MEMORIA SOBRE LA NECESIDAD Y OBJETOS DE
UN CONGRESO SUDAMERICANO, PRESENTADA ANTE LA FACULTAD DE LEYES DE LA UNIVERSIDAD DE
CHILE.
Por: Juan Manuel Carrasco Albano
[Marzo de 1855]
Señores:
La
civilización, en su marcha progresiva, ha tendido constantemente a acercar las
diversas fracciones de la humanidad. En la cuna de los pueblos no vemos mas que
tribus aisladas, sin vinculo entro si, uniéndose a veces momentáneamente para
la defensa común contra otras tribus mas poderosas. Sumergidas en una profunda
ignorancia acerca de lo que pasaba en las otras, bastándose a si mismas y no
esperando bienes del concurso de las comunidades extrañas, veían en los demás
hombres, no hermanos, sino enemigos. La religión misma, destinada a unir a los
hombres en una misma fe y un mismo amor, era lo que mas contribuía a
separarlos: cada pueblo tenia sus dioses, sus sacerdotes, enemigos de los
dioses y los sacerdotes de los otros pueblos. Para extender su religión, no
comprendían mas propaganda que la de las armas, así como la alianza de las
guerras era la única que conocían. El cristianismo, llamando a todos los
hombres a la creencia en un mismo Dios, difundiendo sus doctrinas por la
palabra y la persuasión, en el mundo civilizado como entre los bárbaros, en
países de distinto origen, de diferentes razas, idiomas y costumbres, fue un
inmenso paso a la alianza de todas las ramas de la familia humana.
Cuando
los pueblos se hallaron reunidos por ese lazo espiritual, la necesidad de
formular y definir los dogmas, la moral y la disciplina, esos elementos
constitutivos de toda religión, dio origen a una institución, desconocida como
la idea que la produjo: los concilios generales. Ellos fueron las primeras
asambleas en que hombres de diversas naciones, unidos por la idea y el corazón,
entraban a deliberar sobre intereses que les eran comunes, en que las naciones
todas tuvieron un forum que ya no se
limitaba a Grecia o Roma, y en que se discutían, no ya las cuestiones que
tocaban a un solo pueblo, sino las verdades eternas que interesaban a la
humanidad entera. Los concilios generales creados sobre la base de las
asambleas representativas de las repúblicas antiguas, fueron el primer ejemplo
de los Congresos de naciones.
Una
vez que las naciones civilizadas formaron una gran República cristiana, cuando
las barreras que las separaban fueron cayendo bajo el hacha de la razón, a
medida que los principios representativos se convertían en instituciones, los
Congresos generales llegaron a ser las asambleas de los pueblos, en que se
resolvían pacíficamente las cuestiones que se debatían antes en el exterminio
de las guerras. La misión de esos Congresos es solemne. Ellos están llamados a
unir los miembros esparcidos de la gran familia humana, a establecer un derecho
internacional que tenga la fijeza y la sanción del derecho público positivo, a
abolir los principios bárbaros del estado de guerra y la guerra misma, a formar
un tribunal supremo de arbitraje que decida amigablemente las cuestiones de
nación a nación, en una palabra, a formular en institución esa confraternidad
de los pueblos que la religión y la filosofía han establecido ya en los
corazones.
Empero,
la humanidad está dividida, como el sistema planetario, en varias familias o
círculos, que a su vez gobiernan otras esferas. Esas familias son las razas,
que se subdividen en naciones. Nuestro deber es constituir y desarrollar esas
razas y sus secciones, unir esas diversas ramificaciones de la humanidad para
restablecer la armonía prescrita por el orden eterno, formar aquí en la tierra
por el concurso de las voluntades lo que las leyes fatales de la naturaleza han
ordenado en los cielos—la hermandad de las familias humanas, girando
armoniosamente en torno del centro común, Dios, como -las constelaciones
celestes giran eternamente alrededor del sol.... Es a los Congresos de naciones
a quienes está reservado acercar esa época que la religión y la filosofía nos
hacen vislumbrar en lontananza.
