abril 09, 2012

"Paz Perpetua en América o Federación Americana" Francisco de P. G. Vigil (1856)


PAZ PERPETUA EN AMERICA O FEDERACION AMERICANA 
Por Francisco de P. G. VIGIL 
[Bogota, 1856] 

La loi du monde n’est pas, et ne peut pas étre distincto de la loi de Dieu. Or, la loi de Dieu ce n’est pas la guerre, c’est la paix. Les hommes ont comencé par la lutte comme la création par le chaos D’oúviennent-ils? De la guerre; cela est evident Mais oú von-lis? A la paix; cela n’est pas moins evident. 
VICTOR HUGO 

 I. 
Una dolorosa experiencia de algunos años ha venido a convencer a la America de que su felicidad está en la paz y su progreso en la unión. Los pueblos hispanoamericanos a quienes plugo a Dios ligar con los lazos de la fraternidad, a quienes él se revela bajo su forma verdadera y única, la de JESUCRISTO, que ha reunido bajo el mismo hemisferio, que alumbra con el mismo Sol ardiente y vivificador de los Trópicos, que borda el manto de la noche con las mismas constelaciones estrelladas, que abre sus flores con las mismas auras, arrulla sus playas con las mismas olas, y abraza y estrecha con ese cinturón de nieve donde se posa.
“El peruviano Rey del pueblo aéreo,” y que los geógrafos han bautizado con el hombre de Cordillera de los ANDES; los pueblos hispanoamericanos, repetimos, tienen en su posición topográfica, en sus instituciones, en su idioma, en su religión y en sus costumbres, todos los elementos de la unión natural y por consiguiente de la asociación política.
Sin embargo, como la triste herencia, de la humanidad es poner en duda las mas grandes verdades, y llegar al término de la ventura por el áspero camino de la desgracia, los pueblos hispanoamericanos han desobedecido a los impulsos de la simpatía mas fuerte, la simpatía de la sangre, y dando crédito al sugestiones satánicas, sentimientos egoístas y a las ambiciones personales, han llegado a presentar el escándalo de estar divididos por la discordia, ensañados por el odio e inspirados por el Demonio de la guerra. El templo de Jano se ha cerrado muchas veces por las disensiones de familia, la Diosa, de la Paz ha salido desterrada llevando en su mano la benéfica oliva que debía trasplantar en Naciones mas civilizadas y ¡quien lo hubiera imaginado! las armas con que derrocaron a sus tiranos se han vuelto contra ellos mismos, los hermanos se tornaron en rivales, los amigos en enemigos y el crimen de Caín se ha realizado con mas horror en la familia americana. Embriagados con el triunfo, desvanecidos con el vértigo que producen los vapores de la sangre que se respira en los campos de batalla, han llegado a desconocer a sus mismos camaradas de Vivac, a sus mismos compañeros de armas con quienes quebrantaron el yugo de sus Faraones, y en el furor de destruir a sus opresores y tiranos no han tenido la suficiente calma para distinguirlos y conocerlos. El mismo amor de la Libertad, el mismo celo por la independencia, los ha conducido al lamentable extravío de encontrar extranjeros a los compatriotas, extraños a sus aliados, disidentes a sus correligionarios y enemigos a sus hermanos. 
Así es, que la historia, ese inmenso espejo de los siglos, tiene que colocar al lado de la sublime Epopeya de la emancipación, los trágicos epílogos de la guerra civil; al héroe que ayer entraba a una ciudad ofreciéndole la protección de su, espada, tiene que pintarlo, después, con las legiones que vienen a invadirla; a los guerreros de la LIBERTAD mas tarde convertidos en expedicionarios de la Conquista, los campeones de la INDEPENDENCIA en soldados de la usurpación, los defensores de la AMERICA en exterminadores de sus pueblos. ¡Oh vergonzoso contraste! ¿Y como pudo degenerar el magnifico Poema en esa comedia? Después de CARABOBO, RANCAGUA Y AYUCUCHO, esas páginas de oro de la historia continental ¿podrán registrarse sin el bochorno de la humillación las del PORTETE y las de INGAVI?
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II. 
La AMERICA, pues, tiene que rehabilitarse ante la opinión universal y ante el fallo de la posteridad. La impresión favorable que produjo en el universo el acto solemne de su emancipación colonial, ha perdido su grandeza con las discordias posteriores; las últimas escenas han eclipsado a las primeras, los hechos de barbarie se han sobrepuesto a los rasgos de la heroicidad, la guerra civil ha venido a perder la majestad de la guerra de la independencia. 
¿Y este estimulo no seria bastante ¡Oh americanos! para invocar el pasado, renegar para siempre del presente y encaminarnos por otra senda al porvenir? ¿Pero como resolver este problema triple me diréis? ¿Quien es el Edipo que pueda encontrar la palabra misteriosa con que se resuelva el enigma? He aquí lo que viene a deciros un venerable Sacerdote de la Iglesia americana , un Sacerdote que en la Tribuna y en los Libros ha predicado siempre la Libertad, un Sacerdote que la causa de América conoce demasiado, que cuenta el Perú en el numero de sus primeros patricios, que acusó en las Cámaras a un Presidente que desobedecía la Constitución, y que hoy alejado de los bancos de la Asamblea por antiguos que quebrantamientos de salud, pasa en la soledad de una Biblioteca, como filólogo Tinconi (*) que acaba de morir, las horas de una existencia, que según la expresión de Lamartine por si mismo, se recrea en escribir. (se delasse en ecrivant). Después de este retrato a grandes rasgos ¿es necesario que se pronuncie el nombre del Sr. Vigil?. 
Los medios que él propone son muy asequibles para que se tengan por utopías de fantasías poéticas, palabras sin sentido a que recurre la indolencia y que se desvanecen ante los fulgores de la razón, como el manto de las nieblas bajo los rayos del Monarca de la luz. El Sr. Vigil estudia la situación política, religiosa y topográfica de los pueblos de la América Española, examina sus intereses económicos, sondea sus peligros futuros, reconoce sus males presentes, considera sus instituciones, y después de uno elocuente pintura, en que el sentimiento y la verdad se dan la mano, de las consecuencias de la desunión que él atribuye a un acto irreflexivo, concluye con estas palabras que reasumen todos los pensamientos que tan lógica y brillantemente desarrolla en el Opúsculo con una unción evangélica y mi americanismo que edifica. 
Conviene a las repúblicas hispanoamericanas no permanecer por mas tiempo como se hallan todavía desde su principio separadas unas de otras sin otros vínculos que los universales de fraternidad, y expuestas al peligro de la guerra con sus funestos resultados, porque no se han prevenido para evitarlos. Conserven su independencia y el ejercicio de su soberanía en todos los asuntos domésticos, relativos a la administración interior de cada una; pero júntense en los comunes y generales y sean todas representadas por autoridades que cuiden de ellas y de las relaciones exteriores, y aparezcan a la faz de a Europa y del Universo como una gran nación, dejando para entre si mismas sus subdivisiones. Si alguna vez tuviesen querella unas con otras, no apelarán a las armas en ningún caso, sino que la someterán al juicio de un tercero, ni mas ni menos de lo que hacen ahora y deben hacer los particulares y se someterán al fallo pronunciado como se someten y deben someterse aquellos; se pena de hacerse obedecer la autoridad por medio de la fuerza empleada contra quien se resiste a la razón de la justicia declarada por juez competente imparcial.” 
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III. 
Como se deduce de esta especie de programa, el Sr. Vigil propone para todas las Secciones de Hispanoamérica una FEDERACION como la que liga los Estados Unidos del Norte, FEDERACION que permite en toda su libertad el ejercicio de la Soberanía Nacional de cada República. 
 De esta unión no puede melles que resultar la fuerza para rechazar los ataques exteriores y la paz para el desarrollo de los intereses internos. La AMERICA, para el extranjero una sola Nación, grande, rica y floreciente como Dios quiso que fuese; la guerra internacional se reemplazará con el arbitraje, los ejércitos permanentes, esas constantes amenazas de la libertades públicas, esos anacronismos de las democracias, tendrán que desaparecer por innecesarios y gravosos: el raciocinio sustituirá a la fuerza, el derecho a la acción, la indiferencia al amor, y el amor traerá por resultado forzoso la paz. ¿Y cuanto no significa esta palabra simbólica? La paz, es la industria, la agricultura, el comercio, el trabajo, el crédito, la instrucción. Y con ella como dice Girardin. 
“Los istmos se rompen. 
La navegación se hace más rápida y segura. 
Los caminos de fierro hacen lo que las fronteras destruían. 
El Telégrafo eléctrico lleva sus hilos todas partes. 
Los cambios se multiplican hasta lo infinito. 
Todos los trámites se simplifican. 
Todos los errores se rectifican. 
Todas las fuerzas se utilizan. 
La violencia del progreso crece por la imitación llevada su mas alta potencia, y en una proporción de que el pasado no podía dar idea. 
El hombre cesa de luchar locamente contra dificultades creadas para él mismo y por él mismo; no estando separado de su tarea y no teniendo otro cuidado que vencer las resistencias de la naturaleza, obligándola a desentrañarle sucesivamente todos sus secretos, lo que sabe le sirve para descubrir lo que ignora, y por lo que ha hecho en el pasado cuando estaba desprovisto de recursos, de conocimientos e instrumentos, se puede medir lo que hará en el porvenir, cuando disponga de instrumentos poderosos, conocimientos preciosos, recursos inagotables. La libertad se afirma por la paz y esta por la libertad.” 
Este solo cuadro, que el distinguido publicista desarrolla mas adelante, hasta para comprender todos los beneficios, todos los progresos, que vienen de la abolición de la guerra. ¿Y lo que se ha pensado realizar para todo el mundo se creerá impracticable para la América del Sur? Allí está la del Norte que desmiente a los políticos del statu quo. ¿Se dice que son varias Repúblicas para que se pueda hacer una Federación? Allí este la GRAN CONFEDERACION GERMANICA, compuesta de treinta y ocho Estados, allí está el PACTO FEDERAL de los veinte y dos Cantones de la Suiza? Todavía podía objetarse la dificultad que presenta el número de los Mandatarios. Y qué! ¿no podrán hacer los republicanos lo que hacen los Monarquistas? ¿Lo que hicieron diecisiete Príncipes para organizar los ESTADOS CONFEDERADOS del Rin, no le es dado ejecutar catorce o mas Presidentes para la FEDERACION AMERICANA? Puerilidad ridícula será, pues, la de oponer esta objeción que la experiencia destruye y que el progreso rechaza. Ni el rubor de pasar en política por utopistas puede ser una dificultad a los propagadores de la idea del Sr. Vigil, porque la paz universal cuenta entre sus abogados a Cobden y a Clarendon y las federaciones a Meternich y Hardenberg. 
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IV. 
No podemos menos que hacer notar una coincidencia providencial. Los dos guerreros más celebres de la época moderna., NAPOLEON Y BOLIVAR, han tenido proyectos de pacificación muy semejantes. El primero soñaba con la SANTA ALIANZA de Europa y decía, “es una idea que me han robado,” el segúndo pensando en la ASAMBLEA AMERICANA escribía: “Nada podrá llenar tanto los ardientes votos de mi corazón, como la conformidad que espero de los gobiernos confederados a realizar este augusto acto de la América.” El abate de Saint-Pierre traza las primeras paginas que hablan sobre PAZ PERPETUA en Europa, el reverendo John Burnett es uno de los Defensores del CONGRESO UNIVERSAL el Sr. Vigil somete hoy a la consideración pública un Opúsculo sobre la PAZ PERPETUA EN AMERICA. Nosotros vemos en esta coincidencia la Mano de Dios, y cuando él inspira a los Apóstoles de las buenas causas su triunfo no está muy lejano. Nada más propio que nos hable de PAZ un Ministro del altar, que un Sacerdote de Jesucristo esparza con la mansedumbre del apostolado los sentimientos de la concordia y del amor fraternal. 
Cuando ideas semejantes pasan a tales abogados, se puede decir que han encontrado sus órganos legítimos y que la Providencia las encamina a su realización. 
Un navegante descubre el Nuevo Mundo, un maquinista el vapor, un artesano la imprenta, siguiendo este orden la cronología de los descubrimientos le tocaba a un Sacerdote descubrir las medidas de la estabilidad de la paz. 
Hay además un suceso reciente de mucha importancia y que nosotros miramos como un presagio feliz; este suceso, que puede considerarse como la aurora del día del porvenir de la América, es la RESURRECCION DE COLOMBIA. 
Todo, pues, hace prever la próxima realización de la profecía del inmortal Cantor de Junín. 
Será perpetua ¡oh Pueblos! esta gloria, 
y vuestra libertad incontestable 
Contra el poder y liga detestable 
De todos los tiranos conjurados, 
Si en lazo federal de polo a polo 
En la guerra y la paz vivís unidos. 
Vuestra fuerza es la Unión. Unión, ¡oh Pueblos! 
Para ser libres y jamás vencidos.”
La imaginación no puede abarcar todo lo que seria la América si estuviese unida por la federación. 
El espíritu se fatiga contemplando su grandeza y prosperidad en las regiones del idealismo. Queremos levantarnos un momento del mundo real y trasportarnos al de la poesía, y la América se nos presenta como la tierra de Canaán con todos los progresos que tienen que desarrollar los siglos, e involuntariamente nos postramos en el espíritu saludando al Dios de Sabaot que ha querido escoger nuestra Patria para, el Paraíso de la tierra. 
Pero, para llegar a ese termino pesa sobre los jóvenes una inmensa responsabilidad. Nosotros estamos obligados a preparar el terreno para que la semilla fructifique; nosotros que no hemos hecho nada por la patria, que nos hemos encontrado con la libertad ya conquistada, tenemos la obligación de amplificarlas. Nuestros padres nos dieron Independencia, leguemos nosotros a nuestros hijos la unión. Completemos la obra, si queremos que la historia nos considere dignos de nuestros próceres. La prensa y la Tribuna son los campos de batalla del siglo XIX; lancémonos pues allí para establecer la propaganda de los sentimientos de fraternidad y de las ideas republicanas, y nos libraremos de las execraciones de La posteridad. Respetemos a los ancianos a quienes debemos el ser libres; que nuestra rivalidad se funde en amar mas a la Patria y en honrarla; que nuestra superioridad consista en el progreso y que todas nuestras acciones sean inspiradas por estas dos ideas: LA LIBERTAD y LA AMÉRICA. 
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V. 
Antes de concluir estos mal trazados renglones, dignos de la grandeza de la causa a que están consagrados, queremos hacernos intérpretes de un pensamiento del autor de la PAZ PERPETUA. Conociendo el Sr. Vigil la misión de la poesía para hacer amables y generalizar las ideas, convencido de que ella es el idioma de lis Dioses, como la llamaban los antiguos, como dice Pelletan “una Bacante severa del espíritu viviente que enciende el entusiasmo de la idea,” quiere que los bardos americanos hagan vibrar las cuerdas de su lira celebrando los sentimientos de fraternidad y alianza de nuestros pueblos. ¡Qué asunto más digno para la poesía! De este modo los cantos que se dediquen a este objeto podrán figurar en la edición del OPUSCULO que se ha dignado en encomendarme. Quieran nuestros bardos escuchar este llamamiento del patriotismo, y todos los que miren estas unicas en el hemisferio de Colon. La alianza literaria será la precursora de la alianza política; y cuando se miren recopilados en un solo libro las inspiraciones de diversos climas y diversas latitudes, armonizando todas en un solo sentimiento, la concordia, ese libro será el Apocalipsis del porvenir de la América. 
Lima, Mayo 21 de 1853. 
MANUEL NICOLAS CORPANCHO. 
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Tunc genus humanum positis sibi consulat armis, 
Inque vicem gens omnis amet: pax missa per orbem 
Ferrea belligeri compescat limina Jani. 
(LUCANO, lib. 1°, y. 60 y siguientes) 
“Los hombres depondrán las armas para pensar en su felicidad: 
El amor unirá a los pueblos y les dará paz perpetua.” 
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Fæderis æquas 
Dicamus leges, socios que in regna vocemus 
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Præterea, qui dicta ferant, et fædera firment, 
Centum oratores prima de gente latinos 
Ire placet, pacisque manu prætendere ramos, 
(VIRGILIO, Eneida, lib. 11, y. 321 y siguientes.) 
“Federémonos con leyes justas; asociémonos en el gobierno, y 
nombremos diputados que celebren el pacto y lleven en sus 
 manos la oliva de la paz” 
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Homo a lege et jure semotus, omnium animalium deterrimun 
Est… Armis instructus prudentia ét virtute, quibus ad res 
contirarias maxime uti licet… Justitia civilis res est: nam judicium 
societatis civilis ordo est: juris autem disceptatio judicium est. 
“Cuando el hombre no procede conforme derecho, es el peor 
de los animales. Sus armas son la prudencia y denlas virtudes, 
para usar de ellas, principalmente, en los casos en que tenga 
contradicción. Habiendo justicia en las sociedades civiles, su 
orden está en el juicio; y el juicio es el examen del derecho.” 
(ARISTOTELES, De República, lib. 1° cap. 2°) 
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PAZ PERPETUA EN AMERICA O FEDERACION AMERICANA 
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ANTECEDENTES EN EUROPA HASTA PRINCIPIOS DEL PRESENTE SIGLO 
Es tan halagüeña, amable y dulce la palabra paz, que no habrá sobre la tierra una sola persona de quien no sea bien recibida y con entusiasmo, y que no la considere como la primera condición de la felicidad y su mejor y mas firme, garantía. Hijos todos los hombree de un mismo padre, y por consiguiente hermanos y destinados a vivir, después de la sociedad doméstica, en la familia grande de la Nación, no debemos desmentir en ningún tiempo el honorífico signo de fraternidad que con alarde llevamos sobre nuestra frente. 
En el hogar domestico la autoridad del padre, de esta imagen mas que ninguna otra parecida al arquetipo del Creador, es suficiente para mantener en la familia el orden y la paz, durante el periodo de la minoridad humana; pudiendo ser uno mismo legislador, ejecutor y juez sin peligro alguno, porque es padre. 
Al salir de este recinto el hombre y dejarse ver ante la patria con la toga viril de la ciudadanía, reclamando el ejercicio de las funciones de su dignidad, encuentra leyes que reglan los derechos políticos y los civiles; de suerte que nadie puede atacar impunemente su persona, su honor, sus bienes, así como el debe respetar lo que es de otros, sino que todo se pesa en la balanza de la justicia antes de pronunciar sentencia. 
Pero todavía hay más que hacer. Lo que es el individuo ante la sociedad civil, es cada una de las sociedades civiles, o son las naciones ante la sociedad universal del genero humano; y como ellas pueden hallarse en circunstancias semejantes a la de los individuos entre si, hay también necesidad de establecer reglas por donde se mantengan todas en paz y terminen sus querellas sin discordia. El Derecho de gentes, o sean los principios del Derecho natural aplicados a las naciones en orden a sus negocios e intereses recíprocos, se dirige a este santo y humanitario objeto, que suele marcarse mas claramente en tratados especiales de paz y amistad. 
Mas por inviolable que sea la justicia de aquellos principios y estrechos los vínculos con que se hayan ligado las naciones y sus gobiernos, frecuentemente se ponen estos en discordia; y a pesar del Derecho de gentes y de los tratados, el demonio de la guerra se deja ver entre los pueblos y los enciende. Entonces desaparece la semejanza entre los individuos y las naciones, y la aplicación del Derecho natural es imperfecta, muy imperfecta, o mas bien dicho, no hace tal aplicación en el caso mas grave y trascendental, y se emplea el uso de la fuerza, que los gobernantes impávidamente han calificado de última razón, última ratio Regum. De esta suerte, cuando a los individuos no les es permitido sacar la espada porque hay leyes y jueces, los gobiernos de las naciones lo hacen porque no pueden ser juzgados; como si dijéramos, que tienen que salir de la senda racional para entrar al campo donde también pelean los seres vivientes, que nosotros los hombres llamamos bestias, si feroces. 
Tan chocante y vergonzosa anomalía no pudo menos de fijar la intención alguna vez para poner remedio y guardar consecuencia. La historia antigua ha conservado el recuerdo del Consejo de los Anfictiones, que era una Asamblea compuesta en su origen de las naciones y tribus griegas que habitaban una parte de la región llamada Tesalia y llegaban hasta doce. Creen algunos que su fundador fue Anfictión, tercer Rey de Atenas, y que reinó en las Termópilas; pero Estrabon, reconociendo que nada se sabia de los antiguos tiempos, refiere que Acrisio, Rey de Argos, fue el primero que puso en orden el Consejo, señaló las ciudades que por medio de Diputados ocuparon asiento con el correspondiente sufragio, y fijó los procedimientos a que debían conformarse para dirimir las controversias que tuviesen entre sí [1]. Habló también de otra confederación de siete ciudades, que nombra en seguida, y cuyos Diputados se reunían en el templo de Neptuno, en la pequeña isla de Calauria [2]. En vista de estos y otros testimonios, creen modernos escritores, que eran comunes entre los antiguos griegos los Consejos parecidos al de los Anfictiones. Su objeto era “examinar los negocios de la Grecia, evitar las guerras, juzgar toda especie de causas, principalmente los atestados contra el Derecho de gentes y la santidad del templo de Delfos; y si las naciones condenadas por un decreto de las Anfictiones no obedecían, la Asamblea tenia derecho de armar contra el pueblo rebelde toda la confederación, y de excluirlo de la liga anfictiónica.” [3] 
Mas tarde apareció la liga de los Aqueos, que tenia por objeto principal la defensa común contra los Dorios. En tiempo de Arato y de Filopemen se hizo celebre, hasta que posteriormente llegaron sus Estados a componer una provincia romana [4]. También en Italia formo antiguamente la Etruria una república federal, compuesta de doce Estados o lucomonias. Cada Estado particular no podía declarar la guerra, hacer la paz, u contraer alianza, lo que estaba reservado a la Dieta general. Hubo otras federaciones, que sucumbieron bajo el poder romano [5]
La historia moderna presenta otros ejemplos. Es célebre la Dieta del Imperio germánico por su antigüedad y por las variaciones que ha sufrido posteriormente. A fines del siglo 12 el Emperador Federico I o Barbarroja, tuvo que renunciar a sus proyectos contra la Hungría porque la Dieta le negó su consentimiento, sin el cual no podía declararse la guerra. En la paz de Westfalia, a mediados del siglo 17, se dijo nuevamente que “no habría lugar a declaración de guerra en el Imperio ni se haría paz o alianza, ni se decretarían impuestos, ni construcción de fuertes etc., sin consentimiento de la Dieta” [6]. A principio de nuestro siglo quedó disuelto el Imperio Germánico: una gran parte de sus antiguos Estados vino a formar la Confederación del Rin, bajo la protección de Francia; y a consecuencia de la caída de Napoleón apareció de nuevo la Confederación Germánica. Su objeto es “garantir cada Estado, por medio del concurso de todos, su inviolabilidad e independencia, la seguridad interior y la exterior, cuidando principalmente de la conservación de la paz entre los Estados confederados y si entre ellos se suscita alguna contienda, no permite que se resuelva por las armas sino por un Tribunal particular” [7]
No pasemos sin hacer memoria de la Confederación Helvética, disuelta en la época de la revolución francesa, restablecida por Napoleón en 1803 y confirmada por el Congreso de Viena. Su Dieta, que se compone de 24 Diputados, esta encargada de los negocios exteriores y de cuanto pueda contribuir al interés de la federación [8]
Tampoco dejemos de hallar de las provincias de los Países Bajos, que logrando emanciparse del gobierno español celebraron en 1579 una alianza: que es llamada la Unión de Utrecht, por la cual se ligaron en un Estado federal para defender su independencia y libertad contra Felipe II, Rey de España [9]. Acerquémonos a proyectos más vastos y más análogos a nuestro propósito. 
El gran Enrique IV, Rey de Francia, fue autor de un proyecto para asegurar la paz en la Europa cristiana. Su Ministro, el Duque de Sully, después de hacer sus análisis, presenta la idea en compendio, diciendo así: “El objeto del nuevo plan era dividir la Europa en un determinado número de potencias, que nada tuviesen que envidiar las unas a las otras en cuanto a la igualdad, ni nada que temer respecto del equilibrio. El número de las potencias estaba reducido a 15, a saber: seis grandes monarquías hereditarias, cinco monarquías electivas y cuatro repúblicas soberanas. La representación de los Estados se hacia por un Consejo general, cuyo modelo era el de los Anfictiones de la Grecia, con las modificaciones convenientes a los usos y climas de Europa y al objeto de su política; y se formaba de un cierto número de Comisarios reunidos en cuerpo de Senado para deliberar sobre los negocios ocurrentes, ocuparse en discutir los diferentes intereses, pacificar las querellas, aclarar y zanjar todos los asuntos civiles, políticos y religiosos de Europa, ya fuese consigo misma u con el extranjero. El Senado podía renovarse de tres en tres años” [10]. Pasemos ahora de los Gobiernos los escritores. 
Carlos Ireneo Castel, mas conocido por el Abate de San Pedro, sin tener noticia del proyecto de Enrique IV, se ocupó muy seriamente en la meditación de otro que era él mismo en sustancia e intituló “Proyecto de Paz perpetua en Europa”. Al presentar sus análisis dice entre otras cosas así: “Tocado sensiblemente de los males que causa la guerra, me he resuelto a penetrar hasta el origen del mal y buscar con mis propias reflexiones si este mal no tenia remedio, y no podrían encontrarse medios practicables para terminar sin guerra las diferencias futuras y establecer entre los gobiernos paz perpetua. Me parecía necesario empezar haciendo algunas reflexiones acerca de la necesidad en que están los soberanos de Europa, como los otros hombres de vivir en paz, unidos por alguna sociedad permanente para ser mas felices, y acerca de los medios hasta ahora empleados. Encontré que estos medios se reducían a hacerse promesas mutuas en tratados; y no tardé en conocer que en ellos no había suficiente seguridad para terminar equitativamente y sin guerra las contiendas futuras; sino que, tomando por modelo las soberanas de Holanda, de Suiza, y principalmente las de la Unión Germánica, podía ella obtenerse por medio de un arbitraje perpetuo, en que los débiles tuviesen esa seguridad suficiente, sin que el gran poder de los mas fuertes pudiese dañarles; se guardarán fielmente las promesas recíprocas; no se interrumpiera el comercio, y las controversias terminarán sin guerra por la vía indicada del arbitraje. Examinando los soberanas este proyecto, no pueden menos de encontrar en él mayor número de ventajas y mucho menos inconvenientes, y menos graves que en el sistema presente de guerra, y no trepidaran lo menos poderosos en firmarlos y presentarlos a otros.” Sigue hablando de lo que llama medios practicables y suficientes, que consisten en los artículos de un tratado de unión, a fin de dar seguridad suficiente a la perpetuidad de la paz. Si Enrique IV reducía a 15 el número de potencias de la Europa cristiana, el Abate de San Pedro lo extendía a diecinueve, haciendo entrar a la Rusia, y destinaba a una ciudad de La Paz, que con su territorio formaría un pequeño Estado donde habían de reunirse los Diputados [11]
A primera vista conocerán nuestros lectores la suma importancia de un proyecto tan conocidamente útil a los gobiernos y a las naciones, y tan poderoso de honrar, sobre toda recomendación, la filantropía de su autor, que, sensible a los males que la guerra causa a los pueblos, se empeñó en arbitrar un medio de conservarlos en paz. El título de la obra no estaba expuesto a esas acriminaciones y amargas censuras con que son calumniadas otras obras, y viciada la intención de sus autores para desacreditadas con suceso; pero habían otros medios que conducían al mismo resultado. El proyecto de Paz perpetúa en Europa fue luego calificado de impracticable, de quimérico, pura teoría, sueño generoso, y los que mas piadosamente lo menospreciaban, era repitiendo lo que había dicho el cardenal Dubois: delirios de un hombre de bien. El Cardenal de Fleuri dijo igualmente al autor; os habéis olvidado de poner un artículo preliminar, para que se envíen misioneros que preparen el espíritu y el corazón de los reyes. El Abate haba rogado a los hombres inteligentes que escribiesen contra su proyecto si lo reprobaban; y los diaristas de Trevoux publicaron esta indicación, que llamaron Cartel de desafío, y estimularon a los escritores a que tomaran la pluma; no fuera que el silencio diese a entender que la causa contraria al proyecto era tan mala que nadie quería encargarse de defenderla [12]. No aparecieron impugnadores; pero se susurraba en los gabinetes y en conversaciones privadas, y a veces de paso en obras que trataban de otras materias, y se repetía la palabra de Dubois: delirios de un hombre de bien. 
