junio 28, 2013

Sermón de Fray Mamerto Esquiú, con motivo de la reforma de la Constitución provincial (1875)

SERMÓN PRONUNCIADO EN LA IGLESIA MATRIZ DE CATAMARCA CON MOTIVO DE LA REFORMA DE LA CONSTITUCION PROVINCIAL
Fray Mamerto Esquiú
[24 de Octubre de 1875]

Omnia in ipso constant
(COLOSS  I. 17)

“La vida, ese hecho múltiple y variadísimo que nos rodea por todas partes y que se siente en cada uno de nosotros como si cada uno fuera el centro a que converge todo lo que vive sobre la tierra,  ese hecho se ve, se toca, se siente y sin embargo es inaccesible a la inteligencia y a las fuerzas humanas.
La vida es un misterio que nos lleva como por la mano al reconocimiento y adoración del gran misterio, el Ser por excelencia, de Aquel que dijo en sus inefables comunicaciones con el hombre: YO SOY QUIEN SOY (Ex.III, 13); de Aquel que es la misma eternidad y toda perfección infinita y causa y razón de todo cuando existen fuera de Él; según el Apóstol, la tierra ha sido dada en habitación a los hombres para que busquen a Dios y puedan llegar como a tocarlo, quoerere Deum si forte attrectent eum (Act. XVII, 27); y en efecto,  Línneo, aplicándose a la consideración de una hoja de yerba, exclama atónito “he quedado mudo,  herido de espanto: he visto a Dios, como otro Moisés, por las espaldas”.
Sí; el misterio de la vida desafía a todo el orgullo humano.  En nuestro siglo se ha dicho que “por la ciencia llegará el hombre a la omnipotencia, y que ha si vendrá a ser Dios”; exactamente como en el principio de la historia humana había dicho el padre de la mentira: critis sicut diis, sientes bonum et malum (Gén. III, 5). Yo no conozco, Señores, los dominios de este imperio de sabiduría que se dice haber conquistado nuestro siglo; no sabré deciros lo que hay de positivamente ganado en el terreno de verdades filosóficas y sociales; pero, sí, quiero tributar el homenaje de mi asombro a la poderosísima actividad que despliega su ingenio: suscribo a la valiente frase de que “el hombre del siglo XIX, ha arrebatado de las manos de Júpiter sus temibles rayos”; reconozco lleno de admiración, que ante él desaparecen las distancias; que su palabra recorre la tierra con la prontitud que se recibe una orden del amo de la casa; que él dispone y se sirve de mares, de fluidos impalpables e invisibles con la precisión que yo muevo mi mano; que ha hallado ser el globo de la tierra un libro de inefables caracteres, que va ya deletreando; que; en fin; se ha aproximado a los planetas, los ha medido y pesado, y descubre que solo el planeta que habitamos tiene condiciones para la vida, y aún más que todo eso, ha llegado a sorprender la formación de estrellas todavía en embrión!  Ah! El hombre sabe y puede mucho! Y con todo que nos olvidábamos de esos pinceles de pura luz que manejaban sus diestras manos, y de tantas obras maravillosas cuya fama llena la tierra. Esta gloria no puede ser materia de envidia para nosotros sencillos hombres de la Fe antigua, sino de viva y sincera felicitación al hallar en el hombre del siglo XIX el perpetuo cumplimiento de aquella palabra del Señor en el principio de los tiempos: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza y tenga dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra. (Gén. I, 26).  Oh! hombre! aunque te hayas declarado enemigo de aquel Dios que adora mi fe, aún te saludo imagen de la eterna sabiduría, rey del mundo, y el más noble y digno adelantado de toda la creación en presencia de su autor.