Dos
son las razas que han representado más brillante papel en el curso de la
civilización —la raza latina y la germánica. Aquella ha sido el corazón, esta
el brazo de la humanidad: la primera representa la poesía, el entusiasmo, la
abnegación; la última los progresos materiales, la industria, el comercio: la
primera nos recuerda los bellos tiempos de Grecia, Roma sus hazañas, la Francia de la revolución,
con sus grandes hechos y sus ideas aun mas grandes; la última nos trae a la imaginación
el inmenso desarrollo comercial, marítimo o industrial de la Inglaterra , los
progresos fabulosos de los Estados Unidos de América. Esas dos razas, que
siempre han sido enemigas, se unen hoy día, en sus más enérgicos
representantes, contra otra tercera raza, el esclavismo, que amenaza la
civilización occidental: es lo que se llama la Guerra de Oriente.
En
América existen esas mismas razas, con sus odios, en sus ramificaciones de la
anglosajona de Estados Unidos y de la española de Sudamérica. ¿Una situación
idéntica a la que nos ofrece el viejo continente, exijo igual alianza entra las
diversas repúblicas que componen la
América española? Es lo que voy a examinar.
¿La
raza latina ha hallado un igual representante en las repúblicas hispanoamericanas?
No, señores. Tres siglos de estacionamiento intelectual e industrial, de
absoluta incomunicación con las naciones que marchaban a la cabeza de la civilización,
de un despotismo político y religioso que prohibía toda actividad al
pensamiento; después de la independencia, la anarquía en las ideas y las
instituciones, revoluciones incesantes; en suma, una edad media con todos sus
dolores sin su fecundidad: he ahí el espectáculo que nos ofrece la América española.
Y
bien, señores, esas dos razas se hayan en presencia, por un lado la fuerza
material, el influjo ominoso de los intereses, la fuerza moral de una
civilización superior, un poder tanto mas sólido cuanto es mas compacto; y de
los otros estados débiles y pobres, sin unión entre si, diseminados en vastos
territorios, vacilantes por sus trastornos, atrasados en su industria y su
comercio, en una palabra, la raza latina vegetando. ¿Cuál será el resultado del
antagonismo de esas dos razas? Texas y California nos responden elocuentemente:
la raza española perecerá en América, si permanece en el statu quo, mientras la
anglosajona toma mayor vigor y crecimiento. De aquí, señores, la necesidad del
Congreso General Sudamericano.
Si hay
alguna institución que tenga raíces en nuestro pasado, que no sea aconsejada
por nuestros intereses como por nuestra historia; si hay alguna idea generalmente
reconocida entre nosotros e investida con el apoyo moral del asentimiento de
nuestros grandes hombres, es la necesidad de ese Congreso. Era el pensamiento
del gran genio político de la
América , Portales. Bolívar, el fundador de cinco naciones,
fue el primero que emitió esa idea, y se propuso realizarla en el Congreso de
Panamá. Si entonces no se llevó a efecto, fue por haber desaparecido el más
urgente motivo de su reunión, con el desistimiento de la Metrópoli española de
sus tentativas de reconquista. Mas hoy día que un idéntico peligro nos amenaza,
hoy que nos repetimos con espanto el grito de angustia de Roma: Hannibal ad
portas, no debe haber vacilación: el peligro es inmediato, inminente.
Pasaré
a enumerar los principales objetos que debe proponerse el Congreso general.
Todos deben derivar de la causa que hace sentir su necesidad: impedir la
absorción de la raza española en América. Así el objeto primordial será
concertar los medios de defensa necesarios para impedir las sucesivas
usurpaciones del coloso norteamericano; a fin de cooperar a ese mismo fin y a
la obra humanitaria de la consolidación de las razas, estrechar los vínculos que
unen las diversas fracciones de la
América española, oponer a la Confederación
política norteamericana la federación moral de la comunidad de sentimientos, de
miras y de intereses, realizar por el concurso libre de las voluntades la unión
que el yugo colonial mantenía por la fuerza, constituir en suma una
nacionalidad sudamericana, que nos de a nosotros mismos la confianza en
nuestras fuerzas e inspire a las damas naciones el respeto por una robusta y
compacta sección de la humanidad.
Las
materias que deben ocupar al Congreso son pues tan varias como las que
constituyen la vida social, política e internacional de las naciones que lo
compongan. Cuestiones de legislación como de economía política, de navegación
fluvial como de ferrocarriles, de deslindes como de política exterior, de
inmigración como de propiedad literaria, en una palabra, todas las cuestiones
que tiendan a estrechar los lazos de unión entre todas las repúblicas
hispanoamericanas deben ser el objeto de las deliberaciones del Congreso.
