SERMÓN PRONUNCIADO EN LA IGLESIA MATRIZ DE
CATAMARCA CON MOTIVO DE LA
INSTALACION DE LAS AUTORIDADES FEDERALES DE LA NACION ARGENTINA
Fray Mamerto Esquiú
[28 de Marzo de 1854]
Señores:
Ni las grandes calamidades, ni los grandes
bienes son jamás apreciados bastantemente por la mirada tan reducida de nuestro
entendimiento: sólo es una base, cerrada por el tiempo y el espacio, la que
descubrimos, quedando el fondo de la cosa, y sus efectos, y su encadenamiento
con los demás seres abismados en la elevada cima que encierra los misterios de
la naturaleza, y en que se preparan las realidades del porvenir.
¿Quién jamás
ha abarcado, ha podido valuar la grandez y el número de los males que trae una
guerra? ¿Quién conocerá los desastres que producen en todo sentido, y tendrá
bastante fuerza para seguir los horribles y prolongadísimos canales por donde
vierte hasta un dilatado y remotísimo porvenir sus horrores y sus calamidades,
y esa fuerza de destrucción y de muerte? Por esa misma ley de impotencia, es,
señores, que no podemos tampoco apreciar debidamente la grandeza de ciertos beneficios,
que concede a los hombres
He aquí, señores, este inmenso beneficio de
que hablo, y que me propongo explanarlo en la manera que pueda. Lo haré,
señores, para que lo apreciéis y apreciándolo se conserve: estadme atentos.
La existencia de los Gobiernos, de la
autoridad que anuda como quiera que sea los lazos sociales, es un hecho
inevitable, que ni los sacudimientos más recios, ni la fuerza disolvente de la
demagogia, en la altura de la civilización, y en la abyección del estado
salvaje, nada lo destruye, ni puede alejarlo siquiera, en el hombre hay
sumisión, y hay autoridad, porque es esencialmente social; y como quiera que al
hombre le sea concedida la tremenda facultad de extraviarse, pero no le ha sido
dada la de aniquilarse en su nobilísima naturaleza, de un ser con amor y con
conocimiento, su libertad tiene términos en el orden moral, y también en el
orden físico: si se quiere en la historia de la humanidad no se ofrece un
fenómeno más constante, que el de una fuerza que tiende a la destrucción de ese
poder, como hay en lo subterráneo, esa pujanza que conmueve nuestros
continentes: por los embates del orgullo individual contra la liga nacional en
un solo poder, ¡cuántos afectos no ofrece la vida de la humanidad en la
extensión del globo y en la prolongación de los tiempos! Dividida en un millón
de fracciones que varían hasta lo infinito, por el temperamento, por su
situación, por el predominio del espíritu o de la materia en una escala
inmensa, por la explosión múltiple de variadísimas combinaciones,
circunstancias, necesidades, variedad de latitudes, de civilizaciones, de
formas en todos los aspectos, un abismo, señores, de variedades... Y sin
embargo, no hay situación, no hay estado, jamás están juntos tres hombres, en
cualquier punto de la tierra, que no descuelle entre ellos el poder, la
autoridad que manda; toca el hombre degradándose los términos que lo separan
del bruto..., ni ciencia, ni costumbres, ni habitación que lo defienda de las
destempladas estaciones, sus pocas necesidades satisfechas por un puro instinto
animal, y no obstante allí veréis gobiernos: las hordas del desierto, ora
vaguen por los bosques, oran estén de acecho en nuestros caminos, las preside
su cacique, que manda y que gobierna como cualquiera otra autoridad: el
asiático se diferencia del demócrata europeo, como se opone una afirmación a la
negación, y ambos engendran por rumbos opuestos ese poder público que los
conserva. Si en un momento de inexplicable frenesí se aúnan los hombres para
conculcar todo gobierno y se presentan las masas, sin más guía, ni cabeza que
su furor individual, en el momento mismo saltan como un rayo las convenciones,
las dictaduras, que con la irresponsabilidad del más fiero déspota, guillotina,
despedaza, impone un yugo que aterroriza con horrible espanto, y consultando
nuestra historia contemporánea, el momento de las agonías de nuestros
Gobiernos, no era sino el síntoma de un cambio en que por una horrible
transformación, el poder sería la dictadura de un hombre sin conciencia y
astuto que nos chupa la sangre y nuestros derechos sin piedad. Es decir,
señores, que la existencia del poder público es un hecho inevitable, que se
destaca de todos los puntos en que se coloque el hombre, que va con él a todas
las latitudes, y que sube y se perfecciona con la virtud y la civilización, y
va a buscar en sus abismos al salvaje degradado: es la sombra de la sociedad
que la sigue en todas partes.