Pues ello es tan triste como cierto que en el siglo XIX se ha cumplido lo que dijo Moisés en su cántico de muerte: incrssatus est dilectus et recalcitravit: engordó el amado y dio de coces (Deut. XXXII, 15). Se ha visto grande y abandonó a Dios su criador y se apartó del Señor su salvador (ib), y todavía más hinchado que sabio, más estúpido que grande, ha llegado a decir como frenético: in calum conscendam super astra Dei exaltado, solium meum... similis ero Altísimo: escalaré el cielo, pondré mi trono sobre los astros más elevados, seré igual Altísimo (Isai. XIV, 13, 14)! Pero ante ese monstruo de poder y de fatuidad, de orgullo y de ciencia, está en pie el misterio de la vida pronto a derribar todo su poder y aniquilar su presuntuosa sabiduría. Poned a la vista del nuevo Titán una semilla de yerba, el insecto que pisáis, y preguntadle: ¿qué es aquello que vive en ese átomo? Tú te paseas por las alturas del cielo y registras las profundidades de la tierra. ¿podrías decirme lo que hay en un grano de trigo, y por qué brota, y cómo se multiplica en cien granos, y cada uno de estos en otros cien más, tantas veces como primaveras han pasado desde que se le cultiva sobre la tierra? Oh! Dime lo que es la vida, prodúceme una sola semilla, un solo insecto y yo caigo de rodillas delante de ti, y te adoro por mi Dios!
Pero sin nada puede decirnos acerca del misterio de la vida que hay en una semilla, en un insecto, ¿qué podrá acerca de ese microcosmos, de ese gran mundo en pequeño, del hombre, digo, considerado en sí y en sus misteriosas relaciones con los demás hombres? El hombre habla, entiende, goza de libertad, es un ser racional porque nace y vive en sociedad. ¿Cuál es el fin de esa sociedad después de dar la racionalidad de hecho a cada individuo? ¿Cuál es su origen; cuántas y cuáles las leyes de su progreso a ese fin desconocido? ¿Qué cosas son efecto y qué son causa de su progreso en el triple aspecto humano de ser moral, inteligente y físico? ¿Puede el hombre disolver la sociedad humana? ¿Puede acaso rehacerla si se disolviera? He aquí no uno sino muchos misterios que descuellan sobre la cúspide altísima del misterio de la vida! Y de abordar esa cima inaccesible se trata cuando se trata de la Constitución de un pueblo, es decir, del fundamento de las relaciones que dan vida y orden a la sociedad!
Habéis hecho bien, Honorables Señores Convencionales, en venir a este templo a implorar la protección del DIOS de las naciones, cuyos cooperadores sois en esta grande obra. Hacéis bien en pedir a esta cátedra de la verdad cristiana las inspiraciones de la fe en auxilio de vuestra razón. Por mi parte, Señores, proponiéndome ser fiel a Jesucristo, en cuyo nombre hablo, y corresponder del modo posible al alto honor de llamarme hoy a esta cátedra, debo decir y repetir siempre esta sola palabra del Apóstol de las naciones: Omnia in ipso constant: todo lo que es estable, todo bien, toda verdad, la justicia, el derecho, el deber, el orden, la vida, todo subsiste en Jesucristo. Omnia in ipso constant: ¿Tratáis de la Constitución de este pueblo? Pues su fundamento es Jesucristo.
Desde su misma cuna el pueblo de Catamarca ha estado bajo la guarda de la Inmaculada Concepción, sensibilizada en esa imagen sagrada que lleva el dulce y hermoso nombre de VIRGEN DEL VALLE. Esta fue para Catamarca el objeto de su fe y de su amor, repetidas veces fue jurada patrona de la capital y provincia; y a través de tantos trastornos como se han sucedido de medio siglo a esta parte, ese amor aún subsiste, nuestra devoción y confianza en la Inmaculada Madre de Dios no han desmayado, y mucho menos su bondad y misericordia con nosotros. Hoy, pues, que se trata de un acto tan importante de la vida de este pueblo, os invito, Señores, a que renovemos nuestro antiguo juramento de fe y amor a la Virgen del Valle, a que invoquemos su protección y la confesemos llena de gracia como es: 

AVE MARIA

I.