La
paz internacional es la primera condición de nuestra unión: realizarla a toda
costa es la necesidad de pueblos individualmente débiles, cuando se ven
amenazados por un enemigo poderoso. Cómo constituirla, he ahí uno de los mas
importantes objetos del Congreso. Hay un medio, pero medio costoso, que exije
abnegación, vastas ideas, sacrificios de intereses particulares, de amor propio
nacional. Ese medio consistiría en elevar el Congreso al rango de un Tribunal
Supremo de arbitraje, que resuelva pacíficamente las diferencias que ocurran
entro las diversas repúblicas, invistiéndolo con la suficiente jurisdicción
para hacer respetar sus decisiones. Sería bello realizar en América ese
pensamiento por el que la religión, la filosofía y los intereses comerciales
han clamado en todos tiempos, convertir en institución sudamericana ese
Congreso de la paz que en el viejo continente no es mas que una utopía, cuya
realización se difiere indefinidamente de siglo en siglo.
El
Congreso conocería también de las cuestiones de límites que hay pendientes en
cada uno de los Estados Americanos y que serán tal vez con el tiempo una fuente
de futuras guerras. Si, por otra parte, pudiera recomponer nuestro mapa
político, si efectuara una repartición mas equitativa, mas conforme a las
divisiones topográficas, enmendando lo defectuoso de nuestra carta con
adjudicaciones y segregaciones de territorios, que de bienes no resultarían a
la consolidación de la paz venidera! Y si hay alguna época a propósito para
efectuar ese pensamiento, es la presente, en que nuestras nacionalidades no
están tan firmemente constituidas, para que una repartición causara la sangre y
las lágrimas derramadas por los desgraciados hijos de Polonia.
La
unidad de legislación debe ser otro de los importantes objetos del Congreso.
Esa unidad representaría la unidad social y consolidaría la unidad política. Es
inmensa la influencia que ejercería en reforzar los lazos de unión entre las
naciones. Cuando se invocara las mismas leyes, los mismos principios de un
extremo a otro del continente americano, cuando se pudiera ocurrir a los
trabajos de los jurisconsultos de las repúblicas hermanas sobre las mismas
leyes que nos rijan, se desarrollaría un juicio común, un espíritu público
legal, si así puede decirse, en toda la América española. La asimilación de las
legislaciones modernas a la legislación romana ha sido tal vez el vínculo más
fuerte entre la antigüedad pagana y la civilización moderna; ella nos ha dado a
conocer la historia, la vida intima de ese gran pueblo, casi tanto como la de
las naciones contemporáneas. Por eso es que siempre que se ha tratado de unir
las diversas secciones de una misma nacionalidad, los espíritus pensadores han
propuesto la uniformidad legal como un medio necesario para alcanzar tal
objeto. «Yo sería el primero, dice
Rosmini, en pedir para la Dalia lo que Thibaut pidió
para la Alemania ,
a saber, un código común para todos los países italianos, aun mas, un
procedimiento común. Seria uno de los medios mas poderosos y pacíficos para
reunir los miembros esparcidos de este bello país.» Es verdad que en la Unión Norteamericana
hay tantas legislaciones como los estados de que se compone: eso solo importaría
que la federación sudamericana tendría un elemento mas de cohesión. Por otra
parte, probablemente no habría dificultades en la admisión de esta idea.
Algunas de las secciones americanas han ensayado ya trabajos de codificación:
¿qué obstáculos habría en aceptar la obra de una de ellas en algún ramo de la
legislación, cuando no existen entro ellas las diversidades de antecedentes y
de costumbres que producen la variedad en las legislaciones?
El
Congreso debo aspirar a realizar entre nosotros, en lo posible, los grandes
principios que la ciencia europea ha proclamado y que los hábitos inveterados,
las rancias preocupaciones impiden llevar a efecto en el viejo continente.
