agosto 20, 2010

"Espíritu y condiciones de la historia en América" Domingo F. Sarmiento (1858)

MEMORIA LEIDA EN EL ATENEO DEL PLATA AL SER NOMBRADO DIRECTOR DE HISTORIA
Espíritu y condiciones de la historia en América
Domingo Faustino Sarmiento
[11 de Octubre de 1858]

Señores
Cuatro horas más tarde de esta misma noche en que el Ateneo del Plata se reúne, para inquirir el espíritu y condiciones en que ha de escribirse la Historia en América, el grito de ¡tierra! dado desde a bordo de la Pinta, anunció el descubrimiento de un mundo nuevo. Trescientos sesenta y seis años han transcurrido desde entonces, y la más luminos, página de la historia de la humanidad tiene por encabezamiento aquella exclamación de alborozo.
Esto para el mundo; para nosotros que habitamos un punto de esa América, otro hecho importante tuvo lugar esta noche, acaso esta misma hora, a pocos pasos del lugar en que estamos reunidos, la inauguración de la mazorca como en el mes de julio consagrado a César por Roma despojada de sus libertades, como la Roma republicana había antes inmortalizado el nombre de Junio Brutus su libertador, los fastos de la tiranía llamaron al mes de octubre, mes de Rosas. Ya veis cómo se ligan los sucesos humanos, y cómo caen manchas sangrientas en las páginas de la historia. He aquí, pues, dos hechos que imprimen una grande solemnidad al estudio de la nuestra.
He aceptado el honroso cargo de dirigir vuestros primeros pasos en el obscuro sendero por donde marchan y dejan estampados sus rastros los acontecimientos humanos, solo por no dejar frustrada una esperanza de corazones juveniles. Mi abstención habría sido achacada a desdén de vuestros conatos, más bien que a conveniencia de la propia insuficiencia; y siempre he tenido para mí, que a falta de hombres de ciencia, debemos, como Dios nos lo dé a entender, poner todo nuestro contingente de buena voluntad para suplir a las necesidades de la República. Los errores del espíritu fecundan la tierra en que ha de crecer la verdad, como los despojos de la vegetación silvana han creado el humus en que prosperan hoy las plantas de que vive el hombre.
No quiero que la juventud que se predispone a surcar el campo de las letras, bajo los rayos fecundantes de la libertad, se persuada que los que cosechamos antes uno que otro mal sazonado fruto, en tierra mal preparada y en malos años, procedimos a la ventura, a la manera que las islas del Paraná ostentan sus naranjales y durazneros, sin que nadie reclame el intento de haberlos plantado.
Yo he bosquejado algunos cuadros de hechos y hombres que entran en el dominio de la historia americana, sin pretender por eso alcanzar a la majestad de la historia; pero el largo andar por los límites de la crónica contemporánea, acaso por haber estado veinte años, como tantos otros, con los ojos fijos sobre el teatro sangriento en que se desenvolvía el extraño drama de la tiranía; siguiendo con apasionado interés las peripecias de la lucha, espiando las faltas que el tirano cometía en daño propio, o revelando a los pueblos la existencia de caminos poco frecuentados por donde tomarle la vuelta y circunvenirlo, ello es que viendo producirse la historia de nuestro país, no sé si decir también que despejando a los sucesos el buen camino, para hacerlos prósperos, de adversos que pudieran sernos, abandonados a las fuerzas que los empujaban, he creído que al fin se formaba en mí clara idea del espíritu que inspira y de las condiciones que modifican los hechos históricos con relación a la América, que me encargáis señalaros.
La Historia en general, lo sabéis, tiene su asiento entre las musas. Herodoto leía su historia en los juegos olímpicos, como Píndaro recitaba sus versos. No es, pues, la Historia la sencilla narración de los humanos acontecimientos; es además una de las bellas artes, y como la estatuaria, no sólo copia las producciones de la naturaleza, sino que las idealiza y las agrupa armónicamente.
El libro que narra los hechos sociales, es una creación del ingenio que toma por materia la vida de los pueblos, por cincel el lenguaje y las ideas, por tipo, un pensamiento supremo.
Esta era por lo menos la historia en manos de Herodoto, Tito Livio o Plutarco, este historiador de hombres excelsos, como los pintores de vírgenes y de santos cristianos. Pero en nuestros tiempos, la historia ha perdido mucho de sus formas plásticas. Como a la poesía, como a la oratoria, fáltale hoy la inmovilidad de las sociedades antiguas, la limitación de la escena, y el culto de las formas, que constituyó la esencia casi de las pasadas civilizaciones. Ni tenemos idiomas eufónicos para dar cadencia a los conceptos, como el bardo, acompañaba con la lira la recitación de sus cantos, ni hemos llegado a épocas definitivas en las que las sociedades hayan, tomado asiento, como el viajero que descansando ya bajo el techo hospitalario, vuelve retrospectivas miradas hacia el camino que ha andado. Nosotros escribimos la historia marchando.
Por otra parte, faltando hoy a la guerra su gloria antigua, porque los pueblos modernos empiezan a mirarla como una enfermedad social, y no como medio de engrandecimiento, el héroe desaparece, o se le encuentra sólo en los accidentes del cuadro, como aquellos helechos que fueron árboles en las épocas primitivas de nuestro globo, y son hoy humildes plantas que ostentan su follaje a la sombra de las rocas. Washington se obscurece cuando más alto papel desempeña en los destinos de su patria a la cabeza del Estado, porque depuesta la armadura del guerrero con que pudo hacer brillar su genio, el Presidente es sólo el ejecutor de las leyes, a guisa del maquinista de la locomotiva cuya función es mantener activo el fuego que da vida a la ingeniosa aplicación de la ciencia.
