abril 26, 2010

"Proclamación a los Pueblos del Continente Colombiano Alias Hispanoamérica" Francisco de Miranda (1801)

PROCLAMACIÓN A LOS PUEBLOS DEL CONTINENTE COLOMBIANO ALIAS HISPANOAMÉRICA
Francisco de Miranda [1]
[1801]

Amados y valerosos compatriotas:
Estando encargado por vosotros ha muchos años de solicitar los medios de establecer vuestra independencia, tenemos hoy la dulce satisfacción de anunciaros, que ha llegado ya el momento de vuestra emancipación y libertad. Esperamos que nuestros esfuerzos colmarán vuestros magníficos deseos.
Penetrados al fin estos generosos amigos de la justicia de nuestra causa, y cediendo a vuestras instancias, nos prestan sus socorros y ayuda para que establezcamos sobre bases sólidas y sabiamente balanceadas un gobierno justo e independiente.
Llegó el tiempo ya de echar a los bárbaros que nos oprimen, y de romper el cetro de un Gobierno ultramarino. Acordaos de que sois los descendientes de aquellos ilustres indios, que no queriendo sobrevivir a la esclavitud de su patria, prefirieron una muerte gloriosa a una vida deshonrosa. Estos ilustres guerreros, presintiendo la desgracia de su posteridad, quisieron más bien morir bajo los muros de México, de Cuzco o de Bogotá que arrastrar las cadenas de la opresión. Muriendo víctimas de la libertad pública.
Vosotros vais a establecer, sobre la ruina de un gobierno opresor, la independencia de vuestra patria. Mas en una empresa de tanta importancia, en una empresa que va a cambiar el estado de vuestra situación, es de vuestra obligación hacer conocer al universo entero, los motivos que os determinan, y probar de una manera irrefragable, que no es el odio, o la ingratitud, sino la voz de la justicia, y el sentimiento de vuestra propia conservación que os impelen a este esfuerzo memorable.
Lejos de rehusar la más amplia discusión sobre este asunto estáis interesados en solicitarla. Efectivamente, ¿cuál es el título sobre que su Majestad Católica funda exclusivamente su derecho de posesión a estos dominios?
Abramos la historia general de las Indias occidentales de Antonio de Herrera, y hallaremos en ella aquel famosísimo manifiesto hecho por Su Majestad Católica en 1510 contra los pueblos de América. Manifiesto que sirve al mismo tiempo de poderes y de instrucción a todos los gobernadores y oficiales civiles y militares de las Indias.
Allí se halla el pasaje siguiente:
«Uno de los Pontífices pasados que he dicho, como señor del mundo, hizo donación de estas Islas y tierra firme de Mar océano, a los Católicos reyes de Castilla... Así que Su Majestad es Rey y Señor de estas Islas y tierra firme por virtud de la dicha donación, etc.»
El mismo historiador, hablando en otro lugar de la soberanía de la España a las Indias occidentales y temiendo sin duda que se la contesten, declara que ella la adquirido en virtud de una concesión hecha por el Papa, en su cualidad de Vicario de Jesucristo.
De manera que Su Majestad Católica no tiene otro título que invocar para establecer su derecho de posesión, que una Bula papal. A la verdad este título es tan absurdo y tan ridículo que sería perder tiempo inútilmente el detenerse a refutarlo. Otras naciones tales que los franceses, los ingleses y los holandeses, mucho antes que nosotros, y en más de una ocasión han hecho ver al mundo cómo debía responderse a tan extrañas donaciones. A este propósito aquellos dos caciques del Darién, guiados únicamente por la impulsión de la ley natural, tenían gran razón en decir que «dar, pedir y recibir los bienes de otro, eran otros tantos actos de demencia; y que siendo ellos mismos señores del país, nada tenían que hacer con un señor extranjero».
