LA REVOLUCION ECONOMICA [1]
Domingo Faustino Sarmiento
[27 de Septiembre de 1856]
Pasadas las vivas emociones que ha suscitado el debate sobre las tierras públicas, cada uno ha contado las ganancias y pérdidas que ha tenido a fin de cuentas; y no es extraño que los mismos gananciosos se muestren descontentos, tanto pudo ganarse en efecto.
Por lo que a nosotros respecta, nos damos con bien servidos con la ley sancionada. En materia de propiedad, los boletos, las donaciones, las escrituras que no garantizan compraventa han sido ajusticiados, como Badía, Cuitiño y Troncoso; y este acto de justicia se hacía aguardar demasiado.
Quizá la cuestión de actualidad que vino a enredarse con la cuestión de repudiación de las adquisiciones criminales, no ha sido resuelta de un modo tan feliz; pero es raro que en asunto tan complejo pueda obtenerse un triunfo definitivo bajo cada una de sus faces.
Los partidos reaccionarios y los estacionarios han hecho, sin embargo, revolviendo la piscina, un descubrimiento que los ha dejado desconcertados y atónitos.
Lo que menos se aguardaban era encontrar una opinión pública tan compacta, tan uniforme y exaltada como la que se ha presentado inopinadamente en este debate. El pueblo de junio, el pueblo de setiembre, el pueblo del sitio, estaba vivo, unido, fuerte y decidido. Apoyaba al gobierno porque en la cuestión boletos era su expresión, y las manifestaciones de la opinión esta vez han sido tan claras y espontáneas que a nadie le queda pretexto para equivocarse. La época de las fluctuaciones ha pasado, y mal parados saldrían los que para sus combinaciones contasen con la indiferencia pública. Este es el grande hecho político conquistado.
Otra faz presenta la cuestión debatida y la ley sancionada, y es que por la primera vez el fisco en Buenos Aires reclama sus derechos, contra el despilfarro de las propiedades públicas, contra la aprobación sin tasa ni medida de la tierra que ha sido desde los últimos tiempos del Virreinato el estímulo de las pasiones políticas y el blanco de las aspiraciones de los que han azuzado los terribles desórdenes por que hemos pasado. Las tierras públicas han sido dilapidadas por millares de leguas, y parecía escrito en nuestra historia de las tierras aquello de sardina que se lleva el gato…
Muchos gatos han sentido esta vez el alcance de la ley, y por eso se han espeluznado tanto. Gústanos que se tomen precauciones contra los posibles abusos de un principio de justicia, llevado en sus consecuencias hasta la exageración, y no desaprobamos las garantías dadas en la ley a todos los intereses que pudieran creerse amenazados. Pero no abrigamos los temores de perturbación que pueden venir de ese lado.
Quien dice tierras por leguas dice ganados, y ganados y tierras se dan la mano. Ahora, los perturbadores por tierras tienen los ganados en la campaña y sus personas en Buenos Aires. Si suscitan turbulencias en la campaña, les cuerean el ganado sus mismos instrumentos, esto es, van por lana y no está en las tradiciones ni en los gustos de los que temen la revocación de títulos salir trasquilados.
Es nuevo entre nosotros que el público de Buenos Aires se apasione por cuestiones de tierras, y en casi todos los países, que el pueblo se ponga de parte del fisco, para la conservación de las propiedades públicas.
Este hecho encierra un profundo sentido moral y político que honra al pueblo de Buenos Aires, y que muestra que los intereses públicos empiezan a ser comprendidos. Por lo que a los objetos de la ley hace, los resultados han sobrepasado a los deseos de sus propios autores, dando los que resistían lo que todavía no se les pedía.
El proyecto de ley, solicitaba la enajenación de cien leguas de tierras nada más, nada menos. La ley ha sancionado, a causa del debate, otras cuestiones. Los boletos presentados al principio como barrera, fueron condenados, y los que en la primera sesión los reconocían válidos los apellidaron en la última, boletos de sangre, negándoles existencia legal. En este punto el ministro de gobierno, la opinión y los que lo combatieron han quedado de acuerdo. En todo lo demás que no era del proyecto, y que surgió de la resistencia, ha quedado sancionado que no habrá otra regla que el derecho, y ese triunfo más se ha obtenido contra los hechos.
Del objeto económico de la ley de venta de tierras, nada diremos por ahora, porque nada ha sido cuestionado; y sin embargo es esta ley sobre las tierras, el primer paso que se da hacia un nuevo sistema de administración de las tierras públicas, que va a cambiar en pocos años la faz del país, por la subdivisión de la propiedad territorial. Dos males perpetúa la aglomeración de la tierra inculta en grandes lotes de leguas. El desamparo de la frontera por la desagregación de la población y la inviabilidad del país más llano, por falta de productos y de consumos. Cuarenta millones para defender la orilla de este piélago de tierra y cien millones perdidos por falta de caminos para abaratar la provisión de las ciudades, son los resultados directos de este sistema, que tiene su castigo en sus propios defectos.
Otra facción prominente de la ley, y acaso la que menos ha llamado la atención, es el que por la primera vez se provee de una manera estable a la educación del pueblo, con lo que es del pueblo, la tierra común.
Dos millones de pesos quedan desde hoy vinculados a esta función orgánica del Estado; y la generación presente y las venideras tendrán presentes la época, las tendencias políticas y los hombres que concurrieron a consignar en la ley este empleo del producto de las tierras públicas.
Entre darlas a los que permaneciesen fieles al tirano, y destinarlas a educar las presentes y las futuras generaciones de hombres, hay la diferencia de mantenerlas eternamente incultas para aprovechar las yerbas que en ellas nacen espontáneamente, y cultivarlas para sustento del hombre.
Entre los actos que harán notable la administración del señor Obligado es éste, a nuestro juicio, el que más ha de valerle en la consideración de sus compatriotas, como entre las combinaciones económicas del doctor Vélez, y en sus trabajos políticos será éste el de más trascendencia.
DOMINGO F. SARMIENTO
[1] El Nacional, 27 de setiembre de 1856.
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