Mientras vive el hombre, sea cual fuere el estado de su vida, aunque no sea sino de agonía y dolor, hay que suponía que se conservan unidos el alma y el cuerpo de que está formado.  A este modo, Señores, mientras hay sociedad, cualquiera que ella sea, debe admitirse que ahí subsiste unido su doble elemento de vida, esto es, el agregado exterior de individuo que es como el cuerpo, y el principio o alma que los mantiene unidos y les da la acción de un solo ser moral.  Ahora, pues, en ningún tiempo, en  ningún lugar, jamás el hombre ha dejado de hallarse en estado de sociedad; ni podría dejar de hallarse sin dejar de ser hombre, pues en ese caso perdería el don de la palabra y con esto el uso de la razón.  O no se admite que el hombre sea una creación directamente intentada por el autor del universo, o se le reconoce tal como es, esencialmente social.
Pero ved como en este hecho inquebrantablemente de la vida social del hombre juegan la libertad humana y la ley física de su existencia. O presiden en él la razón y la justicia; ó la necesidad y fuerza bruta lo dominan,  el estado social es una ley indestructible, como la ley de gravitación ó arriba ó abajo, pero siempre pensando sobre su centro.
O reconocemos juntos lo que es deber, lo que es derecho, obligaciones comunes sobre el principio de autoridad legítima, y seremos un pueblo libre y feliz; ó la fatal necesidad de la constitución humana, la fuerza de las pasiones, la prepotencia de uno y la desunión y discordia de los otros, echarán sobre todos la lazada que constituye un pueblo abyecto y desgraciado.  De esta última fabricación son los grandes imperios que abren el campo de la historia en la ciudad del mundo de que habla S. Agustín en sus inmortales libros: De civitale Dei. De ella son esas tribus de salvajes que veis errar en el desierto sin patria, sin historia y sin porvenir, pero con un jefe que los tiene siempre en guerra implacable contra todo hombre que no pertenece a su sociedad; a esa misma fabricación pertenecen muchas de nuestras modernas sociedades que, no reconociendo principio de autoridad superior al pueblo, son víctimas por eso mismo de multiplicados y terribles dominadores hijos de la violencia ó de la estafa.  Por la razón ó la fuerza, por deber ó por necesidad, el estado social es un hecho constante de la humanidad, es su ley y naturaleza.  Juzgad vosotros ahora sí la naturaleza, la ley, el modo de ser de la humanidad emanan de la cabeza de Rousseau, ó de Dios, autor del universo y tipo y autor amorosísimo del hombre; juzgad, os digo, si esa verdad tan grande como el universo: omnia in ipso constant, es aplicable, ó no, a la organización de un pueblo y  si para darle su constitución os bastará el contrato social, ó deberéis fundaros sobre Dios, única base de la idea y de la realidad del derecho, del deber.
De tantas y tan horribles blasfemias como se repiten en nuestro siglo, ninguna me hace más dolorosa impresión que la de llamar demócrata a N. S. Jesucristo, reduciendo el valor infinito de su persona a la mezquina esfera de la política humana asentando con esto el ateísmo, y presentando además al Hijo de Dios como afiliado en la informal conspiración.  Pero si rechazo con todo el horror de mi fe y de la conciencia pública esa blasfemia peor que el ateísmo, reconozco y confieso con la voz de toda la historia que el Verbo de Dios, hecho hombre es el alma, la vida de toda nación civilizada que sea su forma política.  Yo confieso que Jesucristo por medio de la gracia y verdad de que ha hecho depositaría a su Iglesia ha elevado la libertad del deber hasta la altura de su misma adorable persona; Jesucristo ha hecho desaparecer la fuerza como título de derecho, y al derecho verdadero lo ha realizado con la hermosura de la modestia de que absolutamente carecía; Jesucristo ha reducido a polvo las vallas que dividían radicalmente al linaje humano; Jesucristo  ha ennoblecido inmensamente los primeros elementos de la sociedad una firmeza que es superior a todo, y a la sumisión y obediencia un mérito divino; por ÉL y en ÉL todos los hombres somos iguales en nobleza y destinación; por ÉL invocamos Padre a Dios y somos hermanos entre nosotros y en toda condición podemos ser libres con libertad nobilísima! Igualdad, fraternidad, libertad!  ¿Habrán invocado estas palabras los enemigos de Dios y aborrecedores del hombre, si hubieran creído que era posible destruirlas?  Nos hablarían de luces los perpetuos forjadores de mentira, si pudiesen apagar el eterno sol de justicia y verdad que brilla en el mundo? Trazarían sobre el papel la lista de los derechos del hombre los Convencionales del 92 y los de la Commune del 71, si el Evangelio no fuese una realidad siempre viva en la Iglesia?  Esta absoluta necesidad de hipocresía prueba mas que cuanto pudiera decirse la verdad de que Jesucristo es a la sociedad civil lo que el alma es para el cuerpo, la forma de su vida.  Resumamos: la civilización, la única verdadera civilización viene de Jesucristo; y los grandes principios de esa civilización deben ser el alma de vuestra carta constitucional: he ahí pues que Verbo de Dios es el fundamento de vuestra obra: Omnia in ipso constant.