Los tiempos heroicos de las sociedades han pasado. La conquista que hizo de Alejandro, Aníbal, César, Cortés, Napoleón, entidades históricas más visibles que las naciones que les servían de peana y centros a cuyo rededor se agruparon los acontecimientos, ha dejado de ser el comienzo y el fin de los imperios. Otras son las fuentes del desarrollo y lustre de las naciones. La ciencia humana ha trazado también a la marcha de las sociedades sus leyes fundamentales, como Newton acabó con el arbitrario en el Gobierno del Universo.
Los pueblos modernos permanecen estacionarios, crecen o declinan según que han obedecido o no a las leyes naturales del desenvolvimiento humano. La súbita aparición de la América en la escena histórica, humedecida aun con las gotas de agua que revelan su reciente emersión y no obstante armada de todas las artes y poder de las civilizaciones más adelantadas, Venus, Minerva y Juno a la vez, han trastornado todo el plan de la historia como arte, como enseñanza y como ciencia. El mundo está viendo nacer Estados en toda la plenitud de su fuerza, con la misma sorpresa que si viera aparecer nuevos planetas en el espacio. No era, pues, el engrandecimiento de las naciones la obra lenta de los siglos, y de transformaciones sucesivas, como la oruga se transforma en crisálida, antes de lanzarse al espacio sostenida por las lujosas alas de mariposa que adquiere para amar y morir.
La historia, hoy que la humanidad entera se ha puesto en contacto por el comercio, por los vapores, por la prensa, por el telégrafo, por el grabado, por las instituciones, hasta por la moda, no puede clasificarse para nosotros al menos, en historia de Francia o de Inglaterra, como de Grecia y de Roma en otros tiempos. La historia moderna no es la historia de nadie, testigo, Santa Helena; ni la de una nación, testigo la América. La historia es la ciencia que deduce de los hechos la marcha del espíritu humano en cada localidad, según el grado de libertad y de civilización que alcanzan los diversos grupos de hombres y el mejor historiador del mundo sería el que colocase las naciones según la medida de sus progresos morales, intelectuales, políticos y económicos.
No teniendo los antiguos una base de criterio para la apreciación de los hechos históricos, que tanto dependían de la acción individual de los héroes, o de la colectiva de los bárbaros que contrariaban o sofocaban el desarrollo de la civilización, adoraron al destino ciego, como guía de los sucesos humanos. Bossuet cristiano, parado ante el mismo enigma, apeló a los designios de la Providencia en la dirección de los acontecimientos. Nuestra época admite la intervención de la Providencia en los humanos destinos por medio de las sabias leyes que ha dado a las fuerzas sociales, como en el gobierno del mundo material, su presencia se revela por la gravitación, la cohesión, la electricidad, la luz y las afinidades químicas. Nada de secreto tiene el designio que nos da la enfermedad como resultado de desorden, el frío como estímulo para cubrir la desnudez.
La América ha borrado la palabra Destino y divulgado el secreto de la Providencia: -principios!
II
Para nosotros, colocados sobre un punto de la tierra, que como el Asia, la Europa y el África misma, que ha servido de arena a los ensayos de la antigua civilización, la historia general se presenta, como se presentaría la pirámide de Cheops al que la mire desde su cúspide, todos los andamios simple base de sus propias plantas. La historia o la ciencia que entra en la provincia del Ateneo del Plata, no es, por tanto, la historia del mundo, sino por, cuanto ha guiado hasta la época y el Continente, en que rehaciéndose las sociedades y las naciones sobre un nuevo padrón, los hechos que la componen han debido disciplinarse, y para nosotros circunscribirse a nuestro hemisferio. Así, pues, la historia americana es el campo a que debéis limitar vuestras miradas para deducir de sus leyes generales, el carácter de los hechos sociales que se desenvuelven dentro del círculo de nuestra propia esfera de actividad.
Todavía la historia de América es un archipiélago confusamente trazado en la carta de la humanidad, de que sólo se conocen grandes promontorios que avanzan en el mar agitado de los acontecimientos humanos, o picos egregios que el navegante divisa en el interior de las tierras, envuelto a veces en nubes que impiden determinar sus formas.
Pero ya no vendrán Colones del viejo mundo a descubrirlos, ni Américos Vespucios a darles nombre, ni Solíces a exclamar alborozados Montevideo, ni Pizarros a echar a rodar cándidos imperios, para establecer sus reales. Sois, vosotros, hijos de los descubridores y de los conquistadores, quienes de dar a Europa la descripción topográfica de los lugares, disipando las ilusiones que el miraje había acreditado como realidades, y revelando verdades nuevas que el europeo no puede alcanzar, por faltarle la intuición que nace del medio ambiente. Voy a señalaros una entre mil.
La filosofía europea ha partido de un punto falso, tomando por base, a veces el arquitrave que remata el edificio. Vosotros habéis seguido los cursos universitarios en que se habla de religión natural, de derecho natural, de razón natural, como expresión de la religión, del derecho y de la razón humanamente perfectas. Es preciso haber nacido en América, para empezar a dudar de la propiedad de estas denominaciones; Rousseau, en medio de las pompas del reinado de Luis XV, ponía la perfección humana en la vida salvaje; y creyendo que la libertad había mecido la cuna del género humano, el hombre había nacido libre, decía, y por todas partes se le ve encadenado.
