SACCO & VANZETTI
Palabras de Bartolomeo Vanzetti al ser condenado a muerte [1]
“Estoy tan convencido de estar en lo justo, que si usted tuviera el poder de matarme dos veces, y yo pudiera nacer dos veces, volvería a vivir para hacer de nuevo, exactamente, lo que hice hasta ahora”
[9 de Abril de 1927]
- Bartolomé Vanzetti: ¿tiene usted alguna razón que manifestar, en virtud de la cual no pueda ser condenado a muerte?
Sí. Lo que tengo que decir es que soy inocente, y no solo del delito de Braintree, sino también del de Bridgewater. Que no solo soy inocente de estos dos delitos, sino que, en toda mi vida, jamás robé, ni asesiné, ni derramé una gota de sangre. Eso es lo que quiero decir. Y eso no es todo. No solo soy inocente de estos dos delitos, no solo no he robado, ni asesinado, ni derramado una gota de sangre en toda mi vida, sino que, por el contrario, desde que llegué a la edad de la razón, luché para eliminar el delito de la tierra.
Estos dos brazos saben muy bien que yo no necesitaba matar a un hombre en plena calle para tener dinero. Estoy en condiciones de vivir de mis dos brazos, y de vivir bien. Por otra parte, podría hasta vivir sin trabajar, sin poner mis brazos al servicio de los demás. Tuve muchas oportunidades de hacerme independiente, y vivir una vida como las que habitualmente se suponen mejores que la de ganarse el pan con el sudor de la frente.
En Italia, mi padre está en buenas condiciones económicas. Pude regresar a Italia: él me habría acogido siempre con alegría, con los brazos abiertos. Aunque hubiese regresado sin un centavo en el bolsillo, mi padre podría haberme ocupado en su propiedad, y no para trabajar la tierra que posee, sino para administrarla, o para cuidar que otros lo hicieran. El me ha escrito muchas cartas en ese sentido, y otras iguales me escribieron mis parientes; cartas que estoy en condiciones de exhibir.
Es cierto: esto podría ser jactancia. Mi padre y mis parientes podrían jactarse en vano, y decir cosas que acaso no se crean. Hasta se podría pensar que son pobres como ratas, por más que yo afirme que poseen los medios necesarios para haberme dado una posición en cualquier momento en que yo hubiese decidido regresar, formar una familia, comenzar una existencia tranquila. Es cierto. Pero hay gente que, en este mismo tribunal, podría atestiguar que lo que acabo de decir y lo que mis padres y parientes me escribieron no es mentira, y que ellos tienen realmente la posibilidad de darme una posición apenas yo lo desee.
Habría, entonces, que llegar a otra conclusión, que es esta: no solo no se probó mi participación en el asalto de Bridgewater, no solo no se comprobó mi participación en el asalto y los homicidios de Braintree, ni se probó que haya yo robado, ni asesinado, ni derramado una gota de sangre jamás en toda mi vida; no solo he luchado denodadamente contra todo delito; sino que me he negado a mí mismo los bienes y las glorias de la vida, porque considero injusta la explotación del hombre. Me he negado a entrar en los negocios, porque comprendo que ellos son una especulación en perjuicio de los demás: no creo que eso sea justo, y por tanto me niego a hacerlo.
Quiere decir, entonces, que no solo soy inocente de todas las acusaciones que se me endilgaron, no solo no he cometido un delito jamás en mi vida -errores, tal vez, pero no delitos-, no solo he combatido toda la vida para eliminar los delitos, los crímenes que la ley oficial y la ley moral condenan, sino también el delito que la moral oficial y la ley oficial admiten y santifican: la explotación del hombre por el hombre, Y si existe razón alguna por la cual se me acusa aquí, si existe razón alguna por la cual podéis condenarme en pocos minutos, la razón es esta, y ninguna otra.