Si hay justicia, si hay verdad, si se quiere establecer sobre buen fundamento los derechos del hombre y dar base a la paz y prosperidad del pueblo, comenzad vuestra carta por el reconocimiento y adoración del Verbo de Dios.  Las leyes humanas, dice el sabio Martinet, que no toman su fuerza de la ley divina ni se regulan por ella, son verdaderas cadenas de la servidumbre, sea que se den por uno como en la monarquía, ó por varios como en la oligarquía, ó por muchos como en la democracia.  Por que el que se sujeta a ellas, no obedece, a la verdad, a la justicia y a la virtud que constituyen la verdadera libertad, sino que vive del capricho de otro, lo que es verdadera servidumbre sea uno ó sean muchos los amos (Instit, Teolog. Tomo 1º pág. 459).  Si queréis oh pueblo, ser libre, y que la libertad e independencia de que tanto se os habla, no sean una cruelísima farsa, haced lo que dice como inspirado Augusto Nicolás en su libro, el Estado sin Dios y cuyo estudio me atrevo a recomendaros, SS.CC. Las naciones, dice, el ilustre abogado, deben regularse según el Evangelio y hacer de él, no su ley misma, sino la ley de sus leyes, el espíritu de sus instituciones, el aroma de sus costumbres, el alma de su existencia, el principio regulador de sus destinos.  Cristo es Rey, es el Príncipe espiritual de los reyes de la tierra, el Gobernador moral de los gobiernos, el conductor celestial de las sociedades (S. IX).

II

Contra ese deber religioso y civil al mismo tiempo se alegan dos cosas: la primera que esta declaración de fe cristiana es perjudicial a la misma Iglesia por el derecho de intervención que ella daría al Estado sobre la Iglesia; la segunda es que las leyes consecuentes a tal profesión de fe serían incompatibles con la tolerancia o libertad de cultos, como la llaman, reconocida por la Constitución general del país.  Oíd con calma, Señores, y juzgad vosotros mismos del valor de estas objeciones.
La primera que se hace de la intervención autorizada del Estado sobre la Iglesia es un contrasentido que no se creería posible que ande en boca de gente ilustrada, si no estuviéramos acostumbrados a tomar el contrasentido por clave para entender el lenguaje de nuestro siglo.  La acción despótica que a la vez se arroga el Estado sobre la Iglesia, confiscando sus bienes, proscribiendo los institutos religiosos, impidiendo la comunión de obediencia con el Pastor supremo de la Iglesia y pretendiendo coartar su jurisdicción divina, estos y otros actos que se ejercen con el nombre de patronato, lejos de provenir de la provenir de la profesión de fe, católica del Estado, proviene del espíritu contrario a ella.  Tal patronato había en los emperadores romanos, precisamente porque no eran cristianos; tal patronato ejerce hoy el gobierno de Prusia, precisamente porque se ha propuesto derrocar la Iglesia Católica como ha humillada a la noble Francia; tal patronato comenzaron a ejercer los que recogieron los laureles de nuestros soldados de la Independencia, precisamente por haber tomado por programa de la nueva, campañas las ideas y las obras de la Revolución Francesa.  De aquí resulta que el único medio de libertad a la Iglesia de ese odioso despotismo es reconocerla sinceramente y prestar entera obediencia a este mandato de Jesucristo: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios -Reddite ergo qua sunt Casaris Casari, et qua sunt Dei Deo”.