Ahora bien, si es esto una ley irrecusable,
un hecho invencible, ¿qué hay de nuevo, señores, en que el 5 de marzo se
inaugure un presidente en la República Argentina ? ¿Y que este hecho lo
califiquemos como el más venturoso, que registraremos en nuestra historia de
colonos y de libres, para que lo reputemos un beneficio de valor y
trascendencia incalculables? Oíd, cuando erais colonos, erais sociales, y por
lo tanto había sobre vosotros el poder público; pero un poder público, que
había absorto al nacional, y que en vez de ser un sostén, un protector, el
fundamento de vuestros bienes, era el explotador de toda nuestra nacionalidad
en beneficio propio. Debiendo surgir y estar en el seno de vosotros, como que
erais verdadera y cumplida sociedad, fuisteis arrebatados de vuestras
propiedades más caras, llevados de tristísima transmigración a formar los
escalones de un trono a quien no sirvieron nuestros padres, y cuyos actos
gubernativos en la travesía de todo el Océano, se convertían en resortes de
provecho individual; erais la presa de la ambición y de la codicia, que
explotaban vuestro territorio, vuestras riquezas, vuestras personas, mientras
que vuestros derechos yacían aherrojados y condenados a eterno silencio: es
decir, señores, que el Gobierno español era para nosotros una verdadera
calamidad, y tan tremenda, que sólo por una calamidad mayor podía destruirse:
tal es la que comenzamos a arrostrar con pecho de bronce el año de 1810. ¡De
qué horrores no ha sido testigo el Sol de Mayo! ¡Cuánta sangre, y cuántos
crímenes no han brotado nuestros corazones! La patria quedó tendida en el
suelo, plagada de hondas heridas, que maleficiadas con el calor de la anarquía
y de la rebelión se han convertido en un cáncer pestilente que hacía caer a
pedazos el cuerpo de la sociedad argentina; nos quedó por único resultado la
feroz manía de destruir, sin más política, que la de pulverizar toda entidad
política, y crearnos con nuestras mismas manos, un poder horrible, a más de
déspota, un tirano que había socavado todo nuestro republicanismo: cuarenta
años después de trescientos más se han dividido entre la anarquía y el
despotismo, entre la acción contra los Gobiernos y la reacción de un abuso de
poder. Un justo medio, señores, una transacción equitativa y honrosa entre las
grandes necesidades y los grandes derechos, y los intereses más vitales, he
aquí el hecho por el que nos cumple hoy felicitarnos cordialísimamente.
Un Gobierno que se establece sobre el
establecimiento inconcuso de nuestros derechos en la Constitución
fundamental del país y un Gobierno que recae en la persona de nuestras mayores
obligaciones, tal es lo singularmente plausible de este hecho.
Para los argentinos que hemos probado en tan
horrible manera el amargor del absolutismo, nada difícil debe sernos presentir
las ventajas de un Gobierno, que no es meramente un hecho necesario, sino una
emanación de la ley y de la justicia; pero semejante maravilla, reduciéndome a
nuestra actualidad, no podría verificarse sino bajo la influencia de un héroe
de virtud y patriotismo.