Tal vez los defensores de la Corona de España alegarán como un título legítimo, el derecho de conquista. Pero antes de examinar si en la circunstancia particular que nos ocupa, el derecho de conquista puede ser invocado por Su Majestad Católica es menester observar que en el caso de afirmativa, esta invocación sería tardía, puesto que la Corte de Madrid, cuando la ocupación de las Islas y del Continente americano, no declaró tenerle sino en virtud de la donación papal.
Por otra parte, la relación sucinta de las expediciones sucesivas de Cortés, Pizarro, Quesada y Soto prueban de una manera incontestable que si el derecho de conquista pudiese ser admitido, esto no podía ser sino de los sucesores en favor de aquellos conquistadores, que a sus propias expensas, intentaron estas expediciones lejanas y arriesgadas, sin que costase nada a la Corona de España.
Pero suponiendo que la Corte de Madrid quisiese alegar el derecho de conquista, vamos a demostrar que aun en esta hipótesis, este derecho es de ningún valor. Según el derecho de gentes una nación puede muy bien ocupar un país desierto e inhabitado; mas este mismo derecho de gentes no reconoce la propiedad y la soberanía de una nación, sino sobre los países vacíos que ha ocupado realmente y de hecho, en los que haya formado un establecimiento, o de donde perciba alguna utilidad actual. Cuando los navegantes han encontrado tierras desiertas en las que otras naciones habían levantado de paso algún monumento, para probar su toma de posesión, no han hecho ellos más caso de esta vana ceremonia, que de la disposición de los Papas que dividieron una gran porción del mundo entre las Coronas de Castilla y Portugal. Mas siendo incontestable que las Islas y el Continente americano, en lugar de estar desierto, estaba por el contrario muy poblado, los españoles no pudieron tomar posesión de él legítimamente.
Hay otra consideración todavía, sacada del derecho de gentes necesario, y que se opone de la manera más fuerte a la admisión del derecho de conquista por Su Majestad Católica. Sigamos lo que dice sobre esto el más sabio y más célebre de los publicistas modernos: «Una guerra injusta no da ningún derecho, y el soberano que la emprende se hace delincuente para con el enemigo a quien ataca, oprime y mata, para con su pueblo, invitándole a la injusticia, y para con el género humano, cuyo reposo perturba, y a quien su ejemplo da un ejemplo pernicioso. En este caso, el que hace la injuria está obligado a reparar el daño, o a una justa satisfacción, si el mal es irreparable».
Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo hasta ahora no hay un solo publicista que se atreva a sostener que la guerra de la España contra los pueblos de América, haya sido justa. Las naciones del Perú, de Chile, de México y de Bogotá, desconocidas hasta entonces a los españoles, no habían podido hacerles la ofensa más ligera. Por consiguiente las agresiones de estos últimos, injustas en su origen, atroces en su ejecución, no pueden darles el más ligero derecho: y como el mal que la Corona de España ha hecho es irreparable en sí mismo, no le queda otro medio, según la disposición ya citada, sino el ofrecer una justa satisfacción que no puede encontrarse sino en la evacuación inmediata por sus tropas del Continente americano, y en el reconocimiento de la independencia de los pueblos que hasta hoy componen las colonias llamadas hispano americanas.
Estos son los verdaderos principios, las reglas eternas de la justicia, las disposiciones de aquella ley sagrada, que el derecho de gentes necesario en virtud del derecho natural impone a las naciones. Pero pues que, por una fatalidad enemiga de la felicidad del género humano, se hace imposible alegar el derecho natural y necesario, dejándolo solamente a la conciencia de los soberanos, nosotros examinaremos, sin embargo, lo que el derecho de gentes voluntario, establecido para la salud y ventajas de la sociedad y sancionado por el consentimiento general de todos los pueblos civilizados, haya establecido acerca de las pretensiones del Rey Católico.
En virtud del derecho de gentes voluntario, obligatorio de todos los soberanos, hallamos «que solamente una guerra declarada en forma, debe ser mirada en cuanto a sus efectos, como justa de una y otra parte». Examinaremos ahora cuáles son las circunstancias que constituyen una guerra en forma, y veamos si esta guerra en forma ha existido de parte de la España.
