noviembre 07, 2010

Conferencia de Manuel Ugarte en el Ayuntamiento de Barcelona: "Causas y consecuencias de la Revolución Americana" (1910)

CONFERENCIA EN EL AYUNTAMIENTO DE BARCELONA, ESPAÑA [1]
Causas y consecuencias de la Revolución Americana
Manuel Baldomero Ugarte
[25 de Mayo de 1910]

Al llegar a esta ciudad, cuyos progresos rivalizan con las improvisaciones de mi América, al respirar un ambiente donde el espíritu hispano ha sabido reaccionar contra todos los desfallecimientos, al hallarme en contacto con el cuerpo y con el alma de la capital fabril donde los barrios parecen crecer espontáneamente como brotes de la tierra, donde se multiplica la producción bajo el humo espeso de las fábricas y donde, al conjuro de la confianza en las propias fuerzas, ha surgido maravillosamente todo un mundo, lejos de sentirme inclinado a evocar glorias antiguas, como se creen obligados a hacerlo cuantos hablan de España en este siglo, experimento el entusiasmo de las realidades modernas, la alegría de los triunfos actuales, y no puedo contener la impaciencia de saludar con el corazón y con la palabra, no sólo a los hombres resueltos que al implantar una industria han abierto un horizonte a su país y a su raza, sino a la masa modesta y anónima, a las muchedumbres obreras, a las clases más numerosas de la población, que han hecho posible con su sangre, con su esfuerzo y con su sacrificio, la trepidación enorme que da a la ciudad el aspecto que nos asombra.
Cuando la Sociedad de Estudios Americanistas me pidió que viniese a Barcelona a dar una conferencia sobre la emancipación americana, confieso que dudé antes de aceptar. Claro está que nada podía ser más honroso y halagüeño, claro está que la perspectiva de volver a encontrarme con el público que aprendí a conocer hace cinco años en el Ateneo, tenía que serme particularmente simpática. Pero ante mí se abría el dilema más premioso. Había que elegir entre dos actitudes. O hacer un discurso imperioso y grandilocuente, fomentando así la atmósfera falsa que nos marea, o descubrir toda la áspera y fecunda realidad, hiriendo, allá y aquí, algunas fibras vibrantes, pero poniendo a salvo los derechos superiores de la consciencia.
Me bastó recordar el carácter del pueblo catalán para elegir lo último. En este centro de trabajo y de lucha, donde cada hombre sabe el valor de los gestos y de las palabras, tiene que ser posible renunciar a los convencionalismos.
Nuestra raza -y al decir nuestra raza, me parece abarcar a España y a América en un calificativo común, -nuestra raza está cansada de que la adulen. En su instinto oscuro, en su consciencia profunda, comprende su estado actual, mide las consecuencias de sus fracasos, abarca las perspectivas del porvenir y, levantada por su orgullo, disminuida, pero humillada no, prefiere las duras advertencias que la lastiman a los elogios vanos que parecen agrandar la distancia entre lo que somos actualmente y lo que esperamos volver a ser.
El Centenario de la Independencia Argentina es una fecha que se presta a profundas reflexiones sobre el estado presente y sobre los destinos del conjunto. La chispa desprendida de España se ha transformado, del otro lado del mar, en una gran nación próspera y triunfante que avanza, a grandes pasos, hacia un porvenir grandioso. Pero, dado el número reducido de sus habitantes, dado su volumen de hoy, su acción mundial depende, en cierto modo, de la suerte de los países afines, y no es posible hablar de sus destinos sin hablar de todos los pueblos que en el Nuevo y en el Viejo Continente se expresan en Español.
Además, España y América no forman para mí dos entidades distintas. Forman un solo bloque agrietado. De aquí que entre resueltamente en materia, aceptando en común, con los de este lado y con los del otro lado del mar, todas las glorias y todos los pecados de la raza.
Si examinamos el fondo de los acontecimientos que se desarrollaron hace un siglo, comprenderemos que el movimiento de la independencia sólo fue un gesto regional, como el que pudiera hacer aquí mañana una provincia. Los españoles de la Nueva España se sintieron sacrificados a los de la España Madre. Una parte de la nación juzgó excesivos los privilegios de la otra. Estalló un conflicto de intereses y de esperanzas. Pero no hubo choque entre dos organismos.
