UNICO
ASILO DE LAS REPÚBLICAS HISPANOAMERICANAS
(EN
UN CONGRESO GENERAL DE TODAS ELLAS).
Pedro
Félix Vicuña
[1837]
Dedica
estas reflexiones a sus compatriotas un chileno [1].
The convulsions of nations
and the calamities and
the crimen of mankind,
always form the most inter-
esting subject of history;
and happy la that people
concerning whom the
historían finds little tu relate.
From the period of the
acceptance of their contitu-
tion, the American States
have, in a great degres,
enjoyed that fortunate
situation.
Escvc. Brivr.
SITUACION
DE LAS COLONIAS ESPAÑOLAS EN LOS MOMENTOS DE LA REVOLUCIÓN DE SU
INDEPENDENCIA.
Nuestra
Metrópoli no era una de las naciones mas cultas de la Europa y los pueblos que
ella esclavizaba, naturalmente debían hallarse mas atrasados en la escala de la
civilización. La España
que puede vanagloriarse de haber sido uno de los pueblos mas civilizados, y
quizá el que mas florecía en el nacimiento de las ciencias, habiendo producido
en aquellos oscuros tiempos, filósofos, escritores y artistas eminentes,
sucumbió bajo la tiranía y principios de lo Casa de Austria, que en lugar de
dirigir hombres esclarecidos solo procuraba gobernar viles y degradados
esclavos. La fuerza de las armas, el fanatismo, y la superstición fueron los
medios mas eficaces con que Felipe II consumó los planes que su padre había
iniciado en la Península ,
para preservarla de las guerras de religión que él mismo había tenido que
sostener en Alemania, con tanto tesón y éxito tan variados. El feliz resultado
que obtuvo Felipe de conservar la unidad de sus pueblos, y al mismo tiempo la
tranquilidad interior, mientras las demás naciones se despedazaban, hicieron
incuestionables los medios de que había usado aquel tirano, y todos sus
sucesores con una fe ciega siguieron sus máximas y principios. Las ciencias y
las artes detenidas en su noble curso, perseguido el talento y el saber, ya por
la política que temía el esclarecimiento de los derechos del hombre, o bien por
el fanatismo, que ella misma había armado, ha hecho que la España no cese de
retroceder, cuando las otras naciones de Europa caminaban a su
engrandecimiento. Por más de dos siglos los infelices habitantes de esta nación
dotada de un carácter enérgico y generoso, han sido el ejemplo del funesto
influjo del despotismo.
Nuestras
costumbres correspondían a las máximas que se nos presentaban como
incuestionables axiomas, ellas seguían la marcha de nuestra educación, pero por
un principio político abominable se nos permitía un espíritu de relajación, que
en la Península
hubiera sido severamente castigado. Una distracción que corrompiendo nuestro
corazón nos apartase de considerar en nuestros verdaderos intereses, aunque vil
y criminal, se hermanaba muy bien con los rígidos principios del fanatismo, y
la disolución, el juego y otros vicios no menos funestos eran los regulares
pasatiempos y quizá los únicos placeres de millones de hombres, que ya habían
dado algunos pasos en la carrera de la civilización.
Nuestros
conocimientos políticos se reducían a las leyes coloniales, pero ni aun el
ejercicio de estos miserables derechos era concedido a los degradados
americanos; los españoles ocupaban desde la primera hasta la última escala del
sistema colonial, y eran en todo nuestros jefes y los instrumentos de nuestra
opresión.
Es
preciso hacer algunas excepciones en este triste cuadro. En América ya habían
hombres, que por un talento natural se habían elevado sobre las miserables
preocupaciones que tenían humillada la masa de los habitantes. Ellos habían visto
la acumulación de riquezas, que había sido el fruto de la fertilidad de todo el
continente y de las ricas minas que por todos se explotaban; ellos miraban
multiplicarse las poblaciones y penetrar por en medio de una suspicaz política
la historia de los principios que agitaban la Europa y conmovían sus tronos. El ejemplo de una
poderosa nación, que en el norte de nuestro continente se elevaba
majestuosamente, después de haber roto sus cadenas, daba un nuevo impulso a
aquellos genios patrióticos que fluctuando entre mil temores y esperanzas
ansiaban por el momento de libertar su patria. La invasión irresistible de un
poderoso guerrero, que cambió los destinos de España, presentó la ocasión más
oportuna de alzar el grito de libertad e independencia. En toda la América resonó esta misma
voz, y nuestra situación pasó desde entonces a ser muy diversa.
__________
SITUACION
DE LA AMERICA
ESPAÑOLA EN LA
EPOCA DE LA
GUERRA DE SU INDEPENDENCIA.
Los
halagos de la libertad, confundidos muchas veces con la licencia, despertaron
nuestro genio y animaron nuestras esperanzas. La independencia de un poder
lejano, interesado en nuestra humillación, fue el voto solemne de todos los
americanos; pero no entendiendo el arte de dirigirnos, ni los límites de una
libertad, que era el móvil de la gran revolución que habíamos principiado, la
discordia y la desunión vinieron a turbar las lisonjeras esperanzas que la
combinación mas feliz había preparado.
Admiraba
el ver por todo en aquella época, más bien que los recursos y riquezas de la América , los efectos de la UNION. A nuestras
expensas se sostenían formidables ejércitos; Españoles y Americanos recibían de
nosotros su sustento, sus pagos y sus armamentos, y unos y otros para privarse
de los muna de sostenerse incendiaban los campos; los españoles ponían a
contribución a los americanos, y éstos a los partidarios de la España ; las batallas se
sucedían unas a otras, y los desórdenes de la guerra desolaban provincias y
repúblicas enteras, que por un milagro volvían a aparecer de nuevo mas
brillantes por sus victorias y heroísmo. La población, que, parece debía
aniquilarse, se veía progresar; la agricultura parecía tomar un nuevo vigor en
medio de la guerra; la propiedad territorial doblaba sus valores, y el comercio
en los vaivenes políticos, encontraba nuevos elementos de utilidad riqueza;
los, ejércitos, las escuadras y todas las empresas que debían asegurar nuestra
libertad, se levantaban y equipaban como por encanto; las rentas públicas
aumentaban, y en todo se veía la marca infalible del progreso y del
engrandecimiento. Las ciencias y las artes tomaban una nueva vida y se
perfeccionaban, y en el estruendo mismo de las armas creíamos ir recibiendo la
experiencia, que en tiempos mas tranquilos debía elevarnos a la felicidad y
grandeza, que era el constante anhelo de cuantos amaban la libertad Americana.
¡Qué distinto fruto el que hemos recogido!
No
podrían explicarse estos fenómenos políticos, a menos que el deseo de nuestra
independencia y la unidad y poder que fue preciso dar a los gobiernos, no
entren como los móviles y resortes principales de acontecimientos
verdaderamente asombrosos. Chile, por ejemplo, tuvo en su suelo como veinte mil
combatientes a un mismo tiempo, entre sus defensores y sus enemigos, que todos
se sostenían con nuestros productos y riqueza; pagaba a las provincias
Argentinas los gastos de la expedición que vino a ayudarnos a reconquistar
nuestra libertad; organizaba una escuadra, que jamás vio igual el Pacífico, y
se preparaba a mandar un formidable ejército, que libertase al Perú. Chile sin
duda es hoy más rico; pero no podría hacer la mitad de aquellos esfuerzos, por
su situación política, por la diversidad de opiniones e ideas que lo dominan, y
por la división, que es el mas terrible mal de todos los gobiernos americanos.
A
medida que la fortuna favorecía nuestras empresas, todo se iba debilitando, las
pasiones antes oprimidas por el poder de los gobiernos, fueron también
despertando, no se recordaban ya los servicios, que estos habían prestado, sino
los males, que voluntariamente, o por necesidad habían hecho. Los que poseían
el poder no se creían bastantes seguros en aquellos momentos ni aun con las
armas de que eran depositarios, y buscaban apoyo en las asociaciones de sus
partidarios y amigos, que también participaban de cierta autoridad e influjo.
Los enemigos de los gobiernos no pasaban en el ocio estos momentos que también
ocupaban en asegurarse. Se hacían las mismas asociaciones bajo el misterio, y
públicamente se invocaba la libertad en peligro, se pintaban todos los
movimientos y pasos de los gobiernos con los colores mas negros de la tiranía,
se hacían correr las ideas y las noticias mas siniestras, y solo alguna
victoria de nuestros enemigos comunes, paralizaba la marcha anárquica que
tomaban todos los pueblos de América. Los gobiernos aprovechaban estos momentos
para humillar a aquellos rivales mas peligrosos, alejándolos del teatro de sus
esperanzas, único medio de sostener el orden. Pero esto no hacia mas que
preparar nuevas escenas, en que aparecían otros nuevos atletas, que era preciso
combatir, y que unas veces abatidos y otras llenos de orgullo mantenían la
alarma, que muy pronto debía arruinar la América. Nuestras
armas triunfaban por todo, una larga guerra nos había enseñado el arte de
hacerla con ventaja, las huestes que triunfaron en España de los conquistadores
de Europa, hallaron su sepultura en nuestros campos, y la América majestuosa y
triunfante proclamó su independencia y libertad, y todos los pueblos de la
tierra la reconocieron soberana.
__________
SITUACION
DE LA AMÉRICA
ESPAÑOLA DESPUES DE CONCLUIDA LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.