Pido disculpas. Los periódicos han transcripto las palabras de un hombre de bien, el mejor que mis ojos hayan visto desde que nací; un hombre cuya memoria durará y se extenderá, cada vez más, más cercana y más querida del pueblo, dentro del corazón mismo del pueblo, por lo menos mientras dure la admiración por la bondad y por el espíritu de sacrificio. Hablo de Eugenio Debs. Ni un perro -dijo él-, ni un perro que mata pollos hubiera hallado un jurado estadounidense dispuesto a condenarlo sobre la base de las pruebas que se presentaron contra nosotros. Aquel hombre no estaba conmigo en Plymouth, ni con Sacco en Boston, el día del delito. Vuestra Honorabilidad puede sostener que es arbitrario lo que afirmamos, que él era un hombre honesto y derramaba su honestidad sobre los demás, que era incapaz de hacer el mal y suponía que todo hombre es incapaz de hacer el mal.
Es cierto; podría ser así, pero no lo es, podía ser verosímil, pero no lo era: aquel hombre tenía una experiencia efectiva de tribunales, de cárceles y de jurados. Justamente porque reivindicaba para el mundo un poco de progreso, fue perseguido y difamado desde la infancia hasta la ancianidad y, de hecho, murió no lejos de la cárcel.
El sabía que somos inocentes, como lo saben todos los hombres de conciencia, no solo de este, sino de todos los países del mundo; los hombres que pusieron a nuestra disposición una notable suma de dinero en un tiempo mínimo signen a nuestro lado; la flor de los hombres de Europa, los mejores escritores, los más grandes pensadores de Europa, se han manifestado en nuestro favor. Los pueblos de las naciones extranjeras se han manifestado en nuestro favor.
¿Es posible que unos pocos miembros del jurado, solo dos o tres hombres que condenarían a su madre si ello conviniese a sus egoístas intereses o a la fortuna de su mundo, tengan el derecho de emitir una condena que el mundo, todo el mundo, considera una injusticia, una condena que yo sé que es una injusticia? Sí hay alguien que pueda saber si esa condena es justa o injusta, ese alguien somos Nicola Sacco y yo. Y usted nos ve, juez Thayer: hace siete años que estamos encerrados en la cárcel. Lo que ambos sufrimos en estos siete años, no puede contarlo ninguna lengua humana; sin embargo, usted lo ve: no tiemblo ante usted; usted lo ve: lo miro directamente a los ojos, no me ruborizo, no cambio de color, no me avergüenzo, ni siento miedo.
Decía Eugenio Debs que ni un perro - algo que se puede comparar con nosotros-, ni un perro que mata pollos podía ser juzgado culpable por un jurado estadounidense con las pruebas que se presentaron contra nosotros. Yo agrego que ni a un perro sarnoso le hubiera negado dos veces la apelación la Corte Suprema de Massachussets. Ni a un perro sarnoso.
Se concedió a Madeiros un nuevo proceso, porque el juez olvidó u omitió advertir al jurado que el acusado debe considerarse inocente hasta el momento en que se haya probado su culpa en el tribunal, o algo por el estilo. Sin embargo, aquel hombre había confesado. Aquel hombre confesó cuando era procesado, pero la Corte le concedió otro proceso. Nosotros hemos demostrado que sobre la faz de la tierra no podía haber existido un juez más injusto y cruel que lo que usted, juez Thayer, fue con nosotros. Lo hemos demostrado. Sin embargo; se nos niega todavía un nuevo proceso, Nosotros sabemos que en lo profundo de su corazón, usted reconoce haber estado en nuestra contra desde el principio, aun antes de habemos visto. Ya antes de habemos visto, usted sabía que éramos radicales, perros sarnosos. Sabemos que usted se reveló hostil a nosotros, y expresó su desprecio hacia nosotros ante todos sus amigos, ante su séquito, en el Club de la Universidad de Boston, en el Club de Golf de Worcester, en Massachussets. Estoy seguro de que, si los que saben todo lo que usted dijo contra nosotros tuvieran el coraje civil de venir a atestiguar, un anciano como usted -tal vez Vuestra Honorabilidad tendría que sentarse junto a nosotros, y en eso sí habría plena justicia.