Ninguna fuerza puede ir contra si misma, ningún hombre logra insurreccionarse completamente contra su mentalidad y sus atavismos, ningún grupo consigue renunciar de pronto a su personalidad para improvisarse otra nueva. Españoles fueron los habitantes de los primeros virreinatos y españoles siguieron siendo los que se lanzaron a la revuelta. Si al calor de la lucha surgieron nuevos proyectos, si las quejas se transformaron en intimaciones, si el movimiento cobró un empuje definitivo y radical fue a causa de la inflexibilidad de la Metrópoli. Pero en ningún caso se puede decir que América se emancipó de España. Se emancipó del estancamiento y de las ideas retrógradas que impedían el libre desarrollo de su vitalidad.
El grito que partió en 1810 de Buenos Aires y de Caracas y que determinó el incendio formidable de un continente, es una prueba del empuje de nuestro conjunto, que, en los momentos difíciles, cuando siente que el aire le falta, sabe sacar de su fondo más secreto una rebelión de vida. Yo no soy un patriota profesional; pero Gerona y Zaragoza aquí y, en 1807, durante las invasiones inglesas, Buenos Aires y Montevideo allá, han mostrado las reservas de energía que llevamos dentro. La insurrección americana nació de un ímpetu como este. Las colonias que se ahogaban bajo el peso de las prohi¬biciones tenían la noción de su grandeza futura y para no morir se sublevaron. Pero repito que el movimiento no fue un ataque a España. ¿Cómo iban a atacar a España los mismos que en beneficio de España habían defendido algunos años antes las colonias contra la arremetida de Inglaterra? ¿Cómo iban a atacar a España los que, al arrojar del Río de la Plata a los doce mil hombres del general Whiteloke, habían firmado con su sangre el com¬promiso de mantener la lengua, las costumbres y la civilización de sus antepasados?
Recordemos la confusión que provocó en el Nuevo Mundo, en aquellas épocas en que las comunicaciones llegaban con largos meses de atraso, deformadas y aumentadas por la distancia, la noticia de los sucesos que se desarrollaban en la Península. Cuando se supo que Fernando VII había abdicado y que los ejércitos de Napoleón estrangulaban a la Metrópoli, hubo en las Indias un remolino de conciencias. Unos pensaban que las colonias debían seguir la suerte de España y que si ésta caía en poder de los franceses, ellas debían someterse también. Otros juzgaron que América había recibido el legado de la civilización hispana y que debía ponerlo a cubierto, rompiendo con el intruso, salvando el alma de la raza y haciendo revivir en la tierra nueva lo que parecía estar a punto de perecer aquí.
Así nació la revolución. Hidalgo la encabeza en México al grito de: ¡Viva Fernando VII!; en Venezuela el pueblo maltrata a los comisionados que vienen a anunciarle el advenimiento del nuevo estado de cosas; la Junta Provisoria de Bogotá abre suscripciones en todo el país para ayudar al Gobierno español en su lucha contra el invasor ; y de un extremo a otro de los virreinatos, sube una ola de cólera contra el César que quería subyugar al mundo.
Si se hubiera tratado de una lucha entre peninsulares y americanos, no hubiera habido tantos españoles que, como el marqués de Selva Alegre y el padre Castañeda, encabezaron la insurrección, ni tantos criollos que, como el general Goyeneche, la combatieran. Lo que estaba en lucha era el espíritu oficial y el instinto popular; de un lado el sometimiento a las jurisdicciones y del otro la imborrable fidelidad a las ideas.
La revolución se hizo en resumen, con los hombres y con la cultura de España.
¿Dónde, sino en la Península, cuya tradición continuaba, había descubierto Bolívar el secreto de sus frases llenas de verdades, que subían serenamente en la atmósfera y se abrían en abanico como una bandada de águilas? ¿Dónde había aprendido San Martín la ciencia militar y el ímpetu heroico que le permitía vencer los imposibles, sino en las propias filas del ejército de España, en las cuales había combatido contra los ejércitos de Napoleón? ¿Y de dónde sacaba el pueblo las altiveces, las discordias y las rivalidades que arremolinaron la marcha de la revolución, sino de las raíces mismas de nuestra común historia, de las luchas que desgarraron a los conquistadores, de la tradición violenta y levantisca del conjunto? La revolución sudamericana era un resultado de los orígenes. Era nuestra rasa entera con todas sus llagas, con todas sus grandezas, con su espíritu complejo y atormentado, que daba en la tierra nueva, ante horizontes salvajes, bajo otro clima, en territorios más amplios, la medida de su valor, de su indisciplina, de su lirismo y de su de¬mencia.