Las
armas al frente del enemigo conservaron en toda la guerra aquella disciplina y aquel
orden que era necesario para vencer nuestros opresores y sostener a los
gobiernos contra las sordas maquinaciones de la anarquía. Concluida la guerra,
una fiebre política abrazó toda la
América , una libertad absoluta, que podemos llamar licencia,
fue la voz unánime que resonó desde el Missisipi hasta el Cabo de Hornos, y
todos los gobiernos cayeron unos resistiendo y otros cediendo a aquel vigoroso
impulso. Las mismas armas que los habían sostenido fueron los elementos
principales de su ruina, pues hasta ellas llegó el contagio, y si esta vez
obedecieron al instinto ciego de una falsa y errada opinión, su ensayo
revolucionario no sirvió sino para hacerles conocer su influjo y su poder, y
prepararlos para destruir en adelante lo bueno y lo malo, atacar los pueblos y
los gobiernos y causar siempre mil infortunios. Las ideas exaltadas y los
principios políticos de una igual clase habían cundido por todas las
poblaciones de América; se hablaba con entusiasmo de los derechos del hombre y
se tomaban por tales pomposas declaraciones; se devoraban aquellos escritores y
políticos franceses, que en el delirio de su revolución habían tanto declamado
contra la tiranía y contra los gobiernos, y de sus máximas se hacían las reglas
invariables de una sociedad libro, y sin consultar las diferencias tan notables
que la educación, las costumbres y las leyes mismas ponen entre dos naciones,
se quería dar a nuestra revolución aquel mismo giro, que atrajo tantos
infortunios a la Francia
por querer también imitar a las repúblicas de Grecia y Roma, que nada tenían de
común con una monarquía envejecida, que por si sola debía regenerarse aunque de
distinto modo. La menor resistencia alarmaba a nuestros celosos republicanos, y
la sola oposición a aquellas peligrosas doctrinas, era para ellos el principio
de una tiranía que amenazaba la libertad. Las reuniones populares se revestían
de la soberanía y obraban como tales. De los grandes pueblos pasaba el contagio
a las provincias; los gobiernos resistían esta exaltación de ideas, pero sin
chocarlas abiertamente, y pueblos y gobiernos deseabas la existencia de una ley
política, unos para contener la autoridad, otros para conocer hasta donde se
extendía su poder y obrar sin responsabilidades. Este deseo uniforme hacia
nacer códigos políticos incesantemente, que destruían los pueblos porque los
creían favorables a la tiranía; o bien los gobiernos, porque se veían reducidos
a la mas absoluta nulidad. Las armas a su turno eran siempre el sostén de unos
y otros, según las ventajas que se les ofrecía: las conmociones, que hasta allí
habían sido pasajeras, tomaron otro tono y el choque de las fuerzas militares,
ya para sostenerse, ya para derribar, alejó las esperanzas de regenerarnos en
aquella débil anarquía, que mas bien era la escuela de nuestra inexperiencia, y
de donde pensábamos obtener los mayores bienes sin tocar jamás en los asiremos.
El resentimiento seguía muy de cerca a la resistencia armada; se organizaban
conspiraciones; se hacían insurrecciones y levantamientos, ya en una provincia,
ya en un pueblo, y cuando nada surtía el efecto esperado, se recurría
abiertamente a la misma fuerza, y los choques eran inevitables: corría, al fin,
la sangre Americana, y solo servia a preparar nuevas escenas de horror. ¡Qué
triste cuadro para tantas repúblicas que habían creído hallar su
engrandecimiento en una libertad cuyos límites no atinaban a conocer! No
siempre la victoria estaba al lado de la justicia y del deber; pero a cualquier
lado que ella se colocase, la patria tenia que llorar la pérdida quizá de sus
hijos mas queridos.
Los
mismos que peleaban por sostener una excesiva libertad, cuando triunfantes,
adoptaban el opuesto extremo, y los principios o ideas que ellos proclamaban no
eran mas que vanos simulacros, que cubrían la ambición y servían de protesto a
miles de atentados, decorados siempre con los pomposos títulos de ser por el
bien público y conforme a los intereses de la patria. Sería largo entrar en un
detalle de las infinitas revoluciones que han agitado a todas las repúblicas de
la América Española ,
que con muy cortas diferencias han tenido que llevar una misma marcha en su
anarquía. Unas mismas causas producían siempre los mismos efectos, y poco
antes, poco después, cada una ha sufrido los mismos males y las mismas
desgracias.
La
historia de nuestras revoluciones es demasiado extensa, y el presentarnos una
viva pintura de todos nuestros errores, y hacer un recuerdo de nuestros excesos
y pasiones, sería la obra que quizá podría producir mas bienes a toda la América. Conocemos
que los hechos son el mejor lenguaje, y que el análisis de tantos crímenes y
virtudes, de tanto egoísmo y de tanto patriotismo, formarla un contraste capaz
de lijar nuestras ideas y hacernos conocer nuestros intereses; pero en una
ligera memoria como esta, apenas podemos indicar en globo los acontecimientos extraordinarios
que han paralizado la marcha grandiosa con que la América debía elevarse.
Se
ha procurado contener el mal, pero los medios adoptados hasta aquí empeoran
nuestra condición; de un extremo parece que saltamos al otro opuesto, sin
guardar aquella medianía, que regularmente forma el equilibrio de la política.
No ya nos contentamos en fraguar tempestades entre nosotros mismos, sino que
las excitamos entre nuestros vecinos.
Unas
repúblicas se federan para hacerse respetables y contener en el interior, la
anarquía que las ha despedazado; otras se ligan con el mismo objeto, pero sobre
distintas bases, y el desorden que cada Estado sufría solo salo de sus límites
para hacerse extensivo al exterior. La América va a unir a los horrores de su suerte la
guerra de unas repúblicas con otras, y una gran revolución en todo el
continente va a ser el resultado de los pasos ya dados. Cuando no hay ideas
fijas, cuando no se reconocen algunos principios que sirvan de fundamento a un
sistema determinado, cuando se carece de virtudes, cuando se cruzan tantos y
tan diversos intereses, y por todo reina la ambición, nada es posible calcular
sobre esta revolución que aceleradamente se adelanta a nuestra vista. Los
americanos, cansados de tantos infortunios, parecen mirar este acontecimiento
con indiferencia, creyendo que nada puede haber peor que lo existente; pero
nadie aun sabe si solo ahora principian nuestras mayores desgracias, nadie aun
calcula si la tumultuosa y espirante libertad de la América va a luchar con el
despotismo, que cuenta con la apatía de todos los ciudadanos, ni nadie aun
puede calcular si éstos, despertando de su sueño, triunfarán de la anarquía y
de la tiranía, los dos escollos formidables de su felicidad. Todo es oscuro, y lo
único que hay cierto es este gran movimiento político que afianzará nuestra
libertad o nos sumirá en el mas odioso despotismo, no pudiendo nunca llegar a
uno u otro de estos resultados sin haber antes sufrido las mayores desgracias.
Ensayemos algunas ideas que puedan calmar nuestros tristes presentimientos, y
felices nosotros si ellas encierran algunas verdades que puedan aclarar esta
misteriosa revolución y contener a los gobiernos de América en los pasos que
avanzan hacia ella.
__________
PRINCIPIOS
SOBRE QUE DEBEN FORMARSE LAS CONSTITUCIONES POLITICAS DE LA AMÉRICA.
Antes
de entrar en el fondo de nuestros pensamientos, séanos lícito aventurar algunas
opiniones, que creemos necesarias al esclarecimiento de aquellos. El sistema de
gobierno que adopte la América
influirá demasiado en sus destinos, para que él no sea siempre la base de todo
proyecto y de toda reforma que se intente. Cuanto pudiéramos decir en adelante
sería inútil, y quizá contrario al objeto mismo que nos proponemos si anticipadamente
no procurásemos fijar los principios sobre que deben girar nuestras ideas. El
republicanismo, que ha sido el voto unánime de todos los americanos, esta voz
que escila el entusiasmo de la virtud e inspira sentimientos llenos de
heroicidad y grandeza, será siempre el centro u erijan de donde hagamos nacer
nuestras opiniones. Sin duda este republicanismo no será en la Indeterminada extensión
que ha hecho los infortunios de América; pero sí el que inspira la razón y la
experiencia.
A pesar
que bastante hemos avanzado en el conocimiento de la política, generalmente aun
existen en América ideas muy confusas y muy erróneas sobre la libertad popular.
La soberanía, que naturalmente reside en una república, en el cuerpo de la
nación, se cree un poder inalienable de que jamás pueden desprenderse los
pueblos, sin dar un crudo golpe a su libertad y derechos. De aquí ha nacido que
los gobiernos, los cuerpos representativos y todas las demás autoridades han
sido siempre vacilantes, y sujetas a los caprichos y oscilaciones de tumultos o
reuniones populares, a las que injustamente se presta una soberanía, que toda
la nación reunida no podría reclamar, después de haberla delegado conforme a
las reglas y leyes establecidas.
Estas
incuestionables verdades determinan los límites de una justa libertad, para no
equivocarla con la licencia, que ha sido nuestro error favorito, sostenido
muchas veces por la malicia de ambiciosos anarquistas. Ninguna cosa deben los
gobiernos celar con mas actividad que a esta clase de políticas, cuya sola
ocupación es fraguar tempestades y optar las naciones, y jamás permitirles que
roben a los pueblos su nombre para sus fines personales, en que la ambición o
el interés son las reformas y bienes que reclaman para los pueblos. La multitud
oye con placer cuanto lo halaga y no alcanza a penetrar las intenciones del que
la engaña; adopta cuanto cree mejorar su suerte, y siempre está pronta a entrar
en trastornos en que los ambiciosos lo hacen ver una mutación de fortuna que
nunca dejará de serles favorable. Pero en América esta muchedumbre tumultuosa
no compone el mayor número; las clases laboriosas, que ven en sus brazos el
manantial de su riqueza y felicidad, y los propietarios que deben su fortuna a
un trabajo anticipado, y a su economía, componen mas de los dos tercios de la
población. La opinión de éstos, que es la del mayor número, es la que solo debe
dirigirnos; ella expresará siempre los sentimientos de moderación y de virtud,
y será tan enemiga de la licencia como apreciadora de una libertad, a quien
debe el ejercicio de sus derechos y el goce de mil ventajas sociales que
desconocen los esclavos. Esto no quita que en unas naciones libres, como las de
América, todas tengan los mismos derechos, las mismas garantías y los mismos
beneficios; pero la voz del mayor número y sus intereses y bienestar hacen la
suprema ley.
