agosto 20, 2010

Palabras de Sarmiento, siendo Presidente, ante el supulcro del "Maestro Peña" (1869)

PALABRAS DEL PRESIDENTE ANTE EL SEPULCRO [1]
El maestro Peña
Domingo Faustino Sarmiento
[Junio de 1869]

SEÑORES:
Mucho tengo que agradecer a los discípulos del venerable maestro cuyas cenizas van a descansar en esta su última morada, el que hayan juzgado que yo tenía también títulos para honrar su memoria, acompañándolos en esta manifestación de su afecto y gratitud. Si mi presencia ha de darle más realce, acepto la alusión. y reconozco el vínculo que me unía al anciano Peña. Éramos de una misma familia.
Había ya contemplado en una de las plazas de Bastan, la estatua recién inaugurada de Horacio Mann; y me honro de tomar parte en el acto piadoso que reúne a tantas personas notables en mi país, al pie del monumento que sus discípulos erigen a la memoria de un simple Maestro de Escuela.
Yo conozco poco los detalles de su laboriosa vida. Pero su obra está aquí en vosotros, como las páginas de un libro que él dejó escritas.
Los discípulos son la biografía del maestro, y la de Peña está aquí representando sus virtudes; porque el maestro, haciéndose estimar y venerar por sus discípulos, sembró tanta gratitud en vuestros corazones, que ha alcanzado y sobrado para cubrir su tumba, con un mausoleo que dirá a quienes por generaciones lo contemplen: De tal maestro tales discípulos.
Yo he pagado también mi tributo de gratitud a la memoria de mi maestro Rodríguez, que fue para dos provincias lo que Peña para Buenos Aires [2], de donde también era oriundo.
Débole a él el motivo que me reúne a vosotros en este acto, y cuando él estaba ya al borde del sepulcro y yo volvía de recorrer la tierra en busca de nuevas luces para continuar su obra, llevé humildemente a sus pies el fruto de mis trabajos, el libro "Educación Popular". ¡Cuánto gozó el pobre anciano al verse así recordado y reconocido, después de un lapso de treinta años en que nos habíamos perdido de vista, podéis juzgarlo vosotros, si imagináis que Peña se enderezase sobre su tumba y viese a todos sus discípulos aquí en torno suyo, tributándole este homenaje!
¡Qué maestro tan feliz! Esta es la mejor lección que ha dado, pues que va a enseñar a discípulos y a maestros, a pueblos y a gobiernos, donde quiera que sepan quiénes y por qué estamos reunidos aquí.
Y puesto que de discípulos y de maestros hablo, también yo daré mi lección a los jóvenes con este ejemplo práctico. Hay honor para el maestro, hay gloria para los que lo honran...
¡Acaso la eminencia a que el voto de mis conciudadanos me ha elevado, sea sólo para que sienta
más el embate de los vientos y el vano tronar del rayo!
No creo que tantos hombres como están aquí presentes estén de acuerdo en apreciar, y estimar mis actos como Presidente de la República: pero cualquiera que sean sus disidencias a este respecto, en un punto estoy seguro que están de acuerdo, y es que estoy bien aquí al borde de esta tumba, y que mi presencia en este acto ayuda a honrar a un maestro. Cuando en Chile la Sociedad Protectora de la Educación se reunía; cuando en el Perú se abría una Escuela de Artes y Oficios; cuando en Washingtonn, Newhaven o Indianápolis se convocaban Congresos de educacionistas, yo estuve siempre en un asiento preparado, como estaba seguro de que vosotros habíais de llamarme hoy a vuestro lado para compartir conmigo el deber y el honor de este noble acto.
Si hoy soy honrado con un título que no a todos honra en definitiva, y que por pomposo que sea entre nosotros, no es por eso sólo suficiente para llevar un nombre propio cien leguas más allá de los límites de nuestra tierra, ni conservar su recuerdo diez años después de haberlo usado, esta manifestación hecha por sus discípulos al maestro Peña, y mi participación en ella, mostrarán a los jóvenes ambiciosos de gloria duradera, que hay caminos escabrosos que conducen a ella, haciendo el bien y difundiendo la instrucción.
¡Maestro Peña, descansa en paz en tu gloriosa tumba!
DOMINGO F. SARMIENTO