¿Y las leyes religiosas? Me dirá alguno; y la feroz intolerancia? Y nuestra carta federal? Vamos por partes, Señores.
La carta federal, es cierto, ha proclamado la libertad de cultos para toda la República; yo no quiero pensar que nuestros legisladores se hayan creído autorizados para acordar igual derecho a la verdad y al error bien conocidos, ni que su ánimo fue establecer la irreligión por principio, sino que por libertad querían decir tolerancia, esto es, que profesando todo el país el culto católico se prescribía tolerar o sufrir la privada y pública profesión de los demás cultos sin excepción ninguna.  Que eso esté bien hecho, no lo digo; Dios y la historia lo juzgarán; lo que digo y confieso es que dar a par del culto católico se toleran los cultos falsos, y que en virtud de esa declaración, el judío y el Mahometano y el Budista, y el Fetichista, tienen derecho político a ser tolerados privada y públicamente en el ejercicio de sus respectivos cultos.  Y si ellos lo tienen, pregunto yo: ¿no podrá la Provincia de Catamarca cumplir el deber de hacer profesión pública de su fe católica? ¿No podrá exigir de sus mandatarios en el Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial la condición de católicos, como acaso exige otras condiciones menos importantes al sistema representativo?
Por aquí puede verse lo que significa la palabra tolerancia en el lenguaje en el personaje de ciertos hombres; y en efecto; con la mano sobre mi pecho os juro que en el siglo XIX yo no veo tolerancia sino en los católicos respecto de sus disidentes, salvo el único caso de la recíproca tolerancia de los Estados Unidos, donde persecuciones comunes é intereses comunes se la impusieron.  Por lo demás, si bien reconozco que en pueblas católicos ha  habidos épocas de intolerancia, de lo que, así absolutamente, no me avergüenza, pues nadie dice que sufre ó tolera sino lo que no es bueno; sin embargo, la Iglesia Católica ha acreditado siempre que aunque no transige con el error, y tiene vivo en su corazón el voto de Pablo ante el tribunal de Agripa: “Opto apud Deum... non tantum te, se etiem omnes qui me audiuni, hodie fieri talis, qualis et ego sum, exceptis vinculis his: pido a Dios... que no solo tú sino también todos los que me oyen, hoy mismo sean tales, cual soy yo, pero sin estas cadenas (Act. Ap. XXVI, 29); a pesar de esto, digo, la Iglesia sabe tolerar y compadecerse de las personas que están en el error; aun más, es la única que ama y enseña a amar a todos los hombres.  En prueba de la tolerancia de los católicos mencionaré dos hechos que por sus circunstancias revelan el espíritu que nos anima.  En Roma, desde que la cruz en que murió S. Pedro se convirtió en trono de reyes, han sido tolerados siempre los Judíos; y notadlo que digo siempre, porque desde que existe la aristocracia del dinero no es extraño que sean muy considerados; pero no hoy solamente sino siempre, cuando ese misterioso pueblo era el blanco de cruelísimas persecuciones por todo el mundo,  Roma los toleró y San Gregorio el Grande reclamaba de otras naciones de Europa esa misma tolerancia y prohibía que se demoliesen sus sinagogas.  El otro hecho que debo citaros ha tenido lugar en esta misma ciudad de Catamarca, y en un tiempo en el que nuestros novelistas no saben ver en los católicos sino odio a muerte a los herejes; el año 1807 vivieron vecinos a esta misma Iglesia los ingleses confinados después de la reconquista de Buenos Aires; al retirarse de aquí esos individuos de la comunión anglicana, verdugo secular de la noble Irlanda, dirigieron al Alcalde de primer voto de esta ciudad una carta colectiva en la que entre otras expresiones de gratitud y reconocimiento se leen estas palabras: De todo individuo hemos experimentado sumo cariño. Para acriminar a la Iglesia es preciso desfigurar toda la historia; pero si bien son de sentir las calumnias que se le hacen, no debemos extrañarlas desde que la Iglesia  no es cosa que la continuación mística de la adorable persona de Nuestro Señor Jesucristo.