Quizá
los gobiernos quieran confundir el espíritu enérgico de un ciudadano, que
reclama los derechos de su patria ultrajada, con las frenéticas declamaciones
de un demagogo, y quizá se intente aplicar las penas de éste, al que lleno de virtud
y patriotismo solo pide justicia. Seguramente que la tendencia natural de todo
gobierno es a sofocar toda oposición, a hacer prevalecer sus opiniones, y si
posible fuera, aun a colocarse mas arriba de las leyes; pero en nuestra
organización política están salvados todos estos riesgos, y los gobiernos
carecen de los medios de efectuar su natural inclinación. El que hace la ley en
una república no la ejecuta, y el ejecutor tampoco es quien la aplica. Esta
división de poderes es la mejor garantía de la libertad y de la seguridad de
las instituciones; y sería preciso la reunión de estas tres autoridades
independientes para invertir el orden y oprimir a la nación. Estos casos son
demasiado frecuentes para que no se dejen de temer, y existiendo todas las
fórmulas, y todo el aparato de un gobierno libre, pueden muy bien ser
esclavizados los pueblos. Sila dejó existente el Tribunado, los Cónsules y el
Sellado y no por eso dejó Roma de ser esclava, y sus habitantes el juguete de
un tirano feroz. Creo inútil indicar los síntomas que anuncian la subversión de
las leyes y de la
Constitución , y aun mas inútil decir que tales gobiernos no
deben contar sino con la fuerza, que es el instrumento de su tiranía. Pero
estos sucesos jamás dejan de tener por origen la licencia, el desorden y el
desenfreno de todas las pasiones; y el despotismo sigue siempre muy de cerca a
la debilidad de los gobiernos, a la ineficacia de las leyes, o a la flojedad y
mala armonía de todos los resortes que sostienen la máquina política.
Todo
esto prueba, que por una prevención injusta jamás se deben quitar a los
gobiernos los medios de sostener el orden público y su propia existencia tan
ligada a este mismo orden. Si los que mandan están sujetos por la ley a una
estricta censura y al castigo de sus extravíos, menos mal es que abusen algún
tanto de su poder, que el que una muchedumbre desordenada y sin responsabilidad
se les sobreponga. Debemos considerar, que el poder no es eterno en las repúblicas,
y que el que manda durante un determinado periodo baja a ser un particular, a
quien cualquier ciudadano puede llamar a juicio de sus injusticias y
usurpaciones. ¿Quién no tendrá fija la vista en aquel día de residencia? ¿Quién
después de haber sido honrado por el amor de sus compatriotas, al descender del
poder, querría estar cubierto del odio y del menosprecio? ¿Quién a mas de estos
castigos morales tan aflictivos para un hombre de honor, no temería los
destierros, las prisiones y aun la misma muerto, si hasta allí lo habían
conducido sus crímenes? No nos engañemos, mayores siempre han sido los males de
un poder tumultuoso que los que pueda causar un gobierno legítimamente
instituido: en el uno todas las pasiones y todas las ideas exaltadas son las
directoras de los acontecimientos, y todo se hace con aquel poder soberano, de
que nunca dejan de revestirse; en el otro, si se abusa se teme, y el solo
pensamiento de un trastorno espanta. Esta sola diferencia obra poderosamente en
favor de los gobiernos, a quienes es una injusticia privarlos de cierta
autoridad, sin la que no podrían refrenar el espíritu inquieto de hombres que
han resuelto vivir a expensas de la sociedad, y a quienes ni su virtud ni sus
talentos dan un título bastante, para que ésta admita sus pretensiones.
Estas
diferentes ideas quizá se crean favorables al poder y contrarias a la libertad;
pero cuantos hayan examinado la marcha de nuestras revoluciones y deseen el
bien de su patria, sin duda convendrán con nosotros en que todo esto es una
verdad. No es esto tampoco atacar la igualdad con prevenciones que pueden tal
vez ser injustas; la patria no puede mas que abrir la puerta a sus hijos para
que se eleven por el mérito, la virtud y los servicios; pero pretender que el faccioso
tenga los mismos derechos en la sociedad que el pacífico ciudadano que respeta
las leyes; el virtuoso que el criminal; el sabio que el ignorante, o el ocioso
que el trabajador, es solicitar una igualdad ficticia que nunca podrá existir
mientras haya orden en la tierra.
El
republicanismo es, sin duda, un gobierno que necesita de virtudes para poderse
establecer: los mas célebres políticos lo han dado esta precisa base para
sostenerse, y en los pueblos donde ésta no se encuentra, nada útil ni bueno
puede esperarse. Los sucesos de la revolución han hecho creer a muchos que en
América no hay virtudes, y de la democracia mas absoluta, dirigen su vista
hacia la monarquía, sin calcular el espacio inmenso que hay de una a otra; han
creído que la suerte inevitable de toda república es siempre vivir en estas
tempestuosas agitaciones que han señalado nuestra marcha política. Es una
verdad, que en el período de nuestra revolución, aun aquellos gobiernos que
principiaron su administración llenos de opinión y popularidad, la han ido
perdiendo a la par que han ido dilatando su existencia, aun cuando ellos no
faltasen a sus deberes y compromisos. Poro no por esto debemos culpar al
sistema que nos rige, y que la
América entera ha elegido como el mejor y el mas conveniente
a nuestra situación y necesidades. Más bien al estado de nuestras instituciones
debemos culpar nuestros extravíos, que a la falta de moralidad y virtudes; los
gobiernos justos tienen que ser débiles porque las leyes son tiránicas, y sin
leyes es imposible concebir moralidad y virtud. La ambición de querer todos
mandar es un efecto de la facilidad que se presenta para ocupar los mas influyentes
destinos y de la impunidad que sigue al mayor crimen político. Este solo
defecto de la legislación bastaría para probar el origen de todos nuestros
males, y, seamos republicanos o monarquistas, siempre los mismos males nos
harán buscar en otros sistemas políticos un remedio, que jamás atinaremos a
encontrar si no es una regeneración completa de toda nuestra legislación.
Analizar
el republicanismo no es la obra de las pocas líneas, que asunto tan interesante
ocupará, en este escrito; pero algunas ideas generales bastarán para
convencernos de que él es el que nos conviene, y el que hará la suerte y
felicidad de la América.
El mundo entero tiene una tendencia democrática. En Europa ha
tenido una oposición de la nobleza y de tantas clases privilegiadas; pero las
riquezas insensiblemente nivelan el poder y la nobleza sin propiedad ya es un
ser fantástico. En América, donde la propiedad está tan dividida, donde no
existe sino una aristocracia nominal, y donde las instituciones siempre han
sitio democráticas después de nuestra revolución, difícil es arruinar el
edificio que el espíritu del siglo y el convencimiento de la porción mas
ilustrada considera como la base de nuestro engrandecimiento. Una rápida ojeada
sobre las más célebres repúblicas hablará mejor que difusos y fríos
razonamientos: la Grecia
abatiendo el formidable imperio de los Persas y conquistando toda el Asia es un
vivo y elocuente discurso a favor de las repúblicas. Roma y Cartago balancearon
su formidable poder, y Roma mas libre o ilustrada arruinó a su poderosa rival.
Venecia tan ilustre por su comercio, sus expediciones marítimas y sus triunfos;
Génova, Florencia y Pisa, por sus constantes progresos, por sus mutuas
querellas y disensiones domésticas son los últimos recuerdos de aquella
formidable Italia. La Holanda
venciendo el formidable poder de la
España , llena de riquezas poco después conquistando grandes
pueblos en Asia, y dominando casi sin oposición los mares, parece también un ejemplo digno de imitarse. Pero
la Francia
resistiendo a la Europa
coligada, y al mismo tiempo nadando en la sangre de
sus propios hijos, es la prueba mas evidente de los efectos del republicanismo.
Esta Francia, conquistando mas tarde toda la Europa con un jefe nacido de la revolución y con
generales educados en la misma escuela, deja muy atrás todos los cálculos a que
pueda avanzarse el mas astuto y penetrante político. La América del Norte, este
ejemplo único en la historia de un poder tan alto, sin guerras y sin
conquistas, es una prueba bien inequívoca del influjo de las instituciones
sobre la felicidad y grandeza de las naciones. Un comercio que ya rivaliza con
el de su antigua metrópoli, una industria tan extensa, cuyos productos recorren
todos los ángulos de la tierra, grandes fuerzas marítimas, una milicia poderosa
en una organización perfecta, una libertad inalterable y una legislación llena
de sabiduría, todo es obra del republicanismo. Por él se vieron desarrollar
aquellas virtudes y aquellos talentos que distinguieron a un Washington, un Jefferson,
los Adams y otros genios ilustres, gloria de su patria. En fin, sin la libertad
y sin el republicanismo, los pueblos de América, ¿qué habrían hecho contra sus
poderosos enemigos? Recuerde la
América su historia y sus héroes, sus triunfos, su entusiasmo
y patriotismo, recuerde aquellos días de gloria en que humilló a sus opresores
y se declaró libro e independiente, y verá que sin los incentivos del
republicanismo, jamás habría concluido una revolución, que aunque demasiado
justa, no tenia en su apoyo los elementos que eran precisos para sostenerla.
Pudiera
quizá citárseme una aproximada grandeza en las monarquías; pero los grandes
hechos de la historia se deben al genio del republicanismo. Alejandro aunque rey,
llevó contra la Persia
las fuerzas de la Grecia
Libre : Camilo venciendo a los Gautas reedificó, la arruinada
Roma: Fabio, Mario, Sila, Pompeyo, Lúculo y César, consumaron la conquista del
mundo; y Bonaparte con los hijos de la revolución puso a sus pies la Europa , e hizo temblar todo
el orbe. ¿Puede citarse en las monarquías hechos tan heroicos como los que
encierra la vida de estos pocos caudillos? Si los que entre nosotros desean una
monarquía fijasen por un momento su vista, y examinasen lo que en ellas es el
hombre, cambiarían tan viles aspiraciones aun por la anarquía misma de un
pueblo libre. Los reyes aunque deben su elevación a los mismos pueblos que
dirigen, a poco andar desdeñan reconocerles como autores de su poder y hacen
descender del cielo los títulos, no ya de una autoridad justa y racional, sino
del despotismo insolente con que se apropian las naciones, como miserables
rebaños y como una propiedad que el mismo Dios les otorga. La tendencia humana
es siempre a abusar aun de aquellos pactos más solemnes, si en ello se
encuentra interés y se puede hacer imponente. Lo que no consigue un monarca lo
deja preparado para su hijo, y las riquezas, los honores y esperanzas adormecen
el patriotismo; y la constitución de una monarquía moderada, se convierte muy
luego en un poder absoluto y sin límites. El contener las usurpaciones de un rey
es lo mas difícil en política, y muy fácil lo contrario: Gustavo Wassa y
Gustavo III en Suecia, y en Dinamarca Federico III, convirtiendo en pocas horas
unas monarquías limitadas en gobiernos absolutos, prueban esta verdad. Añádase
a todo este la triste idea del servilismo de una monarquía con la grandeza y el
genio de un republicanismo. En el uno, solo la lisonja; bajeza y la perfidia se
elevan; en el otro, la virtud, el heroísmo y el honor son los caminos que
conducen al poder y a la gloria. ¡Americanos que amáis la libertad y la virtud
escoged en extremos tan opuestos!
A
mas de las ideas monárquicas que se van difundiendo en la América , no faltan partidarios
de un gobierno aristocrático, cuyos ensayos por establecerlo ya no son nuevos.
Lo que formaba el cuerpo aristocrático en el sistema colonial, no entró en la
revolución de la independencia, sino por suplantar a los españoles, tanto en su
influencia como en sus destinos; pero sus cálculos fallaron. Los servicios que
reclamaba una revolución con tan pocos elementos, crearon nuevos y mejores
títulos a la gratitud pública, que envejecidos papeles de nobleza, que de nada
sirven en las repúblicas. Los talentos desplegados en defensa de la justicia de
nuestros derechos para ser libres, las virtudes puestas en movimiento para
lograr nuestras pretensiones, y los sacrificios hechos en los campos de
batalla, y coronados con los laureles de la victoria, son la mejor y la única
nobleza de un pueblo libre. Pero los recuerdos de la antigua influencia, y los
recursos de las propiedades que estos ciudadanos reúnen, los hacen pensar de
distinto modo, y siempre el poder que no saben dirigir es el blanco de sus
aspiraciones y maniobras mientras que las prácticas lecciones de su nulidad no
han bastado a convencerlos que ellos son incapaces de dirigir las naciones.
Pero
sea la aristocracia, sea la monarquía la que se procure suplantar al
republicanismo, es preciso ante todo examinar la situación en que se hallan los
pueblos, la opinión pública que abrazan, las ideas políticas mas generalizadas
y el carácter nacional. Es preciso además calcular hasta donde podría
extenderse la oposición a estos sistemas, la suma de malos o de bienes que
resultarían de su adopción, y finalmente, si con ellos podría la América ser feliz.
Veintiséis
años de revolución nos han hecho saborear las dulzuras de la libertad, y si
ésta ha sido algunas veces turbada, nos hemos conformado, sabiendo que los
primeros pasos de un gobierno nuevo deben ser vacilantes hasta no tomar
experiencia en sus mismas desgracias. «Si hoy somos oprimidos, mañana seremos
libres», puede decir un ciudadano, aun cuando solo existan las fórmulas de un
gobierno republicano; pero un amo eterno o una nobleza llena de orgullo, ahogan
aquellas dulces esperanzas, y muchas veces siglos enteros no bastan para romper
las cadenas, aun cuando mucho se sienta su peso. La libertad ha echado profundas
raíces en todos los pueblos de América, y una variación de sistema político
sería el acontecimiento más fatal en sus consecuencias. Pero aparte de todas
estas consideraciones, fijémonos en nuestra situación, y supongamos que todas
las repúblicas reciben por su voluntad un monarca. Esta clase de gobierno
necesita una nobleza que lo sirva de apoyo, y al mismo tiempo de equilibrio
para con las demás clases de la sociedad: esta nobleza naturalmente ha de
ocupar los mas influyentes destinos, y entre ella y el rey debe casi dividirse
todo el poder, dejando al pueblo, a lo mas, una triste representación que es
fácil hacer ilusoria, y principalmente en naciones donde la ilustración aun no
ha avanzado suficientemente. ¿Quiénes en América ocuparán esta nobleza?
¿Quiénes presentarían mejores títulos a esta honrosa distinción, los ricos
propietarios o los que libertaron su país y lo dieron independencia? Esta
cuestión, que a primera vista parece muy sencilla, encierra dificultades que no
podrían resolverse en favor de ninguno de los dos partidos sin excitar los
mayores disturbios y revoluciones. Los partidarios de una nobleza criada por
los servicios, las virtudes y los títulos, parecen atraer las miradas de los
hombres sensatos que todo lo confieren al mérito; pero hay en la práctica de la
política, o mas bien, en el orden de la sociedad ciertos estorbos que
convierten en teoría aun aquellas razones que creemos mas justas. Se nos
presentará la nobleza de Napoleón, en que todo fue confiado al valor y a los
talentos; pero si se observa que la nobleza antigua estaba proscripta, y que
los que había escapado a la cuchilla republicana vivían mendigando en el resto
de la Europa ,
veremos que una nobleza de esta clase no tenia oposición, estando la propiedad
sumamente dividida por la revolución. Napoleón conocía muy bien que una nobleza
sin riquezas era un ser fantástico, y todos los títulos se acompañaban con
donaciones que diesen brillo a los que rodeaban su trono. Todos los pueblos que
despedazaron el Imperio Romano, es verdad que hicieron también una nobleza
nueva ¿pero fue esta una nobleza titular? La inversión de todas las antiguas
instituciones y los despojos y esclavitud de los vencidos, precedían a todos
estos actos, que hoy se creen tan fáciles de allanar, y los nuevos nobles se
revestían de cuanto a los otros se quitaba. Otro tanto hizo Guillermo el
Conquistador elevando la nobleza Normanda sobre la Sajona a la que arrancó sus
títulos y propiedades, para reunirlos a la otra. No es fácil que exista una
nobleza titular, que cuando más tendría el brillo de los empleos; pero como
estos son amovibles, la nobleza sería vacilante y no llenaría el objeto de
sostener la monarquía equilibrando las clases que debían componerla. No opinaré
yo tampoco por una nobleza que solo deba su elevación a los ciegos caprichos de
la fortuna, y que sin virtudes y talentos reúna al gobierno de uno solo la
arrogante altanería de una aristocracia ignorante. Ni los que han servido su
patria engrandeciéndola cederían a loa ricos propietarios, ni éstos a aquellos:
el choque antes de establecer una monarquía era inevitable. No hay otro remedio
que poner en una misma mano riquezas y mérito. ¿Es este fácil? Podría este
hacerse sin la mas violenta e injusta revolución? Esta sola idea aleja de
América tal clase de gobierno.
Por
lo que hace al monarca ¿de donde lo obtendremos? ¿Quiénes en América pueden
arrastrar una opinión para subir tan alto? Si dirigimos nuestra vista a la Europa , y pedimos a una
familia reinante en una nación poderosa un soberano, entonces no solo seremos
los vasallos de un rey, sino que también quedaremos bajo la influencia de aquel
país que nos dio un amo. Naturalmente los compatriotas de este rey ocuparán los
destinos más notables, recayendo en solo ellos sus confianzas. Los empleos más
importantes de la milicia y de la magistratura serán inseparables de esta misma
confianza, y una poderosa guardia extranjera, acabará por presentarnos en toda
su extensión el aspecto de la degradación y esclavitud. Esto no puede ser de
otro modo, ni el más miserable príncipe de Europa vendría a dirigir pueblos
inquietos y anárquicos, que destruyendo sus mejores gobiernos lo llaman por un
efecto de esta misma inquietud para destruirlo o derribarlo, cuando fuere su
antojo. Estas mismas reflexiones con algunas cortas diferencias podrían
aplicarse a un gobierno aristocrático, que no es más que la reunión de muchos
reyes, cada uno con los mismos vicios.
Si
después de haber presentado algunas ideas generales sobre las constituciones,
que deben adoptar los americanos, hacemos una aplicación de estos mismos
principios, a las que hemos recibido en diferentes épocas, veremos que los
errores que hemos combatido, han sido la causa más común de las diferencias tan
notables, que en ellas encontramos. Las primeras constituciones de América,
pueden considerarse como los ensayos de nuestra inexperiencia. Seducidos por
las instituciones de pueblos que nos han dejado tan alta idea de su sabiduría y
de su celo por la libertad, hemos buscado lentamente en las repúblicas de la antigüedad,
aplicaciones que una absoluta diversidad de principios y de ideas, hace
inverificables. Algunas leyes que no podían acomodarse a nuestra moral y
sentimientos, eran reemplazadas con otras nuevas montadas en la exaltación de
aquellas, y unas y otras nos fueron inútiles al momento mismo de nacer. Fue
entonces preciso buscar en otra parte otras nuevas mas conformes a nuestra
situación. El ejemplo de una nación, que en menos de medio siglo había dado un
vuelo tan rápido a la grandeza y prosperidad, nos infundió un ciego deseo de
imitarla. Una paz inalterable, un aumento de riquezas siempre progresivo, y una
apacible y constante libertad, eran sin duda objetos dignos de imitación; pero
erramos nuestros cálculos queriendo amoldar bajo unos mismos principios las
colonias de España, con las que habían pertenecido a una nación más ilustrada y
tolerante. Las colonias españolas desde un principio fueron mas bien
establecimientos militares, que asociaciones pacificas de pobladores; la
conquista y el exterminio fueron su origen; la dureza y rigor debió también
emplearse para organizar tales conquistadores: así principiaron los gobiernos
de América uniendo a las leyes tiránicas, que dirigían en la Península , otras nuevas
peculiares a su situación. Las colonias inglesas fueron, por el contrario, los
asilos de la libertad perseguida, y muchas de ellas tenían una organización
puramente republicana, y las menos libres tenían sus constituciones bajo las
mismas bases del gobierno ingles, entonces el más liberal de toda Europa.
Bástenos contar entre los legisladores de éstas al célebre Pen, y al filósofo
Locke, y de aquellos a un Felipe II y a sus estúpidos sucesores. La aplicación
de unas mismas leyes, a pueblos tan distintos bajo todos respectos, en vez de
bienes no pudo traernos sino infinitos males. Una excesiva libertad a las
provincias en el atraso e inexperiencia en que nos hallábamos, solo produjo la
licencia, y el desorden. En muchos pueblos aun lucha la federación, mas como un
fantasma que cubre la ambición, que como un sistema de gobierno; pero toda la América ha reconocido su
engaño, y con nuevas constituciones ha buscado el término de tantos desaciertos
e infortunios. Creían los mas ilustrados americanos haber conciliado la
libertad, con el rigor de los gobiernos, casi en todos los pueblos de América
aparecieron instituciones, que se recibían como el fruto de la experiencia y
del saber; pero por una desgracia ligada a nuestra suerte, todo fue de nuevo
envuelto en desorden y tan lisonjeras esperanzas disipadas con la misma
precipitación. La América
buscará en vano otro remedio a sus males, que el que vamos a indicar, y aunque
todos deban conocerlo, tendremos al menos la gloria de ser los primeros en
decirlo.
__________
UN
GRAN CONGRESO DE TODAS LAS REPUBLICAS DE AMERICA ES LO ÚNICO QUE PUEDE
SALVARNOS.
Un
grande hombre había concebido primero que nosotros el proyecto que va
ocuparnos; sus conocidos talentos y la grande influencia que sus servicios lo
daban en América, lo hicieron conocer la debilidad de nuestros gobiernos, y al
mismo tiempo consentir en que podría elevarlos y engrandecerlos. Unos pueblos
recién salidos de la esclavitud y llenos de celos por su libertad no veían a
todos los jefes de nuestra revolución sino con ojos recelosos, y su influjo y
su prestigio como pasos avanzados contra esta libertad, objeto de sus temores y
esperanzas. El general Bolívar fue el primero en proponer una coligación de
todas las repúblicas de América; empeñó en este todo su poder, y lleno de
entusiasmo, dio principio a una obra verdaderamente grande y digna de él. Si ha
sido la ambición de este ilustre americano, o su patriotismo lo que ha dado
origen a este proyecto, es una cuestión espinosa e incierta que nada importa a
nuestro caso; pero por sus grandes servicios, por su conocido amor a la América entera, y por sus
glorias, siempre creemos que él tuvo en este las mas sanas intenciones, y que
solo la felicidad de su patria y de las repúblicas, a quienes consideraba con
iguales intereses y rodeadas de los mismos peligros, fue el móvil principal de
sus acciones.
Muchos
son los vínculos que ligan entre si a las repúblicas de América y estrechan sus
relaciones de un modo indisoluble. La identidad de origen excita entre los
pueblos los mismos sentimientos que entre los hermanos, y aunque las
transacciones de la política o una otra imperiosa necesidad los separe, siempre
se conservan aquellos dulces recuerdos bastantes naturales de haber pertenecido
a una misma familia. Los tiempos y los siglos mismos no bastan a resfriar tan
gratas inclinaciones: los restos de la infeliz Tiro que destruyó Alejandro,
fueron conducidos a Cartago como en triunfo por solo haber sido ambas naciones
de un origen Fenicio; Siracusa oprimida osciló la compasión de Corinto, que
mandó al virtuoso Timoleon a salvarla. En los tiempos modernos esta misma ha
sido la causa de la confederación Germánica, de la Helvética y la de la América del Norte. Toda la
historia está llena de estos nobles ejemplos, y parece que la naturaleza misma
tuviese alguna parte en estas amistades que las razas conservan entre sí, y que
seguramente son el efecto de una misma conformación física, o de un carácter
que se trasmite.
Nada
ha ligado más a los hombres que la unidad de religión, y ningún objeto escila
en él mayores antipatías que la diversidad de creencia. Todo el estudio de los
filósofos y los esfuerzos mas extraordinarios de las sectas, de las
asociaciones y de los mismos gobiernos por establecer una tolerancia religiosa,
apenas han entibiado el celo del proselitismo y el encono de una religión para
con otra. Tales ideas son naturales sin duda, pero entre nosotros no tienen
lugar siendo todas uniformes en nuestras opiniones y sentimientos. La América que ha obtenido su
libertad en un siglo no el mas a propósito para establecer la unidad de la
religión, felizmente ha conservado la única herencia que nos dejó la España , y sin dar cabida al
fanatismo tolera a cuantos no piensan del mismo modo. La religión que forma
entre los hombres los vínculos mas sagrados, en que nuestra moral se dirige por
unos mismos principios, en que unas son nuestras esperanzas y nuestros deberes,
es también una sola para todos los americanos.
El
idioma que es el medio más influyente en la comunicación de los hombres, y el
que mas une las sociedades entre sí, es felizmente para todas las repúblicas de
América uno solo. ¿Cuántas ventajas no traería a todos los americanos este solo
punto de contacto? Mayor comunicación entre sí, protección más extensa a las
ciencias y a las artes, un campo más vasto para la literatura, más facilidad en
el comercio; en una palabra ¿qué no está ligado entre los hombres a este
resorte principal de nuestra civilización?
La
igualdad de usos y costumbres, no es el menor aliciente de la intimidad que
existe entre muchos pueblos. Sucede en las naciones lo que en los individuos,
que para sus amistades buscan aquella conformidad de carácter, de sentimientos,
y aquella igualdad de maneras, que la costumbre y la educación nos hacen mirar
como muy esenciales a nuestros goces y felicidad. A pesar que está demostrado
que los climas establecen diferencias muy notables entre los hombres, este no
puede aplicarse rigorosamente a la América. Si se nos citan los pueblos del Asia y
África, y se nos hace notar las diferencias características que los distinguen
de los de Europa, podremos decir que tales pueblos pertenecen a diferentes
razas, bien determinadas por la naturaleza; que ellos han pasado del estado
salvaje a otro mas arreglado por distintos caminos y por principios quizá
absolutamente opuestos. En América no ha sido así; la existencia política de
todos sus pueblos cuenta una misma fecha, unos mismos fueron sus pobladores,
con las mismas ideas, con los mismos errores y con las mismas costumbres; una
ha sido su legislación, su moral y una misma la raza que les dio la vida. Aun
cuando la diversidad del clima ponga algunas diferencias, éstas han sido
siempre subordinadas a las leyes, al sistema político la religión, que en toda la América ha sido una, y que
ni aun veinte años de revolución ha alterado en lo menor.
Estas
son relaciones que la naturaleza misma ha establecido entre todos los pueblos
de América, relaciones que siempre nos harán mirar a los habitantes de una otra
república como hermanos y amigos, y que las diferencias de nuestros gobiernos jamás
podrán entibiar o disolver. Existen además otros vínculos, resultados de
nuestra situación, de nuestros intereses y del estado político en que nos ha
colocado la revolución. Debilidad en el interior de cada república para
contener la anarquía y el desorden; imposibilidad de reformar nuestras
instituciones, propensión de celos y disputas entro los gobiernos de las
diferentes repúblicas, nulidad entro nuestras relaciones políticas con los
pueblos de Europa, y otros males de igual naturaleza buscan un poder capaz de
organizar y una fuerza que se haga respetar.
Toda
nuestra historia no es mas que una continuada serie de movimientos anárquicos.
Los gobiernos mejor establecidos principiaban a decaer desde el mismo día que
principiaban su existencia. En unos países nuevos donde la industria y el
trabajo hallaban tantos incentivos, el vivir por empleos y a expensas de la
sociedad, ha sido como una manía de todos los habitantes, o mas bien, un vicio
heredado del genio y carácter español. Los destinos públicos no podían bastar
para tantos partidarios y ajadas que necesitaba la elevación de un gobierno;
todos se lindan un mérito de sus servicios, todos reclamaban una parte del
poder que habían elevado; unos querían empleos que diesen rentas, otros una influencia
para que nada se hiciese sin su consentimiento y aprobación, otros pedían la
preferencia en las negociaciones públicas, y el menos imperioso, con pertenecer
al partido dominante, se creía con opción a mil favores y atenciones. Un
gobierno que se penetrase de su deber no era justo que aumentase empleos y se
pusiese bajo la tutela de díscolos conocidos; tampoco, sin faltar a este deber,
podía usar de esas preferencias que alojaban la unión de los ciudadanos y
preparaban nuevos disturbios. El partido de la oposición empezaba desde luego a
engrosarse con tantos que no encontraban en el nuevo gobierno la realización de
sus mal calculadas esperanzas. Sus mutuas enemistades que hacían silenciar para
estallar de nuevo, cuando lograran derribar al gobierno que no correspondía a
sus deseos. El tiempo que destruía otras pretensiones ilusas, daba nuevo pábulo
al descontento, y cuatro o seis facciones enteramente opuestas en principios y
en intereses se veían reunidas a la vez para derrocar un gobierno y disputar después
sus despojos. Esta marcha ha sido constante y uniforme en toda la América , y ella explica
suficientemente esta multiplicación de revoluciones que no nos han dejado gozar
un momento de reposo. Constituciones, leyes y reglamentos se sucedían como un remedio
de este desorden; y unas veces el rigor, y otras la suavidad y condescendencia
se empleaban con el mismo fin; pero todo seguía siempre del mismo modo.
Los
gobiernos combatiendo tantas intrigas que amenazaban su ruina olvidaban las
reformas y establecimientos más importantes. No ya los intereses de la patria
ocupaban su atención, sino su propio peligro; con las rentas públicas se
pagaban las fuerzas que contenían a sus enemigos, se asalariaba el espionaje y
no se perdonaba medio alguno de seguridad. Esta conducta alejaba de los
gobiernos aun a los mas indiferentes, y nuevas fuerzas aumentaban las de la
oposición que ya aparecía formidable e irresistible. Las autoridades que
sostenían a los gobiernos procuraban asegurar sus destinos, que ya veían vacilantes;
la fuerza militar obraba débilmente, y en poco, todo era consumado, y un nuevo
gobierno, que iba a seguir una igual carrera, aparecía sobre la escena. En
estos continuos vaivenes, ¿qué reforma útil podría establecerse? ¿Cómo los
gobiernos se harían obedecer? ¿Cómo ilustrarían a los ciudadanos de sus medidas
y planes, y de los bienes que resultarían a la nación? Todo esto, que requiere
tiempo y una inalterable tranquilidad era imposible fuese obra de gobiernos tan
agitados y tumultuosos, que con sus mejores intenciones e ideas no hacían mas
que prestar a sus enemigos nuevas armas. Las reformas inmaturas aunque
demasiado justas producían contra sus autores el efecto contrario. Comúnmente
ellas chocaban siempre algunos intereses, y cuando la masa de los pueblos no
está suficientemente ilustrada, estos mismos intereses hablaban el lenguaje
exaltado que les convenía y la muchedumbre seducida les hallaba justicia. Los
cuerpos legislativos, que representaban a los pueblos, comúnmente eran el foco
de todos estos desórdenes; cada uno de los miembros que los componían tenia su
particular pretensión, y las palabras bien público y patriotismo eran las voces
de alarma contra los gobiernos. No siempre representaban éstos tan triste
papel; apoyados por las fuerzas, aun hacían acallar las leyes, y adoptando una
opuesta dirección de su voluntad e intereses, formaban la suprema ley. Tal
carácter no podía sostenerse sin atraerse mayores enemigos, y tanto el gobierno
justo como el tiránico venían a tener un mismo fin.