Para que la guerra sea en forma es menester, primeramente que la potencia que ataca, tenga un justo motivo de queja, que se le haya rehusado una satisfacción razonable; y que haya declarado la guerra. Esta última circunstancia es de rigor; atento a que éste es rehusado reiteradamente una satisfacción equitativa. Tales son las condiciones esencialmente infelices, para constituir una guerra en forma.
Ahora nosotros preguntamos al Universo entero, y con estas saludables e indispensables formalidades, aun a la misma Corte de Madrid, si ella ha cumplido y en fin que aun en este caso la potencia atacada haya antes de establecer sobre las ruinas y escombros de nuestra patria, su horrible dominación. No, sin duda: el último remedio empleado para prevenir la efusión de sangre. Es menester, además, que esta declaración de España un motivo justo de queja, cuando antes del descubrimiento del Nuevo Mundo, no los conocían ni aun de nombre. Y no habiéndoles ofendido, no habiéndoles hecho injuria alguna, ¿cómo podían estar obligados a ofrecerles ninguna satisfacción?
Los Reyes de Castilla y de Aragón han sentido bien estas razones. Ellos han conocido que no podían hallar en el derecho de gentes ni causas legítimas ni aun motivos honestos para colorear su toma de posesión; y por eso no han alegado otro titulo que la donación del Papa español.
Es pues evidente que los españoles no tenían ni aun sombra de pretexto para llevar la guerra y sus estragos al Continente americano; es evidente también que no han hecho una guerra en forma. Sus hostilidades han sido, pues, injustas, sus victorias asesinatos, y sus conquistas rapiñas y usurpaciones. La sangre derramada, las ciudades saqueadas, las provincias destruidas, he aquí sus crímenes delante de Dios y de los hombres.
Después de haber perdido el proceso en esta importante cuestión, los abogados de la Corte de España , recurriendo a su último refugio, nos dirán tal vez: ¿Cómo osáis trastornar el gobierno de Su Majestad Católica cuando una prescripción de 300 años la da sobre vosotros y vuestros bienes los derechos más legítimos?
Compatriotas, responded a estos defensores del despotismo, que no puede haber prescripción en favor de una usurpación tiránica. Vatel será aún nuestro árbitro. «El soberano, dice, que juzgándose el dueño absoluto de los destinos de un pueblo, le reduce a esclavitud, hace subsistir el estado de guerra entre él y dicho pueblo». Los pueblos que componen las colonias hispano-americanas, ¿no gimen de tres siglos acá bajo una opresión extranjera?
Pero aunque el título de Su Majestad Católica, derivado únicamente de la donación papal, es absurdo y ridículo; aunque sus pretensiones sobre los vastos imperios que componen la América Meridional estén desnudos de toda especie de derecho, ¿tal vez los Reyes de España con un gobierno protector de las personas y conservador de las haciendas han procurado hacer olvidar la falta de todo título genuino?
¿Os acordáis de los furores de Cortés, de Pizarro, de Quesada, de Albuquerque, de Toledo, Alderete, y otros monstruos semejantes?; ¿que Don Rodrigo de Albuquerque, en virtud de sus poderes, y de una Cédula confirmada después por Su Majestad Católica, repartía los desdichados indios y sus caciques como viles ganados, distribuyéndolos entre sus compañeros para que les sirviesen de esclavos? ¿Que Vasco Núñez de Balboa se divertía en hacer devorar por los perros los caciques e indígenas que habían tenido la desgracia de desagradarle?
¿Os acordáis, que en conmemoración de Jesucristo y de sus doce Apóstoles, como ellos decían, ahorcaban y quemaban trece indios, cuyo único delito era haber nacido tales?
¿Os acordáis, que un sucesor de Moctezuma en desprecio de las más sagradas promesas de Cortés, después de haberle hecho sufrir los tormentos más dolorosos, fue ahorcado a un árbol al lado de otros dos Reyes? Así que por el solo motivo de algunas palabras vagas, y quejas inocentes perecieron aquellos Príncipes, reliquias desgraciadas de las familias soberanas de México; suerte que con más justicia merecían sus verdugos.