Viniendo por ultimo el temor de que en virtud de nuestra publica profesión de fe católica se den leyes un religiosas que sean incompatibles con la tolerancia política o libertad de cultos, como la llaman, debía haber desaparecido ante la dolorosa experiencia de sesenta años de irreligión. A pesar de estos, tengamos en cuenta ese cargo.
El Senado y Cámara de los Estados Unidos, han dado poco tiempo a  una ley que prescribe la santificación del domingo hasta con mas rigor que lo hace la Iglesia, y además impone multa de diez chelines a “los que no hallándose enfermos o con otro motivo suficiente no concurran a la iglesia por espacio de tres meses.” No creo que ningún católico se atreva a esperar y exigir tanto de nuestros legisladores; pero se debería pedir o reclamar por toda legislación religiosa, y como la garantía mas preciosa que puede desearse de la verdadera libertad de conciencia y de la paz publica, se prescribiera en todas las Constituciones del país el siguiente articulo:
No podrá darse ley alguna ni expedirse acto oficial contrarios a la autoridad de la Iglesia y a su doctrina en materia de fe y de costumbre. 
Yo bien se que para ciertos espíritus esto importa la temible hoguera de la Inquisición; pero ese juicio gratuito, ni ningún calificado que se quiera dar a esta doctrina no quita la rigurosa justicia de esa prescripción constitucional ni su sencillez inofensiva a todas las exigencia posibles de la tolerancia de cultos. Porque ¿qué puede negar que contra la Iglesia no hay jurisdicción alguna en las materias que le son propias; y que si diera una ley contraria a ella nos pondrían en el deber, que es más el derecho, de contestar con San Pedro y los demás apóstoles? Obeatre aportet Deo magis, quam hominibus —¿Se debe obedece« a Dios antes que a los hombres? — (Act. V. 29).
¿Cuál es el culto que a fuer de tolerancia, o libertad si se quiera, tenga dere¬cho a exigirnos que en su obsequio apostatemos nosotros de nuestra religión, que dejemos de ser hijos de la Santa Iglesia Católica, la única que en el mundo lleva a los divinos caracteres de verdadera Iglesia de Jesucristo”. Y si dejara de ser católico para ser protestante o carismático, menos mal: pero hoy eso es imposible: el precipicio de la Iglesia Católica no para ya en esas gradas artificiales hechas por Lutero o Enrique VIII, cae al abismo sin fondo del ateismo, y deja ver el horror y los incendios de la Commune; y todo el mundo sabe que la Argentina no dista mucho de los horrores de Paris. ¿Teméis acaso que la Iglesia se extralimite de su jurisdicción o que nos enseñe una doctrina irracional? Pera entonces hablad claro: porque un católico cree y profeta que la iglesia es santa e infalible.