¡Ah! mi noble y contradictoria España, en las luchas de la independencia y en las guerras civiles que siguieron después, en el medio siglo de desorden que fue como la expiación de la herida necesaria que te habíamos inferido, aparecías toda entera, con tu espíritu apasionado y desigual, con tus ímpetus y con tus caídas, con tu obscurantismo y con tus rebeliones, con tu cara negra y con tu cara roja, como si por un inconcebible sortilegio, se reflejara un Continente en otro y hubiera dos Españas, desgarradas al mismo tiempo por la lucha de un pueblo reformador y democrático contra una oligarquía pretenciosa y tiránica.
Esa era la única división que por entonces existía: la división entre dos concepciones diferentes. Unos vivían con las ideas modernas, otros con los prejuicios viejos. Y esa demarcación se hacía sentir igualmente en España, y en las colonias. En las alturas predominaba el autoritarismo. En la masa fermentaban las ideas democráticas. Si el movimiento de protesta contra los virreyes cobró tan colosal empuje, fue porque la mayoría de los americanos ansiaba obtener las libertades económicas, políticas, religiosas y sociales que un gobierno profundamente conservador negaba a todos, no sólo a las colonias, sino a la misma España.
Los que pedían allá un régimen colonial más amplio, se alzaban contra la misma fuerza opresora que combatían aquí los que reclamaban una Constitución. La revuelta fue un paso dado hacia las ideas liberales y democráticas que defendían en España muchos patriotas ilustres. Y lo que se reflejó, agrandado por la distancia en el nuevo mundo, lo que se encamó en dos símbolos: el Virrey y el comerciante, el pesado engranaje administrativo y las ágiles fuerzas productoras, fue la rajadura que dividía a la raza en dos porciones antagónicas. No nos levantamos contra España, sino en favor de ella y contra el grupo retardario que en uno y en otro hemisferio nos impedía vivir.
Una España liberal y democrática a la manera de Inglaterra, hubiera retardado en algunos puntos y evitado quizá completamente en otros la separación. Pero, ¿qué podían hacer en favor de la concordia los capitanes y los funcionarios a la antigua, que cuando derrotaban a los insurrectos y recuperaban un territorio, restablecían como en Nueva Granada, en 1816, la Inquisición y mandaban que-mar todos los libros que no estuvieran escritos en español o en latín? ¿Qué podían hacer en favor de la unión los que destruían, como en Chile, en 1812, todo lo que llevaba la marca de las ideas nuevas: bibliotecas, colegios, instituciones científicas, juzgando acaso que el terror y la sombra era lo único que podía mantener la obediencia de los pueblos?
Si examinamos bien los hechos, comprendemos que la insurrección no fue al principio un grito de libertad, sino un movimiento político como el que estalló en España casi simultáneamente. El primer acto de la Junta de Buenos Aires es decretar la creación de una biblioteca; la de Chile proclama la libertad de imprenta y apunta la necesidad de abrir colegios en todo el territorio; la de Venezuela suprime los impuestos fiscales, crea una escuela de matemáticas, prohíbe la introducción de esclavos, proclama la libertad de comercio y la América toda parece vibrar en un ímpetu hacia la igualdad y hacia la justicia.
Todo esto sin contar con que los hombres de ideas avanzadas de aquí y los de allá se tendían la mano en aquel tiempo, como ahora, por encima de las divisiones artificiales, como lo prueba el hecho de que fueran españoles recién llegados de la Metrópoli, españoles procesados en España y expulsados de ella a causa de sus ideas republicanas, los que intentaron en Venezuela, en 1796, el primer levantamiento revolucionario y como lo prueba el hecho de que los insurrectos americanos que estaban en las cárceles de Cádiz fueron puestos en libertad, en un gesto grandioso de solidaridad fraterna, por los españoles que, como Riego, reclamaban la Constitución de 1812.