Pero esta conducta no era racional, ni de ella sacaban ventaja las naciones, y pudiera serles en extremo dañosa; porque se trataba de una cuestión gravísima y de importancia vital a sus intereses: y porque mirándola con indiferencia se impediría la realización de un pensamiento que podía traer paz perpetua a los gobiernos y a los pueblos. El nombre solo de paz, tenía derecho a llamar la atención para discutir el punto con diligencia y procurar y buscar los medios de estar en paz, ya que no fuese dable obtenerla. ¿Por qué proyectos de manifiesta utilidad, que tienden a remover los obstáculos que se presentan a la prosperidad de las naciones, o a proponerles medios de bienestar, son mal recibidos, aun por esos mismos a quienes se presta el servicio? No queremos contestar a esta pregunta; y empeñémonos mas bien en desacreditar la indolencia, la prevención, con que se ha mirado un punto de tanta gravedad, hasta reputar impracticable, imposible, el proyecto de una paz perpetua. Y pues lo que se llamó delirio en Europa lo será también en América, cuanto digamos al caso se hallará siempre dentro de nuestro propósito: Paz perpetúa en América. 
Al referir el Duque de Sully lo relativo al proyecto en cuestión, dice que la primera vez que oyó hablar acerca de él a Enrique IV, no le prestaba atención; apenas le escuchaba, creyendo que chanceaba el Rey, o quizá quería acreditar que tenia en política ideas mas adelantadas que el común de los hombres; y que si en otras ocasiones le dedicaba algunos instantes, el primer aspecto del proyecto, que suponía la reunión de todos los Estados de Europa, gastos inmensos y una cadena de incidentes que parecían infinitos, le hacia rechazar el pensamiento: que preocupado fuertemente de esta idea procuraba desengañar a Enrique, quien sorprendido de no verle de acuerdo sobre ningún punto, sino que todos los desechaba, le rogó que se aplicase a comprender bien el proyecto: que habiéndole hecho así, empezó a tener una idea mas justa, reconociendo que antes solo había mirado el asunto confusamente: que llegó a penetrarse de la utilidad que resultaba a Europa: que los medios que debían emplearse le detuvieron mas, sin advertir que su ejecución podía retardarse cuanto fuese conveniente, preparando los recursos que el tiempo ofrece a los que saben sacar partido de él; y que al fin se convenció de que aquello que le parecía lo mas difícil venia a ser lo mas fácil. “Cuando me coloqué, dice, en el verdadero punto de vista, y lo pesó todo, lo calculó todo, y en seguida quedó todo previsto y preparado, me sentí persuadido de que el proyecto de Enrique era justo en su principio, posible y aun fácil en todas sus partes, e infinitamente glorioso en todos sus efectos; de suerte que yo fui el primero en recordar al Rey sus empeños, y en hacer valer frecuentemente contra él mismo sus propias razones.” 
Sigue refiriendo la parte distinguida que tuvo la Reina Isabel de Inglaterra en la ejecución de este proyecto, que le había comunicarlo por cartas Enrique, y sobre que trataron mas de cerca viniendo la Reina a Douvres, y el Rey a Calais, y haciendo después Sully un viaje a Inglaterra con el mismo objeto. “Yo la encontré, dice el Duque, muy ocupada en los medios de llevar a cabo este gran proyecto, y a pesar de las dificultades que imaginaba, no por eso ponía en duda que fuese realizado. Ella confiaba en un motivo, cuya exactitud he conocido después, y era, que siendo el proyecto únicamente contrario a las miras de algunos príncipes ambiciosos, y conocidos por tales en Europa, esta dificultad haría sentir mas la necesidad del proyecto, y dispondría mas bien, lejos de retardar el suceso. Una gran parte de los artículos de las condiciones y disposiciones diferentes, fue debida a esta Reina, que no cedía en penetración, sabiduría y otras cualidades de espíritu a ninguno de los reyes mas dignos de llevar este nombre” [13]
La simple relación que acabamos de hacer nos parece por sí sola suficiente, para que se conozca la ligereza e impropiedad con que fue calificada de impracticable la realización de un proyecto que mereció la aprobación de tan distinguidos personajes. Y en verdad, no podía decirse de ellos lo que de puros escritores, que miraban al mundo en su gabinete de estudio, considerando a los hombres como debían ser, y no como eran. Enrique, Isabel y Sully no se atenían por cierto a simples teorías: manejaban prácticamente los negocios públicos, y veían a los hombres y a los gobiernos como eran realmente; y estos reyes, y este Ministro se penetraron de la importancia y utilidad del proyecto; y el Ministro, prevenido antes contra él y reputándolo por chanza del Rey y por delirio, conoció al fin su mérito, se convirtió en encomiador y tomó a su cargo con tenaz empeño la ejecución. Y ¿por qué este cambio? Porque se había colocado en el verdadero punto de vista para examinar el plan y cada uno de los medios que se indicaron para efectuarlo; por donde la meditación le condujo a ver por sí mismo la grandeza del designio, la proporción y mutua dependencia de sus partes, y la eficacia de los medios en su oportunidad; y lo que antes le parecía oscuro y difícil, se le presentó claro y fácil; y después de haber pesado, previsto y preparado todo, se creyó lleno de conciencia y de razón para decir: el proyecto de Enrique es justo en su principio, posible y fácil en todas sus partes, y glorioso en sus efectos. La conducta de este sabio Ministro está mostrando la que deben tener los que también, como él, han calificado de impracticable y de delirio un proyecto de paz perpetua. 
Tenemos derecho para decir que en la época de Enrique IV no se contaba, al caso de que hablamos, ni con las doctrinas de los escritores, ni con el voto de los pueblos, aunque no fuera mas que por la sencilla razón de que ni unos ni otros habían formado juicio acerca de un punto desconocido y guardado en secreto cuidadosamente. Todo dependía, pues, de la voluntad de los gobiernos: era un asunto de gabinete, que aunque “seria de desear, según decía la Reina de Inglaterra, que se llevara a efecto por diferente vía que la de las armas, quizá no se podría iniciar de otra manera:” asunto, digamos otra vez, que tenia reyes por protectores, sin que las miras de algunos ambiciosos y conocidos por tales pudiesen, a juicio de Isabel y de Sully, frustrar el suceso de un designio, que mas bien prepararían a pesar suyo. Jacobo I, sucesor de Isabel, conservó su pensamiento, a que se prestó también el Rey de Suecia, fuera de otros príncipes [14]; y si Enrique hubiera vivido mas, no nos atreveremos a decir que habría realizado su proyecto; pero sí afirmaremos, en vista de los antecedentes, con razón y confianza, que él era posible, practicable, útil, glorioso y emprendido por dos monarcas, de quienes la historia ha dicho que supieron gobernar. [15] Bien pudo el puñal de Ravaillac privar a Francia de un buen Rey y de la gloria que le habría resultado de que su Rey fuera el autor de un pensamiento que habría puesto en paz perpetua a la Europa; pero el pensamiento conserva su mérito y virtud, independientemente del éxito bueno o desafortunado, que en expresión de un general romano “es maestro de los necios” Sin embargo, añadamos nosotros, el mal éxito ha causado perjuicio a un proyecto grande y benéfico, que privado ya del apoyo proveniente del poder y prestigio de un gran Rey interesada en realizarlo y capaz de llevarlo a su fin, apareció después bajo el amparo de la pluma de un simple escritor, aunque filántropo y concienzudo, a quien los censores mas moderados han llamado—hombre de bien delirante. 
Y ¿qué razones se han dado para probar que deliraba? ¿Un simple e irreflexivo menosprecio merecerá el nombre de razón? ¿O el proyecto era tan evidentemente absurdo, que una sola palabra, una mirada de reojo bastaba para desacreditarlo y destruirlo? ¿El estado de guerra o de paz en las naciones es asunto de tan poco valer y tan indiferente a los intereses de la humanidad, que no sea digno de atención, siquiera por la parte que en él pudiera caber a los murmuradores? O mas bien, y repitiendo las palabras de Sully ¿no es una vergüenza y una mancha para los pueblos cultos, que con toda su pretendida sabiduría no hayan podido hasta ahora, no digamos procurar su tranquilidad, pero ni aun preservarla de los furores que ellos detestan en las naciones mas salvajes y mas bárbaras?” [16] ¿Por qué, pues, clamemos en alta voz, por qué los gobiernos y los pueblos no han contraído toda la atención al examen de un punto de primera importancia? 
Al emitir su juicio el elocuente J. J. Rousseau acerca del proyecto del abate de San Pedro, de que formo un resumen, y haciéndose cargo de que pudiera decirse que “si sus ventajas fueran reales, los soberanos de Europa lo habrían adoptado y no sido negligentes en su propio interés,” responde así: “Distingamos en política como en moral el interés real del aparente: el primero se encuentra en la paz perpetua, y el segúndo en el estado de independencia absoluta que sustrae a los soberanos del imperio de la ley para someterlos al de la fortuna: semejantes a un piloto insensato, que por hacer alarde de un vano saber y por mandar, prefiere navegar entre rocas durante la tempestad, a tener seguro el bajel fondeado en el puerto.” 
“Toda la ocupación de los reyes o de sus ministros se contrae a estos dos objetos: extender su dominación en el exterior, y hacerla mas absoluta en el interior: lo demás se refiere a estos dos objetos, o les sirve de pretexto, como el bien público, la felicidad de los súbditos, la gloria de la nación, palabras proscritas en los gabinetes y groseramente empleadas en los edictos públicos, para anunciar que el pueblo gime cuando sus señores le hablan de sus cuidados paternales. 
“La Dieta europea no podía garantizarnos príncipes contra la rebelión de los súbditos, sin garantizar juntamente a estos contra la tiranía de los príncipes; pues de otro modo no subsistiría la institución. Mas yo pregunto, si hay en el mundo un solo soberano que, restringido de esta manera en sus proyectos, los mas caros, soporte sin indignación la sola idea de verse forzado a ser justo, no solamente con los extranjeros sino también con sus propios súbditos. 
“Es fácil de comprender que la guerra y las conquistas por una parte, y por otra los progresos del despotismo, se auxilien mutuamente: que en un pueblo de esclavos se tome a discreción dinero y hombres para subyugar a otros: que la guerra suministre un pretexto a las exacciones pecuniarias, y otro no menos especioso de tener grandes ejércitos para sujetar al pueblo: que los príncipes conquistadores hagan la guerra tanto a los súbditos como a los enemigos; y que la condición de los vencedores no sea mejor que la de los vencidos. Aníbal escribía así a los cartagineses: “yo he vencido a los romanos; enviadme tropas: yo he puesto contribuciones en Italia; enviadme dinero.” 
“En cuanto a las desavenencias entre príncipe y príncipe ¿se podría esperar que se sometiesen a un tribunal superior hombres que se atreven a vanagloriarse de que a su espada deben su poder, y que de Dios mismo no hacen mención sino porque está en el cielo… Y si los príncipes rechazaran esta paz cuando por sí mismos pesasen sus intereses, ¿que sería cuando ellos los hiciesen pesar por sus ministros, cuyos intereses son siempre opuestos a los del pueblo, y casi siempre a los del príncipe? Los ministros tienen necesidad de la guerra para conservarse; para poner al príncipe en embarazos de que no podrá salir sin ellos; para vejar al pueblo se pretexto de necesidades públicas; para colocar a sus criaturas y hacer en secreto mil odiosos monopolios; para satisfacer sus pasiones, para expulsarse mutuamente; y para apoderarse del príncipe, sacándole de la corte cuando se formen contra ellos intrigas peligrosas. Ellos perderían todos sus recursos con la paz perpetua, y el público no dejaría de preguntar ¿por qué, si este proyecto es posible, no lo han adoptado? El ve que nada hay de imposible en el proyecto, sino que sea adoptado por ellos. ¿Qué harán, pues, para oponerse? Lo que han hecho siempre: tornarlo ridículo.” [17]
Según esto, las dificultades que ha encontrado el proyecto de Paz perpetua, y los argumentos que pudieron hacerse para desacreditarlo, habían tenido su origen en el corazón de los Reyes y de sus ministros. Pero estas no son razones para impugnarlo: son obstáculos, que por lo mismo de estar sostenidos por el poder, no por el derecho y la justicia, necesitan un brazo mas fuerte y vigoroso que los eche a tierra; y este brazo no puede ser otro en nuestro siglo que el de la OPINION, cuando ella se haya formado por medio de la discusión y el convencimiento, y aparezca ante los pueblos indicándoles el camino que seguirán. 
Mas, nosotros estamos hablando de Europa: no salgamos de ella todavía, por que necesitamos ver en sus escritores cuanto hayamos menester para formar una verdadera idea del proyecto de Paz perpetua y de su varia suerte en la época de Enrique IV y posteriormente. 
No hace mucho que dijimos a nuestros lectores, sobre el irrecusable testimonio del Duque de Sully, que aunque la Reina Isabel deseaba que el proyecto pudiera ejecutarse por otra vía que no fuese la de las armas, convenía en que tal vez no podría tener principio de otro modo. El propio Enrique contaba con la fuerza: “había empleado quince años de paz en hacer preparativos dignos de la empresa que meditaba. Llenó de dinero las arcas y los arsenales de armas, municiones, artillería, y preparó recursos para las necesidades imprevistas; de suerte que, tranquilo en el interior y formidable en el exterior, se puso en estado de armar y sostener sesenta mil hombres y veinte navíos y hacer la guerra por seis años, sin tocar sus rentas ordinarias ni levantar un nuevo impuesto.” Cuando después del lamentable asesinato fue consultado Sully con motivo de los grandes armamentos que había hecho el difunto Rey, el Ministro fue de parecer que pues “la mayor parte de los designios de Enrique debían, según todas las apariencias, quedar sin ejecución, era preciso sobreseer. La muerte de aquel, decía Sully, a quien yo miraba como el gran móvil de toda esta empresa, me parecía obrar un cambio muy considerable” [18]. En aquella época la opinión nada valía dentro del Gabinete de los reyes, y como insinuamos antes, no había opinión en el particular; y Enrique IV y los príncipes que con él estaban no tenía otro medio para dar principio que el que pensaban emplear, supuesto que de otro modo no podían vencer las resistencias. 
Otra circunstancia que nos hacen notar los escritores europeos en el procedimiento del designio de Enrique, era el profundo secreto que se guardaba en negocio tan grave, que requería el concurso de muchos, y que muchos tenían interés en trastornar. Aunque logró atraer una gran parte y estuvo ligado con poderosas potencias, un solo confidente conocía la extensión de su plan; y sin que nada se trasluciese, todo marchaba en silencio a su ejecución. Dos veces fue Sully a Londres: los reyes de Inglaterra y de Suecia estaban convenidos: se había concluido la liga con los protestantes de Alemania: se contaba con los príncipes de Italia; y todos concurrían a un grande objeto, sin poder decir cual era; como los obreros que trabajan separadamente las piezas de una nueva máquina, aunque ignorando su forma y su uso” [19]. Podemos asegurar que en nuestro siglo no seria bien recibida, y quizá ni intentada, esta manera de proceder en la materia que tratamos, sino que la prensa tomaría parte en su discusión. 
Hay todavía otra circunstancia que no dejaron olvidada los mismos escritores. “Cada uno trabajaba únicamente en la mira de su interés particular, que Enrique había tenido el secreto de mostrarles bajo un aspecto muy halagüeño. Al Rey de Inglaterra le convenía quedar libre de las continuas conspiraciones que fomentaba el Rey de España, y además sacaba gran ventaja de la emancipación de las Provincias Unidas, que le costaba mucho sostener y le ponían continuamente en peligro de una guerra que temía, prefiriendo contribuir una vez con las demás potencias, a fin de quedar después libre para siempre. El Rey de Suecia quería asegurarse la Pomerania, y poner un pié en Alemania. El elector Palatino tenía miras sobre la Bohemia, y entraba en todas las del Rey de Inglaterra. Los Príncipes de Alemania tenían que reprimir las usurpaciones de la casa de Austria. Los holandeses, mejor pagados que los demás, ganaban el quedar asegurados de su libertad. El Duque de Saboya obtenía a Milán con la corona de Lombardía que deseaba ardientemente. El Papa mismo, fatigado de la tiranía española, esperaba adquirir el reino de Nápoles, que se le había prometido, y cuya promesa había halagado en extremo al Nuncio de Paris, diciendo que sería la mejor noticia que podría comunicar a Su Santidad. En fin, a más del interés común de abatir a una potencia orgullosa que quería dominar en todas partes, cada cual tenía uno particular, muy vivo y muy sensible. El mismo Enrique sabía que no reservándose nada por ese tratado, ganaba sin embargo más que ninguno: le bastaba dividir los dominios del único que era mas poderoso que él, y por consiguiente venia a serlo él mismo; y se veía claramente que al tornar todas las precauciones para asegurar el buen éxito, no se descuidaba en procurarse la primacía en el cuerpo que quería establecer.
Proyecto grande, admirable, pero que teniendo por razón secreta la esperanza de abatir un enemigo formidable, recibía por estímulo tan poderoso una actividad que difícilmente habría obtenido de la sola utilidad común.” [20]
Estamos muy distante de escandalizarnos de una conducta tan conforme a la índole del corazón humano, o de que en sus miras tenga parte, y mucha parte, el interés particular; pero desearíamos que la otra parte humanitaria y cosmopolita, permítasenos decirlo, resultara mas y fuese el primero y poderoso agente que dominara en las empresas intentadas, de donde natural, y necesariamente, y como sin pensarlo, resultara el beneficio personal, pues trabajamos para sociedades a que pertenecemos. Sin esto, y aun cuando el interés personal no apareciera, para, no exponerse al peligro de que se confundiese con el egoísmo, sería por eso mismo laudable, generosa, heroica, quizá, una participación cuyo resultado es para otros, salvo el emolumento de gloria, o el recuerdo de estimación a un nombre en la posteridad. Sobre todo, hay asuntos tan grandes y vastos y sublimes, que no pueden tener por motivo ninguna personalidad, y se ofenderían de cualquiera otra mira que no fuera purísima, vasta también, y grande y sublime; y el que nos ocupa merece por todos títulos el primer lugar. Tratémoslo, pues, de una manera digna de él, y como lo consideraba el abate de San Pedro, con el único objeto de consultar la dicha de los pueblos. 
Estimular a los hombres a que vivan en paz, y proponerles los medios con que lleguen a conservarla perpetuamente, es sin duda el mayor servicio que puede prestar un hombre a su especie; porque es apartar de ella males infinitos y procurarle mucha parte de los bienes que hagan cómoda y feliz la vida sobre la tierra. Y en verdad ¿qué cosa es la guerra? La historia responde con muchas voces a esta pregunta, mostrando cada siglo sus páginas ensangrentadas. No hay necesidad de detenernos a considerar el absurdo y bárbaro sistema de Hobbes, que, como si no bastase la larga cadena de desgracias y horrores acontecidos, ha pretendido elevar a principio el estado hostil de todos contra todos, u la guerra perpetua del género humano. Tampoco registraremos los anales de los pueblos antiguos, donde batallas y conquistas componen el material inagotable de relaciones que llenan volúmenes, así como la paz, la estéril paz, casi nada tenía que referir; lo que obligó a que dijera un escritor filósofo: “los siglos mas felices son los menos ruidosos en la historia.” Dejemos a los lectores que quieran registrar la historia antigua, el ver con sus propios ojos ciudades destruidas, pueblos espantados, sin cuento cadáveres humanos, que insepultos sirven de pasto a las fieras o aves de rapiña, hambre, peste, odios encarnizados y perdurables de hombres contra hombres; y luego el funesto prestigio de la victoria, que, como la suma y el símbolo de todos los males de la guerra, se presenta por garantía del absolutismo, anunciando sí los pueblos vencedores el insoportable yugo que les aguarda. 
Pasemos mas bien la vista a la historia moderna, en que el espíritu mismo del cristianismo, esta religión de amor a todos los hombres, que dando a Dios gloria en el cielo desea en la tierra paz a los hombres, el cristianismo, repitamos, no ha llegado a poner a los hombres en paz sino que a pesar de sus lecciones terminantes de caridad y de purísimos ejemplos del Salvador del mundo, hubo quienes fundaran sobre textos de la Biblia el derecho de la guerra, el derecho de conquista; que levantarán pueblos contra pueblos y predicarán guerras de cruzada, a veces de cristianos contra cristianos, y llevarán la guerra al tiempo mismo de anunciar el Evangelio. ¡Qué contradicción! ¡Qué monstruosidad! [21] 
 Luego la política se apoderó del derecho de la guerra y le dio leyes, aunque ostentando misericordia para minorar sus males, el como ella dice, para dulcificarlos. Oíd ahora las máximas, oíd cuales son las reglas por donde se pone en ejercicio el derecho de la guerra. “Osando un soberano declara la guerra a otro, se entiende que la nación entera declara la guerra a otra nación. Las dos naciones son enemigas, y todos los súbditos de una son enemigos de la otra: el uso va conforme con los principios.” “Los enemigos de cualquier parte que se hallen son enemigos; pero un príncipe neutral puede impedirles que usen de violencia en sus dominios.” “Las mujeres y los niños deben contarse en el número de los enemigos, pues son súbditos del listado y miembros de la nación que se halla en guerra.” “Todo lo que pertenece a la nación, al Estado, al soberano y a los súbditos de toda edad y sexo, se cuenta entre las cosas que pertenecen al enemigo.” “Si el general enemigo ha quitado la vida sin justo motivo a algunos prisioneros, se hace lo mismo con igual número de los suyos y de la misma calidad; notificándole que se continuará haciendo lo mismo, para obligarle a, que observe las leyes de la guerra.” “Reinaba en el último siglo, y aun en el día no se ha destruido todavía, decía un escritor del siglo 18, la doctrina de que es permitido castigar con pena de muerte a un comandante que haya defendido su plaza hasta el último extremo.” “Que un soldado intrépido se introduzca durante la noche en un campo enemigo, que penetre hasta la tienda del general y le cosa a puñaladas, nada hay de contrario a las leyes naturales de la guerra, y antes bien esta acción es muy loable en la guerra justa y necesaria.” “Tenemos derecho de privar a nuestro enemigo de sus bienes y de todo lo que puede aumentar sus fuerzas.” “Aunque el botín, lo mismo que las conquistas, pertenece naturalmente al soberano que hace la guerra, puede ceder en favor de las tropas la parte de botín que le agradare. En el día se les abandona en la mayor parte de las naciones todo el que pueden tomar en ciertas circunstancias en que el general permita el saqueo, el despojo de los enemigos muertos en el campo de batalla, etc.” “Es permitido quitar los bienes al enemigo para debilitarle, para castigarle, y destruir lo que no se pueda llevar cómodamente. Por eso se destruyen en un país los víveres y los forrajes, a fin de que el enemigo no pueda subsistir en él, y se echan a pique los buques cuando no se puede apresarlos. En otras ocasiones queda asolado un país, se saquean las ciudades y los pueblos, y todo se lleva a fuego y sangre. Son terribles extremos, cuando es preciso tocarlos, y excesos bárbaros y monstruosos cuando un conquistador se abandona a ellos sin necesidad.” “En el día se dirige el bombardeo, por lo común, las murallas y a todo lo perteneciente a la defensa de la plaza, pues destruir una ciudad por bombardeo y bala roja, es un extremo que solo se emplea por graves razones; sin embargo, está autorizado por las leyes de la guerra, cuando no se puede reducir de otro modo una plaza importante de la cual depende el suceso de la guerra.” “Cuando se hace caer al enemigo en el error, o por un discurso en que no tenemos obligación de decir la verdad, o por algún paso simulado, no hay duda que este medio es permitido; y si por un ardid de guerra, por ejemplo, fingiendo una perfidia, nos podemos apoderar de una plaza fuerte, sorprender al enemigo y reducirlo, es mejor y mas loable lograr el éxito de esta manera que por un sitio sangriento, o por una batalla encarnizada.” “El uso de los espías es una especie de engaño en la guerra, y aunque el soberano no tiene derecho de exigir de sus súbditos un servicio semejante, como no sea en algún caso particular y de la mas alta importancia, ni de seducir a los súbditos del enemigo para que le sirvan de espías; otra cosa es aceptar solamente las ofertas de un traidor y aprovecharse de un crimen que se detesta.” “Si la inteligencia con doblez, o que finge vender a su partido para atraer al enemigo a un lazo, es traición y oficio infame cuando se hace con plena deliberación y cuando sale de nosotros, un comandante de plaza solicitado por el enemigo, puede legítimamente en ciertas ocasiones fingir dar oídos a la seducción para coger al que quiere sobornarle.” “La guerra fundada en justicia es un derecho de adquirir según la ley natural.” “Toda adquisición hecha en una guerra en forma es valida según el derecho voluntario, independientemente de la justicia de la causa; y por eso se miró siempre la conquista como un título legítimo entre las naciones, y ordinariamente incontestable.” “El enemigo adquiere la propiedad de las cosas muebles tan pronto como las tiene en su poder; y si las vende a las naciones neutrales, no tiene derecho a la reivindicación el primer propietario.” “Aunque no es lícito a los súbditos cometer hostilidades sin orden del soberano, esto no es por efecto de alguna obligación relativa al enemigo; porque desde el momento en que una nación toma las armas contra otra, se declara enemiga de todos los individuos que la componen, y los autoriza a tratarla como tal” [22]
Basta. Mucho más encontrarán los lectores en el Derecho de gentes, cuando los autores tratan de la guerra y su derecho y sus leyes, y sus estratagemas, ardides, espionaje, represalias, corso, visita, contribuciones, presas, botín, saqueo, y otros daños incalculables que no tienen nombre, y que impunemente hacen gemir a la humanidad. Ved a un padre, quizá muchos padres de familia, que envían los frutos de su trabajo y de su industria para que se vendan en lejanas tierras y emplear la ganancia en mejorar la suerte de sus hijos, o sacarlos de las miserias de una triste vida: el buque que lleva sus esperanzas cae en manos del enemigo después de la declaración de guerra, es buena presa, y los padres con sus familias quedan sin esperanza y sin recursos. Otros, cuyos hijos se hallan defendiendo la causa de su patria, y él mismo la sirve como puede en una invasión extranjera, ve ocupada por una partida enemiga la hacienda que cultiva con el sudor de su rostro: la partida en su retirada, por castigo o para no dejar recursos al enemigo, destruye la hacienda con el derecho de la guerra, conforme a las leyes de la guerra, y el patriotismo queda penado por un derecho. 