Este error de óptica venía, sin embargo, acreditado de siglos, y sin aquellas formas paradójicas, se perpetúa hasta en la enseñanza científica han contemplado como nosotros, los filósofos europeos, la desnudez de espíritu y de cuerpo del salvaje, ni escuchado en la vecina horda del Pampa o del Ranquel, como en la hamaca del niño, vagidos y llantos en lugar de sonidos articulados. El Ser Supremo no ha nacido todavía para el lujo primitivo de la naturaleza, abandonado a sus propias concepciones, o más bien, el salvaje no ha ascendido en la escala de la civilización lo suficiente, para empezar a discernir confusos lineamientos del conjunto de la creación, espectáculo sublime que ha reclamado de la inteligencia del hombre, necesariamente muy desenvuelta ya para tanto esfuerzo, un creador que presida a su maravilloso concierto.
El derecho natural, sigue las mismas leyes de la religión y de la razón naturales. Las tinieblas son invisibles por su naturaleza, porque son la negación de la luz; y en los lagos subterráneos de las cavernas del Kentucky, los peces nacen y viven sin ojos, que serían, en un mundo obscuro, un lujo de pura forma.
Sucede lo mismo con respecto a los pueblos civilizados transportados a América, a quienes por faltarles el finido de obra artística, colocan en el prólogo o entre los andamios de la historia, si no es que los miren como feto, viviendo aun de la vida materna. Pascal fue el único en sospechar que la virilidad humana estaba en la época moderna; pero no habría podido aceptar que la América era la más avanzada antigüedad de la historia humana.
Vosotros mismos miráis como paradoja esta aserción, por la fuerza de las ideas recibidas a que se amolda nuestro pensamiento, y acaso porque colocados nosotros en tierra baja, no alcanzamos a ver los horizontes que desde los Chimborazos sociales de la América se descubren.
El rol histórico de la América, lo prepara el renacimiento de las ciencias en Europa, al despertar él espíritu humano de la somnolencia agitada de la Edad Media; Galileo, signando a la tierra su noble condición de planeta, hace necesaria la existencia de América, y el genio de Colón tropieza con ella, al verificar la redondez y la viabilidad del mundo.
La historia hasta entonces no es universal, porque el universo mundo: no era conocido aun. Es la historia del Mediterráneo, en cuyo rededor se agrupan, se desgarran y separan los pueblos. El Asia, con sus asirios, medos y persas; Fenicia y Cartago, Egipto y Alejandría, Grecia y Roma, Italia y Venecia, franceses y españoles, por las cruzadas, o la conquista de los árabes, son peripecias y accidentes de la monografía del Mediterráneo.
Con el descubrimiento contemporáneo de ambas Indias, comienza la historia a tener por centro el Gran Océano, trayendo dos páginas que faltaban al libro de la humanidad, hasta entonces trunco; la del hombre, animal gregario apenas, sin religión, ni domicilio, sin vestido, sin tradición, vagando sobre la mitad de la tierra, y el primer borrador de la historia europea misma, olvidado o perdido en la obscuridad del Oriente que había transmitido en tiempos remotísimos a griegos, romanos, árabes y teutones la índole y las radicales del sánscrito con las primeras nociones religiosas, y más tarde, y por vías ignoradas, la invención del papel, de la pólvora, de la brújula, acaso de la imprenta, que son los instrumentos con que el Occidente rompió al fin las ligaduras que lo retenían en el círculo que tuvo por centro el mundo del Mediterráneo.
Con el advenimiento de la América, la humanidad emprende de nuevo su marcha, siempre hacia el Occidente; el Océano es el vehículo y el vínculo de las naciones, volviendo a repetirse el movimiento bíblico de la dispersión de los pueblos, por toda la redondez del globo, sólo entonces librado por entero a la actividad y desenvolvimiento del hombre.
Concíbese la revolución obrada en el modo de ser íntimo del mundo antiguo, por tamaño acontecimiento.
El comercio cambiaba súbitamente de derroteros, de centro y de esfera, y los nombres de Amberes, Londres, Cádiz, Liverpool, Nueva York, Río de Janeiro, Buenos Aires, Panamá, Valparaíso, estaban destinados a substituirse progresivamente a Tiro, Sidón, Alejandría, Cartago, Venecia, que es siempre la misma plaza de comercio que muda un poco de lugar, para el cambio de los mismos productos.
En el mundo moral, la América aparecía providencialmente a la hora precisa para salvar de inevitable naufragio a las grandes ideas sociales, políticas y religiosas que el Renacimiento había hecho surgir en Europa y que habrían perecido faltas de aire para desarrollarse, entre los escombros de las instituciones del pasado.
La guerra religiosa de treinta años, la gloria sin fruto de Carlos V, la espantosa desolación de Flandes, la tiranía sombría de Felipe II, trajeron la derrota en unas partes, el triunfo sólo parcial en otras, del espíritu humano en su primer conato de poner orden en el gobierno de las sociedades, y asegurarse la libertad propia, a que lo excitaban las revelaciones de Galileo que dio a la tierra su carta de ciudadanía en los cielos entre Venus y Marte, la Imprenta que creaba una memoria eterna a la humanidad para retener las sensaciones de todos los siglos; el telescopio que le agranda los ojos para ver de cerca los astros: el microscopio que revela un mundo infinitesimal tan asombroso, tan grande en su pequeñez como el universo de las nebulosas lo es hoy en su abismante profundidad; la brújula, con cuyo auxilio el tenebroso Mare Magnum se convierte en la vía pública del mundo: la pólvora, en fin, que acabaría con la barbarie haciendo imposible las inmersiones de la civilización, bajo torrentes de puebladas atraídas a sus centros por el brillo de las artes y la acumulación de riquezas.