El
estado de sociedad de unos pueblos respecto de otros, parece infelizmente un
estado de guerra siempre permanente; el mas débil es la víctima del mas
poderoso, la astucia y la intriga ocupan también el lugar de una fuerza
efectiva. La Europa ,
la parte del mundo mas ilustrada y donde existe tanta conformidad de intereses
y relaciones, es una perpetua anarquía en su seno, y la guerra de una nación
con otra es la marcha constante de su política. Parece que un pueblo no podría
vivir sin la ruina de otro, y el aniquilarse mutuamente es la ciencia favorita
de los mas grandes reyes y ministros. Se hacen coligaciones de una nación con
otra, y a falta de justicia, se indican temores y se busca en lo futuro
plausibles pretextos que no son muchas veces mas que la ambición, la codicia,
el resentimiento y la venganza. Lo mismo sucederá en América, a pesar de sus
vínculos y relaciones; los que mandan en ella son hombres, y la ambición existe
aquí como en todas partes. Los intereses mercantiles, la diferencia de ideas y
sentimientos, los deseos de engrandecerse, los temores de un poder superior; he
aquí lo que también turbará la paz y armonía, que debería haber entre todos los
gobiernos Americanos. La guerra exterior en nuestro presente situación va
añadirse a los horrores de la anarquía, y los pueblos sufrirán por un doble
aspecto los males anexos a este azote con que el cielo castiga la humanidad.
Nuestro gobierno la ha declarado al del Perú, y uno y otro solicitan el apoyo
de las repúblicas vecinas. Yo, que solo tendré un lenguaje de paz, no hablaré
de la justicia o injusticia que pueda asistir a ambos gobiernos, solo sí de los
efectos de nuestras divisiones, y de los resultados que pueda traer a la América esta guerra, que
no se limitará a solo dos repúblicas.
Mejor
que todo nos instruirá una ligera revista del estado de toda la América Española.
Sus infortunios, su anarquía, y el espíritu que con cortas diferencias agita a
todos sus pueblos nos darán una idea de los esfuerzos, que en esta gran
revolución pueda hacer cada república y de los bienes y males que pueda
esperar. El Gobierno de Chile, luchando contra mil tempestades, atacado
diariamente por conspiraciones, a veces amenazado de sucumbir, otras
levantándose imponente contra sus enemigos se ve obligado a emplear el tiempo
que debería consagrar a la felicidad pública, por su situación y sus peligros,
a su propia seguridad. Rodeado de peligros interiores, llega la guerra al Perú,
y solicita una confederación para derribar al jefe que a su antiguo poder ha
unido las riquezas y recursos de la
Patria de los Incas. Las Provincias Argentinas en una
completa disolución política y moral retroceden aceleradamente a la barbarie.
Un espíritu de vandalaje ánima al mayor número de sus habitantes; y combates de
una provincia a otra son los únicos sucesos que instruyen al orbe entero de su
horrorosa situación. Probablemente unirá sus esfuerzos con Chile por temor de
un vecino poderoso; pero la falta de unidad y de sistema, que pueda organizar
ejércitos y la carencia absoluta de todo elemento para sostener la guerra,
producirá en su seno una revolución que elevará otro partido. El Perú, que
obtuvo su independencia en medio de la anarquía, seguramente ha creído que tan
horroroso estado debía ser su sistema de gobierno. Conspiraciones, intrigas,
sediciones, guerras; he aquí la historia de aquella república que jamás ha
podido contar un día de reposo, y que de revolución en revolución ha ido
abriendo el campo al Presidente de Bolivia para intervenir en sus divisiones
domésticas y colocarse a la cabeza de su administración. Cual sea la suerte de
esta república no es fácil calcular, no sabiéndose los planes de su jefe ni hasta
donde llegue la oposición de las repúblicas vecinas; pero por la situación en
que se ha colocado respecto de Chile, uno de los dos gobiernos debo sucumbir
para la seguridad del otro, a menos que el deseo de la paz y el temor de una
larga guerra sin resultado alguno, no los lleve a una composición. Bolivia
formada de las provincias interiores del Perú, y Buenos Aires, después de algunos
movimientos anárquicos que auguraban siguiese la marcha del resto de la América , por la recelosa
autoridad de su jefe, ha permanecido tranquila reuniendo acreditados militares
y organizando un ejército, que ha sido el primero en intervenir en los asuntos
de un poder independiente. Sea desgracia esta intervención o no, en la anarquía
en que se hallaba el Perú, es cuestión ajena de nuestro asunto; pero lo que
siempre será una verdad es que Bolivia ha dado el primer paso en la guerra que
amenaza envolver a toda la
América. El Ecuador que hace poco formaba una parte de la
república de Colombia, antes de hacer una alianza con Chile tendrá que sufrir
una conmoción, y nuestro gobierno sentiría infinito el obtener tal alianza con
la desgracia de un pueblo amigo. El gobernante de aquella república da
evidentes muestras de amistad y adhesión al del Perú, e interpretadas sus
palabras lo más favorablemente, significarán imparcialidad en nuestra lucha con
el Perú. Por otra parte, jefes del mayor influjo y poder favorecen los deseos y
pretensiones de nuestro gobierno: pero si a esta diversidad de sentimientos
sigue el desorden, nada podemos esperar ni de unos ni de otros. La Nueva Granada parece
tranquila; pero sus gobiernos e instituciones no tienen mas seguridad que en el
resto de la
América. Venezuela hace poco acaba de apagar el incendio que
de nuevo amenazaba envolverla; batallas, prisiones y ejecuciones sangrientas,
aunque se consideren necesarias, no son seguras bases para la seguridad de su
gobierno. Centroamérica no está en mejor estado, y México reúne a sus males
domésticos los peligros de una guerra con un poderoso vecino. El oro de la América del Norte, los
hombres y los elementos de guerra de toda clase, sostienen la insurrección de
una miserable provincia, que ha vencido los ejércitos de la república y hecho
prisionero al Presidente. Aunque hasta ahora esta guerra no aparece sino como
una empresa mercantil, tarde o temprano compromisos de tanta gravedad,
concluirán con una guerra abierta entre ambas naciones. En este deberían fijar
su atención todos los gobiernos de la América Española :
una guerra de esta clase con una nación poderosa debe ser alarmante para todas
ellas.
No
por lo que hemos dicho debo inferirse que Chile necesite de hacer coligaciones
para hacer la guerra al Perú y Bolivia reunidos. Aun cuando el Ecuador y las
Provincias Argentinas quedasen neutrales, el conocido esfuerzo de nuestros
militares y nuestro amor por la independencia bastarían a contener al insensato
que atentase contra nuestros derechos. Nadie que conozca nuestra historia y
nuestro carácter es capaz de concebir proyectos de esta naturaleza; todo temor
por esta, parte es nulo e insignificante. Una dilatada guerra que consuma
nuestras rentas y paralice la marcha de nuestra regeneración, que necesita de
una paz inalterable para ir adelante, son todos nuestros temores. En nuestro
proyecto, el gobierno de Chile, salvando su honor, puede ser satisfecho en sus
agravios, y evitar los males que son inseparables aunque solo sea del nombre de
guerra.
Todos
los pueblos de Europa no fijan en nuestras repúblicas sus miradas sino como en
un mercado de sus producciones. Nada hay de común entre aquellos gobiernos y
los nuestros; la existencia política que reconocen en la América , y la independencia
del poder que nos ligaba a la España , todo ha sido obra
del interés y no de ninguna consideración que nosotros merezcamos. La mas
pequeña desavenencia se nos hace sentir de un modo imponente: un cónsul o un
agente secundario hablan a nuestros gobiernos en el tono que les inspira su
seguridad y el poder que los protege, y una amenaza insignificante obliga a
ceder a un pequeño estado, que no podría resistirla por sí mismo. Un solo buque
de guerra en nuestros puertos, donde comúnmente no tenemos fuerza alguna, es
muchas veces el objeto de su orgullo y el de nuestro abatimiento. Todas
nuestras cuestiones se arreglan a nuestra debilidad, y muchas veces hacemos
jueces a los mismos gobiernos de Europa, que deciden no muy generosamente. Solo
se nos da importancia en querer formar con nosotros tratados mercantiles, bajo
el pretexto de reciprocidad. Se nos abren sus puertos, se nos dan prerrogativas
sobre otros países; pero ni sus puertos, ni sus concesiones pueden servir a
pueblos que no tienen buques, manufacturas ni comercio. Seducidos por esta
reciprocidad y aparente igualdad con grandes naciones, caemos en el error de
hacer tratados, cuyas condiciones se nos hará siempre cumplir a la fuerza, sin
que nosotros podamos hacer otro tanto. Nuestras relaciones con la cabeza de la Iglesia no tienen tampoco
una base segura sobre que poder girar. El Papa parece desconocer el que sea
trasmisible a los nuevos gobiernos de América el poder que los concordatos
daban a los soberanos de España y América, y esta es una cuestión que debería
resolverse. La América
debe formar una Iglesia con mayores preeminencias que la Iglesia Galicana ;
su situación geográfica y su grande extensión lo demandan imperiosamente. Todas
las repúblicas Hispanoamericanas unidamente deberían arreglar puntos tan
interesantes.
Para
libertar a la América
de la anarquía que la ha destruido, y ponerla en el sendero que la lleve a la
prosperidad y engrandecimiento, es indispensable una legislación nueva y
gobiernos virtuosos y enérgicos. Pero para conseguir este, y evitar las
disensiones que puedan sobrevenir de unas repúblicas con otras, se necesita de
un poder extraordinario que no se conoce en América. Una palanca moral más
fuerte que la que concibió Arquímedes para mover el universo, es la que
nosotros necesitamos para regenerarnos. ¿Dónde hallarla? ¿Cómo conseguir un
poder de esta naturaleza? La
UNION DE LA
AMÉRICA ENTERA solo puede ser este poder y esta palanca, que
ningún gobierno por si solo logrará jamás ejercer; no digo sobre otros pueblos,
pero ni aun sobre el que lo está sometido.