¿Quien podrá numerar todos y cada uno de los desastres y calamidades que la guerra causa en los pueblos, y no por el abuso, sino por el ejercicio del derecho de la guerra y la aplicación de las leyes de la guerra? Intereses arrebatados a familias inocentes, que no dieron el menor motivo ni tuvieron parte alguna en los títulos de la querella, y que ni siquiera han sabido que se hallaban en guerra, sino por los estragos que la hacen sentir. Sobre todo, arrebatados los esposos, los padres, los hijos, ciudadanos distinguidos y beneméritos, héroes quizá, de quienes la patria tenia gran necesidad. 
Empéñense enhorabuena los escritores filántropos al tratar de las leyes de la guerra, en acompañarlas con reflexiones útiles, para suavizarlas y dulcificadas, y hagan las advertencias convenientes al soberano y al general, y a los oficiales y a los soldados, para cuando llegue el caso de usar de su derecho: las reflexiones y los avisos quedarán en el papel, que los mas de ellos no verán jamás, y los derechos de la guerra serán ejercidos en toda su plenitud y en todo su horror. 
Decid al general en el ardor del combate, que no debe emplear otras medidas que las necesarias: que dirija el bombardeo a las murallas, a las fortalezas, a los baluartes, y que respete los templos, los edificios públicos y todas las obras bellas; el general no oirá, y se burlará de vos, si mas bien no le causa indignación vuestra advertencia. 
Decid a los jefes y oficiales que en la destrucción de víveres, forrajes y otros útiles que pueden servir al enemigo, y en echar los buques a pique cuando no pueden llevarlos, deben proceder con moderación y no mas allá de la necesidad: los jefes y oficiales que tengan noticia de vuestras exhortaciones las seguirán a su modo y voluntad, o calificaran de moderación un triste y estéril miramiento, o el haber dejado de dar un solo paso en la carrera de las venganzas. Decid al soldado que las mujeres, los niños y los viejos son enemigos que no oponen resistencia, y por consiguiente, no hay derecho de maltratarlos, ni de usar con ellos de violencia, y mucho menos de quitarles la vida; y el soldado desenfrenado maltratará, y usará de violencia, y matará, sin hacer caso de vuestras palabras; y creeréis vos haber puesto una reparación en vuestro Derecho de gentes, escribiendo así; “si algunas veces el soldado furioso y desenfrenado se excede en violar a las mujeres, o matarlas y asesinar los niños y a los ancianos, los oficiales lloran estos excesos, se aceleran a reprimirlos, y un general sabio y humano los castiga también cuando puede.“ Y no siempre podrá, añadimos nosotros, y aun cuando pudiera, los daños causados son irremediables, y la muerte del soldado será un daño mas de la guerra, que corrompió el corazón sencillo de un hombre pacifico que se enfureció y desenfrenó cuando soldado, y a quien vos le hicisteis saber que cuando dos naciones se hallaban en guerra, todos los enemigos de la una eran enemigos de la otra. 
Decid también a los pueblos, si gustáis, que al apoderarse el soberano de ciudades y provincias del enemigo, “si se le toma mas de lo que debe y de lo que se le quiere exigir, es con el designio de restituir el exceso en el tratado de paz;” vos mismo habréis tenido cuidado de explicar vuestro pensamiento diciendo así al hablar de los estragos de la artillería: “el soberano debe, como equitativo, tomar esto en consideración, si el estado de sus negocios se lo permite; pero no hay acción contra el Estado por desgracias de esta clase… Digo lo mismo de los daños causados por el enemigo.” De suerte que todas las advertencias y explicaciones y consuelos se quedan dentro de los libros que tratan del derecho de la guerra. 
No faltan quienes cuentan la guerra entre los males necesarios de la especie humana, y que de su parte hace no poco para destruir el otro mal que resulta del exceso de la vida sobre la muerte [23]. Más aun cuando reputáramos, solo en un momento, por justa esta sentencia, no tendría ella lugar en los Estados en que se necesite procurar el aumento de la población, lejos de haber en ellos exceso de la vida sobre la muerte. Y aun suponiendo que en aquellos en que sobreabundara produjese un buen resultado, o fuese considerada la guerra como un medio reparador que restableciera el equilibrio entre los individuos y las subsistencias, nunca habría derecho para considerarlo como medio permanente y de institución, sino que pasaría a numerarse entre las plagas y calamidades públicas, que sin calculo alguno y contra todo deseo vienen a diezmar las poblaciones. Si algo tuviera de particular la guerra, sería la falsa opinión de que los gobiernos doblan terminar sus contiendas con las armas. 
Demasiado abundan los medios naturales de destrucción para que haya necesidad de que el hombre también adrede los añada, cuando en todo lo demás, en todos los acontecimientos de la vida, sin excepción ni diferencia, los particulares y los gobiernos se contraen exclusivamente a evitar males y a procurarse bienes. Si la escasez de los medios de subsistencia convierte en mal grave el exceso de la vida sobre la muerte, el origen está en las viciosas instituciones de los hombres, en su imprevisión del porvenir; en el monopolio de la industria; en la acumulación de propiedades, quedando henchidas unas manos para dejar otras vacías; y está igualmente en la desconfianza que unas a otras se tienen las naciones, y en el estado de desorden en que algunas se encuentran; todo ello causa a efecto le la guerra, para que no se piense en la emigración, que poblarla a unos Estados descargando a otros. En un sistema de paz recíproca, y en el hábito de gozarla con confianza, emigrarían espontáneamente los ciudadanos, seguros de pasar de uno a otro departamento de la gran familia humana. 
Y volviendo a la anterior comparación, el hambre la peste y otras plagas naturales dejan desde luego grandes vacíos y recuerdos dolorosos en la sociedad; pero no dejan malas lecciones ni malos ejemplos como la guerra en su derecho y sus leyes. Las máximas del Evangelio y de la filosofía dicen a todos los hombres que son hermanos; que deben amarse cualquiera que sea su nombre y su lengua y en todas partes, pues todos son iguales ante Dios, son hijos suyos: las leyes de la guerra dicen, que cuando dos naciones están en guerra, todos los súbditos de la una son enemigos de la otra: las mujeres, los niños, los ancianos, son enemigos. El Evangelio y la filosofía enseñan que debe respetarse el bien ajeno y no quitarlo a nadie contra su voluntad, porque esto sería robar: las leyes de la guerra enseñan que hay derecho de privar de sus bienes al enemigo; que toda adquisición hecha en una guerra en forma es válida, independientemente de la justicia de la causa; que el enemigo adquiere la propiedad de las cosas muebles, y el primer propietario pierde su derecho a la reivindicación; y que si los particulares hacen presa sin comisión del gobierno, puede este castigarlos, pero no infringen ninguna ley de presa, y el enemigo no tiene razón para considerarlos como delincuentes. El Evangelio y la filosofía predican en alta voz que a nadie se haga mal; que se haga el bien posible; que se haga hasta al enemigo; y que deseemos para todos cuanto para nosotros mismos desearíamos: la guerra predica en todas sus leyes que es permitido hacer mal al enemigo; que hay derecho de hacérselo y de quitarle los recursos y de debilitar sus fuerzas. El Evangelio y la filosofía recomiendan mucho la sinceridad del corazón y el odio a las ficciones y la mentira: la guerra permite los pasos simulados que hagan caer en error al enemigo, los ardides, las estratagemas y la ficción de una perfidia. El Evangelio y la filosofía no autorizan en ningún caso para que se provoque a cometer una mala acción, ni se coopere a ella cuando otro nos invita y se presta: las leyes de la guerra dicen, que aunque el soberano no tiene derecho de seducir a los súbditos del enemigo para que le sirvan de espías, puede aceptar las ofertas de un traidor y aprovecharse de su crimen. 
Aun hay más: los escritores que proclaman estas reglas o estas leyes de la guerra, tienen cuidado de distinguir los derechos adquiridos ante Dios y la conciencia, y los que se reconocen en las naciones, que no pueden fundarse en el rigor de la justicia; pues, “por las disposiciones del Derecho de gentes voluntario, son palabras suyas, se mira toda guerra en forma, en cuanto a sus efectos, como justa de una y otra parte, y nadie tiene derecho de juzgar a una nacían sobre el exceso de sus pretensiones.” [24] ¡Qué leyes, qué derechos son estos, que no se conforman con las reglas de justicia y que no pueden pasar ante Dios y la conciencia! La moral y la justicia son unas mismas para todas las naciones y sus individuos; son universales, como debía serlo, aunque no lo es todavía, la felicidad o el bienestar sobre la tierra. Si este bienestar no se apoya, como la justicia y la moral, en principios eternos, sino que cambia con las opiniones y leyes e intereses y costumbres de los pueblos, hay obligación de trabajar incesantemente para obtener la posible conformidad, a fin de que no haya intereses encontrados; a fin de que la felicidad de una nación no sea a costa del sacrificio de otra; y a fin de que todas proporcionalmente sean felices, según los elementos que la naturaleza y la industria les hayan dispensado, fuera de la satisfacción que cada una sienta en su común felicidad. 
A tan delicioso espectáculo se opone la guerra, que de un golpe de espada corta estos vínculos y las dulces relaciones que ellos mantenían u preparaban, y pervierte y trastorna los principios de justicia que debían regir sin intermisión ni diferencia de lugares. Aquí virtud; allí crimen: de una parte patriotismo y acciones heroicas; de la otra tiranía, y barbarie y vileza e infamia: unos llenos de contento por la victoria que apesadumbra a otros y los sumerge en la pena; y mientras tanto la humanidad llora, porque de todos modos ella ha perdido. [25] 
Y cuando hablamos de los males de la guerra y procuramos desacreditar sus leyes y derechos, no es considerándolos aisladamente y en sí mismos, o como si tuvieran una malicia propia e independiente; no: nosotros los miramos como consecuencias naturales del funesto principio de que son apéndices necesarios, y, permítasenos decirlo, irresponsables. Porque desde el momento en que se reconozca el derecho de la guerra no se tiene libertad ni hay lógica en censurar sus leyes, tan indispensables y forzosas como lo son los medios para llegar a un fin, u particularizando nuestro propósito, como lo son los instrumentos de exterminio a quien abriga la voluntad de exterminar. Cuando los escritores refieren espantados los monstruosos absurdos del sistema de Hobbes, que revestía a los gobiernos de absolutismo haciéndolos señores de sus vasallos en sus personas y bienes, y autorizándolos para disponer a su agrado de los reinos, venderlos o donarlos, y hasta para interpretar las leyes divinas y naturales y formar las creencias y opiniones de los pueblos: notan al mismo tiempo la consecuencia y rigor lógico con que deducía sus doctrinas de los principios sentados. Estos principios eran: no hay mas derecho que el de la fuerza: nada es justo e injusto en sí mismo. 
Cuanto hemos dicho hasta aquí, ha sido considerando la guerra entre naciones; y si pasamos a la guerra civil, en vez de disminuirse los horrores habrá motivos para horrorizarnos mas. Siquiera en la guerra nacional los nobles sentimientos del patriotismo como que rebajan en algún modo los males, estando unidos los hermanos para celebrar sus triunfos o para llorar juntos sus desgracias comunes: pero en la guerra civil desaparece esta fraternidad, a que suceden los enconos, mucho mas encarnizados porque son domésticos, dejando semillas funestas para el porvenir y llenando de amargura a la patria, que ve la desunión de sus hijos, hijos desnaturalizados, malos hermanos. Con razón ha sido mirada la guerra civil como el mayor de sus males [26]
No hay, pues, razón para que la guerra deje de ser aborrecible bajo de cualquier nombre y en todas sus formas. No hay título justo sino cuando un invasor, omitiendo los medios racionales de inteligencia, insulta a una nación, ocupando su territorio y menospreciando su dignidad y su honor. Entonces no solo hay derecho sino deber rigurosísimo de tomar las armas, porque esta no es provocación sino defensa; como no seria guerra civil, sino insurrección nacional, la de los pueblos contra un gobierno que, abusando intolerablemente del puesto en que la habían colocado, hubiese frustrado los medios constitucionales de reprimirle, provocado y sistematizado la corrupción, y constituídose el mismo fuera de la ley. Pero el proyecto de Enrique IV había prevenido ese peligro de invasión, a que las potencias reunidas presentarían un obstáculo insuperable hasta para abrigar el pensamiento. De suerte que el odio a la guerra, o el amor a la paz, que indujera a los príncipes a reunirse para terminar racionalmente sus diferencias, servirla por eso mismo de preservativo contra el único peligro que podía temerse. 
Después de las reflexiones que hemos hecho para recomendar el proyecto de Paz perpetua, en contraposición al vigente sistema de guerra, echemos una mirada a los acontecimientos posteriores a la época de Enrique IV y del abate de San Pedro. De antemano existían mejoras introducidas, o sean males disminuidos en los usos de la guerra en que sin duda alguna ha tenido una parte muy distinguida el cristianismo. Los prisioneros quedaban con vida, y después, aun con la libertad dd hombres para ser devueltos recíprocamente al celebrarse la paz; pero el cristianismo, que era poderoso de establecer todas las innovaciones y reformas útiles que hicieran libres e iguales a los hombres ante la ley, como lo eran ante Dios y al pié de los altares, y de que ellos tuvieran entre sí una paz fraternal y perpetua, no llegó, según notamos antes, a conseguir cuanto intentaba y era propio del espíritu de su doctrina. La filosofía vino a servir de auxilio al Evangelio y examinando y censurando las legislaciones de los pueblos, logró, a fuerza de convencimiento y persuasión, que se borraran de los códigos esos artículos engendrados y dados a luz por el fanatismo, la preocupación y la barbarie; por ejemplo, los que autorizaban el tormento, la confiscación y la infamia trascendental. Cada paso que daban ilustres escritores en descrédito del error y del derecho de la fuerza y en recomendación de la justicia y la verdad, eran mejoras intelectuales y también del corazón, que acercaban unos a otros los individuos y las naciones; y habrían adelantado en sus consecuencias, si la egoísta ambición no hubiese servido de traba a la lógica de los principios. 
La revolución francesa, este grande y terrible acontecimiento que sacudió a Europa y se hizo sentir en todas partes, abrió las puertas del porvenir, y la solemne declaración de los derechos del hombre fue el programa de la humanidad, dirigido a los pueblos en presencia de sus gobiernos. Todo debía cambiar, y cambiará en efecto; pero la proclamación de un principio dista, y a veces mucho, de su planificación; y pues se hallaba entronizado el derecho de la fuerza, la fuerza se le opuso espantosamente, y consigo arrastró escándalos, horrores, sangre y crímenes. Mas en medio de ese dos se sentir, la dirección de un buen espíritu, que señalaba la senda y dejaba ver, como garantía del orden futuro, acciones laudables y aun heroicas. Después, el derecho de la fuerza o de la victoria pretendió extraviar la revolución, y un hijo suyo, cubierto de laureles, la encadenó a su carro, pero él mismo cayó. Siguió luego la reacción, que confundiéndolo todo en su terror creyó matar los gérmenes revolucionarios desacreditando y anatematizando los principios que la revolución había proclamado; y la revolución marchaba y era inmortal como su espíritu. 
Entonces apareció la famosa liga llamada Santa Alianza, en que los reyes vencedores tuvieron por derecho suyo el hacer un nuevo arreglo de los Estados, se entiende que para la defensa de sus tronos y no en provecho de los pueblos. Seis soberanos, reunidos personalmente en Viena, se tomaron este encargo, y el resultado fue un tratado que posteriormente firmaron en Paris los Emperadores de Austria y Rusia, y el Rey de Prusia, en el cual, de una manera enteramente propia de la edad media en tiempo de las cruzadas, invocando reglas cristianas de fraternidad y unión, declaran que “el objeto que se proponen es que sus súbditos tengan por principio único el de hacerse recíprocamente servicios y acreditarse la afección mutua y benevolencia inalterable de que deben estar animados como miembros de una nación cristiana, no mirándose los tres príncipes sino como delegados por la Providencia para gobernar tres Estados de una misma familia. Recomiendan a sus pueblos con la mas tierna solicitud y como el único medio de gozar de la paz que nace de la buena conciencia y es la única durable, que se fortifiquen en los principios y ejercicio de los deberes que el divino Salvador ha enseñado a los hombres.” Concluían invitando a las demás potencias a que entrasen en esta santa alianza si confesaban solemnemente los principios sagrados que ellos invocaran, y reconocían su importancia e influencia en los destinos humanos; lo que correspondieron casi todas las potencias de Europa, excusándose el Rey de Inglaterra porque su Constitución no le permitía firmar por sí solo, sino con ministro responsable [27]
Este anuncio de paz y fraternidad, este tratado de alianza santa, o sea exhortación evangélica, que tres príncipes cristianos, aunque de diferente culto, hacían a los gobiernos y a los pueblos, no era mas que un simulacro, un medio de dominación pacifica que extinguiera en las naciones todo movimiento, todo deseo que pudiera llamarse popular, para que aguardara el pueblo las gracias espontáneas, y como improvisadas, de los soberanos en su religiosa munificencia. No había sinceridad, ni se empleaban medios eficaces que condujeran al objeto, si realmente se hubiese intentado. Las máximas morales del Evangelio son muy dignas por cierto de ser proclamadas, e influyen benéfica y poderosamente en el corazón de los individuos; y los monarcas mas que otro alguno las han menester; pero Jesucristo no ha predicado su Evangelio para que fuese un instrumento de política en manos de los reyes, que trayéndolo a placer en utilidad propia, lo desnaturalizarían y desacreditarían. Los hechos posteriores descubrirán las verdaderas intenciones de los coligados en la Santa Alianza. 
Cerca de dos meses después de haber firmado en Paris los tres monarcas su famoso tratado, prisionero ya Napoleón en Santa Elena, celebraron otro de paz con Luis XVIII, quien tuvo que convenir en que Francia indemnizaría a los aliados por lo pasado y daría garantías para el porvenir; y los límites del reino quedaron mas reducidos que en 1814, o volvieron al estado en que estuvieron en 1790; fuera de otras humillaciones impuestas por los predicadores de afección mutua y de benevolencia inalterable, y no a cualquiera, sino a un nuevo aliado [28]
En Noviembre de 1818 se reunieron en Aix–la-Chapelle los ministros de varios soberanos, y repitiendo “la decisión de conservar sus relaciones mutuas y las que los unían a otros Estados, y de no apartarse del principie de unión íntima, mas fuerte e indisoluble por los vínculos de fraternidad cristiana que los soberanos han formado entre sí, declaran, que si para llegar a este grande objeto juzgasen necesarias las potencias asociadas tener reuniones particulares, lo verificarían ya por sí mismas, o por sus plenipotenciarios; y que respecto de los otros Estados de Europa no se reunirán sino a invitación formal de estos, según les concernieran dichos intereses: el Gobierno francés se hallaba representado en este Congreso [29]
No tardé mucho tiempo en que se presentara la oportunidad. España sacudió el absolutismo de su ingrato rey y proclamó la Constitución dada y publicada el año de 1812. Portugal y Nápoles se revolucionaron también proclamando el régimen constitucional, lo que no pudo menos de llamar la atención de los santos aliados, y se tuvo en Noviembre de 1820 un Congreso de soberanos y ministros en Troppau. 
Los historiadores nos hacen saber que aunque “no se supiese cuales eran los resultados de las conferencias, nadie dudaba que el espíritu que precedía a las deliberaciones del Congreso no fuese el mismo que dictó el tratado de la Santa Alianza y que ha subordinado los intereses particulares al gran principio de la legitimidad establecido como base y garantía de la tranquilidad general.” [30]
Este Congreso fue trasladado a Laibach, y el Rey de Nápoles recibió invitación para concurrir. El Emperador de Austria le decía así: “los acontecimientos de España, Nápoles y Portugal nos imponen la obligación de estar de acuerdo sobre los medios de prevenir las calamidades que amenazan a Europa. Así como hemos libertado al continente de la opresión militar del representante de la revolución, sabremos de igual modo poner freno a las rebeliones contra los gobiernos legítimos. Venid, pues, a fin de conciliar el interés y bienestar que deseáis hacer gozar a vuestros pueblos con los deberes que los monarcas aliados tienen que cumplir con sus Estados y con el mundo.” [31] 
En la declaración de este Congreso, que fue publicada el 13 de Febrero de 1821, sin fecha ni firma, en la Gaceta oficial de Viena, se dice que “interviniendo los soberanos en los negocios de Nápoles, han querido preservar a Italia de un trastorno general, y a los Estados vecinos de los mas inminentes riesgos.” Pero este trastorno, según la nota de un escritor, “no era otro que el tránsito de la esclavitud al régimen constitucional y del régimen arbitrario del poder absoluto al orden legal del sistema representativo;” de suerte que, en expresión de otro, quedó decidido el sometimiento de Italia al poder absoluto, y se retractaron formalmente todas las promesas de libertad constitucional que los soberanos aliados habían hecho tan solemnemente a los pueblos de Alemania y de Italia en 1813 y 1814.” Por fin desapareció la revolución de Nápoles al esfuerzo de las tropas austriacas [32]. El Gobierno británico reprobó esta conducta y fue segundado, aunque remisamente por el de Francia [33]
Faltaba todavía que hacer a la Santa Alianza para sofocar la revolución de España y Portugal. Reunidos los Plenipotenciarios en Verona aunque hallándose presentes en esa ciudad los Emperadores de Austria y Rusia y los reyes de Prusia, Cerdeña y Nápoles, declararon, que “convencidos plenamente las altas partes contratantes de que el gobierno representativo era incompatible con el principio monárquico, y que la máxima de la soberanía del pueblo era opuesta al principio del derecho divino, se obligaban a unir sus esfuerzos para destruir el sistema del gobierno representativo en los Estados de Europa donde existiese, y evitar que se introdujera en los que no se conocía: que como la libertad de imprenta era el medio mas eficaz que empleaban los pretendidos defensores de los derechos de las naciones para perjudicar a los de los príncipes, prometían adoptar medidas para suprimirla en todos los Estados de Europa; y que, persuadidos de que los principios religiosos podían contribuir mas poderosamente a conservar las naciones en el estado de obediencia pasiva que deben a sus príncipes, su intención era sostener las disposiciones que el clero, por su propio interés, está autorizado para poner en ejercicio para mantener la autoridad de los príncipes; y todas juntas ofrecer su reconocimiento al Papa por la parte que había tomado solicitando su constante cooperación a fin de someter o las naciones.” En seguida confían a Francia el alto encargo de invadir a España, ofreciéndole un subsidio anual por todo el tiempo de la guerra. Los Plenipotenciarios ingleses se opusieron enérgica y honradamente a semejante intervención [34]. España fue ocupada por el ejército francés, capitaneado por el Duque de Angulema, que para restablecer el absolutismo de Fernando VII decía a los pueblos españoles que “solo marchaba a libertarlos y que todo se haría por ellos y con ellos.” 
Pero en esta sucesión de Congresos de monarcas, fácil es advertir el único y exclusivo objeto que se proponían. Hablaban de paz y concordia entre los príncipes, e invocaban las máximas del Evangelio y la fraternidad cristiana; pero todo era en provecho propio, como lo insinuamos antes, y nada para los pueblos, sino el conservarlos en obediencia pasiva y sujeción innoble, anatematizando el principio de la soberanía popular y maldiciendo el sistema representativo y la libertad de imprenta. Y los que hacían alarde de la fraternidad cristiana quedaron insensibles, sordos y mudos cuando se trataba de la cristiana y malhadada Grecia. Al principio, los tratados aparecían como precauciones tornadas contra Nápoles y Francia; después se generalizó la idea, o mas propiamente, se descubrió con franqueza por entero; y se vio por fin que no se tenia por objeto la paz, sino un sistema organizado de guerra para asegurar a los reyes su autoridad absoluta contra el movimiento de los pueblos y matar los elementos de revolución. Semejante paz no era digna de este nombre, ni se apoyaba en bases sólidas, ni dominaba las miras que se propusiera Enrique IV, y no podía tener mucha vida, como sucedió. 
En efecto ¿en qué ha venido a parar la Santa Alianza; en qué sus proclamados principios; en qué sus declaraciones y protestas de prestarse mutuo auxilio; y en qué el apoyo, que incorporándose en ella buscó Francia, para conservar la legitimidad de su rama cortada en 1830 y descuajado el tronco en 1848 con la proclamación del principio detestado por la Santa Alianza? ¿Qué es el propósito fuerte de esas grandes potencias para matar la semilla del gobierno representativo; qué de su fervor religioso; qué del encargo recibido de la Providencia; qué de su afecto mutuo y su benevolencia inalterable; y qué de su odio omnipotente a la soberanía popular y a la libertad de imprenta? Inútil ha sido su empeño de establecer la paz en Europa; porque, no nos cansemos de repetirlo, no la cimentaban sobre buenos principios, y porque solamente contaban con los pueblos para tomar de entre ellos los instrumentos de su dominación. Por eso cuando Francia, esta vanguardia de los pueblos, proclamó el principio aborrecido de los aliados, y no como quiera sino en la sublime forma de la República, las grandes potencias se espantaron temiendo ver de nuevo cerca de sí ejércitos franceses, cuya memoria aborrecían, pero respetaban. Y esa revolución, cuyas semillas procuraron matar, marchaba y no lo advertían; y ellos mismos le rendían homenaje sin saberlo; o a pesar suyo. Las constituciones que daban a los pueblos para corresponder al deseo de estos y a los consejos de personas prudentes ¿no eran un tributo, o sea un obsequio al espíritu del siglo a la revolución? Lo hacían repugnando hipócrita y mezquinamente; pero lo hacían impulsados de una fuerza mayor que su poder, y los pueblos se conformaban con recibirlas, ya que no se les dejaba dárselas, considerándolas, según la expresión de un escritor francés, como “puentes echados sobre el abismo que facilitaban el tránsito al porvenir.” [35] Esas mismas retractaciones de los reyes, sus juramentos, sus perjuros, probarán que lo hacían de mala gana, y probarán también que tenían que ser débiles para ceder a un poder superior, que todos sus esfuerzos y todas sus alianzas no habían podido aniquilar y que en adelante les daría lecciones mas serias. 
