DISCURSO FUNEBRE PRONUNCIADO EN SU TUMBA, EN SANTIAGO DE CHILE
“Casacuberta” [1]
Domingo Faustino Sarmiento
[1849]
Señores:
Moliere, el padre de la comedia francesa, murió agotado de fatiga, después de la representación del Malade Imaqinaire. Casacuberta, más afortunado aún, que es fortuna para el artista sucumbir sobre la arena, ha muerto deshecho, despedazado por un papel terrible. Su exquisita sensibilidad, excitada más allá del grado de electricidad que admiten las fibras humanas, no pudo reponerse del sacudimiento, y "el último laurel que el público le acordaba, como tan sentidamente lo ha dicho Moreno, su discípulo, amigo y compatriota, caía ya sobre un cadáver". Los Seis grados del Crimen, de Víctor Ducange, han producido arrepentimientos y conversiones de jóvenes extraviados. según lo han re¬gistrado muchas veces los diarios; pero hasta el martes pasado, no había ocurrido que matasen al pobre actor encargado de hacerlos producir su efecto moral sobre el público; y que el protagonista que se escapa del fatal carro. no se escape realmente de la muerte, que detrás de bastidores 10 está esperando que conc1u.ya para llevárselo.
¡Cuántas vibraciones han debido dar aquellos nervios para extinguir la vida, como con las convulsiones causadas por el honghong, ruido con que los chinos matan a los criminales! ¡Cuán artística ha debido ser aquella organización para sentir las congojas y los pavores de una muerte afrentosa, hasta morir víctima de sus emociones! ¡Ah! Debemos decirlo, una platea casi desierta de un teatro americano, no era arena para tanta gloria! París sólo se hubiera creído a la altura del sacrificio.
Después de muerto el actor, tuvimos la curiosidad de leer el cartel con que había anunciado un día antes su beneficio. Conoce todo el mundo el charlatanismo del cartel de anuncio, y hay cierto lenguaje, una literatura especial para el cartel de teatro. Pero nos hemos quedado mudos de enternecimiento y de congoja, mirándonos unos a otros, al leer en él una biografía y un testamento, los adioses al público, por la última vez, y el presentimiento de lo que iba a costarle su pieza favorita! El cartel de anuncio lo hemos guardado religiosamente, como el complemento de este triste drama. "Grato me es, por demás, dice, en la tercera vez que he vuelto a Chile, rendirle en una función que lleva mi nombre, el homenaje de mis simpatías. Hay accidentes en la vida del hombre más vulgar. que se gravan eternamente en el corazón. Cuando la suerte me encaminó a este país la vez primera, había abandonado hasta las ilusiones de artista.
Proscripto, errante escapado milagrosamente de debajo de las nieves de la Cordillera, no sofiaba más que en el porvenir de mi patria. .. Casi ciego en esta peregrinación, hallé hospitalidad y manos benefactoras. Me reconcilié, pues, con el arte, y a Chile debo más de un recuerdo imperecedero, el de la gratitud. Estos acontecimientos no se olvidan jamás". Y después de anunciar:
LOS SEIS GRADOS DEL CRIMEN
Y ESCALONES DEL CADALSO, O SEA UNA LECCION TERRIBLE A LA JUVENTUD
añadía: "Han sido tantas y tan reiteradas las instancias que he recibido para que pusiese esta obra en escena, que al fin me he resuelto a hacerlo por última vez!, venciendo las resistencias que siempre he opuesto, por la descomposición física que he sufrido cuando la he dado, en la situación horrible del protagonista en el último cuadro, cuando escapado del carro fatal, trata de sustraerse al cadalso".
No era, pues, accidente, era consecuencia fatal aquella catástrofe que anonadó al artista. Cuantas veces había ejecutado aquellas aflicciones horribles del criminal que aun tenía viva la conciencia, había sentido la muerte subirle hasta la garganta, para sofocarlo, para acabar ella el drama, de una manera digna de las penas del morir ajusticiado, deshonrando, tan hondamente sentidas por el actor. Esta vez, empero, no pudo salvarse. El aeronauta, cuando había perdido de vista la tierra, vio el triste romperse del globo que le llevaba a las regiones celestes; y los aplausos de los hombres cuando cayó. ¡pudieron apenas agitar el aire, para que remontase de nuevo el alma sola del artista, al ideal que termina la existencia humana!