Un
Gran Congreso de todas las repúblicas Hispanoamericanas, con el solo objeto de
intervenir en las diferencias que pudieran tener entre sí y de asegurar la paz
interior de cada una de ellas, aparece como el remedio mas específico de tantas
dolencias. La armonía de unos pueblos unidos por tantos motivos y
consideraciones, que hace tan pocos años reunían sus esfuerzos y peleaban por
su libertad ¿qué de bienes no nos reportaría? La guerra a que ya se ha dado
principio y la anarquía que en todo momento nos amenaza serían suspendidas, y
quizá para siempre anuladas. Los agraviados llevarían al gran Consejo Americano
las quejas de su justicia ultrajada, y con toda seguridad hallarían protección
y apoyo; allí se avergonzaría, el crimen; allí solo la verdad podría triunfar;
y la ambición, la tiranía y el despotismo encontrarían la mano vengadora de la
libertad oprimida; allí los gobiernos justos y legales hallarían un firme apoyo
en sus patrióticas empresas y los revoltosos y anarquistas la sepultura de sus
pretensiones; allí, en fin, se encontraría con una fuerza moral el mas gran
poder físico, interesado siempre en el orden, en la felicidad de los pueblos y
en la paz de toda la América ,
tan digna de mejor suerte.
El
continente americano separado de la
Europa por mares tan inmensos colocado en una situación
central a las otras partes del orbe, y de donde puedo abrazar el mas extenso
comercio, ¿qué de frutos y riquezas no podría obtener de la tranquilidad y
seguridad de sus gobiernos? Nada falta en tau dilatadas regiones, que
comprenden desde el polo del Sud, hasta la zona tórrida del Norte, en cuya
diversidad de climas se encuentran todas las producciones de la naturaleza para
llevar las artes a un grado de perfección aun no conocido. Todas las materias
primeras para las manufacturas, las mas exquisitas y abundantes maderas, para
una numerosa marina, que eleve y engrandezca el comercio; campos inmensos
llenos de fertilidad y regados por caudalosos ríos que invitan a la
agricultura, todo anima nuestra imaginación y nos pinta un porvenir risueño.
Los minerales, estos poderosos agentes de la civilización, este móvil de todos
nuestros trabajos están tan difundidos en toda la América , que sin contar
con tantas ventajas naturales que nos rodean, bastarían para atraernos la
atención y el comercio de todos los pueblos de la tierra que vendrían a
cambiarnos los sobrantes de su industria. Pero nada nos es necesario; en el
suelo que ocupan las repúblicas de América se reúnen todos los climas, y las producciones
de la Europa ,
y del Asia se aclimatarán siempre entre nosotros con mayores ventajas. Chile
llevaría al Perú y a las costas del Pacífico los sobrantes cuantiosos de su
ferocísimo suelo, y recibiríamos en retorno las producciones peculiares de aquellos
climas. Las otras repúblicas encontrarían las mayores ventajas en los cambios
de sus mutuos productos; la una darla metales, la otra hermosos tintes, la otra
ganados y frutos cereales, y las que tuviesen un terreno mas ingrato ocuparían
sus poblaciones de las manufacturas y de las artes, que seguramente hallarían
entre nosotros un seguro mercado. Pero tantas ventajas ¿qué son al presente?
¿Qué utilidad obtiene una república de otra? Ah! no repitamos tantos motivos de
sentimientos y de desgracias, hablemos de los bienes que puede obtener la América reunida, dejemos
correr la pluma trazando ideas mas generosas, y corriendo un velo a tantos
infortunios pasados figurémonos días mas felices y tranquilos.
¿Qué
puede oponerse a la reunión de un Congreso de los pueblos de América? ¿Será la
recelosa libertad que puede perder algunos derechos? ¿Será la independencia que
cada nación Americana ha procurado conservar? ¿Serán los temores de algunos
abusos? ¿Será la ambición que se apodere de aquella autoridad para tiranizar
las naciones que lo confiaron sus destinos? Sin duda este cuerpo, el mas
augusto de la América ,
sería compuesto de hombres sujetos a las pasiones; pero la limitación de su
poder, la residencia a que se lo sujeta, las trabas que una particular legislación
debe establecer para su arreglo interior, para organizar sus juicios y hacer
efectivas sus determinaciones, pueden dar a este Gran Congreso una organización
perfecta.
__________
BASES
SOBRE QUE DEBERÍA ESTABLECERSE EL GRAN CONGRESO AMERICANO.
Asegurar
el reposo interior de cada república, y arreglar las diferencias que hubiesen
entre unas y otras; he hache toda la autoridad del Gran Congreso Americano.
Aunque
existan diferencias muy notables en el poder, población, recursos y riquezas de
las repúblicas hispanoamericanas la representación de cada una no debe ser
conforme con estas diferencias. México, que cuenta cuatro millones de
habitantes, no debe ser ante el Congreso Americano en un orden superior al
Ecuador, que tiene medio millón. Si el poder del Congreso se extendiese al
orden interior de los estados debería arreglarse su representación según el
número de representados; pero en nuestro proyecto se establece una absoluta
igualdad de una república con otra, y la mayor no tiene que hacer sacrificios
mas costosos que la mas reducida y despoblada.
Cada
república puede nombrar un diputado, o dos si se creyere conveniente, fijando
un punto central de la América
que podría ser en Quito capital del Ecuador, situada mas ventajosamente, que
Panamá; y que a un temperamento hermoso y saludable une mil otras ventajas
políticas. Nadie ignora la influencia que ejerce una nación o un pueblo sobre
una autoridad establecida en su seno, y la especie de dominio que podría
obtener un poder físico como el que reúne un gobierno sobre un otro, que
podremos llamar moral como el de un congreso que no tiene inmediatamente fuerza
alguna. La república del Ecuador, siendo la menor, es la que menos puede
influir sobre un cuerpo que a mas de un gran poder moral, por la voluntad de todos
los asociados, puede también en muy poco tiempo hacerlo efectivo e imponer a
quien intentase seducirlo u obligarlo. Este peligro naturalmente aumenta o
disminuye en razón de la riqueza o poder que tuviere la república en que el
Gran Congreso fijase su residencia.
Cuando
nos hemos acostumbrado a marchar por un sistema determinado, no podemos
concebir un otro, que pueda producir el mismo efecto obrando de distinto modo.
Un gobierno libre necesita de la reunión de ciertos poderes independientes que
equilibren la grande autoridad depositada en sus manos, y según todas las
reglas establecidas, no nos persuadimos pueda haber una potestad perfecta y
arreglada, a monos que no exista la división, que hace obrar a cada poder en su
determinada esfera. El Gran Congreso Americano necesitarla según esta opinión de
un poder que hiciese las leyes, otro que juzgase, y un otro que hiciese
efectivas todas sus determinaciones. Nuestra asociación vendría entonces a ser
como la de la América
del Norte; lo que no quieren las repúblicas Hispanoamericanas por motivos muy
justos. La grande extensión de sus territorios, la lejanía de unos pueblos con
otros, y el hábito de dirigir sus negocios independientemente limitan el poder
de su asociación que por otra parte puede producir casi el mismo efecto.
Para
evitar todo abuso de una autoridad como la que debería revestir el Gran
Congreso, ante todo debería formarse la ley o pacto de asociación, en seguida
la que organizase su marcha y orden interior; y con preferencia a todo otro
trabajo, la redacción de un código internacional para toda la América Española ,
que arreglase las relaciones de una república con otra, y sirviese de ley para
juzgar sus diferencias, y obligarlas a contenerse en los límites de su pacto.
La
primer ley debe abrazar el número de representantes, el lugar de su residencia,
los rentas y privilegios anexos a su autoridad, y el medio de hacerlos
responsables a las naciones, que en ellos depositan sus mas sagrados intereses.
Una igual ley podría arreglarse por comunicaciones diplomáticas, que sirviesen
de base a la sanción, que deberla recibir por el mismo Gran Congreso cuando se
hubiese reunido. El sueldo de cada representante debería ser conforme a su
responsabilidad, y quince mil pesos anuales no sería un exceso, atendiendo a
los multiplicados gastos que haría lejos de su patria y relaciones. Sus honores
serían iguales a los que disfrutase el jefe de la república a que pertenezca; y
el término de sus funciones, que no excediese de tres años para no
acostumbrarlos al ejercicio de tan alto poder. De este modo se evitaría la
venalidad, y estos medios preventivos, quizá serán los mas eficaces para
sostener el honor y el patriotismo contra las interesadas sugestiones de la
ambición. Aun hay otros recursos para contener y trabar este Gran Congreso,
reservándose cada república el poder de enjuiciar a su representante, conforme
a la constitución de cada estado en los juicios y sentencias que hubieren dado
en los asuntos interiores de cada uno de ellos, y conforme al código internacional
de la América
Española en los que tuviesen lugar de una república con otra.
De este modo la autoridad del Gran Congreso, no sería una autoridad ciega,
arbitraria o discrecional, sino sujeta a reglas, y su violación a un juicio,
que no podía menos que ser severo, atendiendo los peligros que nos atraerla el
abuso de un cuerpo tan formidable. La residencia que esperaba en su patria a cada
representante, donde debería ser juzgado por las mismas leyes que arreglaban su
autoridad, es el mejor freno que podía concebirse; pero para no dar lugar a
sutilezas que en adelante podrían servir de pretexto para cometer abusos, los
discursos de cada representante y su voto deberían ser públicos e impresos con
la suficiente autorización para que sirviesen de prueba de su buena o mala
conducta.
El
reglamento interior del Gran Congreso Americano, no es de la menor importancia,
careciendo este cuerpo de una cabeza permanente que le diera dirección y
arreglase su marcha. Cada representante será presidente a su voz, remudándose
en esta autoridad cada dos meses, y debe ser revestido de un poder capaz de
obligar a cada uno a contenerse en los límites de su poder. A esta función debe
ser anexa la de promulgar las decisiones y leyes que hiciese el Gran Congreso,
como también la de comunicarse con todos los gobiernos, pedir los contingentes
que el congreso hubiese señalado a cada república, y por su órgano señalar el
jefe que deba mandar las fuerzas de la unión, cuando algún pueblo o república
quebrantase el pacto de la confederación. La ley que arregle la marcha interior
de este cuerpo debe fijar la mayor atención de los gobiernos y del mismo
Congreso para organizar los poderes de los representantes y preveer la multitud
de tropiezos que podrían resultar en las cuestiones espinosas, en que el
interés o la ambición desearían encontrar un claro para efectuar sus
pretensiones.