[1] Dos generaciones de la parte más culta habían recibido lecciones en primeras letras del maestro Peña, tan influyente en su tiempo como lo fue su predecesor Argerich. Sus discípulos se cotizaron para costearle el monumento de mármol que se ve en la Recoleta, y el Presidente de la República, en su carácter de maestro, fue solicitado para solemnizar el acto de la traslación de las cenizas. Su discurso por su simplicidad misma, hizo una grande impresión y el poeta Mármol lo tenía en grande estima por el sentimiento.
Los poetas y romancistas para hacer aparecer debidamente a sus héroes, describen el paisaje con sus montañas y arroyos, sin descuidar la hora del día y la brisa que soplaba. "Era una tarde de otoño", etc., etc. El cuadro que realzaba los tintes plácidos de aquella oración, era moral y político, y contrastaba por sus formas severas y adustas. Se le creería de clavos o de espinas. Cuatrocientos ciudadanos rodeaban -la urna cineraria, no escaseando entre ellos senadores, diputados, jueces, periodistas y los leaders de la oposición más exaltada que haya encontrado un gobierno constitucional. Ardía la prensa, y tronaba la tribuna parlamentaria con los debates de la cuestión de San Juan, y estaba a la sazón en tabla de juicio la ejecución del salteador Segura, introducida como un pedazo de vidrio en la cuestión de San Juan, para que lo pisase el Presidente y lo dejase rengo por accidente. En el número de El Nacional que ha conservado el discurso que sigue, hay una solicitada del jurisconsulto autor de nuestros códigos, y autoridad reconocida en Europa, publicando in integrum los juicios de los reinícolas Bello, Watel, Wheaton, citados por el Ministro en el Senado, y desmentido por el primer pelafustán que lo hallaba cómodo para salir del aprieto. "Llamamos aquí bandidos, dice Bello, a los que se alzan contra su gobierno para substraerse a la pena de sus delitos. (Se trataba de Segura, salteador de Mendoza). Cuando una cuadrilla de facinerosos se engruesa en términos de ser necesario hacerles la guerra, sus prisioneros no tienen derecho a ninguna indulgencia". Cuando se levó la ley positiva recopilada que hacía juicio militar el de los salteadores en armas, un Senador que arpegeaba admirablemente la guitarra, pero que no conocía aquellas leyes y usos de las armas nacionales, exclamó: "que se nos citan leyes vetustas dictadas por reyes despóticos!" (contra salteadores). La barra prorrumpio en aplausos, y el defensor de las garantías inviolables de los bandidos, según la Constitución, alegó como circunstancia atenuante que Segura tenía los ojos azules y le decían buen mozo las mocitas, como a Fígaro!
Trescientos de los concurrentes ardían en las iras de aquellas célebres discusiones; y calentaban la atmósfera que rodeaba al orador. Preciso es recordar esta circunstancia para sentir la majestad de que el descenso del Presidente a la condición de maestro, sin humildad como había en Lima pasado del cuerpo diplomático y Congreso Americano, a los bancos de los profesores de la Escuela de artes y oficios.
Podía, sin embargo, al levantar al fin de cada período, ver desarrugarse un ceño, ante la tranquila y serena palabra del orador; cambiarse lentamente en expresión de ternura el semblante de muchos y asomar una lágrima en los ojos de gran número. Sin jactancia, el orador hace sentir que es el Presidente quien habla; y aludiendo a las circunstancias que todos conocen, y a la enardecida oposición, insinúa que "su elevación ha sido para que más sienta el embate de los vientos, y el vano tronar del rayo!", porque fue en vano que tronó la algazara contra la irresistible demostración de la verdad, del derecho y de la doctrina constitucional en el Congreso, según lo reconocieron los maestros norteamericanos Cushing y otros, lo demostraron los ministros y lo sancionó el Senado, pasando a la orden del día. (Nota del autor en 1883).
[2] Inauguración de la Escuela Sarmiento. También en Educación Popular y en Recuerdos de Provincia.

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