Cuando la divina Providencia concede este
beneficio a los pueblos, ved el aspecto que ellos ofrecen en su política; mas
para que lo percibáis, contrastémoslo con el de un pueblo que soporta su
Gobierno con antelación a la
Constitución y garantía de sus derechos; en este caso la
persona en quien se expresa el poder público, tiene tan vasto campo al poder de
su autoridad, cuanto él mismo se quiere señalar en el horizonte de sus
dominios, y esto lo hace o con perpetua arbitrariedad, o dictaminando a la vez
leyes estables, pero que siempre asientan sobre una palanca que los vuelca a
discreción del príncipe: en el primer caso tenemos un déspota en todo el rigor
de la palabra, en el segundo está él mismo en embrión que paulatinamente va
desarrollándose, engrandeciéndose hasta tanto que desaparece todo su aspecto de
autoridad social, y queda nada más, que un grandísimo personaje, en cuyo
alrededor vienen a condensarse para bien de él y de sus hijos todos los bienes
que brotan de la sociedad: el labrador suda para los reyes, el militar sirve a
su ambición y conquistas el literato se afana en mantener siempre embalsamada
su atmósfera, y a una seña de ojos van gratuitamente a la muerte los malhadados
ciudadanos, que en vida no salieran de la arca que ocupaban sus cuerpos.
La historia, señores, y la revelación nos
avisan de consuno, que los reyes son una calamidad de los pueblos. Como un
castigo de su dureza de corazón, concedió el Señor, un rey al pueblo de Israel,
que se lo pedía con impía tenacidad. “Haz lo que ellos dicen, ordenaba Dios a
Samuel, pero diles primero el derecho del rey que los ha de mandar; tomará
vuestros hijos, y los pondrá para que gobiernen sus carros, los hará labradores
de sus campos, y segadores de sus mieses, se apropiará lo mejor de vuestras
viñas y olivares, y diezmará el producto de vuestras mieses, vosotros seréis
sus siervos, y clamaréis aquel día a causa de vuestro rey”. Consultad ahora lo
que enseña la historia, y vuestro corazón gemirá a la contemplación de las
ruinas que hacen en la humanidad esos gobiernos absolutos: aquí levantan
pirámides, que en su mole imitan la naturaleza, allá inmensos palacios, que
hacen ventaja a las ciudades, sin más trabajo de su parte, que el querer;
aquéllos llevan la guerra a todo lo conocido, emprendiendo conquistas, que
cuestan millones de vidas, sin más fruto, que el que el conquistador sentado en
un altísimo trono, vea de hinojos a los hombres allá hasta donde el horizonte
los oculta; los otros pueblan desiertos horrorosísimos de millares de familias
sacrificadas a su política suspicaz. ¿Y qué queréis, señores? Si el pueblo cayó
en un letargo de muerte por efecto de su disolución y este advenedizo llena
cruelmente esa ley de la existencia de los Gobiernos; pueblo ha venido a ser
una propiedad suya, sin más recurso para esto que la paciencia, nada más que el
duro recurso del sufrimiento: porque si se me señala la rebelión como un
remedio de ese mal, ved que esta es una calamidad mayor que todos los tiranos y
que con ella no se haría más que tocar someramente la desgracia, quedando
íntegra cuando no aumentada para que la ponga en juego un sucesor cualquiera; a
más de que si los pueblos, han de caminar por la noble senda de lo justo y de
lo recto, jamás podrán tocar esa persona que, abusa de su poder, sin poner
manos sacrílegas a la autoridad que se funda en el derecho natural, y que
importa romper el nudo que liga en un manojo toda la sociedad; sería un crimen
de lesa patria. Ved ahí, señores, la tremenda situación de un pueblo prevenido
por el hecho –Gobierno–; la horrible expiación de sus desórdenes anárquicos, el
duro y prolongado martirio a que se halla condenado; pero que en justo homenaje
a la divina Providencia, se soporta con valor su padecimiento bajo la
influencia de la religión, es cierto a la luz filosófica e histórica, que ese
pueblo mejoraría, y poco a poco entraría en el deseadísimo punto, en que se
concilian los grandes derechos y las grandes necesidades, combinando en la
mejor proporción posible la balanza del poder, y la inviolabilidad de otros
derechos igualmente sagrados. Cuando un pueblo se coloca en esa situación, es
entonces que yo he dicho, que sus legítimos intereses, y su noble libertad han
prevenido al Gobierno, y ya la sociedad comienza a irradiar en todo sentido las
clarísimas preciosidades con que la dotara la Providencia. Se
asemeja al sol que atraviesa los cielos con rápida y ordenada carrera,
derramando la luz, la fecundidad, el bienestar por todas partes, y disolviendo
de paso las nubecillas que levantan desquiciados vapores.