Los que combatían el movimiento regional americano, eran también enemigos de la reforma interior de España, como el Virrey Sámano, que se negó a jurar en Caracas la nueva Constitución; y los que se alzaban contra el Gobierno de España, simpatizaban con los insurrectos americanos, como las tropas que en vez de partir a someterlos se sublevaron, a su vez, pidiendo reformas nacionales. Eran dos concepciones en lucha. A la revolución americana correspondía la revolución española y con las naturales modificaciones que implica un movimiento tan vasto, la larga y sangrienta guerra que marca una de las páginas más tristes de nuestra historia, la guerra odiosa siempre, y más odiosa aún en aquel caso, solo puso frente a frente las dos fuerzas seculares que aún continúan en lucha: el Minotauro del absolutismo y el Hércules de la libertad.
Claro está que no olvido las divergencias y las incompatibilidades que asombran entre los dos grandes grupos separados por la distancia y por el mar. Desconocerlas sería negar las certidumbres históricas y las verdades más visibles. El español de las colonias miraba con enojo la arrogancia del español de la Metrópoli. El español de la Metrópoli veía con desdén las mezclas y las promiscuidades del español de las colonias. El elemento indígena representaba un factor nuevo con el cual había de contar también. Algunos virreinatos, cuya prosperidad aumentaba a pesar de todas las restricciones, empezaban a descubrirse músculos de nación. Pero, aunque en todas partes apuntaba, más o menos franco, más o menos visible, el empuje, extraño a la voluntad de los hombres, que nos llevó a la independencia, en ninguna había cesado de 1atir la emoción y el pensamiento de España.
Tampoco olvido la influencia poderosa que ejerció la Revolución Francesa. El estallido de 1879 había difundido una inusitada efervescencia en el mundo y tenía que determinar en América también una ebullición cerebral. Pero, privadas como estaban, las colonias de todo intercambio material e intelectual con las naciones reformadoras, las doctrinas democráticas no pudieron ir siempre directamente hasta ellas. Los jirones que llegaron antes de la emancipación, llegaron por intermedio de los que simpatizaban en España con la renovación grandiosa que debía cambiar la faz del mundo. Y si después de rotos los lazos, al abrir las puertas, entró a los virreinatos confusamente y en una sola vez toda la audacia de Europa, no se borró por ello la marca del origen, como lo prueban las pasiones y las debilidades que asoman a través de los progresos de hoy.
Al llegar a este punto, séame permitido recordar, especialmente a los argentinos, que no estamos aquí para asombrarnos de la altura a que hemos subido, sino para preguntarnos por qué no hemos subido más aún. Toda admiración incondicional es un peligro para una nación y yo quiero suficientemente a América para comprender que al lado de los hechos que la enaltecen, al lado de los triunfos de que nos enorgullecemos todos, asoman los errores que han impedido la victoria total. La independencia no es un dogma; es un acontecimiento humano que tiene sus cosas buenas y sus cosas malas y que debe es¬timular nuestra costumbre de examinarlo y discutirlo todo.
Nada me sería mas fácil que trazar un cuadro esplendoroso de la metamorfosis que se ha operado en las antiguas colonias. Las inclinaciones de nuestro carácter nos llevan generalmente a amplificar lo que nos halaga, a dejaren la sombra lo que nos disgusta y a modificar casi inconscientemente los hechos para apagar las inquietudes secretas y dar libre campo al orgullo nacional. Pero yo creo que el mejor homenaje que se le puede hacer a un país es el homenaje de la verdad. Y al lamentar el desorden de nuestros mejores años, al condenar las rivalidades que nos dividieron, y nos dividen, no haré más que seguir en parte las huellas de hombres que tenían una extraña autoridad para escribir la historia, porque eran en cierto modo, historia ellos mismos.
Claro está que si consideramos aisladamente a la Argentina y a algunas otras repúblicas que se hallan en pleno milagro de prosperidad, la independencia es una victoria de la sangre hispana. Rara vez se ha visto una improvisación tan maravillosa como la que ha hecho surgir esa portentosa fuente de riqueza. Pero desde el punto de vista de la grandeza y la vitalidad de la raza, olvidando los detalles para abarcar el conjunto, ¿se puede decir que el movimiento separatista ha sido en todas partes un bien?
Yo contesto resueltamente que no.
No podemos regocijamos completamente de una emancipación que ha puesto en peligro el predominio de nuestra lengua en las Antillas, que nos ha hecho perder en México cuatro millones de kilómetros cuadrados, que pone hoy en tela de juicio la suerte de toda la América Central y que multiplicando el desmigajamiento de los antiguos virreinatos en repúblicas a menudo minúsculas e indefensas, ha venido a sembrar el porvenir de imposibilidades, históricas.
Contemplamos con la imaginación el mapa de América. Al norte bullen 100 millones de anglosajones febriles e imperialistas, reunidos dentro de la armonía más perfecta en una nación única: Al sur se agitan 80 millones de hispanoamericanos de cultura y actividad desigual, divididos en veinte repúblicas que en muchos casos se ignoran o se combaten. Cada día que pasa marca un triunfo de los del norte. Cada día que pasa registra una derrota de los del sur. Es una avalancha que se precipita. Las ciudades fundadas por nuestra raza, con sus nombres españoles y con sus recuerdos de la conquista, de la colonia o de la libertad, van quedando paulatinamente del otro lado de la frontera en marcha. San Francisco, Los Ángeles, Sacramento, Santa Fe, están diciendo a gritos el origen. El canal de Panamá y los últimos sucesos de Nicaragua, anuncian nuevos atentados. Nadie puede prever ante que río o ante que montaña se detendrá el avance de la nación que aspira a unificar el nuevo mundo bajo su bandera. Y la emancipación soñada, la resplandeciente hipótesis de la libertad de todas las colonias, va resultando un instrumento de dominación que precipita la pérdida de muchos.
Lejos de mi la fantasía de lamentar la independencia. La historia no se llora, ni se modifica. Cuando depende de nosotros, se hace. Cuando nos vi ene de otras generaciones, se soporta y se corrige en la medida de nuestras fuerzas. El pesimismo es la enfermedad de los débiles; pero, ¿ qué son nuestras repúblicas de uno o de seis millones de habitantes ante la masa enorme de la nación más productora, más audaz y más progresiva que existe hoy en el mundo? ¿Qué valen las vanas y prematuras divisiones que queremos multiplicar dentro de la América Española, ante el peligro seguro que entraña para todos el avance de un pueblo que, aún en los países que se hallan momentáneamente al abrigo a causa de la distancia, aun, en ese extremo sur del cual nos enorgullecemos con razón, nos perjudica en el porvenir y nos hiere en la marcha armónica de nuestro bloque moral?
Supongamos que la América de origen español es un hombre. Cada república es un miembro, una articulación, una parte de él. La Argentina es una mano. La América Central es un pie. Yo no digo que porque se corte un pie deje de funcionar la mano. Pero afirmo que después de la amputación el hombre se hallará menos ágil y que la mano misma, a pesar de no haber sido tocada, se sentirá disminuida con la ausencia de un miembro necesario para el equilibrio y la integridad del cuerpo. Una nación conquistadora nos puede ahogar sin contacto. Si le cortan al hombre el otro pie, si le apagan los ojos, si anulan sus recursos más eficaces, si lo reducen a un pobre tronco que se arastra, ¿para qué servirá la mano indemne, sino para tenderla al transeúnte pidiendo la limosna de la libertad?
Entre las naciones existe también lo que podríamos llamar un proletariado. Para comprenderlo basta recordar el caso de Polonia, desmembrada por los apetitos de las grandes potencias; basta rememorar la guerra del Transwaal, durante la cual vimos caer al débil bajo la rodilla del poderoso; y basta contemplar actualmente la situación de la India, donde 300 millones de hombres sufren, se debaten y mueren sin lograr sacudir el yugo de Inglaterra. La existencia de los pueblos, como la existencia de los individuos, está sembrada de odiosas injusticias. Así como en la vida nacional hay clases que poseen los medios de producción, en la vida internacional hay naciones que esgrimen los medios de dominación, es decir, la fuerza económica y militar, que se sobrepone al derecho y nos convierte en vasallos.