Tiempo ha que la ciencia económica ha clamado por la abolición de aduanas,
haciendo ver con la historia, que esa institución no es mas que un resto de la
barbarie feudal. Pero las viejas instituciones no pueden derribarse de un
golpe, so pena de producir mayores males en su caída que los que se trata de
remediar. Por eso es que los grandes estadistas, como Peel en Inglaterra, han
procedido con mesura en la obra de destrucción de las aduanas, comenzando por
la rebaja sucesiva de derechos. En los estados pobres de Sudamérica, cuyos mas
pingües ingresos provienen de las aduanas marítimas, sería insensatez
sacrificar su existencia financiera al rigorismo de un principio. ¿Pero sucede
otro tanto con las aduanas terrestres? De ninguna manera: en Chile se ha podido
abolir los derechos de internación de animales, sin gran gravamen para el erario
y fomentándose el comercio con las provincias argentinas. ¿Por qué no
extendería ese principio a toda clase de comercio y entre todas las Repúblicas
Americanas? Los pequeños perjuicios que de allí resultarían serían
suficientemente compensados por el aumento de comunicaciones, de población y de
comercio en nuestras ciudades interiores. Si el comercio marítimo extranjero ha
dado tanta importancia mercantil a nuestras poblaciones costaneras, el comercio
interior, sin las trabas que lo limitan, produciría un efecto comparativamente
igual respecto a las ciudades mediterráneas, que vegetan hoy día en el
abatimiento. Se comprende, por otra parte, cuánto no contribuiría a acercar los
pueblos americanos una comunicación tan libre como entre las provincias de una
misma república, destruyendo esas antipatías nacionales o provinciales que la
falta de contacto hace nacer. En España, en Francia durante los tiempos medios,
en general, en todas las naciones en que el feudalismo introdujo el sistema de
las aduanas terrestres, han sido el dique mas poderoso a la constitución de las
nacionalidades y el mas fuerte baluarte del estrecho espíritu de provincia.
Ahora bien, si se trata de establecer la nacionalidad sudamericana, de crear un
espíritu propio americano, el Congreso debe consiguientemente reconocer el
principio del libre cambio terrestre, que será precursor del marítimo.
A
la cuestión de la abolición de las aduanas terrestres, se liga otra que es su
complemento necesario. Quiero hablar de los caminos y los ferrocarriles, esos
caminos que vuelan como los ha llamado Blanqui, extendiendo un ingenioso dicho
de Pascal. Los caminos son las arterias por las que circula la vida de una
nación: así cuanto mas completa sea la viabilidad de un país, tanto mas activa
y vigorosa será su vida comercial, política y social, tanto mayor desarrollo
recibirán los varios elementos de que se compone el cuerpo social. Ahora bien,
el Congreso general a quien está confiada la constitución del organismo del
gran cuerpo sudamericano, debe proponerse desde luego la formación y
vigorización de ese elemento constitutivo de todo organismo. Un buen sistema de
caminos internacionales completaría la obra del libre cambio terrestre,
facilitándolo e impulsándolo. Supóngase que una red de ferrocarriles se
extendiera de Panamá a Magallanes, de Valparaíso a Río Janeiro, y figúrese la
actividad, el comercio la industria de que sería foco la América del Sur. Lo que
más ha contribuido quizá a dar a Estados Unidos su inmenso desarrollo mercantil
e industrial, es su masa de caminos de hierro, mayor que en otra alguna nación.
Es su perfecta viabilidad la que ha producido en esta nación esa unidad de
espíritu, que ni la comunidad de razas ni de legislación ni de religión, puede
haber introducido en la masa heterogénea que la compone. Es indudable que el
contacto entre todos los individuos de un país, el roce de las costumbres,
sentimientos o ideas, producido por la facilidad de las comunicaciones, es uno
de los elementos primordiales que forman las robustas nacionalidades. Una de
las mas graves causas de la debilidad de las secciones sudamericanas tomadas en
conjunto, es precisamente la falta de contacto mutuo, la reciproca ignorancia
de su estado que les hace recelar de la eficacia del auxilio de las otras. Un
vasto sistema de caminos o ferrocarriles, que ligara todas las naciones del continente,
unido a carreras de vapores por nuestras costas, remediaría este grave mal,
estrecharía nuestras relaciones comerciales, y nos haría arrebatar a la gran
República que tememos su arma mas poderosa. Si es verdad, por otra parte, que
esas empresas son mas bien del resorte de compañías particulares; en Sudamérica
donde el espíritu de asociación comienza apenas a despertar, necesitan de la
iniciativa de los gobiernos; y es la razón porque esa materia debería ser otro
de los objetos del Congreso general.