He oído muchas veces una tercera objeción fundada en que el cristianismo es asunto de las conciencias privadas, y que en el orden público no hay sujeto religioso. Si el orden público fuese una mera abstracción me esforzaría, señores, por colocarme en esa región de lo abstracto y estudiar allí sus propios principios y relaciones; pero yo veo, y no pueden dejar de ver, que el orden público no es sino el agregado de los derechos, intereses y deberes de las con¬ciencias privadas, elevado toda a una región más alta que la del individuo y de la familia, pero siempre inferior a Dios, a la soberana causa del orden social; yo veo y veis vosotros también que el orden público es al individuo que la circunferencia al centro, porque todo él recae sobre el derecho y el deber de cada conciencia: vemos esto y mucho más; ¿y podremos aceptar ese abismo entre la conciencia privada y la conciencia del orden público? En mi yo no siento sino una sola conciencia de católico, sea que cumpla la modesta y santa misión de hablar desde esta cátedra, sea que me hubiese lucido el honor de ocupar vuestra tribuna. Comprendo demasiado que puede uno faltar a su conciencia, pero no que un hombre pueda tener varias conciencias según los tiempos y oficios, o que, salva la honradez, pueda echar un puño mortuorio sobre la única que tiene cuando penetra en la sala de los legisladores. Esto no comprende nadie.
¡Triste cosa que en este día de universal importancia para el pueblo debiera ocuparme de resolver objeciones que no sufren ni la mirada del sentido común, mucho menos el examen de la razón; después de haber consumido la otra parte del tiempo en probar una verdad fundamental, reconocida por to¬dos las pueblos de la tierra, y viva y radiante como el Sol que nos alumbra, en los pueblos católicos! ¿He perdido mi tiempo? ¿He abusado, señores, de vuestra atención? ¿Gran Dios? ¿Es un crimen, acaso, que me haya propuesto demostrar en medio de tu mismo pueblo que Vos, Creador y Señor de todas las cosas, sois el nobilísimo fundamento del hombre, y la única causa del bien, de la vedad, de la justicia y de cuanto hay en el hombre fuera de la ignorancia y del pecado? Quizá, señores, hubiera sido un abuso en otro tiempo, pero hoy,
Desgraciadamente, no lo es; hoy es el día de la conjuración de que habló el salmista: Fremuerunt gentes et populi moditati sunt  inánia. Astiterunt Terrae et principes convenerunt in unum  adversus Dominum et adversus Christum ejus. Las naciones y los pueblos poseídos de extraño furor proyectan cosas vanas; los reyes y los poderosos han hecho alianza  dew guerra contra el Señor y su Ungido. (Ps. II. 1) En todas partes, no digo aquí, se pretende pasar sin Dios, en nombre de no se que libertad, hija de aquel Non serviam que resuena en el lugar de horror y desorden eterno; en todas partes, la Iglesia se halla ante las naciones que civilizó ella misma como Jesucristo ante el Senhedrin de los judíos: los pueblos, las naciones se creen inmortales como Dios, se reputan ellas mismas la regla suprema de lo justo y la razón primera del derecho; por esto era preciso recordar que las naciones y los pueblos también son hombres (Ps. IX), y que si os reunís para dar leyes, debéis ante todo reconocer al Supremo Legislador de quien solo se deriva la fuerza de la ley y del derecho y la razón del deber y de la obediencia. ¿Amáis la libertad y el progreso? ¿Queréis prosperidad en el pueblo? Reconoced al que es la ley del mundo, y el dador de todo bien y el fundador de la verdadera paz y libertad. Adorad a Jesucristo, señores legisladores. De El está escrito que reinara en el mundo, y que dominará las nociones: Domini est regnum dominabitur gentum (Ps. XII, 29) Reconocedlo, y El reinará por su bondad, y habrá paz y ventura y la libertad de hijos de Dios. Si no reconocéis a Jesucristo, si no le adoráis con el homenaje que le es debido, también reinará, pero reinará por su justicia; la miseria, la guerra, la tiranía y el desorden son sus terribles ministros. Pero justo o misericordioso, premiador del bien o castigador del mal, en todo, es siempre santo y de todos modos a El es debido el honor, la bendición y la gloria por los siglos de los siglos.
AMEN.


Fuente: Esquiú, Mamerto. «Tres sermones patrióticos de Fray Mamerto Esquiú», Edic. ordenada por la Cámara de Diputados de  Diputados de la Nación - Biblioteca del Congreso de la Nación. Buenos Aires - 1947, pág. 25 y sgtes.

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