Sí: porque a consecuencia del movimiento de Francia en febrero de 1848, monarcas que antes se habían distinguido en la Santa Alianza, tuvieron que hablar de una manera muy diferente y que hacía contraste con la empleada anteriormente, ofreciendo dar Constitución, y dándola en efecto, como “el acto mas solemne y mas satisfactorio para su corazón, decía uno de ellos; y que su Constitución era conforme con las necesidades de la época, liberal en el sentido mas extenso de la palabra,” teniendo luego que dejar a los pueblos descontentos de ella el derecho de elegir diputados que compusieran una Asamblea Constituyente. ¿Hubo revocaciones y retractación de las promesas? Servía ello para mostrar palmariamente que los encargados de la paz entre sí mismos y las naciones no atinaban en la elección de los medios. Pueblos desconfiados de sus gobiernos que les faltaban como en burla a los ofrecimientos, y gobiernos mal contentos y recelosos de los pueblos cuyo único sentimiento humano debía estar cifrado en la obediencia, no podían menos de colocarse en una situación violenta; y ya se sabe que solo estragos se pueden aguardar de la violencia. 
¿Por qué los monarcas europeos no han preparado, y llevado a cabo por sí mismos la revolución, ilustrando la masa de sus pueblos, restituyéndoles poco a poco los derechos de hombres, poniéndoles en un estado de racional y prudente libertad y publicando una constitución donde todo ello quedara consignado para subsistir perpetuamente? Entonces la gratitud de los pueblos habría correspondido a la loable conducta de sus reyes benéficos y hecho durar sus dinastías, sin que se diera lugar a reacciones espantosas. ¿Qué pensamiento de guerra podía ocurrir a príncipes tan bien ocupados en el sublime empeño de hacer felices a sus pueblos, y que otro pensamiento tendrían estos que el de bendecirlos? Lo que faltase para llegar o acercarse a instituciones más perfectas, lo haría después la opinión en paz. Pero los reyes han tenido otras ideas: no lo han querido: pensaban que procediendo así menguaban el absolutismo de su legitimidad y descendían de su derecho divino de mandar, con peligro de reconocer algún día el dogma impío de la soberanía nacional. Por eso ahora la lucha incesante y encarnizada entre pueblos y reyes, alternándose sus ventajas y victorias, siempre dolorosas, porque son siempre sangrientas, o porque se sistematiza el imperio de la fuerza contra la fuerza, y aun contra la idea. Mas la idea, al tiempo de pugnar para sobreponerse y dominar la fuerza, fecunda la causa de las naciones y de los gobiernos que las amen para consolidar el orden y establecer una paz duradera. 
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II. 
TRABAJOS O IDEAS POSTERIORES HASTA EL DÍA 
(Congresos de la Paz.)
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Antes de salir de Europa, nos resta echar una rápida ojeada a su presente situación y poner en balanza los motivos que se presentan de temor y de esperanza. La tolerancia es un preludio de paz, y la misma Santa Alianza ¡quien lo creyera! nos ha dejado un ejemplo notable. Tres príncipes cristianos, pero de diferente culto, católico, protestante y cismático, hablan juntos en idioma religioso; proclaman a Jesucristo y su Evangelio; se consideran como delegados de la Providencia, y quieren que sus súbditos se tengan por miembros de una misma nación cristiana; y nadie se escandaliza de este modo de hablar, Roma calla. En el convenio de 20 de Noviembre de 1815 Inglaterra, Francia, Austria y Rusia se comprometieron a tomar medidas eficaces para conseguir la abolición absoluta y definitiva del tráfico de negros [36]. Los que estimaban la dignidad del hombre no podían dejar de interesarse en que todos los hombres vivieran en paz; pero este interés no era cumplido. 
Detengamos la vista en la guerra de Oriente, en este acontecimiento de primer orden por su magnitud, sus circunstancias, su influencia y sus incalculables resultados: las primeras y mas cultas naciones de Europa coligadas contra el ruso, como si dijéramos la civilización contra la teocracia y la barbarie, pero ¡al fin en guerra! porque el ruso es hombre. Francia e Inglaterra, por tantos siglos enemigas y al parecer irreconciliables, unidas ahora estrechamente, y buques ingleses trasportando tropas francesas; pero son tropas de guerra y las trasportan al Oriente para pelear y llevan consigo invenciones exquisitas para matar hombres y destruir buques y fortalezas. La escuadra francesa puede reconocer en un combate por almirante al inglés, y los ejércitos aliados obedecer como a General en Jefe al General francés o a Omer-Bajá, General de los ejércitos turcos. ¡Naciones cristianas auxiliando a la media luna contra el cristiano ruso, y garantizando la independencia e integridad de la Turquía! Y una cuestión a que dio principio al santo sepulcro se ha ventilado impunemente entre príncipes profanos, en silencio profundo del Papa; y nadie extraña su intervención, y él mismo no se acuerda de tomar parte, sino quizá para dirigirse en privado a los súbditos católicos del turco, o para responder al ruso, que le excitaba a un arreglo, “que la cuestión de los santos lugares era de política internacional y debían ser consultadas las potencias”. En otros siglos, las palabras santos lugares, santo sepulcro, naciones cristianas, musulmán, habrían puesto al Santo Padre al frente de los sucesos para dominarlos y dirigirlos, y de rodillas a sus pies a los príncipes cristianos para recibir humildemente de sus sagrados labios la consigna: ahora ya no. 
Estos nuevos acontecimientos, que antes asombrarían y escandalizarían, y que al presente no asombran ni escandalizan, no son efectos sin causa, ni fenómenos aparecidos de repente y como por milagro; sino consecuencias naturales de antecedentes combinados, que de cuando en cuando muestran un hecho solemne y doctrinal que recopilando las lecciones dadas, anuncia otros hechos semejantes para después, o un nuevo porvenir, un nuevo mundo. 
Y este mundo ha de ser de independencia y paz porque será diferente de lo pasado. La guerra ha dominado hasta aquí: luego eso adelante debe reinar la paz. Ni siquiera pudo la guerra recomendarse por su nombre; y fue menester para justificarla en esos siglos, en que era preciso estar preparados para evitar una invasión, fue menester, repetimos, considerar la guerra como un medio de obtener la paz: si vis pacen, para bellum. No, no: jamás se llega a un fin, empleando los medios que nos apartan de el. La guerra desde su primer anuncio acarrea ya males, porque perturba los ánimos y obliga a hacer preparativos que pesan sobre los pueblos, oprimiéndolos con nuevas contribuciones, o distrayendo las que debieran emplearse en objetos de conocida utilidad y quizá necesarios. El siglo lleva otros rumbos: sus tendencias; sus principios y hasta sus invenciones son de paz, salvo en la parte en que se interpone la guerra para desnaturalizarlo todo. Invenciones de paz, volvamos a decir, porque acercan unas a otras las naciones para que se conozcan, se entiendan y se amen. 
¡Cómo puede ser que hablando de paz a los hombres les disguste la palabra y se burlen de ella y la llamen delirio, cuando debiera lisonjearles y los honra! Por el contrario, la palabra guerra, bellum, nos lleva, como indicamos al principio, al campo de las bestias y nos asemeja a ellas [37]. Bastaría proponer la paz para que la aplaudieran todos, y a porfía se empeñaran en buscar los medios de hacerla efectiva. Por eso el abate de San Pedro, profundamente penetrado de la importancia de esta verdad, no podía comprender como hubiera contradictores que tuviesen su proyecto de Paz perpetua por irrealizable, y así decía: “Yo no me contento con decir que el tratado de arbitraje permanente es muy factible, muy practicable, muy posible, sino que con razones fundadas en la naturaleza humana sostengo que es absolutamente imposible que no se ejecute algún día. Lo único incierto es el tiempo en que se ejecutará; y me atrevo a decir, que este tiempo está mas cerca de lo que se cree” [38]
Y en verdad no puede comprenderse, y menos justificarse, la inconsecuencia en que se ha incurrido al reconocer y confesar la necesidad que obligó a los primeros hombres a dejar la vida de las selvas, o el estado que llaman de naturaleza, para venir al de sociedad, y no obstante, no asombrarse de que las naciones, es decir, grandes sociedades de hombres, hayan permanecido largos siglos y hasta ahora permanezcan en ese estado de naturaleza, mirándose como delirio que salieran de él, y compadeciéndose y burlándose de los que tal empresa han intentado. Los primeros hombres, según dijeron repetidas veces escritores europeos, se hallaban expuestos en esa vida de naturaleza a todos los peligros y privaciones del aislamiento, a ser ofendidos impunemente los débiles, y a que dominara como único poder y único derecho el de la fuerza. Hobbes mismo, el defensor del derecho de la fuerza, conoció los inconvenientes del estado de naturaleza, y lo necesario que era que los individuos saliesen de él a la sociedad, aunque obligados a depositar en las manos del gobierno todo ese derecho, o el absolutismo. 
Si pues no se ha podido dejar de reconocer la conveniencia, la necesidad de que los hombres abandonaran el estado de naturaleza para reunirse en sociedad, donde se estableciera un gobierno y se administrara la justicia por magistrados ¿cuál es la razón, cuál el impedimento para que las naciones no abandonen el estado de naturaleza? Si era peligroso a los individuos permanecer allí, porque reinaría entonces el derecho de la fuerza y sucumbiría el débil, aun cuando tuviera de su parte la justicia ¿no reina ahora el derecho de la fuerza en las naciones que se hallan en guerra, y no tiene que sucumbir la menos fuerte aunque tenga justicia? Desde luego las naciones no están aisladas unas de otras, como tampoco lo estarían enteramente los individuos en el estado de naturaleza; pero las relaciones de comercio y amistad que guardan entre sí sus respectivos ciudadanos son todavía accidentales y precarias, pues sus gobiernos pueden hallarse alguna vez en guerra: son consecuencias de la paz entre ciudadanos, cuyos gobiernos no están mal entre sí, y a las que faltaría únicamente para que fuesen perdurables un tratado solemne que estableciera la Paz perpetua. 
Considerando el elocuente Cicerón los motivos que obligaron a los hombres a dejar el estado de aislamiento y reunirse en sociedad, apura el discurso diciendo así: “Entre una y otra manera de vivir, nada hay de por medio sino la fuerza o el derecho; y a quien le repugne emplear una de estas dos cosas, tiene necesidad de ocurrir a la otra. ¿Deseamos que se acabe el uso de la fuerza? Entonces ha de apelarse al derecho, que es el juicio, en el cual se contiene el derecho; así como si se rehusara el juicio, habría que emplear la fuerza” [39]. Si pues, añadamos nosotros siguiendo el pensamiento de Cicerón, los hombres están convencidos de que el derecho y el juicio deben preferirse a la fuerza, y el reconocimiento de esta verdad los ha movido a reunirse en sociedades, y estas se rigen ahora por principios mas adelantados que los del tiempo de Cicerón, no guardan consecuencia los hombres cuando juntos en naciones dirimen sus diferencias por la fuerza. Antes que Cicerón había dicho Aristóteles: “Si el hombre es el mejor y mas perfecto de los animales, desmerece este dictado y se hace el peor de todos cuando no procede conforme a derecho y justicia. Sus armas son la prudencia y la virtud, y es un animal perverso y cruel celando no se defiende con ellas. La justicia es la que se arma: la justicia pertenece a las sociedades civiles: el juicio constituye su orden, y su juicio es el examen del derecho” [40]
El reconocimiento y la espontánea y grata confesión que todos hacen de estas verdades, son pruebas de la natural inclinación y del interés reciproco que se profesan todos y cada uno de los individuos de la especie humana, cuando los directores de la política no los extravían con preocupaciones odiosas y pretensiones equivocadas que no son nacionales. Porque, en verdad, las naciones no son ni pueden ser enemigas sino cuando las separan la barbarie o los principios intolerantes, o la diplomacia de los gobiernos. Desde el momento en que se haya logrado demostrar la absurdidad de errores útiles a clases o castas contra los derechos generales y los dictámenes de la verdad, y hacer conocer a los hombres que cualquiera que sea su lengua y su culto son hermanos, está allanado el camino para el establecimiento de la paz. ¿Pueden aborrecerse y no amarse y no estar en paz perpetua los hermanos? Y cuando todavía hubiera obstáculos a este dulce sentimiento de fraternidad ¿no merece por sí solo que se haga empeño de removerlos con la pluma, la palabra y el ejemplo? Esa copia de novedades especulativas y prácticas con que brinda el siglo a los que sepan y quieran emplearlas ¿no son otros tantos medios que pone en sus manos para llegará la paz? ¿La razón no se ha levantado contra el medio brutal de decidir los pleitos con la espada? industria en todos sus elementos, en todas sus relaciones, en todas sus formas, no condena en alta voz la guerra, que le roba los brazos que necesitaba para trabajar? No la condena en voz alta la augusta libertad, que en ninguna parte puede tolerar cadenas ni instrumentos de opresión? del seno mismo de las familias no salen gritos de dolor contra el ejército, que para multiplicarse les arrebata los esposos, los hijos y los padres; gritos no solo de dolor sino también de indignación e insurrección contra gobiernos que desmienten sus promesas y no saben trabajar en la dicha de los pueblos? En todos los tiempos han existido estos principios y estos sentimientos; pero no en todos se han proclamado los unos ni han podido los otros expresarse, como en el nuestro se proclaman y expresan. ¿Por qué, pues, no inculcar estas ideas y adelantarlas y propagarlas para que los gobiernos se convenzan de que su interés está en la paz, puesto que las naciones estuvieron siempre convencidas de ello? 
Los Gobiernos se arman porque se temen, causándose de contado una parte de los males que procuran evitar; mientras que unidos, como lo deseaba Enrique IV y después el abate de San Pedro, dejaran de temerse; a razón de estar armados de la manera y con el objeto con que lo están ahora, y tendrán una reciproca confianza. Nada mas necesitan las naciones, y la reciproca confianza de sus gobiernos será la mejor garantía de una Paz perpetua. Entonces, el soldado empleará su persona mas útilmente; los medios de destrucción se tornarán en instrumentos de labranza; el ciudadano pacifico no temerá el allanamiento de su domicilio por el hombre de guerra; los buques cruzarán los mares sin temor de visitas, ni habrá buques de guerra ¿para qué y contra quién? sino en precaución contra los bárbaros quienes se hará empeño de civilizar. Y los hombres, amigos, hermanos en todas partes, rivalizarán en prestarse servicios mutuos y dar prontamente auxilio a los que lo hubiesen menester. Si esto se llama delirio, es preciso convenir en que nada hay mas parecido a la felicidad sobre la tierra. 
De este delirio se ha encargado últimamente en Europa el CONGRESO DE LA PAZ, reunión de hombres dignos de serlo, que renovando un antiguo y grande pensamiento y expresando otra vez un gran deseo, han empezado a hablar insinuándose y pulsando el corazón de los monarcas. Toca al CONGRESO DE LA PAZ fecundar la, idea, representarla, sostenerla, multiplicarla y verificarla en servicio de la humanidad. 
Nosotros nos atrevimos contraer Europa nuestro discurso, porque allí se tuvo el pensamiento de Paz perpetua, y allí se trató de realizarlo y se dieron pruebas para convencer su posibilidad y se pusieron argumentos para burlarse de él y desacreditarlo. 
Creímos necesario que el discurso partiera de Europa para dirigirlo después a nuestra América, como lo hacemos ya. 
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III. 
TENTATIVA E IDEAS EN LA AMÉRICA ESPAÑOLA, RECIÉN TERMINADA LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA 
(Asamblea Americana. Congreso de 1826.) 
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Empecemos indicando una diferencia muy notable en la manera de conducirse las colonias inglesas y las posesiones españolas luego después que se emanciparon de sus metrópolis. Aquellas, separadas unas de otras, tenían derechos propios y dependían del monarca inglés; y luego que sacudieron su yugo se ligaron entre sí para componer los Estados Unidos, la Unión Americana. Estas formaban todas entre sí y con España un solo imperio regido por las mismas leyes y por un código especial para ellas, que tiene el nombre de Leyes de Indias; y cuando verificaron su emancipación, las que antes estaban unidas se apartaron para constituirse en Estados, tan independientes unos de otros como de España. Este modo tan diferente de proceder no podía dejar de tener consecuencias muy diversas, como en verdad ha sucedido y se presentan a la vista del observador. 
Hubo otra circunstancia, notable también y de influencia trascendental. Algunos de los Estados Hispanoamericanos, olvidando el ejemplo de la Unión Angloamericana respecto de los demás Estados, los imitaron cumplidamente en su territorio propio, dividiéndolo y estableciendo el gobierno federal en sus provincias; lo que era abrazar el otro extremo con precipitación y exponerse a sufrir sus funestos resultados. “Electrizados los pueblos de la América Meridional, decía a este propósito el Sr. Rocafuerte, con la grandiosa idea de la independencia, y arrebatados del noble deseo de seguir las huellas de la sublime libertad de nuestros barítonos del Norte, empezaron a formar gobiernos separados y federados y destruyeron por la propia debilidad del federalismo la precisa unión de que necesitaban para fijar las bases indestructibles de la independencia, y este indiscreto espíritu de perfección federal nos dividió en lugar de unirnos y ha mantenido el germen de las disensiones civiles.” [41] A vista de estos dos grandes acontecimientos, que podemos llamar errores en la política de nuestros Estados Hispanoamericanos, procedamos a hacer las reflexiones convenientes después de haber integrado la relación de sucesos pertenecientes al punto que nos hemos; propuesto examinar. 
Antes que ningún gobierno de América, los del Perú y Colombia, después de haber contraído en Julio de 1822 “un pacto perpetuo de alianza íntima, y amistad firme y constante para su defensa común, para la seguridad de su independencia y libertad, para su bien recíproco y general y para su tranquilidad interior,” dijeron así en otro tratado de la misma fechas “Ambas partes se obligan a interponer sus buenos oficios con los gobiernos de los demás Estados de la América antes española para entrar en este pacto de unión, liga y confederación perpetua.” “Luego que se haya conseguido este grande e importante objeto, se reunirá una Asamblea general de los Estados Americanos, compuesta de sus Plenipotenciarios, con el encargo de cimentar de un modo mas sólido y estable las relaciones íntimas que deben existir entre todos y cada uno de ellos, y que les sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete de sus tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de juez árbitro y conciliador de sus disputas y diferencias.” “Este pacto de orden, liga y confederación perpetua no interrumpirá en manera alguna el ejercicio de la soberanía nacional de cada una de las partes contratantes, así por lo que mira a sus leyes y al establecimiento y forma de sus gobiernos respectivos, como con respecto a sus relaciones con las demás naciones extranjeras. Pero se obligan expresa e irrevocablemente a no acceder a las demandas de tributos o exacciones que el Gobierno español pueda entablar por la pérdida de su antigua supremacía sobre estos países, o cualquiera otra nación en nombre y representación suya, ni entrar en tratado alguno con España ni otra nación, en perjuicio y menoscabo de esta independencia, sosteniendo en todas ocasiones y lugares sus intereses recíprocos con la dignidad y energía de naciones libres, independientes, amigas, hermanas y confederadas.” Se comprometen después los dos gobiernos a sostener cada uno un ejército de cuatro mil hombres para que juntamente, con su respectiva marina, concurran al cumplimiento de las estipulaciones [42]
Es fácil notar en este tratado una imitación del Consejo de los Anfictiones en la Grecia, y del que intentó el Rey Enrique IV y propuso como simple escritor el abate de San Pedro para Europa. Los Estados americanos debían conservar íntegro el ejercicio de su soberanía, tanto respecto de sus leyes y el establecimiento y forma de sus gobiernos, como de sus relaciones con las demás naciones extranjeras.” La época en que se celebró era todavía de temores respecto del gobierno Español. Su fecha es de 6 de Julio de 1822, y el gobierno peruano lo aprobó y ratificó en 15 del mismo, es decir, mas de dos años antes de que la independencia del Perú y de toda la América quedara sellada en Ayacucho, fuera de los recelos que pudieran tenerse por algún tiempo después de ese día memorable, y de las exigencias que aun posteriormente pudieran ocurrir al Rey de España, tal vez auxiliado por la Santa Alianza. Porque teniendo esta a mal que Inglaterra hubiese reconocido la independencia de los Estados americanos, la amenazaba con reconocer también la de sus posesiones de la India, en el caso de sacudir el yugo de la Gran Bretaña [43]. No era, pues, extraño que en el tratado de que hablamos se hiciera mención del sostenimiento de tropas armadas. 
Aun quedó mas declarado el objeto de la Confederación americana en la Asamblea general de sus Estados por la ley del Congreso del Perú, quien después de haber aprobado en 10 de octubre de 1823 el tratado de alianza y amistad entre el Perú y Colombia, al considerar y aprobar en 12 de noviembre del mismo año el otro tratado de Confederación americana, mandó suprimir las palabras, juez árbitro, y declaró que eran “diplomáticas las atribuciones designadas a los Ministros que debían componer la Asamblea general.” Esta ley restringía, pues, y modificaba notablemente el propósito del Gobierno; porque mientras este y el de Colombia habían convenido en que la Asamblea americana fuese juez árbitro de las disputas, y diferencias de los Estados, el Congreso suprimió esta frase y redujo las atribuciones de la Asamblea a las formas diplomáticas, es decir, a negociaciones, que por sí solas no tienen virtud, independientemente de la posterior aprobación de las potencias respectivas, con el peligro de declararse la guerra o de continuarla. Según esto, la Asamblea americana dejaría de perecerse en esta parte al Consejo de los Anfictiones y al que deseaba Enrique IV, y faltaría la semejanza en el principal objeto cual era el de terminar las diferencias por la vía racional del arbitraje, y evitar la posibilidad de la guerra con todos sus inconvenientes. 
También el Gobierno de México celebró posteriormente igual tratado con el de Colombia, el cual había tomado la iniciativa en este punto, dirigiéndose en 1822, fuera del Perú y México, o Chile y Buenos Aires. 
Hacía memoria de esta invitación suya, como Presidente de Colombia, el Libertador Simon Bolívar la nota circular que dirigió nuevamente a los Gobiernos de Colombia y México, hallándose encargado del supremo mando de la República Peruana, y cuya fecha es del 7 de Diciembre, cabalmente dos días antes de la victoria de Ayacucho, y en ella se leen entre otras frases las que signen: “Es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen entre sí a las Repúblicas americanas tengan una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos.” Entablar un sistema de garantías que en paz y guerra sea el escudo de nuestro nuevo destino, y consolidar el poder de este gran cuerpo político pertenece al juicio de una autoridad sublime que dirija la política de nuestros gobiernos, cuyo influjo mantenga la uniformidad de sus principios y cuyo solo nombre calme nuestras tempestades. Diferir por mas tiempo la Asamblea general de los Plenipotenciarios de las Repúblicas que de hecho están ya confederadas, hasta que se verifique la acción de las demás, sería privarnos de las ventajas que produciría aquella Asamblea desde su instalación. Estas ventajas se aumentan prodigiosamente si se contempla el cuadro que nos ofrece el mundo político, y muy particularmente el continente europeo. Nada podrá llenar tanto los ardientes votos de mi corazón como la conformidad que espero de los gobiernos confederados a realizar este augusto acto de la América. Si V. E. no se digna adherir él, preveo retardos y perjuicios inmensos, a tiempo que el movimiento del mundo lo acelera todo, pudiendo también acelerarlo en nuestro daño. El día que nuestros Plenipotenciarios hagan el canje de sus poderes, se fijará en la historia diplomática de América una época inmortal. Cuando después de cien siglos la posteridad busque el origen de nuestro derecho público y recuerde los pactos que consolidaron su destino, registrará con respeto los protocolos de Panamá. En él encontrará el plan de las primeras alianzas que trazará la marcha de nuestras relaciones con el universo ¿Qué será entonces el Istmo de Corinto comparado con el de Panamá?” [44]
El Gobierno de Colombia, presidido entonces por el General Santander, contestó entre otras cosas: “Es para mí muy satisfactorio el asegurares que, hallándome animado de vuestros mismos sentimientos, he tomado de antemano todas las medidas eficaces de acelerar la realización de un acontecimiento tan esencial a nuestra seguridad y dicha futura. Con respecto a los Estados Unidos, he creído muy conveniente invitarlos a la augusta Asamblea de Panamá, en la firme convicción de que nuestros íntimos aliados no dejarán de ver con satisfacción que tomen parte en deliberaciones de un interés común nuestros amigos tan sinceros e ilustrados” [45]
El Presidente mexicano, que lo era el General Guadalupe Victoria, respondió diciendo, fuera de otras cosas, lo que sigue en orden al gran proyecto: “Ha sido para mí de tanto mayor satisfacción, cuanto que, fundado en los mismos principios y animado por los mismos deseos, había resuelto despachar, muy en breve, un oficial que condujese pliegos a V. E. tomando la iniciativa y proponiendo esas mismas medidas. Persuadido de que la causa de la independencia y de la libertad es no solo la de las Repúblicas que fuerais colonias españolas, sino también la de los Estados Unidos del Norte, he prevenido al Ministro mexicano en ellos que haga una indicación al Presidente, por si quisiere concurrir por sus enviados a aquella Asamblea” [46]
El Consejo de Gobierno, que por ausencia del General Bolívar tenía a su cargo la suprema administración, invitó igualmente a los Gobiernos de Guatemala, Buenos Aires y Chile para que entraran en la Confederación y enviaran Plenipotenciarios [47]
A mérito de tan sinceros y repetidos esfuerzos se logró la instalación de la Gran Asamblea americana, a 22 de Junio de 1826, con los Ministros Plenipotenciarios de Colombia, Perú, México y Centroamérica. Al dar cuenta de sus trabajos el periódico oficial de Lima, dice así: “En el breve espacio corrido desde el 22 de Junio hasta el 15 de Julio se han orillado los asuntos mas trascendentales y concluido las mas importantes negociaciones. En dicho día se firmaron los tratados que ligan estrechamente a las cuatro Repúblicas y forman de ella una masa homogénea o imponente, para resistir a nuestros obstinados enemigos. El Sr. Vidaurre es el portador de estos tratados. La Asamblea, movida por consideraciones poderosas, ha trasladado su residencia a la villa de Tacubaya, próxima a la ciudad de México, donde debe estar reunida el día 1° de Setiembre próximo. Allí dará cumplimiento a sus sublimes tareas, de las cuales resultarán indudablemente la seguridad y estabilidad de los Estados confederados.” [48]
Pero los tratados no vieron la luz pública, y el mencionado periódico tuvo necesidad de copiar de otro semioficial de Buenos Aires lo que fuera necesario para dar a conocer la sustancia de ellos, a saber: que “se celebró un tratado general de unión, liga y confederación entre Colombia, México, Perú y Guatemala; una convención de contingentes y dos conciertos sobre el ejército y marina federal y sobre la Asamblea misma.” Descendiendo a pormenores y dando su juicio el periodista, se expresa así: “El tratado de liga es lo mas perfecto que puede haber en su clase, porque abraza todo lo que la filosofía puede dictar para evitar las guerras y conservar la paz en América, combinándolo todo de tal manera, que es casi imperceptible el sacrificio que hace cada uno de los Estados de sus derechos, y que por tanto mantienen su soberanía e independencia; es decir, que entre nosotros somos diversos naciones y somos una respecto de Europa y de todo poder extraño. La convención de contingentes está sobre la población. Así es que México mantendrá un ejército de treinta y dos mil hombres; Colombia de quince mil, y entre el Perú y Guatemala trece mil. De esta fuerza se compondrá un cuerpo aliado de veinticinco mil hombres para socorrer con lo que se necesita a cualquier punto invadido; y los Estados mantienen a su costa la parte que les toque en el todo de este cuerpo, o en la sección que manden, en cualquier auxilio de otro. La marina debe ser una sola, y se apostará en Cartagena, formándola y sosteniéndola sobre contingentes de cada Estado” [49]. Por más diligencias que hemos hecho para conseguir el texto original de los tratados, con el fin de presentar a los lectores una razón mas prolija, no ha sido posible conseguirlo. 