Mucho debe perdonársele a la razón humana si después de haber tomado así por asalto posesión completa del universo, quiso aplicar también su ojo omnipotente al examen de las tradiciones de la humanidad.
III
Nuestro siglo con sus ferrocarriles, sus telégrafos, ciñendo ya la tierra y dándole lengua para que hable ella misma; con su química y su geología, la ley y los profetas de la creación, no tiene los motivos de orgullo que el siglo XV, que descubrió a priori la América, porque era necesaria, a la economía del globo terráqueo, como Leverrier buscó un planeta Neptuno porque se echaba de menos en la economía de los cielos.
Los siglos que se han sucedido a aquella época, son la parte reglamentaria y administrativa de sus descubrimientos y de los grandes principios que dejó señalados. Porque nacía con el descubrimiento de América la razón y la necesidad de su invención, -no había de hacerse esperar el telégrafo submarino que establece las comunicaciones entre las masas civilizadas de ambos mundos-. Franklin, Fulton, Morse son americanos y el telégrafo une al primero y al último por el intermedio del segundo, en una cadena de pasmosas aplicaciones.
Vais ahora a ver a la América resolver desde sus selvas primitivas, las grandes cuestiones de la humanidad entera.
La guerra fue siempre la tela de la historia. Guerra de conquista, guerra de dinastías, guerras de sucesión, guerras religiosas, he ahí el alfa y omega de la historia antigua.
Las religiones falsas y la verdadera se perecen en una sola cosa, y es en haber empapado en sangre la tierra, cuanto más persuadidas estaban de su origen divino. Desde los emperadores romanos, por no ir más lejos, que emprendieron diez veces exterminar al cristianismo, hasta la guerra de los arrianos, que hicieron en tres siglos perecer la mitad del mundo romano, desde los secuaces de Mahoma que llegaron a la India hacia el Oriente y a Viena y España hacia el Occidente, extendiendo las riberas de un lago de sangre humana hirviente, hasta la inquisición y las guerras de Flandes que agotaron la iniquidad tan fértil en horrores, el pensamiento del hombre había venido revolcándose en sangre, o abriéndose paso por entre las llamas o los cadalsos.
Al norte de América, llegaban los dispersos en las batallas de los siglos XV y XVI por cuestiones que hoy avergonzarían a la razón humana, y ya iban a renovar el combate fratricida sobre la tierra que les servía de refugio, cuando Rogelio Williams proclamó los derechos de la conciencia humana, y substrajo sus persuasiones del alcance de las leyes y de la acción de los gobiernos.
"Es el derecho como también el deber, dijeron los descendientes de los adustos puritanos en 1585, al constituirse República; es derecho y deber de todos los hombres en sociedad adorar al Ser Supremo, Gran Creador y Conservador del Universo, públicamente y en determinadas ocasiones. Y ningún habitante será dañado, molestado, coartado en su persona, libertad o bienes por adorar a Dios en la forma y épocas más en armonía con los dictados de su propia conciencia, o con su profesión religiosa o sus sentimientos; con tal que no perturbe la paz pública o coarte el derecho de otros en su adoración religiosa".
La más envenenada de las llagas de la humanidad fue curada con este bálsamo, y entre las adiciones que las colonias emancipadas hicieron al pacto por el cual se constituían en nación unida, fue la 1º: "El Congreso no dictará ley alguna respecto a una religión establecida o prohibiendo el ejercicio de alguna", lo que importaba declarar que la soberanía del pueblo no alcanzaba hasta constituirse en apoderados de Dios, contra su precepto expreso extirpar la cizaña, queriendo arrancarla de entre el buen trigo. El más pavoroso osario de los pueblos quedó así para siempre cerrado en América.
Más radical si cabe fue la cura nuestra a las otras enfermedades de la vieja humanidad, que en cuatro mil años de pruebas y de sufrimientos no había dado con el medio de organizar sus sociedades. La república moderna es hija de la América. La democracia había dado, es verdad, sus frutos desde muy antiguo en la prodigiosa exaltación del espíritu humano en Atenas, que en tres siglos alcanzó al Pináculo de la perfección en las bellas artes, la historia, la elocuencia, la poesía, la arquitectura, la estatuaria, la gimnástica y la pintura, a punto de que entre veinte mil ciudadanos salieron en tan medido espacio de tiempo mayor número de genios que los que la humanidad entera ha producido en veinte siglos, no obstante tener por modelos el Partenón, la Venus (de los Médicis) y la Ilíada, que legaron a la posteridad como un reto eterno.
Roma ensaya la libertad privilegiada de los patricios y lega al mundo sus leyes, como Atenas su filosofía y sus estatuas; Roma extingue sus plebes en el colosal intento de someter a su dominio la tierra; pero el día que la hubo conquistado, no sabiendo cómo adaptar los comicios de Roma, el Senado de Roma, los Cónsules y los Tribunos de Roma, a una república que tenía por límites los del mundo conocido, aplastada por su obra y pisoteada por el carro triunfal de los emperadores, que había armado para desolar la tierra, Roma fue la prostituta cargada de oro y roída por las enfermedades que le trajo su desenfreno.
A la orgía imperial, Io sabéis, se sucedieron las irrupciones de los bárbaros que de todas partes acudían a llenar el vacío que dejaba el hundimiento del romano imperio, como acuden de todos los puntos del horizonte los vientos en torbellino a reemplazar el aire ratificado en un punto de la tierra, y fácil es conjeturar el gobierno que establecería Calfucurá, tendiendo sus toldos en la plaza de la Victoria.