Un
código internacional para todas las repúblicas, y que al mismo tiempo sea la
norma de su conducta para con los demás pueblos de la tierra, hemos indicado
debe ser la primera obra del Gran Congreso Americano. El derecho de gentes, que
se dice gobernar a los pueblos civilizados, no es mas que la redacción de
principios, mas o menos justos, y muchas veces contradictorios. Un derecho que
no tiene una sanción efectiva de ningún pueblo, reducido a solo opiniones, y
cuyas decisiones están consignadas en algunos publicistas, es nulo ante el
poder y la fuerza, que nunca deja de encontrar razones para oprimir al débil y
al inocente. En la Europa
civilizada vemos a todo momento la violación de tales derechos de un modo el
mas escandaloso; guerras injustas, coligaciones de la misma naturaleza,
intervenciones por miras personales y de interés, desmembración de reinos
enteros para saciar la ambición, y conquistas de los mas poderosos contra los
mas débiles, sin que se respete otra cosa que las formalidades de la guerra,
que un siglo de ilustración reclama imperiosamente. Aun estas formalidades
están sujetas a la necesidad, que no dejan de reclamar los opresores; por
represalias se hacen morir los prisioneros; por concluir una guerra se rompen
las treguas y se ataca un enemigo que descansaba en la buena fe de sus
tratados; y por el bien de la patria, y aun por la humanidad misma, se hacen
las mas bárbaras injusticias y se cometen los atentados mas horrorosos. Los
gobiernos de Europa no han visto en tal derecho de gentes más que teorías que
sirven para justificar sus pretensiones y revestir de pomposas declamaciones
sus mayores injusticias. Los tratados generales que han resultado de las
guerras, que han envuelto toda la
Europa , son la única norma de sus mutuas relaciones, que al
menor pretexto se violan también. La permanencia de embajadores en todas las
cortes, los tratados diarios de cada gabinete, los correos diplomáticos, que a
cada momento se cruzan por toda la
Europa , he aquí lo que mantiene en esta parte del mundo alguna
aparente calma, siempre amenazada y jamás de larga duración. La América que ha adoptado
los mismos principios, tendrá que sufrir los mismos males que la Europa en sus relaciones
exteriores, y aun otros peculiares de su situación que nacerían de nuestro
atraso en todo ramo y de nuestra despoblación. Cuando no fuera otro el fruto
del Gran Congreso Americano, todas las repúblicas habrían logrado arreglar sus
relaciones sacando partido mutuamente de sus ventajas, ya por tratados de
comercio, o ya destruyendo los celos de sus gobiernos, que son la única traba a
la amistad y unión de todos los americanos. De este mismo código internacional
nacería una alianza ofensiva y defensiva de toda la América para hacerse
respetar de las demás naciones del orbe, y el agravio y el insulto hecho a una
república sería vengado por todas ellas, uniendo sus esfuerzos y poder. Con el
juicio que el Gran Congreso hiciese de ser justa la declaración de guerra que
una república hubiese hecho a un otro pueblo que no estuviese en la
confederación, toda la América
debe armarse para vengarla y protegerla.
Como
hacer efectivas las determinaciones del Gran Congreso es lo que solamente nos
falta. Si todas las repúblicas Hispanoamericanas han entrado en la asociación
persuadidas de las ventajas que ella puede proporcionarles, todas de buena fe
prestarán el contingente que sea necesario para llevar a efecto las decisiones
del Gran Congreso. Si las fuerzas de la confederación se necesitan para hacer
deponer las armas a un partido injusto, que ataca y hace la guerra a un
gobierno legítimo, el contingente de cada estado debe ser de muy poca
consideración, pues aquel gobierno debe contar con la opinión del mayor número,
debo poseer grandes recursos, y solo para disminuir los horrores de la anarquía
y evitar se prolongue una guerra civil puede necesitar del auxilio de las demás
repúblicas. Pero si un gobierno, violando el código internacional, y desdeñando
las decisiones del Gran Congreso, hiciese a otro una guerra injusta, el
contingente debería ser considerable atendiendo los elementos con que cada
estado cuenta en su interior para sostenerse y defender sus pretensiones. En el
primer caso, una fragata de guerra, que cada república mandase con una pequeña
fuerza de desembarco, bastaría para reponer al gobierno legal en sus derechos,
y en el segundo, los contingentes deberían arreglarse a la opinión que
obtuviese el gobierno, que injustamente hace la guerra, a la riqueza y a los
recursos de la nación que dirige, y a la población, que en América es el primor
elemento del poder.
Podría
muy bien despotizar un gobierno que contase con ser sostenido de las otras repúblicas
de América, y quebrantando las leyes y sus propios compromisos insultar a
pueblos que nada aprecian mas que sus libertades y garantías sociales. El Gran
Congreso no podría nunca ser el protector de tales abusos; por el contrario, él
sostendrá los pueblos en las insurrecciones que hagan contra un gobierno
tiránico. Las mismas fuerzas destinadas a sostener a un gobierno lo-Mimo
servirían a destronar a un usurpador de los derechos nacionales, y los pueblos
puedan muy luego vengarse de sus injustos opresores. Las decisiones del Gran
Congreso, bien sea para contener la anarquía o someter al despotismo, no deben
ser arbitrarias: las constituciones de cada república, hornos dicho, deben ser
la regla invariable de sus juicios. Si los gobiernos han quebrantado estas
leyes, ellos deben sufrir la pena de su injusticia; si, por el contrario, la
ambición temerariamente ha intentado sobreponérselos, los ambiciosos no deben
por ningún pretexto quedar impunes. Si por algún accidente la violencia y
prontitud de una revolución destruyese repentinamente un gobierno, y elevase un
otro, sin dar lugar a intervenir al Gran Congreso, jamás debe consentirse que
siga en sus funciones sin examinar la justicia o injusticia del gobierno
destituido, y si quebrantó o no las leyes nacionales, como así mismo si han
sido las armas o la opinión las que han influido en aquel cambio. Si del juicio
formado resultase que la ambición de los revolucionarios había sido el
principio y móvil de aquel trastorno, el Gran Congreso debe reponer al
destruido gobierno, y cerrar la puerta a estos gobiernos de hecho, que la
lisonja y la venalidad, al muy poco tiempo, quieren revestir de todo el aparato
de la legalidad.
He
aquí como nos persuadimos podría organizarse y marchar el Gran Congreso
Americano. No dudo podrán hacérseme muchas reflexiones sobre este u otro punto
de los que hemos indicado en la formación de este cuerpo; pero me limitaré a
decir, que sin esta autoridad nada bueno puede esperar la América , abandonándose
cada estado a su propia suerte. También añadiré que nada diviso pueda oponerse
a este proyecto, la independencia de cada república, sus libertades públicas,
la paz de todas ellas y la tranquilidad y orden interior, lejos de oponerse,
por el contrario, lo reclaman como su remedio y como su mas firme apoyo.
Figurémonos
todos los gobiernos marchando con seguridad en las reformas, que tan
imperiosamente reclama la
América , veamos los cuerpos legislativos formando una nueva
legislación, conforme a nuestras ideas y principios y en medio del orden y del
reposo; observemos como se destruyen nuestras enemistades domésticas y se
olvidan nuestros atrasados resentimientos, y miremos la América unida dando
respetabilidad a cada estado y llena de majestad convidando con un pacífico
asilo a los amantes de la virtud y de la libertad: tal sería el fruto de esta
unión, sin la que la América
solo debe esperar infortunios. La
América del Norte, que no cesaremos de presentar como un
modelo, sufrió después de ser libre los inconvenientes de la debilidad de cada
estado, la anarquía, el desorden y aun la guerra iban a envolver a unos pueblos
que por su confederación se han hecho tan grandes y poderosos; imitémoslos en
aquello que sea compatible con nuestras opiniones y situación. Si se considera la América , aunque solo sea
por un corto tiempo recogerá por fruto la moralidad de sus pueblos, tan
relajada al presente; arreglará sus leyes, establecerá una política extensiva a
las poblaciones y los campos, y obtendrá el mayor de los beneficios; el
habituarnos al orden y al respeto de la ley y de las autoridades. Aparte de
tantos bienes la América
tendrá ahorros considerables en los cuantiosos gastos que hace al presente. Simplificada
la administración, quedan infinitos empleos inútiles, y tranquilo el país y
asegurado contra el desorden; las tropas veteranas lejos de hacer el menor bien
solo servirían a fomentar el desorden. Empleados públicos y militares llevarán
sus laureles a reverdecerlos en los campos, y como otros Cincinatos encontrarán
en la asada el descanso de la virtud y del honor, la agricultura, el comercio.
Las artes y la industria ¿hasta donde llevarían su vuelo entre nosotros, en un
siglo tan ilustrado y tan emprendedor?
Países
tan dilatados y tan ricos no son llamados a permanecer largo tiempo unidos:
doce años de federación serán bastantes a producir tantos bienes, y pasado este
término, reuniones periódicas de este mismo Congreso, servirán a estrechar
nuestras relaciones y a dar respetabilidad a la América. Nuestras
asociaciones serán como la de los Antifictiones de la antigua Grecia, que los
peligros comunes reunía, y por experiencia conoceremos el valor de estas
alianzas que han salvado y sostenido tantos pueblos. La liga Achiana sostenía
la libertad espirante de la
Grecia , la Confederación Germánica , aunque imperfecta en su
orden, destruyó el colosal poder de los Romanos, y hasta hoy ha conservado el
equilibrio de la Europa ;
la Helvética
aunque pequeña contuvo la ambición de la casa de Austria; la de la América del Sur, a poco
andar será la mas poderosa, y la mas influyente en los destinos del orden civilizado.
__________
CONCLUSION.
Demostrada
la necesidad de un poder como el de la Gran Confederación
Americana, y admitida la posibilidad de su existencia, el gobierno de Chile
debería proponer al del Perú el someter a esta autoridad la decisión de sus diferencias,
y en caso de un convenio suspender la guerra. El gobierno que se negare a tan
razonable proposición demostraría la injusticia de su causa y descubriría el
fondo de sus intenciones. Todas las repúblicas de América se apresurarían a
mandar sus diputados al Gran Congreso, unas por interés particular, otras por
salvar a sus hermanas de la desastrosa guerra que las va a envolver.
PEDRO
F. VICUÑA
Fuente:
Sociedad de la Sociedad Americana
de Santiago de Chile, “Union i Confederacion de los pueblos Hispano-Americanos,
pág. 176 y sgtes., Imprenta Chilena-1862. Ortografía modernizada.
[1] Don
Pedro Félix Vicuña. —Este folleto fue escrito a consecuencia de la guerra de
Chile con la
Confederación Perú-Boliviana .
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