Vosotros os acordáis, sin duda, que todos los miembros que componían la familia Real de los Incas perecieron de una muerte lastimosa, y que Francisco de Toledo, Virrey del país, remató la escena de estos asesinatos, condenando a muerte a Tupac-Amaru, último Príncipe de la casa de Manco Capac. Y cuán grande no debía ser la cruel barbarie de Toledo, cuando el mismo Felipe II halló que se había conducido como un asesino.
No hay que decir, que estas crueldades eran hechos extranjeros a la Corte de Madrid, ni que las Cédulas Reales se dirigían a conciliar el amor y la estimación de los pueblos americanos. Consultemos todos los procedimientos personales de los Reyes de España , desde el descubrimiento de la América hasta nuestros días; consultemos el manifiesto ya citado; y veremos que Su Majestad Católica autorizaba a sus gobernadores y demás oficiales civiles y militares de las Indias occidentales, a llevar por fuerza las mujeres e hijas de aquellos indios que no quisiesen reconocer su soberanía: a hacer esclavas estas mujeres y estos muchachos: y venderlos como tales y disponer de ellos a su voluntad: en fin, a apoderarse de sus bienes y hacerles todo el mal posible, matándolos como vasallos desobedientes y rebeldes. He aquí el lenguaje paternal de la Corte de Madrid.
¡Ah!, si los Reyes de España, y sus agentes hubiesen profesado la virtud, el cristianismo, la humanidad del ilustre Fray Bartolomé de las Casas, vosotros habríais amado su memoria y habríais ansiado vivir bajo su dependencia. O, si a lo menos os hubiesen dado leyes fundadas sobre la justicia, y conformes tanto a vuestro carácter como a vuestros intereses, habríais podido olvidar sus antiguas usurpaciones, en favor de su gobierno saludable. Así era que, en iguales circunstancias, los romanos procuraban que las naciones vencidas olvidasen sus usurpaciones, ofreciéndoles por precio de la libertad que les quitaban, la civilización y sus buenas leyes.
Cuando a vosotros, compatriotas, la Corte de Madrid, lejos de derramar en vuestros países los rayos de la civilización, no ha procurado sino extinguirlos u ocultarlos; siguiendo en ello las máximas ordinarias del despotismo, cuya tiranía no puede reinar sino sobre la ignorancia de los pueblos. Así vemos que en nuestros días, está prohibido hasta a los nobles del país, que movidos de una ambición laudable quisieran aprender en tierras extranjeras las ciencias y las artes, el salir de su patria, sin haber obtenido primero una licencia especial de la Corte que rara vez se concede. En el día vosotros estáis excluidos de las principales funciones públicas. En el día la rapacidad más insaciable, viene a devorar vuestro dinero para enriquecer, en perjuicio de los nativos, a unos extranjeros codiciosos. En el día las exacciones de toda especie, sacadas de vuestro propio seno, no tienen otro destino sino el de remachar más y más los hierros con que vuestras manos están atadas. En el día, en fin, vosotros todos no sois, propiamente hablando, sino unos siervos vestidos de títulos que, por ser brillantes, no son menos imaginarios e indecorosos.
En fin, cuando se considera la ignorancia profunda en que la España mantiene estas colonias, no puede menos uno que compararla a aquellos Escitas, de que habla Herodoto, que sacaban los ojos a sus esclavos para que nada pudiese distraerlos del ejercicio de batirles la leche, en que los ocupaban.
¿Quién de vosotros no ha gemido bajo el reino opresor de los Gálvez, de los Araches, de los Piñérez, de los Avalos, de los Brancifortes? En fin, Su Majestad Católica, ¿no ha violado sin pudor, su fe y sus más sagradas promesas, anulando en 1783, sin motivos legítimos y aun sin pretexto, la Capitulación concluida en Zipaquirá en 1781 entre la Audiencia y los habitantes del Reino de Santa Fe, la cual había sido ratificada por la Corte de Madrid en 1782?