Los reyes de la Edad Media semiromanos, semibárbaros, son Rosas con diversos nombres, Rosas el cojo, Rosas el tartamudo, Rosas el temerario, Rosas el cruel, Rosas el Imbécil, llámense Luis XI, Felipe II o Enrique VIII.
En Inglaterra, diez mil conquistadores extranjeros fueron otras tantas cabezas de familias feudales que explican el patriciado romano, las cuales con la sucesión por primogenituras, legaron a sus descendientes su parte de poder como en los tiempos de la conquista, y el derecho de asistir a los concejos del soberano representante del conquistador normando.
La Magna Carta, el habeas corpus y el bill de derechos fueron otras tantas capitulaciones con que aseguraron la continuación de sus fueros. El pueblo, la masa de los desposeídos, obtuvo lentamente, primero poder hablar al rey sin hincarse de rodillas, más tarde el de negarle subsidio para sus empresas y disipaciones. La Inglaterra había con esto andado un camino inmenso, pero camino suyo propio, pues el patriciado feudal en el resto de la Europa, había sido al contrario, vencido por los reyes, y mal podía trasmitir al pueblo el calor de la libertad que habían perdido aquellas lunas que recibían su luz del favor real.
En América, porque sólo en América el suelo estaba desembarazado de construcciones góticas, pudo levantarse el edificio del Gobierno fundado en el consentimiento de los gobernados, existiendo la sociedad antes que el Gobierno, y creándolo ésta para su conservación. Donde los reyes no lo eran de derecho divino, lo que supone su preexistencia a todo a lo deliberado, éranlo por herencia y propiedad del suelo en que están ubicadas las habitaciones de los pueblos.
La declaración de los derechos del hombre en América, ha fijado para siempre los humanos destinos.
"Tenemos por verdades de toda evidencia, decía en 1768 un Senado de varones sencillos, reunidos, por decirlo así, a la sombra de las selvas americanas, como si nada de nuevo dijeran; -tenemos por verdades de toda evidencia:
"Que todos los hombres han nacido iguales.
"Que han nacido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la solicitud de la propia felicidad.
"Que para asegurar estos bienes ha sido instituido el Gobierno, derivando sus poderes regulares del consentimiento de los gobernados-, y
"Que toda vez que una forma de Gobierno se opone a estos fines, es derecho del pueblo alterarla o abolirla, e instituir un nuevo Gobierno cimentándolo en principios y organizando sus poderes en aquella forma que mejor crean garantir su seguridad y su felicidad".
He aquí borrada de la historia la conquista, la herencia, el derecho divino, el arbitrario y las aristocracias que por tantos siglos campean entre los elementos de la historia; he aquí la proclamación de una especie humana, una e indivisible, dogma y hecho exclusivamente americanos.
¡Ah! ¡Vosotros no habéis visto con vuestros propios ojos los efectos prácticos de la igualdad en los afortunados países donde fecunda todas las instituciones públicas, y da energía a los sentimientos del corazón! La igualdad es en la organización de las sociedades, lo que en la doctrina moral del Evangelio es el precepto "amarás a tu prójimo como a ti mismo", el medio y el fin.
En América, ni tradición tenemos de los estragos que las antiguas desigualdades sociales han causado por todo el haz de la tierra.
Los pueblos estuvieron divididos en dos categorías siempre, cualquiera que fuese la forma de Gobierno. En amos y siervos en las antiguas monarquías, esto es, un solo hombre en pleno goce de su dignidad, y millones dependientes de sus menores caprichos; en nobles y plebeyos, cuando algunos centenares de familias participaban hasta cierto punto de las prerrogativas reales; en ciudadanos y esclavos en las antiguas repúblicas; en burgueses y bajo pueblo en las sociedades modernas; y en todas, antes y ahora, predominando siempre la masa popular, la plebe, la muchedumbre, pobre, ignorante, inmoral, que se dijera constituir una humanidad abortada, monstruosa caricatura del Modelo de quien el hombre es hecho a imagen y semejanza, si no se nos enseñara, al mismo tiempo, que ese hombre de las masas en las sociedades cristianas, el paria de la India, el esclavo del África, o el salvaje de América son seres decaídos de su primitiva grandeza; lo que vale decir que no son el hombre ideal a que se refieren las consoladoras palabras de la Escritura.
La historia de los padecimientos humanos no se ha escrito todavía. Al hombre que ha diezmado regularmente cada diez años la masa de las poblaciones, le ha faltado Homeros que inmortalicen sus hazañas. Un millón de habitantes pereció en Irlanda en 1845 a causa de la enfermedad que atacó a las patatas, único alimento de las muchedumbres, y hasta un siglo antes toda la Europa era Irlanda en la miseria de las masas, sin el auxilio de las patatas que son un don de la América hecho a las masas humanas. La estadística ha revelado que el pueblo vive en término medio cuarenta años hoy, mientras no hace medio siglo, en los mismos lugares no vivía más de veintiocho, y puede afirmarse que durante toda la Edad Media el término medio de la vida del hombre no ha pasado de quince años, si el hombre no era rey, sacerdote, lord, conde o duque; tales eran las dificultades de la existencia donde la tierra pertenecía al señor feudal con el pueblo que como las plantas estaba adherido a ella. Los señores feudales se hacían la guerra entre sí, y juntos combatían contra los reyes, y los reyes a su turno llegaban con la corona guerrera de setecientos años de data, como las de la Francia y la Inglaterra, y Árabes y Tártaros traían, además, al Africa y al Asia con Tamerlán y Tahemet, a pisotear con sus jinetes este vasto hormiguero de seres humanos tiranizándose y devorándose entre sí.