Pero está visto por lo que dejamos referido, que el principal objeto, por no decir el único, de la Asamblea de Panamá, era ponerse en actitud imponente contra el Gobierno Español por si intentase alguna agresión en cualquier tiempo; pero estos temores fueron desapareciendo por sí mismos; y si la Asamblea hubiera tenido posteriormente mas sesiones, es muy probable, y aun seguro, que habría dado otra tendencia a la Confederación de los Estados americanos, según se hallaba bastante indicada de antemano por varios gobiernos en sus tratados de amistad y alianza. 
Más hubo acontecimientos que impidieron una nueva reunión de los Plenipotenciarios. El Libertador Bolívar no mandaba ya el Perú, ni por él su Consejo de Gobierno, a consecuencia del cambio acaecido en Enero de 1827. También en Colombia iba perdiendo una parte de su grande influencia, y al fin murió: después quedó dividida Colombia en tres Estados. Tales acontecimientos no servían ciertamente para fecundar el pensamiento de la federación americana, del Congreso americano: a lo que se añadió, para agravar el entorpecimiento, la contradicción de algunos escritores. No poco contribuyó la desconfianza con que otros miraban el proyecto atribuyéndole miras de ambición; y todo ello hizo dormir una idea tan bien recibida en su principio. 
Pero ella había de despertar, y la imprenta, este instrumento poderoso que todo lo reanima y pone en acción, tocó el punto y de nuevo se oyó decir: Congreso americano. Entre los escritores numeramos al Sr. Ferreiros, nacido en el Perú y emigrado en el Ecuador, durante el protectorado del General Santa Cruz en la Confederación Perú-Boliviana, y que en un periódico que escribía en Guayaquil dijo así: “Una alianza continental, un Congreso anfictiónico que fije las bases del derecho público americano, se hacen ya indispensables. Preséntense a la faz del mundo nuestros Estados unidos y compactos, y el viejo continente nos respetará, porque entonces seremos respetables.” Después de varias indicaciones concluye así: “Sanciónese por fin, que el agravio inferido a alguno de nuestros Estados se entiende hecho a todo el continente” [50]
Numeramos también al Sr. Alberdi, natural de la Republica Argentina y emigrado en la de Chile. En una Memoria leída ante la Facultad de leyes, sobre “la conveniencia y objetos de un Congreso general americano,” se propuso el autor: 1° hacer una reseña de los objetos e intereses que deberán ser materia de las decisiones del Congreso: 2° manifestar las conveniencias accesorias que una reunión semejantes traería a cada uno de los pueblos de América que concurriesen a ella; 3° refutar las objeciones que se han hecho sobre los peligros e inconvenientes que se seguirían de ella [51]
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IV. 
NUEVAS TENTATIVAS REDUCIDAS A AFIANZAR LA PAZ INTERNA Y LA RESPETABILIDAD EXTERNA DE SUDAMÉRICA 
(Congreso de 1848). 
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A fuerza de tocar el asunto y de las invitaciones hechas al caso por algunos gobiernos, se pensó en una nueva reunión de Plenipotenciarios, o lo que contribuyó la expedición que un General americano traía de Europa, apoyado por la Reina de España, para hacer rodarnos contra una República que antes presidiera. Al efecto, quedó convenido que la capital del Perú parecía el lugar mas acomodado para reunirse, lo que se verificó el día 11 de Diciembre de 1847 [52]. La componían los Ministros Plenipotenciarios de Bolivia, Chile, Ecuador, Nueva Granada y el Perú, los cuales celebraron y firmaron en 8 de Febrero de 1848 un tratado de Confederación, en cuyo preámbulo se leen entre otras las siguientes expresiones: “No obstante las fundadas esperanzas sobre el porvenir de las Repúblicas hispanoamericanas, se hallan estas aún débiles, como lo han sido en su origen todas las naciones, expuestas a sufrir usurpaciones u ofensas en su independencia, su dignidad y sus intereses, o a ver turbadas sus recíprocas relaciones de paz y amistad. En semejante situación nada mas natural y necesario que dejar el estado de aislamiento en que se han hallado y concertar medios eficaces para estrechar sólidamente su unión, para sostener su independencia, su soberanía, sus instituciones, su dignidad y sus intereses, y para arreglar siempre por vías pacificas y amistosas las diferencias que entre ellas puedan suscitarse. Ligadas por los vínculos del origen, el idioma, la religión y las costumbres, por su posición geográfica, por la causa común que han defendido, por la analogía de sus instituciones, y sobre todo, por sus comunes necesidades y recíprocos intereses, no pueden considerarse sino como partes de una misma nación, que deben mancomunar sus fuerzas y sus recursos para remover todos los obstáculos que se oponen al destino que les ofrecen la naturaleza y la civilización.” 
Después de tan concienzudo y sentido prefacio, siguen 24 artículos. En el 1° y 2° las Repúblicas representadas en sus Ministros se unen, ligan y confederan para sostener la soberanía y la independencia de todas y de cada una, para mantener la integridad de sus territorios, y para no consentir en que se infieran impunemente a ninguna de ellas ofensas o ultrajes indebidos; y al efecto se auxiliarán con sus fuerzas, entendiéndose llegado el casus fæderis cuando algún gobierno extranjero ocupe u intente ocupar, o haga uso de la fuerza para sustraer alguna porción del territorio de la Confederación; cuando intervenga u pretenda intervenir por la fuerza para alterar las instituciones de alguna de las Repúblicas confederadas, o exigir lo que no fuese permitido por el Derecho de gentes, o no fuese conforme con los usos recibidos por las naciones civilizadas, u por sus leyes propias, y para impedir la ejecución de esas mismas leyes, o de las ordenes o sentencias dictadas con arreglo a ellas; cuando alguna de ellas reciba ultraje u ofensa grave de algún gobierno extranjero o sus agentes, ya directamente u en la persona del que la representa, y no se obtenga la debida reparación después de solicitada; o cuando aventureros o individuos desautorizados invadan con tropas extranjeras el territorio de alguna de las Repúblicas confederadas para intervenir en los negocios políticos o fundar establecimientos con perjuicio de la soberanía de esa República. 
En el 3° se previene, que si en alguno de los casos sobredichos no obtuviere la República la debida satisfacción, se dirigirá al Congreso de Plenipotenciarios con una exposición circunstanciada y comprobada: que si el Congreso la hallare justa, dará parte a los gobiernos de las Repúblicas confederadas para que cada uno de ellos se dirija al agresor pidiéndole satisfacción; y si esta fuere negada u eludida sin motivo suficiente, declarará haber llegado el casus fæderis para los efectos del artículo 6°. Si el Congreso no estuviere reunido, la exposición se dirigirá a los gobiernos para el objeto indicado, debiendo, en caso de negativa, reunirse el Congreso sin demora para declarar si ha llegado el casus fæderis. 
El artículo 4° se pone en el caso de que la demanda de la República confederada no fuese justa, y que mas bien el gobierno extranjero se diese por injuriado sin haber obtenido la debida reparación; en cuyo caso el Congreso de Plenipotenciarios excitará a los gobiernos de las Repúblicas confederadas a que interpongan sus buenos oficios; y si nada lograren entre los dos gobiernos interesados, los demás permanecerán neutrales en la contienda. 
En el artículo 5° se advierte, que si antes de hacerse la declaración por el Congreso fuere invadido injustamente el territorio de la República confederada, o hubiere en ello un peligro común, podrán dar las otras Repúblicas los auxilios correspondientes como si hubiesen sido decretados por el Congreso. 
En el 6° se dispone que, hecha la declaración por el Congreso, las repúblicas confederadas se considerarán en guerra con la potencia extranjera, cortarán con ella sus relaciones y comercio y fijarán un plazo para que salgan sus súbditos, sin perjuicio de lo que se hubiere acordado en tratados anteriores. 
En el 7° se reconoce un derecho perfecto en las repúblicas confederadas a la conservación de los limites de sus territorios, según existían al tiempo de su independencia, y convienen ellas, donde no estuviereis demarcados de una manera precisa, en que todo se arregle por medio de comisionados por las partes interesadas, y si esto no bastare, se cometa el asunto a la decisión de alguna de las repúblicas confederadas, o de una nación amiga, o del Congreso de Plenipotenciarios. 
En el 8° se supone que dos a mas de las repúblicas confederadas quisiesen reunirse en un solo Estado, o dividirse alguna en varios Estados, o segregar de una de ellas para agregar a otra de las repúblicas o a una potencia extranjera uno o mas puertos, ciudades o provincias, en cuyo caso se exige, para que el cambio tenga efecto, que los gobiernos confederados declaren por sí, a por sus Plenipotenciarios en Congreso, que no se perjudican los intereses ni la seguridad de la confederación. 
El artículo 9° dice así literalmente: “Las repúblicas confederadas, con el fin de que se conserve entre ellas inalterable la paz adoptando el principio que aconsejan el Derecho Natural y la civilización del siglo establecen: que cualesquiera cuestiones o diferencias que entre ellas se susciten se arreglen siempre por vías pacíficas, tocando a la confederación el hacer reparar cualquiera ofensa u agravio que alguna de dichas repúblicas infiera a otra. En consecuencia, jamás se emplearán las fuerzas de unas con otras, a no ser que alguna o algunas rehúsen cumplir lo estipulado en los tratados de la confederación o lo resuelto conforme a ellas por el Congreso de los Plenipotenciarios; pues en todos casos se emplearán los medios necesarios para hacer entrar en sus deberes a la república o repúblicas refractarias, con arreglo a lo que las demás repúblicas de la confederación acordaren entre sí directamente o por medio de sus Plenipotenciarios en el Congreso.” 
El artículo 10 se contrae a los casos no previstos en que se turbe la paz entre algunas repúblicas y no fuere bastante la interposición de las demás, ni aquellas se convinieren en someter sus diferencias al arbitraje de un gobierno, y entonces el Congreso de Plenipotenciarios dará la decisión. Y si alguna de las repúblicas abriere hostilidades o rehusare cumplir lo decidido por el Congreso, las demás suspenderán todos sus deberes para con ella, fuera de otros medios que tengan a bien adoptar para hacer efectiva la decisión y para que la república refractaria sienta las consecuencias de su infidelidad al pacto. 
El artículo 11 autoriza o los Plenipotenciarios del Congreso a enviar uno o más de ellos cerca de los gobiernos interesados, para que su mediación tenga toda la eficacia y buen resultado que debe desearse. 
El 12 declara que las repúblicas confederadas conservan el pleno derecho de su respectiva independencia y soberanía, y que no podrán intervenir en los negocios internos los gobiernos de las otras, ni aun el Congreso de Plenipotenciarios, sin que esta intervención se confunda con los auxilios que deben prestarse y los medios que pueden emplearse conforme a este tratado para asegurar su cumplimiento. 
En el 13 se estipula que no se permitirá que en ninguna de las repúblicas confederadas se hagan enganchamientos o aprestos de guerra, de cualquiera especie que sean, para turbar la tranquilidad de otra de las repúblicas. 
El artículo 14 dispone que los reos por delitos comunes que en el país donde se hubieren cometido tuvieren pena de muerte, o de trabajos públicos, u encarcelamiento por cuatro o mas años, los deudores fraudulentos y los deudores a los fondos públicos que se asilaren en otra de las repúblicas, serán devueltos, debiendo acompañarse a la solicitud los documentos que conforme a las leyes del país en que haya de ser juzgado el reo basten para decretar su prisión y enjuiciamiento: que los desertores del ejército o marina que sean devueltos no podrán ser castigados por la deserción sino con el aumento del tiempo de servicio o la disminución de su prest; y que los reos por delitos políticos no serán entregados en ningún caso, pero podrán ser expulsados del país o internados hasta 50 leguas cuando haya motivos fundados para temer que promuevan conspiraciones o de otra manera amaguen contra su país. 
El artículo 15 establece que cuando hayan de reunirse las fuerzas de la República para obrar conforme al tratado, el Congreso de los Plenipotenciarios acordará el contingente de cada una, que será proporcionado a su población: que las fuerzas marítimas y los trasportes se darán por las repúblicas que los posean o tengan mas facilidades para su adquisición, compensándose estos auxilios marítimos con tropas de tierra u de otro modo, según las bases que se establezcan por el mismo Congreso. 
En el artículo 16 se ordena que la dirección de las fuerzas reunidas en una república pertenezca al Jefe Supremo de ella, quien podrá mandarlas por sí o nombrar al General en Jefe, y que las tropas y todos los artículos de guerra podrán pasar libremente por los territorios intermedios, conforme sí las reglas acordadas por los gobiernos de las repúblicas respectivas. 
En el artículo 17 se prescriben las reglas que deben observarse para la indemnización de los gastos causados en los auxilios, a saber: si la causa interesa directamente a todas las repúblicas, no habrá derecho a indemnizaciones; si el auxilio redunda únicamente en favor de alguna o algunas, estas deberán indemnizar los gastos hechos por las otras; y si estos se hubieren emprendido para hacer entrar en su deber a la república que no hubiere observado lo que debía, según los tratados de la Confederación, esta sola será responsable. 
En el 18 se determina que cada república tenga un Ministro Plenipotenciario en el Congreso de la Confederación, que se reunirá por la primera vez en la época que se fija para el canje de las ratificaciones, y en lo sucesivo cuando se disponga por el mismo Congreso o por los gobiernos de las repúblicas confederadas, debiendo el de aquella en cuyo territorio se haga la reunión considerar a los Plenipotenciarios como Ministros públicos acreditados cerca de él y facilitarles cuanto necesiten para el cumplido desempeño de su misión. 
El artículo 19 se contrae a la elección de Presidente y Secretario en cada reunión, al reglamento que el Congreso se dará para su régimen económico, las suscripciones de los actos y al sello de la Confederación. En el 20 se previene que los Plenipotenciarios de las repúblicas confederadas representantes de sus respectivos gobiernos, podrán hacer tratados y convenciones para favorecer los intereses recíprocos o para sostener sus derechos que les sean comunes o cuya lesión pudiera afectar a todas, pero que solo serán obligatorios para cada una en lo que haya sido estipulado con acuerdo de su Plenipotenciario y ratificado por su Gobierno. 
En el 21 se detallan las atribuciones del Congreso como mediador o árbitro, a saber: acordar los actos que expresamente le estén encargados por este tratado o por los que en adelante se celebren: interpretar los tratados celebrados en el mismo Congreso: proponer a los gobiernos confederados, en los grandes conflictos, las medidas convenientes para que no estuvieren autorizados; y se determina que estos actos podrán acordarse habiendo pluralidad absoluta y no necesitarán de la ratificación de los gobiernos para llevarse a efecto, siempre que no sean contrarios a las bases establecidas en este tratado o a las que se establezcan en los que en adelante se celebren. Hay pluralidad absoluta cuando hay un número conforme de votos que excede al de la mitad de las repúblicas confederadas. 
El artículo 22 autoriza al Congreso de Plenipotenciarios, como representante de la Confederación, para negociar con las potencias que lo reconozcan, en los casos siguientes: 1° para celebrar tratados bajo principios uniformes para todas ellas, los cuales no serán obligatorios sino cuando sean ratificados por los gobiernos de las repúblicas interesadas: 2° para pedir o aceptar, o no, las satisfacciones debidas a la Confederación. Si en el acuerdo de avenimiento o paz hubiere votos discordantes de la pluralidad absoluta, las repúblicas representadas por ellos quedarán en libertad de continuar las reclamaciones o las hostilidades; pero en este caso las demás repúblicas permanecerán neutrales. 
En el artículo 23 se previene que el presente tratado se comunicará a los gobiernos de los Estados Americanos que no han concurrido, y que aquellos que presten su accesión quedarán incorporados como si hubiesen concurrido. 
El 24 acaba diciendo que “el presente tratado será ratificarlo por los gobiernos de las repúblicas contratantes, y los instrumentos de ratificación serán canjeados en la ciudad de Lima, en el término de 24 meses o antes si fuere posible. 
Tal es en resumen el tratado de la Confederación Americana, celebrado por un Congreso de Plenipotenciarios al principio de 1848. Los lectores a quienes no les haya merecido cumplida aprobación no podrán menos de haber notado en sus autores un fondo de buen sentido, de filantropía y americanismo, y que si no llegaron a su objeto hicieron esfuerzos sinceros para conseguirlo, se aproximaron y dejaron sembradas preciosas semillas: harto hicieron atendida la índole del tratado que celebraban. 
En el propio día en que los Plenipotenciarios firmaron el tratado de Confederación, convinieron, a vista del artículo 23, en que el Gobierno de Chile comunicaría el tratado al de la República Argentina; el del Ecuador a Centroamérica; el de Nueva Granada al de Venezuela, y cuando lo considerase oportuno, al de México; y el del Perú al del Brasil, y que al de los Estados Unidos se comunicaría cuando los gobiernos de las repúblicas confederadas lo juzgasen conveniente. En conformidad del artículo 24 se dispuso que los ministros que se nombrasen para hacer el canje, entre los cuales se numerarían los de los gobiernos que prestasen su accesión, se reunirían en Lima el Mes de Agosto de 1849, y que en este Congreso podría adicionarse o reformarse el tratado, o celebrarse otro según las instrucciones que los gobiernos comunicasen a sus respectivos Plenipotenciarios. 
Fuera del tratado de Confederación se celebraron otros de comercio y navegación, una Convención Consular y otra de correos, que aunque supongan la Confederación no miran al objeto principal que nos hemos propuesto. 
Pero desde el año 48 ha pasado el tiempo sin resultados. Llegó Agosto de 49 y no se reunieron en Lima los Plenipotenciarios; lo que manifiesta que no hubo ratificación del tratado ni por consiguiente habría invitación a los gobiernos que no habían concurrido, y todo ha quedado como si nada se hubiera hecho y sin hablarse ya del Congreso Americano. ¿Qué significa este silencio? ¿Se habrán desengañado los gobiernos y los pueblos de que no era conveniente? Mas este desengaño, digamos nosotros, no puede haberse obtenido sino por una discusión sostenida, único medio de causar una impresión profunda y dejar desengaño: y tal discusión no ha existido, pues no merecen este nombre artículos sueltos y eventuales que de cuando en cuando aparecían en pro y en contra del Congreso Americano. El estado de alarma y los disturbios en que posteriormente se encontraron las repúblicas que enviaron sus Plenipotenciarios al Congreso de Lima en 47 y 48, pueden explicar de algún modo ese silencio y prescindencia, que bajo de ningún respecto y cualesquiera que hubiesen sido sus motivos, tienen derecho a considerarse como muestras inequívocas de que los Estados Hispanoamericanos no quieren ya confederarse ni tener un Congreso que los represente, y que han renunciado a un pensamiento que en otros tiempos abrazaron con ardor. 
No son raros en la Historia los ejemplos de invenciones útiles que, al principio mal miradas y caídas después en desaliento por la persecución u otros motivos, y aun mas todavía por la indiferencia, fueron conocidas al fin y recomendadas y aceptadas: quizá sea esta la condición de las grandes empresas y de los pensamientos grandes. El proyecto de federación americana no fue mal visto en su principio, ni salió de la pluma de un simple escritor a quien pudiera tacharse de falta de mundo y de hombre que deliraba en el campo de las puras teorías, sino que fue la idea de un político versado en el manejo de los negocios, guerrero ilustre que capitaneó la guerra de la independencia y libertó a Colombia y el Perú, y de quien otra república tomó su nombre. La idea fue acogida, celebrada con entusiasmo y casi fue brote uniforme y simultáneo de varios gobiernos que tuvieron que ceder a Bolívar el mérito original de haberla enunciado y provocado a su realización. ¿Podía recaer tanta solemnidad sobre un designio de poco valor, indiferente? Y después, cuando en 1846 se anunció la expedición de que hablamos antes y que excitó una indignación universal en nuestras repúblicas, Confederación Americana, Congreso Americano, fueron las palabras, el pensamiento espontáneo que ocurrió a todas a un mismo tiempo, como el medio unas eficaz y oportuno que pudiera oponerse a semejantes atentados. Había, pues, un objeto grande y de suma importancia en esta invocación; y no podía menospreciarse sino por una indisculpable ligereza, y mucho menos darse por desechado no habiéndose empleado los medios del examen y exponiéndose a que se cometiera una injusticia enorme y trascendental. 
Pero no hay mas que echar la vista a nuestras repúblicas para conocer que no podemos desentendemos de tratar esta materia. Cuando pasamos el discurso de Europa o América, tuvimos el cuidado de dar principio haciendo notar a nuestros lectores la desigualdad de conducta que observaron los colonias inglesas y las posesiones españolas; como que esto bastaba a nuestro juicio para indicar el origen del mal y la necesidad de procurar algún remedio. Las colonias inglesas tenían sus legislaturas propias y decretaban contribuciones. Sabido es que la insurrección tuvo principio por haber querido introducir el monarca los impuestos del papel sellado y del té: y que entre las razones alegadas en el acta de independencia, se leen las siguiente,: “Ha suspendido nuestras legislaturas y declarádose él mismo invertido con el poder de legislar para nosotros en todos los casos. Ha mantenido entre nosotros, en tiempo de paz, tropas sobre las armas, sin el consentimiento de nuestras legislaturas. Ha pretendido sujetarnos a una jurisdicción extraña en nuestra Constitución y no reconocida por nuestras leyes. Nos ha impuesto tasas sin nuestro consentimiento.” Para expresar estas quejas y fundar en ellas la declaración de independencia se reunieron los Estados que, si tenían de común su origen y el vínculo que los ligaba a la metrópoli, estaban separados unos de otros y se regían por instituciones propias. No así los reinos y provincias de la América española. Burla seria hablar de nuestras Asambleas legislativas y de su derecho de decretar contribuciones y de no recibir, sin que precediera su consentimiento, las que imponía el monarca de España, o de dirigir quejas que pudieran equivocarse con hacer cargos y reconvenciones, o de esperar otras mejoras que las que dictan la piedad del príncipe en sus leyes de Indias. 
Y sin embargo, nosotros que no teníamos preparación alguna para vivir con vida propia e independiente, sino que todos juntos y como en un mismo hogar viciamos con una sola vida y nos alimentábamos con la propia sustancia, cortamos nuestros vínculos, no por un acto hostil sino irreflexivo, que debía traer los mismos resultados, que experimentan frecuentemente los hermanos que no están unidos. Se formaron intereses distintos y a veces encontrados, rivalidades, odios, enconos y rencores: se dejo; oír la palabra extranjero hablando americanos con americanos, y llegó a un grado extremoso e intolerable, como no sucedería con hombres nacidos en África. Nuestros males no pararon ahí, y adelantaron con funesta pero irresistible lógica, hasta que apareció el demonio de la guerra entre repúblicas americanas para que las escarneciesen sus enemigos, para aflicción y angustia de los hombres de bien de todas partes, y para escándalo del universo. Ahorremos a nuestro pundonor, al pundonor americano, la conmemoración de acontecimientos vergonzosos tanto para los vencedores, como para los vencidos; porque la victoria no es título de gloria cuando se ha obtenido con la violación de un principio y de un noble y sublime sentimiento. El pabellón que flamea en un campo de batalla en insignia de luto a los ojos del que mira las mortíferas semillas que en él se han esparcido. Y luego nuestras repúblicas tienen que hacer paz en sus tratados ¡debieran ellas no haber peleado jamás! Y su paz se rompía después porque era efímera; y era efímera porque no estaba fundada sobre bases sólidas; y no estaba fundada sobre bases sólidas, porque quienes podían hacer paces suponían la posibilidad de estar en guerra, y eran dos por haberse separado. Las colonias inglesas se unieron y viven en paz y han prosperado, y su prosperidad avanza sin obstáculos. 
Entre las consecuencias funestas de nuestra separación hay una muy sensible para que pueda dejarse en silencio; y es la de las humillaciones que no pocas veces hemos sufrido de gobiernos europeos y de sus ministros y de sus escuadras. Suponemos que esas potencias no se darán por ofendidas de este recuerdo, cuando ellas mismas no creyeron faltarnos al dar el motivo que lo ocasiona. Pero ahorremos otra vez al nombre americano la vergüenza de referir esas humillaciones: dejemos a la posteridad europea que califique con su dictado propio la gloria adquirida por sus gigantes cuando oprimían a niños acabados de nacer; y dejemos a la Historia que busque en otra parte, que no sea nuestro humilde escrito, la serie de esos aciagos sucesos de que prescindimos a propósito; porque su memoria pudiera indisponer los ánimos, y porque al pensar nosotros en América no debemos ni queremos olvidar al género humano. Más no omitamos el decir que todos los Estados Americanos, a pesar de hallarse divididos, y quizá alguno de ellos en mala inteligencia, todos indistintamente se indignaron, mirando las humillaciones casi como suya propia. Era esta una simpatía de sangre que aproximaba unos a otros los Estados, mostrando la existencia de un vacío que debía llenarse y probando la necesidad de una gran medida que hacia mucha falta: era un pensamiento encarnado en la Constitución Americana. Contraigámonos, pues, a desenvolver este pensamiento que tiende a unir unos Estados separados irreflexiva y precipitadamente. 
No perderemos ni un solo momento en examinar si sería posible y conveniente que formasen una sola nación las secciones hispanoamericanas, que ocupan tan entendido y vasto territorio, antes dominado irregular y precariamente por monarcas absolutos, y ahora dividido en porciones diferentes con hábitos de independencia y republicanismo; sino que, fijando la consideración en su actualidad y sus deseos, y sus tendencias conocidas, diremos así, “conviene a las repúblicas hispanoamericanas no permanecer por mas tiempo como se hallan todavía desde su principio, separadas unas de otras, sin otros vínculos que los universales de fraternidad, y expuestas al peligro de la guerra con sus funestos resultados, porque no se han prevenido para evitarlos. Conserven su independencia y el ejercicio de su soberanía en todos los asuntos domésticos, relativos a la administración interior de cada una; pero júntense en los comunes y generales y sean todas representadas por autoridades que cuiden de ellas y de las relaciones exteriores, y aparezcan a la faz de la Europa y del Universo como una gran Nación, dejando para entre sí mismas sus subdivisiones. Si alguna vez tuviesen querella unas con otras, no apelarán a las armas en ningún caso, sino que la someterán al juicio de un tercero, ni mas ni menos de lo que hacen ahora y deben hacer los particulares; y se someterán al fallo pronunciado como se someten y deben someterse aquellos, se pena de hacerse obedecer la autoridad por medio de la fuerza empleada metro quien se resiste a la razón de la justicia declarada por juez competente e imparcial.” 