Permítaseme que cuente aquí, sobre la tumba de este proscripto, lo que de él sabernos todos. Buenos Aires fue por largo tiempo para esta parte del continente, la boca por donde aspiraba la civilización europea, que venía con la brisa a bañar las costas americanas. A orillas del Plata, se hicieron las primeras transformaciones de la vida colonial; allí se ensayaron los primeros pasos de la cultura americana. En 1825 había Opera en Buenos Aires y por largos años Rosquellas, la Tani, y el célebre bufo Bacani educaban el gusto lírico. El teatro dramático tenía desde mucho antes, sus glorias y sus tradiciones nacionales, indígenas. Velarde, Morante, Trinidad Guevara, Felipe David, actores argentinos, se habrían hallado bien en los teatros de la Península. Este temprano brillo del arte dramático, había muy de antiguo roto la cadena de las preocupaciones contra el teatro, y jóvenes educados en buena sociedad, como Moreno, Jiménez, se hadan actores como otros se hadan guerreros o abogados.
La naturaleza privilegiada de Casacuberta lo echó en aquella noble carrera que ha coronado gloriosamente. Hijo de un bordador, éralo él también como Maiquez. Su naturaleza artística le había llevado a adivinar roles imposibles para otros; y reiterados estudios sobre la mente de ésta o de la otra palabra oscura, fijaban, al fin, su manera especial de traducirlas.
Aquella escena del criminal escapado del carro la había creado él, bordando la tela de Ducange con un cuajado de pasiones, de esperanzas desesperadas, imposibles, que se agolpan en un segundo a la cabeza de aquel infeliz. Para el público que ha aplaudido aquella escena, que ha sentido todas sus pavorosas sublimidades, ve morir al actor, es la prueba de que el arte humano había dado la última gota de la pasión, puesto que las cuerdas del corazón se habían roto a fuerza de tirarlas.
Romea en España, actor distinguidísimo, se habría quedado en lo real de esta escena; Latorre nunca habría alcanzado a lo sublime: No conozco sino uno que en este caso le hubiera aventajado. He visto a Lemaitre hacer así una escena muda que él había inventado en el Docteut Noir. Un amigo chileno que estaba a mi lado, me decía al verlo: ¿Se acuerda usted de Casacuberta...? No quiero comparar al uno con el otro. El primero es el hijo del arte francés, el primero, casi el único hoy en la tierra; el segundo era el hijo de la naturaleza ruda aún, el pampero que agita y turba a veces los mares.
Cuando su patria hizo el último, el más desesperado esfuerzo para destrozar, si podía, las cadenas que continúan hoy ciñendo un cadáver, porque aquella patria apenas existe, Casacuberta se lanzó a la guerra, recorrió las provincias, animó los campamentos con su entusiasmo, alegró las marchas de los vencidos con sus cantares patrióticos, y últimamente, de desastre en desastre, sobre la cima de los Andes, las nieves lo sepultaron en el límite extremo de su patria y a la puerta del destierro. Casacuberta fue anunciado en Santiago como el hijo predilecto del arte argentino. Todavía recuerdan sus compatriotas los conflictos en que su alma altanera los pus o a todos. Tanto bien dijimos de él, que la incredulidad, los celos, la indiscreción o la maledicencia, produjeron en la prensa un escrito que he ría sin motivo a Casacuberta, aun antes de presentarse en las tablas. Dos días más tarde, el actor mimado por otro público, volvió ofensa por ofensa; pero la suya era más punzante, porque recaía sobre Chile, a quien echaba en cara no tener reputaciones artísticas. Las susceptibilidades nacionales se despertaron irritadas. Casacuberta iba a presentarse en las tablas para ser juzgado por agraviados. Comprábanse aquel día pitos, y se alistaban doscientos jóvenes a castigar su osadía. Mil setecientos espectadores había reunido la venganza no satisfecha, la curiosidad ansiosa de ver el desenlace de aquel duelo entre un hombre y una ciudad. Los pitos se ensayaban cautelosamente antes que el telón se levantase; ráfagas de silencio venían de cuando en cuando a dar solemnidad alarmante a aquellas pasiones que se estaban encorvando y recogiendo para lanzarse sobre su presa. Estábamos nosotros tristes y amilanados; porque en aquella época los emigrados éramos solidarios todos en el mal de uno.