Cuando pronunció usted sentencia contra mí en el proceso de Plymouth, dijo -por lo que recuerdo de buena fe- que los delitos están de acuerdo con mis convicciones, o algo por el estilo, pero quitó al jurado, si recuerdo exactamente, un capítulo de la acusación. El jurado estaba tan prevenido contra mí, que me habría juzgado culpable de ambas acusaciones, por el mero hecho de que eran solo dos. Pero, también me habría juzgado culpable de una docena de capítulos de acusación, aun contra las instrucciones de Vuestra Honorabilidad. Naturalmente, recuerdo que usted dijo que no había razón alguna para suponer que yo, aunque fuese un bandido, hubiera tenido la intención de matar a alguien, con lo que eliminó la acusación de intento de homicidio. Bueno ¿me habrían juzgado culpable de eso, también? Para ser honesto, no debo reconocer que fue usted quien quitó de en medio aquella acusación, y me juzgó solo por intento de hurto a mano armada, o cosa así. Pero usted, juez Thayer, me aplicó por aquel intento de hurto una pena mayor que la recibida por cualquiera de los 448 encarcelados en Charlestown por atentados contra la propiedad, por haber robado; sin embargo ninguno de ellos había sido sentenciado por mero intento de hurto, como usted me sentenció a mí.
Si fuera posible formar una comisión que llegase hasta aquel lugar, se podría comprobar si es cierto o no lo que digo. En Charlestown hay ladrones de profesión, que conocen la mitad de las cárceles de todos los Estados Unidos, gente que robó y que disparó sobre un hombre, hiriéndolo. Y el herido se salvó de morir por casualidad. Bien: la mayor parte de ellos, culpables sin discusión posible, por confesión propia o por denuncia postal de sus cómplices, recibió de 8 a 10, de 8 a 12, de 10 a 15. Ninguno de ellos fue condenado a 12 y 15 años, como usted me condenó a mí por tentativa de hurto. Y como si eso fuera poco, usted sabía que yo no era culpable. Usted sabe que mi vida, mi vida pública y privada en Plymouth, donde viví mucho tiempo, era tan ejemplar que uno de los grandes temores del fiscal Katzmann era justamente ese: que llegasen al tribunal pruebas de nuestra vida y de nuestra conducta. El quería mantenerlas con todas sus fuerzas, y lo logró.
Usted sabe que si en mi primer proceso, en Plymouth, hubiese yo tenido en mi defensa a Mr. Thompson, el jurado no me habría encontrado culpable. Mi primer abogado era un cómplice de Mr. Katzmann, y lo es todavía. Mi primer abogado defensor, Mr. Vahey, no me defendió: me vendió por treinta monedas de oro, como Judas vendió a Cristo. Si aquel hombre no llegó a decirles, a usted o a Mr. Katzmann, que me sabía culpable, ello no ocurrió solo porque me sabía ino¬cente. Aquel hombre hizo todo lo que indirectamente podía perjudicarme. Hizo para el jurado un largo discurso en torno de lo que no tenía importancia alguna, y pasó por encima de los nudos esenciales del proceso con pocas palabras, o con el silencio absoluto. Todo aquello fue premeditado de manera de dar al jurado la impresión de que mi defensor carecía de cosas válidas que decir, que carecía de cosas válidas que aducir en mi defensa, y que por ello se envolvía en las palabras de discursos sin significado, mientras dejaba pasar los puntos esenciales en silencio, o con una resistencia demasiado débil.
Fuimos procesados durante un período que ya pasó a la historia. Con esto quiero decir un tiempo dominado por la histeria, el resentimiento y el odio contra el pueblo que nos dio origen, contra los extranjeros, contra los radicales, y me parece -más bien, estoy seguro- de que tanto usted como Mr. Katzmann hicieron todo lo que estuvo a su alcance para excitar las pasiones de los jurados, los prejuicios de los jurados contra nosotros.
