ha sido tal vez el vínculo más fuerte entre la antigüedad pagana y la civilización moderna; ella nos ha dado a conocer la historia, la vida intima de ese gran pueblo, casi tanto como la de las naciones contemporáneas. Por eso es que siempre que se ha tratado de unir las diversas secciones de una misma nacionalidad, los espíritus pensadores han propuesto la uniformidad legal como un medio necesario para alcanzar tal objeto. «Yo sería el primero, dice Rosmini, en pedir para la Dalia lo que Thibaut pidió para la Alemania, a saber, un código común para todos los países italianos, aun mas, un procedimiento común. Seria uno de los medios mas poderosos y pacíficos para reunir los miembros esparcidos de este bello país.» Es verdad que en la Unión Norteamericana hay tantas legislaciones como los estados de que se compone: eso solo importaría que la federación sudamericana tendría un elemento mas de cohesión. Por otra parte, probablemente no habría dificultades en la admisión de esta idea. Algunas de las secciones americanas han ensayado ya trabajos de codificación: ¿qué obstáculos habría en aceptar la obra de una de ellas en algún ramo de la legislación, cuando no existen entro ellas las diversidades de antecedentes y de costumbres que producen la variedad en las legislaciones?
El Congreso debo aspirar a realizar entre nosotros, en lo posible, los grandes principios que la ciencia europea ha proclamado y que los hábitos inveterados, las rancias preocupaciones impiden llevar a efecto en el viejo continente. Tiempo ha que la ciencia económica ha clamado por la abolición de aduanas, haciendo ver con la historia, que esa institución no es mas que un resto de la barbarie feudal. Pero las viejas instituciones no pueden derribarse de un golpe, so pena de producir mayores males en su caída que los que se trata de remediar. Por eso es que los grandes estadistas, como Peel en Inglaterra, han procedido con mesura en la obra de destrucción de las aduanas, comenzando por la rebaja sucesiva de derechos. En los estados pobres de Sudamérica, cuyos mas pingües ingresos provienen de las aduanas marítimas, sería insensatez sacrificar su existencia financiera al rigorismo de un principio. ¿Pero sucede otro tanto con las aduanas terrestres? De ninguna manera: en Chile se ha podido abolir los derechos de internación de animales, sin gran gravamen para el erario y fomentándose el comercio con las provincias argentinas. ¿Por qué no extendería ese principio a toda clase de comercio y entre todas las Repúblicas Americanas? Los pequeños perjuicios que de allí resultarían serían suficientemente compensados por el aumento de comunicaciones, de población y de comercio en nuestras ciudades interiores. Si el comercio marítimo extranjero ha dado tanta importancia mercantil a nuestras poblaciones costaneras, el comercio interior, sin las trabas que lo limitan, produciría un efecto comparativamente igual respecto a las ciudades mediterráneas, que vegetan hoy día en el abatimiento. Se comprende, por otra parte, cuánto no contribuiría a acercar los pueblos americanos una comunicación tan libre como entre las provincias de una misma república, destruyendo esas antipatías nacionales o provinciales que la falta de contacto hace nacer. En España, en Francia durante los tiempos medios, en general, en todas las naciones en que el feudalismo introdujo el sistema de las aduanas terrestres, han sido el dique mas poderoso a la constitución de las nacionalidades y el mas fuerte baluarte del estrecho espíritu de provincia. Ahora bien, si se trata de establecer la nacionalidad sudamericana, de crear un espíritu propio americano, el Congreso debe consiguientemente reconocer el principio del libre cambio terrestre, que será precursor del marítimo.
A la cuestión de la abolición de las aduanas terrestres, se liga otra que es su complemento necesario. Quiero hablar de los caminos y los ferrocarriles, esos caminos que vuelan como los ha llamado Blanqui, extendiendo un ingenioso dicho de Pascal. Los caminos son las arterias por las que circula la vida de una nación: así cuanto mas completa sea la viabilidad de un país, tanto mas activa y vigorosa será su vida comercial, política y social, tanto mayor desarrollo recibirán los varios elementos de que se compone el cuerpo social. Ahora bien, el Congreso general a quien está confiada la constitución del organismo del gran cuerpo sudamericano, debe proponerse desde luego la formación y vigorización de ese elemento constitutivo de todo organismo. Un buen sistema de caminos internacionales completaría la obra del libre cambio terrestre, facilitándolo e impulsándolo. Supóngase que una red de ferrocarriles se extendiera de Panamá a Magallanes, de Valparaíso a Río Janeiro, y figúrese la actividad, el comercio la industria de que sería foco la América del Sur. Lo que más ha contribuido quizá a dar a Estados Unidos su inmenso desarrollo mercantil e industrial, es su masa de caminos de hierro, mayor que en otra alguna nación. Es su perfecta viabilidad la que ha producido en esta nación esa unidad de espíritu, que ni la comunidad de razas ni de legislación ni de religión, puede haber introducido en la masa heterogénea que la compone. Es indudable que el contacto entre todos los individuos de un país, el roce de las costumbres, sentimientos o ideas, producido por la facilidad de las comunicaciones, es uno de los elementos primordiales que forman las robustas nacionalidades. Una de las mas graves causas de la debilidad de las secciones sudamericanas tomadas en conjunto, es precisamente la falta de contacto mutuo, la reciproca ignorancia de su estado que les hace recelar de la eficacia del auxilio de las otras. Un vasto sistema de caminos o ferrocarriles, que ligara todas las naciones del continente, unido a carreras de vapores por nuestras costas, remediaría este grave mal, estrecharía nuestras relaciones comerciales, y nos haría arrebatar a la gran República que tememos su arma mas poderosa. Si es verdad, por otra parte, que esas empresas son mas bien del resorte de compañías particulares; en Sudamérica donde el espíritu de asociación comienza apenas a despertar, necesitan de la iniciativa de los gobiernos; y es la razón porque esa materia debería ser otro de los objetos del Congreso general.
La colonización y la inmigración: he ahí otra de las urgentes necesidades de las Repúblicas Sudamericanas. Es la colonización la que vendrá a poblar y fertilizar nuestros vastos territorios desiertos, la que resolverá el problema de la reducción pacífica de nuestros indígenas, la que dará impulso a nuestra marina por medio de las colonias pescadoras en nuestras playas inhabilitadas, la que nos pondrá en posesión de islas y territorios que pueden ser ocupados por naciones extranjeras. Es la inmigración la que debe desarrollar nuestra industria en mantillas, dar la vida a nuestros campos, introducir brazos y capitales de que carecemos, aplicar las máquinas, los procedimientos de cultura que la ciencia ha descubierto y que aun nos son desconocidos. Serán ellas las que explotarán nuestros veneros de riquezas todavía ocultos, las que derramarán la civilización en nuestras masas, las que reformarán los hábitos coloniales, proporcionando ese aprendizaje práctico de las costumbres y los usos útiles que no se estudia en los libros; por último, las que llevarán a efecto nuestras instituciones liberales, que no son mas que una letra muerta en nuestros códigos y fuente de abusos en su aplicación, popularizando las ideas y las costumbres políticas de que aquellas instituciones son consecuencia. Es indudable que esa empresa debe ser acometida conjuntamente por todas las Repúblicas Sudamericanas, supuesto que tienen en ella un igual interés, y que unidas podrían realizarla más fácilmente que por los esfuerzos aislados de cada una. En efecto, si debe tratarse de atraer una corriente de inmigración en grande escala, como las que afluyen a Norteamérica y a Nueva Holanda, las dificultades para atraerla serían mas fácilmente allanadas, asociando los medios y los recursos, consultándose a mas de otras las economías en agentes, comisiones y buques de trasporte. El Congreso deliberaría también sobre cual de las naciones europeas convendría elegir para proveer a los grandes resultados que se promete de la inmigración, y principalmente a esas necesidades de raza, que no deben echarse en olvido, cuando se propone robustecer y enriquecer la nuestra. ¿Sería la Francia, Italia, España, en general naciones de raza latina, que se amalgamarían con la hispanoamericana por su semejanza en religión, idioma y costumbres? ¿O serían preferibles los países de raza germánica, para utilizar el genio industrial que caracteriza esa raza y reformar las costumbres por esa misma lucha de elementos opuestos? ¿Adoptando este último sistema, quedaría otra cuestión por resolver? ¿Debería elevarse al rango de institución sudamericana ese principio de la libertad de cultos fundados en el derecho inalienable de adorar a Dios según su creencia, como una condición necesaria para el fomento de la inmigración, o ese principio debería ser sacrificado en provecho de la unidad de religión, lazo el mas fuerte que puede ligar a los hombres y que constituye toda la robustez de la raza española? Dé ahí otras tantas cuestiones inherentes a la cuestión de inmigración, sobre las cuales el Congreso general está llamado a decidir.