El hombre va en camino de desaparecer hasta en Europa. En cuanto a la América las leyes agrarias distribuyen a cada familia su legítima de globo habitable, y aun guardan para las generaciones futuras el espacio que reclamarán a su tiempo. En una gran parte de la América, de cada tres familias una posee tierra; mientras que aun existen naciones en Europa donde la proporción es uno por quinientos.
Hija de la igualdad americana es la igual distribución, como de la tierra, de legados, de verdades y descubrimientos que viene atesorando la especie humana y forman, por decirlo así, el alma del mundo. La educación común, ha llevado a la raíz del árbol la fecundación de sus frutos, en lugar de tronchar con el hacha del verdugo como hasta aquí, las ramas que nacen ya viciadas.
La educación común, institución americana, es un mundo nuevo de que no fuera posible anticipar ideas si sus resultados no estuviesen ya a la mano, como se presiente Ia hora en que la tierra quedará ceñida por ferrocarriles, y envuelta diez veces en alambres eléctricos. ¡Ay de los pueblos que se queden atrás de un siglo al paso que van los que han puesto la Escuela en la cuna de la sociedad, el telégrafo para trasmitir las ideas, el ferrocarril y los vapores para acudir con sus productos adonde haya demanda!
Tales son los elementos y los límites de la historia en la parte de América que tiene ya por cronista el telégrafo y la prensa, por soberano director la inteligencia popular desenvuelta; las máquinas, el vapor, la electricidad por agentes.
Nuestra historia será, si queréis la lastimosa narración de las caídas que damos en el penoso ascenso de esa encumbrada montaña de principios, dejando estampados de sangre sus rastros, las generaciones que se suceden. Eso es la independencia conquistada, eso las tiranías vencidas. Pero allá vamos.
De los grandes principios americanos nace la Moral de la historia. Con su antorcha en la mano podéis recorrer, sin miedo de extraviaros, el laberinto de acontecimientos políticos que se vienen desenvolviendo de medio siglo a esta parte entre nosotros; con esta piedra de toque podéis reconocer los quilates del mérito intrínseco de los personajes históricos que descuellan. Preguntad ahora, quienes eran Moreno y Rivadavia, Artigas y Rozas, Quiroga y Paz, y qué significan las guerras y las revoluciones por que hemos pasado, y cada hombre y cada suceso vendrá de suyo a tomar su lugar y su nombre de progreso o de obstáculo, de elemento disolvente o regenerador, de esperanza o de desaliento.
Tened presente siempre, mientras atravesamos estos cuarenta años por el desierto, que la igualdad es el señor que nos sacó de la esclavitud de la casa de Egipto, y que el pueblo adora dioses de barro, y erige imágenes de reptiles para prosternarse ante ellas.
Nuestra historia colonial anterior a 1810, es una prolongación del viejo mundo en nuestro suelo, con todas las desigualdades de la vieja tradición de la humanidad; desigualdades que pertenecen a la geología de un mundo creado bajo otras condiciones atmosféricas y están, por tanto, condenadas a perecer, faltas de medio ambiente congenital.
Y aquí debo señalaros uno de los mirajes que nos extravían a cada momento, viendo fuentes de aguas cristalinas donde no hay sino abrasados secadales. No hablo de los que toman por nivel de la igualdad las líneas ínfimas, llámense pueblo, tradición o héroe. El marino toma por guía una estrella colocada en el polo del cielo o por un principio imponderable que figura entre las leyes de la creación; y cuando necesita saber dónde está, interroga con el sextante al sol mismo o a Júpiter, porque nada encontraría en sí mismo que esté libre de incertidumbre.
Los "principios" colocados a la altura de la estrella polar, de la gravitación o de la tracción en la política americana, son como aquellas guías, verdades eternas, claras para todas las inteligencias, sobrenadando, por decirlo así, sobre la movible corriente de los sucesos humanos.
¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? ¿Somos una raza? ¿Cuáles son nuestros progenitores? ¿Somos nación? ¿Cuáles son sus límites?
De estas dudas han nacido derroteros que conducen al abismo. Cual habla de raza latina y raza sajona, dividiendo la América en dos porciones cuyo antagonismo reclama una liga de nacionalidades por la lengua para hacer frente a la acción del filibusterismo. Quien pide a la sombra de cualquier violación del derecho americano, cuyo decálogo habéis oído, fundemos una nacionalidad nuestra, olvidadiza de los principios constituyentes de la asociación americana, tomando un hombre o la geografía por base, ya que la raza nos hace según ellos solidarios, sin hacemos nación por eso, de las prevariaciones del pueblo desde Méjico hasta Valdivia.
Los acontecimientos contemporáneos, lo habéis presentido ya, son la pugna entre estas tendencias, que tienen su base en nosotros mismos, y cambian según el punto de observación, lo que demuestra su inconstancia.
Cuando éramos colonia, la tierra, la ciudadanía, pertenecían a la España. Las leyes de India prohiben al extranjero tocar las playas americanas, poseer bienes, ejercer industrias, adorar a Dios. La ley colonial les negaba la tierra y el agua. En 1745 el censo de la campaña de Buenos Aires daba un inglés, un italiano, cuatro franceses como únicos extranjeros.
Abrid ahora el censo. Cuarenta mil blancos criollos, diez mil descendientes de indios o de africanos, diez mil italianos, quince mil vascos de ambas faldas de los Pirineos, siete mil ingleses, alemanes o norteamericanos. ¿Cuál es nuestra raza? ¿vascos?