¿No hemos visto también en la provincia de Venezuela en 1797 un perdón general, una amnistía violada por el gobierno español sin rebozo y de la más infame manera? ¿Qué fe podremos dar, pues, nosotros, nimiamente crédulos americanos, a las protestaciones de un gobierno tan pérfido?
Y si se añade a esto que la simple navegación de los ríos, el tránsito de muchos caminos, la comunicación de un puerto a otro sobre nuestras mismas costas, y la sola proposición de abrirnos canal de navegación en el Istmo de Panamá han sido o son actualmente crímenes capitales en el Código español; ¿entonces se podrá formar alguna idea del abominable sistema con que la España ha gobernado estos países?
Ciudadanos, es preciso derribar esta monstruosa tiranía: es preciso que los verdaderos acreedores entren en sus derechos usurpados: es preciso que las riendas de la autoridad pública vuelvan a las manos de los habitantes y nativos del país, a quienes una fuerza extranjera se las ha arrebatado. Pues es manifiesto (dice Locke) que el gobierno de un semejante conquistador, es cuanto hay de más ilegítimo, de más contrario a las leyes de la naturaleza, y que debe inmediatamente derribarse. El suceso más completo será sin duda el precio de vuestros generosos esfuerzos; y si vuestros hermanos de la América Septentrional, en número de tres millones de hombres, han llegado por su valor, sus virtudes y su perseverancia a establecer su independencia, aun conciliándose la estimación de sus propios enemigos; con mayor razón debéis vosotros contar sobre el buen éxito; pues que una población de más de dieciséis millones de habitantes la reclama con justicia, con valor, y resolución.
Y a la verdad, entre tantos desastres como afligen la América Meridional, ¿no es un espectáculo satisfactorio para la humanidad, el ver tantas tribus valerosas de indios que, retrincherados en sus desfiladeros y selvas, gustan más de una vida errante y precaria en los desiertos o sobre las cimas de los Alpes americanos, que el someterse a los verdugos de sus familias?
En fin, juntaos todos bajo los estandartes de la libertad. La justicia combate por nosotros, y si la parte más sana de la Europa aprobó el denuedo con que los holandeses se sustrajeron a los furores del Duque de Alba, y a la política homicida de su año: si de la misma manera favoreció con sus deseos la emancipación del pueblo portugués: si también aplaudió desde sus principios a la independencia de la América Septentrional, ¿cómo puede rehusar su aprobación a las de los pueblos de la América Meridional, víctimas de atrocidades y de atentados desconocidos a las demás naciones?
Movidos, pues, de estas consideraciones y de un sentimiento de honor y de indignación, vosotros nos encargasteis de solicitar auxilios para destruir esta opresión deshonrosa e insoportable. Estos auxilios están aquí. Las fuerzas marítimas y terrestres que me acompañan vienen a favorecer vuestros designios: no hallaréis en ellos sino unos amigos generosos que sólo serán temibles a vuestros enemigos; esto es, a los enemigos de la sana libertad, y de la Independencia americana. Ellos abjuran y nosotros respondemos de su lealtad y buena fe, todo espíritu de conquista, de dominio o monopolio de cualquiera especie, no teniendo otros deseos e intención que contribuir a vuestra felicidad, a vuestra emancipación y a vuestra independencia política.