La instrucción pública, señores, es otro de los pensamientos que el Congreso debe tener en vista, como una palanca moral que trastornará el mundo americano en sus costumbres coloniales, en sus ideas estacionarias, en todo su modo de ser político y social. La uniformidad en el sistema de instrucción entro todas las repúblicas hispanoamericanas sería un lazo mas que reforzaría los otros, acercándolas por la inteligencia, como los caminos y el libre cambio las aproximarían por los intereses comerciales. Si se estableciera la homogeneidad en los estudios y en los grados de la instrucción superior se podría realizar fácilmente la útil idea de hacer valederos en toda la América española, los títulos universitarios expedidos en cualquiera de sus secciones. Se comprende cuánto no aprovecharía tal medida a ensanchar el estrecho círculo en que se ejercitan hoy día nuestras profesiones, cuando el abogado recibido en Chile pudiera defender ante los Tribunales de Nueva Granada o Venezuela. El ingeniero civil y el médico tendrían todo un vasto continente por campo de sus trabajos. La instrucción primaria, por otra parte, recibiría un gran impulso con la adopción de un sistema uniforme. Desde que las Bibliotecas populares llegaran a ser una institución en todos los países sudamericanos, cuando el intercambio de los libros publicados en cada uno de ellos viniera a facilitar y fecundar ese gran pensamiento, cuando los trabajos, los progresos hechos por una República se convirtieran en el patrimonio común de todas, el desarrollo intelectual sería inmenso: no habría ya Andes para nuestras ideas.
Otro objeto del congreso sería la garantía de la propiedad literaria. A medida que se estrechen las relaciones entre los países americanos y que sean mas conocidas las producciones literarias publicadas en todos ellos, serán más de temer los fraudes de los libreros e impresores, en naciones que, como las nuestras, hablan un mismo idioma. La Francia ha celebrado en estos últimos años un tratado de esta especie con la Bélgica, para impedir los abusos de los impresores de esta nación, de que se quejaban los autores franceses. Por lo demás, esa garantía debería extenderse, entre nosotros, a los privilegios exclusivos, reforzando así el estimulo a los descubrimientos, que esos privilegios fomentan.
Una de las medidas que reclama el desarrollo del comercio en Sudamérica, es la unidad en las monedas, pesos y medidas. La adopción del sistema decimal, que no tardará en ser una regla común a todos los países civilizados, fomentaría el comercio mutuo de las repúblicas americanas y con las naciones extranjeras. Las dificultades de su planeación serían alejadas con mas facilidad por los esfuerzos simultáneos de todos los países hermanos. Por eso es que el Congreso General debería proponerse por uno de sus objetos la realización de ese proyecto.
Entre otras grandiosas ideas, cuya planeación cooperaría al gran fin del Congreso Sudamericano, sería una la creación de una sociedad de historia y de antigüedades americanas. Tal institución, lejos de ser una empresa meramente literaria, tendría una alta importancia social. En efecto ¿cuál es la causa de ese desaliento, de esa desconfianza en sus fuerzas para contrarrestar el poder norteamericano, que es uno de los más graves síntomas del mal que aqueja a la América española? Es la ignorancia de nuestro glorioso pasado, de la energía de las tribus indígenas, cuya causa representamos, de nuestras penalidades comunes del coloniaje, de las costosas luchas de nuestra independencia y de esos felices augurios de porvenir que no debemos frustrar. Y bien; la sociedad de historia americana resucitará esos recuerdos, esos dolores y esas glorias, nos hará sentir nuestra nacionalidad en el pasado y preguntarnos, porque no somos hermanos en el presente y unidos para siempre en el porvenir.
Sería otra importante empresa fomentar el espíritu de asociación, ese gran principio que da la vida y la grandeza a las naciones y que entre nosotros se halla aun en germen. Sociedades de inmigración, de agricultura, de beneficencia; en una palabra, todas las asociaciones que tiendan a desarrollar cualquiera esfera de nuestra actividad social, verificarían la industria y el comercio, por la comunicación de las ideas y la unión de las fuerzas.
Las exposiciones de industria, establecidas ya en todos los países cultos, deberían ser también protegidas por el Congreso General. Se concibe cuanto impulso no imprimirían a nuestras manufacturas, a nuestra industria agrícola y comercial, esas ferias en que se exhibirían todos los productos naturales y fabriles de Sudamérica, que hoy día nos son casi desconocidos.
La uniformidad de nuestra política exterior, adoptando las grandes reformas que la humanidad está en vía de realizar, como la abolición del corso, la libertad de la navegación fluvial, la extradición criminal civil, el reconocimiento del derecho de intervención en la política americana, la reducción del ejército permanente, la regularidad del sistema postal, son otras tantas cuestiones que el congreso debería resolver y que han sido ya desarrollados en este mismo recinto por un distinguido escritor americano [Juan Bautista Alberdi].