Recuerdo que Mr. Katzmann presentó un testigo de cargo, un tal Ricci. Oí a aquel testigo. Parecía no tener qué decir. Parecía tonto presentar un testigo que nada tenía que decir. Parecía tonto que solo lo hubieran llamado para decir al jurado que él era el jefe del operario que estaba presente en el lugar del delito, operario este que trataba de declarar en nuestro favor, sosteniendo que nosotros no estábamos entre los bandidos. Aquel hombre, el testigo Ricci, declaró haber retenido al operario en el trabajo -cuando en realidad lo mandó a ver qué había pasado -, para dar la impresión de que el otro no había podido ver lo que ocurría en la calle. Pero esto no es muy importante. Lo que sí lo es, es que aquel hombre sostuvo que era falso el testimonio del muchacho que llevaba agua a su cuadrilla de operarios. El muchacho había declarado que tomó un cubo y fue hasta una fuente cercana, a buscar agua para la cuadrilla. Eso no era cierto -sostuvo el testigo Ricci-, y por tanto el muchacho no estaba en condiciones de probar que yo ni Sacco estábamos entre los asesinos. Según él, no podía ser cierto que el muchacho hubiese ido a aquella fuente, porque se sabía que los alemanes habían envenenado el agua de la misma. Ahora bien: en la crónica mundial de aquella época, jamás se registró un episodio de ese tipo. Y en los Estados Unidos no ocurrió nada parecido: todos hemos leído acerca de muchas atrocidades cometidas por los alemanes en Europa durante la guerra, pero nadie puede probar ni sostener que los alemanes fueran tan feroces como para envenenar una fuente en este país.
Todo esto parecería no tener relación directa alguna con nosotros. Parece un elemento casual, tomado de entre otros que, en cambio, representan la esencia del caso. Pero el jurado nos odiaba desde el primer momento, porque nosotros estábamos contra la guerra, El jurado no comprendía que hay diferencias entre un hombre que está contra la guerra porque opina que la guerra es injusta, porque no odia a ningún pueblo, porque es un cosmopolita, y otro hombre que está contra la guerra porque se ha puesto de parte del enemigo, y que por tanto se comporta como un espía y delinque en el país en que vive con el fin de favorecer a los países enemigos. Nosotros no somos hombres de este último género. Katzmann lo sabe muy bien. Katzmann sabe que estamos contra la guerra porque no creemos que la guerra se haga por los fines que se proclaman para ella. Creemos que la guerra es injusta, y nos convencimos más y más de ello a lo largo de los diez años en que todos hemos estado pagando -día tras día- las consecuencias y los resultados del último conflicto. Estamos más convencidos que al principio de que la guerra es injusta, y estamos contra ella todavía más que antes. Yo estaría contento de que me condenasen al patíbulo por poder decir a la humanidad: “Ponte en guardia. Todo lo que te dijeron, todo lo que te prometieron, era una mentira, era ilusión, era un engaño, era un fraude, era un delito. Te prometieron libertad. ¿Dónde esta la libertad? Te prometieron prosperidad ¿Dónde está la prosperidad? Desde el día en que entré a Charlestown hasta hoy, la población de la cárcel se duplicó. ¿Dónde está la elevación moral que la guerra iba a dar al mundo? ¿Dónde está el progreso espiritual que íbamos a alcanzar debido a la guerra? ¿Dónde esta la seguridad de vida, la seguridad de las cosas que poseemos para nuestras necesidades? ¿Dónde esta el respeto por la vida humana? ¿Dónde están el respeto y la admiración por la dignidad y la bondad de la naturaleza humana? Nunca hubo, antes de la guerra, tantos delitos, tanta corrupción, tanta degeneración como hoy”.