Seguros estamos de que la simple enunciación que acabamos de hacer habrá obtenido la aprobación de todos y cada uño de nuestros lectores, porque se trata de establecer la paz y de cortar radicalmente el mortífero árbol de la guerra; y nadie puede permanecer indiferente y no prestarse a contribuir al logro de tan interesante y magnífico propósito. Pero no nos demos por satisfechos con este brote natural del corazón: dejemos su parte al entendimiento para que examine si esa aprobación y natural contento son merecidos, o si existen ventajas positiva, en el proyecto que hemos enunciado, y hay razón para desear que se convierta en realidad. 
La primera ventaja que encontraríamos sería la mejor y más pronta expedición con que cada república trataría sus negocios propios y peculiares, dejando las autoridades generales el manejo de los comunes. Cuanto menos tengan que hacer los hombres públicos, así como los particulares, o sean menores en número los asuntos en que hayan de versarse, tanto mas tiempo les queda para ocuparse en ellos, conocer su manejo y hacerse hábiles para su desempeño, es decir, para desempeñarlos bien. La muchedumbre de negocios recarga la atención, entorpece el giro y perjudica a unos por otros, a causa de su muchedumbre y variedad. Sí, también la variedad perjudica porque distrae, no o manera de estudios especulativos, sino de ocupaciones practicas de diverso género; lo que no sucede con las que son análogas, que se auxiliarán mas bien, pues están en un mismo orden y dentro de un propio círculo. Por eso Aristóteles censuraba la práctica de aquellos Estados donde un mismo individuo desempeñara varias magistraturas y daba por razón, que “un asunto puede ser perfectamente desempeñado por uno” [53]
Según esto, contraído el gobierno de cada Estado a lo que se halla mas cerca de él y le pertenece de una manera singular, tendrá mejor conocimiento de ello; será mas capaz de arbitrar los medios convenientes para llegar a un objeto y de conseguirlos y ponerlos en acción para realizarlo, fuera de ser dueño de mas horas de tiempo que emplear en el trabajo, como si dijéramos que obtendría su cumplimiento con mas prontitud. Decimos respectivamente lo mismo del gobierno general, exclusivamente ocupado en los asuntos comunes, y entre ellos los exteriores, cuya ciencia y hábito o administración adquirirá mas fácil y cumplidamente de lo que pudiera hallándose atareado también en la consideración y manejo de los interiores. Y en este buen arreglo y ventajosa economía del régimen político no podrá decirse que se dejaban unas cosas por otras, y que algo se olvidaba de lo perteneciente al interés de los Estados: no, nada se olvida, nada se deja; sino que todo está previsto y bien distribuido de la manera mas conveniente y expedita, tendiendo al beneficio y utilidad de las repúblicas, porque para ellas es cuanto hagan los gobiernos particulares o el gobierno general. 
Y de esta comunidad de intereses no puede menos de nacer otra gran ventaja, y es que se formen vínculos de adhesión y afecto mutuo entre nuestras Repúblicas. Porque ¿como será creíble, no digamos ni por un instante que se aborrezcan, sino que no se amen, que puedan dejar de amarse naciones que se han convenido en tener relaciones íntimas y recíprocas, viendo, cada una su interés en el interés de todas? Si la ofensa hecha a una es sentida por todas; si una medida dictada por el gobierno general en servicio y para consultar el honor de la asociación es celebrada en todas las Repúblicas que la componen; si un suceso próspero para la unión es próspero para todos los Estados; y si el bien y el mal son comunes, así como el goce o la pena que se experimenta, quiere decir todo ello que en la forma de administración que hayan adoptado nuestras Repúblicas se encontrarán los signos característicos, los síntomas inequívocos por donde se descubren los sentimientos del corazón humano, para saber cuando ama. Y si nuestras Repúblicas se aman, ellas vivirán en paz. 
Y si ellas se aman unas a otras y viven en paz, será esto un estímulo para que cada cual la conserve en su propio seno y no haya discordias civiles. Los que desconfiando de todo buen propósito se burlan de la cordura de los pueblos y no los creen capaces de vivir en paz sino cuando se hayan habituado a la obediencia ciega, reservan para sí solos el derecho de ser justos y afectan desconocer el poder de los buenos ejemplos, sobre todo, en unos países donde las instituciones propendan de diferentes modos a establecer la paz e impedir las disensiones, o terminarlas en juicio y sin el empleo de la fuerza. Por otra parte, Repúblicas delicadas a reformar y mejorar cuanto mire a lo material, intelectual y moral de sus cosas y personas, inspirarán amor al trabajo y a la libertad en sus goces racionales, prosperarán, serán felices, y por consiguiente, vivirá cada una en paz consigo misma y con las demás. 
Otra ventaja, que será una consecuencia natural de la nueva forma de administración, será la baja absoluta, o la extinción de los ejércitos de línea en los Estados de la asociación. Si en toda clase de materias deben desaparecer los medios cuando ya se ha dejado de intentar un fin, no habría sobre que fundar la existencia de tropas veteranas en un sistema de gobierno que se propone terminar las contiendas de otro modo que por la fuerza. Si llegase el caso de que la República contra la cual se hubiese pronunciado el fallo se negara a conformarse con él, la sola idea de que todas juntas podían obligarla, según ella misma con las demás se hubiera convenido desde el principio, esta sola idea, repetimos, haciendo imposible de una parte la resistencia, haría de otra innecesaria la preparación de una fuerza que no tendría uso jamás. De cualquier modo, para este y otros casos imprevistos, que el espíritu del siglo, auxiliado por el particular y poderoso de la federación calificaría de impracticables, se contaría con las guardias nacionales ejercitadas en el seno de la paz, sin causar temores a la libertad ni gravámenes al Erario público. Merecen considerarse especialmente los dos puntos que acabamos de indicar. 
En todos los lugares y en todos los tiempos han sido considerados los ejércitos permanentes como enemigos; de la libertad, prontos a castigarla y sofocarla al mandato del tirano, que al conservarlos ha salido expresar su pensamiento para llegar al objeto cuando fuere menester. Las armas en manos de ciudadanos que casi dejan de serlo cuando de oficio se hacen temibles a los pueblos, son instrumentos tentadores que están provocando le ambición y la tientan incesantemente; y ¿faltarán algunos ambiciosos? En tal caso, estos y aquellos se entenderán y entre los extravíos de la libertad prepararán un sistema de cambio en las instituciones para llevar su obra al cabo oportunamente, ejércitos habrá para cumplirlo. Y entonces la patria habría mantenido, sin saberlo, a sus opresores, y visto que el encargado de defenderla encaminaba para sus fines propios la fuerza armada, con las formas aparentes de legalidad; y de repente se venia colocado el país en una posición que no esperaba. Pero el régimen federal de que estamos hablando destruye en su base semejante pensamiento y hasta la tentación: y todos los ciudadanos, llevarán con alarde este nombre, y nadie correrá peligro de ser instrumento de opresión ni de perder su dignidad e incurrir en infamia. 
Miran a nuestro propósito las siguientes palabras, que dirigía Washington a los Estados Unidos en su proclama de despedida: “por medio de la Unión no tendréis necesidad de sostener ejércitos, aciagos a la libertad bajo cualquiera forma de gobierno, y particularmente contrarios a la libertad republicana.” 
Fuera de esto, la permanencia del ejército da origen a su multiplicación interminable, cualesquiera que sean las ordenanzas y prevenciones para reprimir esta licencia, que se abrirá paso por entre las circunstancias de los tiempos estimulada por el favor y el empeño, y creará dos ejércitos de generales, jefes y oficiales: unos que están en servicio y otros reformados, cesantes e indefinidos. Si nuestra observación no es aplicable a todas partes, ella tiene en alguna el triste mérito de la realidad en presencia de los hechos que no hemos inventado y sobre que nuestros compatriotas podrán adelantar sus reflexiones: ha sucedido esto porque había ejército. 
Y a la existencia y aumento del ejército es consiguiente el gasto enorme y estupendo que se hace para sostenerlo: gasto que pesa sobre las naciones como ningún otro; que podríamos comparar con el que se hacia para el monstruo de la fábula, al que había que mantener con carne humana; gasto que ni la muerte tiene poder de acabar, pues continúa en las pensiones y montepíos engrosados por el empeño, el favor y aun la mentira. Quitado el ejército ha desaparecido el origen del mal, y no habrá resultados, para después. Las ventajas que ligeramente acabamos de exponer, no pueden menos de recomendar un sistema de que son consecuencias naturales; y que apartando las rentas públicas de objetos innecesarios y aun perjudiciales para que se empleen en otros de conocida utilidad, prestaría por esto solo un servicio importantísimo que merecería ser agradecido de la causa que lo procuraba. Esta causa ha sido la asociación que suponemos celebren nuestras Repúblicas, para no vivir entre sí como hasta ahora, sino uniéndose por medio de vínculos comunes en los asuntos generales, reservándose los propios suyos, interiores y de localidad y conviniendo en que sus diferencias no se terminen por la fuerza, sino apelándose a las vías racionales del juicio. Más como esta organización puede hacerse de dos maneras, tenemos que distinguirlas para conocerlas después y compararlas, a fin de convencernos de cual de ellas sea más conveniente y ventajosa a nuestros Estados. 
Pueden convenir muchos Estados sobre ciertos puntos, sin formar entre sí vínculos permanentes y habituales de comunidad, donde quede depositada una parte del ejercicio de su soberanía, sino que cada uno aparezca ante los demás independiente y soberano; o pueden convenir en formar esos vínculos y depositar en una autoridad común, la parte que mira a los negocios exteriores y generales, sin aparecer cada sisal en tales casos sino dejando esta función a un gobierno general. En el primer caso, será una alianza mas o menos extensiva o mas o menos íntima; y en el segundo podríamos llamarla federación o confederación, aunque esta última palabra se equivoca, no pocas veces, con la alianza. En la necesidad de emplear dos términos para distinguir con ellos dos cosas y compararlas entre sí para el objeto que nos proponemos, nos serviremos constantemente de alianza y federación, sin perjuicio de lo que importen su etimología y significado en otros respectos. Cuando poco antes considerábamos el punto de un modo general, tuvimos cuidado de abstenemos de ellos y emplear otros que no contribuyeran a la confusión del asunto, y dijimos unión, asociación, y otras palabras semejantes. 
Contraigámonos ahora a mirar los tratados de Panamá o de Lima, para ver cual de las dos calificaciones les conviene. Hemos ya notado que el de Panamá tuvo por objeto principal, sino fue el único, formar liga y Alianza, para defender los gobiernos americanos del español. El de Lima, que es más prolijo y determinado, menciona varias veces el casus fæderis, como se hace al tratar de las alianzas: supone que la República ofendida haya reclamado por si inútilmente la reparación o satisfacción que le debía una potencia extranjera, en cuyo caso únicamente entra la acción del Congreso de Plenipotenciarios; señala el contingente de fuerza los Estados, cuando ella hubiere de emplearse, y reglas para la indemnización de los gastos causados en los auxilios: habla de obligaciones para unos Estados, y no para otros, cuando los plenipotenciarios de estos no hubiesen prestado su sufragio: se pone en el caso de que algunos se hallen en hostilidad con una potencia extranjera, permaneciendo los demás neutrales y exige para varias disposiciones la ratificación de los gobiernos cuyos Plenipotenciarios componen el Congreso. No hay mas que pasar la vista por los artículos 1° y 12 para convencerse de lo que decimos. El 1° empieza así: Las altas partes contratantes se unen, ligan y confederan para sostener la soberanía y la independencia de todas y cada una etc.” El 12 dice así: “Conservando, como conserva, cada una de las Repúblicas el pleno derecho de su independencia y de su soberanía, no podrán intervenir etc.” Quienes se expresaban de este modo celebraban alianza, y llamaban su tratado, «Tratado de Confederación.» 
Si pasamos ahora a buscar un ejemplo de lo que hemos distinguido con el nombre de federación, no lo hallaremos mas a propósito: que el de los Estados angloamericanos; y bastará leer algunos de los artículos de la Confederación y perpetua unión que celebraron y ratificaron en el Congreso de Filadelfia el 9 de de Julio de 1778, diciendo entre otras cosas: “Cada Estado retiene su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho, que no sea delegado expresamente por esta Confederación a los Estados Unidos juntos en Congreso.” “Ningún Estado sin el consentimiento de los Estados Unidos, juntos en Congreso, mandará u recibirá embajada, ni entrará en conferencia, acuerdo, alianza o tratado con algún rey, príncipe o Estado.” “Ningún buque de guerra se mantendrá en tiempo de paz por algún Estado, excepto aquel número solamente que se estimase necesario por los Estados Unidos, juntos en Congreso, para la defensa de tal Estado o su tráfico ni se mantendrá por algún Estado cuerpo alguno de tropas en tiempo de paz, excepto aquel número solamente que, a juicio de los Estados Unidos, juntos en Congreso, se considere indispensable para guarnecer los fuertes necesarios a la defensa de tal Estado pero todos los Estados mantendrán siempre una milicia bien arreglada y disciplinada, completamente armada y equipada etc.” “Todos los gastos de guerra y demás expensas que ocurriesen para la defensa común o prosperidad general, y permitidos por los Estados Unidos juntos en Congreso, serán costeados por una tesorería común etc.” “Los Estados Unidos, juntos en Congreso, tendrán el solo y exclusivo derecho y poder de declarar la paz y la guerra, excepto en caso de invasión, o que el peligro sea tan inminente que no admita dilación, hasta ser consulados los Estados Unidos, juntos en Congreso, de mandar y recibir embajadores, entrar en tratados y alianzas, de establecer reglas para decidir en todos casos que presas por mar y tierra serán legales etc.” La lectura de estos pocos artículos es suficiente para darnos a conocer la diferencia de los tratados de Panamá y Lima y del celebrado en Filadelfia, y para caracterizar de algún modo la distinción que hemos hecho entre alianza y federación. Ahora nos resta averiguar, cual de estas dos formas de asociación será más conveniente y ventajosa a nuestros Estados hispanoamericanos. 
Salta a primera vista la limitada y dependiente representación del Congreso de Plenipotenciarios, creada por el tratado de Confederación en Lima, y que aunque no creyese suficiente en un sistema de alianza, parece que no bastaría a satisfacer las exigencias de los Estados, por lo menos tan bien como pudiera hacerse de otro modo, si a estrechar sus vínculos de tal suerte, que produjese de contado una verdadera e íntima unión, capaz por sí sola de servir de garantía para el porvenir. Supongamos si no, que las hostilidades se hiciesen en el Atlántico, largo tiempo pasaría en dirigir hacia el punto atacado u ocupado las fuerzas disponibles del Pacífico; y mientras tanto la pérdida de meses, y la acumulación de tropas enemigas, harían mas difícil de vencer una posición que no había sido temible en su principio. Si para prevenir semejante contratiempo, hubieran de mantenerse en diferentes puntos fuerzas respetables y prontas a auxiliarse cuando fuese menester, tal remedio seria por sí mismo un mal gravísimo, y de contado muy real y positivo para: evitar invasiones posibles desde luego, pero nada mas que posibles y contingentes. 
Fuera de estas dilaciones nacidas de las circunstancias, hay otras que provienen de la naturaleza misma de la institución. Por el artículo 3° la República ofendida que no ha obtenido la satisfacción que ella misma pidió a la potencia extranjera, tiene que presentar al Congreso de Plenipotenciarios una exposición fundada: el Congreso tiene que considerarla para ver si verdaderamente lo es: tiene, en caso de aprobarla, que participarlo a los gobiernos de las Repúblicas confederadas: cada uno de estos gobiernos tiene que dirigirse a la potencia agresora pidiendo la satisfacción; y si esta es negada, el Congreso de Plenipotenciarios tiene que declarar haber llegado el casus fæderis; y tiene que comunicarlo a los gobiernos de las Repúblicas confederadas, y asignar a cada una el contingente de fuerzas, y medios que le correspondan, en el modo y términos que acordare el mismo Congreso, en el caso de hallarse reunido; porque si no, la República agraviada tiene que presentar su exposición a los gobiernos de las Repúblicas confederadas y aguardar después que ellas hayan dado inútilmente el paso indicado, que el Congreso de Plenipotenciarios declare el casus fæderis. Se ven cada una de estas diligencias y en todas ellas reunidas, otras tantas causas de tardanza que dificultarían la acción de los gobiernos confederados, y quizá harían inútil en pocos o muchos casos la alianza establecida, de donde resultaría su descrédito. Por eso, buscando un término de comparación, el poder de los Anfictiones en teoría era diferente en la práctica, pues no impedía que ciudades pertenecientes a la Confederación se hiciesen la guerra, como Atenas y Esparta [54]
Añadamos a todo esto, la débil y precaria unión que aparece en esta forma de liga y amistad, en que varias Repúblicas con sus gobiernos, por un artículo expreso del tratado, hacen el papel de neutrales, cuando otras de ellas están en guerra con una potencia extranjera, contó si dijéramos que eran fríos espectadores de lo que acaecía en mengua de sus aliados: que los veían en duro conflicto sin tomar parte en su auxilio, derramar su sangre sin conmoverse, y sufrir una derrota con lar misma serenidad que si todo pasara entre indiferentes; y sin embargo, eran aliadas; porque cualesquiera que fuesen sus simpatías racionales, de oficio y por tratado, tenían que permanecer neutrales o insensibles. Semejante manera de proceder, no es ciertamente de aquellas que sirven para estrechar las relaciones, y crear mutuo afecto entre los individuos y los pueblos, y corre el peligro de corta duración por cualquiera acontecimiento: por ejemplo, no haber satisfecho su respectivo contingente, haber sido de opinión contraria su Plenipotenciario, y otros accidentes, que sin mucha dificultad, separarán o personas o gobiernos que estaban poco unidos. 
Hay otra consideración que no debemos dejar en silencio. Los Plenipotenciarios son nombrados por sus respectivos gobiernos, dependen de ellos y están sujetos a sus instrucciones; todo lo cual es conforme a la naturaleza del tratado que se celebra, y a los fines de la alianza. Pero tales circunstancias serán desde luego poderosas de estrechar unas con otras a los gobiernos, de lo que participarán también los Estados que presiden; mas, en el siglo que vivimos, no son vínculos directos de asociación y fraternidad entre las naciones llamadas ahora, como antes no ha sucedido, a entenderse entre sí y formar una comunicación de inteligencia que constituya la fuerza moral de la opinión, muy superior al poder de los gobiernos que tomarán de ellas lecciones. 
Y esa dependencia inmediata que de sus respectivos gobiernos tendrán los plenipotenciarios, no puede menos de establecer una influencia que será peligrosa estando lleguen a ser siniestras las miras de aquellos; miras que no serán por cierto contradichas, o mal ejecutadas, por hombres de su elección y del sistema político que tal vez no será el de la mayoría de nuestras Repúblicas. Si las elecciones populares no han sido siempre suficiente garantía contra el influjo y las asechanzas del poder, menos podrán serlo nombramientos hechos por él mismo. Contrayéndonos particularmente al gobierno, en cuyo territorio se reúnen los plenipotenciarios, bien puede imponerle el artículo 18 del tratado el deber de “considerarlos como a Ministros públicos acreditados cerca de él, y facilitarles cuanto necesiten para el cumplido desempeño de su misión;” porque a fuerza de considerarlos demasiado y de facilitarles cuanto gustaren, se hará mas temible empleando, no el grosero manejo de las vías coactivas, sino las halagüeñas, y por eso mas peligrosas, de la corrupción. Nosotros hablamos así, a vista de lo que pasa en una gran parte de nuestros Estados, donde se manifiestan impávidamente tendencias antipopulares, se adoptan medidas de absolutismo, y se introducen elementos de obediencia ciega, y no parecerán inoportunos estos temores al hacerlos valer en la reunión de un Congreso de Plenipotenciarios nombrados por los gobiernos y no por los pueblos. 
Sobre todo, y llamamos la atención de nuestros lectores, en la índole y esencia de la alianza hay un vicio, permítasenos decido, radical e insanable, que la inhabilita para llenar los objetos principales y mas ventajosos de su institución, y que es la tacha que la acompaña siempre, y que no puede dejar de acompañarla, aun para hacer el bien, a saber, la falta de constitucionalidad. En cualquiera forma de gobierno representativo hay puntos esencialmente constitucionales que no pueden dejarse a la libre disposición de leyes secundarias, entre las cuales se numeran los tratados, después que hayan obtenido la aprobación del poder legislativo. Ahora bien: decretar la guerra y hacer la paz son puntos tan de primera importancia, tan vitales, tan constitucionales, que no puede dejar de haber en todas las constituciones, artículos relativos a este propósito, donde se designen las autoridades que hagan la paz y decreten y declaren la guerra. Por ejemplo, la Constitución Peruana de 1839 dice así en el artículo 53, entre las atribuciones del Congreso: “Decretar la guerra, oído el Poder Ejecutivo, y requerirlo para que negocie la paz:” “aprobar o desechar los tratados de paz y demás convenios procedentes de las relaciones exteriores:” y al designar las atribuciones del presidente de la República, numera entre otras las siguientes, en el artículo 87: “Declarar la guerra y hacer ha paz con aprobación del Congreso, y en su receso, del Consejo de Estado:” “dirigir las negociaciones, diplomáticas y celebrar tratados de paz, de amistad, etc., con aprobación del Congreso.” 
Según esto, las constituciones autorizan a los gobiernos para celebrar tratados de alianza, pero esos tratados no pueden ni deben salir de la esfera que les esta señalada: ni los gobiernos ni los Congresos son árbitros de hacerlo, autorizados ellos mismos por la Constitución hasta cierto punto, y sin poder comunicar a otros unas facultades que a ellos se les dieron para que las ejercieran por sí mismos. Lo contrarío seria invertir el orden constitucional, desconocer su origen y dar el mal ejemplo de infringir la Constitución y menospreciarla. Por eso, entre los reparos que hizo al tratado de Lima uno de los gobiernos que tuvieron Plenipotenciarios en el Congreso, y que después de la disolución de este fueron comunicados confidencialmente a otro Plenipotenciario, en carta que tenemos a la vista, se hace valer la muy notable circunstancia de que el Congreso de Plenipotenciarios se arrogaría una facultad que la Constitución de la República ponía “entre las atribuciones exclusivas del Congreso, a saber: la de aprobar o reprobar la declaración de guerra, a propuesta del Presidente de la República; y la que daba la Constitución al Presidente para declarar la guerra con previa aprobación del Congreso.” Tan cierto es que en una mera alianza no ha podido llenarte el objeto que se propusieron los Gobiernos al enviar sus Plenipotenciarios, ni estos llevarlo a cabo cumplidamente; sin propasarse e infringir cada uno, sin advertirlo: la Constitución de sus Repúblicas. 
Para no infringirlas seria absolutamente necesario, que ese nuevo Congreso, con sus facultades, fuese introducido en la Constitución, y no 4 para desmejorarla y perturbar su orden natural. Se perturbaría este orden y desmejoraría la Constitución, cuando en ella se presentara una criatura irregular y exótica, que tomaba asiento entre los poderes constitucionales sin ser ninguno de ellos; Congreso de Plenipotenciarios del gobierno, dependientes de él, sujetos a sus instrucciones, y declarando en algunas ocasiones el casus fæderis, o decretando la guerra y declarándola con mengua manifiesta de una atribución propia del Congreso de los Representantes del pueblo, fuera de la posterior función que cumple al Gobierno. No existiría esa irregularidad, si se hiciera cambiar de índole al Congreso de Plenipotenciarios, dándole un carácter popular, representativo e independiente de los gobiernos de cada Estado, a quienes, a la par de sus legislaturas, subordinaría en su propia clase de negocios a que no alcanzó la alianza, dejando a cada Estado los suyos peculiares, todos los que no fueran los comunes y generales. Entonces los Congresos particulares, o cada Estado, no podrían quejarse del despojo de un derecho que ellos mismos o sus representados convinieron en que se trasladara enteramente al Congreso general, que es de ellos también y donde se hallan todos igualmente por medio de sus Representantes. Quiere decir todo esto, en pocas palabras, que el Congreso no seria ya un Congreso diplomático de Plenipotenciarios, sino un Congreso constitucional y representativo de todo el cuerpo de los Estados reunidos: que la alianza por sí sola, y en el sentido diplomático de la palabra, no ha podido llenar lo que con ella se ha intentado, y que es indispensable transformarla en federación, o encarnar en la América Española un nuevo espíritu, dar otra forma de existencia a nuestras Repúblicas, y redactar de otra manera nuestras constituciones particulares, después de haber dado una constitución general a la Federación. 
Viene en apoyo de nuestras observaciones, la conducta posterior de los Estados angloamericanos. En la necesidad que tuvimos de buscar un ejemplo, del sistema de federación, pusimos como mas a propósito el de la Confederación y unión perpetua que aquellos celebraron, pues era el único aproximado que encontrábamos entre los muchos de pactos de alianzas. Pero en rigor no era ejemplo de federación sino de, alianza mas estrecha sin duda, pero alianza siempre, y por ser puramente alianza hizo sentir sus inconvenientes; por lo cual, después de algunos años de dolorosas pruebas, tuvieron los Estados que establecer un gobierno general y dar la Constitución de 1787, que rige hasta ahora, con algunas pequeñas modificaciones, bajo la forma estrictamente federal. 
Las siguientes palabras de Washington, en la citada proclama, ilustran mas nuestro propósito: “La utilidad y estabilidad de la Unión, dependen necesariamente de un gobierno general. Las alianzas, por estrechas que fueran, no podrían reemplazarlo. Penetrados de esta verdad, habéis perfeccionado vuestro primer ensayo, y adoptado un gobierno que es mas propio que el que antes teníais, para mantener una unión íntima y velar vuestros intereses respectivos.” Después de estas palabras, nada tenemos que añadir a las pruebas en favor de la federación. 
Nosotros no ponemos un cambio súbito; por el contrario, lo reprobaríamos, porque enemigos de toda precipitación, en cualquiera clase de materias, ya hemos dicho antes de ahora, en otra diferente de la que tratamos, que “el bien mismo hace mal cuando se procede con violencia o sin preparación.” Quizá la inconstancia que se ha notado es el proyecto de Congreso Americano, unas veces admitido con ánimo ferviente y emprendedor, y otras débilmente, hasta creerse dormido y casi muerto, ha nacido en gran parte de la falta de ideas fijas en la generalidad, o en otros términos, de la falta de discusión. Bien puede ser recto y bueno algún propósito y emitirse en su apoyo ideas excelentes y luminosas: pero es indispensable que sean conocidas: que los demás las hagan suyas, como si ellos mismos las hubiesen inventado: que lleguen a incrustarse, permítasenos la expresión, en los cerebros pensadores; y que hayan adquirido aquel grado de madurez que, lejos de encontrar dificultades, haga extrañar porque no se ha llevado a efecto, o porque no se realizó de antemano un pensamiento tan evidentemente justo y tan sabiamente concertado. En tiempo de Enrique IV se guardaba secreto sobre su proyecto; quizá lo exigían las circunstancias de la época y la variedad de intereses que se cruzaban en su ejecución: y entonces, el absolutismo de los reyes, suplía la ausencia de otro poder mas grande y racional, que existe ahora, que día por día siente el aumento de su fuerza, y que condena a vida efímera cada empresa que se haya pretendido poner en planta, sin contar con su auxilio, ni obtenido el sello de su aprobados. 