Abrid el mapa. Principiaba la nación en España, se extendía desde la Florida hasta Magallanes en América, hasta las Filipinas y las Molucas en Asia. Tuvo más tarde por límites el cerro argentífero del Potosí y las selvas del Paraguay al Norte, las Cordilleras al Oeste, un grado de latitud convencional al Este. El Paraguay, el Pilcomayo, el Paraná, el Uruguay, eran arterias de su corazón. A poco andar todo cambiaba, los límites se estrechan, los ríos salen a los extremos. A un nuevo vuelco del caleidoscopio, he aquí que las aguas del Norte besan blandamente las plantas de la escurridiza nación argentina, y es fuerza remontar ríos arriba para encontrarla esquivando de mostrar el rostro al mundo, y como el Paraguay, escondida en los bosques, a fin, sin duda, de que los extraños no la vean sentada a la puerta de la tienda de algún Jacob, rodeado de sus rebaños... [1]
¡Abrid nuestras constituciones, nuestro derecho civil! ¡El extranjero no existe! ¡Las razas no existen¡ ¡Las clases no existen! ¡La Nación la constituyen actos deliberados del pueblo representado en asambleas, y hay de sus bases y condiciones constancia escriturada, porque es la inteligencia y la voluntad las que constituyen la asociación y no la tierra ni la sangre!
Si todas nuestras leyes no obedecen a esta ley suprema es que algo queda de la colonia, de las malas tradiciones antiguas, y de los hábitos no regenerados. Todo lo que no es conforme a los principios abstractos, absolutos, en nosotros no es América, en esta o en la otra porción del continente, son restos de otro mundo condenado a desaparecer en el frote diario del pulimento, que nuestras ideas e instituciones sufren hasta que la palabra América desde el Labrador hasta la Tierra del Fuego, despierte en el alma el conjunto armónico de los principios que ella ha proclamado, practicado e introducido en el mundo como móvil de los hechos históricos.
Tales son, según mi entender, el espíritu y las condiciones que rigen la historia de América. ¡Cuán grande e instructivo es el espectáculo de la historia mirado desde esta altura! El historiador americano es entonces el juez supremo que llama a juicio a los acontecimientos y a los caudillos del pueblo, y como en el fresco de Miguel Ángel, rodeado de todos sus santos, Washington, Rivadavia, Franklin, Belgrano, pesa los actos públicos de todos, y sin distinción de emperadores, papas, reyes y poderosos de la tierra, precipita al fuego eterno de la condenación de la posteridad, a los que detuvieron con sus locas ambiciones, su egoísmo, su falta de fe en la marcha de los pueblos que aun van rezagados, por las faltas de los Moisés, Aarones y Josué condenados a morir en el desierto.
IV
Me habéis pedido consejo para escribir la historia, y os he mostrado las armas de Rolando que nadie de entre nosotros osará levantar por ahora. Un trabajo preparatorio por lo menos está a vuestro alcance, y es reunir las pruebas, verificar los datos, esclarecer los hechos en que ha de apoyarse aquel fallo sin apelación y sin causas atenuantes, Ni a la primera edad de la vida, ni a la parcial apreciación de los contemporáneos sienta bien la gravedad de la historia, cuyo augusto magisterio es enseñar, amonestar, precaver, premiar, corregir. Pero podéis como el dibujante estudiar las facciones aisladas, antes de delinear fisonomías, antes de agruparlas piramidalmente, que es el colmo y el escollo del arte plástico. Los grupos históricos se componen de biografías, de accidentes territoriales que les sirven de cuadro, de épocas que son como la atmósfera que respiran. Tomad una figura culminante en nuestra historia, rodeada de todos los hechos que completaron su existencia, agrupad en torno suyo los hombres y los sucesos, y alguna vez acertaréis a volverle la vida, y dejar un cuadro que se sostenga por la verdad de los accidentes, como aquellos retratos antiguos de personajes ignorados que revelan la mano del maestro. Haced monografías, y el solo esfuerzo de restablecer una época, os habituará la mano para mayores empresas. Nuestra historia es rica de episodios que pueden separarse del conjunto sin dañar el resto.
La defensa de Buenos Aires, la revolución de Mayo, las campañas de San Martín, el alzamiento de las masas de jinetes, la iniciación de Rivadavia, la recaída de Rosas, etc., etc.
El aspecto topográfico presenta las mismas variedades. La carta comercial del Río de la Plata, ha sufrido tantas variaciones como su carta política, y su estudio os confirmará en la verdad de esa completa unidad americana que me sirve de antorcha para mostraros el camino. Buenos Aires es hijo de Jamaica.
La ley fundamental de las colonias españolas fue el monopolio, su jurado fue el contrabando, monopolio religioso, monopolio de raza, monopolio de autoridad y de poder. Un cordón sanitario de prohibiciones guardaba la América. El istmo de Panamá era la ruta real del Pacífico; los galeones reales, los únicos transportes de los tesoros de Méjico el Perú. ¡Y bien! El contrabando estableció sus factorías en Jamaica, la libertad de acción, de industria, de comercio, el derecho humano de participación a los beneficios de la América organizaron Ia República de los Filibusteros, que desde las islas desiertas del mar Caribe asaltaba los galeones y recogía en una hora de lucha, lo que en años de trabajo libre no habría alcanzado. Los Bucaneros tuvieron escuadras formidables, héroes como Morgan, comerciantes y banqueros que celebraban transacciones por millones con toda la Europa. Faltóles sólo la familia para constituir una Cartago a las puertas de Roma.