La
colonización y la inmigración: he ahí otra de las urgentes necesidades de las
Repúblicas Sudamericanas. Es la colonización la que vendrá a poblar y
fertilizar nuestros vastos territorios desiertos, la que resolverá el problema
de la reducción pacífica de nuestros indígenas, la que dará impulso a nuestra
marina por medio de las colonias pescadoras en nuestras playas inhabilitadas,
la que nos pondrá en posesión de islas y territorios que pueden ser ocupados
por naciones extranjeras. Es la inmigración la que debe desarrollar nuestra
industria en mantillas, dar la vida a nuestros campos, introducir brazos y
capitales de que carecemos, aplicar las máquinas, los procedimientos de cultura
que la ciencia ha descubierto y que aun nos son desconocidos. Serán ellas las
que explotarán nuestros veneros de riquezas todavía ocultos, las que derramarán
la civilización en nuestras masas, las que reformarán los hábitos coloniales,
proporcionando ese aprendizaje práctico de las costumbres y los usos útiles que
no se estudia en los libros; por último, las que llevarán a efecto nuestras
instituciones liberales, que no son mas que una letra muerta en nuestros
códigos y fuente de abusos en su aplicación, popularizando las ideas y las
costumbres políticas de que aquellas instituciones son consecuencia. Es
indudable que esa empresa debe ser acometida conjuntamente por todas las
Repúblicas Sudamericanas, supuesto que tienen en ella un igual interés, y que
unidas podrían realizarla más fácilmente que por los esfuerzos aislados de cada
una. En efecto, si debe tratarse de atraer una corriente de inmigración en
grande escala, como las que afluyen a Norteamérica y a Nueva Holanda, las
dificultades para atraerla serían mas fácilmente allanadas, asociando los
medios y los recursos, consultándose a mas de otras las economías en agentes,
comisiones y buques de trasporte. El Congreso deliberaría también sobre cual de
las naciones europeas convendría elegir para proveer a los grandes resultados
que se promete de la inmigración, y principalmente a esas necesidades de raza,
que no deben echarse en olvido, cuando se propone robustecer y enriquecer la
nuestra. ¿Sería la Francia ,
Italia, España, en general naciones de raza latina, que se amalgamarían con la
hispanoamericana por su semejanza en religión, idioma y costumbres? ¿O serían
preferibles los países de raza germánica, para utilizar el genio industrial que
caracteriza esa raza y reformar las costumbres por esa misma lucha de elementos
opuestos? ¿Adoptando este último sistema, quedaría otra cuestión por resolver?
¿Debería elevarse al rango de institución sudamericana ese principio de la
libertad de cultos fundados en el derecho inalienable de adorar a Dios según su
creencia, como una condición necesaria para el fomento de la inmigración, o ese
principio debería ser sacrificado en provecho de la unidad de religión, lazo el
mas fuerte que puede ligar a los hombres y que constituye toda la robustez de
la raza española? Dé ahí otras tantas cuestiones inherentes a la cuestión de inmigración,
sobre las cuales el Congreso general está llamado a decidir.
La
instrucción pública, señores, es otro de los pensamientos que el Congreso debe
tener en vista, como una palanca moral que trastornará el mundo americano en
sus costumbres coloniales, en sus ideas estacionarias, en todo su modo de ser
político y social. La uniformidad en el sistema de instrucción entro todas las
repúblicas hispanoamericanas sería un lazo mas que reforzaría los otros,
acercándolas por la inteligencia, como los caminos y el libre cambio las
aproximarían por los intereses comerciales. Si se estableciera la homogeneidad
en los estudios y en los grados de la instrucción superior se podría realizar
fácilmente la útil idea de hacer valederos en toda la América española, los títulos
universitarios expedidos en cualquiera de sus secciones. Se comprende cuánto no
aprovecharía tal medida a ensanchar el estrecho círculo en que se ejercitan hoy
día nuestras profesiones, cuando el abogado recibido en Chile pudiera defender
ante los Tribunales de Nueva Granada o Venezuela. El ingeniero civil y el
médico tendrían todo un vasto continente por campo de sus trabajos. La
instrucción primaria, por otra parte, recibiría un gran impulso con la adopción
de un sistema uniforme. Desde que las Bibliotecas populares llegaran a ser una
institución en todos los países sudamericanos, cuando el intercambio de los
libros publicados en cada uno de ellos viniera a facilitar y fecundar ese gran
pensamiento, cuando los trabajos, los progresos hechos por una República se
convirtieran en el patrimonio común de todas, el desarrollo intelectual sería
inmenso: no habría ya Andes para nuestras ideas.