Así deben proceder los seres racionales: no a la ventura arriesgándose a las eventualidades de la imprevisión, sino analizando las materias y discutiéndolas; lo que ha de dar infaliblemente un resultado. Levántense, pues, en nuestras Repúblicas sociedades federales que tomen a su cargo este asunto importantísimo y consignen sus ideas en periódicos al caso, comunicándose unas con otras, llevando cuenta de sus mutuas tareas y dando un resumen en tiempos determinados. Si los puntos más arduos no resisten mucho a una discusión seria y constante, el de que hablamos tiene grandes ventajas a su favor, no poco espacio adelantado, y es de interés práctico a más de recíproco. No es un pensamiento aparecido de repente, una invención antes desconocida, una teoría no aplicada jamás: en una realidad, es un ejemplo que se propone a la imitación: los Estados angloamericanos se gobiernan en federación, y sin haber cumplido un siglo, muchos años hace que viven en paz y que asombra al mundo su prosperidad. 
No nos digan ahora que los Estados hispanoamericanos no han tenido la preparación de aquellos: nosotros consideramos ya este argumento. Porque no tuvimos su preparación hemos reprobado la conducta de aquellas Repúblicas que, separándose de las otras sus hermanas, se constituyeron en federación de sus departamentos o provincias; paso irreflexivo, tal vez, y prematuro, que suponía un previo caudal que no tenían al conseguir las independencia, y que ahora mismo no es tiempo todavía de haber adquirido. Otra es la federación que nosotros proponemos, federación de las Repúblicas unas con otras, que por lo mismo de ser débiles por su falta de preparación, tienen necesidad de unirse para hacerse fuertes. Por la propia razón de ser escaso el caudal de nuestros conocimientos y no estar expedita cada una para tratar de todo, para entender en todo, es conveniente dividir las atenciones dedicando nuestros esfuerzos a los asuntos domésticos mas fáciles de manejar, y entresacando, por decirlo así, de entre nuestra pobreza lo mejor y mas idóneo para los negocios mas arduos y sublimes. Añádase, y es preciso repetirlo, para no olvidarlo jamás, la parte moral de afecto recíproco con que no pueden dejar de ligarse los que tienen un interés común en la prosperidad y en la desgracia. 
Y a la vista de nuestra falta de preparación y de nuestro poco valer respecto de los Estados nidos de la América inglesa, y sin duda por esta misma razón ¿no nació el pensamiento de asociarse y ligarse las Repúblicas hispanoamericanas? Y al comparar nosotros, en presencia de nuestros lectores, la alianza con la federación hemos encontrado todas las ventajas de esta, después de haber manifestado los inconvenientes de aquella? La alianza, dijimos, no llena el intento de nuestras Repúblicas: su giro está expuesto a dilaciones: supone la existencia de un ejército en cada una de ellas: agrava los gastos: queda en peligro de ser poco duradera, y además instrumento de una influencia perniciosa: no puede cumplir con uno de sus principales objetos sin sobreponerse a las Constituciones de los Estados; y no estrecha bastante los vínculos de estos, considerándose siempre sus respectivos ciudadanos, aun el cuerpo que representa la alianza, como extranjeros En la carta que citamos antes a propósito de las observaciones hechas por uno de los gobiernos aliados, se leen las siguientes expresiones: “Esto sería constituir en materia de tanta importancia una cooperación extranjera con la facultad de ponernos en estado de guerra, aun en el caso de que nuestro representante hubiese dado su voto en sentido contrario. Una nación que confiere semejante poder a una autoridad extraña, se despoja bajo de este respecto de una parte preciosa de su soberanía.” 
Semejante lenguaje no puede usarse en el sistema de federación. Los que pertenecen a ella no son extranjeros sino individuos de una gran nación que comprende muchos Estados, distintos unos de otros por sus intereses propios, y confundidos respecto de los exteriores y generales en una misma e idéntica representación de todos y cada uno, donde a nadie se distingue, pues todos componen un mismo cuerpo en mancomunidad. El gobierno general de la federación cuida de la fuerza, sin dejar esa atención a los de los Estados particulares sino cuando sean instrumentos suyos para obrar en caso conveniente, con lo que se evitan las dilaciones, y los gastos son costeados por una tesorería común. Por eso, cuando en general hablamos de la asociación que debían tener nuestras repúblicas, sin determinar la forma que mas les conviniera, pero expresándonos en términos que por sí mismos se recomendarán para ser bien acogidos, sin pensarlo designábamos la federación, porque indicábamos sus propiedades esenciales y características. Cualquiera que se dedique a escudriñar la economía del sistema federal conocerá a poca diligencia que es el mas perfecto y análogo a los intereses de los pueblos y a la fraternidad que deben profesarse; sistema en que se estrechan las relaciones, el débil se hace fuerte, y cada pueblo vive con dos vidas; sistema, en fin, que se multiplicará con el tiempo por divisiones y subdivisiones naturales, hasta parar en un término racional cuando las luces y costumbres de nuestros pueblos lo consintieren. 
Pero mientras tanto es preciso, volvamos a decirlo, manifestar, por medio de la discusión, la conveniencia del sistema para el caso de que hablamos. La bondad de la causa ahorrará mucho trabajo a los que se ocupen en defenderla; y abreviará también el tiempo, porque esparcida la luz no se ha menester mas para que ojos sanos vean y distingan los objetos. Tenemos la gran ventaja de contar con lecciones y ejemplos que no tuvieron los antepasados. Discútase no solo sobre la posibilidad y conveniencia de la federación, sino también sobre cada uno de los objetos de que haya de encargarse el gobierno general, en lo que quizá, abundará la variedad de opiniones; pero ella misma supondrá una base común, o un principio reconocido por todos: el principio de la federado. Aun cuando esta no obtuviera el sentimiento de la mayoría de los hombres pensadores para que fuese después la de los pueblos, y se arbitrara alguna otra manera de ligar a nuestras repúblicas hispanoamericanas, de cualquier modo se habría llegado al intento deseado, de establecer Paz perpetua en America. 
Aquí pudiéramos terminar nuestro trabajo; pero añadiremos todavía algunas observaciones relativas al asunto principal, y que indicaremos sucesivamente. 
Hemos dicho que el gobierno de la federación ha de ocuparse en los asuntos comunes y generales de toda ella, y entre ellos los de relaciones exteriores, que se distinguen manifiestamente por una y otra calificación, y que sin duda habrá variedad de opiniones cuando se trate de determinar si estos o aquellos merecen esos nombres. Y puede ser también que sin hallarse comprendidos rigorosamente en el sentido de las voces, haya controversia sobre si sería conveniente al interés de los pueblos federados dejar esas atenciones al gobierno general. Nosotros prescindimos enteramente de estas cuestiones, así como de presentar la economía o mecanismo de la federación en sus diferentes aspectos, y de indicar los fondos que deben estar a la disposición de aquel gobierno para satisfacer los gastos comunes. 
Tenemos en esta materia el ejemplo de la América inglesa en los citados artículos de Confederación y perpetua unión, y en la Constitución de los Estados Unidos, dada nueve años después por unánime consentimiento en la Convención de que fue Presidente Jorge Washington, Diputado por Virginia, y cuyo preámbulo copiamos a fin de que se conozcan los verdaderos objetos de la federación: “Nos el pueblo de los Estados Unidos damos la Constitución para formar una unión perfecta, establecer justicia, asegurar la tranquilidad doméstica, proveer la común defensa, promover el bien general y asegurar los derechos de la libertad para nosotros mismos y nuestra prosperidad.” Los contemporáneos han podido decir que esa Constitución llenó se objeto: que la unión de los Estados angloamericanos es perfecta, de la manera que hay perfección en las instituciones humanas: que ella ha establecido la justicia, asegurado la tranquilidad doméstica, provisto a la común defensa, promovido el bien general, y asegurado los derechos de la libertad para los que la dieron y para su posteridad. Con tan práctico y acabado modelo tendrán mucho adelanto nuestras repúblicas: y su escritores, considerando todos los casos, mejorándolos, modificándolos y corrigiéndolos por medio de las luces que después han derramado el tiempo y la experiencia, de que carecieron los primeros institutores: también los Estados Unidos han hecho correcciones en su Constitución. 
Pero aunque prescindimos de entrar en pormenores, no podemos dejar de decir alguna cosa sobre un punto principal, y es el relativo a la mejor demarcación de nuestras Repúblicas. “La América está mal hecha, ha dicho exacta y graciosamente el señor Alberdi, y es menester recomponer su carta geográfico política.” [55] No dudamos que las franquicias que adquiere cada uno de los Estados de la federación por el hecho de pertenecer a ella, por ejemplo la igualdad respecto de los efectos introducidos por los puertos de la federación, provendrá ciertos deseos que sin esa circunstancia habrán nacido; pero esta ventajosa y recíproca disposición no es por si sola poderosa de destruir, ni aun de contrapesar las relaciones que la naturaleza ha establecido. Sin duda que el beneficentísimo influjo de la federación habrá hecho desaparecer muchedumbre de inconvenientes que sin ella existirían; mas ese grande y potente influjo es limitado, y no alcanzan ni pueden alcanzar a sustituirse a las miras intentadas por la Providencia en la obra de sus manos. Y estas miras y esas relaciones aproximan y empujan, permítasenos decirlo, y arrastran esta parte del territorio a un pueblo más bien que a otro. Cualquiera que sea el apego formado entre dos pueblos, por el hábito de vivir juntos, y aun mas si juntos padecieron, no podrá ser duradero, al menos en el mismo grado, cuando no guarde armonía con los intereses. No hablamos de intereses del egoísmo que pospone y sacrifica el bienestar común al suyo propio, sino de aquellos mancomunados y sociales sobre que descansan la prosperidad pública y el contento de cada uno. Entonces el patriotismo no es una vana palabra, un entusiasmo efímero, sino un sentimiento práctico, perdurable y concienzudo, por el cual no se mira el ciudadano a sí solo ni o su tiempo, sino a todos juntamente y a la posteridad, pronto a sacrificarse por la patria, si fuere menester, en defensa de sus hogares y de sus pénates; palabras que infunden amor, porque tienen gran sentido. 
Si, pues, hubiese pueblos a los cuales conviniese mas pertenecer a un Estado que a otro, no habría razón para negárselo, y tocaría la declaración al Gobierno general en el Congreso de representantes. Puede haber motivos tan conocidamente justos, que nadie, ni el Estado mismo de que se haría la separación, tuviese que oponer; y si este repugnara, sin embargo de hallarse bastante ilustrado el punto por la prensa, fallaría el gobierno general contra la voluntad del que hacía resistencia sin razón y con mengua del bienestar de otro. 
Pudiera suceder también, que uno de los Estados creciese tanto en su población sobre un territorio muy notable, que fuera necesario o conveniente dividirlo en dos para su mejor administración, y tal vez para que adelantara mas en prosperidad; y al gobierno general le tocaría entender en el asunto y decidirlo, aun cuando estuvieran convenidos los interesados, lo que facilitaría su resolución. 
Y este punto nos lleva a la consideración de otro semejante; porque pudiera suceder igualmente, que la localidad particular de dos o más Estados, los excitase a tener entre sí una pequeña federación, que sin perjuicio ni debilitación, de la primera fomentase de una manera mas ventajosa sus relaciones especiales. Toda la dificultad consistiría en demostrar las ventajas positivas de este nuevo arreglo, el de esta federación particular; lo que, después de agitado el punto por la imprenta, quedaría sometido a la deliberación y juicio del Congreso federal, cuyo fallo favorable sería el mas irrecusable testimonio de que la novedad acontecida en nada perjudicaba a la gran federación. Desde luego el sistema federal se complicaría; pero las complicaciones en tanto deben desecharse, en cuanto entorpecieran la marcha regular del sistema general, y no cuando la dejan expedita y en soltura, y quizá algunas veces servirán para facilitarla. Abundan las máquinas sobremanera complicadas, que desempeñan su movimiento sin embarazo alguno y con permanente regularidad, tal vez por lo mismo de ser complicadas; y hay planetas en cuyo torno giran satélites, girando aquellos mismos alrededor del sol, no puede ser impracticable, ni dejar de ser útil lo que es imitación de la naturaleza. [56] 
Otra de las cuestiones que nos hemos propuesto, es la relativa al modo de terminar las diferencias entre los Estados. En los artículos de Confederación y perpetua unión que hemos citado, de 1778, se lee en el 9° el parágrafo 2°, que dice así: “Los Estados Unidos juntos en Congreso, serán el último resorte para las apelaciones de todas las disputas y diferencias que subsisten ahora, o que puedan suscitarse en adelante entre dos o mas Estados, concernientes a límites, jurisdicción, o alguna otra causa, cualquiera que sea.” Continúa señalando el modo como ha de procederse. En el artículo 3° de la Constitución de 87, sección 2°, número 1°, se dice, después de hablar de la Corte Suprema: “El Poder Judicial se extenderá a los casos de controversia entre dos o mas Estados; entre un Estado y los ciudadanos de otro: entre los ciudadanos de diferentes Estados; entre los de uno mismo sobre pretensiones de tierras, bajo concesiones de diferentes Estados, y entre un Estado y los ciudadanos de él y Estados extranjeros, ciudadanos o súbditos.” Nos parece que dejando a la resolución del Congreso general cuanto fuera puramente político, en lo demás, en todo lo contencioso entenderían los tribunales, a fin de que nadie, sino los jueces de oficio, administre justicia; como nadie, sino el poder legislativo dicte leyes, y nadie, sino el ejecutivo, cuide de hacerlas observar. Y al decir esto, creemos que en las contiendas entre Estado y Estado, y demás casos de que habla el citado artículo de la Constitución de los Estados Unidos deberían seguirse todas las instancias, señalando la ley el modo de designar las cortes de justicia, o de que turnarán entre sí las de los respectivos Estados, hasta que terminara el asunto en la suprema de la federación o del gobierno general. De este modo la administración de justicia sería igual para todos sin diferencia, y los Estados de la federación habrían salido del estado de naturaleza para dirimir sus contiendas racionalmente, como siglos hace lo están haciendo los particulares. 
Hasta aquí nuestro discurso ha considerado únicamente a las repúblicas hispanoamericanas: veamos ahora si podrán admitirse es la federación otros Estados. ¿Será, conveniente invitar a los Estados Unidos angloamericanos? Ya hemos visto que el gobierno de Colombia los invita para que concurrieran a la Asamblea de Panamá, pues a su juicio “los demás aliados no dejarían de ver con satisfacción que tomaban parte en sus deliberaciones, que eran de un interés común, unos amigos tan sinceros e ilustrados;” y que el mexicano “previno a su ministro residente en los Estados Unidos, que hiciese una indicación al Presidente por si quisiese concurrir por sus enviados a la Asamblea.” Si al formarse una asociación en cualquier orden conviene incontestablemente tener en ella miembros habituados de antemano al manejo de los negocios que han a de versarse, nadie podrá negar la imponderable ventaja que reportaría la nueva y mas grande federación al ver incorporadas en ella, y haciendo una notable y distinguida parte suya, a los Estados angloamericanos, que cerca de un siglo llevan de federación y paz y prosperidad. 
¿Qué nos traerían los Estados Unidos que no fuesen buenas lecciones y buenos ejemplos? 
Hay otra razón particular. Al aparecer las Repúblicas hispanoamericanas a la faz del mundo en una nueva forma, tienen necesidad de una respetabilidad preventiva, que al primer punto de vista haga concebir buena idea de la institución y de su estabilidad, y sirva de garantía para el porvenir. Y ¿podrá alguno dudar que los Estados angloamericanos, y ellos solos dieran esa respetabilidad y garantía? Además, por grandes que sean los deseos y las esperanzas de que el espíritu de paz ha de introducirse en el corazón de todas las naciones y de sus gobiernos, el estado actual y el recuerdo de las humillaciones, algunas recientes, que fuertes potencias de Europa han hecho sufrir en nuestras débiles Repúblicas, exige, al empezar, la presencia de una fuerza material, disponible de contado a las órdenes del gobierno general, y capaz de imponer respeto al que desunido nos despreciara: y ¿quién, sino los Estados Unidos, puede presentar esta fuerza cual se necesita? 
Pasando de esta consideración, eventual y de relaciones exteriores, a los multiplicados objetos en que puede fijarle la vista, respecto del orden doméstico de los Estados hispanoamericanos ¡qué de beneficios no podríamos esperar de la laboriosidad incansable de unas gentes, que haría contraste can nuestra dejadez para avergonzada y para aguijonearla! Y ¡que de la tolerancia, que tanto habemos menester para atraer la concurrencia, porque claman nuestros inmensos desiertos! Y ¡qué de la dulce libertad y de la soberanía individual, que hacen imposible la tiranía y hasta el pensamiento de intentarla! Y ¡qué del espíritu de orden que de repente aparece o la voz de la ley, después que los partidos agotaron su derecho! Entonces, tales hombres no se dejarían ver como advenedizos, sino como hermanos y conciudadanos nuestros, que fijarían su morada en nuestro suelo para cultivarlo, enriquecerlo y enseñarnos lo que nosotros no sabemos. Y unidos con nosotros en estrecho vínculo y cruzándose su raza con la nuestra, se mejoraría lo que hay de bueno en ambas, se corregiría lo defectuoso, aparecerían generaciones depuradas [57] y la Federación americana, siglos después de su nacimiento, bendeciría la memoria de los padres que la crearon.
Si los Estados angloamericanos quedaran separados de los nuestros, quizá se formarme con el tiempo dos grandes federaciones rivales para hacerse daño y escandalizar al mundo; a no ser que la filantropía del siglo las uniera con algún vínculo común: que estableciera entre ellas paz perpetua. 
Y ¿será conveniente que entre el imperio del Brasil en la federación americana? El sabio Montesquieu dedica en su Espíritu de las leyes un capítulo para decir: “que la Constitución federativa debe componerse de Estados de la misma naturaleza, y sobre todo, de Estados republicanos.” Alega por prueba, entre otras cosas, que el espíritu de la monarquía, es la guerra, así como el de la República es la paz y la moderación, y que estas dos formas de gobierno no pueden subsistir sino forzadamente en una República federativa. Pone en seguida ejemplos de la historia, diciendo que cuando los Veyanos eligieron rey, fueron abandonados por todas las pequeñas repúblicas de Toscana; y que todo se perdió en la Grecia, cuando los reyes de Macedonia tuvieron un lugar entre los Anfictiones. [58] Cualquiera que sea el mérito de las reflexiones de Montesquieu para el tiempo a que se refería o para el suyo propio, o para Europa según se halla todavía, nuestros Plenipotenciarios del Congreso de Lima de 1848 no tuvieron inconveniente en que se invitase al Emperador del Brasil a que entrara en nuestra alianza. La gran dificultad, y en nuestro concepto insuperable, es la forma que nuestros Estados darían a su asociación, federándose y no aliándose simplemente, de la manera que lo hemos propuesto. En tal caso, el Gobierno del Estado del Brasil, suponiendo que no se dividiese en varios Estados, quedaría como los demás reducido al régimen interior, pues el gobierno federal estaría encargado de las relaciones exteriores y de todos los asuntos comunes y generales; lo que equivaldría en otros términos a decir, que el imperio daría de serlo No se pueden avenir o esto las majestades, y solo sería capaz de hacerlo un monarca muy filósofo y muy amante de sus pueblos.
La cuestión anterior nos lleva o una observación que nos parece de primera importancia. Supuesto que un Emperador no podría entrar en la federación americana, y prescindiendo de las circunstancias que pudieran disminuir el temor que vamos a indicar, juzgamos que la permanencia de un imperio, y tan vasto imperio, al frente de muchas repúblicas, sería un estímulo poderoso y una fuerte razón para que estas se unieran en federación, y no en simple alianza que, como hemos visto, no presta suficientes garantías. Nos contentamos con indicar el pensamiento.
Nuestros lectores pueden, si gustan, extender la aplicación y multiplicar los casos en diferentes puntos de América, sin perder de vista que al tratar de secciones americanas se entienden natural y necesariamente las independientes; porque contraer el discurso a las posesiones de potencias europeas, sería lo mismo que dar por base o requisito condicional de la federación la geografía física y material, y no la política en su reciprocidad de interés, que ha sido lo que principalmente nos debimos proponer. Además, el peligro que acabamos de indicar respecto del Brasil sería cuando menos igual, si no mayor, al hablar de potencias europeas. Cuando nos expresamos así estamos muy distantes de inspirar la menor aversión, y ni siquiera indiferencia por la Europa, como si también para ella no deseáramos paz perpetua. Cuando el abate de San Pedro trató de esta materia respecto de Europa, tuvo cuidado de advertir, que él se había propuesto comprender a todos los Estados de la tierra; pero que sus amigos le habían observado que semejante intento parecía tan remoto e improbable, que multiplicando las dificultades daría a todo el proyecto apariencias de imposibilidad. Se redujo, pues, a Europa, como por igual razón nosotros a América, en la que nadie pensaba durante aquellas épocas sino para asegurar su dominación el Rey de España, y por consiguiente para reprobar y reprimir cualquiera insurrección que con el tiempo se intentara en estos lugares con el objeto de adquirir su independencia. Pero se intentó, y con buen éxito, para ponerse alguna vez en capacidad de buscar los medios de celebrar federación entre sus Estados, a fin de obtener la paz perpetua.
La América no se federará para intentar una actitud hostil contra ninguna potencia de la tierra, ni contra las mismas que la humillaron. No: se habrán federado nuestros Estados para poner término a sus discordias civiles y las de unos con otros, y para dedicar el tiempo precioso, que pierden dando escándalos, a sentar los fundamentos de su grandeza futura, bajo la sombra de la paz y de la unión. A todos los pueblos franquearán sus puertos: venid, les dirán, no con palabra tímida que pudiera ser interpretada de debilidad, sino con voz fuerte y solemne que anuncia la dignidad del que habla: AMÉRICA será su nombre. Y la América extenderá su mano fraternal a la Europa, al África, al Asia y a la Oceanía; y todas las naciones se entenderán y estarán unidas, y se gobernarán por sí mismas, y acudirán el yugo de los que por largos siglos las oprimieron con el engaño y con la fuerza:
Mientras esto sucede, y tardará todavía, porque las grandes obras y los acontecimientos grandes no aparecen súbitamente, y hay que emplear mucho tiempo en su preparación, contráiganse nuestras Repúblicas a trabajar seria y constantemente acerca de la manera de establecer su unión. El solo hecho de estar viéndolas ocupadas con las plumas de sus escritores en discutir este punto importantísimo y de mutuo interés será suficiente por sí solo, para causar un efecto saludable en el animo de los gobiernos, para que depongan las armas los que quizá las tenían levantadas, y para que se disipen, sin mas decir ni hacer, esas pueriles rivalidades entre pueblos que deben crecer juntos para amarse y auxiliarse. Basta hablar de paz y unión para empezar a gozarlas de algún modo: tanta es su virtud. Y ¡qué será cuando se posean por entero! Repitamos, pues, incesantemente estas palabras, presentémoslas bajo de diferentes formas en la prensa; hablemos de América, de los Estados americanos, de americanismo, no para convertir esta palabra en pabellón hostil contra los europeos y demás hermanos nuestros de la tierra, sino para que sea el signo de federación entre los americanos, y para expresar con ella, respecto de la América, ese dulce sentimiento que en la nación a que pertenecemos llamamos patriotismo. Pronunciemos, pues, americanismo en este sentido, y a fuerza de escribir y repetir americanismo, introduzcamos la palabra en el idioma. ¡Cuántas veces las palabras trajeron las cosas!
Concluyamos haciendo un particular encargo a la juventud americana. Por lo mismo que a ella le pertenece el porvenir, está más que nadie interesada en ventilar el punto de federación, y en hacerse cargo de los argumentos con que algunos han pretendido desacreditarla. Desacreditarla con reflexiones abstractas para un mundo imaginario, o si descienden al nuestro, es para considerarlo en otro siglo, no en el que vivimos. Jóvenes: cuando os arguyan con la débil fraternidad que tienen entre sí estas Repúblicas, y sus escasas relaciones, decidles, vosotros, que estas no son razones para retraer de un propósito, sino motivos de vergüenza, que deben convertirse en estímulos, para multiplicar y estrechar esas escasas relaciones, y hacer que la débil fraternidad se torne robusta y ardorosa. Cuando os opongan las distancias, oponedles vosotros el espíritu de empresas, y el vapor, y el ferrocarril, y la electricidad. Cuando os hablen de los hábitos adquiridos, como un grande obstáculo a la reforma que se intenta, entonces callareis para que nosotros les digamos que vosotros existís, que hay juventud. Y cuando nos echen en cara, que una parte de esta se halla extraviada por otras doctrinas y otros pensamientos, les contestaremos que para remediarlo, redoblará sus esfuerzos la parte sana de la juventud, la parte henchida de patriotismo y americanismo, la que salvará el honor de la generación presente en la posteridad, y a la cual deberá esta su ventura!
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V. 
ESTADO ACTUAL DE LOS PROYECTOS Y NEGOCIACIONES, MODIFICADOS CON LA MIRA DE FACILITAR SU EJECUCIÓN (Conferencia de los Ministros Colombianos en Lima en 1955.) ________ 
Al Sr. D. D. Francisco de P. Vigil.
Lima, 1° de Junio de 1855. 
Permítame Ud, mi respetado y querido amigo, que contribuya con algunas noticias a completar su interesante opúsculo “Paz Perpetua en América,” ya que al mismo tiempo que Ud. meditaba en esa materia, conferenciábamos también sobre ella los tres Ministros de las Repúblicas Colombianas aquí reunidos, y sometíamos a nuestros respectivos Gobiernos un nuevo plan, fácilmente realizable, de Paz y Unión entre los Estados Sudamericanos, el cual diseñaré a Ud.; y puede considerarse como una modificación del que ensayaron con mal éxito los Ministros concurrentes al Congreso de Plenipotenciarios reunido en Lima el año de 1848. Acaso no esta distante el día el que, movidos por un interés común, y cada vez mas premioso, vuelvan a congregarse los representantes de Sudamérica para estatuir sobre el porvenir político de este continente; y entonces, leyendo las patrióticas páginas del opúsculo de Ud., verán cuanto ha ganado, con el trascurso de los años, la idea que en Enrique IV de Francia, era quizás un propósito ambicioso, en el abate Saint–Pierre fue una inspiración cristiana, y en el Libertador BOLÍVAR una concepción digna de su mente poderosa, y destinada a convertirse en hecho histórico en esta parte del mundo, que ha designado la Providencia Divina para laboratorio de grandes reformas sociales.