Creo haber manifestado, señores, la necesidad de que las repúblicas Hispanoamericanas se reúnan en un Congreso General para impedir su absorción por el gigante angloamericano. He apuntado a la ligera los objetos que ese congreso debo proponerse, concurriendo todos aún solo fin—la consolidación de la raza española en nuestro continente, la constitución de una nacionalidad sudamericana. Pero quién tomará la iniciativa? Cuál de las varias repúblicas que deben componerlo, es la que está llamada a encarnar ese pensamiento, y con la suficiente influencia moral para arrastrar la inercia de las voluntades? Esa república no puede ser sino Chile. Estando mas distante del peligro común, gozando de una paz mas consolidada, la mas rica y fuerte, respetada por el extranjero, ejerciendo cierta supremacía sobre las repúblicas hermanas, la primera que ha dado el grito de alarma, es naturalmente la que puede y debe emplear su mediación para llevar a efecto el Congreso General sudamericano.
Concluiré, señores, por desvanecer una idea que, aboliendo los sentimientos de raza y de patria, haría inútiles todos los esfuerzos de resistencia y nos entregaría manos atadas a la república norteamericana, idea sostenida por los espíritus seudo—humanitarios que no comprenden mas que la estéril y abstracta idea de humanidad, y que por otra parte, cuenta mas partidarios de lo que se cree entre los hombres positivos. ¿Qué importa, se dice, esta estrecha idea de patria que limita nuestros sentimientos al recinto de tantas leguas cuadradas, al lado de esa grandiosa idea de la humanidad que no reconoce por límites sino los del mundo mismo? ¿Qué es el sentimiento de raza sino un resabio del antiguo antagonismo entre los hijos de un padre común? Si a lo que debemos aspirar aquí abajo, es a formar una sola familia humana, mas pronto llegaremos a ese fin, cuando las barreras de la religión, del idioma y de lo que se llama el patriotismo hayan caído, y todas las razas se hayan confundido en una sola. En América, por ejemplo, cuanto no ganaría la unión humanitaria y la causa de la democracia, si una misma raza y una sola república se entendiera de uno a otro polo, si una misma lengua, unas mismas ideas y unas mismas instituciones rigieran en este gran continente, aunque Chile no formara mas que una estrella apagada del pabellón americano!...       
No, señores, la división de razas no trae solo su origen de los odios humanos, está en la naturaleza, es la obra de Dios! De la familia al municipio, de los municipios a la nación, de las naciones a la raza, de las razas a la humanidad, hay una gradación marcada por la naturaleza misma. En cada uno de esos círculos que se ensanchan hay una vida propia, ideas, sentimientos propios, un organismo que los hombres no pueden romper impunemente, una esfera distinta de desarrollo y de acción, que les permite llevar a la grande esfera su porción de ideas y de vida peculiar. La división de razas, la idea de patria son pues tan sagradas como la institución de la familia: su coexistencia separada forma esa variedad en la unidad, signo característico de las obras del hacedor, ley eterna que preside el mundo físico, como el mundo moral, como el mundo intelectual. El sentimiento que nos liga al país en que hemos nacido, no es un sentimiento mezquino, como la idea de familia no se opone a la de patria, ni esta excluye la de humanidad. Así los que pretenden abolir esas divisiones naturales, reducir a una desolante uniformidad las originalidades de las razas, trastornan el orden eterno y cercenan esa misma idea de humanidad que solo reconocen…   
La raza latina no debe sucumbir en América. Le están reservados demasiado altos destinos para que el desaliento la suicide. Si la América es el porvenir de la humanidad, si, «cuando la columna europea se haya desmoronado.... ese poderoso continente se ha de alzar del horizonte para gobernar a su vez» [Phillips «América»]; si entonces la raza anglosajona dominara sola en él, ¿qué sería de la generosa raza latina? ¿Quién sería su representante en la gran familia? ¿Será la decrépita Italia, que el león austriaco amenaza ya desgarrar? ¿Será la España, esa vieja madre que sufre las consecuencias de sus propias faltas y no podría sino deplorar la desgracia de sus hijos de América? Queda solo la Francia, pero la Francia sola, estrechada por todas partes por esa raza germánica que domina ya en los cinco continentes, agotadas sus fuerzas en estériles ensayos de organización social, sucumbiría tal vez.
No, señores, la raza latina no debe, no puede, no quiere perecer en América!
JUAN MANUEL CARRASCO ALBANO
  
Fuente: Sociedad de la Sociedad Americana de Santiago de Chile, “Union i Confederacion de los pueblos Hispano-Americanos, pág. 257 y sgtes., Imprenta Chilena-1862. Ortografía modernizada.

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