Otro
objeto del congreso sería la garantía de la propiedad literaria. A medida que
se estrechen las relaciones entre los países americanos y que sean mas
conocidas las producciones literarias publicadas en todos ellos, serán más de
temer los fraudes de los libreros e impresores, en naciones que, como las
nuestras, hablan un mismo idioma. La
Francia ha celebrado en estos últimos años un tratado de esta
especie con la Bélgica ,
para impedir los abusos de los impresores de esta nación, de que se quejaban
los autores franceses. Por lo demás, esa garantía debería extenderse, entre
nosotros, a los privilegios exclusivos, reforzando así el estimulo a los
descubrimientos, que esos privilegios fomentan.
Una
de las medidas que reclama el desarrollo del comercio en Sudamérica, es la
unidad en las monedas, pesos y medidas. La adopción del sistema decimal, que no
tardará en ser una regla común a todos los países civilizados, fomentaría el
comercio mutuo de las repúblicas americanas y con las naciones extranjeras. Las
dificultades de su planeación serían alejadas con mas facilidad por los
esfuerzos simultáneos de todos los países hermanos. Por eso es que el Congreso General
debería proponerse por uno de sus objetos la realización de ese proyecto.
Entre
otras grandiosas ideas, cuya planeación cooperaría al gran fin del Congreso Sudamericano,
sería una la creación de una sociedad de historia y de antigüedades americanas.
Tal institución, lejos de ser una empresa meramente literaria, tendría una alta
importancia social. En efecto ¿cuál es la causa de ese desaliento, de esa
desconfianza en sus fuerzas para contrarrestar el poder norteamericano, que es
uno de los más graves síntomas del mal que aqueja a la América española? Es la
ignorancia de nuestro glorioso pasado, de la energía de las tribus indígenas,
cuya causa representamos, de nuestras penalidades comunes del coloniaje, de las
costosas luchas de nuestra independencia y de esos felices augurios de porvenir
que no debemos frustrar. Y bien; la sociedad de historia americana resucitará
esos recuerdos, esos dolores y esas glorias, nos hará sentir nuestra
nacionalidad en el pasado y preguntarnos, porque no somos hermanos en el presente
y unidos para siempre en el porvenir.
Sería
otra importante empresa fomentar el espíritu de asociación, ese gran principio
que da la vida y la grandeza a las naciones y que entre nosotros se halla aun
en germen. Sociedades de inmigración, de agricultura, de beneficencia; en una
palabra, todas las asociaciones que tiendan a desarrollar cualquiera esfera de
nuestra actividad social, verificarían la industria y el comercio, por la
comunicación de las ideas y la unión de las fuerzas.
Las
exposiciones de industria, establecidas ya en todos los países cultos, deberían
ser también protegidas por el Congreso General. Se concibe cuanto impulso no
imprimirían a nuestras manufacturas, a nuestra industria agrícola y comercial,
esas ferias en que se exhibirían todos los productos naturales y fabriles de
Sudamérica, que hoy día nos son casi desconocidos.
La
uniformidad de nuestra política exterior, adoptando las grandes reformas que la
humanidad está en vía de realizar, como la abolición del corso, la libertad de
la navegación fluvial, la extradición criminal civil, el reconocimiento del
derecho de intervención en la política americana, la reducción del ejército
permanente, la regularidad del sistema postal, son otras tantas cuestiones que
el congreso debería resolver y que han sido ya desarrollados en este mismo
recinto por un distinguido escritor americano [Juan Bautista Alberdi].
Creo
haber manifestado, señores, la necesidad de que las repúblicas Hispanoamericanas
se reúnan en un Congreso General para impedir su absorción por el gigante
angloamericano. He apuntado a la ligera los objetos que ese congreso debo
proponerse, concurriendo todos aún solo fin—la consolidación de la raza
española en nuestro continente, la constitución de una nacionalidad
sudamericana. Pero quién tomará la iniciativa? Cuál de las varias repúblicas
que deben componerlo, es la que está llamada a encarnar ese pensamiento, y con
la suficiente influencia moral para arrastrar la inercia de las voluntades? Esa
república no puede ser sino Chile. Estando mas distante del peligro común,
gozando de una paz mas consolidada, la mas rica y fuerte, respetada por el
extranjero, ejerciendo cierta supremacía sobre las repúblicas hermanas, la
primera que ha dado el grito de alarma, es naturalmente la que puede y debe
emplear su mediación para llevar a efecto el Congreso General sudamericano.