Todo proyecto de orden y acuerdo entre los Estados Sudamericanos está subordinado al previo deslinde de sus respectivos territorios, tanto para saber a punto fijo, qué es lo que en materia de dominio eminente se garantizarán unos a otros y todos a todos, cuanto para remover la causa única de antagonismo, en intereses con que tropiezan nuestros Gobiernos. Mientras exista un solo motivo de antagonismo, no será posible realizar la unión y común concordia que se desea ver establecida. Felizmente las cuestiones de límites territoriales se refieren todavía a comarcas desiertas sobre las cuales no hay dificultad para que cada cual ceda en sus pretensiones, y después de examinados los títulos respectivas a la posesión de derecho, convenga en el trazado de fronteras que a ningún Estado perjudique ni ahora ni en lo venidero, y a todos favorezca por afianzarles la salvación de intereses mayores, y los inestimables beneficios de una sólida paz recíproca.
Las principales negociaciones de límites tendrán por objeto el deslinde de la hoya del Amazonas, de la cual son condueños Colombia, el Perú, Bolivia y el Brasil. Urge anticiparse con este deslinde a graves cuestiones, que sobre navegación del Amazonas y sus afluentes, y sobre colonización de aquellas vastísimas y ricas comarcas, empiezan a asomar y surgirán en breve, con todo el ímpetu de una necesidad mercantil y social, de que participan con nosotros la América del Norte y la Europa, y cuya inmediata satisfacción es apremiante. Por dicha nuestra esa negociación de límites no ofrece dificultades insuperables; antes por el contrario puede conducirse bajo un plan de compensación de intereses presentes y futuros, tal, que ninguno de los Estados Sudamericanos, hallaría oneroso el avenimiento común, y todos quedarían desde luego acordes en las bases de un sistema general de tratados que abrazarían las materias siguientes:
PRIMERA MATERIA 
Colonización de los valles Amazónicos, requisitos para que las colonias lleguen a formar, legalmente, nuevas provincias o Estados anexos al centro federal o cuerpo de Nación a que deban pertenecer o elijan.” 
Esto sería objeto de conferencias y acuerdos entre los Ministros de las Naciones ribereñas o afluentes al Amazonas. El derecho internacional europeo no presenta decisiones tan explícitas como se apetecen sobre el uso inocente de ríos comunes a varios Estados, cuando se las quiere aplicar al Amazonas y sus tributarios. Ni el Viejo mundo ni la América del Norte ofrecen un solo caso de navegación fluvial análogo, al vastísimo sistema de grandes ríos que canalizan toda la América Meridional, concentrándose en los cauces del Orinoco al Norte, del Amazonas al Oriente, y del Plata al Sur; y enlazando el comercio y comunicación interna de un Imperio, ocho Repúblicas y las colonias británicas de Demerara. Por consiguiente, las decisiones del Congreso de Viena respecto del Rin, las relativas a otros ríos comunes en Europa y al Missisipi y San Lorenzo en la América Septentrional, resultan incompletas y poco satisfactorias al tratarse del caso imprevisto, singular y complicado, que ofrece nuestro continente, y requiere la ordenación de un derecho público Sudamericano, que estatuya sobre el uso de aquellos ríos, tanto para las naciones ribereñas y afluentes, como para las extracontinentales y ultramarinas. Nadie en el mundo disputará la competencia y el exclusivo derecho de las naciones Sudamericanas, para fijar esas reglas en un Congreso de Plenipotenciarios inspirados por el espíritu liberal y cristiano de la época presente: nadie en Sudamérica desconocerá la necesidad urgentísima de tales medidas, desde que el ansia de especulación y las miras de las grandes potencias mercantiles se dirigen hacia las comarcas de la hoya del Amazonas con una especie de impaciencia febril, que puede sernos funesta, si no encuentra preceptos que la regularicen y unión entre los propietarios del suelo para hacer respetar lo que hayan estatuido. Unidas por un interés idéntico las Repúblicas ribereñas, fácilmente se pondrían de acuerdo sus Representantes para establecer las bases del derecho público antes indicado; e impulsado el Brasil por la necesidad de su propia conservación las aceptaría también, pues demasiado comprendo que el desacuerdo con sus vecinas en materias como la de que se trata, sería el principio de la inevitable caída del Imperio, harto minado ya por las opiniones y preferencias republicanas de sus súbditos avecindados en la ribera derecha del Amazonas superior.
SEGUNDA MATERIA 
Determinar las doctrinas que, sin apartarse de los principios del derecho internacional cristiano, es de precisa necesidad sean adoptadas y proclamadas como bases del derecho público Sudamericano por las naciones de este continente: 1° sobre la integridad y garantía de sus respectivos territorios: 2° sobre colonizaciones y sus consecuencias, respecto del Estado en cuyo territorio se llagan: 3° sobre derecho marítimo en lo relativo a neutrales, corso y policía de los puertos y costas: 4° sobre los derechos de guerra, neutralidad, mediación y asilo, medios de mantener la paz entre las naciones Sudamericanas, e impedir la ruptura de hostilidades: y 5° sobre el carácter, prerrogativas e inmunidades de los Ministros Diplomáticos y Agentes Consulares, el derecho de recibirlos o no, y de despedirlos una vez recibidos.” 
Esta materia encierra todo un sistema de política internacional Sudamericana, teniendo por objeto el salvamento de nuestros respectivas nacionalidades, la perpetuación de la paz continental, la legitimación de los medios de defensa con que por ahora contamos para el caso de una guerra exterior, y la fijeza de algunas doctrinas apenas bosquejadas en el derecho internacional voluntario, de cuya vaguedad se aprovechan frecuentemente las potencias fuertes, para cometer demasías y ejercer en nuestras Repúblicas una especie de piratería diplomática, so pretexto de indemnizaciones, introduciendo a favor de sus nacionales, aquel método de omnímoda protección absolutamente, nuevo y fuera de las prácticas establecidas en los Gobiernos de Europa. Una reseña rápida de los capítulos comprendidos en esta materia, bastará para patentizar su alta importancia y la oportunidad de convertirlos en texto de negociaciones, a las cuales concurrían en Congreso los Representantes de todos los Gobiernos Sudamericanos sin excepción, pues la causa es común y lo que se decidiera carecería de fuerza y autoridad ante las demás naciones, si no aparecía como la expresión de la voluntad de todos nuestros pueblos.
1° Los Estados Sudamericanos declaran inviolable y se garantizan entre sí la integridad de sus respectivos territorios.” 
Esta declaración no establece la interferencia de ningún Estado en los negocios domésticos de otro, tiene una eficacia puramente moral, pero bastante para que sea efectiva desde, luego, entre las partes contratantes por los medios que se indican en el capítulo 4°, y pone la base para llegar a organizar un sistema de defensa, ora fundado en la clausura mercantil del continente, respecto de los productos de la nación que lo hostilizase, ora en contingentes de armas que, en mejores tiempos, o en circunstancias de grave peligro común, convenga oponer a las usurpaciones o ocupaciones violentas, perpetradas por alguna potencia extracontinental o ultramarina. Garantirse los Estados Sudamericanos sus respectivos territorios y declararlos inviolables, equivale a garantir en masa, que todo el continente será propiedad exclusiva de las naciones que hoy lo poseen. El efecto moral de este acto no podrá menos de ser profundo en el exterior, y acaso bastará él solo para contener las tentativas de despojo y opresión, pues manifestaría la unidad de ideas y propósitos, generatriz de la fuerza, y dejaría entrever los medios irresistibles de que puede valerse la América del Sur reunida en un solo cuerpo para hacer respetar sus decisiones.
"2° Los Estados Sudamericanos estatuyen las reglas siempre liberales y protectoras, pero prudentes, a que deben someterse has colonizaciones en sus territorios; los requisitos que deben concurrir en una colonia ya grande, para formar legalmente una provincia o nuevo Estado; y las condiciones bajo las cuales podrá este anexarse al centro federal o cuerpo de naciones confederadas que elija.” 
La topografía de este continente parece indicar que en lo futuro se formarán en el tres grupos políticos, saber: la Federación Colombiana en el Norte, la Confederación de las Repúblicas Meridionales del Pacífico, y la Confederación de las Repúblicas Meridionales del Atlántico con el actual Imperio del Brasil; los tres vinculados por un derecho público Sudamericano, común a todos y emanado del Congreso de sus Plenipotenciarios. Sea lo que fuere, es indudable que los tiempos del aislamiento internacional, pasarán pronto a impulso de la necesidad suprema de propia conservación, y que los Estados de Sudamérica se agruparán, constituyendo centros respetables de representación para las relaciones exteriores. Siendo consecuentes a las doctrinas que proclamaron, para emanciparse de sus antiguos dominadores europeos, no podrán restablecer para sí, respecto de las colonias que pueblen sus desiertos, las pretensiones de Metrópolis que juzgaron y condenaron al hacerse independientes: por tanto, habrán de respetar en las futuras colonias el mismo derecho, reconociéndoles el de elevarse al rango de miembros de la Federación o Confederación que su interés les haga preferible. Pero el uso de ese derecho no debe ser arbitrario: un puñado de colonos recién establecidos en el desierto, no podrán proclamar de súbito, que se constituyen en Estado soberano, y poco después que se anexan como, se les antoje, a la nacionalidad distante de que tal vez se desprendieron para colonizar en el seno de otra: una potencia cualquiera no podrá pretender y sostener, que la horda de salvajes ocupantes accidentales del territorio que mas le plazca, es Nación soberana, que la reconoce por tal y la toma bajo su protección. Hechos de esta naturaleza, monstruosos y perjudiciales, pero posibles en las actuales circunstancias de la América del Sur, son aberraciones repugnantes como origen y causa de derechos políticos; a la manera que el buen éxito en depredaciones particulares, no constituirá jamás un origen justo de derechos de propiedad. La legislación civil así lo declara: la ley internacional Sudamericana rechazará también la absurda máxima de que las depredaciones públicas puedan ser causa generadora de derechos políticos.
3° Los Estados Sudamericanos adoptan, en punto a neutrales, el principio de que el pabellón cubre la propiedad, y que la propiedad neutral es libre bajo pabellón enemigo. En guerra marítima declaran como legítimo el Corso debidamente patentado por naciones reconocidas. En cuanto a la marina mercante declaran justiciables por las autoridades locales, los buques que a sabiendas violen o desobedezcan las reglas que cada Estado prefije, para la policía de sus puertos marítimos e fluviales, costas y riberas.” 
Lo primero es una simple adopción del principio reconocido y practicado por la Federación Norteamericana, utilísimo para estas naciones, que siempre permanecerán extrañas a las guerras europeas, y cuya marina mercante alcanzará en lo futuro su natural desarrollo, a la par con la riqueza pública. Lo segundo contraría las declaraciones de Inglaterra, que no necesita de corsarios y los mira como obstáculos a la supremacía de sus buques de guerra; pero es doctrina bien recibida por otras potencias cristianas, y es, además, el único medio de defensa, que durante mucha tiempo tendrán los Estados de Sudamérica, en el caso de una guerra exterior. Lo tercero se reduce al simple ejercicio de la soberanía territorial, sobre lo cual, las naciones europeas nunca han suscitado dudas entre sí; pero pretenden suscitarlas y cometen abusos en este continente, que están dispuestos a igualar con las regencias berberiscas, poniéndolo fuera del derecho internacional cristiano y de las prácticas europeas: por lo mismo importa cortar el mal de raíz, antes que se haga incurable.
4° Los Estados Sudamericanos reconocen el derecho de guerra y neutralidad, como emanaciones del sumo imperio de cada soberano; pero en las cuestiones que entre ellos se susciten, se obligan a aceptar la mediación y arbitramento de los demás, cuando formen el mayor número, sin ocurrir a las armas, sino después de agotados los arbitrios pacíficos de la negociación. Reconocen que el asilo por causas políticas, en un derecho perfecto para los asilados, quienes no estarán sometidos a extradición, expulsión, internación, mientras no demuestren con hechos que quebrantan la paz.” 
De esta manera, y sin necesidad de armar los neutrales un solo soldado, las guerras internacionales se harían imposibles en la América del Sur, por la eficacia y respetabilidad de la mediación simultánea de todos los Estados, entre dos o mas desavenidos: la garantía de los territorios efectiva, pues no podrían tener lugar la usurpaciones fraudulentas a mano armada; y los llamados reos de los pretendidos delitos de opinión, quedarían a cubierto de las angustias que suelen sobrevenirles por no tener mas amparo que el buen placer de los Gobiernos, quienes aun estiman como derechos imperfectos, respecto de los refugiados políticos, los perfectísimos de la libertad del pensamiento y la seguridad personal. Esta parte del derecho internacional europeo, que se resiente de fundarse en el principio del vasallaje allégeance, recibiría todas las modificaciones que emanan del principio contrario de la libertad individual, base de las instituciones populares en ambas Américas.
5° Los Estados Sudamericanos adoptan las cuatro clases de Ministros diplomáticos, determinadas en el Congreso de Aix-la-Chapelle, fuera de las cuales no reconocen carácter público en ningún otro funcionario internacional. Por consiguiente, consideran y tratarán siempre a los Cónsules Generales, Cónsules particulares y demás empleados de este género, como simples agentes mercantiles, sin privilegio alguno personal ni real que lo distinga del común de los vecinos. En cuanto a los Ministros Diplomáticos, que por su carácter público gozan el privilegio de extraterritorialidad extensivo a las personas de su séquito y a la casa que habitan, declaran que ese privilegio no les da el derecho de asilo para recibir en sus casas y sustraer de la justicia del país en que residen a los reos o sospechados de delitos comunes. Los Estados Sudamericanos declaran su voluntad de usar plenamente, y cada vez que lo estimen necesario, de la facultad de recibir o no a los Ministros Diplomáticos que se les envíen, y despedirlos después de recibidos cuando la persona del Ministro les sea desagradable, sin tener que alegar otra causa.” 
No es menester expresar las razones que justifican estas declaratorias. Nadie ignora que los vejámenes inferidos a nuestras Repúblicas a causa de abusos y resentimientos personales de los Ministros Diplomáticos y Cónsules europeos, forman un largo y bochornoso catálogo: nadie ignora que ellos miran su nombramiento y misión cerca de nuestros Gobiernos, como una campaña en que han de estrellarse con ruido y adquirir los méritos de una actividad turbulenta para ser promovidos en su carrera. Las naciones Sudamericanas podrían sumar por millones de pesos, las cantidades que a título de reparación de agravios e indemnización de falsos o abultados perjuicios, se les han extorsionado; y todavía son más sensibles los sacrificios de honor que se les han impuesto. La notoriedad de estos hechos y lo irritante de su naturaleza, justificarían también la declaración de que los Estados Sudamericanos no admitirán ni enviarán misiones permanentes, sino temporales y para determinados negocios, concluidos los cuales, cesará la misión, debiendo retirarse el Ministro o teniendo por fenecidos de hecho, el ejercicio de su empleo y el carácter público que le confería. Lo cierto es, que ha llegado el tiempo de remediar unos males tan frecuentes ya y tan serios, que si no se atajan, acabarán por mermar la acción de la soberanía inmanente de nuestras naciones, y hasta poner en peligro su existencia misma.
Tales son las materias en cuya consideración y arreglo habría de ocuparse el próximo Congreso de Plenipotenciarios Sudamericanos. Nada hay en ellas de ideal: nada que no sea exequible con solo quererlo: todo es de utilidad positiva, inmediata, incontestable: todo fácil de realizar sin esfuerzos, sin sacrificios mutuos, sin medidas extraordinarias, sin complicaciones políticas. Un año de consagración a estas importantes tareas bastaría para concluirlas; con la ventaja de que su propia índole las pone a cubierto de ser desaprobadas por los cuerpos legislativos a cuya ratificación habrían de someterse. Si algo valen los consejos de la experiencia y los avisos cotidianos del peligro que puede sobrevenirnos, envuelto en los beneficios que se derivarán, para nosotros, del libre comercio y trato abierto con el resto del mundo; parece que el continuar inactivos, imprevisores y sin determinarnos a sacar nobles frutos de nuestra inocente diplomacia, nos constituiría en una responsabilidad tremenda, por las complicaciones y amarguras que legaremos a nuestros hijos, habiendo estado en nuestras manos, el legarles la paz del continente y su respetabilidad en el exterior.
Me atrevo a creer, mi querido amigo, que estas ideas pueden hallar un lugar en el opúsculo que Ud. tiene dispuesto para darlo a la prensa, sirviéndole de noticia; sobre la índole de las tareas propuestas por los Ministros Colombianos, para el Congreso que necesariamente ha de instalarse, no muy tarde, con el objeto de regularizar las relaciones de los Estados Sudamericanos entre sí, y de unirlos mediante un derecho público, que les sirva de vínculo común. Ojala no me equivoque, y tenga la satisfacción de haber contribuido en algo, a que el noble propósito de Ud. sea realizado, tan completamente, como lo desean los sucesores de filantrópico Abate de Saint-Pierre. 
M. ANCIZAR. 

Fuente: Vigil, Francisco de P. G., “Paz perpetua en América o Federación americana”, Bogota-1856, y apéndice por Corpancho de una composición poética de Llona, escrita en 1848. Editor “Heraldo”. Ortografía modernizada. 
(*) El estudio lo hacia olvidarse de comer y murió de hambre. 
[1] Judicia ordinasse, quibus urbium inter se lite disceptarentur. Geografia, edic. de Amsterdam 1707, lib. 9, pág. 643. 
[2] Fuit et Amphictionum conventus quidam ad hoc templum civitatum septem. Lib. 8, pág. 574. 
[3] Enciclopedia del siglo 19 y el Dicción. univers. Mellado, art. Anfictiones. 
[4] Enciclop. del sigl. 19 art. Aqueos y Philopemen.
[5] Enciclopedia del siglo19-Mellado, art. Etruria. Los Etruscos no eran los únicos pueblos confederados de la Italia; cada una de las naciones que combatían contra Roma, los Sabinos, los Latinos, los Samntias, los de Abruzo, estaba formada por esa federación. Estas ligas tomaron consistencia; pero ninguna fue conquistada; y vino tiempo, en que todas las Repúblicas federadas, que largo tiempo habían prosperado en Italia, sucumbieron bajo el peso del poder romano. Sismondi, en su Introducción a la historia de las Repúblicas de la edad inedia. 
[6] Mellado, art. Westfalia. 
[7] Enciclopedia del siglo 19, en los art. Alemania y Dieta—Balbi en su geografía, al tratar de la confederación germánica—Mellado, tom. 8 en el apéndice. 
[8] Enciclopedia del siglo 19, art. Dieta Helvética—Mellado ibid—Balbi el tratar del Gobierno de la confederación Suiza. 
[9] Véase la primera Enciclopedia francesa, art. Provincias Unidas, y la del siglo 19, art. Holanda. 
[10] Memorias de Sully, tomo 3°, libro 30… 
[11] Proyecto para hacer la Paz perpetua en Europa, en tres tornos y uno de compendio. 
[12] Al principio del tomo tercero del proyecto de Paz perpetua se halla un extracto del diario. 
[13] Memorias de Sully, ibid pág. 366 y sig. 
[14] J. J. Rousseu: “el juicio sobre la Paz perpetua,” pág. 49, tomo 12 de sus obras, edición de Ginebra de 1782. 
[15] Mem. de Sully, ibid, 371. 
[16] Sully en la citada página 371. 
[17] Rousseau, en el lugar antes citado página 41. 
[18] Rousseau, ibid. 51. —Sully, Mem. lib. 28, tom. 3°, pág. 285. 
[19] Rousseau, ibid. 49. —Sully, Mem. lib. 27, pág. 215. 
[20] Rousseau, ibid. pág. 48, 49 y 50. Sully, ibid. pág. 215 y 216. 
[21] Luis Víves escribió un tratado de «concordia et discordia», y otro después, de pacificatione, y al reprobar la costumbre de aquellos que dedicaban a Jesucristo y sus mártires los trofeos de la guerra, que eran insignias de crueldad, puso alguno en el margen que el autor no hablaba de las victorias contra los infieles y los enemigos de la verdadera religión: non loquitur de victoriis adversas ínfideles, et veræ religioni inimicos, nes de bello defensivo. Obras de Víves, edic. de Valencia, tom. 5°, pág. 288. 
[22] Hemos tomado por texto la obra de Vattel. 
[23] Véase al Baron de Theiss en su “Política de las Naciones”. 
[24] Vattel, lib. 3°, cap. 13, n. 194 y 195. 
[25] Copiamos al caso las preciosas sentencies de Lactancio que, citando a Cicerón, decía así: “Sublata hominum concordia, virtus nulla est omnino. ¿Quæ sunt patriæ cómoda? Id est, fines propagare aliis violenter erptu, augere imperium, vectigalia facere mejora. Quæ omnia non utique virtudes, sed virtutum sun eversiones. In primis enim tollitur humanæ societatis conjonctiu, tollitur inocentia tollitur alieni abstinentia, tollitur denique ipsa justitia, quæ dissidium generis humani ferre non potest, et ubicumque arma fulserint hine eam fugari et exterminari necesse est. Verum est enim Ciceronis illud: quid autem civium rationem Dicom habendam externorun negant, dirimunt hi comunem generis humani societatem: quæ sublata, beneficentia, liberalitas, bonitas, justitia funditas tollitur. Nam quomodo potent justus esse, qui nocet, qui odit qui spoliat, qui acidit? Quæ omnia faciunt, qui patriæ prodesse nituntur. En el libra 6° de las Instituciones divinas, cap. 6°. 
[26] “Sumum, Brute, nefas civilia bella fatcmur.” Lucano, lib. 2, y. 286. 
[27] Arte de verificar las datas, parte 3°, tomo 5°, pág. 452 y 453—S. Lastarria en su “Historia constitucional del medio siglo,” part. 1ª, pág. 1264 y siguiente. 
[28] Arte etc. Ibíd., pág. 956 —S. Lastarria, pág. 129. 
[29] Arte etc. Ibíd. tom. 6°, pág. 16 y 17—S. Lastarria, Ibíd. Pág. 157 y sig. 
[30] Arte etc. part. 3ª, tom. 7°, pág. 400 y sig. 
[31] S. Lastarria, Ibíd. pág. 262 y sig. 
[32] Arte etc. Ibíd., tom. 7°, pág. 443 y sig. —S. Lastarria. pág. 285. 
[33] S. Lastarria, pág. 265 y sig. — 
[34] S. Lastarria, pág., 337 y sig. —Arte etc., parte 3ª, tom. 6°, pág. 137 y sig. 
[35] Mr. Pradt, “La Europa después del Congreso de Aix-la-Chapelle,” cap. 9°, pág. 305. 
[36] Arte etc., tom 5°, Ibíd. pág. 457 —Después en el Congreso de Verona el Plenipotenciario inglés presentó una Memoria relativa a la abolición del tráfico de negros, y todas respondieron, que el tráfico de negros era abominable y estaban dispuestos a concurrir a abolición total de su comercio. 
[37] “Bellum á belluis dicitur, quia belluarum sit perniciosa dissentio.”—Sexto Pompeya Festo, en el libro 2° de verborum significatione. 
[38] Tomo 3°, pág. 441 y sig. 
[39] “Atque inter hanc vitam perpolitam humanitate, et illam immanem nihil tam interest, quam jus atque vis. Horum utro uti nolimus, altero est utendum. ¿Vim volumus extingui? Jus valeat necesse est, id est judicia, quibus omne jus continentur. ¿Judicia displicent, aut nulla sunt? Vis dominetur, necesse est. Hæc vident omnes.” Orat. pro Sextio, núm. 42. 
[40] “Quemadmodum homo sois omnibus numeris absolutus animal est animalium optimum; ita á lege et jure semotus ac sejunctus, omnium deterrimum. Sævissima enim et asperrima injustitia est armis intructa. At homo armis instructus nascitar, prudencia et virtute; quibus ad res contrarias maxime uti licet. Quapropter seleratissimum et immanissimum animal est sine virtute… Justitia civilis res est: nam judicium societatis civilis ordo est: juris autem disceptatio judicium est.” De Republicæ lib. 1°, cap. 2. 
[41] Ideas sobre el federalismo, en la última parte del tomo intitulado ― “Ensayo político etc.” 
[42] Este tratado se halla en la Gaceta extraordinaria número 5°, tomo 3°; y en seguida y con la misma fecha el de alianza etc., entre Colombia y el Perú. También están en la colección de Quirós, tomo 1°, pág. 231 y sig. Núm. 156 y 157. 
[43] Véase la Gaceta del Gobierno de Lima, de 3 de Julio de 1825, tomo 8°, núm. 1°. 
[44] Gaceta del Gobierno, tom. 7°, núm. 56. 
[45] En el citado núm. 56 de la Gaceta. 
[46] En el lugar poco antes citado. 
[47] En el mismo núm. 56 de la Gaceta. 
[48] Peruano, semestre 1°, núm. 20, página 2° y núm. 24, pág. 3°. 
[49] Peruano, semestre 2°, núm. 9°, página 3. 
[50] El Ariete, en 1838, núm. 23, pág. 96, en la col. 2. 
[51] “Memoria sobre la conveniencia y objetos de un Congreso general americano.”—Año de 1844. 
[52] El Peruano de 1847, semestre 2°, número 48, pág. 201. 
[53] Unum opus ab uno optime absolvitur. De Reipublicæ, lib. 2°, cap. 11. 
[54] Washington había hecho esta observación; tom. 6°, pág. 286 de su vida por Mr. Guizot. 
[55] En la citada Memoria, pág. 11 y sig. 
[56] Podemos considerar otro punto, aunque de paso. Como en nuestras Repúblicas se ha profesado y profesa la misma religión, y en casi todas sus Constituciones hay un artículo que la declara religión del Estado, uno de los asuntos encargados al gobierno general será la comunicación que se tenga con la Silla Apostólica, en los casos en que antes la tenían los Gobiernos propios de cada una. Y como en otra parte hemos manifestado que no conviene hacer concordatos, y que para el restablecimiento de la antigua disciplina de la Iglesia americana, respecto de la institución de los obispos, habrá que dirigirse al R. pontífice para que preste su asentimiento; el Gobierno general cuidara de este paso en los términos indicados ahí u otros parecidos (Disertación 7° de la 1ª parte, pág. 238 y sig.) Y Cono también el espíritu del siglo y la urgente necesidad de nuestras Repúblicas reclaman la tolerancia civil de cultos, y la separación absoluta de lo eclesiástico y político, y de toda intervención de los Gobiernos en negocios eclesiásticos, y de los pastores de la Iglesia en asuntos civiles: borrado que sea de nuestras Constituciones el artículo de donde ha procedido aquella intervención, quedará felizmente libre el Gobierno de una atención que podrá destinar a objetos mas propios de su competencia. 
[57] Este modo de expresarnos indica que estamos muy distantes de alabarlo todo en las instituciones y costumbres de los Estados Unidos, por ejemplo la conservación de la esclavitud en varios de ellos. Nosotros hablamos antes a vista de la generalidad, y no de las excepciones que esperamos se disminuirán hasta desaparecer. Amamos y estimamos tanto la patria de Washington y de Franklin, que no podemos ni queremos tomar parte en la mala disposición que algunos, y mas que algunos, tienen a ese ilustre pueblo. Mala disposición y mala voluntad que se fomenta apoyándola en supuestos equivocados, que el tiempo se encargará de desvanecer. 
[58] Lib. 9, cap. 2.

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