Mas al levantar sobre las ruinas de un régimen opresor la independencia de vuestra patria acordaos, ciudadanos, de que vais a llenar con la fama de vuestros hechos las regiones más remotas, a grabar vuestros nombres en el templo de la memoria. Y tanto cuanto la empresa es grande y gloriosa, tanto más debéis temer el mancharla con procedimientos irregulares. Detestando los crímenes de toda especie, evitad con sumo cuidado los movimientos de la anarquía. Acordaos que la venganza de los delitos no pertenece sino a los tribunales de justicia; que un homicidio siempre es un homicidio, cualquiera que sea su origen. Al momento de confundir a vuestros opresores no imitéis su tiranía. No es vuestra idea la de reemplazar un gobierno irregular, por otro semejante: de sustituir a un régimen opresor por otro régimen opresor: de destruir una tiranía antigua por otra tiranía nueva; en una palabra, de establecer sobre la ruina de un despotismo extranjero, el reino de otro despotismo no menos odioso, el de la licencia y anarquía. En fin, ilustrados por la historia de los pueblos que han brillado en la antigüedad, y en los tiempos modernos, no olvidaréis jamás que, de la misma manera que una buena causa engendra bellos efectos, así un principio impuro, conduce necesariamente a los más funestos resultados.
Deseando, pues, el preservar estos países de los funestos efectos de la anarquía: de mantener nuestra dichosa emancipación pura de toda acción contraria al derecho civil, a la justicia y al orden público en general, proclamamos los artículos siguientes:
ARTÍCULO 1.º
Los Cabildos y Ayuntamientos de las Villas y Ciudades que componen las colonias del Continente Colombiano, enviarán sin dilación sus diputados al cuartel general del Ejército. Estos diputados indicarán, a su voluntad, el lugar que les parezca mejor para reunirse en él, y formar el Congreso, que debe ocuparse de la formación de su gobierno provisional, que nos conduzca a una libertad bien entendida, y a la independencia de estos países.
ARTÍCULO 2.º
La Religión Católica, Apostólica, Romana será imperturbablemente la religión nacional. La tolerancia se extenderá sobre todos los otros cultos; y por consiguiente, el establecimiento de la Inquisición, haciéndose inútil por el mismo hecho, quedará abolido. Las funciones de los eclesiásticos, siendo de una naturaleza tan sagrada y necesitando de un estudio y de una ocupación diaria son y serán incompatibles, con toda otra función civil o militar.
ARTÍCULO 3.º
El tributo personal cargado sobre los indios y gentes de color siendo odioso, injusto y opresivo será abolido de hecho. Los indios y las gentes libres de color gozarán desde este instante de todos los derechos y privilegios correspondientes a los demás ciudadanos.
ARTÍCULO 4.º
Todos los ciudadanos desde la edad de dieciocho años hasta la de cincuenta y ocho estarán obligados a tomar las armas en defensa de su patria, según lo exijan las circunstancias y los reglamentos que a este efecto se publicarán después.
Patriae infelices fidelis
FRANCISCO DE MIRANDA
[1] Sebastián Francisco de Miranda y Rodríguez: creador de la bandera de Venezuela. Es considerado el “Precursor” de la Independencia Hispanoamericana, “el criollo más culto de su tiempo”, “el primer criollo universal” gracias a su empresa emancipadora por lograr la independencia Hispanoamericana del yugo español. El Libertador Simón Bolívar, lo llamó “… el más ilustre colombiano…”. Su nombre está grabado en el Arco del Triunfo en París, su retrato forma parte de la galería de los Personajes en el Palacio de Versalles y su estatua se encuentra frente a la del general Kellerman en el campo de Valmy. Participó en los 3 acontecimientos magnos de su hora: la Independencia de los Estados Unidos, la Revolución Francesa y la lucha por la libertad de Hispanoamérica.
Fue el primero en propagar la Carta a los españoles americanos del jesuita peruano Juan Pablo Viscardo y Guzmán al darse cuenta de su valor y del efecto que produciría en el ánimo de sus compatriotas. Todos los historiadores coinciden en afirmar que Miranda es el traductor de la Carta.
Dominó 6 idiomas francés, inglés, alemán, ruso, conocía suficientemente el árabe y el italiano, además traducía del latín y griego.
Su obra escrita comprende un vasto archivo de documentos conocidos como la “Colombeia”; cartas, manifiestos, proclamas, ideas de gobierno, planes militares, expresan en cada una de sus palabras el inquebrantable proyecto de la libertad suramericana que encontró, en éste prócer, uno de sus representantes más comprometidos y perseverantes.

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