Si recuerdo bien, durante el proceso, Katzmann afirmó ante el jurado que un tal Coacci llevó a Italia el dinero, que, de acuerdo con la teoría de la acusación pública, Sacco y yo robamos en Braintree. Jamás robamos tal dinero. Pero también Katzmann sabía que no era cierta aquella afirmación suya, cuando la hizo ante el jurado. Sabemos ahora que aquel hombre fue deportado a Italia, después de nuestro arresto, por la policía federal. Recuerdo bien que el agente de esa policía federal que lo acompañaba, tomó los baúles de Coacci en el momento de la extradición, y los examinó a fondo sin hallar una sola moneda.
Ahora, yo digo que es un asesinato el sostener ante el jurado que un amigo, o un compañero, o un allegado, o un conocido del acusado o del sospechoso llevó el dinero a Italia, cuando se sabe que tal cosa no es verdad. No puedo definir este gesto más que como asesinato, un asesinato a sangre fría.
Pero Katzmann dijo contra nosotros también otras cosas que no eran ciertas. Si no comprendo mal, hubo durante el proceso un acuerdo, por el cual la defensa se comprometía a no presentar prueba alguna de mi buena conducta en Plymouth, y la acusación no informaría que yo ya había sido procesado y condenado previamente, en Plymouth. Me parece que este fue un acuerdo unilateral. En efecto, en los momentos en que tuvo lugar el proceso de Dedham, hasta los postes del telégrafo sabían que yo había sido procesado y condenado en Plymouth: los jurados lo sabían hasta cuando dormían. Pero jamás nos había visto, ni a Sacco ni a mí, y pienso que es justo dudar de que cualquiera de ellos hubiera estado nunca, antes del proceso, con alguien que pudiera darle una descripción siquiera medianamente precisa de nuestra conducta. Por consiguiente, el jurado nada sabía de nosotros. Jamás nos había visto. Solo nos conocía a través de las canalladas publicadas por los diarios cuando nos arrestaron, y del informe del proceso de Plymouth.
No sé por qué razón concluyó la defensa un acuerdo semejante, pero sé muy bien por qué lo hizo Katzmann: porque sabía que la mitad de la población de Plymouth habría estado dispuesta a venir al tribunal, y decir que, en los siete años durante los cuales viví en aquella ciudad, jamás me vieron ebrio, y que me conocían como el trabajador más fuerte y constante de la comunidad. Me llamaban “il mulo”, y los que conocían bien la situación de mi padre y mi condición de hombre solo, se sorprendían, y me decían a menudo:”Pero, ¿por qué trabaja como loco, si no tiene ni hijos ni mujer por quienes preocuparse?”
Así, pues, Katzmann podía darse por satisfecho de aquel acuerdo. Podía dar gracias a su Dios, y considerarse afortunado. No obstante, no estaba conforme, Violó la palabra empeñada, y dijo al jurado que yo había sido procesado por otro tribunal. No sé si esto figura en actas, si se omitió o no, pero yo lo oí con mis oídos. Cuando dos o tres mujeres de Plymouth vinieron a atestiguar, apenas la primera de ellas llegó al lugar en que se encuentra sentado aquel caballero -el jurado ya estaba en su puesto-, Katzmann les preguntó si no había atestiguado ya antes por Vanzetti. Y ante su respuesta afirmativa, replicó: “Ustedes no pueden atestiguar”. Las mujeres salieron entonces de la sala. Después de lo cual, declararon de todos modos. Pero, en el ínterin, Katzmann dijo al jurado que yo ya había sido procesado. Con estos métodos solapados, destruyó mi vida, y me perdió.
También se ha dicho que la defensa interpuso toda clase de obstáculos para retrasar la sustanciación del caso. Eso no es cierto, y el sostenerlo es ultrajante. Cuando se piensa que la acusación, el Estado, empleó un año entero para la instrucción, se comprende que uno de los cinco años de duración del caso fue absorbido por la acusación solo para iniciar el proceso, nuestro primer proceso. Después, la defensa apeló a usted, juez Thayer, y usted tardó en responder; eso, pese a que yo estoy persuadido de que usted había decidido de antemano: desde el momento en que se dio por terminado el primer juicio, usted llevaba ya en la mente la resolución de rechazar todas las apelaciones que le presentásemos. Esperó usted un mes o un mes y medio, justo lo necesario para dar cuenta de su decisión durante la víspera de la Navidad, precisamente la tarde de la Navidad. Nosotros no creemos en la fábula de la Navidad, ni desde el punto de vista histórico, ni desde el punto de vista religioso. Pero usted sabe bien que muchas personas de nuestro pueblo creen en eso todavía, y el hecho de que nosotros no creamos no significa que no seamos humanos. Nosotros somos seres humanos, y la Navidad es dulce para el corazón de los hombres. Yo pienso que usted dio a conocer su veredicto la tarde de Navidad, para envenenar el corazón de nuestras familias y de nuestros seres queridos. Me desagrada decir esto, pero todo lo dicho por usted fue confirmando mi sospecha, hasta que esa sospecha se transformó en certeza.
En aquel período, la defensa no empleó más tiempo para presentar una nueva apelación que el que le llevó a usted rechazarla, No recuerdo ahora si en ocasión del segundo o del tercer recurso, usted tardó once meses o un año para responder; y yo estoy seguro de que usted había decidido negarnos un nuevo juicio ya antes de iniciar la lectura de la apelación. Y le tomó un año dar esa respuesta, u once meses. De modo que queda claro que, en definitiva, de los cinco años, dos los empleó el Estado; uno transcurrió entre nuestro arresto y el proceso; y otro lo pasamos en espera de su respuesta al segundo o al tercer recurso.
Puedo agregar que, si hubo retrasos, ellos fueron provocados por la acusación, y no por la defensa. Estoy seguro de que, si alguien tomase una pluma y calculara el tiempo empleado por la acusación para instruir el proceso y el empleado por la defensa para tutelar los intereses de nosotros dos, ese alguien descubriría que la acusación nevó más tiempo que la defensa. Hay otra cosa que se debe tomar en consideración en este punto, y es el hecho de que mi primer abogado nos traicionó. Todo el pueblo estadounidense estaba contra nosotros. Y nosotros tuvimos la desgracia de que nuestro segundo defensor viniese de California; cuando llegó aquí, recibió el ostracismo de usted y de todas las autoridades. Hasta del jurado. Ni un solo rincón de Massachussets era inmune a lo que yo llamo el prejuicio, y que consiste en creer que el pueblo de uno es el mejor del mundo, y que no hay ningún otro que sea digno de ponérsele a la par. Por consiguiente, el hombre llegado a Massachussets desde California debía ser devorado, si eso era posible. Y lo fue. Y nosotros tuvimos nuestra parte.
Lo que quiero decir es lo siguiente: la tarea de nuestra defensa fue terrible. Mi primer abogado no quiso defendernos. No reunió testimonios ni pruebas en nuestro favor. Las actas del tribunal de Plymouth dan lástima. Me dijeron que se habían perdido más de la mitad. De manera que la defensa tenía que realizar un trabajo tremendo para recoger pruebas y testimonios, para saber qué habían dicho los testigos del Estado, y rebatirlos. Y si se considera todo esto, se puede afirmar que, aun cuando la defensa hubiese tardado el doble de lo que tardó el Estado, con la consiguiente demora para el caso, ello hubiera sido más que razonable. En cambio, la defensa demoró menos que el Estado.
He dicho ya que no solo no soy culpable de estos dos delitos, sino que no cometí delito alguno en toda mi vida: jamás robé, ni maté, ni derramé una gota de sangre; y luché contra el delito, luché con sacrificio hasta de mí mismo para eliminar los delitos que la ley y la iglesia admiten y santifican.
Esto es lo que quería decir. No desearía para un perro, ni para una serpiente, ni para la criatura más miserable y desafortunada de la tierra lo que yo he tenido que sufrir por culpas en las cuales no incurrí. Pero mi convicción es otra: que he sufrido por culpas que efectivamente tengo. He sufrido por ser radical y, en efecto, yo soy radical; he sufrido por ser italiano y, en efecto yo soy italiano; sufrí más por mi familia y por mis seres queridos que por mí mismo; pero estoy tan convencido de estar en lo justo, que si usted tuviera el poder de matarme dos veces, y yo pudiera nacer dos veces, volvería a vivir para hacer de nuevo, exactamente, lo que hice hasta ahora.
Vanzetti terminó su exposición con las siguientes palabras, incluidas por Seldon Rodman en una antología de la poesía norteamericana, dándole corte de versos:
He estado hablando mucho de mí mismo
y ni siquiera había mencionado a Sacco.
Sacco también es un trabajador,
Un competente trabajador desde su niñez, amante de su trabajo,
con un buen empleo y un sueldo,
una cuenta en el banco, y una esposa encantadora y buena,
dos niñitos preciosos y una casita bien arreglada
en el lindero del bosque, junto al arroyo.
Sacco es todo corazón, todo fe, todo carácter, todo un hombre;
un hombre, amante de la naturaleza y la humanidad;
un hombre que le dio todo, que sacrificó todo
por la causa de la libertad y su amor a los hombres:
dinero, tranquilidad, ambición mundana,
su esposa, sus hijos, su persona y su vida.
Sacco jamás ha pensado en robar, jamás en matar a nadie,
él y yo jamás nos hemos llevado un bocado
de pan a la boca, desde que somos niños hasta ahora,
que no lo hayamos ganado con el sudor de la frente.
Jamás...
Ah, sí. Yo puedo ser más listo, como alguien ha dicho;
yo tengo más labia que él, pero muchas, muchas veces,
oyendo su voz sincera en la que resuena una fe sublime,
considerando su sacrificio supremo, recordando su heroísmo;
yo me he sentido pequeño en presencia de su grandeza
y me he visto obligado a repeler
las lágrimas de mis ojos,
y apretarme el corazón
que se me atenazaba, para no llorar delante de él:
este hombre, al que han llamado ladrón y asesino y condenado a muerte.
Pero el nombre de Sacco vivirá en los corazones del pueblo
y en su gratitud, cuando los huesos de Katzmann
y los de todos vosotros hayan sido dispersados por el tiempo;
cuando vuestro nombre, el suyo, vuestras leyes, instituciones,
y vuestro falso dios no sean sino un borroso recuerdo
de un pasado maldito en el que el hombre era lobo para el hombre...
Si no hubiera sido por esto
yo hubiera podido vivir mi vida
charlando en las esquinas y burlándome de la gente.
Hubiera muerto olvidado, desconocido, fracasado.
Esta ha sido nuestra carrera y nuestro triunfo.
Jamás en toda nuestra vida hubiéramos podido hacer tanto por la tolerancia,
por la justicia,
porque el hombre entienda al hombre,
como ahora lo estamos haciendo por accidente.
Nuestras palabras, nuestras vidas, nuestros dolores -¡Nada!
La pérdida de nuestras vida -La vida de un zapatero y un pobre vendedor de pescado
¡Todo! Ese momento final es de nosotros
Esa agonía es nuestro triunfo.
He terminado. Gracias.
BARTOLOMEO VANZETTI
[1] El 9 de Abril de 1927, Winfield Silbar, Procurador del Distrito del Condado de Norfolk, reunió a la Corte Superior de Dedham, presidida por el juez Webster Thayer, para comunicar a Nicolás Sacco y a Bartolomeo Vanzetti sus respectivas sentencias de muerte. Antes de la proclamación oficial de la condena, se invitó a los acusados a pronunciar la declaración de práctica en estos casos. Sacco habló estas pocas palabras, debido a su escaso dominio del idioma inglés. Vanzetti, en cambio, pronunció una apasionada arenga, y no vaciló en acusar a quienes lo acusaron.
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