Concluiré,
señores, por desvanecer una idea que, aboliendo los sentimientos de raza y de
patria, haría inútiles todos los esfuerzos de resistencia y nos entregaría
manos atadas a la república norteamericana, idea sostenida por los espíritus
seudo—humanitarios que no comprenden mas que la estéril y abstracta idea de
humanidad, y que por otra parte, cuenta mas partidarios de lo que se cree entre
los hombres positivos. ¿Qué importa, se dice, esta estrecha idea de patria que
limita nuestros sentimientos al recinto de tantas leguas cuadradas, al lado de
esa grandiosa idea de la humanidad que no reconoce por límites sino los del
mundo mismo? ¿Qué es el sentimiento de raza sino un resabio del antiguo
antagonismo entre los hijos de un padre común? Si a lo que debemos aspirar aquí
abajo, es a formar una sola familia humana, mas pronto llegaremos a ese fin, cuando
las barreras de la religión, del idioma y de lo que se llama el patriotismo
hayan caído, y todas las razas se hayan confundido en una sola. En América, por
ejemplo, cuanto no ganaría la unión humanitaria y la causa de la democracia, si
una misma raza y una sola república se entendiera de uno a otro polo, si una
misma lengua, unas mismas ideas y unas mismas instituciones rigieran en este
gran continente, aunque Chile no formara mas que una estrella apagada del
pabellón americano!...
No,
señores, la división de razas no trae solo su origen de los odios humanos, está
en la naturaleza, es la obra de Dios! De la familia al municipio, de los
municipios a la nación, de las naciones a la raza, de las razas a la humanidad,
hay una gradación marcada por la naturaleza misma. En cada uno de esos círculos
que se ensanchan hay una vida propia, ideas, sentimientos propios, un organismo
que los hombres no pueden romper impunemente, una esfera distinta de desarrollo
y de acción, que les permite llevar a la grande esfera su porción de ideas y de
vida peculiar. La división de razas, la idea de patria son pues tan sagradas
como la institución de la familia: su coexistencia separada forma esa variedad
en la unidad, signo característico de las obras del hacedor, ley eterna que
preside el mundo físico, como el mundo moral, como el mundo intelectual. El
sentimiento que nos liga al país en que hemos nacido, no es un sentimiento
mezquino, como la idea de familia no se opone a la de patria, ni esta excluye
la de humanidad. Así los que pretenden abolir esas divisiones naturales,
reducir a una desolante uniformidad las originalidades de las razas, trastornan
el orden eterno y cercenan esa misma idea de humanidad que solo reconocen…
La
raza latina no debe sucumbir en América. Le están reservados demasiado altos
destinos para que el desaliento la suicide. Si la América es el porvenir de
la humanidad, si, «cuando la columna europea se haya desmoronado.... ese
poderoso continente se ha de alzar del horizonte para gobernar a su vez» [Phillips
«América»]; si entonces la raza anglosajona dominara sola en él, ¿qué sería de
la generosa raza latina? ¿Quién sería su representante en la gran familia?
¿Será la decrépita Italia, que el león austriaco amenaza ya desgarrar? ¿Será la España , esa vieja madre que
sufre las consecuencias de sus propias faltas y no podría sino deplorar la
desgracia de sus hijos de América? Queda solo la Francia , pero la Francia sola, estrechada
por todas partes por esa raza germánica que domina ya en los cinco continentes,
agotadas sus fuerzas en estériles ensayos de organización social, sucumbiría tal
vez.
No,
señores, la raza latina no debe, no puede, no quiere perecer en América!
JUAN
MANUEL CARRASCO ALBANO
Fuente:
Sociedad de la Sociedad Americana
de Santiago de Chile, “Union i Confederacion de los pueblos Hispano-Americanos,
pág. 257 y sgtes., Imprenta Chilena-1862. Ortografía modernizada.
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