¡Argentinos! ¿Veis esa luz tenue pero tranquila,
que se levanta sobre vuestro magnífico Plata, y que va a reflectarse en las
nieves de los Andes? ¿oís ese rumor que viene desde el santuario de vuestros
legisladores, suave, melodioso, como los gorjeos de los pajarillos en la
madrugada? ¡Os anuncio que eso es la aurora del bellísimo día, que os preparó la Providencia en
galardón de vuestros inefables padecimientos! Dios había verificado en el fondo
de la República
Argentina un solemne reposo, como quiera que su faz haya
conservado las huellas de la turbación, así como algunas olas rugen en la
superficie de las aguas después de pasada la tempestad, y al favor de esa calma
dichosa, protegida por un héroe de patriotismo se han consagrado en el augusto
templo de la razón, nuestras leyes y nuestros derechos. Removidos los escombros
de la tiranía, se han puesto los fundamentos inmobles de nuestra sociedad
regenerada: esta es la ley, esto es lo justo hemos dicho, y han venido las
cosas y las personas a amoldarse en ese molde sagrado. Las bases del Gobierno no
son el apiñamiento de todas las personas, de todas las vidas, de todos los
intereses, que haría el trono de un dictador, sino las mismas garantías del
ejercicio de nuestras facultades, el uso libre y cumplido de todos nuestros
derechos ese es el único camino de llegar al recinto de la autoridad; este
derecho existe, porque existen los nuestros; aquél se desenvolverá en una vasta
órbita, cual necesite, pero sin menoscabar la en que se desarrollan los
nuestros, y del movimiento libre de aquél y de los nuestros, resulta ese todo
regular y armonioso, que hace la magnífica ilusión de los pueblos modernos, que
contienen más bellezas y encantos que cuanto hay en la naturaleza; esta es la
gran realidad, es la que con valor incontrastable buscaban los héroes de la Independencia , el
que habla en nombre de ella, habla en nombre de la patria y de la única
verdadera libertad, por quien suspirábamos tantos años, y en cuyos altares
inmolaban sus vidas nuestros mayores: cuando ésta existe aparece todo lo bueno
de que es capaz el hombre en la tierra; cuando ella desaparece, se desquicia,
se rompo y cae con espantoso ruido el edificio social.
Ved ahí la grandiosa perspectiva de vuestra
organización, que esencialmente consta de sus leyes y del poder público que las
hace ejecutar, respetad uno y otro, sofocando pasiones mezquinas de antipatías
personales, y espíritu de partido. Sed justos, y Dios que es la vida de todas
las cosas, la dará muy larga y gloriosa a nuestra amada patria. Dios bendiga la República Argentina
y a su dignísimo presidente y vicepresidente constitucional(es)
Fuente: Esquiú, Mamerto. «Tres
sermones patrióticos de Fray Mamerto Esquiú», Edic. ordenada por la Cámara de Diputados de Diputados de la Nación - Biblioteca del Congreso de la Nación. Buenos Aires - 1947, págs. 19 y sgtes.
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