Cartagena de Indias y la soberbia Panamá fueron conquistadas, incendiada, saqueadas, y sus damas y sus monjas pasaron a alegrar los festines de los hijos del agua salada, que tenían por patria el casco de un buque de piratas.
Destruidos los Filibusteros, el contrabando buscó otro punto por donde enderezar los entuertos del monopolio. Introdújose furtivamente en el Río de la Plata, y desde la Colonia del Sacramento y Buenos Aires se abrió una ruta por tierra al Pacífico. La España advertida mandó un virrey a esta factoría improvisada por el comercio, y el camino de cordilleras substituyó a la antigua ruta del Panamá, ciudad que yo he alcanzado en ruinas, antes de que el tránsito a California y el ferrocarril del Istmo, la volviesen a la vida con la revolución de la independencia; el cabo de Hornos fue habilitado y el monopolio dejó de producir lo contrario de lo que se propone.
Estos hechos explican el móvil y los antecedentes que trajeron a la Inglaterra en 1806 al Río de la Plata. El contrabando le había enseñado este camino. El virreinato le debe su origen. Los sitiados que se hallaban en Luján y los Galeones cargados de plata tomados por los ingleses en estos mares, son la prueba fehaciente. Las Reformas comerciales de la España fueron el primer ensayo económico del genio de la América, con Moreno, Belgrano y Funes hombres que bien pronto veréis figurar al frente de la primera página de la revolución que debía intentar la regeneración completa de la organización social, y cuyos últimos desenvolvimientos estamos nosotros mismos bosquejando medio siglo después.
Las rentas que se creó la República desde 1814, eran el resultado de todo este trabajo.
El Paraguay es otra monografía de una porción de la especie humana, y el filósofo, el historiador, el humanista hallarán en su estudio luces que no han alcanzado a dar pequeñas sociedades como la de Pítchaim, de hijos de cristianos nacidos en una isla y secuestradas setenta años de todo contacto con la raza humana, con el comercio y la civilización. El Paraguay con las misiones jesuíticas, con el doctor Francia remedo de Felipe II, con sus monopolios, su aislamiento, sus tradiciones y pueblo guaraní, sus tiranías sin modelo, será un romance extraño, que nadie querrá creer que es historia de un ensayo de tradiciones atrasadas. El rey Busiris, las castas sacerdotales de la India, la clausura de la China, la autocracia de la Rusia, han encontrado una segunda edición en el Paraguay, sin condiciones, sin protesta, como si fuesen sólo cosas un poco olvidadas que es fácil hacer recordar a la especie humana. Lo más curioso del Paraguay es que la colonia española y jesuítica hasta 1810, al ruido de la revolución cierra sus ojos a la luz y sus puertas al comercio, a la libertad al contacto con el siglo. El Paraguay es un pedazo antiguo, que pudiera exhibirse en las exposiciones universales.
He debido fatigar vuestra atención, aún antes de descender a las causas accesorias que imprimen a los sucesos sociales direcciones adversas, como aquellas corrientes del mar que las montañas submarinas u otros accidentes determinan, en dirección opuesta a la marea general o de los vientos reinantes. Esta es vuestra obra, y la carta topográfico que os toca diseñar para la completa explicación de los acontecimientos, de que sois testigos y actores.
La tierra es siempre en historia la fuerza que da nueva vida a los titanes. Los Gracos hubieran salvado a Roma, si hubiesen podido hacer pasar sus leyes agrarias. Y esto es cierto hasta en lo moral. La tierra sostiene largo tiempo en cada localidad las tradiciones, las costumbres, las ideas recibidas, los hábitos que tantas resistencias oponen a la nivelación de la humanidad y a la distribución general de los humanos progresos. Una vez que quise darme cuenta de la lucha entre la civilización y la barbarie entre nosotros parecióme hallarla en el aspecto físico del suelo, de hábitos e ideas que engendra, y alguna verdad debían encerrar aquellas cortas páginas, puesto que han sido aceptadas como esclarecimiento de los hechos.
Pero una fuente y verificación de verdad histórica puedo señalaros sin temor de equivocarme: la economía política. Los datos estadísticos son para la inteligencia moderna, lo que la intervención de los Dioses es para los antiguos. Son los libros de la Sibila que contienen las predicciones del porvenir.
La República, la Monarquía, la libertad, el despotismo, la América, la Europa, las razas, y los sistemas todos, sometedlos a este cartabón. Los hechos económicos, la ley del acrecentamiento de la riqueza, de la población, del crédito, del comercio, de la difusión de las luces, las máquinas, los ferrocarriles, los telégrafos, la sustitución de la razón y la conveniencia pública, a las decisiones de la guerra y de la fuerza, aplicad esta linterna a todos los pueblos, a todas las doctrinas, a todos los hombres, a todos los hechos.
El último progreso humano es el que acaba de realizarse en el telégrafo submarino, que liga a la América con la Europa. Asistimos, pues, a la inauguración de un tercer mundo nuevo; el mundo transparente, visible a un tiempo desde todos sus puntos la humanidad sintiendo en cada pueblo la repercusión instantánea de las sensaciones sentidas en los otros por los nervios sensorios de que ha sido dotado el globo. Cuando este nuevo sistema se complete y extienda por toda la redondez de la tierra, será lícito al hombre exclamar como Sir Humphry Davy, después de haber aspirado oxígeno puro: "Sólo el pensamiento existe, y el Universo no se compone sino de ideas, de impresiones de placer y de sufrimientos."
Buenos Aires, Octubre 11 de 1858.-
DOMINGO F. SARMIENTO

[1] Alusión al gobierno de Paraná.

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