De repente se levanta el telón, y allá en el fondo del teatro descúbrese la talla majestuosa de un anciano de setenta años que habla con alguno de adentro.
Vuélvese al proscenio; avanza con paso de rey, el Dux de Venecia; su voz grave, sus maneras cultas, su mirar tranquilo, hasta su larga barba aliñada con un arte infinito, todo, en fin, tenía sobrecogidos los ánimos, clavados los ojos, embargadas las lenguas; los pitos estaban ahí en las manos de todos, indóciles ahora para acercarse a los labios. Casacuberta se sentó en una silla con la distinción exquisita de un noble italiano, y este movimiento sólo, hizo estallar el sentimiento de lo bello, de lo artístico, que estaba oprimido en el corazón de todos por causas rencorosas, y Casacuberta agradeció aquellos aplausos, arrancados a fuerza de arte, de genio, como el hombre honrado que recibe lo que legítimamente se le debe, sin descortesía como sin servilismo. Lo que de aquella amarga prueba había quedado en el corazón de Casacuberta, lo ha derramado como un bálsamo en derredor de su tumba. "Me reconcilié entonces con el arte, dijo al morir por el arte, y a Chile debo más de un recuerdo imperecedero, el de la gratitud". Ha muerto el artista cediendo a las nobles inspiraciones del genio. Ha dejado incrustado en la historia del arte dramático de Chile, unido a su nombre el suceso más lamentable y ruidoso que ha ocurrido en América; y al ver la decadencia actual del arte en Santiago, puede decirse que ha reventado, haciendo efuerzos sobrehumanos, para darle animación y vida. No es culpa suya si el teatro muere.
Para nosotros, sus compañeros de proscripción, traía aquel recuerdo de la patria que lo enmudece por un momento. ¡Oh! Que nunca la gratitud al país que nos acoge, que a veces muestra su mal humor, por las indiscreciones inevitables de la vida, y siempre la estimación por lo que la merece, que nunca nos impida soñar en el porvenir de la patria… A su pasado pertenece ahora Casacuberta; los que sobreviven, los que sigan su ejemplo y su consejo, pertenecerán a su porvenir siempre, al porvenir de la América.
¡Anda en paz, amigo!
DOMINGO F. SARMIENTO
[1] Juan José de los Santos Casacuberta, primer gran actor argentino (1798-1849) Sarmiento introduce a Casacuberta en la vida chilena e influye para su reaparición en teatro. Vendrán la serie de triunfos que allá también lo consagraron como el primer intérprete dramático americano. Trabajó en Argentina, Uruguay y Brasil. Viajó a Chile huyendo del gobierno de Rosas y allí murió, al término de una representación. En la actualidad, uno de los principales teatros porteños lleva su nombre. En cuanto al discurso diría el editor, explicando sus circunstancias, que habían seguido al General Lavalle gran nú¬mero de jóvenes de Buenos Aires, y aun los artistas del teatro, y reunídose después de su derrota en Famaillá, al General La Madrid, arrastrados a los combates por el deseo de reconquistar las instituciones liberales perdidas. Casacuberta era uno de ellos. Era un artista de su propia creación, como lo son la mayor parte de los que interpretan a los grandes poetas. Tenía, y pudo observarse viendo su juego, sorprendentes analogías con Frederick y Lemaitre, acaso porque ambos estuvieron llamados a dar vida y expresión al drama contemporáneo, que no era la comedia de costumbres de Moliere. ni la tragedia clásica de Corneille y de Racine, sino la tragedia por sus elementos, el terror y el crimen de las grandes pasiones, aplicada a la vida real, a tipos modernos, o históricos, o secundarios. El talento de Casacuberta estaba a la altura de los buenos actores europeos, si no es por su generalización a toda clase de representaciones, lo que disminuía el prestigio de los grandes papeles.
Su muerte era una terminación de la carrera dramática, como la del general que perece en la demanda, y la oración fúnebre pronunciada sobre su tumba, impresionaba doblemente a los dolientes y amigos, como testigos del suceso, y como compañeros de aventuras y sufrimientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario