agosto 22, 2010

Intervención de Sarmiento, como Senador, en el debate sobre un proyecto de amnistía general, con referencias al gobierno de Juan Manuel de Rosas y al asesinato del caudillo riojano Chacho Peñaloza (1875)

DISCURSOS PARLAMENTARIOS COMO SENADOR POR SAN JUAN
"Intervención en el debate sobre un proyecto de amnistía general, con referencias al gobierno de Juan Manuel de Rosas y al asesinato del caudillo riojano Chacho Peñaloza"
Domingo Faustino Sarmiento
[6 al 15 de Julio de 1875]


[Actas de las Sesiones Ordinarias del Senado en la cuestión]
NUMERO 23
20° SESIÓN ORDINARIA
[6 de Julio de 1875 ]
Presidencia del señor ACOSTA
Senadores presentes: Alvarez, Arias, Barcena, Bazán, Bustamante, Colodrero, Colombres, Cortés, Corvalán, Echagüe, Frías (L.), Frías (U.), Gorostiaga, García, Lucero, Molina, Navarro, Oroño, Pruneda, Quintana, Rawson, Sarmiento, Torrent, Vallejo y Villanueva.
Senador ausente, con licencia: Rocha.
SUMARIO
1.-Incorporación, previo juramento, del señor senador por Córdoba doctor Cortés.
2.-Asuntos entrados.
3.-Consideración del despacho de la Comisión de Negocios Constitucionales en el proyecto de ley en revisión sobre amnistía general
. Sr. Sarmiento. - Pido la palabra. Me permitirá, señor presidente, que me atenga a los apuntes que he hecho, porque no quisiera decir ni más ni menos de lo que mediadamente quiero decir.
Sr. Presidente. -Me parece que no hay inconveniente.
Sr. Sarmiento. - Era mi ánimo, señor presidente, dejar trascurrir algún tiempo, antes de hacer uso de la palabra, después de aceptado el honroso asiento que ocupo en esta asamblea. Inhabilidades físicas para seguir con ahínco el debate me fuerzan a ser parco; y, en consideración a ellas, he solicitado, por esta vez al menos, atenerme a mis apuntes, temeroso de que la emoción del primer momento, en escena a que no estoy habituado, perturbe un tanto la hilación de mis ideas.
Quería darme el tiempo de estrechar relaciones con mis colegas, y dar lugar a que produzcan su benéfico efecto esas deferencias y cordialidades que no se escasean entre sí los que están consagrados a unas mismas tareas.
Me prometía, y lo espero siempre, que su influjo llegase a disipar las impresiones desfavorables que deja tras sí el ejercicio de poderes de responsabilidad, en épocas agitadas como las que hemos atravesado.
Es inútil querer disimulárselo. Si, como las ondas luminosas reflejan la imagen de los objetos que hirieron, los sonidos, quedasen también grabados, no podría volver los ojos en este recinto, sin que sus murallas me recordaran los conceptos desfavorables vertidos sobre actos o ideas a que se liga mi nombre, revestidos a veces con palabras que iban sin duda, en el calor del debate, más allá de la intención; y que una experiencia posterior habrá mostrado, por la poca mella que hicieron en los acontecimientos, que por lo menos decían demasiado; y es bueno siempre economizar la pólvora.
No traigo esta reminiscencia sino con laudable intención, pues procediendo aquellos que tengo derecho de llamar errores de juicio, del punto de vista desde donde se contemplaban los objetos, otras han de ser las impresiones, cuando de más cerca, y donde es posible disipar la ilusión óptica, se vea la fuente sobre que aquellos juicios recayeron, y encontrarla aún menos, turbia de lo que imaginaron, acaso no indigna sus aguas de dejarlas correr tranquila y útilmente.
Si es esta, señor, la primera vez que tomo la 'palabra en las asambleas nacionales, no es ahora que voy a hacer mis primeras armas en la liza parlamentaria. Igual puesto ocupé en el entonces Estado de Buenos Aires; y si lo recuerdo es para demostrar que no es una vana ostentación la que me hace esperar que conquistaré bien pronto, con la tolerancia y la deferencia, la estimación de todos mis colegas.
Para que diesen testimonio en mi favor, han enmudecido ya las voces de mis antiguos compañeros de trabajos parlamentarios. El doctor Alsina, cuya imagen decora esta sala; el poeta Mármol, que vive aún en sus versos; el doctor Vélez, que nos ha dejado su memoria en los códigos; el doctor Carreras, el honrado Alcorta, el canónigo Agüero, Pórtela, Valencia, y tantos otros patriotas preclaros que han pagado ya su tributo a la naturaleza. Pero aun queda un testimonio indeleble del género de influencia que cada uno ejerció en los debates en el Diario de Sesiones de aquella época; y puedo apelar a aquel registro para mostrar que aún con el calor de edad menos reposada, no crucé palabras por motivos personales; que trabajé, por el contrario, para alejar antagonismo entre ambas Cámaras, y que traté a los que formaban el Poder Ejecutivo, con el respeto que se debe a las altas funciones que ejercen. Si el 8 de Noviembre, de penoso recuerdo, estuve con poquísimos en oposición al unánime sentir de la asamblea, limíteme a inducirla a perfeccionar el paso errado, avanzando por el mal camino, hasta llegar a un término seguro; como el 9 en sesión secreta evité que volviese sobre sus pasos la mayoría, como lo intentaba, a fin de que no comprometiese este acto la situación vidriosa, que había creado el primero. ¿Por qué no he de obrar mejor si cabe, ahora que el peso de los años y mayor experiencia me impone más cordura? Verdad es que entonces las cuestiones que nos ocupaban requerían grande estudio y mayor deferencia recíproca. Tratóse entonces de la ley de elecciones, del juicio de Rosas, de la legislación agraria de que Chivilcoy es hoy feliz muestra; del Código de Comercio que nos rige, y de tantos otros asuntos de la mayor conse¬cuencia y elevación. Puedo recordar que me cupo la satisfacción de tener por amigos a los mismos contendores en ideas; y debo citar el hecho, que prueba ese buen espíritu, que los señores Tejedor, Domínguez, Gorostiaga, Frías (don Félix), en distintas ocasiones y en puntos difíciles adversarios, han compartido conmigo trabajos que suponen y requieren la estimación recíproca.
¿Por qué no he de aspirar, pues, con los mismos procederes a ver un día borradas esas impresiones desfavorables en el ánimo de los mismos que en esta Cámara las expresaron?
Estos eran mis motivos para no apresurarme a tomar la palabra; pero al incorporarme al Senado, el señor presidente me ordenó integrar la Comisión de Negocios Constitucionales, y no bien hube de incorporarme a ella, mi mala suerte ha querido que el único asunto en estudio por entonces fuese esta ley de amnistía sobre que he tenido que informar. Habría sido este el único asunto de que hubiera querido apartar mi mente, pues en la necesidad de pro¬nunciarme sobre él viene a ponerme frente a frente con cuestiones políticas que afectan a muchos, y a hacerme el blanco de recriminaciones al traer a juicio los hechos y las personas que la motivan. ¿Por qué no me había de ser dado gozar por un tiempo siquiera del reposo que reclamaban tantos años de fatigas, y requiere mi salud tan quebrantada?
A todos consta que, durante las primeras reuniones de la Comisión a que pertenezco, insistía en la conveniencia de pedir el aplazamiento indefinido, acaso movido a ello por estas repugnancias que he indicado, aunque fundándome en razones de conveniencia pública. Pero se hizo moción en esta Cámara, urgiendo el despacho; y, por no incurrir en la tacha de echar sobre otros la carga, cuando la encuentro pesada para mis hombros, tuve que hacer un paréntesis a los cuidados que exige mi salud, y volviendo a continuar el estudio y examen del caso, he tomado mi cruz, y he seguido adelante, con paso firme, como lo imponía el deber y la posición que he aceptado.
Forzado, pues, por el fatal encadenamiento de los hechos, a pronunciarme en asocio de mis honorables colegas y amigos los otros miembros de la Comisión de Negocios Constitucionales, necesito por mi parte, y al tomar por primera vez la palabra, fijar bien la serie de principios e ideas a que he obedecido, proponiendo las enmiendas que tenemos el honor de someter a la consideración del Senado; porque; esos principios e ideas me servirán de guía en mis ulteriores opiniones y tendencias como senador, y porque ellas han sido siempre la antorcha que me ha alumbrado en los tortuosos, o apenas trazados caminos que han seguido los sucesos políticos en que he sido actor durante mi larga vida pública.
No necesito asegurar que he pertenecido siempre, y pertenezco hoy, al Partido Nacional Liberal, en que descollaron, por útiles y nobles servicios, los mismos que ahora son el objeto de la ley de amnistía que nos ocupa. Pero las ideas liberales son el patrimonio de la inteligencia humana, y no la propiedad de un individuo y sus adherentes. Son una herencia que nos han dejado los esfuerzos de muchos grandes pueblos, en una larga serie de siglos y de luchas para hacer que las instituciones de cada nación reconozcan los derechos naturales del hombre, aun el de gobernar la sociedad, en las repúblicas donde no se reconoce a uno el derecho hereditario a mandar, lo que constituye la monarquía, el imperio o el mando del general.
Tan sencillos principios están en la conciencia de todos, lo sé, y son universalmente aceptados. ¿Cómo y cuándo, pues, he podido romper yo con mi Partido Nacional y Liberal en la República Argentina? Hay, sin embargo, rastros en nuestras crónicas políticas, que señalan el camino por donde se obró una profunda divergencia.
Esta es, señor presidente, una querella de familia. Habiéndose manifestado en la opinión pública, durante mi ausencia en 1867, un considerable movimiento que me indicaba como posible candidato a la futura presidencia, en oposición a otro igualmente posible, del mismo Partido Nacional Liberal a que ambos pertenecíamos. Aceptando yo desde la distancia aquella posibilidad, en una carta privada, que no contenía un programa y que no estaba escrita para darla a la publicidad, se me escapó esta frase: hace años que vamos mal. Frase recogida casi oficialmente, por el que era mirado por muchos como jefe del partido, y en un elaborado documento que recibió por su importancia el nombre de testamento político, se dijo de mí, por contestación, que había dado una coz a mi partido. Frase excesiva, y que desdecía del decoro que debía observarse entre hombres altamente colocados.
Y, en efecto, apenas llegado al país después de electo, antes de entrar en funciones, luego de haber entrado en ellas, y durante seis años hasta descender de aquel puesto a la vida privada y aun en la vida privada misma, estalló y continuó y ha seguido una guerra implacable, despiadada, de mis propios amigos de la víspera, traducida en oposición sistema da , en el Congreso, en dicterios, ataques y difamación personal en la prensa de su bando, y que acabó con violencias que hoy reclaman amnistía.
¿Yo había dado la coz o me la daban a mí sin razón? Esto resultará del examen de los principios liberales que hacen el credo común de todos los hombres libres del mundo. Fui siempre liberal, como he dicho, pero con ciertas «condiciones» que he guardado con todos los gobiernos que tenían derecho a gobernar en virtud de una Constitución y leyes emanadas de un Congreso y confirmadas por el consentimiento de la Nación o del Estado.
Combatí en las filas del Partido Nacional Liberal Argentino la tiranía de Rosas, como que era la negación de aquellos principios; combatí al libertador Urquiza, desde que disolvió la Legislatura de Buenos Aires, hasta hacerlo aceptar a los diputados en el Congreso, electos por su propia ley de elecciones, y no por ley de un Congreso, dada en virtud de otra Constitución que Buenos Aires no había reconocido aún. Entretanto y después, nunca encabecé ni apoyé oposición «sistemada» contra los gobiernos del estado cuyas leyes reconocía, llámese Obligado, Alsina o Mitre el gobernador; llámese Mitre o Paz el presidente, aunque en algunos puntos difiriese de opinión o de sentir con ellos.
No procedía en esto por aficiones de partido, ni personales, sino por convicciones de principio. Las «oposiciones sistemadas», esta es mi idea, son un resorte monárquico, que en las repúblicas lleva derecho a la anarquía y a la revolución.
El rey es vitalicio para asegurar con eso, dicen, que el orden público no se altere con la lucha de los partidos.
Llegan así al poder y se suceden en un reinado de veinte a treinta años los diversos partidos, sin perturbación de la paz. El reyes de la opinión del partido «tory», hoy, y del partido «whig» mañana; y volverá a ser «tory» dos meses más tarde sin deshonra, sin flaqueza, porque no' gobierna. El reyes una pizarra (salvo respeto) en que los partidos borran lo escrito por sus adversarios en política, y escriben lo que sus diversos principios les dictan. El rey no es responsable. Es sólo permanente. No sucede así en la República. Una mayoría del pueblo consultada en época fijada por la ley, se hace gobierno, por la elección de un presidente y la mitad de la Cámara; para todos, mayoría y minoría por seis años «inabreviables». El presidente gobierna bajo su responsabilidad. Durante esos seis años no es pizarra en que otro partido venga a escribir hoy su pensamiento, contrario de lo que se sabe que piensa el presidente, porque el pueblo que lo eligió sabía por sus antecedentes lo que había de pensar. No viene como en Inglaterra la oposición de la reina a ser el ministerio de la reina, con un primer ministro responsable y director de la política. El presidente es inamovible por seis años; y, por lo tanto, el primer ministro inamovible de la Nación. En las monarquías constitucionales la oposición trabaja para derrocar al ministerio, y hacerse ella misma ministro, dándole al rey sus propios jefes. En la República, no pudiendo cambiar en seis años el presidente responsable que «preside y gobierna conjuntamente», va derecho a la revolución, único medio de prevalecer. Así lo han practicado Francia setenta años, aun cuando fue república; así continúa la América del Sur haciéndolo desde su independencia.
He aquí, pues, el punto en que he diferido de los que extravían hayal Partido Liberal. Yo no acepto el extremo de la revolución. Mis actos de veinte años así lo prueban. Veinte años hace que me separé de las doctrinas francesas, con declaración expresa, en Memoria dirigida al Instituto Histórico de Francia; y veinte y aun más años ha, que adherí a los principios liberales norteamericanos, que con el célebre Webster, caracterizaban nuestro liberalismo, al atacar en juicio a los autores de una revolución, fundada en principios más incuestionables que las nuestras.
« ¿No es claro, decía aquel gran jurisconsulto y hombre de Estado, que los hombres no pueden reunirse, contarse entre sí, y decir: somos tantos cientos o tantos miles, y juzgar de sus propias calificaciones, y llamarse a sí mismos el pueblo y establecer un gobierno?
¿Qué es esto sino anarquía? ¿Qué libertad hay aquí sino una libertad tumultuaria, impetuosa, violenta, borrascosa, especie de libertad sudamericana., sin poder, si no es en sus paroxismos: libertad sostenida por las armas hoy, aplastada por las armas mañana? ¿Esta es nuestra libertad?»
Al impulso de esta comparación denigrante con las revoluciones de la América del Sur, los revolucionarios (civiles) de Rhode Island fueron condenados, y su jefe a presidio por vida, no obstante no haberse derramado una gota de sangre.
O bien, como mi amigo el malogrado gobernador Andrew de Massachusetts, decía de sus compatriotas... «Sumisos al orden, consagrados al trabajo como también al amor de la libertad individual, habían adquirido por lo menos aquel instinto, que sabe distinguir entre licencia y la libertad, entre la pasión del momento, y la soberana decisión de la ley. Poseen las tradiciones de libertad, han heredado de Inglaterra las ideas de gobierno, y en su sangre y en sus huesos llevan, sin saberlo, tendencias de raza, que se elevan a la altura de recuerdos y que son más permanentes que las opiniones... »
¿Son estas las doctrinas y la práctica de los liberales que me expulsan de sus filas?
Se el argumento con que a esto se contesta: Allá no se hacen las maldades que aquí, por eso no hay revoluciones. Si los abusos pudieran justificarse con los abusos, contestaría con la autoridad del viajero, «que en todas partes se cuecen habas! ... »
Pero citaré un hecho solo que he presenciado.
El Estado de Nueva York es dos veces más numeroso que nuestra República, diez veces más ilustrada la ciudad de Nueva York, centro de la prensa política de todos los partidos, y cien veces más rica que Buenos Aires. Y bien: la ciudad de Nueva York ha estado gobernada doce a quince años por una banda organizada (ring) que tenía por base el voto popular. Preso al fin el año pasado el tesorero, ofreció fianza, y el juez la pidió de dos millones de dólares, que el reo otorgó, porque el cargo subía a diez o quince millones robados con formas legales por la banda.
He visto lamentarse a los ciudadanos, honrados; pero nunca pensar siquiera en rebelarse contra los ladrones.
Yo traía, señor presidente, de regreso de mi último viaje a Estados Unidos y Europa, la impresión candente, por el modo como miran a esta América hombres que aman la libertad de la condenación del clásico orador Webster: «Libertad borrascosa, violenta, que las armas sostienen y las armas aplastan»; y nadie hay en esta Cámara que no me haya oído repetir: South América! y visto que los que se reservan el derecho de llevarse por delante la tranquilidad pública, cuando no resultasen electos, me increpaban repetirlo, aun como admonición, y como preservativo.
En estas ideas de orden, de paz, de tranquilidad, que están en los huesos y en la sangre de los americanos de Nueva Inglaterra, según Andrews, han penetrado al fin en Francia, en la parte sana del Partido Republicano, representado en el centro izquierdo de la asamblea, que ha formulado su credo político para distinguirse de republicanos rojos revolucionarios, o de los imperialistas de golpe de Estado, en este comprensivo lema: Paz, orden público, libertad. Y no se crea que estas palabras dejan cabida a la revolución por motivos fundados. En carta de mi digno y respetable amigo señor Laboulaye; presidente hoy del centro izquierdo republicano, me decía bajo el gobierno de Napoleón III, y deplorando las malas tendencias manifestadas por algunos oradores del Senado nuestro, en la cuestión San Juan, provocada sin derecho, desprestigiar al gobierno. Habla Laboulaye:
«La primera necesidad de un pueblo es la de vivir en paz.
«Donde desaparece la seguridad, donde no se respeta la autoridad, la anarquía hace irrupción y se llevará por delante la libertad.
«Para mantener, pues, la paz es preciso tener una autoridad siempre, y que tenga por misión especial hacer ejecutar las leyes. Esta autoridad no puede ser otra que la del Poder Ejecutivo.
«Un Congreso dividido en partidos, agitado por pasiones diversas, estará expuesto siempre a poner trabas al Poder Ejecutivo, y tendrá por resultado fomentar desórdenes. El rol de un Congreso no es otro que hacer leyes, y el rol de un presidente es hacerlas cumplir por todos.
«Si se mezcla el Congreso en la administración, se debilita la autoridad, y serán desconocidos a la vez el Poder Ejecutivo y Legislativo. El defecto de las democracias modernas es de figurarse que se puede fortalecer la libertad debilitando al Poder Ejecutivo. Este es un error desastroso, que hace mucho tiempo fue señalado por Bossuet, que dijo: Lo que quisieran débil para oprimir, se vuelve impotente para proteger.»
«Los romanos entendían mucho mejor la cuestión cuando concedían a sus magistrados el poder sin restricciones, pero agregándoles la responsabilidad. »
«Ahí está la solución del problema. Para el presidente, libertad entera de acción y de toda responsabilidad, debe ser la divisa de toda república que quiera vivir.
«Toda intervención de parte del Congreso no tiene otro resultado que destruir la libertad de acción y la responsabilidad del presidente. Un país necesita sentirse gobernado, y tener ante si el poder que representa la ley, y la hace ejecutar.»
Estas citas que hago no sorprenderán el oído de nadie, pues que la condenación tan terrible de Webster, las afirmaciones de Andrews, las vengo repitiendo hace años por toda la América, exclamando: Vamos mal.
Si había, pues, desertado del Partido Liberal argentino como practicaron sus ideas los que intentaron la revolución motín de fines de 74, es porque persistían en errores y prácticas condenadas ya por los liberales que no incendian el Louvre porque fue morada de reyes, ni detestan un jardín porque en su suelo se paseo un tirano.
Si alguno me objetase que durante las épocas heroicas en que luchábamos por darnos una constitución, sin nombre, y que reuniese el país todo en cuerpo de nación, se me hubiese escapado una doctrina que no se ajuste del todo a estos principios, le contestaré lo que el ilustre doctor Vélez en igual caso respondió: «Tengo sesenta años, y estudio todavía y aprendo; ¡dichosos los que, como el senador, no han cambiado las ideas que tenían a los veinte años!»
Derecho tengo de citar un documento público, con que en esta sala se anunciaba la política que seguiría la administración que principió en 1868: «Los males que afligen a la República Argentina, dice, no son de hoy ni le pertenecen exclusivamente. El espectáculo de los alzamientos viene repitiéndose hace medio siglo, con los mismos caracteres e idénticas formas, y sin otras variaciones que nombres y pretextos diversos. Estos fenómenos sociales se reproducen, por otra parte, en todo el resto de la América Española ... Pocos son los estados que se han constituido después de sesenta años de lucha y esfuerzos, de manera que puedan hoy reposar tranquilos en su presente y puedan mirar sin alarmas su porvenir. Así, el mal es más profundo de lo que parece, y, revela causas crónicas que dan en todas el mismo resultado.»
«Es natural, decía poco después con la misma solemnidad, que, al iniciarse una marcha de progreso, al «ponerse en práctica doctrinas, que son las bases de nuestras instituciones escritas» se exageren, por su impotencia misma, «las resistencias presentadas por nuestros pasados resabios.»
«Sabremos también soportar la crisis con patriotismo y prudencia, mostrando a los demás pueblos que sabemos gobernarnos.
«Esta es la esperanza de todas las naciones; y yo no envidiaría el honor que hubiera de resultarles a los que, «lanzando al país en nuevas convulsiones», se encargasen de desengañar al mundo, y persuadirle que se anticipaba a «juzgarnos mejores de lo que somos.»
Esto era en 1869, y me parece que el gobierno cumplió su promesa, mostrándose siempre capaz de dominar la crisis, de los pasados resabios revolucionarios: pero lo que es reconocido por todos, es que con la cooperación del Congreso se contrajo a atacar las causas originarias de las convulsiones, y nunca, nunca, señor presidente, me atrevo a decirlo, en la América del Sur, ni en las Provincias Unidas, la Confederación o la República Argentina, administración alguna emprendió campaña más general, más larga, ni más triunfal que la que aquélla acometió contra el desierto, ensanchando y asegurando las fronteras contra la ignorancia, derramando la educación por todas partes, contra el aislamiento, prolongando las vías férreas y llevando el telégrafo a los confines para preguntar a los pueblos qué necesitaban, o qué deseaban. El campo de batalla está ahí, en el mapa, con las posiciones que ocupa el enemigo y las que tiene hoy, o le han devuelto los trastornos.
Pero el gobierno no fue feliz cuando pidió autorización para disponer de tierras públicas, y ubicar la emigración, dándole patria, hogar y medios de radicarse. El gobierno de Buenos Aires empezó a vender tierras fuera de fronteras; el de Córdoba reclamó como suyas las que reconquistábamos con la sangre y el tesoro de todos entre los ríos IV y V; y un partido en Corrientes propuso, por el programa de elecciones provinciales, resistir armados a la ley del Congreso que ordenase poblar las antiguas Misiones, que fueron por el rey encomendadas a su virrey, hoy rey la Nación Argentina.
En lo que no encontró directamente el apoyo del Congreso que solicitó encarecidamente, fue el punto mismo que, por sus fatales consecuencias da materia a este debate, y es el proyecto de ley que sometió a la consideración del Congreso recomendando la reforma de la ley de elecciones, la cual nos ha lanzado de nuevo en las antiguas convulsiones, y nos lanzará en un abismo de desgracias si no ponemos el hacha a la raíz del árbol, contentándonos sólo con cortarle la cabeza a la hidra revolucionaria.
¡Lo demás es andarse por las ramas!
¿De qué se quejan, por fin, mis antiguos e injustos amigos? El legislador no debe despreciar nada por indigno para remediar los males que revelan su misma indignidad.
No leeré manifiestos, pronunciamientos de soldaciones amotinados, que, haciendo tribunos populares, en lugar de proclamar las huestes que el gobierno les confió dando frente al enemigo hacia el desierto, señalan con la punta de la espada hacia su propia patria, la Casa Rosada en la plaza 25 de Mayo, como antes se les hablaba de Catriel y las tolderías de Calfucurá.
Pero quiero estudiar los síntomas en paciente más digno. Cuatro veces ha intentado la provincia de Buenos Aires elegir representantes este año, y cuatro veces han sido anuladas las elecciones porque no llenaban los requisitos de la ley. La Cámara del Congreso nacional acaba de juzgar téngase presente, ¡juzgar! no arbitrar - sobre este caso; la ley de elecciones, establece que dos tercios de elecciones practicadas materialmente entre ochenta y siete que son los partidos de Buenos Aires, serán el número suficiente para que haya elección válida; como al reunirse el Congreso se requiere haya dos tercios de sus miembros para abrir las sesiones. La ley de elecciones establece que, reunidos los registros de aquellos dos tercios constitutivos de una elección o un congreso - abierta y examinada la validez de cada uno - la mitad más uno del número constitutivo de aquellos dos tercios, hagan votación, es decir, elección, como en las Cámaras la mitad más uno hace votación, es decir, ley, haciendo quórum presente. Ahora, los departamentos electores son ochenta y seis; por tanto, para que haya quórum electoral se necesitan cincuenta y seis, los dos tercios.
La junta escrutadora reunió y mandó sólo cuarenta y cinco. No hay quórum electoral, pues... No hay elección, como no habría Congreso.
La Comisión de Peticiones de la Cámara, por cierto espíritu de curiosidad de que adolecemos todos, abrió los registros que le venían cerrados, y encontró que cuarenta y uno eran registros de elecciones - buenos o viciosos - y tres eran, uno una testamentaria, otro una factura, otro un oficio de un juez de paz a otro. Así, pues, ni la mitad más uno de una votación sin quórum, hay para llenar los requisitos de la ley, que fija el término de un mes, improrrogable como la naturaleza del caso lo exige, y van dos transcurridos.
¿Sabe, señor presidente, qué provee la ley parlamentaria, cuando en el curso del debate se va a votar, y falta el número de diputados para formar quórum? A pedido de un diputado o senador se manda pasar lista en asambleas que, como las de Inglaterra, Francia o Estados Unidos, no se puede verificar, por componerse de centenares de miembros, el número presente. Si falta quórum, el presidente manda traer arrestado por la fuerza, de sus casas, a los diputados o senadores que se han ausentado.
¡Lo he presenciado yo!
¿Qué se hace cuando un departamento electoral no cumple con su deber de enviar su representante al Congreso, a fin de que éste tenga siempre quórum? En algunos Estados se ha puesto una multa al departamento omiso, que paga a prorrata todos sus vecinos, para castigar las abstenciones.
¿Qué remedio se proponía en esta Cámara? El de prescindir del quórum, mitad más uno, y término improrrogable, y aceptar a fardo cerrado los cuarenta y un registros, fueran viciosas algunas de las elecciones o no, diciendo que la Cámara tiene facultad para ello.
No, señor presidente; la Cámara no tiene facultad para violar las leyes del Congreso, aprobadas por el presidente, que son las leyes de su país. El Congreso mismo no puede violarlas, mientras están vigentes. Sólo puede derogar una y substituirle otra promulgada con la aprobación del presidente de la República.
La Constitución no dice que cada Cámara es arbitro, arbitrador amigable componedor de elecciones sino que es juez de sus propias elecciones; y cuando dice juez de donde deriva juicio, juzgamiento, judicatura, enjuiciamiento, reviste a la Cámara de las altas y solemnes funciones del juez en su tribunal y le impone el deber de juzgar conforme a la ley y al hecho. Aplicada esta función al juicio de elecciones, o al juicio de altos funcionarios, es más estricto todavía el deber del juez. Si una mayoría accidental en una Cámara pudiese convertirse en arbitro de elecciones, nunca hallaría elección buena sino la de sus partidarios, y tendríamos por la renovación, que va a buscar un efecto contrario posible, no ya un largo Parlamento, sino una eterna tiranía, una inamovible tiranía parlamentaria. Si una vez una mayoría del Congreso estuviese en oposición con el presidente que le hace considerar a dos tercios la ley que votó a la mitad más uno, cada tres años, o cada año se acusaría al presidente, como se insinuó en esta sala acusar a uno, porque había quitado un galpón y caballeriza del frente de la Casa Rosada, y substituido por decencia un jardín con árboles y avenidas.
Esta cuestión, de si un Senado juzgando es congreso o juez, fue fijada en el juicio intentado al presidente Johnson, cuando cuarenta senadores eran sus enemigos de partido, y personales muchos y sólo diez no lo eran. Fue absuelto, porque cada uno se revistió de su carácter de juez, y falló conforme a derecho, y no conforme al deseo, interés o pasión de cada uno.
He aquí, pues, que en Buenos Aires, ahora que no se alega fraude, la ley de elecciones no puede funcionar, porque ella impone una liga de departamentos para dar entre todos, diputado a cada veinte mil que envían uno; y los departamentos que no cumplen con la ley, privan de representantes en el Congreso a los que la cumplen fielmente; aun los que la cumplen infielmente pueden traernos alzamientos y motines.
Sea, pues, la Cámara juez, y no arbitrador, que no está lejos de arbitrario; pero reforme el Congreso esa ley fatal, y rompa la liga ya impotente, tomando por base el derecho de cada veinte mil habitantes a estar presentado por sí en Congreso. Mientras esto sucede, no permita que los jefes del ejército den manifiestos, de expresión de agravios, hechos a otros que a Nambuenza, Pincén y a Casimiro, bien contra Jordán, u otros que intenten hacer pampa rasa de la Constitución y las leyes, pues esos solos son los que perturban la paz o tranquilidad que la fuerza tiene por misión guardar.
Me afirmo, en mi antiguo dicho: ¡Vamos mal! ¿Hay quien insista en decir: vamos bien? Pero hay ya una piedra de toque, y es nuestro lema, el lema de los republicanos de la Nueva Inglaterra, el lema del centro izquierdo republicano de Francia, el lema del autor de París en América, que todos aman.
Paz, orden público, libertad. Subscriban esta declaración que les impone la Constitución y el patriotismo, si no prefieren llamarse colonia en su propia patria, y volveremos a unir nuestros esfuerzos en servicio del país. No hablo de cosas imposibles. Hay quienes dieron al general Urquiza un abrazo, olvidando en aras de la patria, pasados agravios. Yo me glorío de haberle dado ¡tres abrazos! por los mismos motivos en las diversas ocasiones en que lo requirió el interés público. Pertenecemos todos al mismo partido, al partido nacional liberal argentino, y nadie, sin estar en rebelión contra su gobierno y amenazando con conmociones futuras que alarman al comercio, comprometen el crédito, y detienen el progreso, dejará de adoptar nuestra divisa republicana que a nadie daña: Paz, orden público, libertad! ¿Quién negaría su asentimiento a este programa, por la aspiración de nuestra divina alma hacia la libertad, escrito sobre el terreno de la historia sin desgarrarlo, impulsando al progreso humano, sin forzarlo a dar saltos mortales, como si los pueblos fuesen acróbatas? Las esposas, madres y bellezas virginales que, invocando la piedad con la pasión revolucionaria, honoraban ayer no más con sus simpatías, en la pobre memoria de un soldado obscuro, la rebelión, por la que nada hizo, ni morir siquiera; al decirles: amad el orden y la paz, que es vuestra misión en la tierra, y la salvaguardia de vuestros esposos y hermanos; ¿no probarían primero la copa medicinal para mostrar a los suyos, como la heroica enfermera, el remedio, a fin de inducirlos a vencer sus repugnancias? Si al comerciante, al empresario, al industrial, al banquero, que sólo pide paz al país para enriquecerse y enriquecernos, le dijéramos: Basta que subscribáis estas palabras al frente de vuestro escritorio, paz, orden y libertad, para que renazca la confianza, la seguridad, base de todo cálculo industrial; ¿se negaría?
¿Negaríanse ingleses y norteamericanos, que traen en la «sangre» y en los «huesos», las ideas de orden y libertad unidas?
¿Negaríanse los franceses, cuya asamblea misma por el órgano de la mayoría republicana los ha proclamado?
¿Los italianos, que han visto el «galantuomo» darse un brazo con el «héroe» desgraciado de Aspromonte?
¿Los españoles, que, por todo fruto de sus esfuerzos, han cambiado un varón por una mujer en el trono, con un don Carlos en permanencia, el prototipo de nuestros caudillos de pampas o montañas?
¿Los alemanes, que a su ciencia y su crítica de la historia han añadido la disciplina y orden prusiano para constituirse en nación y prevalecer sobre las que, por no tenerlas, sucumbieron?
¿Cómo es que los que escriben diarios en idiomas extranjeros, desdeñando ser ciudadanos, fomentan el desprecio a la autoridad, que el inglés asimila con la debilidad física - y mental, dicen en secreto - de una mujer? Pero es que nuestros malos y perversos hábitos corrompen el buen sentido de los europeos, aprendiendo lo que sus leyes propias les habían enseñado a mirar como criminal. «A la tierra que fueres, haz lo que vieres», y lo exageran, y de nuestras oposiciones adquieren el gusto de ser maldicientes, injustos, desconocidos, y. lo que es peor, a creerse desgraciados, malqueridos, y echar menos la pobreza y obscuridad de donde salieron.
No es en vano que lo recuerdo. Una reacción feliz se opera, y es una felicidad que su benéfica influencia nos venga, desde aquellos felices edenes de la inmigración y el trabajo, que impropiamente se llaman colonias, y que yo substituiría por una designación nuestra, llamándoles «chivilcoyes» de Santa Fe. Dos viajeros notables han sido recibidos estos días, y puesto en movimiento de fiesta el Chivilcoy San Carlos, población rural con mayoría italiana. «Dos manos entrelazadas», símbolo de unión como el de nuestras armas, era el lema adoptado para expresar sus sentimientos de fraternidad con los hijos del país. Pido a los hijos de esos bravos colonos que cuando sea esa parte del territorio argentino reconocido Estado o provincia, adopten por armas esas dos manos salvadoras: «¡Con este lábaro triunfamos!» Mi amigo el señor Conti, que viene de Italia a establecer la industria de preservar y exportar carnes, y me ha venido poderosamente recomendado, al ver la felicidad, la tranquilidad de que sus compatriotas gozan, se expresó así - permítanme leer estas notables palabras: «Señores: la acogida dada por vosotros a nuestro representante, prueba que recordáis con afecto la patria común. Y bien, señores: transportémonos con el pensamiento a Italia. ¿Y qué es lo que veis en Roma? Los dos más grandes héroes del «italiano risorcimento» que se estrechan la mano, y con los hechos proclaman que la Italia es, no sólo una, sino acorde y compacta; que en Italia no hay ya más partidos.
«El gran ciudadano José Garibaldi aseguró gloriosamente ese pacto de concordia, sacrificando al bien, a la fuerza de la nación, sus más caras aspiraciones, de modo que anuladas, destruidas las barreras provinciales, y los odios del partidista, puede ahora, por fin, la Italia lanzarse segura y con fe en la vía del progreso, y el desarrollo regular de aquella libertad que fue conquistada con la sangre de tantas generaciones.
«Y vosotros hoy, ¡oh conciudadanos! que imitáis a nuestro héroe, y de ello os doy con todo mi corazón las gracias, porque veo en este último hecho uno de tantos frutos que comienza a dar, aun en estas lejanas regiones, el ejemplo que en Roma os dieron, el rey galantuomo y el general Garibaldi. ..
«Nos encontramos en medio de un pueblo que a la par nuestra ha combatido y sufrido por su libertad y su independencia. El valiente pueblo argentino es nuestro hermano en los dolores y en los goces, en las batallas y en las victorias.
«Ha sabido cubrir su vasto territorio de telégrafos y de ferrocarriles, surcar sus ríos con buques y vapores de todas las naciones, adornar sus más ricas ciudades, y sus más humildes pagos con nobilísimos monumentos, elevados al arte, a la ciencia, a la divinidad.
«Campos ricos de trabajo y de ingentes capitales están acumulados; bibliotecas populares, escuelas mutuas y nocturnas, templos majestuosos, oficinas públicas, máquinas agrarias, y cuanto, en una palabra, puede considerarse como potente factor del progreso civil, y de los más elevados destinos a que está llamada la humanidad, todo esto hemos encontrado en nuestra excursión, a todo habíamos tributado aplausos; pero nada nos llegó al corazón, como aquellas manos que en este mismo momento se estrechan en signo de fraternidad. . . Estrechemos las manos, ¡oh, señores!, a estos hermanos los argentinos, que tan dignamente veo representados aquí, y desaparezcan, una vez por siempre, los celos y las disensiones - si existieron - con un pueblo que tan dignamente os hospeda.
«Con este pueblo marchemos juntos estrechados y al mismo paso; con esto las dificultades serán menores. La pampa ilimitada y desierta se cambiará, dentro de poco, en risueñas y floridas campiñas y más pronto y más fácilmente llegaremos a la deseada cumbre, a la cúspide de aquella montaña, hacia donde camina la humanidad: la fraternidad y la paz universal.»
«Y bien, señores: en nombre y por orden de nuestro viejo general Garibaldi, el héroe de dos mundos y de la libertad, el vencedor de San Antonio y de Palestrina contra los tiranos, el vencido de Aspromonte, de Mentana, os recuerdo que las dos «manos simbólicas, el orden y la libertad», están en nuestras armas nacionales. Estrechémosnos, y las nubes torvas que obscurecen nuestro horizonte se disiparán como el humo de chimeneas. Ya lo hemos hecho otras veces, y el sol que alumbra nuestros destinos ha iluminado grandes y gloriosos hechos. Eramos unitarios, y seguíamos a la corriente federal que arrastraba los sucesos, y entre nosotros no media un lago de sangre, como entonces.
Tales son, señor, los principios que me han guiado y los que me guían en la cuestión presente. He sido y soy liberal, y, como tal, conquisté un lugar honroso entre los notables de mi país; pero entrando en asocio con los que tal título se dan hoy como la ley en Inglaterra hace que se anuncien «limitadas» (limited) las compañías que no entregan todos sus bienes a la asociación. Soy liberal limitado como el ilustre Thiers proclamó la república «moderada», es decir, limitada, la única que podría salvar a la Francia de los furores de los republicanos rojos, inmoderados, por las necesidades de la tranquilidad, o las conspiraciones de los imperialistas, que creen y sostienen que la «libertad», la «paz» y la «victoria se hicieron «carne» en 1851, en el jefe que proclaman aún hoy después de la derrota.
Si estas limitaciones no bastan para explicar mis tendencias, acusado como estoy de amar el despotismo, diré que soy liberal «gubernista», en cuanto quiero que a nombre de la libertad, no se debilite la acción del gobierno; y debo esta justicia a uno de mis más calurosos oponientes de haber reconocido que esta fue la dirección manifiesta de mis conatos, muchos años antes de participar en el gobierno. Estoy pronto a jurar que sostendré la Constitución, y que respetaré y obedeceré a las autoridades; - de partidos contrarios - sin hacer armas para enderezar sus entuertos, o los del Congreso al dictar leyes, pero quiero que los que me expulsan de mi partido hagan otro tanto.
Otro punto que se liga íntimamente con las enmiendas y el que importa, a mi juicio, sostener a toda costa, es la parte que se refiere a los militares que se amotinaron alegando para, ellos causas políticas. Es el peligro más grande en una República el que viene de un ejército juez supremo y corte de apelaciones de los bandos políticos. Si el crimen permanece esta vez, impune, la sociedad queda a merced de los jefes de fuerzas y el gobierno obligado a estarles mirando la cara, aun siendo sus amigos. Peor todavía si sólo puede emplear a sus partidarios, porque entonces se creará una tiranía de partido, ¡Y adiós equidad y justicia al mérito!
La amnistía, tal como venía de la otra Cámara, echando la responsabilidad del motín sólo sobre los comandantes de los cuerpos, echa por tierra también la solidaridad que las leyes militares establecen sobre todos los que obedezcan al jefe amotinado desde que está declarado el; intento con hechos de que son todos jueces; escuda además contra el jefe supremo de este ejército, a los cómplices sostenedores y a veces instigadores del atentado, que no mandaban un cuerpo, pero que sin su conocida cooperación no podía llevarse a cabo. Si el perdón o amnistía les viene de otro poder que el de su jefe nato, la cadena de la disciplina queda rota, o laxa, y el ejército pierde aquella unidad que le da toda su energía. Otro es el efecto, cuando el que puede castigar perdona, porque, el perdonado se siente dependiente por la gratitud y el deber y no se ensoberbece como cuan-; do su impunidad le viene de un derecho propio emanado de otra fuente.
Daña, por el contrario, al mismo a quien se quiera servir, la amnistía. No inspirando absoluta confianza a su jefe porque lo relegará a la inactiva, pues que el presidente debe estar siempre en libertad de llamar al servicio activo a quien, por su rango y experiencia, convenga, seguro de que todos reconocen las leyes de la subordinación bajo el honor militar, sin agravios de terceros. El clemente papa, que para caracterizarse se llamó Clemente XIV, decía: «nada hay más cruel que un gobierno demasiado laxo, porque entonces los crímenes hacen más víctimas que el castigo oportuno».
Sin embargo, yo no pido castigos, sino que declaremos la impunidad en permanencia, «en ley». Preguntado Edmond About por hombres de Estado en Grecia, de qué medios se valen en Francia para reprimir el bandalaje: «Las leyes en Francia, se contentó con decirles, no fomentan este género de industria y ha desaparecido». Si no nuestras leyes - y yo lo sostengo nuestras ideas y nuestras costumbres fomentan los alzamientos, habrá rebeliones de Jordán, motines de Rivas y asaltos de Arredondo, mientras no se les ponga coto, castigándolos y deshonrándolos.
Los motines que trajeron los hechos que se intentan amnistiar sin reserva, han sido encabezados por jefes en servicio que pretendían tener el derecho, como «semiciudadanos», de ofrecer o imponer candidatos para la presidencia. Todos han faltado a orden expresa de no hacerlo, y muchos de ellos a las leyes del honor militar que hacen infame el engaño, para substraerse a sus deberes. El general que, sin estar en servicio, entregó sus despachos al gobierno a fin de que la espada que hubiera de desenvainar no fuese la que puso en sus manos la Nación, pronunció con esto el anatema con que el honor militar, salvado del naufragio a que arrastraban al político errores de escuela, pronuncia su anatema contra los traidores que con mando efectivo arrastraron al soldado a perturbar la tranquilidad pública, o dejar su puesto de centinela avanzado de la civilización hacia el desierto, los únicos propósitos para que fue armado.
Restablezcamos el sentimiento del deber en el ejército y reposemos tranquilos del temor de revoluciones. Esta enfermedad endémica de casi toda América del Sur ha perdido la fuerza de su virus desde que ha sido cauterizada en Francia, desde donde se propagó ahora ochenta años. Este último movimiento nuestro fue como un ataque de «epilepsia», germen mórbido puesto en nuestra sangre por los autores de nuestra existencia. Veíannos robustos, lozanos, y nos creían salvados. De repente, en medio de una fiesta, hablando de progresos, de educación, de ferrocarriles, de florestas y de jardines, la República entra en convulsiones, se macera el rostro, se revuelca por el fango con sus vestidos de gala, dejando a todos consternados y enmudecidos. Pero no hay que alarmarse.
Todas las revoluciones, como las llaman, han tenido, en estos últimos diez años, el éxito desgraciado que encontró ésta, no obstante su magnitud. La del Sur esclavócrata, en Estados Unidos, trajo por resultado precipitar la emancipación de la raza negra. La de París, la destrucción de la Comuna, que venía desde el 93 deshonrando la libertad, trajo el gobierno septennal para ahogar la anarquía y la República al fin moderada. La de España no ha dado más para ella que un rey, don Alfonso XII, en lugar de una reina, doña Isabel II, y no valía la pena este cambio, de haber, con los proyectos de elección de un rey, motivado la ruptura entre el gobierno francés y el prusiano, que tan inauditas calamidades trajo a Francia, mediocremente interesada en un rey, no de España, sino para España.
En presencia de aquellas grandes ruinas producidas, directa o indirectamente, por la manía revolucionaria, ¿qué vienen a ser las frustradas aunque desastrosas tentativas de trastorno que, iniciadas por Jordán en nombre de antiguos y vencidos resabios de la barbarie, han acabado por alzamientos contra el Congreso, minando la disciplina del ejército, aunque sin éxito, y sólo para hacer revivir el espíritu heroico del soldado argentino en La Verde y Santa Rosa?
El Congreso de Estados Unidos dejó al Poder Ejecutivo el cuidado de pacificar el país, y la Asamblea francesa no se ha ocupado hasta hoy en dar una ley de amnistía a los millares de deportados a Caledonia, donde cumplirán las penas a que han sido condenados, como los tribunales militares no trepidaron en degradar a uno de los más ilustres generales del imperio por haber desconocido un gobierno de hecho, pero que era el gobierno de Francia.
En lugar de amnistías, candorosas, que no harán que los amnistiados perdonen el agravio de haberlos perdonado, debiéramos contraernos a quitar los pretextos y los medios de intentar revoluciones. Si hayo pretextan abuso en las elecciones, enmendemos las leyes que lo hacen practicable, castigando a los infractores. Si la prensa es la orden del día y el boletín de las revueltas, hágasela entrar en el camino que la moral, la seguridad pública le trazan, preparando, como la republicana Francia, una nueva y más eficaz represión del abuso. Si generales en servicio activo traicionan su deber, si jefes violan su consigna, si otros en disponibilidad asaltan a los jefes del ejército y los matan para reemplazarlos sin comisión, si el honor militar se ha hecho una máscara para engañar y mentir, seamos implacables con estos que no son errores políticos, sino crímenes vergonzosos que perdonándolos nos salpican con su vergüenza, y entonces tendremos paz y tranquilidad; paz, porque nuestro valiente ejército no será prostituído por jefes «condotieri»; tranquilidad, porque sólo pervirtiendo al ejército pueden intentarse revueltas.
Por más que no se crea, hemos andado mucho camino en el sentido de la pacificación.
No lo desandemos en un día de flaqueza y de contemporización, no con las personas que están a salvo, sino con las ideas criminales que se ostentan triunfantes sin embozo.
Por lo que a mí respecta, ya que no me ha sido dado apartar de mis labios, por el aplazamiento, esta copa amarga de una amnistía desdeñada, intempestiva y sin distinción entre el error político, el crimen y el deshonor de nuestras armas, antes exentas de mancha, quiero por lo menos, que conste que la apuro sin vacilar y lleno mi deber en el modo y forma que mis antecedentes y mis ideas me lo prescriben.
A los que han ejercido funciones administrativas les consta que los gobiernos están condenados a saber más de lo que se trama que los mismos que lo hacen.
No es este el lugar de revelaciones de que me he abstenido en posiciones en que habría sido justificado por el deber; pero la ley de amnistía, tal como fue concebida originalmente, como la modificó la Cámara y propone enmendada vuestra Comisión de Negocios Constitucionales, ni por encima toca a los verdaderos criminales que fueron los que redujeron a los jefes del ejército y engañaron con apariencias que parecían verdades, al que hizo suya la demanda, acaso por salvar a sus partidarios políticos. Me consta que resistió enérgicamente dos meses antes del abortado pronunciamiento; un mes después persistía en lo mismo contra sugestiones pérfidas.
Quince días antes estaba yo perplejo, pero ponía por condición salvar el principio de la autoridad del gobierno que todos reconocían como legítimo; ocho días más tarde le presentaron la abultada lista (garantida) de los elementos con que cantaban y lo arrastraron acaso...
Concluyo, señor presidente, indicando que si no se hallan admisibles las reservas y limitaciones que la Comisión propone, se prefiera el expediente de aplazar una cuestión que ninguna vida compromete y a poquísimos daña directamente. La administración que comienza con un desconocimiento de su legalidad, tiene otros embarazos que retardan su acción y no necesito apelar a la experiencia personal de los señores senadores, que casi todos han desempeñado funciones públicas, para indicar las dificultades que rodean a una administración nueva, aun cuando desde su origen sea universalmente reconocida legítima. La pasada administración no gobernó con el asentimiento de aquellos liberales sino a los cinco años de funcionar y después que su jefe escapó por milagro de la providencia de ser muerto a balazos y puñaladas. Sólo entonces se perdonó a la ley de presupuesto dotar de una escolta para guardar su persona; testigos estas murallas que han oído pedir su supresión y negar forraje para los caballos: todo por amor de la libertad.
Sr. Presidente. - Invito a la Cámara a pasar a un cuarto intermedio.
____________
Sr. Sarmiento. - Las irregularidades no son crímenes.
Sr. Rawson. - Bien; ruego al señor senador que me permita desenvolver mi pensamiento.
La Comisión dice en su informe: esta indemnidad no es cosa nueva, no la inventamos nosotros; esta indemnidad se ha verificado también por una ley del Congreso de Estados Unidos, con referencia a irregularidades análogas de agentes de la autoridad, cometidas en ejecución de órdenes superiores" durante la rebelión.
Y tomando literalmente la ley sancionada por el Congreso americano, apliquémosla a las condiciones nuestras, apliquemos a la vida práctica y política nuestra las mismas palabras para ver si ella tiene el mismo alcance, si llega a las mismas condiciones.
Señor presidente: tengo a la vista la ley de Estados Unidos, a la cual la Comisión se refiere, y me voy a permitir leer dos de sus secciones, para que vea cuan lejos está aquella ley de la que la Comisión propone.
Vamos a acentuar el significado de esta, palabra «irregularidad», por los hechos y antecedentes nacionales de este país, por opiniones personales de algunos miembros de la Comisión, en diversas ocasiones, y por las prácticas ordinarias nuestras.
La sección 4° de la ley 3 de Marzo de 1863, de Estados Unidos, dice: que cuando se presente en juicio una acción cualquiera, civil o criminal... ¬he perdido el texto literal - que cuando por orden del presidente de la Nación o de una otra autoridad constituida por él, los ejecutores de órdenes de arresto, de prisión, de embargo o de pesquisa, cometen irregularidades - son los únicos cuatro casos de que habla la ley - no se podrá derivar de ellas el derecho de ejercitar acciones civiles o criminales contra los ejecutores de tales alteraciones u omisiones.
Es decir, que los agentes de la autoridad pueden arrestar, aprisionar, embargar o pesquisar una casa o domicilio sin las formalidades requeridas por las leyes generales, para realizar estos actos, sin que esto, desde luego, importe una responsabilidad directa para ellos, por la cual puedan ser demandados ante los tribunales ordinarios.
El objeto se ve claro.
Era el año 1863, era en plena rebelión; los agentes de la autoridad que ejecutaban estos, embargos, prisiones, arrestos, etcétera, eran generalmente militares que estaban al servicio público de la guerra, la ley quiso cubrirlos tem¬poralmente con una protección acordada para el solo caso de la desviación de las costumbres y de las leyes del país, en cuanto se refiere a estos cuatro únicos actos que la ley menciona. Pero tiene un significado todavía más edificante.
El poder de suspender el hábeas corpus está deferido a una autoridad indefinida. Se podrá suspender, dice la Constitución, y no dice la autoridad que debe suspenderlo.
En tantos años de paz, tan innecesario había sido poner en ejercicio esta prerrogativa del gobierno, que ni se conocían los medios, ni la tramitación para realizarla.
Estalla la guerra; el presidente Lincoln suspende el ejercicio del hábeas corpus, manda hacer arrestos, pesquisas, etcétera, militares. Reúnese el Congreso en seguida, y el Congreso encuentra que el presidente Lincoln había violado la Constitución, que el presidente no tenía derecho de suspender el hábeas corpus, que era una facultad legislativa, como todas las demás, que era necesario un proceso de ley para cubrir al presidente Lincoln de los excesos que se hubieran cometido en ese sentido. Este es el origen de la ley de la suspensión del hábeas corpus, estableciendo las reglas que deben observarse en su ejecución, cubriendo al presidente (por la sección 4°) de las irregularidades (según su sentido) que hubiera cometido en aquellos sólo cuatro casos de que se trataba. Pero la sección 7° de la misma ley establece que cuando hubieran pasado dos años de los actos de arresto, prisión, etcétera, ejecutados por los agentes de la autoridad, los agraviados tendrían el derecho de presentarse contra ellos y deducir sus acciones civiles o criminales contra los ejecutores de aquellos actos. No quedan, pues, remitidos esos delitos, meros delitos que eran una consecuencia de la guerra y de la alarma general y que no pasaban de aprisionar, arrestar y embargar propiedades o armas. Aquello mismo no estaba irrevocablemente remitido, aquello estaba sometido a los jueces ordinarios; pero las acciones no podían ejercitarse sino pasados los dos años. ¿Por qué? Porque los legisladores pensaban que a lo menos dos años duraría la guerra, y que entre tanto mejor era que sufrieran alguna rémora los derechos individuales perjudicados, y no se perjudicara la libre acción en su lucha contra los rebeldes, que constituía el objeto principal de la vida política de aquel país en ese momento.
Sin hablar, pues, del significado de esa palabra irregularidad, que ha conmovido todos mis nervios, y aun suponiéndola tan benigna como lo es en la ley de Estados Unidos, hay siempre una grande diferencia que afecta a la ley natural, que afecta al derecho y a la dignidad humana; y según el proyecto de la Comisión, esas irregularidades, aun suponiéndolas benignas, repito, serán irrevocablemente remitidas, y los perjudicados, en ningún caso, tendrán derecho a repetir contra los ejecutores.
¡Cuán grande diferencia! ¡En aquel país, respetando siempre el derecho individual, que es el objeto del gobierno, suspende ese derecho por un tiempo prudencial, mientras dura la lucha con el enemigo común; pero deja subsistente la acción de los particulares damnificados, para repetir contra los que hubieran sido la causa de sus perjuicios!
En esto ya se ve que la Comisión se ha extraviado, pues pretende que haya una ley positiva que exima al culpable de la responsabilidad del crimen o delito que haya cometido y que prive al inocente del derecho de intentar la acción civil o criminal que se derive de la naturaleza del perjuicio que ha sufrido. Esto es contra todo principio de derecho.
Pero no es eso lo que ha alarmado profundamente a la sociedad entera; y digo con énfasis: la sociedad entera, por si hay órganos para manifestar y reproducir las diversas opiniones sociales, todos están de acuerdo en condenar esto, no ya por ignorancia, no ya por pasión de partido, sino porque entraña este proyecto una amenaza terrible, que es preciso conjurar aclarando desde luego y condenando la doctrina que le sirve de base.
Yo también, como la Comisión, señor presidente, he de buscar en los antecedentes nacionales hechos que me expliquen el significado de la palabra irregularidad. Yo pregunto: ¿cuáles son los antecedentes nacionales en materia de irregularidades cometidas por autoridad inferior o subalterna en virtud de orden de autoridad superior? ¿Las de prisión, arresto, embargo temporal, las de pesquisas? Esos son pecados veniales; esos no necesitan indemnidad; entre nosotros ésa es la costumbre, esa es la ley. No se trata de eso; se trata señor presidente, de aquellas irregularidades que están marcadas en 'nuestra historia con sangre, con luto y con lágrimas. Se trata de la manera cómo se ejecutaban las órdenes de las autoridades en nuestro pueblo.
Cuando el señor Rosas, gobernador de Buenos Aires, encargado de las relaciones exteriores de toda la República, mandaba ejecutar una orden de aquellas a que se refiere el proyecto de la Comisión, es decir. ..
-El señor Sarmiento interrumpe al orador, hablándole al oído.
Sr. Rawson. - Estoy explicando a mi manera.
Decía que cuando Rosas mandaba ejecutar una orden, en los casos propuestos por el proyecto de la Comisión; es decir, cuando se trataba de combatir y vencer fuerza armada para resistir a la autoridad y a las leyes del país, entonces los agentes establecían ciertas prácticas muy conocidas entre nosotros ...
Sr. Sarmiento. - Yo quisiera, sin embargo, señor presidente, que la administración de Rosas no entrase en el número de las administraciones constitucionales de la República; son tiempos horribles, que yo no he presenciado y que no los he sentido como los que han vivido bajo ese gobierno. Pero aquí debe ser prohibido citarse como elemento de gobierno, hechos que corresponden a un gobierno bárbaro.
Debe creerse que lo que yo hablo es dentro de los límites de la legalidad, de los gobiernos constituidos.
Así, sin salir del debate, se puede hacer otras comparaciones.
Yo no me he encontrado bajo la administración de Rosas. Aquello no era gobierno.
Pido que se circunscriba el señor senador a los tiempos constitucionales.
Dentro de los casos constitucionales ha de haber muchos casos para explicar eso.
El señor senador preocupa al público injustamente, haciéndome a mí mismo seguir los pasos de Rosas.
He creído indispensable hacer esta interrupción. Sr. Rawson. - Continúo, señor.
Dije al principio de mis palabras que tenía, la intención de entrar a la cuestión política en toda su intensidad.
Este país tiene una historia y una historia larga, y una vez que encontramos en nuestro camino gobiernos...
-Interrumpe al orador el señor Sarmiento hablándole en voz baja.
Sr. Rawson. - Quedará satisfecho perfectamente, después que me haya oído hablar.
Sr. Sarmiento. - Es que yo pediría que se llamase al orden al señor orador.
Sr. Quintana. - Señor presidente: durante hora y media hemos escuchado un discurso fuera de la cuestión; un discurso personal, un discurso agresivo, un discurso provocativo, sin que de nuestros labios se haya escapado una palabra, y ante el cual hemos hecho muchos sacrificios para callar. Si el señor senador quiere hablar, que aprenda a callar y deje hacer uso de la libertad de palabra. (Aplausos).
Sr. Sarmiento. - Yo necesito la más completa libertad para cumplir con mis deberes, y no puedo estar bajo la reprobación de quien no tiene autoridad para hacerla. Salga la barra afuera, y en la calle asesínenme si quieren, pero aquí respétense mis derechos de senador. Pido, señor presidente, que salga la barra.
-Apoyado;
Sr. Torrent. - Es atribución del presidente.
Sr. Oroño. - Me parece que, desde que el señor senador por San Juan tenga la paciencia de escuchar como nosotros hemos escuchado su discurso, la barra no ha de hacer ninguna manifestación.
Sr. Presidente. - Debo hacer presente que se está discutiendo algo que no puede discutirse; el reglamento dispone que el senador que tiene la palabra es el único que puede pedir al presidente que se observe el reglamento en cuanto a las interrupciones, y el señor senador por San Juan doctor Rawson, no ha pedido al presidente que hiciera efectuar esta disposición del reglamento.
Sr. Rawson. - Señor presidente: el señor senador por San Juan, mi honorable colega, ha pedido se me llame, al orden porque he introducido en el debate reminiscencias de veinticinco años atrás, y como esto me detiene en mi palabra, como no sé yo si el Senado mira como inconveniente o importuno el pedido de que se me llame al orden lo que es una reprensión al senador que habla, yo pediría que la Cámara se pronunciara al respecto.
Varios señores senadores. - No hay necesidad. Sr. Frías (U.). - Está fuera de la cuestión.
Sr. Rawson. - El senador por Tucumán dice que estoy fuera de la cuestión; no es eso de lo que se trata, sino de que si estoy en el orden o no.
El señor senador por San Juan ha pedido que se me llame al orden.
Sr. Quintana. - Y parece que no necesita que se apadrinen sus palabras, como lo hace el senador por Tucumán.
Sr. Rawson. - Pido una declaración de la. Cámara. Varios señores senadores. - No hay necesidad.
Sr. Quintana. - Es cosa sumamente extraña, señor presidente, lo que pasa en esta Cámara desde hace pocos días.
He dicho al señor senador, y apelo al testimonio de la Cámara, que hemos escuchado hora y media un discurso agresivo, un discurso personal, un discurso provocativo, completamente ajeno a la cuestión que se debate. No he escuchado aquí un solo señor senador que participara de las ideas del señor senador que así hablaba a nombre de una Comisión; no he escuchado, digo, señor presidente, de parte de esos senadores, de ninguno, una sola interrupción que le llamase a la cuestión. Nosotros hemos tenido la paciencia necesaria, la debilidad, diré, señor presidente...
Sr. Torrent. - El patriotismo de escuchar tranquilamente ese discurso.
Sr. Quintana. - Ahora, señor presidente, que se trata de tomar en consideración, por lo que importa a los intereses del público, por lo que importa a la vida de las instituciones, pollo que importa a la moral, las doctrinas liberticidas, las doctrinas despóticas, que se han vertido en ese discurso, señor, aquel que dice que viene al Senado a que se le escuche y no a. escuchar, es el primero en interrumpir en el uso de la palabra al señor senador que le debe contestar. ¿Es esto, señor, no digo el derecho de un senador, es esto el derecho de un hombre hidalgo siquiera? Ahora el señor senador por Tucumán, que está al lado del señor senador por San Juan y que tan paciente, como nosotros, ha escuchado ese discurso, a las primeras palabras del que lo contesta, sale a pedir que se le llame a la cuestión.
Sr. Frías (U.). - No he dicho eso; lo que he dicho...
Sr. Quintana. - Perfectamente sé lo que ha dicho y más perfectamente lo que quiere.
Sr. Presidente. - Se está fuera de la cuestión.
Sr. Quintana. - Estamos, señor presidente, perfectamente dentro' de la cuestión; y hoy, señor presidente, es necesario que se decida, una vez por todas, si todos los señores senadores tienen idénticos derechos, o si hay quien lo tenga para coartar el uso del derecho legítimo de los otros. (Estruendosos aplausos). Una vez por todas vamos a resolver.
Sr. Presidente. - Vaya levantar la sesión para despejar la barra.
Sr. Oroño. - He dicho antes, y vuelvo a repetir, que no habría necesidad de hacer eso, con tal que el señor senador por San Juan tenga la paciencia de escucharnos como nosotros la hemos tenido de escucharlo; la barra se mantendrá tranquila. (Aplausos).
Sr. Presidente. - Se levanta la sesión...
Sr. Quintana. - (Al levantarse el señor presidente): No, señor presidente; no se puede despejar la barra sin terminar la discusión sobre, este asunto.
-El señor presidente deja su asiento y se retira con varios señores senadores a antesalas, quedando el señor Quintana usando de la palabra bajo manifestaciones tan estruendosas de la barra que obligaron a suspender la sesión mientras la barra se despejaba.
-Una vez despejada ésta, continúa la sesión.
Sr. Torrent. - Pido la palabra.
Es para hacer una moción de orden. Después del incidente desagradable que ha tenido lugar, y siendo ya la hora bastante avanzada, quizá el señor senador por San Juan no expusiera sus ideas con la amplitud que desearía, por no fatigar a la Cámara y demorarla más tiempo. Creo, por lo tanto, que debemos darle al señor senador los medios para que hable todo el tiempo que necesite; y, al efecto, hago moción para que se levante la sesión y continuemos esta discusión en la próxima.
Sr. Rawson. - Yo apoyo la moción del señor senador, tanto más cuanto que, como lo he anunciado antes, necesito extenderme mucho en mis observaciones, y ahora, en el tiempo que queda, no hay espacio bastante para ese fin. Apoyo, pues, la moción del señor senador.
Varios señores senadores. - Apoyado.
Sr. Presidente. - Estando suficientemente apoyada esta moción, se votará si se levanta o no la sesión.
-Se votó y resultó afirmativa, levantánse en seguida la sesión.
-Eran las cinco y quince minutos de la tarde.

NUMERO 23
21° SESIÓN ORDINARIA
[8 de Julio de 1875]
Presidencia del señor ACOSTA
Senadores presentes: Alvarez, Arias, Barcena, Bazán, Bustamante, Colodrero, Colombres, Cortés, Corvalán, Eehagüe, Frías (L.), Frías (U.), García, Gorostiaga, Lucero, Molina, Navarro, Oroño, Pruneda, Rawson, Sarmiento, Torrent, Vallejo y Villanueva.
Senador ausente, con licencia: Rocha.
SUMARIO
1.-Asuntos entrados.
2.-Moción del señor senador Sarmiento para que se nombre una comisión para que investigue sobre los sucesos ocurridos en la barra del Honorable Senado. Pasa a comisión.
3.-Continúa la consideración del proyecto de ley de amnistía general.
-En Buenos Aires, a ocho de Julio de mil ochocientos setenta y cinco, reunidos en su sala de sesiones el señor presidente y los señores senadores arriba inscriptos, se abrió la sesión con inasistencia del señor Bocha, con licencia.
1
Leída y aprobada el acta de la anterior de 6 de Julio corriente (20° ordinaria), se dio cuenta de los asuntos entrados, …
2
Sr. Sarmiento. -- Pido la palabra antes de entrar al debate.
Sr. Presidente. - Si es para hacer una moción de orden, no hay inconveniente, porque el otro senador por San Juan tenía la palabra.
Sr. Sarmiento. – Voy a hacer una moción antes de entrar al debate, que pertenece a las que el derecho parlamentario tiene establecidas como mociones de privilegio, que interrumpen todas las mociones, la orden del día y hasta el orador que tiene la palabra.
Quiero dar conocimiento oficialmente al señor presidente de ocurrencias graves que amenazan destruir el sistema representativo por su base, a saber, la libertad absoluta y completa de la palabra, que la Constitución y la naturaleza de las cosas mismas aseguran a los diputados y senadores.
Hace dos días, señor presidente, que ha habido excitaciones en la barra y entre los señores senadores; pero parece que concluida la sesión ha debido ocurrir algo tan serio, que muchos de los señores senadores no salían por lo pronto a la calle y el peligro debería ser tan grande, que el señor senador Quintana, con mucha generosidad, vino a ofrecerme su compañía para poder salir a la calle. Tuve el sentimiento de no poder aceptarlo, porque, en el estado de la opinión, ante el espíritu de tergiversación de las cosas más inocentes que predomina en cierta parte del público, podía suceder que el acto tan caballeresco del señor senador Quintana, se tradujese porque iba a presentar una especie de ecce homo a la puerta del Congreso, perdonado o favorecido. En fin, se han producido escenas que, como antes he dicho, destruyen todo el sistema representativo.
Las instituciones modernas, señor presidente, están basadas en una base fragilísima, en ciertas, convenciones humanas, si es posible decirlo así, contra natura, contra fuerza y contra sentido común. Así, a un senador o a un diputado lo protege un convenio público, lo mismo que protege a una señorita hermosa de quince años que puede andar sola libremente en la calle y a la que, si no son los caballos, es seguro que el último peón de Buenos Aires no la ha de requebrar, no la ha de tocar, ni la ha de decir que es linda siquiera; porque es un acto que levantaría hasta las piedras contra el hombre que le faltara el respeto. Es porque todo el mundo civilizado está convencido de que una niña, por lo mismo que es débil y hermosa, puede andar por todas partes segura de que la dignidad del hombre civilizado ha de defenderla contra los ataques del hombre bestia, que está con nosotros.
Esta es la garantía del sistema representativo.
Bien. Unos cuantos hombres, aunque no sean más que veinte, se han creído que representan dos millones o ciento treinta millones de hombres, como los hay en Inglaterra hoy día; pero hay un acuerdo universal por el cual se ha convenido que a ese hombre que representa al pueblo, aunque sea medio loco o extravagante, porque se sabe que tiene ciertas ideas especiales, ha de ser respetado con el carácter de senador.
¿Por qué? Porque en él se ha hecho la encarnación de ese pueblo y está representada la dignidad, no digo de las costumbres y de la civilización, sino la dignidad de un pueblo republicano.
Señor presidente, yo me aflijo, no desde ahora, por lo que está pasando y pasa en la República Argentina, que ha pasado por todas las desgracias que han sufrido los demás países; pero el medio de remediarlas, es ser mejor de lo que fueron nuestros padres.
Mas por lo que yo me aflijo, sobre todo, señor presidente, es ver jóvenes que están estudiando, jóvenes de quince y veinte años que tienen el coraje de esperar a un senador, a la salida del Congreso para hacerlo pasar como por una carrera de baqueta, jóvenes que me interrumpían el paso y que puestos en mi presencia, mirándome, me hacían el saludo de un silbo o una risotada, una burla. Y yo pregunto, señor presidente, ¿en qué país estamos? ¿A qué tiempos hemos llegado?
Yo podría decirle a algunos de estos jovencitos: «Venga, hijito, a mi lado; hablaré con usted. ¿Qué edad tiene? Vea la mía; está usted sano, fuerte y robusto, y yo soy anciano, hasta sordo estoy, tengo eso más que me impide hasta oír bien las injurias que me dirigen. ¿Qué ha visto usted, chiquillo? Nada, mi colegio, mis cuatro cuadernos que yo ya no los veo, porque esas cosas yo ya no veo. ¿Cómo, pues, con mis viajes, con mi contacto en el mundo, no tengo mérito ninguno, ni merezco que me respeten siquiera? ¿Cómo es posible que me desprecien altamente, diciéndome en mi cara, «si usted fuera como yo?» Sí; pero ya he dicho que esto no es más que la depravación en que vive la juventud, el resultado de ideas perversas que se mantienen entre nosotros, ideas que hacen creer que el republicanismo consiste, - la independencia y la democracia - en pisotear las instituciones por medio de los hombres que la representan.
He sido vejado, señor presidente, insultado; no creo que tenga seguridad en la calle de hoy en adelante en Buenos Aires y tengo mucha razón para decirlo; pero al mismo tiempo creo que los remedios están en mi mano y quiero hacer uso de ellos.
Si las voces de reprobación, si los gritos que se dan, si la fuerza del número que pesa sobre mí principalmente, son medios de coacción para hacerme pensar como desean los que piensan en contra de mis ideas, yo diré a los que tengan la posibilidad de hablar con esos jóvenes, que no conocen la historia. Yo soy don yo, como dicen; pero este don yo ha peleado a brazo partido veinte años con don Juan Manuel de Rosas y lo ha puesto bajo sus pies, y ha podido contener en sus desórdenes al general Urquiza, luchando con él y dominándolo y que no son los chiquillos de hoy día los que me han de vencer, viejo como soy, aunque dentro de muy pocos años la naturaleza hará su oficio.
Bien, señor; - permítaseme apelar a la misma experiencia de la vida pública - vamos en un perverso camino; todas las medidas para contener esos desórdenes con la fuerza, hoy día no van a remediar nada, señor presidente; no van a remediar nada, porque estos males nacen de ideas erradas, pero creo que pueden corregirse poniendo en ejercicio los buenos principios, comenzando por reconocer los principios fundamentales en que está fundado el Parlamento.
Desde muchos años atrás se me conoce al servicio de estas ideas y en todas las situaciones que se han presentado, siempre he dicho: vamos al origen de estos males, pero me parece que hay síntomas tan manifiestos que creo van a desquiciarse o a debilitarse los pocos resortes que quedan de respeto a esa fragilidad en el seno del corto número de hombres que tienen el poder de decidir de todo, que creo que deben tratar la cuestión en toda su magnitud.
No es de esta Cámara, ni con respecto a mí, que han empezado los desórdenes; sé que en la Cámara de Diputados de la provincia se cometen tantos desórdenes que ya no puede funcionar aquel Cuerpo; por una palabra descuidada en alguno de sus miembros, por algunas frases vulgares dichas allí, la barra se apodera de ellas y basta el nombre de «la chancha renga», según me dicen, para que no pueda haber debate, porque el desorden llega a su colmo.
En la primera sesión que hubo sobre esta cuestión de amnistía, noté que había un mayor número de barra que de ordinario. Esto a primera vista, mostraba por lo menos, un síntoma de que había un gran interés en el público, lo que es excelente, porque séame permitido decir que no soy yo el senador que menos deseara ser oído; tengo el hábito de hablar, de predicar, de emitir opiniones y es seguro que he de ser uno de los que quieren que la barra sea lo más grande posible, sin desearlo ni solicitarlo; pero se trabó una discusión que no oí bien, porque era de aquel lado - el extremo opuesto - y oí de repente descargarse una tormenta de aplausos y silbas. No era por mí sin duda; y sin embargo, yo oí aquí a unos pronunciar las palabras «la chancha» y a otros, «loco». No era a mí sin duda. ¿Será que habrá muchos y lo disimularán?
Todo esto pasó. - Al otro día he visto la barra llena de compostura, oyendo todo lo que se decía, aun lo que podía desagradarle, sin dar señal ninguna de desorden; pero en un momento dado, como si un resorte se hubiera movido, porque no fue uno sino cien, como la descarga de un regimiento, la barra aplaudía o vituperaba en masa.
Todas estas escenas, pues, indican que es necesario ocuparnos de esta grave cuestión.
Yo no sé cómo se ha introducido entre nosotros esta palabra «barra» que yo busco, porque necesito siempre buscar la definición de las palabras y no la encuentro.
La barra de los Parlamentos es una parte baja destinada para ciertas funciones del Parlamento mismo, de manera que al ir a buscar las leyes sobre esta clase de desórdenes, me he encontrado que es un cuerpo anónimo, que no es un hombre, ni un individuo que pueda responder por todos.
Como todas nuestras leyes están montadas sobre esta base: de todo acto humano responderá un hombre, sea uno o ciento. Si es un individuo, el reglamento dice: «Si alguno abusase o hiciera desorden, ese será emplazado»; pero me parece que el señor presidente no ha de estar desde allí viendo quién y conociendo las personas, porque no se le ha pasado la lista de los individuos que están allí y la ley quedará sin efecto o sin que se aplique.
Es menester, pues, señor presidente, que haya a quien aplicarla, porque hay una justicia parlamentaria que no es la justicia de los tribunales y para la cual no es un embarazo no saber sobre quién cae la culpa, porque basta que se haya cometido el desorden.
Sírvase el señor secretario leer en la Constitución los artículos 22, 33, 60 y 61.
-Se leyeron así:
«Artículo 22. -El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución.
«Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.
«Art. 33. - Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados, pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno.
«Art. 60. - Ninguno de los miembros del Congreso puede ser acusado, interrogado judicialmente, ni molestado por las opiniones o discursos que emita desempeñando su mandato de legislador.
«Art. 61. - Ningún senador o diputado, desde el día de su elección hasta el de su cese, puede ser arrestado, excepto el caso de ser sorprendido in fraganti en la ejecución de algún crimen que merezca pena de muerte, infamante u otra aflictiva, de lo que se dará cuenta a la Cámara respectiva con la información sumaria del hecho.".
Sr. Sarmiento. - En la Constitución de la Confederación, señor presidente, no existía un cierto artículo que es hoy día expreso en todas las constituciones para, salvar la estrechez de los límites de un instrumento, como es la Constitución, en la cual no puede caber un volumen de derechos, prescripciones y garantías que no están enumeradas ahí, pero que podía creerse que están suspendidos o no rigen en nuestro país. Se agregó, pues, en la reforma adoptada por la Nación después, el artículo 33, que dice: «Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados, pero que nacen del principio mismo de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno.»
Estos principios, señor, que son ya parte de nuestra Constitución, tuve el honor de hacerlos valer en la condenación de Rosas, porque se creía que la Constitución dada en 1854, no podía obrar retroactivamente sobre casos anteriores a ella; y puedo probar, con buenas autoridades, que el sistema representativo existía desde el año 10. Y él trae consigo este poder inherente a él, de juzgar los hechos, y que la Constitución de Buenos Aires entonces no hacía más que consignar por escrito, lo que ya nuestra Constitución y la esencia misma de la revolución del año 10 tenía consignado.
Excuso la lectura de los artículos del reglamento 186 y 187; sólo haré valer el 88: «Queda prohibida toda demostración o señal bulliciosa de aprobación o desaprobación».
No es para los señores senadores esta prohibición, es para los que son extraños a este Cuerpo. La violación de todo el sistema representativo. Una hora después de esto, no existe el sistema representativo y digo más, no existe la verdad tampoco, no existen las razones de derecho que alegaría un hombre para decir: yo he hecho esta acción. Los señores senadores presentes aquí pueden decir en descargo de su conciencia: he votado en tal sentido, me abs¬tuve de hacer tal observación, porque estaba dominado por el terror; porque no era posible conservar mi juicio; no tenía miedo de que me mataran o de que me rompieran la cabeza, pero mis nervios no. son para sufrir estas presiones que me están haciendo de todas partes, esta mala voluntad, que le estén fulminando con puñales, puñales que no son estos que usa la gente bruta, son los puñales de la inteligencia; una cara indignada, el desprecio pintado en el semblante de lo que se cree que es pueblo. Y hay hombres que se turban y no pueden aguantar eso, porque no todos los hombres han tenido el tiempo de educar sus nervios como los que han vivido en medio de los peligros y las dificultades, como los militares que no les hace mucha impresión la metralla. ¿Cómo ha de legislar, pues, un senador si no tiene el mando de su razón, cuando está perturbado, no por el miedo, sino por el vejamen que sufre? Y cuando se va a hablar de leyes, de derecho, ¿cómo se puede conservar la paz del alma, para tales cuestiones?
Lo que deseo, señor, es que se lean los incisos 1 ° y 2° del artículo 30 de las leyes generales, que son parte integrante del debate, y los artículos 31, 32 y 36 de la misma.
-Se leyeron, dicen así:
«Art. 30. - Cometen desacato contra las autoridades:
«1° Los que perturban gravemente el orden de las sesiones de los cuerpos colegisladores, y los que injurian, insultan o amenazan en los mismos actos a un diputado o senador.
«2° Los que calumnian, insultan o amenazan a algún diputado o senador por las opiniones manifestadas en las Cámaras.
«Art. 31. - Si el desacato consiste en la perturbación del orden de las sesiones, la pena será la prisión de uno a cuatro meses o una multa de 20 a 100 pesos fuertes, o. una y otra juntamente.
«Art. 32. - Si consistiese en calumnia o el insulto de que habla el artículo 30 fuese grave, la pena será la de prisión desde dos hasta doce meses o una multa de cuarenta a cuatrocientos pesos fuertes, en favor del ofendido, o una y otra juntamente.
«Art. 33. - El que con violencia o con fines contrarios a la Constitución, o por otro motivo reprobado, impidiese a un senador o diputado asistir al Congreso sufrirá la pena de prisión por seis o dieciocho meses o pagará una multa de doscientos a seiscientos pesos fuertes, o una y otra juntamente.»
Sr. Sarmiento. - Muy bien, señor.
Como se ve, no faltan penas conminatorias y leyes que declaren un delito punible los actos que se permiten personas que son de ordinario honradas, que no violan las leyes del país, que viven pacíficamente en sus casas, que tratan con el mayor respecto a sus mayores; pero que, sea en el Senado o en las Cámaras, se permiten violar y afrontar las leyes e insultar a sus superiores por edad, por la dignidad del puesto que ocupan.
Por eso decía, señor presidente: la perturbación en las ideas. ¡Es que el sistema representativo de la República, es que esta libertad de que tanto se blasona, ni por las tapas ha llegado todavía hasta nosotros! Y es preciso hacerla llegar, es preciso que penetre en el corazón de todo hombre, de todo niño, de todo joven para hacerles comprender qué libertad es esa.
El pueblo no delibera sino por medio de sus representantes. No hay opinión cierta sino cuando una ley ha decidido: esto es lo cierto, no porque lo sea, sino porque no habiendo un tribunal infalible en la tierra, se han valido de las leyes de estos signos exteriores para aquietar la conciencia de los hombres. ¿Quién ha dicho que la «mitad más uno», en cuarenta hombres reunidos, es la verdad, y que de ahí ha de depender la vida, el honor de los individuos, la paz y la seguridad de un pueblo? Pero esto es un absurdo, un absurdo.
El genio vale más que toda la humanidad entera: ahí está Colón, ahí está Bacón, en fin. Todos conocemos los grandes hombres que han estado contra toda la tierra, contra todo su siglo: se decía que aquéllos no tenían razón, y la humanidad no la tenía! Cuatro senadores o diputados pueden tenerla contra todo un pueblo entero. Un genio ilustre, el gran orador Burken, en Inglaterra, él sólo, contra Inglaterra entero, contra el rey, contra la Cámara, contra la prensa, decíales: Señores, no oprimáis las colonias americanas, no tenéis este derecho, el Parlamento no puede imponerle derecho a un pueblo que no está representado por él. Y toda su elocuencia, que los ingleses hacen superior a la de Cicerón, no le sirvió, ni los esfuerzos de aquel hombre pudieron contener la opinión pública, que quería perderse, que quería cometer una indignidad, y se perdió: los Estados Unidos nacieron de un error de la opinión pública.
Voy, pues, señor presidente, en apoyo de todas estas exposiciones, a leer algunas leyes, las prácticas y los axiomas que guían a los cuerpos representativos, que son parte de su esencia y que con la forma nos ha venido a nosotros. Esta cláusula se puso en la Constitución así: «Todos los derechos y garantías que no están aquí puestos, no se entienda que no están, están todos» para así no ir a inventar reglas nuevas para el sistema representativo. ¿Por qué nuestra experiencia es cortísima? ¿Por qué es defectuosa? No, es porque es preciso apelar a la tradición de los pueblos que nos precedan, al Parlamento inglés que los creó, y se encontrarán allí disposiciones que nacen del tiempo de Eduardo el Confesor, San Eduardo, y que han venido fortificándose con el tiempo y que obligan allí, como aquí, como en todas partes. ¿Por qué? Porque ese es el sistema representativo, que no se puede explicar siempre por la razón, pero que es, porque es, y sino, no hay sistema representativo.
Vaya leer, señor presidente, algunas notas que he traído, que quisiera que se consignasen en el acta, porque serán el origen de una moción que voy a hacer.
«En sus deliberaciones ambas cámaras son legisladoras; pero cuando sus privilegios son infringidos, su poder judicial entra en acción» Tiene el cuerpo legislativo funciones judiciales, las ejercen las cámaras en juzgar sus elecciones, el Senado para los altos funcionarios. Las Cámaras acusando, eligiendo, entonces son jueces, no son legisladoras.
«Todo hombre debe a su riesgo y peligro informarse de quiénes son miembros de una y otra Cámara, según conste de las actas.» Todo hombre que está ahí (señala la barra) en San Luis ha de saberlo, - es decir, es el derecho simplemente - para que no vaya a servirle de disculpa, si alguna vez fuese atropellado un diputado, un senador, diciendo: señor, yo no lo conocía. No, usted a su riesgo y peligro debió conocerlo. La verdad es que no lo cono¬cen, pero es para fundar el derecho de la Cámara.
«El privilegio de un miembro es el privilegio de la Cámara. Si el miembro renuncia, sin pedir permiso al presidente, hay motivo para castigarle, pero no por eso renuncia los privilegios de la Cámara.
«Los miembros no pueden ser llamados a responder en otra parte de lo que hacen en la Cámara.» Es decir, que nadie en la tierra puede preguntarles sobre sus actos, sólo Dios, su conciencia y la historia. Todo diario que lo hace comete un crimen, la opinión pública que lo hace comete un crimen, - digo, en los términos odiosos en que se hace.
Mientras que el privilegio fue atendido en Inglaterra, como en Estados Unidos, para la exención de arresto, eundo, morando et redeundo; la Cámara de los Comunes dijo que con suficiente tiempo debía entenderse. Aquí entre nosotros, el privilegio es absoluto, es personal, no es eundo, morando et redeundo; mientras que dure, en este caso, es el mismo en la casa, es el mismo en la calle, haya o no sesión. Y esta disposición que trae gravísimos inconvenientes en la Constitución, gravando más privilegio que el que tienen las Cámaras, se hizo precisamente en la Constitución de la Confederación, por buenos patriotas, en previsión de los peligros que correrían entonces, cuando el poder de la fuerza armada estaba representada por hombres poderosos, que mandaban, no en nombre del pueblo, en su principio, sino en nombre de sus propios puños y de su buena lanza. Entonces el Congreso halló que los senadores y diputados, en el tiempo de paz y de receso, debían estar protegidos.
Ha de llegar un día en que yo he de proponer que se quite eso que trae perturbaciones muy grandes, crea un cuerpo, el Senado, las Cámaras, en un estado que se cree inviolable; y allí pueden venirse a asilar todas las conspiraciones. ¿Por qué? Por esa circunstancia los privilegios de los miembros del Parlamento, partiendo de obscuros comienzos, han ido avanzando por siglos sin perder un paso. Un senador o diputado está exento de ser condenado en otra parte por cualquier cosa que haya dicho en la Cámara.
«El privilegio de no ser arrestado, o de no ser molestado - que, a más del arresto, es otro género - es de grande antigüedad y data probablemente desde la primera existencia del parlamento o los consejos nacionales de Inglaterra. Blackstone lo lleva hasta los tiempos de Eduardo el Confesor». Señalaré números: el número de 1.720 dice esto: «Sus personas-las del Parlamento no pueden ser asaltadas o su reputación injuriada. Una persona presa por orden o decreto de la Cámara, por ataque al privilegio de uno de sus miembros, o desacato a la autoridad de la Cámara, no puede ser puesta en libertad sino por orden y decreto de la Cámara.»
Y cuando en Inglaterra han ido en distinto siglo, lores del Parlamento al banco de la reina, tiene facultad para decidir las competencias entre los tribunales, el banco de la reina ha dicho: para eso no hay autoridad en la tierra; lo que manda la Cámara no hay juez que pueda desconocerlo, y Blackstone dice la razón, porque debemos suponer, y es nuestro deber suponer que obra «justamente» y nosotros no debemos ir a escudriñar sus motivos.
«Una cuestión, de privilegio se sobrepondrá a la orden del día, y toda vez que sea propuesta se debe tomar en consideración.
Ya he dicho cómo todo, «todo» se interrumpe, 1790». Cuando ocurra un ataque al privilegio, la Cámara debe proceder a tomar las medidas inmediatas que juzgue oportunas a fin de quedar vindicada ella misma o sus miembros para remover todos los obstáculos a la libertad de sus procedimientos.
Esta decisión es tomada por la Cámara de los Comunes: «Una resolución para expeler a un reportera por una falsa y escandalosa publicación en un papel, o una publicación excitando a la violencia contra un miembro, es cuestión de privilegio».
Esta resolución es tomada por el Congreso de Estados Unidos. «Nosotros» no es expresión parlamentaria y ningún hombre puede responder sino por sí mismo.
«Es un ataque al privilegio mover a un miembro cuestión, sin ofrecer el menor argumento en su sostén; y por digresión (cligress) de la cuestión en debate».
Son los puntos principales que he tomado, porque todos son pertinentes para mi asunto. Se han leído las leyes, que dije antes, de los tribunales federales, para entender en esta causa.
Más tarde tendré el honor de hacer sentir a la Cámara el error que cometió el Congreso que esa ley dictó en muchos otros de sus artículos, poniéndose a disposición de los otros poderes públicos, y mandando una demanda que les haga o no en asunto en que el juez sin faltar a su deber puede decir: «Y no resultando suficientemente probado que fulano de tal porque estas cosas se juzgan con nombres - fue el que silbó, el que insultó, etcétera, queda absuelta la demanda, yeso lo ha previsto el derecho parlamentario. Sería la ofensa más grande a una Cámara que un juez pudiese decir que le habían faltado pruebas; y se ha establecido esta jurisprudencia, que no he querido traer a colación.
El Parlamento no se guía por las leyes comunes sino por la ley parlamentaria, y cuando el presidente o la Cámara en el caso en que debe hacerlo, condena, los tribunales de Inglaterra lo han declarado dos veces: «la condenación es la convicción y la ejecución de la pena».
Y eso que parece tan absurdo, tan contrario a las instituciones y a las garantías, como se dice, lo practicamos nosotros todos los días, lo practica el último juez de paz y todos los tribunales; y la Cámara se desnuda de las facultades inherentes a toda autoridad pública.
Cuando al pobre juez de paz en una demanda por diez pesos, alguien le falta al respeto, no hay cuestión entre juez de paz y el que cometió el desacato, y no se defiende con decir: yo no le he ofendido; porque el juez dice: se me ha ofendido; lo siento y esa es la prueba: - vaya usted veinticuatro horas arrestado; y desde el juez de paz hasta la Corte Suprema donde están bien arregladas estas leyes, está tasada, diré así, la cantidad de castigo que pueden emplear.
Pero entre nosotros, en la práctica de los tribunales, todos los señores abogados que están aquí, saben perfectamente lo que sucede. Cuando un litigante se desmanda en palabras, - no sé si aqu í pide firmas de abogados, o el abogado alega; en Chile piden firmas de abogados, porque no aparece éste; donde aparece el abogado, el juez pone esta providencia.
Le está prohibido abogar por seis, por cuatro por tres meses, según entienda el juez, que es la cantidad que necesita de pena.
Esas son las leyes del desacato y la Cámara tiene ese mismo derecho de imponer penas.
Las que he hecho leer son excesivas, es demasiado el tamaño, la duración de una sesión es el mayor derecho que la Cámara tiene para poner en prisión a quien le falta al respeto; pero estas leyes no se cumplen ¿por qué? No está en la conciencia pública que deben cumplirse, porque la Cámara no ha mandado a nadie hasta ahora al juez; porque, no obstante ese reglamento y esas leyes, el delito se comete todos los días a todas horas, como lo ha presenciado el señor presidente y como son testigos los mismos que lo cometen. Creen que es la cosa más sencilla, y sobre todo, más divertida, opri¬mir, y yo aseguro y lo he dicho quinientas veces; no es Rosas el tirano de la República Argentina; el tirano viene de mucho más atrás, nos ha de costas mucho aprender a no oprimir!
Necesito, pues, señor presidente, que arribemos a curar esta enfermedad radicalmente. Algo ha de haber valido mi sermón para hacer comprender que no es la cosa tan sencilla ni tan honrada ni tan republicana no es cierto que sea republicano el hombre que ha silbado en la barra, que ha silbado a sus mayores, a sus representantes, a hombres que valen, yo puedo decirlo por mí («don yo», siempre por delante) más que todos ellos.
He querido, señor presidente, que la barra me oiga una vez, que vea toda la libertad de que soy capaz; y es una pérdida, señor presidente, para el país que ustedes encadenen y humillen y vejen este espíritu que ha vivido sesenta años, duro contra todas las dificultades de la vida; que ha sufrido la tiranía, que ha sufrido la pobreza que ustedes no conocen, y las aflicciones que puede pasar un hombre que no sabía en la escuela sino leer, y que desde entonces viene abriéndose camino con el trabajo, la honradez y el coraje de desafiar las dificultades. Hablo así para que vean que es inútil silbarme ni aplaudirme; de los aplausos hago poco caso porque saya ellos poco meritorio, - y quisiera hablar con las personas que me aplauden a ver si saben y entienden qué es lo que aplauden; - y con los silbidos sucede lo mismo.
Hay una frase de que tanto se me ha hecho burla, de que tengo una coraza; repito que la tengo, y que soy toda coraza ahora.
Pido, pues, Señor presidente, que se nombre una comisión de investigación que sepa todo lo que ha sucedido en este caso y que quede en el Congreso y que se vea y se sepa, porque eso enseña, porque eso educa los espíritus.
Lo que corrompe, lo que prolonga estos males, es que se toleran, que se disimulan, y efectivamente el pueblo está creyendo que él viene a legislar aquí. El pueblo no delibera, sino que echa el peso de la fuerza de un lado y lo aleja del otro. Cuando habla un diputado o un senador, es claro que esos aplausos oprimen al que habla en contra y sostienen al que lo hacen en sentido opuesto. Cuando silban a uno, es darle un poder dictatorial a dos o tres que no tienen más fuerza que eso, pero que no es despreciable.
Si al talento, al valor, a la práctica de un parlamento se agrega sentir dos mil voces detrás de sí, contra tres o cuatro a quienes la edad no les ayuda, que no oyen bien, es pleito perdido.
Aquí estamos los senadores para discutir razonablemente para no excitar pasiones extrañas al debate porque tienen el inconveniente de ofuscar al que las usa y al, otro también, y el debate se ha de tener muy tranquilo, muy quieto para que pueda resaltar la verdad.
Cuando llegué, señor presidente de Estados Unidos se hizo proposición de que la Cámara que se retiraba entonces, dejase facultad para poner una cantidad de dinero para arreglar salas. Yo dejaba contratados los bancos en Estados Unidos. Una de las causas de la irritación del debate es esta: estamos mal sentados, no hay comodidad, no se trabaja; es preciso apelar a las pasiones para entretenerse, señor presidente, y aquí venimos a trabajar. Yo quiero pedir que me pongan una mesita aquí; porque yo no canto sin papel, no sé nunca las piezas de memoria, necesito que estén los libros y todas las cosas para saber lo que digo.
Por esa razón poco me importa el juicio no ilustrado suficientemente en la materia, de otros; pero me importa que estudien las cosas, saber qué se hace en otras partes en iguales circunstancias, en una palabra, estudiar las cuestiones. Faltan aquí medios de comunicación entre nosotros, falta, sobre todo, una cosa que el reglamento dice: pero que yo no la he visto cumplida. Dice: la guardia de policía estará' en las puertas de la casa, y a las órdenes del presidente. Pero no siempre la veo, no siempre está, no siempre tiene poder; y esto ya es otra cosa, ya no es el de la razón sino el poder de la fuerza y toda autoridad debe bastarse a sí misma, o, como lo dice el derecho, todo poder se ejecuta, a sí mismo.
Es un error pedirle al presidente de la República tropas de línea, y mayor error pedirle a la Municipalidad de Buenos Aires, policía. En uno y otro caso aflojarían esas garantías, si las pasiones que excita el debate son contra el presidente o son contra la Municipalidad de Buenos Aires, o contra el jefe de policía, o contra el gobernador; puede ser también contra los militares, y entonces estamos aquí guardados por un militar que está oyendo que se trabaja por disminuir su influencia o su poder. La Cámara ha de tener sus agentes funcionarios verdaderos hombres capaces de desempeñar su cometido. ¡Qué han de hacer esos infelices que no veo ahí en la barra!
Todo este mal se habría remediado hace diez años si el presidente o alguien hubiera dicho: fulano, fulanito, mengano, fueron los que hicieron la avería; porque entonces se les habría llevado a entregárselos al juez federal.
Esta es la cuestión, puesto que así es la ley, porque lo que trae el mayor mal es la impunidad con que viene mirándose este hecho mostruoso; es que no se aplican las leyes.
El anónimo, señor presidente, nos persigue en todas partes. Hay una cosa que se llama la prensa; la ley no dice nada de la prensa, la ley favorece a la prensa, evita que se restrinjan sus libertades; castiga el individuo, pero no se sabe quién es este individuo. La barra es una cosa, la revolución es una cosa, y todas son cosas que no son individuos, que no son hombres. Como digo, la barra no tiene nada que hacer en este asunto, porque siempre son dos o tres los que por exaltación, por falta de atención y puede ser que por designio, turban la sesión, y este es el gran peligro.
En las legislaturas parlamentarias uno de los resortes que pueden tocarse, ya para evitar que entre en sanción una moción nueva, ya para evitar que se sancione la ley misma que se está discutiendo, se buscan todos los medios de prolongar el debate, y puede ser uno de los recursos un alboroto en la barra, por el cual se suspende la sesión, lo cual es muy posible; y es lo que podía desearse en ese caso, y es preciso que la Cámara permanezca siempre en su lugar.
La historia recuerda (y hoy día es ya de mal gusto recordar la historia antigua); pero sea cierto o falso, cuenta la historia romana, que, apoderándose los galos de Roma, el Senado se conservó en su puesto. Los bárbaros entraron, y al principio estaban azorados de ver aquellos doscientos y trescientos viejos sentados en sus puestos, en sus sillas curules con la dignidad de los patricios romanos. Un soldado quiso tocar la barba de uno de ellos, que le descargó un garrotazo, con lo cual principió el degüello, y los degollaron a todos, pero en sus puestos.
Nada más desmoralizador en este país que el retiro de la Cámara, porque cede a la fuerza, aquí hay fuerza.
Las leyes de Inglaterra, las leyes de Estados Unidos, para caracterizar el radio de la sanción dicen: si por fuerza de armas o de número, dos mil almas pesan más que un revolver, pueden hacer más mal, es lo mismo que un batallón armado, y la Legislatura no debe ceder jamás en presencia de ninguna resistencia, es el poder supremo aquí.
Yo pido, pues, señor presidente, que se nombre una comisión de investigación con poder para llamar personas y testigos y papeles, que así lo exprese la orden. Lo ha hecho la Cámara de Diputados muchas veces, y la Cámara de Senadores de Buenos Aires - a lo menos cuando yo he estado, porque eso es de cajón, pero no quiero establecer eso. Yo he sido ajado, señor, no incidentalmente, sino estudiosamente. Se me ha esperado lo menos media hora; se me ha ofrecido protegerme o ayudarme a salir de aquellas dificultades, y puedo reunir más testigos de otros hechos concurrentes que me prueban que no debo usar de mi libertad en adelante, que tengo que conquistarla, como he conquistado la mía personal, siempre por mis propios esfuerzos, haciendo que las leyes se cumplan.
-Apoyado.
Sr. Presidente. - ¿Está apoyada la moción?
Sr. Sarmiento. - Lo que quiero es que la Cámara use de su privilegio, defendiéndome. Nadie me ha dado satisfacción de los silbidos que he recibido anteriormente, de los miedos que se me ha hecho pasar, porque se me decía que iban a matarme, y yo tengo mucho miedo de morir, señor; he dado muchas pruebas!
Sr. Presidente. - Tenga la bondad de formular la moción.
Sr. Sarmiento. - «Moción, para que se nombre una comisión de investigación con poder y facultad de llamar a sí personas y papeles a fin de averiguar los hechos ocurridos en las sesiones en que ha sido despejada la barra.»
Sr. Presidente. - Se va a leer la moción.
-Se leyó.
Sr. Presidente. - Esta moción está suficientemente apoyada, y me parece que el discurso del señor senador importa pedir su consideración sobre tablas.
Sr. Torrent. - No lo ha pedido.
Sr. Presidente. - En este caso deberá pasar a la Comisión de Peticiones.
Sr. Lucero. - Hago moción para que se vote sobre tablas, pues ha sido suficientemente fundada por el señor senador.
-Apoyado.
Sr. Presidente. - Si está suficientemente apoyada, se votará la moción que acaba de hacer el señor senador por San Luis.
Sr. Quintana. - Antes de hacer uso de la palabra, señor presidente, necesito conocer cuál será el alcance de la investigación que se propone levantar, yen seguida haré uso de ella.
Sr. Sarmiento. - Hacer constatar los hechos que puedan dar lugar a una indagación sumaria, que abrace todos los hechos y cada uno, cometidos en la escena a que yo me he referido, ¿qué se hará cuando se diga: reciba usted esta declaración?
¿Qué harán los señores senadores que habrán de tomarla?
Sr. Quintana. - ¿Con qué objeto es? ¿Es simplemente para dejar este sumario escrito, o para aplicar penas?
¿Es para remitirla a los jueces nacionales?
Sr. Sarmiento. - Yo he hecho, señor, una serie de afirmaciones; he dicho que he sido insultado. Creo que es fácil hacer alguna indagación sobre esto. Y vengo marcando las causas, porque se prolonga este mal desde hace diez o quince años. Yo no acuso a nadie, porque esta no es la obra de un día. Pero digo que puede ser llamado un señor senador que toma la palabra a declarar un hecho muy simple: los que me insultaron - y puedo presentar cuatro o seis testigos, y aun me parece que dieciséis hábiles - han estado intencionalmente esperando, ellos obstinados en que no había de salir sin ajarme, y yo esperando también, que se marcase bien el hecho; por eso no salí con los demás, sino que ganaba tiempo para saber quiénes eran. La cosa se hizo ordenada, metódicamente, y he pasado por un espacio de sesenta varas mirando cara por cara a cada uno de los que me hacían cumplidos de un silbido, de una burla, etcétera, y yo recibiéndolos como debe recibirlos un hombre que se atreve a tomar la palabra y hablar en el país más libre del mundo.
Bien, señor; esos mismos que me hicieron ese vejamen, creo son los que acompañaron al señor senador a su casa y debían ser sus conocidos, sus admiradores.
Sr. Quintana. - Creo que debían conocerlo más al señor senador.
Sr. Sarmiento. -No oigo desgraciadamente, pero indico uno de los medios porque si no se reconocen las fisonomías o las caras, es claro, que esto no valdría para nada, y entonces se disiparían estas nubes que engañan al público, cuando no es más que una banda de jóvenes compuesta de algunos estudiantinos.
Sr. Quintana. - Yo tenía el uso de la palabra y la había dejado para que el señor senador me respondiese a una pregunta; pero no para que hiciera el extenso discurso que acaba de pronunciar y que he oído con la más profunda atención; pero creo que nada de lo que ha dicho ha podido escapar a la observación.
Yo preguntaba simplemente señor presidente: una vez levantado el sumario y formada la investigación que el señor senador desea, ¿qué se hace con él? ¿Va a juzgar la Cámara y a castigar? ¿Va a enviarla al juez de sección o simplemente va a hacer su publicación? Deseo que el señor senador que ha estudiado tan concienzudamente el punto, que ha disertado tan extensamente sobre el objeto de esta moción, nos diga cuál es el verdadero pensamiento que entraña, cuáles los propósitos a que responde y cuál es la consecuencia de esta indagación.
Si el señor senador no puede satisfacer esta pregunta, declárelo así, y continuaré con el uso de la palabra; si puede hacerlo, se lo estimaré muchísimo.
Sr. Frías. - El objeto que tendría la investigación que se propone, resultará de las mismas pruebas que en la información se produzcan; pueda ser que sea necesario que la Cámara tome alguna resolución sobre el particular, ya sea determinando que ella misma castigue a los delincuentes o culpables, o que mande esta información al juez o al fiscal para que ponga remedio a los desórdenes y a los escándalos de la barra, que realmente son contra la libertad de los miembros de las respectivas Cámaras.
Este es el objeto que se desprende de la moción y de lo que ha dicho el señor senador en el discurso que acabamos de oír.
Sr. Quintana. - Yo creía que cuando se tomaba oficiosamente la palabra para contestar por otro colega, era siquiera para emitir una opinión asertiva y no dejarnos en la misma eluda.
De lo que acaba de decir el señor senador resulta, en definitiva, que no sabe precisamente cuáles son los propósitos a que tiende la investigación. El señor senador, dice: «puede ser» que la Cámara castigue; «puede ser» que mande al juez; «puede ser» no es, «ser», puede ser y puede no ser.
Sr. Frías. - Depende de la determinación que la Cámara tome.
Sr. Quintana. - Justamente, para tomar una determinación con conciencia necesitamos saber cuál es la consecuencia del paso que se pide a la Cámara.
Antes de saber eso, no es ocasión de aconsejarla que haga tal cosa, porque no se puede venir con armas vedadas al debate.
Supuesto, señor, que ni el señor senador autor de la moción, ni su oficioso defensor nos pueden decir de una manera categórica a qué responde esta investigación, yo me opongo decididamente a que sea considerada sobre tablas.
La Cámara, señor presidente, deplora, como deploramos todos, las tristes escenas de la sesión anterior; y por más sensible, señor presidente, que me sea encontrarme en este punto con el señor senador, no puedo menos de observar que discursos como los que acaba de pronunciar, a lo menos en alguna de sus partes, no son los más a propósito, señor presidente, para poner remedio a tan tristes precedentes.
Cuando se pide a un cuerpo, o cuando se pide al pueblo el cumplimiento de los deberes que se tienen para con los representantes de la Nación, es indispensable, señor presidente, sobre todo en los hombres que se encuentran en la eminencia del señor senador, empezar por respetar la propia constitución, del Cuerpo a que pertenece.
Ese reglamento que el señor senador ha estudiado tan prolijamente en todo aquello que puede proteger la libertad y la independencia de su palabra, dice también - y ha debido verlo el señor senador - que no es lícito ni dirigirse al pueblo ni a la barra, ni a los colegas, sino al presidente de la Cámara cuando se toma la palabra.
Pero, señor presidente, el señor senador ha reconocido en el curso de su extenso discurso, que entre nosotros por ley del Congreso, todos los hechos que tienden a garantir la dignidad, la independencia y la libertad de un senador, están sometidos al conocimiento y castigo de la justicia ordinaria de la Nación.
El señor senador que se muestra tan perito en derecho, en todas las cuestiones que tienen la menor atingencia con él, debería entonces saber que nuestros procedimientos criminales constituyen a los jueces de, sección en verdaderos jueces de inquisición. Entonces, señor presidente, la moción que se propone envuelve una manifiesta infracción de las leyes sancionadas por el Congreso, que están arriba del poder de la Cámara.
Cuando una cuestión se coloca en este terreno, cuando el autor de la misma moción reconoce que existen leyes que disponen lo contrario de lo que él propone no es posible tratar esta cuestión sobre tablas; porque entonces, señor presidente, habría el peligro de alcanzar de la precipitación y de la violencia, lo que se puede alcanzar del estudio y la meditación.
Por lo mismo, señor presidente, que este asunto es grave, por lo mismo que afecta substancialmente la independencia, la libertad y la dignidad de los poderes públicos de la Nación, por lo mismo debemos proceder con reflexión, con estudio y con calma, para venir a una resolución acertada, porque esa es la única resolución, señor presidente, que puede devolver a este Cuerpo su autoridad comprometida por esos desórdenes de la barra. Entonces, señor presidente, me opongo a que la moción se trate sobre tablas y propongo que ella pase a la Comisión de Legislación, a la de Negocios Constitucionales o a cualquiera comisión especial que se nombre.
Sr. Lucero.-No creía, señor presidente, que esta moción promoviera la discusión que ha tenido lugar; creía en verdad, que era una cuestión cuya resolución era algo sencilla; pero en vista de las dificultades que se han manifestado y que reconozco tiene la resolución sobre tablas, retiro la moción.
Sr. Villanueva. - Hago moción para que pasemos a un cuarto intermedio, señor presidente.
-Apoyado.
Sr. Sarmiento. - Pido que se llame a la cuestión al señor senador y que se consulte a la Cámara, sobre todo. Se está discutiendo el artículo 1 ° del proyecto; que se lea ese artículo; no dice que yo haya hecho nada en ningún tiempo.
Sr. Presidente. - Se está discutiendo el proyecto en general; no es el artículo 1°.
Sr. Rawson. - Es el proyecto en general, no se inquiete el señor senador. Pido licencia a la Cámara para entrar en estas consideraciones, que serían de todo punto impertinentes si fuéramos a ocuparnos únicamente del texto literal de la ley, y le ruego al señor senador tenga un poco de paciencia; porque ¿quién sabe si no se descubre allí, de esos renglones impresos que van a leerse, algunos de los misterios que explican la situación en que nos encontramos y que motiva la necesidad de una ley de amnistía? ¿Quién sabe si alguna desviación de los principios constitucionales aconsejada por el señor senador, desde Estados Unidos, no ha inducido a la misma administración de que ha sido jefe, a ciertos errores trascendentales que han mantenido al país en una paz que no era paz, que ha hecho necesaria la compresión de la fuerza, como la llamaba en las últimas palabras que pronuncié?
Decía, pues, que convenía explicar la mente y los antecedentes de este asunto.
El señor senador actual era entonces ministro argentino en Estados Unidos. Deliberadamente, parece, señor presidente, que la República le había dado esa colocación.
El señor senador se había distinguido siempre por un talento notabilísimo que todo el mundo reconoce, y yo como el que más, no solamente distinguido y culminante, sino tocando los extremos del genio; un talento notable, un estudio perseverante de las cuestiones sociales sobre todo lo que se refería a su patria, un estudio profundo, quizá el primero entonces, de las instituciones americanas, en relación al desenvolvimiento de los principios del derecho; todo esto lo hacía más apto para desempeñar allí las funciones de ministro argentino. Hombre, por otra parte, de una edad madura, de cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años, no estaba expuesto a las ficciones fantásticas de la imaginación de un joven y era el más adecuado para representarnos allí; porque es preciso no olvidar que habiendo adoptado nosotros el mismo sistema, de gobierno americano, necesitábamos a cada paso tener un intérprete familiar, de confianza, que nos dijera lo que tales y cuales palabras o preceptos significaban allí, cuando esas palabras o conceptos están reproducidas en nuestra Constitución.
Este fue el designio principal; no fue porque tuviéramos grandes cuestiones internacionales que pudieran perturbar nuestras relaciones allí, porque era una república regida en todo como la nuestra. Así es que el objeto principal era tener allí una persona de talento y dada al estudio, como lo era el señor senador, en un grado que pocos se encuentran, para que transmitiera a la República Argentina los informes que se pidieran y las observaciones propias que hiciese, de manera que no podía ser mejor el designio con que se estableció aquella legación ni la designación de la persona.
Bien, señor. Por el año 1866 se cumplía el término por el cual la Constitución reformada daba poderes al Congreso para establecer derechos de exportación. Estábamos envueltos en una guerra con el Paraguay; y esta guerra y los empréstitos que se habían hecho para llevarla a cabo, en fin la situación general del país reclamaba recursos que no podían ser suficientes si se suprimían de los que estábamos acostumbrados a percibir, los derechos de exportación.
Entonces se dijo no puede el Congreso dictar una ley estableciendo los derechos de exportación, puesto que la Constitución lo prohibía. El único remedio que esto tenía era reformar la Constitución en ese punto.
Vino la cuestión entonces al Congreso, que era quien debía decidirla según la misma Constitución lo dice. Había grandes intereses comprometidos en esa cuestión, principalmente los intereses del litoral, que, naturalmente, eran adversos a la creación de esos derechos; pero pasó la ley y vino la cuestión a la convención que entonces se convocó.
Sabiendo ya, o sin saberlo, el ministro argentino en Estados Unidos dirige al ministro de hacienda la nota que se va a leer; no fue solicitada, era únicamente en desempeño de aquel encargo tácito que tenía de comunicarnos todo lo que encontrara conveniente para ser aplicado entre nosotros, derivado, de las prácticas norteamericanas.
Ruego ahora al señor secretario se sirva leer ese documento.
-Se leyó como sigue:
Informe de don Domingo F. Sarmiento sobre los derechos de exportación en Estados Unidos, establecidos,- según él, por el Congreso, no obstante la prescripción constitucional EN CONTRARIO.

Legación Argentina en Estados Unidos
_____________
NewYork,
Octubre 22 de 1866.
Señor ministro:
Viendo que se ha convocado una convención para proponer enmiendas a la Constitución y creyendo que sería útil tener presente en el debate las ideas y prácticas americanas a este respecto, me permito comunicar a vuestra excelencia las observaciones siguientes, sobre la inteligencia que a ese mismo artículo se da aquí a la letra de la Constitución.
Desde luego, era deplorable la necesidad extrema que llevó a promover la enmienda durante la guerra que absorbe y perturba la atención pública. La Constitución federal argentina tomó de la norteamericana aquella prohibición de imponer derechos de exportación, la letra es igual en ambos, los motivos que en una y otra lo aconsejaron, son los mismos, a saber: que, habiendo de concurrir los productos de un estado en los mercados extranjeros con los de todas las naciones, conviene, económicamente hablando, no imponerles derecho a fin de que su valor no se presente recargado y aquella, concurrencia les sea desventajosa en el mercado general.
España, sin proponerse otorgar a sus posesiones de ultramar un principio constitucional, acaba de abolir los derechos de exportación, que existían en sus leyes a fin de que el azúcar y demás productos coloniales de Cuba concurran en el comercio bajo mejores condiciones. Durará el ensayo seis meses para comprobar la experiencia, la solidez del principio económico.
En Estados Unidos, donde este precepto y su gestión de la economía política está consignado en la Constitución apenas estalló la guerra civil, y fue necesario proveer recursos en proporción a las extraordinarias exigencias de tan colosal esfuerzo, el Congreso, sin reparar esos medios de llenar las arcas nacionales, impuso derechos de exportación, no obstante el «texto escrito en contrario». El pueblo no resistió a su pago, y pasado el terrible conflicto, esos derechos subsisten y continúan pagándose, no habiéndolos alterado el Congreso sino en cuanto favorecen la percepción o agravan exorbitantemente la industria.
Pero el hecho que quiero someter a la consideración de vuestra excelencia, es que los jueces federales que podían tachar de inconstitucional la ley, -no lo hicieron. Ningún jurisconsulto de nota, puso en duda su constitucionalidad y, lo que es más, entre las varias enmiendas a la Constitución propuestas en la prensa o el Congreso, ésta no ha figurado como reclamada cuando no fuese más que por haber caído en desuso la prescripción.
Así, pues, treinta millones de hombres, cien jueces y todos los jurisconsultos de nota parece que no se apercibieron de que se hacía lo que está prohibido hacer. Sería excusado buscar las razones en pro o en contra, por la sencilla razón de que no hay discusión sobre este punto. Muy digno de notar es el hecho contrario que lleva a corregir esta misma disposición en nuestra Constitución: pues si sobre la oportunidad y consecuencia no están de acuerdo, lo están en el concepto de que la letra de la Constitución está violada, aunque su práctica estuviese aplazada: lo que permitiría prolongar el aplazamiento siempre que el honor, la seguridad y las extraordinarias exigencias de la Nación lo requiriesen.
Creo poder indicar las causas de la unanimidad de interpretación de cada Nación en sentido contrario de una misma cláusula, si bien la que niega estar violada la Constitución poíno observar una prescripción puramente económica, tiene en su favor el ser la que primero dio el ejemplo y a la cual debe concederse el mejor derecho de comprenderla.
Fúndase esto, a mi juicio, en que aquí las disposiciones constitucionales tienen por base fundamental los principios eternos del derecho. En las constituciones mismas se prescribe que para la conservación de la Constitución se recurra siempre a los principios fundamentales a fin de juzgar por ellos lo que la letra importa. Las garantías, el bill of right, los derechos del hombre, son superiores a la Constitución, y en ellas sólo figuran como limitación al legislador para que, a nombre de la soberanía que inviste, no se atreva a pasar por encima de los grandes principios que la humanidad entera ha venido conquistando y nos ha legado.
Pero la prohibición de imponer derechos de exportación no es una garantía, no es una conquista humana, no es siquiera un derecho que se ha reservado a los estados de la Unión. Es una simple disposición económica, en vista de la mayor ventaja. Al proveer al gobierno federal de medios de pagar sus empleados, el pueblo excluyó uno que era conocido como gravoso a la industria. Mientras tanto, una guerra colosal reclama esfuerzos extraordinarios para proveer a gastos inmensos que sobrepasan a todo cálculo, que requiere contraer deudas enormes y mostrar la voluntad de pagarlas.
[...]
NUMERO 24
22° SESIÓN ORDINARIA
[10 de Julio de 1875]
Presidencia del señor ACOSTA
Senadores presentes: Alvarez, Arias, Barcena, Bazán, Colodrero, Colombres, Cortés, Echagüe, Frías (L.), Frías (U.), García, Gorostiaga, Lucero, Molina, Navarro, Pruneda, Quintana, Rawson, Sarmiento, Torrent, Vallejo y Villanueva.
Senador ausente, con licencia: Rocha.
SUMARIO
1.-Asuntos entrados.
2.-Continúa la consideración del proyecto de ley sobre amnistía general.
-En Buenos Aires, a diez de Julio de mil ochocientos setenta y cinco, reunidos en su sala de sesiones el señor presidente y los señores senadores arriba inscriptos, se abrió la sesión con inasistencia del señor Bocha, con licencia.
1
[…]
2
Sr. Presidente. - Quedó con la palabra el señor senador por San Juan; puede hacer uso de ella.
Sr. Sarmiento. -Pido la palabra para una cuestión de orden.
Sr. Presidente. - Si es para una cuestión de orden, tiene la palabra. Sr. Sarmiento.
- En la sesión anterior, señor presidente, ha quedado mi honorable colega por San Juan con la palabra, anunciando que, interrumpida la sesión a pedido suyo, deseaba conservarla para entrar en muy luminosas exposiciones sobre la materia que en este momento le ocupaba, que era el examen de un papel escrito sobre economía política. Eran las observaciones que iba a hacer.
Tengo que llamarlo al orden, y como según entiendo, el reglamento no hace mención precisa de la palabra «orden» sino a «la cuestión», aceptaré su lenguaje.
Es excusado que principiase el señor senador que ha quedado con la palabra e indicado que iba a decir, porque a la primera sílaba haría uso de mi derecho, simplemente para llenar esa formalidad, que me permitiré demostrar que no es necesaria.
He tenido el honor, señor presidente, el otro día, de pedir la lectura de los artículos que hacen al caso, de la ley parlamentaria de que nuestro reglamento es un pequeño extracto, porque es imposible que un reglamento tenga todos los resultados de las sanciones de una serie de siglos en diversas naciones, que vienen a componer, al fin, el sistema representativo; y para hacerlo, me apoyo en la Constitución, mostrando que estaba previsto ese caso, que formaba parte de la Constitución.
Como pudiera ser cuestionable en algunos respecto este punto, me permitiré observar que casi en la confección de esta Constitución, o sin casi, en la formación de la Constitución, a que obedecemos, está reconocido este hecho.
Por los tratados de Septiembre se convino en que una convención de Buenos Aires haría un proyecto de ley de reformas, que se presentaría a una convención nacional y que decidiría sin apelación. Así, pues, siguiendo las formas usuales, esta convención de Buenos Aires era una simple comisión, en derecho parlamentario, de la otra grande convención que debía reunirse. Suscitóse cuestión entre el gobernador de la provincia, sobre ciertos actos y resoluciones de la convención por los cuales resolvía que por unánime sentimiento, sin discusión y sin formular, digamos así, por escrito la moción, Se adoptó cierto temperamento, y el gobernador de Buenos Aires, encontrando este hecho un poco obscuro, creyéndolo anómalo, por una nota lo comunicó a la Cámara reprochando que se tomase aquella resolución sin guardarse la forma. Entonces, no habiendo en la convención o en su reglamento - que caso había adoptado una de las provincias - regla que seguir, se trajo uno de estos tratados y en él estaba la discusión que es muy conocida, las resoluciones de una Cámara por unánime asentimiento tienen toda la fuerza de leyes para los objetos que consultan, y esta es más que la discusión porque no la hubo: y si algún diputado no convino, ha tenido el derecho de tomar la palabra y entrar en la seguridad.
Así, pues, nuestra Constitución lo tiene expreso en el artículo y lo tiene ya en su práctica. Cuando las cuestiones que se suscitaron sobre San Juan, el punto capital en debate, se decidió también por la doctrina del señor Cushing que no ha hecho más que un libro: Prácticas y no sé qué otra palabra más, del Parlamento.
El reglamento de la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos es un reglamento más o menos como el nuestro; pero un artículo hay en él que dice: todo lo que en este reglamento no esté escrito o contradicho, sígase el manual de Jefferson - un manual que viene desde el tiempo de las colonias - en que están aclaradas todas las cuestiones.
He querido poner estos antecedentes para explicar lo que no está completo en nuestro reglamento, y mi derecho para hacer llamar al orden al señor senador por San Juan, como yo decía entonces, llamarle al orden, como dice el reglamento, etcétera, «a la cuestión»: palabras que no se contradicen, sino que la una es subsidiaria de la otra.
Se llama siempre «al orden» en materias de éste género; ¿por qué?, porque en alguna cosa se ha interrumpido el orden que prescribe el reglamento, o los otros medios de discusión que hay.
Este llamamiento «al orden», cuando el que se cree interesado en ello tiene permiso de fundar su llamada, entonces dice es sobre tal cuestión, será sobre una cuestión personal, será sobre una rectificación necesaria, será sobre un hecho falso que puede surgir en el debate, o porque está tratando otra cuestión y saliéndose de ésta; en fin, sería largo expresar todos los casos. Entonces se determina cuál es; ¿por qué?, porque es lo que se necesita.
Sr. Presidente. - Me vaya permitir hacer presente al señor senador que los procedimientos a observarse, según el reglamento de esta Cámara, son distintos, según se llame a la cuestión o según se llame al orden.
Cuando es simplemente un llamamiento a la cuestión, y el senador que tiene la palabra insiste en que está en ella, una votación de la Cámara lo decide.
Sr. Sarmiento. - Nuestra cuestión de la amnistía está casi resuelta; convenidos todos en el primer artículo, sobre los demás se han de convenir necesariamente. De manera, que, a mi juicio, estas son las grandes cuestiones a arreglar, los medios de evitar colisiones que pueden traer las consecuencias más deplorables. No es permitido en la Cámara hacerse ciertas cosas; ¿por qué?; porque hay la necesidad de conservar la tranquilidad del espíritu. Pero me he anticipado, señor presidente.
Quería hacer esta simple observación, para explicación del caso, y necesito entrar en algunos detalles personales, señor presidente, previendo que también por las leyes parlamentarias las Cámaras son muy indulgentes, sobre detalles personales. En fin, son debilidades de los hombres que a nadie hieren, aunque fastidian un poco.
Hace tres o cuatro meses que el señor presidente me honró con quererme nombrar ministro en el Brasil.
Pero esta comisión, que tan honrosamente ha desempeñado el señor Tejedor, le contesté que no me creía en aptitud de desempeñarla porque estaba defectuoso de los oídos - y no tanto como lo estoy ahora - y todos los esfuerzos imaginables no llegaron a vencerme. No puedo, señor, no he de desempeñar dignamente a la República Argentina, le contesté, sobre todo estando en una sociedad en donde no son amigos, y es preciso oír hasta lo último que se dice, hasta lo más pequeño, por interés del país que se representa.
Más tarde me vino la indicación de que sería electo senador por San Juan, e hice contestar que no me atrevía a decir no redondamente, porque me parecía un cargo de conciencia, no sabiendo la gravedad que tomaría esta enfermedad. Consta por todos los diarios el hecho de que yo no aceptaba por la sordera. Se dice que en San Juan se trabajó contra la posibilidad de esa candidatura, diciendo: no aceptará, él mismo lo ha dicho, porque es sordo; pero yo dije: si fuese nombrado yo pediré permiso para irme a Francia a hacerme examinar definitivamente; es preciso que una vez por todas sepa cuál es mi situación.
También consta de la prensa la circunstancia de que, cuando vine a la Cámara, en la primera o segunda sesión me pareció suficiente lo que ola. Pero sucedió no sé qué cosa, que me vino una recrudescencia que me obligó a estarme ausente de la Cámara, con permiso del señor presidente, quince o veinte días, medicinándome con extremo, como si fuese necesario un día de revista para ver si la cosa se agrava. Debo añadir también, y permítaseme esta digresión, dejé traslucir a media docena de mis amigos íntimos, que pensaba renunciar, que no me creía en aptitud de desempeñar estas funciones, no obstante que deseaba con el alma desempeñarlas.
Todo esto, sin que hubiese motivo de colisiones políticas, porque no se había presentado la ley de amnistía, y estaba en una comisión constitucional ni tenía yo por qué mezclarme en estas cosas.
Debo añadir más, señor presidente, porque esto puede calmar ciertas malas inteligencias. Cuando el señor senador por La Rioja me dio en un ferrocarril la noticia de que estaba ya nombrado senador, le dije dos cosas de que estoy seguro que dará testimonio, quince o veinte días más tarde, riéndome le decía: no sabe el chasco que se pegan los que tienen por hechos anteriores, prevenciones o cosas conmigo; creen que yo he de ser un obstáculo para una buena conciliación y concordia.
Me permitiré excusar todo lo que le dije de broma sobre hechos anteriores, y como habían desaparecido en el Senado de Buenos Aires cosas muy graves por el sistema que se seguía de no tener mucho cuidado en salir de los términos parlamentarios. La segunda indicación que le hice entonces, de la que espero que el señor senador dará testimonio también, fue ésta: mi ocupación va a ser exclusivamente corregir los, defectos de práctica o las imperfecciones de nuestras prácticas parlamentarias, que son la causa de todos los males, de todas las irritaciones, de todos los odios.
Bien, señor presidente; he hecho esta explicación para reclamar ciertos derechos, no diré la indulgencia de los señores senadores - porque todos la deben; no el caballero, sino el hermano -, son deberes de la humanidad: no se aprovecha de un hombre que no oiga para que se le crea sin derecho, porque ha dejado pasar un momento y, sin embargo, no he dejado pasar. No pudiendo oír el debate el otro día, me acerqué al señor senador por San Juan y cuando vi que había algunas palabras que no eran del debate, que no eran tolerables, le dije en voz baja: pero eso no, amigo; y me dijo que le interrumpía. Persistía, sin embargo: pero eso no puede ser así; pero le vaya llamar al orden - y siguió lo que los señores senadores saben: un tumulto. Yo usaba, pro¬bablemente sin acierto, de tina palabra técnica, es decir, al orden que se llama, y después de llamarle al orden se dice sobre qué materia.
Hago estas observaciones - el señor presidente probablemente me diría algo que no oigo en este momento - cuando vi pasar por delante de mí un papel y vi lo que era, dije: señor, este papel no es del debate; ¿por qué?, porque en la amnistía no hay asunto ni cuestión ni nada que se refiera a economía política, a violaciones de la Constitución. No era, pues, pertinente. Por eso dije: no, eso no puede ser; llamo al orden al señor senador. Se me contestó también algo; pero, como debe comprender el señor presidente, no supe lo que se me decía. Alguna vez me atrevo a preguntar qué es lo se dice, porque siempre que se me dice algo, yo no entiendo palabra, y no quiero exponerme al ridículo de salir contestando un desatino; pero yo sé al menos, en mi fuero interno, lo que digo. Tan justas eran estas observaciones, que un señor diputado de la otra Cámara, que no conserva relaciones estrechas conmigo, me decía con los términos más dulces, más amables, que el señor senador estaba fuera del terreno; usted ha debido llamarlo a la cuestión.
¿Por qué? Porque el desorden, el conflicto viene de eso, porque se estaba hablando de otra cuestión que de la materia discutible. No contesté porque no era lugar de discutir ni de desenvolver mis ideas, y contentándome con mostrarle la contestación a la palabra «irregularidad», a que se daba tanta importancia fuera del debate, mostrando las leyes de procedimientos federales, marcando con lápiz todas las cosas que habían servido para usar esa palabra.
Pero había más que esa razón para llamar al orden al señor senador.
En los diarios del día anterior, reconociendo que ya no se podría contestar a lo que había dicho en la sesión pasada, y puesto que había sido rechazado el proyecto que sólo hablaba de la amnistía, me valí de la prensa, bajo mi firma, para demostrar lo que había de derecho en esa cuestión, creyendo que ya no se iba a hablar más de eso; pero no quería que quedase en las actas de la sesión el comienzo del discurso del señor senador, que decía que recordaba con horror ciertas cosas. A mí me sucede lo mismo: me causa horror lo que estaba diciendo en su discurso el señor senador. Y ahora, pido que este artículo mío escrito y publicado, se agregue al acta, para que no se pierda como otras piezas que he vuelto a recordar de las que se han perdido, por no haber tenido esa previsión en una discusión anterior.
Encomendaría al mismo señor diputado por Buenos Aires que, si hay algunas palabras que no sean parlamentarias, las quite, o que quite todo lo que crea que no debe conservarse, porque no hay sino interés de conservar el derecho.
Bien: con estos antecedentes repito que, según mi sistema de ideas, creo que estoy en mi derecho para llamar al orden al señor senador. Pero es necesario que se especifique en qué, digo que lo llame al orden o a la cuestión, para ponerme en los términos del reglamento, y el señor presidente verá cómo no es la cuestión a lo que lo llamo; pero tengo que tomar las palabras que se dicen que son técnicas. Así es que si no hay objeción, vaya fundar mi moción.
Sr. Rawson. - Pido la palabra.
Sr. Presidente. - El señor senador por San Juan, señor Sarmiento, hizo moción para que se le llamara a la cuestión. Con arreglo al reglamento, si el señor senador que tiene la palabra insiste en que estaba en la cuestión, una simple votación de la Cámara lo resuelve. Así es que se votará si el señor senador está o no en la cuestión.
Sr. Rawson. - Antes de pronunciarme sobre esta moción, desearía saber si está comprendido en el reglamento acaso, que a título, o so color, o con motivo de una cuestión de orden, puede detenerse indefinidamente al se¬nador que tiene la palabra en ejercicio de su derecho, a punto de hacer un discurso o una exposición que dure una hora, que dure dos horas o que pueda durar toda la sesión, solamente para llamar al orden.
Parece que el reglamento previene que esas mociones se discuten concisamente, que es lo que solicito.
En cuanto a si se debe o no llamárseme al orden, desearía que una votación se haga por la Cámara. Yo creo que estoy en la cuestión; si no lo creyera así, no cometería el atentado violatorio de las prerrogativas de la Cámara, de estar ocupándola durante dos o tres días con cosas que no están fuera, de la cuestión en mi concepto.
Sr. Torrent. - Pido la palabra.
Sr. Presidente. - Se va a votar, pues el reglamento dice que este punto se resuelve por medio de una simple votación.
Sr. Torrent. - Vaya hacer una aclaración. La improcedencia de la indicación del señor senador por San Juan se manifiesta, en sí misma, puesto que el señor senador a. quien se pretende llamar al orden no ha usado aún de la palabra en esta sesión, sino en la anterior. Hoy no ha hablado, y ya se le ha llamado a 'a cuestión antes de hablar; esto no tiene, me atrevo a decir, sentido común para, esa moción, puesto que, no habiendo hablado el señor senador sino en la sesión anterior, y no habiéndole la Cámara llamado al orden, entonces el hecho ha pasado.
Sr. Sarmiento. - No puedo darme cuenta de lo que se discute; pero yo no he hecho todavía sino simplemente anunciar lo que vaya decir; no he dicho qué es lo que reclamo. Yo reclamo cierta cosa y el señor presidente pregunta a la parte agredida si tiene algo que oponer a eso o qué decir, para que, según lo que el señor senador conteste, resuelva la Cámara si estaba o no en el orden. Este es el camino de hacer metódicamente el reclamo que se hace.
Sr. Presidente. - Yo iba a proceder con arreglo a lo que dispone el reglamento. El reglamento dice que cuando se llama al orador a la cuestión, si el orador insiste, una votación de la Cámara decide.
Sr. Torrent. - Eso implica que el orador está hablando.
Sr. Quintana. - Yo no me opondría a la moción a pesar de que estoy de acuerdo con la observación del señor senador por Corrientes. Pero si el señor senador por San Juan hace uso de la, palabra cuando le place para llamar a la cuestión al orador, estamos condenados a que cada cinco minutos que tenga la palabra, el señor senador por San Juan, sea interrumpido.
Sr. Presidente. - Yo le aseguro al señor senador que habla que no será interrumpido contra su voluntad.
Sr. Quintana. - Perdóneme el señor presidente que todavía no me puede contestar, porque, como no me ha dejado concluir, no sabe lo que iba a decir. Iba a decir que si el orador que hace uso de la palabra no reclamaba de la interrupción, el señor presidente no puede hacer uso de la facultad que no le acuerda el reglamento sino a pedido del señor senador interrumpido. Por eso digo, que en ese caso tendría puesta más bien mi confianza en el señor senador que habla, que es a quien el reglamento le acuerda ese derecho, que en el señor presidente.
Pero lo que iba a decir es lo siguiente: que si el señor senador por San Juan, pudiese renovar su moción cuantas veces le plazca, no acabaríamos nunca, tanto más cuanto que parece que hubiese el propósito de no dejar concluir esta cuestión, sobre todo de no escuchar al señor senador por San Juan que ha sido interrumpido a cada instante en el uso de la palabra. Así es que yo ruego al señor senador que haga uso del derecho que el reglamento le acuerda de no ser interrumpido.
El señor senador que pide que se le llame al orden, en la sesión anterior nos hizo su profesión de fe política y la defensa de tocios los actos de su administración; y en la sesión anterior nos ha relatado todos sus lamentables padecimientos y nos ha comunicado su proyecto de hacer un viaje a Europa. Sin embargo, este señor senador es el que llama a la cuestión al que está haciendo uso de la palabra.
Yo creo que podemos votar, señor presidente.
Sr. Presidente. - Se va a votar la moción hecha por el señor senador por San Juan.
Sr. Alvarez. - No sé qué vamos a votar, cuando no ha hecho aún uso de la palabra el señor senador por San Juan. Entonces desde que no ha hablado aún, no sabemos si está o no en la cuestión: podríamos votar si ha es¬tado o no en la cuestión en la sesión anterior, pero no en ésta en que todavía no lo hemos oído.
Sr. Presidente. - Yo decía que estas cuestiones se resuelven por una votación; pero si la Cámara cree que no hay necesidad, puede hacer uso de la palabra el señor senador.
Varios señores senadores, - Parece que no hay necesidad de votación.
Sr. Rawson. - Entonces tengo derecho para continuar con el uso de la palabra.
Es sensible, señor presidente, que tengan lugar tan repetidas interrupciones, cualquiera que sea la forma que se les de, porque perturban....
Sr. Sarmiento. - ¿Se ha resuelto que no se le llame a la cuestión?
Sr. Presidente. - Sí, señor; y está usando de la palabra el señor senador por San Juan, en vista de esa resolución.
Sr. Rawson. - Decía, señor, que estas interrupciones tan repetidas, sea cual fuere la forma que afecten, producen siempre una perturbación en el espíritu del que habla, y pueden llegar hasta truncar o romper la conexión en el orden de las ideas. Por más que se tenga la costumbre del raciocinio y de la expresión del pensamiento, declaro que, en cuanto a mí concierne, soy sensible a esas interrupciones: será un defecto de mi organización, será una falta de disciplina de mi inteligencia: lo cierto es que, cuando se repiten accidentes como el que deploro, me siento desconfiado para reanudar el curso de mis ideas. Se trata, señor presidente, de una cuestión gravísima en la que están envueltos grandes principios y los más altos intereses morales de nuestro país, y es bueno que ella se discuta amplia y seriamente, con entera libertad y sin esos incidentes irritantes que turban siempre poco o mucho la serenidad en el debate.
Yo no soy de los que piensan, señor, que en cuestiones de esta magnitud el silencio o las reticencias son mejor camino para darles satisfactoria solución: creo, por el contrario, que, cuanto más trascendental es el asunto, sobre lodo en el terreno de la política, tanta más franqueza, tanta mayor sinceridad y tanta más verdad deben presidir en su discusión.
Es necesario que haya opiniones adversas, por eso se discute, puesto que son diversos y contrarios los puntos de vista; es posible, que haya errores de una y otra parte, puede haber exageraciones sugeridas por la pasión o por el imperio de radicales convicciones; pero, por lo mismo, deben traerse a este recinto esas opiniones encontradas, esas pasiones, esos errores y esas convicciones para que se choquen con estrépito y arribemos después de la lucha a la transacción deseada y solicitada sobre la base de la verdad y del derecho.
Sr. Torrent. - Perfectamente.
Sr. Rawson. - Por eso, señor presidente, desearía que el señor senador por San Juan no me interrumpa otra vez en el uso de la palabra: él ha de pensar, como yo y como muchos de mis honorables colegas, que la franca discusión es el mejor medio para llegar a soluciones satisfactorias en la gestión de los intereses del país.
Sr. Sarmiento. - Pido, señor, que se llame a la cuestión, que se lea la ley que está en discusión.
Señor: vamos muy lejos en este asunto; sería necesario hablar para resolver algo determinado sin que haya votación siquiera.
Ha entrado a exponer el señor senador sobre una administración, de gobierno.
Si es al presidente actual o al ex presidente a que se refiere esto, no es este el caso, ni la manera ni la forma cómo se tocan esas cuestiones.
Va a hacerse un debate, señor, que puede requerir que yo pida 6, 8, 12 días para contestar; mientras tanto la cuestión es simplemente que lea el señor secretario la ley de amnistía, de que estamos hablando.
Sr. Rawson. - Yo no sé si es interrupción...
Sr. Sarmiento. - Pido que no se permita que se hable fuera de la ley de amnistía.
Sr. Presidente. - El señor senador que hace uso de la palabra pretende estar en la cuestión; una votación de la Cámara podría decidir si debe continuar o no.
Sr. Sarmiento. - Voy a leer una frase que es necesario para mí.
Uno de los casos, señor, de llamar al orden en todas las asambleas...
Sr. Presidente. - Lo va a resolver una votación sin discusión, porque así debe ser.
Lea el señor secretario.
-Se leyó el artículo del reglamento al respecto.

Sr. Presidente. - «Sin discusión.» Hecha la moción de llamamiento a la cuestión sólo la Cámara puede impedir que el orador que tiene la palabra continúe con ella, y por eso voy a proceder a que se vote.
Sr. Sarmiento. - Entiende el señor presidente que, según el reglamento, es llamar a la cuestión, es decir, a la palabra...
Sr. Presidente. - Nada más.
Sr. Sarmiento. - ¿Y qué es lo que pienso yo por llamar a la cuestión, si no lo sabe el señor presidente? Yo, cuando llamo a la cuestión, es para pedir permiso para decir qué es lo que está en discusión.
Pido, pues, a la Cámara, que se me permita fundar, y cuando haya fundado, el señor presidente, o más bien, la Cámara resolverá: el señor senador que tenía la palabra dirá: tiene razón, no tiene razón, etcétera; pero había palabras cambiadas. Después de eso el señor presidente consultará a la Cámara.
Sr. Colodrero. - Propongo un cuarto intermedio. Varios señores senadores. - ¿Para qué?
Sr. Presidente. - La Cámara sabe lo que está en discusión, que es el proyecto de ley de amnistía, sancionado por la Cámara de Diputados, y de consiguiente, si el señor senador llama a la cuestión al que tiene la palabra, la Cámara está en el caso de resolver si está o no el señor senador en la cuestión.
Sr. Echagüe. - Señor presidente: se ha hecho una moción para pasar a cuarto intermedio y ha sido apoyada suficientemente.
Sr. Oroño. - Para que se repita la misma cosa que ahora, mejor es que haya una votación.
Sr. Colodrero. - La moción ha sido apoyada; pido que se vote.
Sr. Presidente. - Se va a votar si se pasa a un cuarto intermedio. -Así se hizo, y habiendo resultado dudas acerca del resultado, se repitió la votación resultando afirmativa de 15 votos.
-Pasóse a cuarto intermedio.
___________
-Vueltos a sus asientos los señores senadores, dijo el:
Sr. Presidente. - Continúa la sesión.
Se va a leer una nota del Poder Ejecutivo.
-Se leyó.
Sr. Sarmiento. - Pido la palabra. Lo hago para renunciar a mi solicitud de llamar al orden, tal como yo lo deseaba, al señor senador, reservándome mi derecho de rectificar todos los hechos que se refieren a mi persona, para lo cual quedaré con la palabra después que haya concluido el señor senador.
He dicho.
Sr. Rawson. - Señor presidente: las observaciones que vengo desenvolviendo no tienen ni pueden tener por objeto discutir la persona del señor senador que acaba de ser presidente de la República, ni hacer una simple crítica de la política de su administración, de un punto de vista adverso; no, señor: trato de demostrar que la penosa situación política, económica y social en que nos encontramos se deriva, en gran parte, de aquella política, y que los hechos producidos que reclaman la ley de amnistía, como un remedio, se relacionan íntimamente con los extravíos que vengo señalando.
La persona del señor senador me inspira toda consideración por sus antecedentes, por su edad y por todas las demás circunstancias que él mismo ha tenido a bien hacernos notar como motivos para nuestra consideración; y, por otra parte, los intereses que estamos ventilando son de una magnitud muy superior a las personalidades, por elevadas que ellas sean.
Decía, señor, que, a causa del error originario de la administración pasada, procedente de su teoría sobré la inviolabilidad de las leyes y sobre la prepotencia del Poder Ejecutivo, se habían realizado hechos numerosos que eran la aplicación de aquellas falsas nociones, y se había preparado de esta suerte una situación tanto más difícil cuanto más se alejaba de los principios y del organismo de nuestra ley fundamental. No es extraño, pues, que los inconvenientes de aquella situación se hicieran sentir más vivamente cuando una agitación política viniera a conmover el país, exagerando para los gobernantes o gobernados das consecuencias prácticas de aquella relajación de los principios.
Aquí viene bien recordar lo que el señor senador expresaba en el discurso con que inauguró esta discusión. El señor senador nos decía en la forma de un aforismo: que las oposiciones sistemadas en las repúblicas conducen fatalmente a la revolución; y calificando de sistemada la oposición que en el Parlamento y en la opinión encontró su administración, deduce de ella ya ella atribuye la causa de la revolución de Septiembre.
Vamos a considerar esta fase de la cuestión. Desde luego, señor, me cuesta comprender lo que significa, en el tecnicismo de la ciencia política, la oposición sistemada.
Sé que no sólo en las repúblicas, sino en todas las formas de gobierno, donde la opinión es escuchada en la cuestión de los negocios públicos, ésta se concreta en partidos, cada uno de los cuales' profesa y pretende hacer prevalecer cierto orden de ideas; y los partidos, luchando, trabajan por hacerse representar en los consejos legislativos o ejecutivos de la nación.
Como en la lucha alguno de ellos prevalece, éste imprime su carácter a la política y lleva mayorías a la Legislatura para convertir en leyes y en administración sus propias ideas; pero queda siempre en los parlamentos y tras de ellos en la opinión una fracción más o menos numerosa que persevera en sus principios y que procura mantenerlos vivos en las discusiones sobrevinientes.
Sucede esto en los pueblos más libres y ordenados de la tierra como emergencia natural del carácter de las instituciones, y ni las minorías están obligadas al silencio cuando las discusiones se producen, ni se ha visto jamás una unanimidad perfecta de opiniones y de votos parlamentarios cuando se trata de aquellas cuestiones que afectan los principios radicales de los partidos originarios. Al contrario, semejante unanimidad, dada la naturaleza de las cosas, induciría seriamente a sospechar una condición de hechos incompatibles con la libertad.
Si a esto llama el señor senador oposición sistemada y si a esto atribuye el origen de las revoluciones, permítame decirle que comprende malla índole y la tendencia de las instituciones libres. En prueba de esto basta recordar que en un parlamento honrado las minorías opositoras concurren siempre con las mayorías en el apoyo de medidas que interesen al honor nacional, que desenvuelven el progreso material o que tiendan a consolidar el orden admi¬nistrativo de la Nación.
Si las oposiciones tienen razón de ser, aun en la hipótesis del giro normal y tranquilo de las instituciones, mejor se aplica el hecho si se considera lo que ha sucedido entre nosotros respecto a la actitud del Ejecutivo. Su programa, desarrollado con perseverancia, tenía que encontrarse necesariamente en pugna con ideas preexistentes, reconocidas como salvadoras por una parte muy considerable de este pueblo y que tenía sus representantes y sus órganos en la Legislatura nacional. Mientras la política que yo he llamado agresiva a la Constitución, continuara, y mientras hubiera en el Congreso uno solo de los que condenaban tales abusos, la discusión ardiente tenía que reproducirse con frecuencia, renovándose rail mil veces aunque mil veces fuera vencida.
No es cierto, pues, que haya existido oposición sistemada en el sentido desfavorable en que el señor senador la describe, ni acepto que esa oposición haya sido la causa de los trastornos que deploramos y a cuya reparación estamos llamados. Al contrario, estoy seguro de que, si en medio de la agitación popular, de las pasiones desbordadas, de la imperfección de nuestra educación política, el cúmulo-de intereses puestos en conflicto durante la lucha, hay alguna causa que más que otra explique, aunque no justifique, los acontecimientos que han trastornado y desacreditado la República, esa causa se ha de encontrar en la persistencia tan prolongada de una política que empieza y se desarrolla con el programa cuyo análisis he señalado a la atención de la Honorable Cámara. Y digo que explica y no justifica, porque mi convicción radical es la que más de una vez he mencionado en el curso de estas sesiones contra la legitimidad de Las revoluciones, mientras exista en el Parlamento, en la prensa y en las reuniones populares, terreno bastante para la libertad de las palabras y del pensamiento, y ocasiones adecuadas para combatir el abuso.
Para completar la enumeración de los antecedentes que han venido preparando la catástrofe, quiero recordar también que, al paso que se hacía práctico el programa de la administración pasada en el orden nacional, se desarrollaba igualmente una política semejante al orden interno de las provincias. Esto está en la naturaleza humana. Todo poder tiende a ensancharse a expensas del derecho ajeno, y todo derecho, que también es poder, tiende a pasar más allá de sus límites en los actos de su defensa; y el resultado de esta acción y reacción incesante, cuando no prevalecen las costumbres en las tradiciones, en la educación, el alto criterio moral, el respeto religioso a la Constitución y a las leyes, tiene que ser forzosamente, o la opresión que humilla y degrada, o la anarquía que todo lo trastorna y nada funda.
De suerte que en los actos populares donde se van a decidir por el sufragio las cuestiones que se debaten, los partidos proceden sin regla moral, y los gobernantes fatalmente ligados a un partido le prestan de ordinario su cooperación para hacerlo prevalecer. Los gobernantes y su partido se encastillan entonces en posiciones inatacables, se atrincheran con un círculo de hierro y por combinaciones más o menos ingeniosas, más o menos atrevidas, pero todas ellas inmorales, excluyen de hecho a sus adversarios de las urnas y de la influencia proporcional que les corresponde en el gobierno republicano.
No he seguido de cerca, señor presidente, el movimiento electoral de las diversas provincias; pero una cosa sé de cierto, y es que la provincia de Buenos Aires ha sido mirada, y continúa siéndolo, como el modelo que las demás tienden a imitar en los actos de su vida social o política; y otra cosa sé también, señor, y es que, en Buenos Aires, el fenómeno que acabo de describir se ha realizado con una notoriedad incontestable, y no creo ser temerario suponiendo que en las otras secciones de la República, el mismo hecho habrá tenido lugar, dados los mismos antecedentes.
Todo esto quería decir, señor presidente, antes de entrar a tratar de, la cuestión de amnistía propiamente dicha. En mi concepto, me era necesario proceder así a fin de que esa cuestión sea resuelta del modo más completo y conveniente, consultando los intereses de la paz pública y de la prosperidad nacional.
Señalada así la marcha de los acontecimientos tales como yo los he visto y comprendido, indicadas las causas generatrices del mal, necesito ahora detenerme un instante en la contemplación de la situación del país, tan dolorosa como la considero, para llegar en seguida a la sugestión de los remedios que deben aplicarse con las probabilidades del acierto.
Digo que la situación es dolorosa, y en este punto me parece que no encontraré contradicción. Vamos mal, decía el señor senador por San Juan: vamos peor cada día, agregaba yo, al juzgar la condición en que nos encontramos. ¿Qué faz en la actualidad de la República es favorable para fundar sobre ella una esperanza del porvenir? No sólo en la política se descubre motivos de zozobra; la condición social se resiente hondamente de la misma perturbación; el comercio, la industria, las finanzas, el crédito social y privado; todo con un conjunto de elementos al parecer irreparables, constituyen estas crisis angustiosas en que estamos envueltos; pero todos esos elementos se ligan, a no dudarlo, a la perturbación política en que ha concurrido a agravar los males que mantienen la desconfianza para el día de mañana, que entretiene y excita cada día con nuevo pábulo el ardor inextinguible de las pasiones, y que no dejan esperar punto de reposo para esta sociedad infortunada, que ha vivido hace tantos años balanceándose entre las más risueñas esperanzas y las decepciones más luctuosas. Yo percibo claramente, señor presidente, que a la política están vinculados el mayor número de esa masa de intereses que hacen la vida de la sociedad; sin negar, por supuesto, la existencia de causas concurrentes, que toman todos ellos mayores relieves en su contacto con la principal. Las repetidas interrupciones que he sufrido, y la estrechez del tiempo que me resta para no ser exclusivamente fatigoso a mis honorables colegas, me limitan a hablar muy brevemente de algunos de esos elementos constitutivos de la prosperidad de la Nación, y cuya deficiencia contribuye tanto a agravar el cuadro de nuestra actualidad.
En la rápida carrera de los progresos argentinos se encontraba con razón como una de las más valiosas conquistas, esa corriente de inmigración que se aumentaba año por año en proporciones nunca esperadas. Era asombroso y nuevo en la historia ese poder de atracción que la República ejercía sobre los hombres, sobre los capitales y sobre el comercio de la Europa; y lo llamo nuevo, porque, aun en Estados Unidos durante los primeros cincuenta años de su existencia, la inmigración nunca tuvo la cifra anual a que nosotros llegamos en el año 1873, y porque aun en el período en que más numerosa fue la inmigración en aquella república, fue todavía inferior a la nuestra si se contempla la población respectiva de una y otra nación.
Es sabido que el valor potencial de cada inmigrante se estima en mil pesos fuertes, lo que daría un acrecentamiento de sesenta millones de pesos por año en la riqueza nacional, si esos inmigrantes, radicándose en el país o subsistiendo en él por largo tiempo, alcanzaran a desenvolver en la forma de industria, de trabajo y de producción ese valor potencial que se les atribuye.
Pero, señor, el inmigrante, más que el natural de estas regiones, reclama, como condición de su incorporación a la masa nacional, la seguridad de la paz, no sólo de la paz presente, sino de la paz en perspectiva, por razones muy obvias que se refieren a su bienestar y a los propósitos de su traslación. Y si la paz se conturba un día por causas que él no se empeña en penetrar, y su instinto sagaz le anuncia que la paz está en peligro para lo futuro, el inmigrante se detiene a nuestras puertas, la corriente tan favorable cesa o disminuye sensiblemente; y el que ya estaba establecido, asaltado también por las dudas y por las inquietudes, acosado tal vez por las dificultades industriales que las agitaciones y el desconcierto hacen nacer, se concentra, se detiene, colecta sus grandes o pequeñas ganancias, y nos vuelve la espalda, buscando en otras partes lo que por tantos títulos había esperado encontrar entre nosotros.
Esta es pérdida para el país, y muy grave. El extranjero que se va, no sólo lleva consigo la noticia de una situación poco atractiva, no sólo retira de la riqueza ese valor potencial que su presencia y su trabajo debían incorporar a ella, sino que substrae en realidad una masa del capital no escasa. Mis investigaciones me han conducido a este resultado: que en el primer semestre del año corriente han salido por el puerto de Buenos Aires trece mil quinientos emigrantes, lo que dará para el año entero una emigración de veintisiete mil, contándose tan sólo aquellos extranjeros que con el carácter de inmigrantes han permanecido entre nosotros. También he investigado entre personas bien informadas que cada uno de estos emigrantes, lleva consigo una suma metálica que no baja, en término medio, de quinientos pesos fuertes, teniendo en cuenta a los más favorecidos que han logrado acumular una pequeña fortuna y a los más destituidos que llevan a lo menos el valor de su pasaje, lo cual representa la suma de trece millones y medio de pesos metálicos suprimi¬dos de los depósitos bancarios y del comercio.
Y si las causas determinantes de este fenómeno se mantienen o llegan a agravarse, es fácil comprender que el alcance de sus efectos en una serie de años podría comprometer por sí solo hasta un extremo desesperante nuestra posición comercial, tan vacilante ya.
Excuso entrar en ampliaciones de las consecuencias de este hecho y de los demás que conspiran a hacer tan dura y abrumante la situación económica de la República; pero en todos esos movimientos preside siempre como causa culminante de los trastornos, de la depresión del crédito y le la desconfianza general la situación política con todos sus antecedentes y con todas sus alarmantes perspectivas.
Las fuerzas vivas de la sociedad se dispersan y se aniquilan en estériles agitaciones; estas luchas sin tregua y sin término en un terreno casi siempre extraño a la verdad y a los principios, no sólo inutilizan el pensamiento activo para la producción y la prosperidad de la República, sino que van ahondando cada día el abismo de separación entre los hombres y que llega al corazón mismo de la sociedad.
Y mientras este estado de cosas subsista, señor presidente, no podemos lisonjearnos con que la confianza se restablezca, con que la seguridad se afiance y la prosperidad florezca de nuevo entre nosotros.
Mientras este estado de cosas subsista, presenciaremos la misma inquietud, los mismos recelos, con iguales consecuencias, que irán agravándose día por día, manteniéndose y amargándose las pasiones políticas que acaban por incorporarse a la vida social; y entre tanto, señor, en medio de esta atmósfera se van educando las generaciones que vienen en camino de la acción política y ya se puede prever que con el peso de este cúmulo de elementos fatales marchamos hacia una catástrofe por esa pendiente, irresistible.
Señor presidente: si nuestra situación es tan afligente como yo la concibo, y si las fuerzas que han concurrido a producirla no parecen cambiar su rumbo para sacarnos de la calamidad presente, ¿no será posible señalar un camino por donde la República pueda escapar a sus desgracias, conjurar los peligros futuros y volver a la senda del progreso, que para desdicha nuestra hemos abandonado? Estoy seguro de que este resultado puede obtenerse, señor. Sé muy bien de dónde venimos y tengo como argentino la visión gloriosa de nuestro porvenir. Sé que otras situaciones más lamentables de nuestra historia han sido salvadas. Más débiles éramos al proclamarnos independientes, y conquistamos nuestra independencia con el denuedo y las virtudes de nuestros mayores; en el año 20 fue vencida la anarquía por el talento y la virtud de los que fundaron el gobierno representativo, y echaron, puede decirse, los cimientos de la paz y del gobierno de la ley; más tarde, una tiranía sangrienta y vencedora en mil combates, cayó postrada al impulso del ejército grande, movido por el sentimiento de libertad; después todavía, dividida la República en dos fracciones enemigas, rota la identidad de la Nación por la organización de los gobiernos extraños e independientes uno de otro, y cuando parecía que todas las fuerzas de cohesión estaban agotadas, vinieron Cepeda, los pactos transitorios y Pavón a consolidar otra vez, a nombre del sentimiento nacional, esta santa unidad de la patria argentina.
Todas estas vicisitudes son un enseñamiento y sugieren una esperanza.
Si aquellas dificultades fueron superadas, es de esperar que las actuales serán vencidas con la misma fortuna, si logramos acertar con el remedio que su na¬turaleza reclama. Lo que éramos hace muy poco tiempo en el punto culminante del bienestar y de la prosperidad general y lo que somos ante el cuadro de la actualidad, no es razón para que desesperemos de recuperar lo perdido y de reanudar la cadena de nuestros progresos y engrandecimientos.
Todavía es lícito conservar la fe de que aquellos días han de volver, aquellos días en que el hombre reflexivo y patriota se sentía sobrecogido bajo la profunda emoción de regocijo que inspiraba la contemplación de la patria, en su marcha progresiva; cuando podía predecirse con la autoridad de las leyes, de la estadística y con el cálculo, cuál sería la grandeza de nuestro país al fin del siglo con una población de cuatro millones, con la vitalización de los vastos territorios ahora desiertos, con sentimiento apasionado de la nacionalidad, vigorizado por la felicidad común, por el imperio de la Constitución, por la sabiduría de las leyes, y por la garantía segura de todos los derechos y de todas las legítimas aspiraciones.
Para conseguir estos resultados desde el abatimiento en que nos encontramos es necesario aplicar remedios heroicos y salvadores. Es ne¬cesario que las fuerzas vivas de esta sociedad vuelvan a la acción normal y converjan todas en la dirección apetecida; es necesario que las inteligencias preclaras se encuentren en el estudio de los grandes problemas que envuelve nuestro porvenir; es necesario que el sentido moral y que el nivel de la dignidad humana se levante entre nosotros a la altura de los pueblos verdaderamente libres y prósperos; es necesario todo esto, señor presidente: que la paz se haga en la legislación y en los espíritus y que la ley se ponga encima de todas las cabezas.
Yo sé bien, señor, que para todos los males semejantes al que nos aflige se han sufrido tratamientos empíricos que estoy muy lejos, de aceptar. Se ha indicado, desde luego, el gobierno de la fuerza. Condeno este medio por su ineficacia y, sobre todo, por los extremos a veces sangrientos a los que fatalmente conduce.
El señor senador por San Juan, en los últimos meses de su presidencia, decía, en una ocasión pública, que su gobierno había sido de represión y de fuerza, y bajo esa política tuvo él la pena, y la República la desventura, que él llegara a su término dejando a la Nación envuelta entre la polvareda de la guerra civil con todos sus funestos corolarios. Ojala hubiera podido decir con verdad el señor presidente, que había hecho un gobierno de Constitución y de leyes; tal vez en ese caso no sería tan dura la condición en que nos encontramos. Ni es nuevo entre nosotros, por desgracia, el régimen de la fuerza como régimen de gobierno, ni se necesita ser Marco Polo para descubrir en nuestra historia, en la historia de ayer, la marcha y los efectos de la fuerza como institución. El gobierno de Rosas era también gobierno fuerte. Se sabe dónde empieza la represión; pero no se sabe hasta dónde puede llegar en su alcance y sus medios, y cuando menos lo piensa, el gobierno fuerte, teniendo que cuidarse sin cesar y que sofocar a cada instante las resistencias que provoca en forma de sediciones y de anarquía, se encuentra sorprendido y perdido, a mucha distancia de la Constitución que le dio origen y tal vez con las manos manchadas de sangre, sin atinar cómo lavar, la mancha para presentarse ante la historia.
Hay también espíritus agitados y convulsos, que llegan a imaginarse que una revolución triunfante puede poner término a nuestras calamidades. Tampoco acojo por un instante esta sugestión de la desesperación. La revolución es todavía la fuerza; lo que ella engendra, es la anarquía o la dictadura. Venimos arrastrados hace tantos años por las borrascas de las revoluciones, ha sufrido tantos dolores la República bajo su influjo, que no es dado decir lícitamente y pese a quien pese, que es deber de todo hombre patriota y reflexivo el combatir con energía todo conato que se intente en ese sentido, porque, como lo he dicho en otra ocasión, la revolución en nuestro caso nada podría fundar de estable en el campo de las instituciones que nos gobiernan.
No queda otro medio, señor, que el de la paz, y la paz no puede asegurarse sino por una amnistía amplia, completa y sin limitaciones. Esa es la naturaleza de las amnistías en general, y por eso con mucha sabiduría la Constitución atribuye la facultad de concederlas al Congreso y no al Poder Ejecutivo, que tiene el derecho de perdón.
Para dar significado técnico a las palabras séame permitido citar las de un libro clásico y tan popular entre nosotros que se halla en manos de todos. Hablo del Diccionario de Legislación y Jurisprudencia del doctor Escriche, que se expresa en estos términos:
«Amnistía. - Gracia del soberano, por la cual quiere que se olvide lo que por algún pueblo o persona se ha hecho contra él o contra sus órdenes; o bien el olvido general de los delitos cometidos contra el Estado.
«Esa amnistía no repone, sino que borra. El perdón no borra nada, sino que abandona y repone. Por eso debe concederse perdón en las acusaciones ordinarias, y amnistía en las acusaciones políticas.
«En las acusaciones ordinarias nunca tiene interés el Estado en que borre la memoria. En las acusaciones políticas puede suceder lo contrario; porque si el Estado no olvida, tampoco olvidan los particulares; y si se mantiene ene migo, también los particulares se mantienen enemigos.
«La amnistía es a veces un acto de justicia, y alguna vez acto de prudencia y de habilidad. No faltan ejemplos de que los príncipes y el Estado hayan sacado mejor partido de las amnistías que los mismos a quienes se han concedido.
«Hay en las amnistías, mucho más que en el perdón, un sello de generosidad y de fuerza que impone al pueblo y da fama al príncipe.
«La amnistía se aventaja al perdón en que no deja en pos de sí ningún motivo legítimo de resentimiento.
«Las amnistías condicionales no son sino una conmutación groseramente disfrazada bajo un título irrisorio y falso.
«A estas máximas del conde de Peyronnet, ministro de Carlos X, puede añadirse: que en los delitos complicados que nacen de espíritu de partido, conviene las más de las veces echar un velo que los cubra; porque la sociedad perdería más con la ejecución de la pena que con la impunidad. La ley penal en materias políticas persigue a veces delitos de mal imaginario, suele dar lugar a procedimientos errados, abriendo la puerta a la influencia de las pasiones y antipatías, corre el peligro de envolver en su esfera un número inmenso de personas, llevando a un punto espantoso el mal «derivativo» y el de la «alarma», y se expone, por consiguiente, más de una vez a producir o aumen¬tar el mal que quería evitar.
«Se ha visto en tiempos de facción formarse conspiraciones al pie del cadalso en que caían las cabezas de conspiradores o sediciosos, yen tiempos de amnistía se ha visto, por el contrario, restablecerse el orden, y entrar todo el mundo en la línea de sus deberes.»
Estos claros conceptos, que no proceden de un demagogo, ni siquiera de un republicano, que son la expresión razonada de una noción de derecho público, apoyados e ilustrados por un ministro de la restauración monárquica de Francia, me excusan de todo comentario. Eso es lo que yo pido, señor presidente: amnistía completa, sin condiciones y sin más limitación que la que se deriva de la naturaleza de otros delitos que se hubieran cometido, y que por el hecho engendran acciones privadas que no están en las manos del legislador. Amnistía sincera, moralizadora, que implique realmente el olvido y restituya a los que son su objeto a la plenitud de sus derechos.
Pero todavía yo quisiera otra cosa para que la pacificación sea perfecta.
Poco se habría adelantado con la amnistía en sus formas más generosas si el camino de las urnas quedara cerrado para los amnistiados y para todo su partido por ese cúmulo de obstrucciones y de mecanismos, que yo he llamado, hace pocos momentos, los atrincheramientos del partido gubernista en todas las provincias.
Sé muy bien que el poder del Congreso no alcanza a destruir esos inconvenientes; pero conozco que su autoridad moral puede llegar, a conmover esos secretos resortes del corazón humano que respondieron siempre, aun en épocas más aciagas, a los nobles impulsos entre los argentinos. Si la ley de amnistía llegare a sancionarse, como lo espero, en los términos convenientes para los efectos de la paz, me permitiré entonces presentar un proyecto, ya sea en la forma de resoluciones, según la práctica americana, o sea en la forma de un manifiesto según nuestras antiguas tradiciones, dirigido a pueblos y gobiernos, no como una prescripción de ley, sino como una sugestión de patriotismo, emanada de estas altas regiones donde todas las provincias y todos los partidos están representados. Abrir el camino de las urnas a todos los ciudadanos sin distinción y sin engaño, para que vayan a dirimir en ellas tranquilamente, bajo los auspicios del; derecho, todas las cuestiones políticas, sería, estoy seguro y pongo a Dios por testigo de mi convicción, el complemento de la pacificación general, cuyo primer acto es la ley de amnistía que vamos a dictar.
Antes de dejar la palabra, permítaseme leer las que pronunció el sabio y elocuente senador Carlos Schurz, hace seis meses, en el Senado de Estados Unidos, con motivo de una ley de fuerza que allí se había indicado para poner término a las dificultades de la Luisiana y otros estados del Sur; proyecto que afortunadamente fue rechazado aun por los mismos amigos de la administración:
«No puedo cerrar mis ojos a la evidencia, decía el elocuente senador, de que la generación que ha crecido y llegado a la política activa en los últimos años, y que representa más de la tercera parte de nuestros electores, se ha acostumbrado demasiado a presenciar la audaz ostentación de abrogaciones arbitrarias de autoridad; y que se han formado hábitos que amenazan destruir todo cuanto es caro al sentimiento patriótico. Conociendo esto, he estado por muchos años en este recinto alzando mi voz en favor de los principios del gobierno constitucional puestos en peligro, y he procurado preveniros contra los avances del poder irresponsable; y con toda la ansiedad de mi corazón, en esta oportunidad, que quizá será la última que se me presente en este foro, os dirijo mi clamor una vez más para que volváis atrás, antes que sea demasiado tarde. En nombre de la herencia de paz y de libertad que debéis legar a vuestros hijos; en nombre de ese orgullo con que, como americanos, levantais la cabeza entre las naciones de la tierra, no juguéis con la Constitución de vuestro país, no comprometáis lo que constituye la gloria más pura del nombre americano. Que los representantes del pueblo no desfallezcan cuando las libertades del pueblo están amenazadas.»
Sr. Presidente. - Se va a votar.
Sr. Frías (U.). - El señor senador había pedido la palabra.
Sr. Sarmiento. - Para otra sesión, es decir, para cuando vea el discurso del señor senador. He asegurado la palabra, nada más, y la usaré más tarde cuando esté bien informado.
Sr. Presidente. - Si ningún señor senador hace uso de la palabra, se votará...
Sr. Sarmiento. - ¿Qué medio me da la Cámara para rectificar los juicios que ha emitido el señor senador?
Conozco algunos, pero eso no es bastante. No se puede votar así, sin darme la ocasión de contestar, porque va a quedar consignado como hechos ciertos, en el Diario de Sesiones, lo que el señor senador ha dicho, y eso va a servir en lo futuro. De modo que tengo que contestar porque, si no lo dicho va a quedar como por mí, y por la Cámara.
Sr. Presidente. - Puede usar de la palabra el señor, senador.
Yo había dicho: «si ningún señor senador hace uso de la palabra, se votará». Pero si el señor senador la pide, se la acuerdo. Puede hacer uso de ella.
Sr. Sarmiento. - Pero es una serie de hechos tan grande la que se ha dicho, de juicios, que no puedo usar de la palabra ahora para contestarlos. Lo que yo pido es que se me otorgue tiempo para contestar lo que ha dicho el señor senador.
¿De dónde viene esta prisa para que me expida, antes de ver siquiera publicada la sesión?
Por motivos que he expuesto antes en esta Cámara, y por razones que hizo presente el gobierno de la Nación muy desde un principio, se creó una Oficina de Taquígrafos; yo no sé el número, pero es una vergüenza para un país republicano publicar las sesiones a los dos años de celebradas, como se hacía cuando yo vine.
Ya hay taquígrafos. El día que entré aquí, con motivos de esta cuestión, hablé con uno de ellos sobre cómo se hacía el servicio y qué número había. Necesito tener la sesión inmediatamente, le dije; y se contestó la dificultad que habría para conseguirlo. Ofrecí entonces a uno de los taquígrafos por ese trabajo, que es extraordinario y no le corresponde como un deber, una buena suma para que estuviese aquí y me pasara inmediatamente copia de lo que se decía. Haremos tal otra cosa, me contestó, que llena el mismo objeto.
Señor: la publicidad de las sesiones debe ser inmediata; porque no es cierto que se puedan pescar las palabras para contestarlas inmediatamente, y presentar documentos y pruebas irrefutables para rectificar los errores en que se incurre.
Por esta razón pido al señor presidente que me permitiese tiempo para hacer observaciones. ¿Qué he de contestar?; ¿palabras? En materia de afirmaciones, no, sino ideas; aducir hechos y pruebas; y yo creo que puedo contestar con éxito, con pruebas, con la evidencia, a las pocas que conozco y que hay hechos reales.
¿Qué hago, pues? ¿Cómo contesto? El diario «Des Debats», de París, dice en sus últimos números, que en Inglaterra inmediatamente las sesiones del Parlamento, suelen concluir a las cuatro de la mañana, dos horas después, es decir, a las seis, va en camino a todos los diarios de Inglaterra y todos pueden leer la sesión.
Me permitiré decir que he asistido al juicio de Johnson, seis días en Washington; hasta que me fastidió la larga tramitación y regresé a Nueva York para leerlo en el diario de la mañana siguiente, sin pérdida de tiempo.
Sr. Presidente. - De todos modos sería necesario...
Sr. Sarmiento. - Pediría que se me reservara la palabra para contestar.
Sr. Rawson. - En ese concepto, yo iba a hacer moción para que se levantara la sesión, para que de ese modo dar lugar al señor senador de consultar esos borradores, y contestarlos en la sesión próxima. Es deplorable que se prolongue el debate; pero es preciso dar, a los señores que quieran contestar, el tiempo de hacerlo.
-Apoyado.
Sr. Oroño. - Pido la palabra.
Sr. Presidente. - Hay una moción previa.
Sr. Oroño. - La moción que voy a hacer no se opone sino a una parte insignificante del debate.
Sr. Presidente. - Hay una moción para que se levante la sesión, es previa a todo, y no puedo ceder la palabra al señor senador.
Sr. Oroño. - Iba a pedir que se votase en general el asunto.
Sr. Presidente. - Es que yo no puedo hacer eso, cumpliendo mi deber.
Hay una moción, previa a toda otra, y estando suficientemente apoyada, tengo que ponerla a votación. Por consiguiente, se va a votar si se levanta la sesión.
-Votada, resultó afirmativa.
-Se levantó, siendo las cuatro de la tarde.

NUMERO 25
23° SESION ORDINARA
[13 de Julio de 1875]
Presidencia del Sr. ACOSTA
Senadores presentes: Alvarez, Arias, Barcena, Bazán, Colodrero, Colambres, Cortés, Echagüe, Frías (L.), Frías (T J.), García. Gorostiaga, Lucero, Molina, Navarro, Quintana, Pruneda, Rawson, Sarmiento, Torrent, Vallejo y Villanueva.
Senador ausente, con licencia: Racha.
Senadores ausentes, con aviso: Bustamante, Corvalán y Oroño.
SUMARIO
1. -Asuntos entrados.
2. -Proyecto de ley sobre amnistía, general. Continúa su consideración.
[…]
-En Buenos Aires, a trece de Julio do mil ochocientos setenta y cinco, reunidos en su sala do sesiones el señor presidente y los señores sonadores arriba inscriptos, se abrió la sesión con inasistencia de los señores Corvalán y Oroño con aviso; Bustamante por indisposición; y Racha con licencia.
1
Se leyeron y aprobaron las actas de las dos sesiones anteriores del 8 y 10 del corriente (21° y 22° ordinarias), y se dio cuenta de los asuntos entrados, …
2
Sr. Presidente. - Puede hacer uso de la palabra el señor senador por San Juan que quedó con ella.
Sr. Sarmiento. - He debido, señor presidente, a la cortesía de mi concolega por San Juan que se me hubiese reservado el derecho a la palabra, que me propongo usar con extensión, porque el asunto que me preocupa, es simplemente mi propio interés, es decir, el interés que un hombre debe mostrar siempre por dejar su nombre bien establecido, explicando sus actos en la vida pública, cuando se le ha puesto en la necesidad de explicarlo.
Me esforcé desde el principio de este debate en servirme de los recursos que el reglamento ofrece, para no permitir que se extraviase el debate, para que no se expusiesen los antecedentes que se han expuesto en tres sesiones y que han de requerir una o dos de mi parte, a fin de enderezar lo que me permitiré llamar el «entuerto». Sin esta circunstancia de un interés puramente personal, habría tenido un gran placer en ver terminarse la sesión, de manera que el reglamento hubiese sido empleado en el sentido inverso para el cual fue creado.
Se había dicho antes que se nos ha dado la palabra para ocultar nuestro pensamiento: yo digo que el reglamento, tal como lo comprendemos, se ha dado para que se hable de todo lo que se quiera, menos de la cuestión que se está tratando; de modo que ha venido a obrarse el fenómeno de que se ha rechazado un proyecto presentado por la Comisión, sin ninguna objeción hecha en la Cámara, y adoptado otro sin haberlo nombrado ni discutido tampoco, y esto por votación universal; habíamos hecho el prodigio, que yo desafío a los japoneses repitan, de emplear seis sesiones tumultuosas en que ha podido haber desórdenes que han sido contenidos por la dignidad pública, diré así, en que debiera haberse tratado de una amnistía que interesa a todos, y sobre la cual no se ha hablado una palabra; y entrará el debate de los artículos probablemente sin que se sepa qué piensan los señores senadores sobre esta cuestión: lo sabremos cuando se hayan sentado, o se hayan parado, al dar su voto.
De ahí venía, señor presidente, mi interés en llamar al orden.
Desgraciadamente, usaba palabras que no son, según entiendo, muy usuales entre nosotros; pero, habiendo estado tantos años ausente, entrando recién en el Senado, se me ha de perdonar que todavía no haya arreglado mi lenguaje a lo que permitiré llamar el lenguaje de la tierra, no obstante que en materia de reglamento no hay lenguaje de la tierra de ninguna parte; el reglamento es universal como el sistema representativo, que regula.
Se dijo el otro día que quería que se observase el reglamento de Estados Unidos. Había equivocación: dije, por el contrario, que el reglamento de la Cámara de Diputados de Estados Unidos se refiere, en los casos que él no estatuya, al manual de Jefferson, es decir, al libro que hay sobre la materia. Pero permítaseme citar simplemente uno de esos artículos que tiene una oportunidad tal que parece que yo lo hubiera inventado para esta situación, razón por la cual he puesto el inglés debajo de la traducción, para que no se crea que hay una sola sílaba agregada. Aquí viene también la palabra «irregular»: «Es «irregular» que un miembro hablando sobre una cuestión haga alusión alguna sobre una cuestión ya decidida por la Cámara, ya sea en la misma sesión, o ya sea en la sesión anterior. Esto estorba a los miembros hacer revivir un debate ya concluido; y sería de poco uso, para estorbar que la misma cuestión, o proyecto de ley, sea presentado dos veces en la misma sesión, si, sin haber sido presentado, pudiesen sus méritos ser discutidos segunda vez. (Again and aqain)».
Me permitiré decir que el señor presidente debía, en todos los casos que juzgase que no estábamos en la cuestión, o que nos desviábamos de la base del proyecto de la otra Cámara sobre amnistía, debía de su parte, de oficio, llamarnos a la cuestión, sin que fuera necesario que los miembros del Congreso hicieran la observación. Leeré algo más: «Se dice del presidente que no sólo es la «boca», sino aun los «ojos» y los «oídos» de la Cámara. Por tanto cuando el rey Carlos I mandó al presidente de la Cámara, fiándose a su lealtad, «descubriese ciertas transacciones en la Cámara, éste (el presidente) replicó «justamente», que no tenía ni «ojos» para ver, ni «orejas» para oír, ni «boca» para hablar, sino cuando y en los casos que la Cámara los hubiere de necesitar. ..
«Es un deber del presidente de restringir con el reglamento, a los miembros en el curso del debate.»
Excuso apuntaciones que ya no vienen al caso; pero quisiera sólo añadir esto:
«Cuando se anuncia la «lectura de un papel», y que un miembro hace objeción contra ello, será determinado por un voto del Senado» .. Y recuerdo señalar esto, porque cuando me pasaron un cierto papel dije, que eso no pertenecía a la amnistía. Sin embargo, señor presidente, yo no objetaba contra todas las ideas vertidas entonces, sino contra la inoportunidad, y el no entrar en la cuestión, que nos ocupaba, esperando que se presentaría alguna ocasión, que ha de presentarse siempre, para discutir esta materia. Forma la conciencia pública, en efecto, la lucha de las ideas que dividen a los que se consideran en mayor o menor, extensión los líderes o jefes de los que pueden estar en pugna sin haber crimen ni falta de una parte o de la otra, ni en luchar siempre, porque esa es la vida de los pueblos libres. Hay dos grandes ideas que se combaten siempre. Por ejemplo, las ideas de orden, y si se quiere de excesivo orden, que entonces se llaman tendencia al despotismo y tiranía, con las ideas de libertad que entonces se llaman tendencias a la anarquía, y demagogia, ha de tener sus agentes, sus representantes más o menos enérgicos que las defiendan. Y en la cuestión suscitada por mi honorable concolega de San Juan hay realmente esa lucha, y tengo que confesar con muchísimo placer que viene de muchos años atrás entre ambos, hoy senadores los dos por San Juan, y los dos representando las dos tendencias opuestas de la opinión y del gobierno.
Tan lejos estaba, señor, de alarmarme por esta cuestión, que mi idea, desde que entré en la confección de las enmiendas de la Comisión, era que la amnistía no estaba en estos «papeles» ni en el proyecto primitivo, ni en el de la Cámara ni en el de la Comisión.
Todo esto es nada, no estatuye nada. Pero, en mi concepto, este debate iba a ser la verdadera amnistía, y ya va marchando muchísimo hacia ese fin, señor: y espero que cuando se haya terminado hemos de estar edificados, diré así, cualquiera que sean las ideas que prevalezcan.
Las tentativas infructuosas que he hecho, señor, para hacer introducir las prácticas verdaderamente parlamentarias contribuyen mucho a la pacificación. El sólo mencionar que nos salimos del camino que deben seguir todos los parlamentos, es un gran paso dado. Es posible que en adelante entremos en ese camino; y se habrá cerrado una de las puertas de los desórdenes públicos, y que vienen de desvíos de la discusión y de las ideas emitidas en la Cámara.
Los desórdenes de la barra han sido siempre la piedra en que ha ido a escollarse la libertad de los pueblos.
Una vez en el Senado de Buenos Aires la barra se preparó a silbarme, y - debo hacerme esta justicia - jamás lo consiguió en tres años, pues le impuse silencio: y pueden verse las sesiones de la convención que constan de quinientas páginas, donde no hay un solo aplauso: excepto la última noche que hubo aplausos, ¿por qué? porque los líderes, los jefes de las ideas opuestas, se tomaron de la mano, la barra se puso de pie y la convención, y el presidente también, y al proclamar concluido el debate, con la conformidad de la opinión de los hombres que tanto habían luchado.
Entonces el señor presidente permitió aplaudir, porque es propio de todos los corazones la expansión en ciertos momentos. Pero no en complot como aquí vienen preparados, - y esto me consta -: pero no quiero echar a perder con cosas indignas las palabras moderadas que quiero decir. Son hábitos viejos adquiridos por nosotros y olvidados ya en el resto del mundo.
Yo he visto, señor presidente, en Canadá, el catolicismo de ahora dos siglos, que es una especie fósil, donde puede irse a contemplar cómo éramos nosotros ahora dos siglos.
Y bien, señor presidente: esa pacificación de las ideas que dividen que deseo, será la amnistía y el término de las escenas escandalosas que presenciamos. Hay mil hombres, señor presidente reunidos respetuosamente, oyendo hoy por la primera vez después de doce años de silencio, tranquilos y sin el pensamiento de tomar parte en el debate con silbos o con los aplausos, pues tan criminal es lo uno como lo otro. ¡Cuánto hemos ganado, señor presidente, en el camino de la amnistía!
Pero, si bien ya hemos obtenido la aquiescencia de la barra, nos queda todavía algo más que hacer.
Washington, cuando se había establecido el gobierno por la voluntad del pueblo por un pacto que, como son todos los pactos, había dicho, «yo haré», y no hicieron los encargados de efectuarlo nada, porque los hombres nunca cumplen cuando son ellos su propio Poder Ejecutivo: Washington dijo una palabra salvadora influence is no govemement: la influencia no es gobierno. Se necesita gobierno, poder y ley que digan: tú harás, quieras que no quieras. Este es un defecto de la barra todavía entre nosotros. No basta que no quiera meter bulla, sino que es necesario que no pueda meter bulla porque serán castigados irremisiblemente los perturbadores.
Ha venido en seguida, señor presidente, la discusión sobre si se toma o puede ciarse la palabra por tales frases usuales o no. Bien, pues; ha resultado la maravilla que produjo una tempestuosa discusión, de que se pronuncien discursos que abrazan tres días sobre todo menos sobre amnistía; ¿por qué?, porque hay extravío en el debate.
Se ha recordado el otro día una frase mía, el «fetichismo» de la Constitución: y ahora puede decirse muy bien «el fetichismo del reglamento». Se adora el papel y la palabra, no el objeto del reglamento, que es que no se pueda desviar el debate de la discusión e ideas; del proyecto y mucho menos del reglamento.
Así, pues, señor presidente, no creo estériles estos debates.
Vaya contraerme ahora al asunto que nos ocupa. Debo prevenir que cantaba con leer despacio los discursos a que tengo que contestar.
Hacían un volumen, y requería para que yo pusiese en orden mis ideas y por lo mismo que estaba dispersa la materia en tres sesiones, con intercalación de días de fiesta y cualquiera otra circunstancia, sólo ayer he podido tener los originales de los discursos que se me pidieron, dos horas después de obtenidos con promesa de volverlos: y no los he visto hasta ahora. Sin embargo, esto importa poco; hay ideas culminantes y yo no sigo el camino que se me traza, sino el mío propio en la organización de las ideas.
La sociedad, señor presidente, como que es un cuerpo que dura siglos, aunque esta sociedad sea partido, colegio, universidad, etcétera, tiene sus tradiciones que le siguen, tales como la participación involuntaria en ciertas preocupaciones por aquellos que van realizando poco a poco, la misma idea, y un incidente ocurrido en la Comisión de Negocios Constitucionales viene a ejemplificar mi idea.
Un señor senador por La Rioja me indicó que en la vida del Chacho había algo que le había hecho profunda impresión, a saber: dar como causa de la guerra del Chacho que yo dirigí, una injusticia hecha en tiempo de los colonos españoles por la familia del Moral, a las poblaciones indias, quitándoles su territorio, y relegándolas a las faldas de las sierras que se llaman hoy día Los pueblos.
Las guerras de La Rioja que cuestan seis o siete millones desde Facundo Quiroga hasta la fecha, no tienen por origen ni los unitarios ni los federales ni la política.
El señor senador a quien aludo, me dice que ha interrogado con ese motivo a viejos de setenta años a quienes les explicaba la causa, y que ellos le decían: «sí, señor; esa es la verdad, desde que les quitaron las tierras, a los Del Moral los vienen matando y degollando en La Rioja, desde hace treinta años. Entonces degollaron a tres, y cuando tuvo lugar la guerra última degollaron a un Del Moral, que ha perecido inocente, víctima de los errores cometidos por sus padres ahora muchos años».
Pero, para ir mejor a mi idea y acercarme a la cuestión, presentaré un ejemplo de otros primores, y muy gracioso, de estas tradiciones de cuerpo.
Hay en los alrededores de París un convento de monjas que existe hace dos siglos; es una especie de castillejo lleno de recovecos, torreones, desvanes y de lugares oscuros, muy solicitado por las familias aristocráticas para la educación de sus hijas.
Cuando entra una muchachuela al colegio, se le presentan los partidos de las niñas, y le preguntan sin más rodeo: « ¿de qué partido quieres ser? ¿del de los «angeles» o del de «los diablos?». Y la novicia, según su carácter, si es traviesa, si es muy corta, dice: «yo quiero ser ángel», o, «yo quiero ser diablo». A la que ha entrado en el partido de los diablos, la inician en el secreto y en la tradición del partido que es antiquísimo, y que nadie sabe de donde ha salido, y empieza a recorrer con ella todos los lugares ocultos del colegio, todos los escondrijos, todos los sótanos y los desvanes, para encontrar una monja» que dicen hace años tienen presa con cadenas, en la oscuridad, en un lecho de paja ya la cual no le dan sino pan y agua todos los días las buenas maestras.
La niñita traviesa anda por todas partes, escuchando a ver si percibe algún indicio - porque cree que realmente existe esa monja - haciendo antítesis con la gravedad de las señoras respetables que pasan por ser las más virtuosas en Francia, y acechando los movimientos de las caras, y si algunas veces, una oye alguna palabra que no comprende, cree encontrar ya el rastro del crimen que persigue.
Bien, señor: me ha parecido observar siempre en nuestro Partido Liberal la misma idea de que el gobierno tiene oculto por ahí un acto despótico, una intención despótica, o alguna tiranía, si no es ya algún crimen. Con: esta idea los partidos en Francia han echado por tierra todos sus gobiernos, y se han atraído las más grandes tiranías reales buscando tiranías imaginarias.
Me sugieren esta idea, no una mera deducción, sino las palabras del discurso del señor senador por San Juan, a quien tengo el honor de contestar. Este señor senador no había venido al Senado durante sus sesiones, faltando a los deberes que le prescribe el reglamento; sí, porque ese es su deber, ni habría venido en adelante quizá; pero él ha dado por razón de su venida la de que se estaba tratando de un asunto que había ido a perturbar la tranquilidad de su espíritu, es decir, la monja aquella: una «irregularidad!» Entonces arregló sus cosas, venció sus repugnancias y ha dicho aquí que ese es el motivo que le trajo a acompañarnos con su ciencia y su estudio en nuestro» trabajo, todo por la palabra «irregularidad» -porque, según sus ideas, contiene todos los crímenes más espantosos que se han cometido en la República Argentina, durante treinta o cuarenta años; crímenes que los gobiernos pasados trataron de ocultar, habiendo tenido la fortuna de ser quien los ejecutaba un señor se¬nador que aprovecha ahora la ocasión de emitir estas palabras: «actos de irregularidad» para que se encubran todos aquellos crímenes que se habían podido cometer antes.
La opinión pública lo había dicho ya, uno de los diarios ha hecho una guerra implacable por esta palabra, y debo decir francamente que era la opinión de todo el mundo al menos que era impropia la palabra «irregular».
Fue necesario explicar, concluido y cerrado el debate sobre esta cuestión, fue necesario explicar por los principios, bajo mi firma, qué cosa era «irregularidad» en presencia de las leyes nacionales, sin entrar en las leyes ordinarias; porque las leyes federales se refieren efectivamente a prisión, a arresto u órdenes que se ejecutan por autoridades subalternas, y tengo la satisfacción de decirlo que el señor senador por Buenos Aires habló con uno de los miembros de la Comisión, y por tanto las confidencias, diré así, son oficiales. Este senador preguntó a uno de los miembros de la Comisión, si la palabra «irregularidad» se refería simplemente a la forma del acto ejecutado, y confirmándole el sentido de la pregunta halló que era la cosa más sencilla del mundo. Cuando se publicó el escrito complementario de la sesión, que ya no podía continuarse por estar cerrado el debate, el mismo señor senador repitió «que ya lo había dicho antes de que tales ideas se publicasen, que era el sentido genuino de aquella palabra.»
En la relación antigua que tienen los señores senadores entre sí, no es posible, al menos no parece a primera vista natural, que uno de los señores senadores que sostienen las mismas ideas no le haya dicho al otro que aquella palabra no significa nada impropio. Pero la preocupación, no diré personal, del señor senador mi colega por San Juan, sino la preocupación del partido, que viene de muchos años atrás, considerando como una tiranía los actos de violencia en los que gobiernan, le hizo ir a buscar y rastrear los antecedentes de esta palabra, no en el lugar donde se busca, que es en las leyes o en los principios del derecho, sino en las palabras o en los escritos que haya yo venido derramando en mi camino, unas veces sin suficiente reflexión, sin suficiente estudio otras, y con error muchísimas otras.
¿Cómo se ha de hacer una enciclopedia o un digesto de lo que yo haya escrito en todas las situaciones de la vida?
Bien, señor: mi concolega ha dicho que encontró que, hablando ayer de Santa Coloma, ahora veinte años, dije que el acto de degollarlo en mi presencia, había sido irregular, nada más que irregular, por donde se veía que yo confundía los crímenes con las cosas irregulares.
Parece que así fuera, en efecto; pero para explicarme, yo, que no he leído el pasaje del escrito mío que trajo el señor senador a colación, porque soy poco admirador de mis mismos escritos para volverlos a leer, me he puesto en aquel tiempo, y me parece que he debido decir que era irregular el acto, no criminal. Esta es, señor, la cuestión que vamos a debatir con calma; yo creo que al menos se permitirá explicar muchos hechos posteriores que irán haciendo ver si tengo o no razón.
El general Rosas había declarado la guerra, a muerte. No es un hecho aislado, momentáneo, de su gobierno, no, es un sistema seguido durante diez o veinte años. Todos sus enemigos debían morir si eran tomados prisioneros.
No tenía razón, como gobierno, en emplear sistemas contra su enemigo. Combatiéndolo constantemente el general Paz resistió mucho tiempo adoptar la represalia. Hubo una persona, sin embargo, que le presentó una memoria, en Corrientes, aconsejándole proclamarla, para que no nos siguiesen degollando, porque el terror estaba obrando sobre los ánimos más esforzados y era preciso oponerle dos veces el terror; esos son las leyes de la guerra y los usos de las naciones, para contener los bandos que se salen de las prácticas usadas de la guerra regular.
Al general Paz no le gustaba la idea y decía: no, nosotros no haremos eso; hasta que en el sitio de Montevideo, después de una serie inaudita de atentados, un día que salió de la legación francesa, se encontró en una de las calles de salida a la avanzada, treinta y cinco cabezas de franceses puestas en hilera, como para decirles: «Pasen sobre esta barrera.» Entonces el general Paz se resolvió proclamar la guerra a muerte, la guerra de represalias. Y esa tarde misma cayó prisionero un teniente, me parece, herido con cuatro balazos. Lo traen en una camilla y el general Paz: lo mandó a fusilar.
¿Cómo, señor, le decían, si está herido mortalmente? No debe morir de sus propias heridas, sino de los balazos que le tiren fusilándolo, en represalia. Así principió la guerra, a muerte entre los dos partidos.
Aunque después fueron contenidos hasta cierto punto los excesos, que no cesaron del todo, porque era la tradición del partido de Rosas, era su moral, su credo político, ciar muerte por toda clase de delitos. Vamos ahora a Caseros.
¿Se cree que nuestras vidas estaban a salvo si hubiéramos caído allí prisioneros?
El general Urquiza hizo la guerra a muerte. También pertenecía al partido que había declarado la guerra a muerte en toda circunstancia y tenía el general Urquiza derecho de dar muerte al que cayese prisionero. Sí, pues, tenía derecho; porque esa era la práctica en la República, y la represalia se puede decir que era el derecho de gentes establecido por los excesos de la revolución, que hay siempre en esos casos.
Era, pues, una irregularidad, nada más. En cuanto a la manera de matar, degollando, no eran los vecinos de Buenos Aires entonces a fe, los que podían hacerle objeción, porque esa era la práctica que habían visto desde que habían nacido, esa la forma oficial y legal de hacer las ejecuciones y no se hacían de otra manera, y el reprochármelo es el primer error del señor senador.
Se me permitirá, volviendo sobre este punto, hacer una observación.
La forma de los suplicios se ha reducido en nuestros tiempos a unas cuantas categorías, y los señores que ejercen la profesión de abogados tienen los libros profesionales en que con láminas vemos en la historia horrible de los suplicios legales de usos de penas, hasta Secarse que desautorizó las crueldades inútiles.
Con el progreso de la civilización se han limitado a una cierta forma, y en el debate o explicaciones de los hechos vamos a necesitar que se fijen las ideas a este respecto.
Las de nuestra leyes hasta antes de la promulgación del Código Civil y creo que lo están hasta el día de hoy, porque el código criminal no está dictado, tienen formas que los jurisconsultos llaman ad terrorem, horribles a veces, para castigo de los crímenes espantosos.
Los jueces las suprimen, pero en Chile creo que hasta en este momento dura la práctica de poner algunos jueces la sentencia a que condenan al criminal con todas las formas de la antigua ley: una vez declarado un parricidio, por ejemplo, dice la sentencia que sus restos serán depositados en un saco de cuero sobre el cual se pintarán un gato, un gallo y una culebra.
Pero el Poder Ejecutivo, cuando se trata de ejecutar alguna sentencia usando de su derecho de conmutar las penas, ordena que se ejecute en la forma ordinaria, etcétera. «Se entiende simplemente fusilado».
En Francia no se fusila a los reos de muerte por sentencia de los tribunales, sino que se decapitan; eso es la guillotina que corta la cabeza separándola del cuerpo. En Inglaterra se ahorca. En Estados Unidos se ahorca, y yo he presenciado el espectáculo de seis ahorcados por sentencia de los jueces.
Estas penas pueden ser repulsivas a las costumbres de uno u otro pueblo, pero no hay que decir que haya crimen, ni sea vicio, ni amor a la crueldad el decir que no gusta o que gusta talo cual forma, porque todas son legales.
En Córdoba se da garrote hasta hoy, suplicio parecido al de la horca y al de la guillotina, que dicen que es uno de los más suaves.
Pero el señor senador por San Juan, ya con estos datos y con lo que dije sobre Santa Coloma, ha llegado a un suceso que le parecía muy notable, y para mí es muy insignificante. Entonces ya la irregularidad que combate toma forma, pues, como ha dicho hablando de mí: «la muerte del Chacho ha sido aplaudida por el señor senador». En cuanto a su forma, era la francesa. Era la forma americana, es decir, en la forma que prescriben nuestras leyes tratándose de salteadores o de ladrones de caminos, que han de ser decapitados y sus cabezas puestas en los lugares donde hicieron sus fechorías.
La familia del señor senador, mi colega por San Juan, pasee un magnífico establecimiento en El Pocito, a cuyas inmediaciones está un lugar que se llama Las Cabecitas. El señor senador es demasiado joven para saber qué significan esas cabecitas. Yo las he visto: eran cabezas de salteadores mandadas poner allí por el juez. Recuerdo el terror que les causaban a los niñitos que pasaban por delante de esas cabezas. Precisamente es lo que la ley se propone al colocarlas allí.
En Córdoba, en donde yo estaba entonces, había un brazo, puesto por la justicia en un camino. Sí, es cierto, es cosa que repugna un poco a los excesivos sentimientos de humanidad, que la cabeza de un hombre bandido se ponga en un palo, o que lo fusilen solamente; pero son maneras de apreciar las cosas, nada más: no hay crímenes, ni hay pruebas de amor a lo arbitrario, ni a las violencias contra los bárbaros autores de aquellos atentados.
Yo, sin participar de ese entusiasmo, lo pido también, pero para que sea provechosa la amnistía a los autores de esos atentados; señor, debo nombrarlos a continuación, son: don Bartolomé Mitre, el señor Costa, el señor Elizalde, el doctor Rawson, el general Paunero, el general Arredondo y el mayor Irrazábal.
Yo no gusto de hacer acusaciones. Día llegará en que yo diga todas las cosas que me reservo de esta parte de la historia argentina, dejando la opinión pública que juzgue mis actos como le parezca porque yo no me justifico. Esta es una resolución antiquísima que me ha aconsejado monsieur Dupin... (Suspendió aquí el orador su discurso, encarándose con el señor senador Torrent, que estaba riéndose en frente, continuando): [1] No se ría el señor senador, porque dentro de poco le he de decir algunas palabras que le han de desagradar y que no quiero decirlas. Por lo demás, no me hace impresión su risa, aun cuando el otro día se puso el pañuelo en la boca.
Sr. Torrent. - Excuso contestarle, porque el señor senador no me oye. Sr. Quintana. - (Que también estaba sentado en frente del orador delante del señor Torrent). No sé a quién se refiere el señor senador y desearía saberlo. ¿Se refiere a mí?
Sr. Sarmiento.- Hay una historia argentina, pública, oficial. ..
Sr. Quintana. - Permítame el señor presidente. Yo creo que el señor senador que tiene la palabra con arreglo al reglamento no puede dirigirse a los demás.
Sr. Sarmiento.- ¿Se sigue en el sistema de no dejarme hablar?
Sr. Quintana. - Es una moción de orden y creo que tengo el mismo derecho que reclamó para sí el otro día el señor senador para hacer una moción de orden.
Con arreglo al reglamento no es permitido al señor senador que habla, hacer alusiones del género de las que está haciendo el señor senador; pero yo no voy hasta pedirle que el señor senador no lo haga, no pido la aplicación del reglamento para el señor senador; pido simplemente que proceda con la franqueza y lealtad que debe caracterizar a los hombres honrados, que declare si esas palabras se han dirigido a mí.
Sr. Sarmiento. - Cuando el señor senador por Tucumán dijo una palabra el otro día, complementaria de algún pensamiento, se le dijo que no tenía derecho de decir nada en mi nombre. Creo que ese derecho lo usa ahora el señor senador en favor de un amigo...
Sr. Quintana. - El señor senador sin duda no ha oído. Yo pregunto: ¿si es a mí a quien se dirige?
Sr. Sarmiento. - Vaya decirle una cosa al señor senador.
Está, por desgracia, tan directamente enfrente de mí, que cada movimiento de su fisonomía me hace una impresión ...
Es nada más que la desgracia de estar enfrente; sino no había nada... Le ruego al señor senador, con quien hemos sido tan amigos ...
Sr. Torrent. - Señor presidente: es inútil que yo le conteste, no puedo contestarle porque el señor senador es sordo. Ruego a algún señor senador que esté inmediato que le diga esto.
Sr. Quintana. - Entonces parece, señor presidente, que el señor senador no se había dirigido a mí.
Guardaba la mayor compostura y toda la circunspección que era posible: escuchaba muy atentamente al señor senador, por esto me parecía, sumamente extraño que se dirigiese a mí.
Sr. Sarmiento. - ¿Me dice el señor senador que diga si es a él a quien me he dirigido? Absolutamente no, absolutamente!
Sr. Quintana. - Perfectamente.
Sr. Sarmiento. - Es al señor senador Torrent, que está en frente, con quien hemos sido muy amigos, y no sé por qué no lo somos ya. Es uno de los pocos senadores que no me habla, y nos liemos separado la última vez estrechándonos la mano: hemos vivido un mes juntos ... Bien; digo que no he dicho nada; que el señor senador no se ha reído en mis barbas, que habrá sido una negligencia ...
Sr. Torrent. - No, señor, es todo lo contrario. Se me ha cubierto el rostro de rubor, señor presidente, cuando ha dicho el señor senador que los asesinos se designan con los nombres de Bartolomé Mitre, Guillermo Rawson, el venerable general Paunero, y otros por este estilo. (Aplausos prolongados)
Sr. Frías. - ¡Que se despeje la barra!
Sr. Presidente. - Hago presente a la barra que la voy a hacer despejar irremisiblemente. Pido al señor comisario que saque a estos caballeros de enfrente, estos que están aquí delante. (Indica el palco que da frente a la tribuna) Puede continuar el señor senador.
Sr. Sarmiento. - Señor presidente: este libro tan voluminoso contiene todos los datos, oficiales de cuanto haya pasado en La Rioja, que tenga relación conmigo; no hay nada cierto, aunque lo afiance quien quiera, que sea contrario a alguna palabra de las que están aquí (Señala un libro que tiene a la mano). De manera que de aquí hemos de sacar la afirmación de todos los hechos.
Puedo someter este libro a la inspección de cualquiera comisión, y no obstante que no tiene la firma del escribano, el buen sentido ha de decir que es genuino.
Fui encargado por el presidente de dirigir la guerra contra las hordas de Peñaloza, y mientras que estuve encargado de ella, todo lo que se ha hecho y actuado consta de documentos.
Para darles la influencia que éstos deben tener, nombraré las firmas que hay aquí en este catálogo:
Bartolomé Mitre; Correspondencia, notas, cartas; Gelly y Obes; Molina, gobernador de Mendoza; Sáneles; Rawson; Irrazabal; Rufino; Elizalde; coronel Domingo F. Sarmiento, gobernador de San Juan; coronel Sarmiento, director de la guerra con caracteres distintos; Regulo Martínez; Arredondo; Francisco Gómez; Valentín Videla Peñaloza (a) el Chacho; Ruperto Godoy; Barbeito, gobernador de San Luis; Paunero; Camilo Rojas; Castañeda; Luis María Campos; Dalmacio Vélez; Segovia, coronel del regimiento número 1; Manuel Taboada.
Voy a leer, señor, las primeras «instrucciones» recibidas en el nombramiento un poco «irregular de director de la guerra», que no conocen las ordenanzas ni la diplomacia.
Debo prevenir antes, para que se comprendan cuáles eran los motivos de la guerra, que la República estaba en paz. El año anterior había habido una guerra o uno de esos movimientos de la campaña de La Rioja, en que el coronel Paunero, el coronel Rivas, creo que el coronel Sándes, intervinieron de cuenta del gobierno nacional, y no del de San Juan, que sólo auxiliaba con recursos de guerra, que acabó en una cosa que parece un tratado de pacificación. Este tratado era con Peñaloza y no con el gobierno de La Rioja, y Peñaloza pretendía que él dependía del gobierno nacional, con desprecio o prescindencia del gobierno de su propia provincia. Todo esto no importaba nada para la provincia de San Juan.
Estando Peñaloza en las más cordiales relaciones con el gobierno de San Juan, una partida, mandada por un Ontivero, sale de Chepes, La Rioja, residencia del Chacho y sobre las lagunas de San Juan, roba a seis pasajeros, entre ellos dos franceses, los estropea, amarra al juez de paz, y comete otras depredaciones,
El gobierno de San Juan se dirigió al de La Rioja, naturalmente, y el gobierno de La Rioja dijo que se le oficiara al Chacho; el Chacho contestó que no reconocía ese gobierno, porque el tratado era con el coronel Paunero y él, y no con el gobierno. Se olió cuenta al gobierno nacional y cuando estaba para resolverse, apareció una invasión en las sierras de Córdoba, en los departamentos de San Javier y Punta del Agua.
Entonces, pues, el gobierno del general Mitre resolvió acabar con esta fuente de desórdenes, pues no habían bastado dos guerras anteriores para contener a aquel borracho.
Con este motivo se me mandaron, con el encargo de la guerra, las instrucciones y esta carta, que es una segunda instrucción; dice así:
«Mi querido amigo:
«Ayer se despachó una comisión para usted, dándole instrucciones sobre el modo cómo debe proceder, como comisionado nacional, a consecuencia de los sucesos que han tenido lugar en la sierra de Córdoba.
«Como esas instrucciones han sido «cuidadosamente redactadas por mí, teniendo una idea clara en vista, espero que usted sabrá comprenderla y aprobarla, es que quiero explicarle bien mi pensamiento.
«Digo a usted en esas instrucciones que procure no comprometer al gobierno nacional en una campaña militar de operaciones; porque, dados los antecedentes del país y las consideraciones que le he expuesto en mi anterior carta, no quiero dar a ninguna operación sobre La Rioja el carácter de una guerra civil. «Mi idea se resume en dos palabras: «Quiero hacer en La Rioja una guerra de policía.
«La Rioja es «una cueva de ladrones», que amenaza a los vecinos, y donde no hay gobierno que haga ni la policía de la provincia.
«Declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos, ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy sencillo,...» etcétera.
Aquí está Bartolomé Mitre, todo establecido «con claridad», con determinación, corroborando, explicando lo anterior, para que no «haya duda» del plan que se me encomendó seguir. Voy a explicar los sucesos con documentos que no dejan duda de la verdad y contra Los cuales no valdrá ningún género de argumento.
Está establecido en este documento en derecho la guerra a muerte. Este es el derecho de gentes; la distinción de guerra civil establece los derechos de los sublevados a ser tratados con las consideraciones debidas al prisionero de guerra.
Todavía quedan los derechos, diré así, de los que se han sublevado, sin alcanzar a las condiciones que el derecho exige para poder establecer las reglas usuales de la guerra, en la guerra civil; porque es reconocido por todos, que la guerra civil no es más que la guerra extranjera, extranjerizándose, donde la guerra aparece, los contendientes, a fin de que las leyes municipales que el uno quisiera hacer pesar sobre el otro, no se cumplan por entonces, sino en hechos posteriores, no quedando más que las relaciones de nación a nación, a fin de protegerlas vicias y no aplicar indebidamente las leyes irregulares de una nación, a la par de ella que pretende no ser parte de esa nación.
Cueva de ladrones, el lugar donde, y los que la hacen, no somos nosotros quienes vamos a establecer los principios que rigen la guerra: hay que ver el derecho de gentes, hay que ver a Paschal, a Wheaton, a Calvo, a todos los publicistas que han escrito sobre la materia. Cuando a una porción de hombres no se le concede los derechos de la guerra, entra en el género de los vándalos, de los piratas, es decir, de los que no tienen comisión, ni derechos para hacer la guerra, y la hacen contra los usos de todas las naciones, y es por la propia seguridad de éstas que es permitido quitarles la vida dónde se les encuentra.
En un informe que ha tiempo hice publicar, se refieren las palabras textuales sobre el «bandido», expresadas en la convención que dio la Constitución de Estados Unidos; y el procurador general de la Nación, mister Speed dice a continuación: «Que no hay estudiante de derecho - son sus palabras - que ponga en duda que mister Wheaton y mister Henry han establecido perfectamente la cuestión.»
Digo estas palabras para justificar los motivos del señor presidente entonces, restableciendo las ideas que estaban en uso en ese tiempo y los hechos como existieron. El gobierno estaba en el deber, y podía y tenía derecho de considerar aquello, no guerra civil, no reacción de los partidos políticos, sino puro bandalaje, puro salteamiento y declarar La Rioja «sin gobierno». Cosa que un presidente no puede hacer, en otro caso.
Llamarla cueva de ladrones, que no es un insulto dirigido por el presidente a una provincia, sino la caracterización de un estado anormal de violencia que sirve de base al derecho de la guerra.
El emperador Maximiliano declaró guerra a muerte a los republicanos, a los generales, al presidente de la República: y le costó la vida. ¿Por qué? ¿Porque había traspasado sus facultades? No, sino porque había faltado a la verdad de los hechos, diciendo que estaba destruido el gobierno antiguo de la República; que sus ejércitos estaban dispersos. El tenía, es verdad, la capital. Declaró sujetos a la ley de los bandidos a todos los que se tomasen con las armas en la mano.
La prueba de que todas estas declaraciones no eran ciertas, es que el presidente Juárez no dejó de ser tal, y que en un momento en Queretaro sitió al emperador, y venciéndolo le hizo aplicar su propia ley. Porque había faltado a la verdad, porque no se pueden hacer esas declaraciones sino sobre hechos ciertos y positivos.
Expuesta la situación anterior de los negocios, no había falta por parte del general. No habrá, igualmente, diré con míster Speed, estudiante que no comprenda que esta declaración trae la pena de muerte a los que se toman, que no son prisioneros, porque no es guerra civil, porque no es reacción política. Explicación es esta tan clara, tan terminante, que no deja duda alguna.
Y bien, señor; yo digo que no se puede en derecho y en justicia imputar a crímenes los actos de violencia que se hayan cometido en aquellas guerras; pero que no han sido cometidas en la parte ni en el tiempo en que yo dirigía las operaciones, y si lo fueron en algo, era contra instrucciones expresas dadas a los jefes.
Voy a permitirme, señor, leer esas instrucciones, porque ellas me justifican completamente de todo cargo, y demuestran que, no obstante el tenor de las instrucciones que sólo sirven para establecer el derecho, el director de la guerra cuidó con mucho celo de no hacer más de lo necesario, y permítaseme decir, no de lo legal, de lo humano, sino de lo necesario, y no más, con tal que no se exceda de los usos conocidos de la guerra.
He marcado, señor presidente, las palabras que son el lenguaje usado por el señor ministro de la guerra, por el presidente entonces, por todos los generales y militares; eran estas: «Puede ser el plan de los «vándalos», a más de los objetos especificados antes, destruir las fuerzas que entren en La Rioja»; «bandidos, vándalos, asesinos», son las palabras que acompañan al nombre de los cabecillas; porque eso comporta la manera cómo se ha de hacer guerra.
Una de esas instrucciones dadas al coronel Sáneles, cuando no estaba a mis órdenes y que salió de Mendoza el 21 de Marzo con dirección a San Luis a atacar a los montoneros que mandaba Ontiveros, concluye con estas palabras:
«En cuanto a los caudillos que tome mándeselos bien amarrados, palabras necesarias para satisfacer a sus deseos, «mándeselos bien ama¬rrados al gobernador de San Luis - provincia en que se hacía la guerra en esos momentos - para que él los haga juzgar, a fin de no dar qué decir a los que están en Buenos Aires sentados en sus sillas poltronas!»
Eso decía la instrucción, nada más; no era oficial ni tenía derecho a darla: era de un amigo a otro amigo. Yo no tenía parte en la guerra en esos momentos; después me vino el nombramiento de director, y empecé a proceder con autoridad.
Tengo que leer algo más, pero para no molestar a la Cámara, no tomaré de esas notas sino lo que sea pertinente.
«Habiendo probado una larga experiencia que los medios habituales de rigor no son siempre eficaces para desarmar las insurrecciones, se recomienda a los jefes de expedición usar con mesura de la pena de muerte, y no aplicarla sino en los casos de ordenanza, y siempre con intervención de un consejo de guerra verbal, que haga constar los hechos acriminados, y de lugar a la defensa.
«Dado en el cuartel, a 16 de Abril de 1863. - D. F. Sarmiento.»
El secretario del coronel Sandes era el teniente coronel Segovia.
Había, pues, medios en su división de hacer cumplir lo prescripto, y haré notar, señor presidente, que no son estas instrucciones tan tirantes que no dejen lugar a la aplicación de la pena de muerte. No, a un ejército no se le desnuda del derecho de aplicar esa pena; únicamente se le exigía usarla con mesura en los casos precisados por las ordenanzas, y siempre haciendo constar en un consejo verbal los hechos acriminados dando lugar al acusado a que se defienda.
Esto se refiere, señor, a las ideas de entonces; ahora ya estamos mucho más avanzados.
Es frecuente en las provincias, y lo era en Buenos Aires ahora veintisiete años, darse órdenes de fusilar sin oír siquiera a los sentenciados.
En los documentos de la policía de Buenos Aires, que están, publicados en dos volúmenes, hay constancia de este hecho: «Orden de Rosas: Ponga en libertad a fulano y a mengano»; y le han contestado: «Hace dos días, señor que lo fusilaron!»
«Instrucciones que deberá seguir el comandante de la fuerza expedicionaria, a sus órdenes, teniente coronel don José Miguel Arredondo.»
«En la parte judicial, diré así, la proclama impresa que se acompaña, le indicará el espíritu que debe presidir a sus actos.» No la tengo a la vista, pero dice, poco más o menos que el presidente, deseoso de evitar estas cosas y las otras, y en su deseo de la paz, dice tales y cuales cosas. El presidente no había dicho nada semejante; es un deber del subalterno, siempre que hace indulgencia, atribuirla al jefe que está más arriba de él para que tenga más efecto.
«La proclama impresa que se le acompaña, le indicará el espíritu que debe presidir a sus actos. Restablecerá las autoridades que hubiesen sido depuestas por los revolucionarios, y nombrará jueces de paz y otros empleados provisorios, a fin de ir organizando una administración. A más de los individuos que en la proclamación se designan y deben ser capturados o perseguidos, cuidará de aprehender a los asesinos de los Moral, y otro vecino degollado, procediendo ejecutivamente contra los que resultasen criminales. Los otros cabecillas deberán ser remitidos con segura escolta a esta provincia a disposición del gobierno, a menos que se pueda constituir prontamente un gobierno, y tribunales que lo juzguen.»
Aquí tiene, pues, la política seguida por el gobierno de San Juan, director de la guerra. Hago notar que aquí se dice: proceda ejecutivamente contra fulano y mengano - los autores de este crimen horrible de que he hablado, - contra los demás cabecillas tómelos y con seguridad mándelos a San Juan, o si se crea gobierno, a La Rioja, para que ellos los juzguen. No se haría, pues, inútilmente uso del principio en que estaba montada la guerra, pues, como he dicho, lo que he citado de las instrucciones del presidente es simplemente para mostrar el derecho.
Hay otra instrucción más importante. En el desierto que hayal Norte de San Juan, donde pululaban montoneras, se hacía ir a un juez ambulante con las instrucciones de levantar sumarias, de aprehender personas y de arreglar todo lo que se pudiese hacer para juzgarlos; pero sin orden de ejecución, porque no se puede dar a cualquiera esos poderes. Este es el estado de la guerra en La Rioja, bajo mi dirección.
No recuerdo, señor presidente, que haya ocurrido ningún hecho en contrario, aunque me consta, y lo creo posible, que se ha hecho ejecuciones de un bandido por aquí, de otro asesino por allí; en fin, esas cosas que hay en las guerras obscuras como aquellas y de un carácter tan bárbaro como los declarados ladrones.
Aquí hay noticias (en el infolio), y en ciertos hechos de que he de dar cuenta, se encuentran relaciones simplísimas, como decir, por ejemplo, que se han retirado las fuerzas del Chacho, de Valle Fértil, y que han degollado al joven Albarracín - hermano del juez de letras de Mendoza, del que fue ministro de instrucción pública - que degollaron a otro joven, y que se han llevado todos los ganados, etcétera; y los que crean que en esos casos, en esa clase de guerras y en aquellos campos, hay otra manera de proceder, no me parece que tienen razón, y, sobre todo, no hay que achacarlo a vicio, a mala intención ni a crueldad, porque no hay nada. Pero puede ser que los rigores de la guerra vayan creciendo, produzcan mayor encarnizamiento, sin salir de las formas permitidas.
Ahora, pues, hay ciertos hechos asegurados en el discurso de mi honorable concolega, a los que me liga personalmente como director de la guerra, y, si me permite decir, que era el gobierno nacional autor de esos hechos, - me parece que lo he probado mostrando el terreno en que estaba la guerra y sin inculpar a persona alguna. Todo lo contrario; yo sostengo que el presidente tenía que hacer la guerra como si fuera a una «cueva de ladrones», negando que fuese un partido político y que debía obrarse en ese sentido; pero aun así yo no tenía que ver con esos hechos.
Basta para probarlo saber que, cuando ha sido ejecutado el Chacho, hacía seis meses que yo no tenía nada que ver con la guerra. Era el general Paunero el jefe de las fuerzas puestas por el gobierno nacional, a efecto de mi renuncia. Renuncié por los desagrados que el gobierno - mi gobierno - y sus ministros me habían dado, por una de esas susceptibilidades que hay entre los hombres.
Dos días después de la batalla de las Lomas Blancas, mandé mi renuncia, y acabé con mi comisión y diciendo que no quería continuar más el cargo de dirigir la guerra.
Entonces se encargó de ella al general Paunero.
Vamos a ver la relación que conmigo tenga la ejecución del Chacho, que se ha citado con tanto horror, cuando se lean los fragmentos de notas que tengo aquí, comparando las fechas.
«San Juan, Junio de 1863.
«Señor inspector general y comandante general Paunero.
«Habiendo dado el infrascripto cuenta al señor ministro de guerra y marina, de las operaciones de la guerra, de que fue encargado, ciando por terminada tan honrosa misión, se limitaba el infrascripto a transcribir al teniente coronel Arredondo llene la parte que a él le corresponde y le prevendrá que en adelante recibirá instrucciones del señor inspector y comandante general de armas en cuanto a su cuerpo, dejando a sus órdenes la parte de la guardia nacional de San Juan que creyese necesaria ... »

«Al comandante Arredondo.
Misma fecha.
«Incluyo a usted copia de las órdenes que se sirve comunicar el señor inspector general de armas...
«Habiendo dado cuenta al gobierno nacional de la comisión de que fui encargado.»
…………………………
«He dado por terminado mi encargo, debiendo vuestra señoría pedir en adelante órdenes a su inmediato jefe el señor inspector y comandante general de armas. Al dejar así concluida mi intervención oficial en las cosas referentes a su cuerpo, sólo me queda manifestar a vuestra señoría cuanto he debido en el desempeño de mi misión a la prudencia y pericia militar que lo distingue y a la buena inteligencia, rapidez de ejecución, etcétera», (y esas fórmulas que se usan).
 Esto es en el mes de Junio del 63.
«San Juan, Mayo 26.
Al excelentísimo señor gobernador de Mendoza.
«El infrascripto tiene el honor de comunicar a vuestra señoría que el sargento de guías Solano Molina trae la noticia del triunfo espléndido obtenido por el coronel Sáneles en las Lomas Blancas.»
Esto es, en Mayo 26 llegaba la noticia del sargento Molina, que los montoneros habían arrebatado los oficios, habían muerto a los compañeros y le habían dejado amarrado, trayendo el parte de la batalla que se había dado en el Norte; y como se acabase entonces con eso la guerra, añadía al gobernador que era «posible que yo me fuese a terminar en La Rioja la misión política que se me había encomendado.» Mi renuncia fue a principios de Junio; ¿qué había mediado entre mi resolución de partir para La Rioja, y mi renuncia tres días después? Agravios que yo creía recibir de aquel gobierno, me I hicieron abandonar el puesto y entregué la comisión; pero esto me ha salvado de tener parte en cosa ninguna posterior, ni saber qué es lo que ha pasado en La Rioja.
El señor ministro de la guerra me escribía en Julio 4 lo siguiente:
« ... Con dolor veo por la repetición de sus notas en el sentido que lo hace, que está muy afectado por la nota que le pasé, etcétera...
«Si no nos separasen distancias tan desiertas nada de esto habría sucedido, pues con comunicación más frecuente, se hubiera explicado el error que causó la nota que tanto le mortifica, y no se la hubiera pasado.»
« ... No sé si el contenido de esta le satisfará, sino, a mi regreso a Buenos Aires - porque es de Rosario que me escribe, - me pondré de acuerdo con nuestro amigo el presidente, para dirigirme a usted de oficio sobre el mismo asunto.» Este oficio no llegó jamás!. ..
Indico solamente esto, para probar más y más que yo no tenía entonces ingerencia en la guerra.
Bien, señor: hay otro largo protocolo que no vaya leer, sino a indicar simplemente lo que viene al caso.
Estando el general Paunero encargado de la guerra, el coronel Sandes y después el coronel Arredondo, hicieron varias operaciones al otro extremo de La Rioja.
Entraba por una parte el general Taboada, más tarde vino un coronel Wilde y estaba anunciado que el general Rojo debía venir a Tucumán.
La guerra, con los mismos caracteres de montoneras se hizo crónica entonces, y las montoneras vinieron a colocarse de tal manera que era infalible una invasión sobre San Juan, y era ya el fin de la guerra; y agotados los recursos de la provincia.
En el tesoro nacional no había un solo peso, no valía nada el nombre del gobierno nacional, porque se habían agotado tocios los medios de que podía disponer. Así sucede en todas las guerras, como en todas las situaciones difíciles.
No quedaban caballos en San Juan: todos se habían suministrado para la guerra. No quedaba un soldado: todos los tenía el coronel Arredondo, y, lo que es peor, no había ya tampoco voluntad en los vecinos que habían sido tantas veces violentados; de manera que no quedaban medios de resistir; y, sin embargo, era preciso que yo defendiera a mi provincia, y creo necesario leer algunos documentos para hacer ver cuál era la situación que me hizo de nuevo entrar en preparativos y operaciones de guerra sin comisión nacional, y sólo para defender y salvar a San Juan.
Arredondo estaba a pie en La Rioja, y un hombre que conocía la situación del ejército del Chacho, me decía: «El Chacho cae sobre San Juan; no sé cuándo, pero cae sobre San Juan.»
Era preciso defenderse. ¿Con qué? No tenía nada; pero era preciso defenderse. ¿Cómo? no sé, pero era preciso defenderse y empecé a maniobrar.
Vaya probar lo que puede la persistencia en una idea, procediendo con energía y tenacidad.
El fruto de mis esfuerzos, el pago de la opinión en Buenos Aires, opinión que se formaba en las oficinas, fue la calumnia de que me defiendo ahora.
Septiembre 1°
«Habiendo cesado en la dirección de la guerra, de que está ahora encargado el general Paunero, y, por otra parte, habiendo el coronel Sandes informádole de estar autorizado por dicho general para acudir con su regimiento a donde las circunstancias lo exigieran, se dirigió el infrascripto, con fechas 26 y 27, a dicho coronel, comunicándole la posición difícil del coronel Arredondo ... »
Yo estaba impuesto de esto, y estaba previendo lo que iba a suceder, porque el general Arredondo estaba a pie, y el general Paunero creía que estaba bien montado.
El comandante Segovia contestó entonces, en su nombre: «que no tuviera cuidado - de que el enemigo cayese sobre San Juan - y que era de todo punto imposible marchar, sin orden superior.»
D. F. Sarmiento.
Septiembre 2.
«Los 300 hombres están listos y también los caballos; éstos marcharán, pero es indispensable orden del general Paunero.»
Molina.
Gobernador de Mendoza.
Córdoba, Septiembre 3.
El general Paunero.
« ... Deplora el nuevo incremento que parecen tomar las casi extinguidas montoneras de La Rioja... »
Septiembre 5.
Al gobernador de Mendoza:
« ... Y al efecto creo que convendría que un escuadrón o compañía del regimiento número 1 de línea avanzase hasta San Juan, a fin de dar nervio a la organización de la caballería, que es la parte débil entre nosotros...
«Por el cura de Valle Fértil sé que se había replegado de aquel punto hacia Guaja, después de haber degollado a un joven Albarracín de San Juan y a otro joven, etcétera.»
Septiembre 12.
El gobernador de Mendoza al de San Juan.
« ... Vuestra excelencia verá que con la aparición de Puebla en San Luis, no hay conveniencia en dividir el regimiento, y que lo que conviene es tenerlo listo para marchar al punto requerido. Por otra parte, no es posible presumir que en el estado de abatimiento... se atrevan a provocar un encuentro.
(Clarito: no estaba dispuesto a dar fuerzas).
Septiembre 13.
El comandante Segovia al coronel Sarmiento.
«Con motivo de pedir una compañía o un escuadrón de este regimiento, le dará algunas explicaciones para mostrar mi tenacidad, etcétera.»
(Es decir, disculpa para no dar «un soldado»)
Córdoba, Septiembre 19.
Él general Paunero.
« ... Por esto no debe extrañar si prevengo al comandante Segovia tenga listo el 1" de línea «para traerlo a Córdoba», si necesario fuese, confiado en que la provincia de San Juan tiene medios «morales y materiales para defenderse del Chacho».
Estaba con la espada de Damocles sobre la cabeza sin tener 100 hombres siquiera, e iban a desguarnecer a Mendoza; es verdad que había un batallón, pero con un batallón no se cubría la provincia entera ni se aceptaba batalla.
Respecto de los paisanos a caballo, los que han estado en Pavón y en Cepeda saben lo que valen. Lo mismo sucedía por allá y por todas partes. Felizmente, hoy ya no es así, porque la República principia a ser República.
Septiembre 24.
El gobierno de San Juan al gobernador de Mendoza.
« ... Y que la intención confesada de estos preparativos era invadir a San Juan. Creían además que, amenazando por Las Lagunas a Mendoza, podían impedir que el regimiento de Sandes, cuya muerte conocían ya, - porque había muerto en el intervalo pudiese acudir a tiempo.
Septiembre 24.
«Instrucciones al comandante Méndez - que está hoy en Buenos Aires - en la expedición Jachal con las «dos compañías del 6° y los 160 caballos que se mandan al comandante Arredondo.»
Quien no encontraba medios de garantirse de un ataque, resolvió ir a proteger a Arredondo llevándole 160 caballos, que fueron conducidos por las sierras, y que le llegaron efectivamente.
«En caso de saber de una manera cierta qué fuerzas del enemigo invaden a San Juan, el comandante Méndez con todas las fuerzas disponibles se dirigirá a marchas forzadas hacia esta plaza ... »
…………………………
Fue en efecto, y regresó por otras causas.
Córdoba, Septiembre 27.
Don Camilo Rojo, - primo hermano de mi honorable concolega por San Juan, - mandado ex profeso a Córdoba, con instrucción de no descansar una hora hasta obtener los 70 hombres de línea que pedía por lo menos, escribía de Córdoba: «El señor general me hizo una relación de las fuerzas con que contaba para terminar la guerra, por ese lado, creyendo casi imposible que Peñaloza llevase adelante sus operaciones - por el lado de San Juan. Es imposible desvanecer «las preocupaciones en que viven».
Córdoba, Septiembre 28.
Paunero.
« ... Me es muy agradable decirle que, según lo acordado con Rojo, ordeno a Segovia que disponga inmediatamente la marcha de 150 hombres, mitad del 10 y la otra de guardia nacional, tomando 500 a 600 caballos, todos a las órdenes de Irrazabal» - que se le pedía.
Los caballos no eran para San Juan, eran para Arredondo.
Mogna, Octubre 2.
El capitán Méndez.
«Los desertores son 23, porque, según el comandante Vera, han elegido lo peor... En las compañías del 60 no ha habido novedad, sino que cinco desertaron.»
Octubre 12.
El gobierno de San Juan al gobernador de Mendoza.
«Según noticias, el comandante Arredondo, contando con 600 hombres de caballería y la infantería de su batallón, se proponía salir el 8 de La Rioja ....
«Este individuo asegura que el plan del enemigo es batir a Arredondo, cuya caballería es mala, y avanzar inmediatamente sobre San Juan. Creo que sería llegado el caso de hacer avanzar al 10 de línea a San Juan, y en el último caso «hasta Jocolí», donde estaría en franquía al primer aviso. Son precauciones estas - le dijo al gobernador - aconsejadas por las nociones más sencillas del arte de la guerra y que no deben omitirse jamás.»
Octubre 13.
Comandante Segovia al coronel Sarmiento.
(Ya van faltando diez días para la batalla y hasta este momento no hay sino cartas).
«Veo por su carta que el comandante Arredondo, hoy coronel graduado, debe haber batido al Chacho, y digo batido, «porque tengo la más entera fe en que así sucederá», (¡qué argumento!). Las noticias que vuestra excelencia tiene respecto al número de fuerzas del Chacho, las creo exageradas: y, por lo que me dice el general Paunero, «me afirmo más y más en esta idea...
«Vuelvo a repetirle que, toda vez que nuestras fuerzas recibiesen un contraste y que fuese necesaria nuestra marcha a San Juan, nos vería votar y llegar a tiempo... »
Faltan doce días para la batalla y no hay un solo hombre!
Mendoza, Octubre 16.
Comandante Segovia al coronel Sarmiento.
«Me hace creer - sen silencio - que la alarma ha disminuido.
«Dentro de tres días estará reunida la guardia nacional, con 75 hombres de este cuerpo, llevando las caballadas para nuestras fuerzas: en La Rioja... «Esta ha sido la causa del retardo por el cual no ha llegado a aquella provincia el mayor Irrazabal a cuyo cargo va esta «difícil» misión.»
Octubre 18 (falta diez días!)
Buenos Aires. Don Camilo Rojo a D. F. Sarmiento.
« ... Me he visto con el señor presídeme, y me manifestó «extrañeza de que vuestra excelencia le hiciera una reseña tan poco satisfactoria de la situación de San Juan», a consecuencia de los sucesos de La Rioja; pero le contesté haciéndole presente el estado de las cosas por allá,» etcétera.
« ... No concluiré ésta sin reiterarle que tenga paciencia hasta que la pacificación del interior sea una realidad, pues sin su eficaz cooperación la veo muy lejana. Aquí hay más «teorías que realidades»; mientras se ocupan de una fórmula, la montonera avanza haciendo cundir el desquicio, que no se ataca con teorías inaplicables al Chacho, Puebla, etcétera.»
Esto lo escribía este señor antes de la muerte del Chacho que no hacía caso ninguno de esas teorías constitucionales con las cuales no podía tampoco defenderse San Juan. Yo estaba inerme, no podía defenderlo.
Octubre 22
El gobernador de San Juan al general Paunero.
« ... El gobernador de Mendoza anuncia que dentro de cuatro días saldrán las fuerzas y caballos pedidos...
« ... Peñaloza ocupa con todas sus fuerzas reconcentradas en Patquia ¬50 leguas de San Juan. - Arredondo «dicen» - qué se había de mover - se mueve sobre el Chacho si éste esquiva el combate, Arredondo se pondrá en contacto con San Juan, y el refuerzo de caballos y caballería de línea sería decisivo: si logra batirlo, los caballos deciden la pacificación de La Rioja ... »
En seguida vino una carta del señor Camilo Rojo escrita desde Buenos Aires, en que me decía:
(He copiado el pensamiento para que se vea cómo se expresa el sentido común):
…………………………
« ... De su carta comprendo perfectamente cuál es la situación de San Juan, no puede ser peor, desde que el egoísmo se atrinchera en las decantadas garantías constitucionales, y son muy capaces de que ellas den al Chacho la provincia, y la mismo Constitución, para que la interprete como él sabe hacerlo... el Chacho!
«Suspendo decirle nada más, rogándole sólo que no se atenga al dictamen de los notables que debía reunir para hacer constar la imposibilidad de defenderse. «Defiéndanlos a ellos y con ellos a San Juan»; y la República le deberá una vez más su salvación.!»
Este era el sentir de los pocos hombres que me rodeaban entonces, y éramos tan imparciales y tan libres de toda afección personal estábamos, que voy a permitirme leer las instrucciones dadas a Irrazabal así que llegó, para que continuase marcha llevando los caballos para Arredondo.
Instrucciones al mayor Irrazabal el 28 de Octubre, (vísperas de la, batalla).
«El señor mayor Irrazabal y la fuerza de su mando, acompañado del capitán Méndez que marcha a incorporarse a su cuerpo, deberá partir de la Punta del Monte, con dirección a Valle Fértil, conduciendo 444 caballos para el señor coronel Arredondo, deduciendo los que necesita para montar su fuerza.
«No teniendo noticia cierta del lugar que ocupa en los Llanos el coronel Arredondo y la del enemigo, o no recibiendo órdenes de aquel para acelerar sus marchas, deberá permanecer dentro de la Quebrada de Valle Fértil, a fin de asegurar las caballadas, mientras se procuran noticias, y evitar un combate con excesiva desigualdad de fuerzas; a fin de que el refuerzo" que conduce, tanto de hombres como de caballos, no pueda ser batido.
«Teniendo esta disposición por único objeto asegurar los caballos hasta incorporarse a la división del coronel Arredondo, el mayor Irrazabal queda facultado, en los casos imprevistos, para obrar como se lo aconseje la prudencia.
«En este caso o en el de presentarse el enemigo se pondrá de acuerdo con el capitán Méndez para obrar de concierto.
«Operada la incorporación, el mayor Irrazabal se pondrá a las órdenes del coronel Arredondo, para continuar la campaña.
«Dada en San Juan, 28 de Octubre de 1863.»
D. F. Sarmiento.
Este es el último contacto que he tenido con Irrazabal. Ahí concluye el libro, porque no hay nada más que se ligue conmigo.
Día 29 de Octubre. - Sorprendido por venir el enemigo por otro camino que el que llevaba Irrazabal, que estaba en la punta del Monte para salir.
Por una orden de cuatro renglones se manda a Irrazabal volver sobre el enemigo y batirlo, cualquiera que fuese su número, pues, si se aguardaban seis horas para reforzarlo, con infantería y artillería, se le daba, tiempo al Chacho de apoderarse de los departamentos de Caucete, Angaco, San Salvador, el Albardón y toda la costa exterior del río, reunir 3.000 caballos, mil paisanos, sus partidarios, no aceptar el combate y marcharse a La Rioja, donde ya no estaba Arredondo, que llegó a San Juan dos días después a pie, recibiendo los caballos y la fuerza de Irrazabal que ya no era necesaria.
Cuatro días después salió desde Caucete la expedición que mandaba el coronel Arredondo, compuesta de la fuerza de Irrazabal y otros riojanos al mando del teniente Vera, con las instrucciones que serían del caso, según él lo concibiese. En nota del gobernador de la provincia de San Juan del 11 de Noviembre al general Paunero en contestación a la extrañeza mostrada por él de que Irrazabal no hubiese perseguido al enemigo, se encuentra este último párrafo:
«En conclusión debe prevenir a vuestra excelencia, que el mayor Irrazabal no ha estado en la ciudad después del combate, ocupado al día siguiente en explorar los cerros de Pie de Palo, cuyas cuchillas inaccesibles, se veían coronadas de dispersos a pie y a caballo.
«Con la más perfecta consideración de aprecio, me hago un honor en subscribirme de vuestra excelencia, seguro servidor.
D. F. Sarmiento.
Consta, pues, aquí que el mayor Irrazabal no estuvo en la ciudad. De Arredondo no recuerdo si estaba: pero me vi con él en Caucete dos horas.
Bien; el señor senador por San Juan, ha establecido en su discurso una concomitancia muy significativa realmente, entre la ejecución del Chacho y el encargo a mí de dirigir la guerra; pero he establecido a mi vez y probado que no existe; que aquel suceso, que él reputa horrible, no ha sucedido bajo mi di¬rección de la guerra. Pido, pues, al señor senador que corrija el hecho, en vista de los documentos auténticos que prueban lo contrario y contra los cuales no hay nada que oponer.
No era yo director de la guerra, ni cosa que se pareciese a esto.
Esa guerrita, diré así, de Jugurta, que hice en San Juan para salvar a aquel, pobre pueblo, lejos de ofrecer hechos de que se pueda deducir una acusación contra su jefe sin títulos militares, y apenas mencionado, no como militar en campaña, sino como gobernador civil, ofrece más bien ejemplos de tolerancia y previsión. Dos meses antes preveía que sin 140 hombres de caballería de línea no podía admitir combate. Anduve de rodillas solicitando de fuerza en fuerza un esfuerzo: no pedía 140 hombres, pedía 70. Decíale a generales, coman-mandantes, gobernadores: présteme 70 hombres porque sino, nos van a degollar en San Juan.
Ya ven los señores senadores cómo y con qué elementos atendí a aquella situación; pero no se me haga cargar con la responsabilidad de actos en que no tengo nada que ver, como única recompensa y mención histórica de aquel supremo esfuerzo.
Se me ha dicho que he celebrado en una nota la forma de la ejecución del Chacho. He dicho que es inocente la forma, es la forma que la nación más culta de Europa usa, en los tiempos modernos; Francia usa la decapitación. Ahora, eso de poner la cabeza en un palo, los que lo hicieron, es tradición de nuestro país, originada en nuestras propias leyes, que se han aplicado así hasta tiempo en que yo he podido ver todavía ejemplos de ello. Hay una prueba más para mi justificación. El general Arredondo ha lanzado ahora poco a la publicidad una carta para probar mi criminalidad, en la que decía, contestando un parte que a él se le había pasado, de unos salteadores que habían asaltado a una diligencia, hecho fechorías y aun muerto personas: que si era cierto lo de la diligencia, córteles la cabeza a los picaros y cuélguelos en el camino.
No sé si dije tanto. Pero esta medida de rigor empleada contra los salteadores de caminos es legal, y lo único vergonzoso es estar hombres serios discutiéndolo. Y no había por qué no lo fuera, puesto que la guerra era en la forma que se hace para destruir cuevas de ladrones. En cuanto al derecho, he dicho; y si se salva la intención y el del general Mitre, debe salvarse la mía también que yo no he abusado de la plenitud de rigor que da el derecho en esta clase de guerra.
Los señores senadores que son hijos de los hombres de la generación pasada, que han vivido bajo una guerra a muerte la desaprobarán. Enhorabuena; pero la guerra a muerte ha existido, como entre nosotros, en otros países, y yo no he hecho la guerra a muerte, según lo prueban las instrucciones dadas.
El emperador Maximiliano, que no era pueblo atrasado, que era rey, declaró guerra a muerte a Méjico; se declaró en Estados Unidos; y, si «o fuera un episodio tan extraño de la cuestión, cantaría el origen y las concomitancias que hubo entre un acto del presidente Johnson concluida la guerra de Estados Unidos, y el emperador Maximiliano que invocaba sin verdad el mismo derecho.
Habiendo sido tomada Richmond, decreto el gobierno de Estados Unidos la capital de la pretendida Confederación, reunidos los ejércitos de Lee y Johnson: Prófugo el presidente de la Confederación y no habiendo gobierno que de comisión para hacer la guerra a Estados Unidos, se ordenó a todos los jefes de las fuerzas avanzadas, que pasen por las armas, desde 15 días de la fecha de este decreto, a todos los que se encontrasen armados haciendo la guerra a Estados Unidos.» Y se procedió así en toda la extensión del territorio de la Unión.
Me permitiré un detalle que vale mucho.
Entre nosotros la opinión pública está por lo que ella cree el oprimido, que es el salteador, y no está con la autoridad. Un paisano dice: me desgracié, cuando da una puñalada, y el que vio el hecho: se desgració; le daría su caballo para que se escapase; y si fuese llamado a declarar, diría que estaba mirando una nubecilla que pasaba por ahí, y no vio cuando pegó la puñalada. Ahora voy a establecer otra clase de antecedentes para que se vea que los males tan deplorados y bárbaros, ejecutados en las guerras del interior y de La Rioja, no son siquiera venidos de mis ideas, ni de insinuaciones ajenas, sino que son el resultado natural de la marcha de los acontecimientos.
La muerte del Chacho debió ocurrir en Noviembre, a los diez días después del combate de Caucete.
La batalla de Las Playas había sido en Abril: batalla que dio a las barbas de Buenos Aires, en la culta Córdoba. En Las Playas, fue fusilado por el general Paunero, comandante general de armas y director de la guerra, el co¬ronel Burgoa del ejército nacional o libertador en Caseros, mi compañero de campamento, oficial de Rosas y de Urquiza.
Fueron fusilados en esa acción de Córdoba el comandante Jigena y Atienzo. El coronel Sandes, del 10 de línea, mandó azotar un número de prisioneros, la pena de azotes existía. El 4 de Abril Villar ejecutó en Fraile Muerto a cinco. En la nota que nos ha dado, se asegura que los cadáveres de esos seis estuvieron colgados en la plaza pública. ¿Será o no cierto que este rigor haya sido necesario? El que lo hizo no era carnicero, el general Paunero: ahí están los hechos. El 17 de Abril el coronel Baigorria hizo lo mismo con cuatro prisioneros; y el coronel Izeas, jefe del 9 de línea, hizo mayores ejecuciones. Esto es el 7 de Abril. El día 18 de Noviembre, fecha que sigue, el mayor Irrazabal, del 10 de línea que había estado en Córdoba, da orden de matar a Peñaloza y pone su cabeza en un palo, estando a las órdenes de Arredondo en las operaciones de La Rioja, y bajo el mando del general Pau¬nero.
Todo cargo, pues, contra mí, si no es por concomitancia, si no es porque me gustó la cosa, acaso porque lo hacían los constitucionalistas que tanto me habían molestado.
Yo sólo di la relación del hecho, el parte vino y en él se decía que se había hecho así para estímulo de otros. Palabra graciosísima por ridícula, pero me guardé de tocarla: yo notaba estas cosas, me dije: que cargue con ellas el que tenga que hacer con ellas, pero no yo.
Bien, señor: creo que he justificado, sin ofensa de nadie, mi buena conducta.
Terminaré con la lectura de mis palabras de despedida del gobierno de San Juan, para mostrar mis ideas de entonces.
…………………………
«Pero esta fuerza moral que rodea al poder salido de las urnas electorales, tiene un deber sagrado que llenar, so pena de destruir la base misma en que se apoya, y este deber es proteger las minorías vencidas y hacerlas honrarse en el gobierno que los rige. (Las minorías allá eran las montoneras y sus simpatizadores).
«Las garantías de la Constitución no son sin duda para los que mandan; son para aquellos que, teniendo opiniones distintas, «si no entran en el terreno de la violencia», no han renunciado a sus derechos de ciudadanos argentinos, no han dejado de ser parte integrante de esta patria, que es la propiedad de ellos como la nuestra.»
Tales son las ideas que yo sostengo; y digo, señor, que en el gobierno esta es la regla general: que en el gobierno esta idea sirve de norma y guía a los hechos, si no puede a todos, a la mayor parte de los hechos: y un día se llega con ellos a matar, diré así, a los hechos perversos, a extinguirlos. Porque la regla salvadora se va introduciendo en las costumbres.
No acepto yo la idea de esta teoría intransigente. Vaya otra parte de mi argumento.
Sr. Presidente. - Pido a la Cámara pasar a. un cuarto intermedio.
-Así se hizo.
_____________
-Después del cuarto intermedio, dijo el:
Sr. Presidente. - Continúa la sesión. Tiene la palabra el señor senador por San Juan.
Sr. Sarmiento. - Señor presidente: me quedaba tocar varios incidentes relativos a los sucesos pasados en la Confederación Argentina, porque por la manera de recordarlos con estos últimos de que he hablado muestran que se li¬gan con mi persona por un lado, o con la palabra «irregularidad» o con el proyecto de indemnidad, cualquiera que sea la interpretación que se le de.
Se ha recordado por ejemplo, la intervención que tuvo lugar en San Juan con motivo de la muerte del general Benavidez; intervención que se llama abominable, inicua y una retahíla de adjetivos más con que se califica aquel hecho, en donde no sucedió desgracia ninguna sin embargo, porque no hubo combate, ni hubo muertes. No hay nada de abominable, en los grandes errores que cometiera aquel gobierno por los motivos que para ello tuviese.
Sin embargo, había habido la muerte de un general de la Confederación, el general Benavidez, y es posible que el gobierno creyese que debía intervenir. Tomaron preso al gobernador, y qué sé yo lo que le sucedió: pero no es uno de esos hechos tan absurdos, tan irregulares, que merezcan clasificaciones tan odiosas; mientras tanto al hablarse de la intervención provocada por la muerte del coronel Virasoro, no se ponen calificativos, y yo quisiera que en asuntos de este género la justicia fuese repartida igualmente sobre los hechos.
Por ejemplo, se dice: el «asesinato» del coronel Virasoro, y cuando veo el uso que se hace de la palabra «irregular»: cuando he explicado cómo el hecho de Peñaloza, un poco chocante si se quiere, no es, sin embargo, una cosa horrible: cuando he demostrado, sobre todo, las bases del derecho de la guerra, en esa guerra especial, he notado que hay una confusión en las palabras, que trae perversas consecuencias en el debate.
El coronel Virasoro no ha sido asesinado, no, no es esa la palabra: ha sido muerto; o, en un lenguaje más propio, murió de tal manera; murió peleando, por ejemplo.
El asesinato es un crimen realmente, que tiene preparación, alevosía, engaño, sorpresa, etcétera, por motivos criminales. Pero la muerte en un duelo no es un asesinato; y en un encuentro así de hombres, ambos están en la misma situación. Pero en el caso de Virasoro, y debo explicarlo en justicia a mis compatriotas, estaba mezclado todo el partido liberal que hoy día sigue las ideas del señor senador mi colega, sin escapar uno de sus miembros, inclusas sus familias, las señoras más respetables. Es un hecho horrible, efecto de la desesperación y del orgullo, diré así, de una sociedad aristocrática, porque ese defecto tiene San Juan, que estaba entonces gobernado por un procónsul.
Virasoro era un paisanito audaz, atrevido, que era la primera vez que se iba a encontrar entre familias cultas, y, como he dicho, aristocráticas y muy orgullosas; tuvo la desgracia de ofender desde el primer día hasta el último to¬dos los sentimientos de aquel pueblo; yo no conozco en la historia americana ni un hecho más terrible, ni escenas más dramáticas.
Para explicar mejor, cómo no le conviene a este caso la palabra «asesinato», agregaré algo más. Virasoro estaba prevenido, y retaba al pueblo. A los mozos liberales les decía que les había de poner crinolinas, por cobardes y por habladores; y todas estas voces era un sacerdote el que las hacía correr por la ciudad.
Las señoras mismas preparaban los cartuchos, y los artesanos más distinguidos, y los jóvenes más importantes de San Juan, se preparaban a la lucha.
El sabía que era una guerra a muerte entre él y el pueblo, y la provocaba.
De noche, dormía en su casa con diez o doce sujetos chilenos, porque sanjuanino ninguno se le acercaba. Era un joven alegre, amigo de tertulias y pasaba muy buenos ratos con ellos. Dormían sobre la azotea y tenía a su lado a su señora y a la de Hayes, a su hermano y a varios correntinos. Hombres valerosos, si cabe, como lo mostraron, porque nadie cedió en el momento del peligro.
No tenía soldados, pero tenía 75 fusiles puestos en línea y cargados.
En el momento del combate, su señora, se ocupaba de cargar los fusiles así que se descargaban, los revólveres y las pistolas, porque de todo se echó mano.
Había un señor Galíndez, me parece, un antiguo federal, que había llegado por casualidad con 4 o 5 hombres que había traído consigo, yen frente, en un terreno que pertenece a la familia de Zaballa, dormía un escuadrón para guardarles.
Ya se deja ver que no es un asesinato, sino un combate a muerte que se preparó.
Combate horrible, por la calle, por fondos de la casa, por todas partes allí murieron todos los que lo sostenían. Yo he visto la casa, cómo estaba de balas! No tenía una pulgada de muralla que no estuviera señalada con sus estragos.
No reclamo por las palabras, sino simplemente, por su mal uso, excesivo, y este mal uso de las palabras: irregular, asesino, asesinato y crimen, es lo que trae todo el fondo del debate.
Si cada palabra determinase un caso y se explicase como debe, resultaría que no tendríamos ahora nada más que hablar.
Nada ha ocurrido en La Rioja, para manchar la memoria de nadie; de nadie y, sobre todo, la mía.
Pero hay más señor: mi honorable colega ha dicho que con la muerte de Aberastáin, el sentimiento moral del pueblo de Buenos Aires se levantó, y «tomando éste la bandera» y haciendo tales y cuales cosas, produjo la reacción que acabó por reunimos a la Confederación y dar esta Constitución. Supongo que eso último es su pensamiento.
En este hecho y en todos los demás que me vienen desfavoreciendo, parece que hubiese algo de increpación contra mí. Pues bien, señor, vaya rectificarlos.
Ningún hombre en la República Argentina ha dicho - me parece que ni después ni antes -, que ni el pueblo de Buenos Aires o el pueblo argentino, el sentimiento moral había hecho, cuando se sintió herido, más de lo que habían hecho todos los políticos: ¡yo lo he escrito, señor! El señor senador repite una idea más que no es suya, y no le permito que la haga valer en contra mío.
No sé dónde lo he escrito; pero, repito, es una idea mía.
No hemos sido nosotros, los políticos, los que hemos traído a la República al buen camino.
El horrible crimen que se cometió con Aberastáin, movió al fin el sentimiento moral que está en el corazón de todos nosotros, y los pueblos se separaron. Y voy ahora a explicar ciertos hechos relativos a este movimiento que no me ponen en las malas condiciones en que me han querido colocar.
Cuando ocurrió la muerte del doctor Aberastáin, mi amigo y no del señor senador - porque hemos sido amigos íntimos como no ha habido jamás dos hombres que se quieran y respeten recíprocamente más - era yo ministro de gobierno del Estado de Buenos Aires, y así que leí la noticia llamé en seguida al portero y le dije: «Haga que el cochero ponga el coche de «gobierno» a la puerta»; e hice ante el gobernador señor Mitre, renuncia indeclinable de mi puesto, porque mi permanencia en el ministerio no podía continuar después de un hecho semejante. No sé si diría algo más, porque después me pidieron que reformase unas palabras, lo que hice gustoso.
Vino el coche y monté. Me vino a ver Mitre, y le dije: «no me hable, no estoy en estado»; y me metí en casa.
A la tarde vino el señor Gelly diciéndome: « ¿cuál es su resolución, sus motivos razonables?».
«La cosa es muy sencilla, le contesté: mi posición en el gobierno de Buenos Aires es imposible con este hecho. Si el gobierno adoptara la guerra, todo Buenos Aires va a creer que el sanjuanino, el amigo de Aberastáin, es el que la provoca, y si no la adopta, yo vaya aceptar, a hacerme copartícipe de la política del gobierno.»
El medio, pues, de evitarlo es que yo me separe, y quedan ustedes libres de obrar en un sentido o en otro: yo no quiero tener opinión en este asunto.
El motivo de aquella delicadeza, no sólo era un principio general, sino un hecho práctico, que debo citarlo aquí para que se vea y confirme lo que he dicho antes: el poco empeño, que he tenido siempre en desvanecer las calumnias que el público forja, o le sugieren los partidos políticos.
De los hechos que habían precedido a ese suceso, siendo yo ministro, se forjó la idea de que el gobierno de Buenos Aires había dado dos mil onzas de oro para aquella revolución de San Juan; y era yo naturalmente el que había hecho dar esa cantidad.
El gobierno no había dado un centavo, ni un maravedí; pero era preciso callarse la boca, porque un gobierno no debe responder nunca a calumnias. Toda vez que lo ha intentado, le ha salido peor.
Es mejor, pues, callarse y dejar que las cosas se expliquen por ellas mismas. Estando aún bajo el peso del dolor de la pérdida de mi amigo, venían comerciantes, amigos míos, a decirme que el comercio inglés creía lo de las onzas y que me justificase.
-Yo no digo nada.
- ¿Pero qué es lo que hay en esto?
-Que no ha dado el gobierno ni un maravedí.
-Permítanos, a lo menos, añadían, decirlo de nuestra parte.
-No, no digan ustedes nada.
Y así he estado bajo el cargo del desfalco de dos mil onzas de oro que yo había influído para que las diese el gobierno.
Han pasado los acontecimientos. Había venido una comisión de San Juan a solicitar el apoyo del gobierno de Buenos Aires, y yo, hablando con el general Mitre, le comuniqué el hecho, sin presentarle los comisionados, porque, estando hoy día, le decía, en paz con la Confederación, no debíamos faltar por nuestra parte, a nuestros compromisos. Si se hacen revoluciones, allá se las entiendan; nosotros no las apoyamos. En eso paró todo.
El gobernador de Buenos Aires no vio a los comisionados. Uno de ellos era el señor Martínez, cuyo asiento ocupa hoy tan dignamente el señor senador a quien contesto. Y bien, señor: en uno de los encuentros en Córdoba murió el señor Aguilar, que formaba parte de la comisión, y yo mandé desde San Juan al general Mitre - no sé si ya presidente, creo que sí - el pagaré de mi pobre amigo Aguilar, por donde me consta que me debía treinta onzas de oro que le di para volverse la comisión ti San Juan. El pagaré decía: «Debo y pagaré a la orden de don fulano de tal treinta onzas, que por hacerme venir, y por una buena obra, me dio para volver», etcétera.
Digo, pues, que ni el pueblo de Buenos Aires, ni la República Argentina no se movió, como lo decía el señor senador; y hay hechos históricos de una gravedad tal, en que tuvo par te conmigo el mismo señor senador, que no de¬ben pasarse inapercibidos cuando la narración se hace para que resulte en mi disfavor.
Separado yo del gobierno como ministro - porque no quería ser ministro en esas circunstancias - comprenderán los que me han conocido en la vida privada que no era para vivir en el lujo que renunciaba a aquella posición, sino que, por el contrario, hacía un sacrificio a deberes sagrados, que son superiores a todos.
En esos momentos llegó el señor Riestra - que no es amigo mío hoy, y cuyo testimonio invoco - de la Confederación, trayéndome el nombramiento de ministro plenipotenciario para Estados Unidos, y además catorce mil duros para los gastos de instalación y el primer año de sueldos. (Esto, de parte del señor. Derqui, exigiéndome que aceptara porque ya había aceptado esa posición antes de la muerte de Aberastáin).
Di al señor Riestra las gracias; no aceptando de aquel gobierno nada mientras no se castigase el crimen de San Juan, cosa que el señor Riestra esperaba, y prometía que me dejaría satisfecho la conducta del gobierno. Pero en manera alguna acepté los emolumentos.
Esperé algún tiempo, se enojaron en Paraná cuando supieron esto, es decir, se enojó el Congreso, y derogó el nombramiento anterior, cosa que me era indiferente.
El diploma lo guardo hasta ahora.
El gobierno de Buenos Aires me parece que vacilaba en el camino que debía seguir, y, como he dicho antes, me había propuesto guardar la circunspección más grande. Hablábamos todos los días con el general Mitre y daba una opinión hoy y mañana otra. Sin embargo, yo no renunciaba a mi carácter de argentino en el trabajo que tenía que hacer.
El general Mitre otro día me propuso que nombraría ministro al señor Rawson, y yo le dije que me parecía bien; pero agregué que el señor Rawson era muy decidido por la reunión de la República. Eso se ha de arreglar, me contestó.
Informé del caso al señor Rawson, y dijo que aceptaría.
El señor Rawson con una modestia poco común me dijo: « ¡Hombre, pero si yo no sé cómo se gobierna!» - Le daré una regla segura, le contesté: «media firma o firma entera», no hay más que hacer en el gobierno, porque tiene usted a Lafuente atrás que le ha de decir: póngala aquí o allá. (Risas prolongadas).
Cito este rasgo para que lo recuerde.
Fue, en efecto, a hablar con el señor gobernador entonces, y le preguntó qué política era la que iba a seguirse, y el gobernador le contestó: «Eso lo arreglaremos, lo he propuesto a usted como ministro»; pero el señor Rawson contestó: «Va quisiera saber qué política había de seguirse, porque de eso depende mi aceptación.»
En fin, no se entendieron y pasó no sé qué tiempo sin nombrarse el ministro, hasta que un día fui llamado por el gobernador a cierta hora del día a la oficina, y allí me encontré con don Pastor Obligado, que era conocido como tipo de los separatistas y que había sido llamado con el mismo objeto. El señor Obligado hizo lo mismo que el otro candidato; principió por preguntar qué política se iba a seguir.
-¡Hombre, eso se arreglará!
-No; este es el punto capital.
Este es un acto que haría alto honor a la memoria del doctor Obligado.
El doctor Obligado era lo más porteño, si puedo expresarme así, en sus ideas y en su educación: era abogado, era estanciero rico, militar; todas esas calidades tenía. Mientras tanto ese hombre le dijo al gobernador: «No, entendámonos sobre esto; la experiencia que tenemos usted y yo del gobierno nos muestra que no se puede fundar, porque nos cierran las puertas del Congreso: vamos y a balazos introduzcámonos.» - Eso se verá, se hará. - Bueno, contestó el doctor Obligado, entonces sí.
Esta es la historia argentina, y no la bandera que no hace más que agitar las pasiones. Con esas condiciones aceptó el doctor Obligado, pero dijo en seguida: Entendámonos: ¿Con qué elementos cantamos? - El señor ministro de guerra le dará los estados. - No venga con promesas; que salga el ministro de guerra y vaya a Lujan y nos traiga libras esterlinas; cuántos soldaditos tenemos, qué elementos hay. Hago estas relaciones para mostrar que nada de odioso hay en esos hechos, y si los recuerdo es para entrar en el espíritu del señor senador, que siempre continúa juzgando esta palabra «irregularidad», que abraza lo bueno y lo malo, pero que exagera las cosas llamando asesinatos a actos que no lo son, que exagera los actos inocentes llamándolos asesinatos, cuando no son más que irregularidades.
Ha preguntado el señor senador si están amnistiados todos esos crímenes por la ley de indemnidad. Yo le daré las dos divisiones que se hacen por el primer artículo del proyecto en discusión.
Por el artículo 10 están amnistiados todos los delitos políticos, y en cuanto a la indemnidad están amnistiados y no amnistiados. ¿Por qué? Porque todos esos actos, por deplorables, criminales o irregulares -que sean, son anteriores a la ley federal, y las penas no tienen efecto retroactivo y no pueden regir sobre nada de lo que pasó antes del día de la promulgación de la ley. Esto en primer lugar.
En segundo lugar, ninguno de los actos que precedieron a esta nuestra Constitución argentina, después de incorporada Buenos Aires, puede ser castigado hoy día, por una ley que no fue de la Confederación.
Yo no quisiera ser pesado en esta parte, pero protesto de que no hay delito ni cosa que merezca la pena de recordar aquí, escenas tan deplorables y sangrientas en que todos tenemos partes, no por la acción personal, sino por las razones que he dicho antes respecto de los Del Moral. (En La Rioja).
Si el acto ocurrió en Buenos Aires, sí; porque la provincia de Buenos Aires subsiste y puede y hace suyo el delito cometido en su territorio; pero el Congreso no puede dictar leyes hoy para súbditos, diré así, de una nación en que Buenos Aires no estaba representada. Pero un principio fundamental viene a aclarar esta duda.
Necesito cambiar de asunto y seguir siempre mi sistema de explicaciones sobre un hecho sencillo que está al alcance de todo el mundo y que todos sienten igualmente.
Se ha presentado un papel y se ha leído con comentarios de horror por un consejo, o tentativa de violencia de la Constitución. Será una idea mala del autor, que podrá o no tener razón; pero yo vaya probar que, a pesar de que yo no he violado ninguna Constitución, cuando la violación es hecha por un hombre, con fines útiles a la sociedad y no a su persona, ese hombre no pierde nada en la estimación pública; y apelo al testimonio mismo de mi concolega por San Juan, que ha asegurado, a mi juicio inexactamente, que el gran Lincoln, el segundo héroe de la humanidad después de Washington, violó la Constitución, y el Congreso lo amnistió.
Como se sabe, Lincoln por violar la Constitución no perdió nada del respeto- y la estimación de sus conciudadanos.
Story decía en su comentario: es cosa averiguada que Jefferson violó tres veces la Constitución y Jefferson era el segundo de Washington y es el jefe, el patriarca del Partido Democrático de Estados Unidos, que debiera ser también el de nuestros adversarios, porque era el partido que combatió contra la excesiva autoridad, exceso que culpaba a Washington. Sin embargo, nada ha perdido por ello de su nombradía.
Vaya citar un testimonio que han oído mil veces. Tadeo Stevens, que ha hecho un papel tan grande entre los abolicionistas, tenía setenta y seis años y medio siglo de vida parlamentaria, considerado como el patriarca del sistema legislativo de Estados Unidos.
Tadeo Stevens decía en pleno Congreso: «Hace dos años que vamos fuera de la Constitución y no entraremos en ella hasta que hayamos salvado la Unión», y no ha recibido reproche de nadie, porque ese era su modo de ver las cosas.
Nosotros estamos igualmente hace dos años fuera de la Constitución y permaneceremos siempre si no cambiamos de ideas.
Yo vaya citar un ejemplo mío. Afortunadamente no puedo decir que mi concolega tiene parte en él, porque mi concolega ha declarado que no participaba de la revolución, y yo puedo agregar en su apoyo que cuando, apenas había estallado, me declaraba lo mismo. Por tanto, no le hago un cargo a él ni a nadie, pero digo que todos los hombres que han intentado o ayudado la revolución han violado la Constitución, la han violado en el artículo que dice: «El pueblo no delibera ni gobierna sino por sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.»
Puede decirse que aquí había un pueblo entero - puesto que tanta importancia o extensión se le ha dado al hecho - que ha violado la Constitución; pero hay ciertas razones para no aborrecerlo, ni despreciarlo, ni mirar a los actores de estos hechos como criminales, pues que tratamos de amnistiarlos.
Creo que con lo que he dicho me he detenido demasiado en esta parte y que basta por hoy; pero yo me reservo para la otra sesión, señor presidente, tocar otros puntos muy esenciales, pues me parece que no es tan urgente la sanción de esta ley, respecto de la cual creo que todos hemos de estar de acuerdo, pues al fin nos hemos de entender por una redacción que satisfaga todos los intereses. He dicho.
Sr. Presidente.
Se va a votar si se levanta la sesión.
-Se votó y resultó afirmativa, levantándose la sesión a las cinco y veinte minutos de la tarde.

NUMERO 26
24° SESIÓN ORDINARIA
[15 de Julio de 1875]
Presidencia del señor ACOSTA
Senadores presentes: Arias, Barcena, Bustamante, Colodrero, Colambres, Cortés, Echagüe, Frías (L.), Frías (U.), García, Gorostiaga, Lucero, Molina, Navarro, Pruneda, Quintana, Rawson, Sarmiento, Torrent, Vallejo y Villanueva.
Senador ausente, con licencia: Racha.
Senadores ausentes, con aviso: Alvarez, Corvalán y Oroño.
SUMARIO
1.-Asuntos entrados.
2.-Continúa la consideración del proyecto de ley de amnistía.
3.-Nuevos asuntos entrados.
4.-Continúa la consideración del asunto número 2.
-En Buenos Aires, a quince de Julio de mil ochocientos setenta y cinco, reunidos en su sala de sesiones el señor presidente y los señores senadores arriba inscriptos, se abrió la sesión con inasistencia de los señores Alvarez, Corvalán y Oroño con aviso; y Racha con licencia.
1
Leída y aprobada el acta de la anterior de 13 del corriente (23° ordinaria), se dio cuenta de los asuntos entrados, …
2
Sr. Presidente.- Se pasará a la orden del día.
Había quedado con la palabra el señor senador por San Juan; puede hacer uso de ella.
Sr. Sarmiento. - Cada vez que recapacito, señor, sobre los extraños incidentes a que ha dado lugar la cuestión de amnistía, me viene la idea de que ha debido haber un malentendido o que es posible que yo mismo haya contribuido en gran parte, por falta de hábito de las prácticas nuestras y por seguir otras que se me han hecho habituales con el espectáculo de otras asambleas, y las creía aceptadas aquí. Después he visto que ha podido esto, en efecto, dar lugar a equivocaciones que han traído una serie de desenvolvimientos que me llevan casi a la barra de los acusados, para defender, no sólo mi pensamiento, mi vida pública, mis acciones personales, sino también los actos administrativos de un alto funcionario que no está presente aquí, pues terminó hace ocho meses el período de gobierno que había principiado seis años antes.
Cuando la Comisión de Negocios Constitucionales confeccionó las enmiendas al proyecto de amnistía que venía de la otra Cámara, nos propusimos hacer una larga exposición de las razones que la Comisión tenía para aconsejar talo cual sistema.
Ese era el informe de la Comisión, constaba de cuatro o seis páginas, bien, sin que a ninguno de los miembros de la Comisión le quedase más que decir sobre la materia, porque está ahí completamente razonado y explicado el pensamiento.
No debía, pues, ser yo miembro informante, porque de los que componían la Comisión era el menos apto para seguir el debate; y con ese motivo se fijaron bien las ideas para que no hubiese miembro informante, sino por cuanto alguno debía de representar los derechos de la Comisión a ser oída más veces de lo que el reglamento lo permite para los demás.
Pero, al sentarme en este asiento y hablar por primera vez, me propuse exponer una serie de ideas que me eran completamente personales: cuando un señor senador me hacía presente que mi discurso no iba a la cuestión, sino que era personal, tenía mi completo asentimiento, porque era la verdad.
¿Qué era, pues, este discurso?
Y digo efectivamente que no está en nuestras prácticas y según el uso, salvo dos palabras que pueda decir por digresión un diputado nuevo en el Congreso. Alguna vez he tenido ocasión de recordar esta práctica necesarísima en los parlamentos. El maiden speech, por broma, se llama en Inglaterra.
Es un discurso que ha de pronunciar precisamente el novel que entra en la Cámara, y por eso toma la palabra la primera ocasión que ha de usarla para pronunciar su discurso y hacer alarde de sus principios, de sus ideas y del carácter que representa en la Cámara e indica entonces claramente a cuál de las fracciones de la opinión representadas -en su seno va a pertenecer en lo sucesivo. Esta práctica trae ventajas inmensas, y es casi necesaria en el sistema parlamentario. Un diputado que se presenta es una caja cerrada; el Congreso que lo recibe no sabe quién es, cuáles son sus capacidades, sus aptitudes, a más de sus ideas; y las consecuencias del madlen speech, son motivar la crítica y examen de sus concolegas: y cuando ha terminado su discurso ya saben a qué atenerse sobre sus principios políticos, su capacidad oratoria, su instrucción. El debate marcha entonces sobre un terreno sólido.
No sucede así cuando nadie sabe cuál es el espíritu del nuevo senador o del nuevo diputado que entra, y se lanza en la discusión, hasta que un día va a votarse un asunto y resulta que hay un número de votos con el cual no se cantaba, sin este previo conocimiento del color político de cada persona llamada a dar su voto.
De aquí proviene entre nosotros, señor presidente, que el giro que han de tomar las leyes depende de la parte más fluctuante de la Cámara.
Todos los sistemas de ideas tienen sus oradores, lo que se llama en Inglaterra líderes, y en esta Cámara, debo decirlo, están dignamente representadas. Pero, ¿quiénes deciden la votación?
Aquellos de quienes no se sabe cuál es la opinión y pudiera ser que las excitaciones del debate, las influencias externas u otros accidentes sean razón para inclinarse en pro o en contra y aumentar el número de votos de un lado.
Bien, señor presidente: con estos antecedentes yo tenía otro más serio.
Un ex presidente al descender de tan alto puesto se ha sentado antes en estas bancas y encabezado cierta clase de ideas, que han hecho nacer grandes dificultades. No es posible olvidar que un ex presidente, un ex senador, fue llevado por sus amigos, por sus ideas, por sus errores, por lo que se quiera, al extremo que hemos visto llegar los sucesos.
Vuelve a repetirse el mismo caso, y se presenta un senador que ha desempeñado ese mismo cargo, y la opinión pública, no la opinión de los que están aquí cerca, sino la opinión de toda la República, está para preguntarse.
¿Y que va a hacer? ¿Va a hacer lo mismo que su predecesor: a ponerse de punta contra el gobierno con una mayoría popular, real o supuesta, como lo quieran mirar los partidos, y hacer que venga toda la administración presente a juicio, por la influencia que ejercerá, como senador, y por sus ideas, etcétera?
No hago comparaciones.
Creí, pues, que debía hacer mi maiden speech, y decía; sí, señores: al sentarme en esta silla, yo vengo con estas ideas, que concreto en estas palabras:
Soy, no sólo moderado, sino gubernista; no de este gobierno, sino de todos los gobiernos que nos han precedido, y habrán de seguirse, siempre que estén en los límites de la Constitución.
No necesito decir más para explicar lo que era aquel speech.
El informe que venía de parte de la Comisión no requería, pues, más palabras. Podrán decir cuanto se quiera en contra; pero no llegó ese caso, se votó rechazándolo; quedaba por tanto cerrado el debate, y como no presentado informe ni enmiendas al de la Cámara, puesto a discusión este. Desgraciadamente, había una palabra que a un señor senador le hacía gran impresión, en un proyecto que no estaba en discusión y de ahí se pasa a esta serie de deducciones.
Vaya combatir la palabra aquella porque sospecho que representa talo cual cosa. Como el discurso de uno de los miembros de la Comisión ha dicho que sus ideas son tales en cuanto al gobierno y en cuanto al sistema, voy ad hominem. Primera violación, a mi juicio, de las reglas del debate.
No puede ser eso, en primer lugar, porque lo que había sido rechazado era un proyecto de enmiendas con un informe firmado por tres personas, y el deber parlamentario es hablar siempre de la Comisión que lo sostiene. Se hace agravio a los otros miembros de la Comisión en separarlos de las ideas que ellos han firmado, porque se hace entender que sólo un miembro de la Comisión ha hecho, y sin activa participación de los otros ha deshecho.
Y hay otra particularidad que citar y es que, habiendo un hombre, ad hominem, otra desviación de las reglas del debate, encontró que sus ideas le arrastraban hasta atacar a un presidente. Pero, por Dios santo, no hay un presidente aquí: la persona que fue presidente no puede responder de sus actos de presidente si no le ponen primero en las condiciones en que se produjeron.
Quien debe acusarlo de violación de la Constitución, de las leyes, de tendencias despóticas, de lo que se quiera, ha de ser sólo la Cámara de Diputados; pero nunca el Senado porque es el juez que va a decidir sobre este punto y no se ha de convertir en fiscal, acusador y juez a la vez.
El presidente necesita para ser juzgado dos terceras partes de votos que resuelvan que es acusable y dos terceras partes de votos que lo juzguen.
Son privilegios del sistema representativo, con trabas puestas por la experiencia, con las ideas desordenadamente democráticas.
Es muy grave eso de acusar al jefe del Estado.
Pero yo protesto, señor, que no soy el jefe del Estado y me vería muy embarazado para contestar a ciertos cargos, sin estar al frente de las oficinas con los ministros responsables de aquellos actos, aliado, etcétera.
El señor senador, mi concolega por San Juan, observaba que le faltaban los documentos oficiales, para ensanchar todavía sus cargos; y yo digo a mi turno lo mismo: que me faltan los documentos oficiales, yo debería estar sentado donde es preciso estar para contestar a cargos semejantes, con los privilegios del caso.
¿Cómo es posible que la Constitución haya consentido que el que fue presidente, revestido de tantas garantías, para que no pueda ser sin gravísimas razones atacado, el día que deje de serio, queden abiertas las puertas a todo el mundo, y el mismo Senado que iba a juzgar lo diga: ahora yo soy fiscal y acusador, y venga el que fue presidente a responder, sin las garantías que ten ía antes?
Sí, señor; las violaciones de la Constitución se acusan.
No es en estos casos ni es esta clase de debates en que se me interpele para que responda en nombre de un presidente de la República. Yo no puedo responder sino de mis actos aquí, del informe y proyecto de enmiendas.
Ahí están consignadas todas las ideas, no mías, sino de una Comisión, y el deber de todo senador era adoptarlas o rechazarlas.
Con estas explicaciones ya me es muy fácil continuar el debate, y fijar bien claras las ideas.
Creo que podré reducir a muy pocos tópicos el larguísimo discurso del señor senador, mi concolega, y en las tan variadas materias que encierra, que requerirían un volumen para refutarlas y para poner en conocimiento del pú¬blico los antecedentes.
Creo que hemos pasado ya de la época de sangre que contiene todos esos cargos anteriores, y vamos a entrar ahora en el terreno pacífico de las intervenciones.
Sin embargo, ha quedado el otro día un solo punto que requiere explicación. Viene entre los cargos el haber, ejecutado o tenido parte en ciertas ejecuciones en La Rioja, con el coronel Sandes en la primera guerra del Chacho, no en aquella de que nos hemos ocupado antes. Creo que el señor senador ha olvidado datos que valen algo entre los hombres, que son tan notorios y públicos que no pueden olvidarse.
Siendo yo gobernador de San Juan y no jefe del ejército, mis compañeros de expedición los coroneles Sandes y Rivas, que eran quienes mandaron esas fuerzas, tuvieron la indiscreción de pasar una nota al gobierno de San Juan, diciendo que habían ejecutado, después de la batalla, unos bandidos, porque así se usaba llamarlos oficialmente, entonces.
Yo me vi en un disparadero: o aprobar la acción, o reprobarla, al dar cuenta al gobierno nacional. Pero encontré otro expediente mejor: se ha dado orden de proceder así, porque había derecho para hacerlo. Pasaron los años, y después de un año de ser presidente un diario recordó ese hecho y dijo: ahí está el cargo confesado en una nota, etcétera.
Entonces yo me dirigí al coronel Rivas, diciéndole en pocas palabras: que el honor militar es uno de los resortes de la ordenanza, y la explicación de los deberes - de los militares - le ordeno, le pido a usted que bajo la «responsabilidad de su honor», diga lo que hubo a ese respecto, quién dio la orden, quién la escribió; es decir, quién fue el escribiente; y si el gobernador de San Juan supo algo de la orden. El coronel Rivas ha contestado, en carta que poseo y se ha publicado repetidamente en la prensa su contestación, declarando «bajo su palabra de honor», que él dio la orden, en su cuerpo, el 6° de línea, que la escribió el teniente tal del cuerpo y el gobernador no ha sabido nada, dando las razones de su conducta. Esas serían sus razones; pero la mía para aceptar el hecho, era una razón de derecho que ya he dado, y al poner mi firma en un acto de esa clase. Daré los antecedentes del hecho. Había pasado la batalla de Pavón, y el ejército estaba ocupando a Córdoba. Otras divisiones marchaban hacia Mendoza, San Luis y San Juan y ocuparon todos aquellos pueblos. En Villa Nueva, cerca de dónde se halla hoy Villa María, permanecimos unos cuantos días con el general Paunero, jefe de la división, con quien yo vivía como auditor de guerra, y allí convenimos en la necesidad de escribir al Chacho, que no había tomado parte en la guerra, ni formaba parte del ejército de la Confederación de entonces. Yo fui el secretario para escribir la nota, diciéndole: que aunque nos había dado tantas veces pruebas de cordura, nunca nos las había dado tan grandes, como en no tomar parte en aquella lucha, y que había hecho muy bien de no concurrir a la batalla de Pavón.
Le recomendábamos, pues, que no tomase parte ninguna en adelante, porque habíamos triunfado y estábamos ocupando toda la provincia, y tendríamos ocasión de serie útil.
Firmaban Paunero y Sarmiento, los dos bien y simpáticamente conocidos de él.
La República estaba en paz, la guerra había concluido sin que quedase una partida en armas en toda la República. Y ¿qué se imagina, señor presidente, que hizo un día el Chacho? Reunió sus hordas, y se lanzó sobre Tucumán, a robar, su oficio de toda la vida, robar. Llegó a Tucumán, le cerraron con palos las calles, y era tan bruta aquella pobre bestia dañina que tuvo que volverse, porque no pudo hacer lo que iba a hacer: robar. Le mataron cuatro o cinco de sus hombres, y se volvió a La Rioja. Entonces volvió a principiar la guerra, la misma, que volvió a intentar cinco o seis meses después. ¿Con qué motivo? Con ningún, motivo. ¿Para qué? ¡Para nada!
Fue entonces que el coronel Rivas mandó 160 hombres al mando de Sandes, a acabar con este movimiento antes que tomase cuerpo, porque no estaba en los Llanos todavía y era preciso salirle al encuentro antes que la montonera tomase cuerpo.
Se dio un combate. Concluyó, tomando once cabecillas de esa chusma, que es preciso haberla visto para saber lo que llamaban oficiales. Todo había concluido; Sandes había tomado en Mendoza un señor don Damián Gómez, de las primeras familias, para su ayudante y, concluido el combate, este joven poco apercibido, salió a los alrededores a tomar prisioneros, solicitud honrosa de los oficiales, evitando que los soldados los maten.
Lo matan a él!, lo degüellan, señor presidente, lo mutilan; y Sandes, que estaba comiendo un asado después de la refriega, al ver los pedazos de su ayudante, mandó fusilar aquellos malvados. He dicho que hizo perfectamente bien, y alguna vez en la prensa he defendido a Sandes de su desgracia de crueldad. Sandes tenía una justificación que oponer a tocios los que le echasen en cara su carácter guerrero, su carácter de fiera, que era abrirse el pecho y mostrar cincuenta heridas que había recibido. Es una desgracia en la guerra la crueldad de algunos jefes, pero no es un delito cuando viola las leyes de la guerra.
En Francia, durante la guerra del imperio, había mariscales que hacían temblar cuando había guerra, porque eran crueles o poco económicos de sangre. Pero no es esa la cuestión, señor; la cuestión es lo que decidió en el mismo caso el presidente en Estados Unidos, inmediatamente después de concluida la guerra civil con aquellas palabras que tuve el honor de citar el otro día: «Habiendo sido tomada la capital de la Confederación y habiendo sido vencidos todos los ejércitos regulares, los que continúen de su cuenta haciendo guerra a la Nación, serán pasados por las armas por los jefes del ejército.»
Vaya entrar ahora a la parte de las intervenciones.
Protesto desde luego que yo no he intervenido; y sí, el señor senador a quien contesto.
Al principio no había en el interior más interventor que el Chacho. Era su oficio, su profesión. Apenas había un desorden en San Juan, el Chacho se aparecía con sus hordas, conseguía unos diez mil pesos, comían bien unos días, bebían, él y sus soldados; yen fin, se refrigeraban. Cuesta al interior más de tres millones este animal dañino, como tuve alguna vez que caracterizarlo porque nunca pude saber qué quería. Yo tengo su correspondencia y jamás he podido descubrir por qué hacía la guerra.
Pero para entrar en el espíritu de los cargos hechos, acepto la discusión en cuanto son principios, sin defender al presidente, sino simplemente decía cuáles son mis ideas a ese respecto. Las naciones fundan gobiernos para que respondan de la tranquilidad pública y de la seguridad exterior nada más; su objeto es ese.
Basta que haya desorden, que se alteren las condiciones necesarias, para que los jueces civiles hagan justicia en las querellas entre los asociados, para que la autoridad armada intervenga. Esta es la sociedad humana, el sistema de resolver pacíficamente todas las cuestiones, por medio de un juez, por medio de estos instrumentos que ha creado la sociedad, sin que se mate, sin que se robe, creyendo cada uno que lo hace en virtud de su derecho.
Inglaterra tiene jueces de paz, a más de los coroners y otros empleados; pero el juez de paz que nosotros tenemos, también tiene el poder para mantener la paz, porque este es su nombre «juez de paz del rey».
Pero el juez de paz en Inglaterra tiene el possecommitatus; es decir, la facultad, cuando el orden es alterado en su jurisdicción, de llamar a los vecinos y armarlos, y hacer deponer las armas o hacer abandonar los motivos de violencia que muevan a los que alteraron la paz. Bien, señor presidente: hay una excepción a este sistema universal de gobierno, y es el sistema federal. El sistema federal tiene su fundamento en Estados Unidos, sobre todo en el siste¬ma de intervención nacional que nos ha servido de regla en nuestras instituciones, en la jurisdicción interna del gobierno local y la jurisdicción del gobierno general que todas las provincias componen.
Existen, pues, dos géneros distintos de autoridad en cada lugar para restablecer la tranquilidad, según el motivo del acto sedicioso. Lo que pertenece al fuero interno de la provincia se deja a las autoridades locales, y la Nación lo mantendrá en toda la Nación siempre que se toquen ciertas cuestiones que sean nacionales o requieran su garantía, porque entonces esas cuestiones no se someten a la jurisdicción de cada provincia, sino que la Nación se las avoca, como que está en todas partes con un gobierno completo y armado, el único armado por la Constitución.
Las provincias no pueden hacer guerra, es decir, no es necesario que hagan uso de las armas. Mas, cuando en una provincia o en un' Estado las autoridades no se encontrasen con suficiente fuerza para resistir a una combinación demasiado poderosa que se sobrepusiere a las leyes, entonces la fuerza nacional ayudará a las autoridades a restablecer el orden.
Cuando principió a funcionar la Constitución de la Confederación, principiaron a aplicarle estas leyes que son hoy día el artículo 5° y 6° de nuestra Constitución, y empezaron a aparecer desde luego las dificultades del caso. Entraba por mucho, según nuestro juicio, la voluntad del presidente de entonces, para hacer que prevalecieran tales o cuales ideas y personas, que se conservasen tales o cuales hombres en el poder, y creíamos que las intervenciones iban a hacer prevalecer este partido, quitar a tal gobernador que molestaba, etcétera.
Hubieron escenas terribles, que apasionaban mucho a la opinión, y entre ellas me permitiré citar esta por el éxito desgraciado y espantoso, y por la sinceridad que, a mi juicio, hubo en los motivos. Esa intervención en que pereció el doctor Aberastain y ciento cuarenta vecinos de San Juan, entre ellos veinte o treinta de las familias más respetables; esa intervención fue mandada por el gobierno del señor Derqui, y el gobernador de Buenos Aires señor Mitre, los dos conjuntamente. El motivo aparente era la muerte del coronel Virasoro; ya he indicado lo que hubo en este asunto. Pero dejemos esta cuestión a un lado.
Hablando después con el general Mitre y preguntándole sus motivos que también tengo en una carta, me dio los más justificados y fundados. Les llegó desde Córdoba un chasque, recuerdo el nombre de un señor Punes, anuncián¬dole que el Chacho se movía en ese momento sobre San Juan por la muerte de Virasoro, e iba allí a hacer lo que era de su costumbre: robar. Entonces el gobierno de la Confederación resolvió la intervención; pero, estando en ese momento en tratos con el gobierno de Buenos Aires y estando ya para reunirse la Confederación en la mejor inteligencia del mundo, hallándose juntos el general Urquiza, el doctor Derqui y el gobernador de Buenos Aires, en Entre Ríos, mandaron una nota colectiva de desaprobación a Virasoro. Muerto Virasoro, fue preciso que combinasen entre los tres la intervención, y se convino que se nombraría a don Juan Sáa, que era nuestro amigo de partido, y podía considerarse una garantía de que no habría violencias. El gobernador de Buenos Aires dio su propio secretario, señor Lafuente. El ejército debía mandarlo el coronel Con esa y ser jefe del estado mayor el coronel Paunero.
Con estas prescripciones era posible confiar que se haría justicia y que no iban a ejercer venganza.
Esta era la historia de aquella intervención. Fueron a Mendoza, y en Mendoza se juntó Sáa con un señor Nazar, obstinado federal de los del fraile Aldao y Rosas, etcétera, y logró extraviar a Sáa, rechazando la misión que traían los otros. El error estaba en que el general Paunero y el general Conesa no tuvieron el coraje de resistir a las presiones civiles, como tenían valor para afrontar a la metralla. Cedieron y abandonaron su puesto.
Debo hacer justicia al secretario, que tuvo más entereza que los militares.
En fin; me parece que estoy seguro que el señor Lafuente, indignado con todas estas cosas, escribía al doctor Aberastain, aconsejándole resistir. Es quizá impropio que diga que yo le escribí diciéndole lo contrario. Debe constarle al señor Lafuente.
Refiero estos hechos para mostrar cómo son las intervenciones y porque quizá otro día, cuando se miren las cosas de afuera, desde otro punto de vista, sobre todo tratándose de las cosas presentes; harán justicia al cúmulo de dificultades que rodean a los gobiernos honrados y de propósitos sanos, sobre todo, que son los que están expuestos a mayores ataques.
Con este antecedente voy a responder a un cargo del señor senador, a quien contesto, que quedará también explicado de la misma manera. Me refiero a lo que ha dicho sobre la aserción de un ministro de gobierno en la Comisión de Negocios Constitucionales de la Cámara de Diputados, ha dicho «que el presidente no intervendría sino en favor de sus amigos políticos».
Le he objetado desde el principio al señor senador, mi concolega, inexactitud en las palabras técnicas, sin lo cual no nos podemos entender. He tenido también la ocasión de observar que se crean concomitancias cronológicas que no existen para inventar responsabilidad o se omiten hechos que son completamente necesarios, por ejemplo, el cargo que se me ha hecho por los fusilados por orden del coronel Rivas, atribuyéndome a mí no obstante la declaración.
Pero sobre lo relativo a la intervención de Corrientes, el señor senador, a quien contesto, ha omitido que sabía mi propio parecer.
En conversaciones confidenciales, que el ministro me contó que decía haber asegurado el ministro en la Comisión de que él formaba parte, creo que es textual lo que recuerdo haberle dicho, a saber: que el ministro era muy lacónico para hablar, y que prestaría poca atención tal vez.
Pero que creía fuese una mala traducción de palabras que me habría oído a mí.
Antes de ocurrir la intervención ni cosa ninguna, dos o tres meses antes, un coronel Insaurralde, de Corrientes, mandó una comisión compuesta de dos individuos para que me entregasen una carta del gobernador de Corrientes, señor Baibiene, dirigida al mismo Insaurralde, en que le decía: «eran de dos partidos distintos» estando cerca de las elecciones, que necesitaban fuesen de acuerdo todos los correntinos «para crear un gobierno fuerte que resistiese al Congreso nacional que intentase usurparles las tierras de Misiones».
Este era el gobierno que se iba a fundar, por medio de las elecciones que dirigía el gobernador.
Al señor senador hoy le dije que estaba reuniendo las piezas de un proceso para cuando llegase la ocasión de hablar, pedirle al Congreso declarase que debía apoyar a gobernadores creados para resistir a las leyes del Congreso y esperar a que le hayan ejecutado su propósito, sin suspenderles los beneficios de la asociación con ese Congreso, porque son recíprocas las obligaciones, según el artículo 5° y 6° de la Constitución.
Después de esos hechos, el señor senador por Corrientes, mi amigo entonces, vino a visitarme una vez a la Casa de Gobierno, y me dijo traer encargo de dar explicaciones sobre una proclama que había dado a la guardia nacional el gobierno de Baibiene.
El señor Baibiene me decía en su justificación: «se ha visto obligado a decir algunas cosa» a que se vio forzado, porque le atribuían haberse quedado con los ajustes de la tropa.» Yo tenía antes de eso tres ejemplares de la proclama en mi poder desde que se publicaron hasta la fecha en que el señor senador me habló.
Después del combate de Ñaembé, vencido el enemigo, quedaron seis piezas de artillería y cuatrocientos o quinientos fusiles, y como seis o siete mil caballos. Hubo pocos prisioneros porque la caballería se fue y no pudo ser alcanzada.
Entonces reunió el señor Baibiene, a quien hice coronel, a todos los oficiales y les dijo: «Estos cañones son la propiedad de Corrientes y debemos resistir al gobierno nacional si nos los quiere quitar. Estos cañones son tomados con nuestra sangre.»
El gobierno tenía partes oficiales de estas escenas, y los guardó callada la boca, porque me parece que le dije al senador Torrent; ¿pero de qué excusa el señor Baibiene, si el gobierno no sabe nada, ni se ocupa de él? Entonces el señor senador replicó algunas cosas en favor del señor Baibiene, diciéndome que le habían forzado a ese extremo por tales causas para él legítimas; entonces le contesté que no era necesario para defenderse faltar a la verdad.
La proclama decía, aunque no tengo presente las palabras: «Correntinos: nosotros hemos salvado nuestra provincia sin auxilio del gobierno nacional, con vuestra sangre y vuestros esfuerzos, desnudos, desarmados», en fin, una retahila conocida que da la idea cómo estaban los ejércitos en la última miseria, en el ultimo caso de desesperación.
La verdad, señor presidente, ahorrando detalles que no son del caso, es que yo le había dicho antes al coronel Baibiene que no tu viese cuidado ¬porque me molestaban por tropas todas las provincias - si el enemigo se dirige a Corrientes, me ha de tener a su lado; y un día, en un solo día, le mandé sesenta u ochenta mil duros y uniformes para tres mil hombres. Al gobernador de Santa Fe, actual ministro, señor Iriondo y al genere Conesa, que estaba allí, les decía por un tele grama que recogiesen todas las armas y mándenlas a Corrientes, mandando al mismo tiempo un buque con seis piezas de artillería, el yo de línea y luego el batallón brigada.
Este era el gobierno nacional que no había hecho nada por Corrientes. Pero los partidos, o no sé qué intereses, hicieron de Baibiene un héroe, un gran orador y no sé qué otras cosas más. Sin embargo, la historia, que es poco más o menos, la que acabo de hacer, ha de decir un día que fue lo que hizo Baibiene en aquella batalla: ver pasar por delante de sus ojos todo lo que pasó en la batalla de Ñaembé.
Después, cuando llegaron los rémingtons estaba el yo de línea aquí. El coronel Roca, a quien los partidos decían que yo favorecía, había venido a Buenos Aires, y no había ido a saludar a su presidente por ciertas razones que le hicieron pedir su baja más tarde. No se la concedí. Lo mandé citar a casa a cierta hora, y nos dirigimos al parque.
Formó allí el yo de línea, y le dirigió modestamente cuatro palabras, diciendo que le tenía mucho cariño a ese cuerpo porque había realizado un plan mío sin que tuviera parte en eso ningún general.
Entonces el coronel Roca dio las gracias y explicó a los soldados lo que eran los rémingtons que se les distribuían, terminado lo cual agregó: que el presidente les hacía aquel insigne favor en recompensa de un trote de quince cuadras de ese batallón en Ñaembé, que habían salvado a la República de un gran peligro. Esta fue la batalla de Ñaembé, en la cual el batallón Gaya, mandado poco antes también, y el yo de línea, después de una marcha for¬zada, cayeron sobre el enemigo derrotándolo completamente. Tanto fue así, que el sobrino del señor Baibiene, que vino con el parte, me decía: «Yo he estado allí y le he visto lo blanco de los ojos a López Jordán, que no se resolvía a creer que se lo había llevado el diablo.»
Traigo a colación estos antecedentes para que se vea todo lo que ha precedido a la solicitada intervención. Y permítaseme agregar un pequeño detalle más que contribuye al esclarecimiento de esta cuestión.
Yo tenía mucho deseo de honrar al señor Baibiene, le había tomado afición. Cuando iba a tener lugar la exposición en Córdoba, le invité para que fuese conmigo. Fuimos a Córdoba, estuvimos allí largo tiempo y todas las noches hablábamos de todo, menos del asunto de la proclama y otras casillas. Al día siguiente de salir habló con uno de los ministros y le dijo que había esperado que yo le hablase, cosa que no acostumbro; el presidente no da ex¬plicaciones a nadie, se las piden. Me he anticipado a abrirle el camino; todos los días ha estado conmigo, ¿por qué no me ha hablado el?
Bien, señor presidente; vino el día de hacerse una cosa que parecían elecciones en Corrientes para nombrar gobernador. Nombra gobernador substituto Baibiene al señor Justo y el ex gobernador quedó comandante general de armas.
Quiso salir a campaña. Sin duda que se preveía un movimiento revolucionario; pero yo estaba muy lejos de saber esas cosas. No había telégrafo aún. En fin, queriendo sacar aquellas piezas de artillería, las gentes de Corrientes lo estorbaron, vínose a Gaya, y Baibiene, y no el gobernador nuevo, pidió intervención.
El gobierno nacional no procedió a intervenir, en cuanto al hecho inmediato, hasta que
la cosa tomase alguna forma; mandó un encargado del gobierno para ver de qué se trataba y, desgraciadamente, llegó un día antes o después que agarrasen al valiente comandante general y prisionero con todo su ejército los adversarios, desarmándolo y enviándolos a sus casas sin hacerles daño, y ah í concluyó todo. Esta conducta no era aislada allí; preséntanse las mismas circunstancias en Santiago del Estero, poco después.
Llega el caso del señor Montes y pide intervención al gobierno; iba a reunirse el Congreso dentro de un mes; pudo el gobierno haberla acordado.
Había las exterioridades necesarias que constituían, como se dice en derecho criminal, «la semiplena prueba» y bastaba para obrar, y sin embargo, el gobierno nacional no quiso hacerlo. Primero, porque los Taboada eran en¬carnizados enemigos personales de la política del gobierno nacional. Consta eso perfectamente. Segundo, porque no le inspiraba gran confianza el señor Montes, por sus antecedentes; y tercero y más grave, porque aún menos con¬fianza le inspiraban todavía los que debían sucederle.
Esperó el gobierno que el Congreso se reuniese, presentó el asunto a su resolución y el mismo señor senador por San Juan a quien contesto, siendo miembro informante de la Comisión a que se llevó este asunto, dijo que creía conveniente que no se interviniese; es decir, que era de la misma opinión del presidente, que no se interviniese, declarando - me parece -, si acierto con la palabra, anómala la situación de Santiago que indicaba que no estaba la provincia en «condiciones regulares».
Hay, pues, dos hechos que son similares y que se explican uno al otro. Mientras tanto, tengo anotaciones de hechos anteriores al que he citado, para mostrar que el gobierno, siempre que se vio en estas dificultades, procedió con la prudencia que aconseja la previsión y la experiencia.
En el mes de Marzo del 65 dio muerte la fuerza pública en las calles de Córdoba, a las 12 del día, al señor Posse. Con este motivo, el gobierno nacional mandó un interventor a fin de esclarecer este hecho: era el ministro del interior el interventor, hoy senador por San Juan, y el resultado que tuvo fue no hacer nada por razones que se daban entonces, de amenazas de movi¬mientos del Paraguay, o cosas así. Pero, en fin, por cualquier razón de prudencia no se lleva a cabo la intervención y se dejaron las cosas como estaban.
Pero otro caso hay todavía más marcado. En Octubre de 1867 el general Arredondo, estando reunida la Legislatura de Córdoba, se presentó en el recinto de sus sesiones con una renuncia que le había arrancado con violencia al gobernador Luque, exigiendo de aquella Legislatura que aceptase la renuncia, a lo que se negó, sin embargo de que el general lo había constituido ya en prisión, habiendo cerrado las puertas del salón y tomado Arredondo el asiento del presidente, y puesto sobre la mesa, dicen, su chicote. La Legislatura no tomó nunca en consideración dicha renuncia, pero Luque quedó, sin embargo, destituido. Entonces, sí, hubieron razones para intervenir; pero el gobierno no hizo mucho hincapié sobre el asunto y ni Arredondo fue castigado ni Luque repuesto. El señor senador por San Juan era miembro del gobierno nacional entonces. Pregunto a los que han ejercido el gobierno y se han visto en presencia de necesidades apremiantes, ante el texto literal de la Constitución y ejemplos de esta clase, ¿qué han hecho?, ¿qué harían? El artículo 5° es terminante; la forma representativa ha de ser salvada, está garantizada, y en aquel caso no fue garantizada desde que una sola palabra bastaba para echarla abajo por medio de un general.
Todos esos hechos ocurridos en Córdoba con su Legislatura, prueban que no está todavía en nuestras costumbres arraigado el respeto que se debe a las asambleas, y han sido, además, un precedente funesto, funestísimo, para lo ocurrido en San Juan. En San Juan se repitió el mismo caso. El gobernador echó la Legislatura a la cárcel, con motivo o sin motivo. Pero es de la esencia del sistema representativo que jamás, en ningún caso, el Poder Ejecutivo pueda hacer prender a la Legislatura. Pero el señor senador por San Juan trabajó entonces por que quedase impune el atentado, deseando que el gobierno nacional no interviniese.
Una palabra más y terminaré lo que a intervenciones se refiere.
La intervención, señor presidente, es un acto de violencia, de fuerza, cuando el Congreso da una ley para intervenir y dice lisa y llanamente esto: se pone tanta fuerza a disposición del Poder Ejecutivo, tantas provincias pueden movilizar la guardia nacional, se entiende que puede mover también la artillería, y no necesita que el Congreso señale la cantidad de artillería que puede llevarse, ni la tropa de línea, porque es un punto decidido de antemano: no ha de ir con milicias sólo cuando tiene buenos soldados.
Esta circunstancia hace que no se pueda reglamentar el uso de la fuerza - porque el Congreso no puede reglamentar el uso de la fuerza - y es esta la simple cuestión que hace muy difícil, muy arbitrario, el resultado de las in¬tervenciones. Nosotros, para dulcificar sus efectos, para obtener la mayor garantía posible de acierto, hemos dado en nombrar a ciudadanos, a un ministro, a una persona que vaya a ver qué es lo que hay de verdad o de conveniencia pública en el caso intervenido. No es esa, sin embargo, la intervención; la intervención, como nace del espíritu de la ley, tiene un objeto práctico, que es restablecer la tranquilidad; no tiene mejor razón que alegar el encargado de la fuerza que unos hermosos bigotes y la buena espada de coronela general que ha de mandar la tropa; porque se comprende bien que no se ha de poner al frente de una intervención, sino por circunstancias muy extraordinarias, a un paisano para disponer de la tropa. Un general va a un pueblo y dice: caballeros, esténse en orden.
Un general no ha estudiado la Constitución, no va a razonar con nadie; si no le parece bien lo que ordena y si resisten, éste los manda a la cárcel, o a un presidio, o al Poder Ejecutivo, a alguna parte, porque él no va a razonar, sino que cumple órdenes, pues no se mueven guardia nacional, tropas y cañones para ir a charlar, disputar y conciliar.
Ahora voy a entrar a otra serie de consideraciones muy distintas y que abrazan todo el discurso del señor senador.
Sr. Presidente. - Invito a la Cámara a pasar a un cuarto intermedio.
Sr. Sarmiento. - Es muy poco lo que me queda que decir; pero bien.
-Así se hizo.
-Vueltos los señores senadores a sus asientos, continúa la sesión.

[…]
Sr. Presidente. - Puede hacer uso de la palabra el señor senador.
Sr. Sarmiento. - Quédame, señor presidente, la parte que yo diría constitucional de este debate.
Hay un gran número de aserciones del señor senador a quien tengo el honor de contestar, que conculcan todos los principios en que está fundado el sistema republicano.
Ha citado el señor senador la cuestión de San Juan diciendo que «el Senado votó en esa ocasión en favor de la doctrina del Poder Ejecutivo, por una mayoría que tal vez la historia dirá cómo se formó».
Esta aserción se compone de dos partes, a cual de las dos más viciosa.
Confesión de parte: que el Senado aceptó y autorizó la doctrina del Poder Ejecutivo.
Señor: cuando una política tiene el asentimiento del Congreso o del Senado; cuando se hace moción en el Senado para atacar esa política, y esa moción es vencida por la mayoría del Senado, esa es la ley para los debates futuros.
Sí, señor, porque ha dejado de ser esa política la política del Poder Ejecutivo, y se ha convertido en la política del Senado o del Congreso, según sea el caso, es decir, del gobierno de la Nación. Si no fuere así, no habría sistema representativo posible ni leyes vigentes.
Eso es lo que se llama «precedentes».
¿Qué es lo que piensa la Legislatura o el Congreso en tal materia? No hay más que ver los antecedentes y resoluciones que ha tomado.
No puede, pues, un senador en tiempos posteriores venir a tachar los precedentes y decir: rechazo la doctrina aceptada por mi propio ramo de la Legislatura, como una cosa cualquiera. No, esa doctrina le obliga; y no ha de fundarse en la doctrina vencida, llevándose por delante las decisiones del Senado.
No ha habido cuestión más luminosa en el Congreso argentino, que esa cuestión de San Juan; se agotó todo lo que había de decir en la materia.
Por moción del Senado se mandó publicaren un libro esas sesiones, libro que ha corrido Europa, todos los Estados americanos, y sobre el cual hombres eminentísimos han dicho que es uno de los más grandes y bellos; debates que haya habido en un Congreso: llegando el ministro norteamericano a decir, en presencia del cuerpo diplomático, que creía que por entonces no había en el Congreso de Estados Unidos hombres más capaces para tratar estas cuestiones.
No se puede volver sobre el resultado de ese debate, y como son 30 o 40 los actos de ese género que ha citado el señor senador, y todos ellos son regidos por el mismo principio, no quiero entrar a examinarlos: todos tienen el vicio capital que van contra las decisiones del Congreso. Son aserciones del señor senador que en otros parlamentos serían reprobadas, porque destruyen
la ley, y no es permitido hablar sin respeto de la ley, sino con un proyecto presentado para derogarla, y entonces el encargado de hacerlo demuestra sus defectos: pero está mandado y aconsejado que siempre ha de hablar con el mayor respeto de la ley del Congreso que la produjo.
Este se aplica a 20 o 30 cargos que se han hecho lo mismo que a la cuestión de Corrientes. Las ideas que se manifestaron en contra de la conducta del gobierno nacional sostenida en la Cámara de Diputados por el mismo señor senador; y, cualesquiera que hayan sido los motivos que se atribuyan a la mayoría de aquella Cámara - que creo fue de dos terceras partes - esa mayoría condenó la doctrina de los que habían sostenido lo contrario de lo que sostenía el Poder Ejecutivo, incluso el señor senador a quien contesto y que pretende haber sido él, el Congreso.
¿Qué hay que hacer contra tal decisión de su propia Cámara?
Eso es ley: y no se puede decir: fue por «picardía», fue por influencias. ¡Oh, eso no! El gobierno está descargado de todo cargo; desde que, por un incidente cualquiera, ya sea rechazando lo que la minoría pretende, ya estatuyendo por una ley posterior lo que debe servir de guía, el Congreso ha decidido en favor del gobierno.
Cuando la sesión del Senado, por ejemplo, sobre la cuestión de San Juan, la mayoría, o alguno de los miembros de la mayoría propusieron que se aprobase la conducta del gobierno, un señor senador se opuso diciendo que era darse el derecho de desaprobar ciertos actos; propuso y fue sancionado pasar a la orden del día pura y simplemente, según la práctica de todos los parlamentos.
No es permitido declarar que la minoría tuvo razón, porque el señor senador no es juez de Congresos, y puesto que el Congreso erró, deje el error subsistente hasta que se presente el medio de corregir ese error, o que cambien las opiniones y se tome una resolución contraria.
Así es que esa política llamada despótica, absurda o lo que se quiera, del presidente, tuvo el apoyo de las Cámaras, que nunca le faltó en esas grandes cuestiones, hasta rechazar esas ideas de las minorías, que hoy se pretende llamar el Congreso. No, señor, no es el Congreso: el Congreso es todo lo contrario, es la mayoría. Pero aún hay algo más monstruoso en aquel «y tal vez la historia dirá cómo se formó esa mayoría.»
Me parece que son aserciones excesivas que muestran que este debate viene de errores semejantes, al creer que es posible decir tales cosas.
¿Cómo sé forman las mayorías?
Suelen formarse por un error dominante en una sociedad. ¿ Y qué remedio tienen? Yo había tenido el honor de expresarme antes, en prevención de todo esto.
Para saber cuál es la verdad, cuál es la voluntad de una nación, no hay medios prácticos, medios sensibles que no estén sujetos a controversia, y se ha buscado un signo material, absolutamente independiente de toda razón: en¬tre quince, la mitad más uno es la razón.
¿Por qué? Porque es un medio de poner fin a los disentimientos humanos, que no tendrían término si no se buscase un medio tangible de dirimirlos. ¿Qué dirá la historia con respecto a la manera cómo se formó esa mayoría?
Yo conozco, señor, cómo se formó. Muy sencillamente, por una práctica, subsistente en nuestros parlamentos, y que me haría entrar en muy largos detalles para mostrar cómo se procedió en el caso en cuestión.
Antes de presentarse un proyecto, se buscan adherentes, y esa vez se vaciló largo tiempo en presentarlo, porque no se reclutaban suficientes. El ex general Mitre, que suscitaba esa cuestión, vaciló muchos días; escribió en la prensa mostrando que una y otra parte, es decir, el gobierno nacional y el gobierno provincial iban, dolorosamente equivocados en el asunto aquél; pero se logró comprometer quince senadores que apoyasen aquel mal asunto antes del debate, dada la manera de presentar la cuestión de los que lo promovían, y como lo conciben los que miran un lado de la cuestión.
Tenía, pues, una mayoría de 15, contra 10 que no entraban en el complot. Principió el debate, y entre los que estaban de antemano apalabrados, hubo uno o dos que, no teniendo propósito deliberado, e ilustrados por el debate, encontraron que no era una cosa tan averiguada que el gobierno nacional hubiese errado, como que quedó sancionado por la votación.
Esto es todo lo que hubo, lo digo así, porque consta del debate mismo, pues se dijo, en la cuarta o quinta sesión, por los interesados en que el gobierno fuese desaprobado, que estaba perdida la cuestión a causa de faltarles dos votos de los enganchados antes del debate.
Esto consta en los diarios, y no recuerdo en dónde más.
Entonces, no hay tal misterio ni cosa que la historia tenga que juzgar, y, aunque tuviese la historia que juzgar, este es el sistema representativo, y no hay más sistema representativo en la tierra que el que se verifica numéricamente por el voto de una mayoría.
Se cuentan materialmente los votos, y aunque la mayoría no sea más que por el voto de una persona, esa es la ley.
Véase, pues, señor presidente, a los abusos a que puede llevarnos un sistema retrospectivo de venir a reconstituir una política anterior, una política que acabó por ser la política del Congreso, pues le dio su asentimiento.
Declarado y confesado aquí que la política del país fue la del gobierno, no quiere decir que sea buena; pero era la política legal, la política sancionada, y cuando se invoca el Congreso contra el Poder Ejecutivo en estos debates, se hace torcidamente, porque no son el Congreso las minorías que fueron vencidas en el debate, sin que eso pruebe que no es cierto que la tendencia del gobierno fuese esta o aquella, porque eso no es materia de debate, después de aprobada su conducta.
En otra parte, y creo que es con motivo de un proyecto de ley de reglamento de intervenciones, se repite esta otra frase: «oportunidad perdida por accidentes de votación.» Perdida, ¿para quién? Para los que querían otra cosa de la que triunfó; pero eso no es el Congreso ni el país, ni nada legal. ¿Cómo un partido político, cualquiera que sea, ha de dar lo que él piensa como norma de lo que debe de ser? No, se perdió la oportunidad; ¿por qué se perdió el proyecto en minoría?
Porque una mayoría más o menos considerable de la Cámara - no se necesita más que uno sobre la mitad - y otra mayoría del Senado en las mismas circunstancias, apoyaron el proyecto de ley de intervención, yeso fue a la tercera tramitación de toda ley, que es la aprobación del Poder Ejecutivo.
Ningún proyecto sancionado en las Cámaras es ley sin la aprobación del presidente, que la ha de dar o pedir la reconsideración, y entonces, en representación de la conveniencia pública, en atención a la inoportunidad, nombre del pensamiento popular, porque el veto está considerado, como su misma palabra lo dice - aunque entre nosotros no es veto, sino simple reconsideración, que es el poder que usaban los tribunos en Roma para detener la legislación del Senado en nombre del interés del pueblo - y el presidente es el único representante directo del pueblo, pues las Cámaras y el Congreso lo son con él colectivamente.
Un diputado de San Juan no ha de decir que él representa a la República Argentina, no: representa veinte mil habitantes, y sólo todos juntos diputados y senadores representan la Nación.
Pero hay un solo funcionario en la República que es nombrado por los dos millones de habitantes, y ese representa el sentimiento público dominante en ese momento; y no se diga que es excesiva la palabra, hace ley por seis años, porque se concibe que el pueblo se ha representado en un hombre que él conocía por sus malas y buenas prendas, y ese hombre va a representar las ideas que dominaron en los ánimos en ese momento. Puede ser que esa idea sea la de un gobierno fuerte, sí, señor: puede ser esa la voluntad del pueblo, y muchas veces la tiranía en el mundo se ha creado por los conflictos que trae la anarquía.
Cuando se ha dicho que don Juan Manuel Rosas se elevó en Buenos Aires simplemente por la violencia, no se ha dicho la verdad. No es cierto. La anarquía venía ya minando este país, hacía cinco o seis años, los intereses comprometidos, y la tranquilidad era reclamada por la industria paralizada. El comercio pedía un gobierno fuerte; y le dieron poderes excesivos a Rosas, yen eso se equivocaron, pues jamás se ha conseguido por ese medio fundar gobiernos, que no tengan los pueblos que pagarlos bien caros, como los dos imperios de Francia, como este gobierno de Rosas y como otros muchos que podría citar. Pero el presidente viene realmente representando el pensamiento público, y tiene derecho a sostenerlo. La minoría hará su oposición; pero no podrá darse por regla el pensamiento de una minoría que ha sido vencida.
El Congreso ha estado con el presidente en todas las cuestiones, es decir, ha decidido que su política era la del Congreso. La prueba está en las declaraciones mismas del señor senador. No creo que yo deba detenerme a responder a todos los cargos de inconstitucionalidad, cuando esos actos inconstitucionales han sido aceptados por el Congreso.
La Oficina de Patentes se ha modificado, se ha ampliado la ley que la creó, haciéndola más útil, sin destruir el objeto de la ley. La Oficina de Patentes sigue allí mismo hasta ahora, y no sé los cambios que puede experimentar en adelante. Pero es que se dice que el decreto que la modificó era inconstitucional. Había, sin embargo, sido creada por un simple decreto del mismo señor senador cuando él era ministro, que hizo lo mismo que repitió el segundo gobierno, haciendo otro decreto por el mismo derecho.
En esas discusiones de aquellos tiempos hubo declaraciones expresas y formales de este género y se citaron por lo menos doce casos análogos de la administración anterior, a que pertenecía el señor senador, puesto que allí estaban los ministros, y decían: «nosotros convenimos en que hemos errado». Pero no, señor; no habían errado, porque la opinión del que tal dice dejando de ser ministro, no está autorizada, mientras que cuando obra como parte del gobierno, hace autoridad, y el acto en que la consigna constituye precedente para los gobiernos venideros: así se crea el Poder Ejecutivo.
El Congreso puede preguntar alguna vez al presidente: ¿En virtud de qué precedentes ha hecho tal cosa?
Así sucedió; en Estados Unidos, cuando el Ejecutivo dio una amnistía general.
El Congreso preguntó al presidente en virtud de qué ley lo hacía y fundándose en qué precedentes. Y el presidente contestó que en virtud de su facultad de perdonar, y en virtud de estos precedentes, Jefferson decretó la amnistía o el perdón en materia política; Maddison en tal fecha y qué sé yo quién más; Lincoln, tal fecha; y el presidente mismo, en tal fecha; y con eso satisfizo, porque los precedentes obligan y autorizan nuevos actos del mismo género.
Todos los actos administrativos son precedentes para obrar, y esa es la práctica que siguen las administraciones hasta el día de hoy. ¿Qué se resolverá en este caso?
El presidente no sabe, y entonces, por medio de ciertos funcionarios o antecedentes, se le hace saber que en tal tiempo se resolvió tal cosa de cierto modo. Esto es, señor, lo que hacen los ministros, porque un gobierno es ley para el otro subsiguiente, salvo que quiera corregir la práctica por razones nuevas dando los fundamentos por qué se separa de la práctica. No debo insistir más en este punto: basta con fijar perfectamente la doctrina. No se pue¬de alegar contra lo que está estatuido y resuelto, ni se llame Congreso, ni se diga que el Congreso pretende, ni que la lucha del presidente era con el Congreso, sino en cuanto puedan mostrarse las leyes que el Congreso dio; y si el Congreso dictó una ley, aunque después el presidente la haya hecho reconsiderar, y si hubiese dos tercios de votos contra sus observaciones, para el presidente no hay agravio, aunque el presidente puede muy bien tener razón contra los dos tercios de votos de la Cámara, es decir, en su fuero interno, el presidente no puede quejarse tampoco: la decisión de las dos terceras partes es la ley y está obligado a aceptar esa decisión, salvo que un año después presente un proyecto para reformar esa ley, y para eso es precisamente que se cambia cada dos años la mitad del Cuerpo legislativo, a fin de que una nueva masa de opiniones venga a expresarse en contra de la opinión, que antes había tenido el Congreso. Yo indicaba esto, señor presidente, y deseaba hacerlo notar bien claramente: hay necesidad de reglamentar una bagatela, que es como un tornillito que le falta a la máquina y que está produciendo los estragos más grandes, y esto es la falta de numeración de los Congresos.
Nuestro Congreso hoy día es un Congreso continuo, permanente, por accidentes que todos han olvidado.
Las legislaturas del señor Rosas en Buenos Aires venían numeradas, y se decía: la duodécima, vigésima, etcétera. El Congreso de la Confederación venía numerado también; entonces, pues, se conocían los Congresos y no el Congreso; pero se creó la segunda Legislatura de Buenos Aires después de la caída de Rosas, y la Legislatura nueva tuvo a menos continuar la numeración y llamarse vigésima-quinta, después de las que la habían precedido: éste es el hecho. Vino el Congreso de la Confederación y ha sucedido lo mismo en el calor de los partidos y de las resistencias; tampoco quisieron seguir la numeración. ¿Qué resulta de aquí? Un mal muy grande.
Un señor senador hoy se cree obligado por esta idea del Congreso de antes o resentido contra él, o, en fin, por opiniones distintas, que pueda tener realmente, pero que no condena los actos de un Congreso a que no per¬teneció. Aquí se nota la falta de numeración de los congresos.
Si existiera ésta, se diría: el Congreso tal decidió tal cosa; el Congreso veinte, o el vigésimo, que es cosa muy distinta del Congreso vigésimo cuarto.
Otra de las frases que se escapó en el calor del debate, y por lo que me he referido a la Legislatura de Rosas, es una que creo no ha sido bien meditada, cuando menos: «Rosas no ora más que un gobierno fuerte.»
Me parece que sería perder tiempo refutar este desliz y protestar contra esta aserción.
No es cierto. El gobierno de Rosas es una excepción de la historia humana: que es malo llamarle gobierno, porque no es el gobierno de estas sociedades modernas y civilizadas.
Pero yo quiero aprovechar, para robustecer las ideas de mi speech, sobre los gobiernos en que el Poder Ejecutivo tenga su lugar alto y elevado.
Estas son las ideas de la única república próspera y tranquila que tenemos, que es la de Estados Unidos. El gobierno es muy fuerte: el Poder Ejecutivo, y no se haga el pueblo ilusiones a ese respecto, pues allí el gobierno está apoyado por el pueblo en esas ideas de respeto a la autoridad.
El americano del Sur de todas las secciones que va a Estados Unidos, se escandaliza el primer día que ve lo que es aquel gobierno. En muchas ocasiones he podido hablar con hombres muy eminentes que habían llegado de Chile, de Venezuela y de otras partes, y me decían: ¿esta es la libertad de Estados Unidos?
Sí, pues; esta es la única libertad que conoce el mundo, porque no hay otra.
No; la idea de la revolución no ha entrado en cabeza norteamericana, nunca,
Una vez se suscitó un gran disentimiento. Unos decían que el Congreso estaba fuera de la Constitución; otros decían que el presidente había violado la Constitución, y la cosa iba-siendo tan grave que hasta se hablaba de enganchar gente, y todos los diarios, de mancomún, decidieron la cuestión, diciendo que el pueblo no tiene que meterse a decidir cuestiones semejantes.
Si era el presidente - decían - el que ha faltado, allá se las habrá con el Congreso (esto era antes de la acusación, porque eso trajo más tarde la acusación), y si el Congreso es el delincuente, el pueblo elegiría otros diputados ahora o dentro de tres años, que corregirán el mal.
Se citaba el hecho de que en Inglaterra y en uno de los Estados Unidos se ha tachado a los diez o quince años un acta de un Congreso anterior que contenía una resolución inicua e inconstitucional, y por una resolución de un posterior Congreso se decidió borrar aquella acta y quedó rayada ¡Dará castigar al Congreso refractario.
¿Cómo aceptar, pues, las ideas que he desenvuelto en mi discurso personal, sin estar apoyadas en autoridad responsable?
Por eso mismo he querido apoyarme en los más ilustres de los republicanos modernos: el señor Laboulaye y el gobernador Andrew. Ellos opinan que el gobierno debe ser poderoso y fuerte, y se dice que de ahí se infiere que yo quiera gobiernos tiránicos o arbitrarios.
En el límite del gobierno constitucional, quiero que el gobierno sea fuerte. Y véase por esta proposición cómo se extravía en el debate la opinión hasta de los señores que tienen un juicio tranquilo: «una proclama levantaría la dignidad del Congreso muy alta, y el pueblo escucharía la palabra «soberana». Yo he leído muchas veces, y veo que es cierto que se ha dicho esto; pero estamos sin duela en otros tiempos, y yo no sé que haya ocurrido jamás, a no ser en la Convención francesa, que el Congreso haya dirigido una proclama al pueblo, porque, ¿ qué tiene que ver el Congreso con el pueblo? El Congreso legisla, da leyes, y no otra cosa. Esas son las proclamas del Congreso: dar la ley al Poder Ejecutivo para que la objete si no está conforme con ella, o la ejecute; en fin, no hay que hablar de estas manifestaciones que se salen del sistema representativo, y me gusta que se muestren estos desvíos para que se vea por qué no están con las ideas prácticas y las libertades modernas.
Ha alegado el señor senador a quien contesto, como uno de los inconvenientes para la adopción del sistema republicano, la preocupación que dice hay respecto de la raza latina. El señor senador ha hecho un estudio a ese respecto que yo desearía conocer alguna vez para instruirme; pero creo que eso no conduce a nada respecto de la cuestión política. Por otra parte, el sistema representativo no es propiedad exclusiva hoy de Inglaterra ni es la propiedad común, el sistema único de gobierno de todo el mundo civilizado. Inglaterra conservó felizmente sus bases, que arrancan del feudalismo. España las perdió como vino de la edad media con los mismos orígenes que tenía; en Inglaterra y hoy España ha querido revindicar el despojo que de sus cortes hace cuatro siglos hizo Carlos V, y que fue continuado por los otros soberanos que le sucedieron.
Francia tenía en su sistema de gobierno una parte del sistema adoptado por las otras naciones: los estados, el enregistramiento de las leyes del soberano.
Hoy día casi todas las naciones están representadas en materia de gobierno, simplemente en un presidente o en un rey, con una Cámara de Diputados y otra de Senadores. La nación que no ha querido tener senadores, ha pasado como. Francia por cincuenta años de desastres hasta que ha adoptado ese freno para la democracia, a fin de que la opinión pública no fíe precipite y haga dictar leyes como las de Atenas, que vino a morir después de dos siglos de esplendor, víctima de sus propios arre-batos; porque no había quién contuviese la opinión pública del momento, ni los efectos de la elocuencia de un Demóstenes o un Pericles, y de aquellos grandes oradores que pueden arrebatar las asambleas y arrojar los pueblos al precipicio. Tal era el entusiasmo que producían estos grandes hombres.
No es, pues, a consecuencia de las razas, que hay o no gobiernos libres. La anarquía nos viene de causas muy distintas, que se pueden encontrar haciendo un estudio práctico de la historia moderna.
¿No estamos viendo a cada momento las escenas que pasan en la barra, teniendo el sistema representativo y lo que pasa entre algunos de los representantes de la opinión? Un día llegará en que comprenda el pueblo argentino que no puede contrariar, que no puede vituperar, que no puede silbar las opiniones que no le gusten. Esto es lo que nos falta y que vamos adquiriendo poco a poco. Las revoluciones tienen su origen en que no comprendemos nuestras propias instituciones.
Nuestros antecedentes son España, y ya ven los señores senadores cómo se ve la infeliz nación de nuestros padres, en qué desastres está, envuelta, por las mismas causas. Yo me explico esto en que las buenas doctrinas no han pasado, como decía mi amigo Andrew, a ser sangre y huesos de los pueblos de nuestra estirpe. Darwin creyó lo mismo, que las ideas al fin pasan a ser en los pueblos su sangre y sus huesos por herencia.
Así es que diré para concluir, que no hay sentido práctico ni republicano en tales ideas, porque ni Napoleón III ha sido el patrono de esa idea, diferencia de razas que empezó a introducirse en las creencias internacionalmente, para hacer creer que la raza latina que se extendía por todo su imperio era incapaz para, toda la república.
Quería mostrar la ineptitud de la raza latina para el gobierno republicano sin emperador, sin persona. La prueba está en que así lo declaró cuando invadió a Méjico, para contener los progresos que hacía la raza sajona, oponiéndole un imperio en nuestra raza. No se puede, pues, citar esas doctrinas en este debate.
Lo mismo sucede con todo lo que se refiere a la inmigración, que no tiene que ver con este asunto, y que nos ha ocupado tan largo tiempo. También ese punto ha sido materia de un estudio profundo por parte del señor senador pero yo lo he ido aprender a la Argelia y a los Estados Unidos del Oeste, en Wisconsin, para conocer prácticamente cómo se ubica la inmigración; y he traído datos y conocimientos muy útiles.
Todavía me quedan algunas pocas cosas de las que se ha ocupado el señor senador.
El señor senador por San Juan ha dado por razón de la revolución aquellas tendencias al arbitrario que denunciaban en el anterior gobierno, y que levantaron una oposición que vino a encarnarse en la revolución que se hizo el 24 de Septiembre. Esta es la parte más delicada de esta cuestión; y ella nos interesa a todos, aun a los que tienen ideas opuestas a. las que yo sostengo.
Sin embargo, pienso ser muy breve, señor presidente, y seguir mi sistema de buscar siempre la definición de las palabras que ahorra la mitad del debate.
¿De qué revolución se habla? ¿Ha habido una revolución? ; pero yo he estado en el caso de ver que no ha habido tal revolución. Habrá, habido conato e intento de hacerla, pero no ha existido el hecho de una revolución.
La ciudad de Buenos Aires, que debe ser tenida en mucho en esta cuestión, ha continuado lo mismo que estaba la víspera del día 24. El día 25 estaba lo mismo, salvo los cambios que se hacían para proveer a las necesidades del momento. Toda la campaña del Norte y Oeste de Buenos Aires ha permanecido tranquila, todas sus villas y ciudades lo mismo. En el interior había dos provincias en donde la votación había sido favorable a las ideas, a las personas, a los intereses de los que hacían la revolución: San Juan y Santiago del Estero.
Pero en San Juan y Santiago no se ha alterado el orden público, ni se han separado un momento del gobierno, aun cuando eran antipáticos a esa política tiránica, los señores Taboada.
El gobierno de San Juan, puesto por una intervención, y que era la encarnación viva de ese partido liberal, a cuyas ideas no pertenezco yo, no ha hecho nada; el gobernador ha renunciado el día que fue invadida la provincia por las fuerzas del amotinado Arredondo; y aunque la conducta del señor Gómez, porque es preciso nombrarle, sea irregular, en el sentido que yo uso la palabra, y fueran dudosas sus ideas y pensamientos de cooperación, la verdad es que no habría un hecho para llevarle ante los tribunales.
Porque si un hombre que en circunstancias tan difíciles, no tiene ni la decisión necesaria para cumplir sus deberes, no comete crimen; cuando más mostraría ineptitud; pero eso no constituye crimen, y es necesario mostrar leyes y actos subversivos suyos para poder juzgarle.
Todo el resto de la República se conservó, con decisión, al lado de su gobierno.
Se habla pues, de un hecho falso, que sirve de base para todas estas agitaciones.
Pongámonos en los términos de la ley y en el lenguaje técnico y se verá que no ha habido revolución. Habrá habido deseos de hacer revolución; pero lo que ha habido no es sino un hecho contrario a las leyes. Esto es cierto, todo el mundo lo conoce.
Un motín del jefe del ejército en el Sur. En cuanto al de Arredondo le hago el honor siquiera de considerarlo como motín, es otra clase de crimen; no ha sido un jefe, ni un soldado ni nadie quien se ha amotinado, sino un acto de sorpresa, un asalto, un robo con fractura y escalamiento y muerte, como cuando se toma una plaza por un espía o cualquier otra traición. El general Rivas ha dado un manifiesto, y como el señor senador que me ha precedido en la palabra, no ha tomado parte en la revolución o en esa supuesta revolución, que no pasa de un motín de tropa, el señor senador no tiene derecho de decir cuál era el pensamiento de los supuestos revolucionarios, puesto que el jefe de esa fuerza hizo su manifiesto, y dijo: hago esto por esta causa.
No vengamos, pues, con filosofías, como dicen los paisanos; darles otras causas que las que ellos mismos reconocen, porque entonces sería negocio de no acabar nunca, si cada uno ha de hacer decir a los amotinados lo que ellos no han dicho ni han querido decir. Vaya apelar al manifiesto escrito del general Rivas para decirle al señor senador a quien contesto, que no tiene razón cuando atribuye a la pretendida revolución un propósito que nunca ha tenido y esto me parece que concluye el debate.
«El general Rivas, Octubre 3 de 1874.» (Iba transcurrido el tiempo que media entre el 24 de Septiembre y Octubre 3).
He aquí lo que con lo íntimo de su corazón escribía el 3 de Octubre el general Rivas, a su íntimo amigo el señor gobernador de Buenos Aires, que trataba de apartarlo del mal camino.
Octubre 3 de 1874.
Señor gobernador de Buenos Aires.
«Contesto a su apreciable del 28 del pasado. (Se ignoraba aún que estuviese amotinado).
«Con el hecho que me dice ha consumado Arredondo con Ivanowski, ningún género de participación me afecta; lejos de eso, lo lamento, porque fue un compañero mío.
«El movimiento revolucionario que se ha operado, nunca tuvo la «detestable» tendencia - detestable, señor senador! - de derrocar el gobierno de Sarmiento, por cuanto es este un gobierno legal, al cual he acatado en todo su período; pero fatalmente ese movimiento ha tenido que anticiparse, por incidente que usted conoce; pero su objeto y su fin será contra el «gobierno de hecho» de Avellaneda, impuesto por la violencia y el fraude.
«Este movimiento es, estimado doctor, el fruto de la «aceptación de los diputados al Congreso»; esa aceptación que no podrá menos que condenarla por el modo inicuo con que fue hecha ... En el paso que doy estoy tranquilo ...
«Sólo un punto me queda que lamentar; él es que el movimiento se haya producido antes de bajar el presidente Sarmiento, por quien tengo particular aprecio. ¿Pero qué hacer? Los sucesos nos han llevado a esa extremidad, y estoy dispuesto a caer con mis compañeros, Mitre, Borges, Arredondo y tantos otros. Crea usted que lamento esto, pero marcharemos adelante.
/. Rivas.»
La revolución, es decir el motín de Rivas, Borges, Arredondo y Mitre, todos militares, es contra una ley del Congreso, pues buena o mala, pero que nosotros no juzgamos, ni puede levantarse en armas contra esta ley, hasta que haya poder para reformarla. El motín es contra el Congreso.
Pero hay algo más significativo que quiero que se tenga presente, porque vale mucho en este debate y es por eso que después de haber hablado largamente vuelvo a repetirlo. (Leyó).
-El senador por San Juan hizo reconocer la firma
de Ignacio Rivas por el señor presidente del Senado.
«Sólo un punto me queda que lamentar», vuelve la conciencia atormentada a repetir, «y es que el movimiento se haya producido antes de bajar el presidente Sarmiento».
Me parece, pues, que no tiene derecho de ponerse en lugar de los revolucionarios uno que no ha tenido parte en la revolución y decir: el pensamiento de ellos es el mío.
No, el pensamiento de los amotinados, corre impreso.
Mitre, que es una de las personas que más han contribuido a este desastre, ha dado también su manifiesto, y en él expresamente ha dicho que era contra la ley de la Cámara que creía necesario hacer el movimiento, no en contra de los actos anteriores del Poder Ejecutivo, aun cuando encontraba que había habido violencias en las elecciones. No ocupa en todo su manifiesto, en el cargo, sino un renglón, me parece, o dos, como para que no falte nada en aquella pieza.
Relativo al gobierno anterior, me ha entristecido que se haya recordado aquí la carta al general Ivanowski. A este respecto digo, francamente, señor presidente, que no creía que se iba a tocar este asunto, porque me parecía que la sombra augusta del presidente Lincoln se interponía diciendo: «no toquen al presidente argentino porque me van a tocar a mí». Que suministre el «precedente» para obrar como obró.
Se ha visto en efecto, por las piezas que acompañan y fundan el proyecto de enmiendas de la Comisión a que pertenezco, que la carta de Ivanowski era una traducción de la de Lincoln al gobernador de Maryland al mandar fuerzas para mantener el orden en las elecciones. Como se ve, pues, nunca he procedido por mí y lo he acreditado tantas veces, que si he cometido algún error debería más bien justificarme y excitar las simpatías del público al ver un gobernante que erró, no obstante una guía segura" en los libros y documentos que consultaba. No es, pues, cierto que el Poder Ejecutivo durante la pasada administración se haya atenido a sí mismo, sino a los principios todos de nuestra Constitución y a los precedentes que rigen sobre la materia, porque he tenido por hábito, siempre que se le ha presentado un caso nuevo, no salirse por la calle del medio para resolverlo, sino consultando los antecedentes de otras repúblicas o los libros en donde está la doctrina en que se fundan para servir de ilustración a los gobiernos honrados, como ha dicho el señor senador.
Ha dicho el señor senador que era un gobierno «unipersonal», un gobierno personal.
Se ataca a la administración actual muchas veces, aun por personas sinceras, porque el personal de su ministerio no es tan distinguido, dicen, como podía serio, y no faltan quienes digan que la administración anterior se rodeó de los hombres más culminantes, con tal que no fuesen precisamente los que estén afiliados a las ideas que combatían al presidente.
Bien; hay muchas consideraciones que tener presente.
En el ministerio no debe haber oposición al presidente, conocidas cuáles son sus ideas. Había, pues, por lo menos, el precedente de haberse rodeado de los hombres más culminantes, y se le hace agravio al gobierno, al país y a esos hombres eminentes, en hacerlos desaparecer de la historia, con decir que había un presidente que hacía lo que le daba la gana; la Constitución no lo demuestra, ni la verdad de los hechos lo sufre.
No es cierto que el gobierno ha sido así, señor presidente: mil veces con estas ideas que el señor senador reprueba, porque no son la letra radical del reglamento, porque no están en práctica en el país, mil veces he estado en lu¬cha con el ministerio, y los ministros han prevalecido contra mi voluntad y mi deseo de dar un paso y hacer marchar la forma republicana por mejor camino. ¿Qué hacer?, les decía yo: hagan las cosas como a ustedes les guste; pero yo protesto que ustedes van errados en esta cuestión.
Vaya concluir, señor presidente.
En una cuestión de extradición política con Montevideo, en que pidió aquel gobierno remitiese a fulano y mengano, todos los ministros se oponían, los señores Gorostiaga, Vélez y otros. Yo sostenía que los gobiernos vecinos tienen deberes que desempeñar, porque el estar un río de por medio no ha de ser motivo suficiente para que los conspiradores desde aquí destruyan aquel gobierno. Ellos me opusieron razones de práctica, razones de circunstancias, triunfaron completamente. Pero se cambió la torta, como dicen, y fuimos nosotros los que necesitábamos perseguir a Jordán; y entonces mis sabios ministros se encontraron con una barrera que habían puestos ellos mismos: que no podían reclamar de aquel gobierno, porque ellos habían sentado una doctrina contra el derecho público y contra ellos mismos.
Sin embargo, se alejaron a Chivilcoy varios reclamados, se tomaron todas las armas y se ejerció, realmente, una vigilancia honrada; pero se aflojaba en el principio.
Después aparece la cuestión de Uruguayana y el ministerio no tiene valor para pedir del Brasil que retire esas fuerzas, asiladas allí porque él había establecido que el gobierno no tiene derecho de intervenir, en virtud de los derechos políticos, de la libertad del ciudadano, etcétera. Después aparecieron las consecuencias. Otro caso más:
El general Rivas tenía un proceso, diré así, en Casa de Gobierno, por tendencias, no como las que el señor senador atribu ía al Poder Ejecutivo, sin derecho para hacerlo, porque aquí no está el Poder Ejecutivo. Tenía un proceso, decía, que Se venía formando con reunir los datos que probaban ciertas tendencias en el general. Se interesaba en introducir en el ejército a un jefe de la campaña de Buenos Aires, a Machado, que lo acompañó en una expedición, contra orden del gobierno de no ocuparlo.
Más tarde viene una nota dirigida al ministro de guerra diciendo que «en el estado actual de la campaña los indios no podían ser dominados sin la presencia del ejército de Machado».
El jefe del Estado puso al pie de la nota: «Cuando un jefe nacional no encuentra en sí mismo los medios de cumplir con su deber y tiene que apelar a que lo auxilie un caudillo del lugar, otra cosa que recomendarlo le aconseja el deber y su posición.» Doy este borrador con la nota al señor ministro.
Yo vigilaba con cuidado las cosas militares, porque establecía que el presidente en este ramo sea general en jefe y que los ministros ya no entran, sino el de guerra, en esa parte de la administración.
El ministro que desempeñaba este cargo consideró esta contestación muy dura y muy fuerte.
Pero eso justamente era lo que convenía a fin de que mandase su renuncia y se retirase; porque como he dicho, el gobierno tenía sus ante¬cedentes sobre la tendencia de esta predilección.
No se le pasó la nota, y a los veinte o treinta días viene el motín de Rivas y Machado y el ministro decía: ¿por qué no le pondría la nota del presidente?, porque no estaba en antecedentes, como el presidente; porque es preciso tener la mano firme, en el servicio de las armas.
Y el señor senador por San Juan ha servido en el gobierno y sabe que no se puede hacer siempre la propia voluntad.
Señor presidente: estas razones me parece que son concluyentes.
La carta del señor Rivas ahorra toda discusión sobre los antecedentes de la supuesta revolución, porque el general Mitre dijo lo mismo, porque Arredondo dijo lo mismo, porque un Loyola dijo lo mismo, todos los que han hecho manifiestos han ido diciendo simplemente: nos sublevamos contra una ley «del Congreso», contra un juicio de elecciones; y el Congreso esta vez debe hacer respetar sus inmunidades, y que no haya revoluciones contra el Congreso ni contra el Poder Ejecutivo, porque cuando empiezan a practicar las revoluciones contra el Poder Ejecutivo, se abren las puertas para después hacérselas al mismo Congreso, y no es cierto que este Cuerpo haya tenido la parte que se le quiere dar, en oposición al Poder Ejecutivo, pues los revolucionarios son precisamente los que quedan en minoría.
No puedo entrar, ni debo entrar actualmente sobre discusión de elecciones: no es este el momento, sino proceder a la sanción de la ley de amnistía.
Debo añadir que aquel speech de introducción no tiende sino a la reunión de los ánimos, a abrir el camino para que la amnistía no sea en sólo papel; todas estas cosas no valen nada.
Si el partido que considero poderoso e influyente, al cual pertenezco y he pertenecido siempre, aunque no lo siga en sus extravíos, persiste en sus propósitos de hostilidad, en las ideas que ha manifestado el señor senador por San Juan, que, aunque no sea revolucionario, profesa las viejas ideas revolucionarias que es preciso abandonar, digo que es necesario que ese partido entre en esta simple cuestión: el orden público respetarlo siempre, siempre jamás, amén: la libertad y la paz. Si entran en eso, mañana nos damos un abrazo todos; y esta es la verdadera amnistía, porque poner una frase más corta o más larga, quedando el veneno en los ánimos, quedando el propósito de aprovechar la primera ocasión que se presente para intentar jugar la fortuna del país en revueltas, esas no son amnistías.
Yo no me he interesado en el proyecto que presentó la Comisión, sino en cuanto a los militares convertidos en jueces con las armas del Estado en la mano.
Tendría, señor presidente, que pedir, si se insistiera en ello, una sesión secreta; porque hay cosas que no se deben decir en público, sino entre senadores, hombres viejos de tocios los partidos, para revelarles todos los hechos que deben tener presente, y dejar al tiempo para que nos perdonemos todos: esa es la pura verdad. Pero no la establezcamos por ley. Todo lo demás me parece muy bien como está en el proyecto de la otra Cámara o como yo lo propongo.
He dicho.
Sr. Torrent. - Picio la palabra.
Sr. Presidente. - Voy a levantar la sesión, para que en la siguiente pueda hacer uso de la palabra el señor senador.
-Se levantó la sesión a las cinco de la tarde.
[1] Véase el número 11 de la sesión de 22 de Julio, página 273.

No hay comentarios:

Publicar un comentario