Y como nosotros no podemos ser cómplices de los piratas de la humanidad, como por más urgentes que sean los problemas interiores no podemos olvidar las asechanzas que ponen en peligro la existencia de nuestro conjunto, como la libertad, que es el derecho de disponer de si mismo, ti ene que ser reconocida igualmente a los hombres y a las colectividades, entiendo que en nuestras preocupaciones debe entrar la resistencia a los potentados de adentro y a los potentados de afuera, y que, si en el orden nacional combatimos a los que acumulan su fortuna con el sacrificio y con hambre de los pobres, en el orden internacional tenemos que ser enemigos de los imperios, que engordan con la esclavitud de las naciones indefensas.
Cuando el canal de Panamá entregue a la actividad norte americana todo el comercio del Pacífico, cuando el ferrocarril intercontinental que debe atravesar la América Española de norte a sur derrame sobre aquellos territorios la producción, las costumbres y la lengua de una nación extraña, cuando los Estados Unidos se inclinen a recoger lo que hemos sembrado en tantos años de esfuerzo, entonces, recién entonces, sentiremos en toda su intensidad viviente la atracción salvadora de la raza, entonces, recién entonces, comprenderemos la solemnidad del instante por que atravesamos hoy. Las divisiones y las guerras civiles nos han imposibilitado en muchos puntos para desarrollar una acción verdaderamente fecunda, y - ya he dicho que voy a formular verdades severas, - no somos ante el bloque anglosajón más que un nacimiento desigual, donde existen maravillosos centros prósperos y lamentables llanuras abandonadas, que obedecen a las leyes y gobiernos distintos, en una confusión favorable a todas las hecatombes.
Pero los pueblos tienen que estar siempre a la altura de los conflictos que los cercan. La dificultad debe centuplicar el empuje. Y el peligro que evocamos en este día para romper con los engreimientos prematuros., el peligro que compromete, no sólo el porvenir de la América Española sino el desarrollo de la raza entera, cuyos destinos son solidarios no es un peligro irremediable. En nuestras manos está evitarlo. En el fondo de la democracia existen las energías necesarias para rehacer el porvenir.
Yana he creído nunca que nuestra raza sea menos capaz que las otras. Así como no hay clases superiores y clases inferiores, sino hombres que por su situación pecuniaria han podido instruirse y depurarse y hombres que no han tenido tiempo de pensar en ello, ocupados como están en la ruda lucha por la existencia; no hay tampoco razas superiores ni inferiores, sino grupos que por las circunstancias particulares en que se desenvolvieron han alcanzado mayor volumen, y grupos que, ceñidos por una atmósfera hostil, no han podido sacar a la superficie toda la savia que tienen dentro.
El hecho de que los norteamericanos, cuya emancipación de Inglaterra coincide casi con la de las an¬tiguas colonias españolas, hayan alcanzado en el mismo tiempo, en parecido territorio, y bajo idéntico régimen, el desarrollo inverosímil que contrasta con el desgano de buena parte de América, no se explica a mi juicio, ni por la mezcla indígena, ni por los atavismos de raza que se complacen en invocar algunos, arrojando sobre los muertos la responsabilidad de los propios fracasos. La desigualdad que advertimos entre la mitad del Continente donde se habla inglés y la mitad donde se habla español, deriva de dos causas evidentes.
Primero, las divisiones. Mientras las colonias que se separaron de Inglaterra se unieron en un grupo estrecho y formaron una sola nación, los virreinatos o capitanías generales que se alejaron de España, no sólo se organizaron separadamente, no sólo convirtieron en fronteras nacionales lo que eran simples divisiones administrativas, sino que las multiplicaron después, al influjo de los hombres pequeños que necesitaban patrias chicas para poder dominar. El contraste entre los dos grupos no puede ser más completo. Los 100 millones de hombres, que viven en las 13 jurisdicciones coloniales que se independizaron de Inglaterra, tienen, desde el punto de vista nacional, una sola voluntad y un solo fin. Los 80 millones, que viven en las 8 jurisdicciones que se segregaron de España, forman veinte Repúblicas distintas y tienen, por lo tanto, veinte voluntades y veinte fines antagónicos.
La segunda causa de esta desigualdad es la orientación filosófica y las costumbres políticas que han predominado en el grupo. Mientras los Estados Unidos adoptaban los principios filosóficos y las formas de civilización mas recientes, las Repúblicas hispanoamericanas, desvanecido el empuje de los que determinaron la independencia, volvieron a caer en lo que tanto habían reprochado a la Metrópoli. Aquí el autoritarismo, allá la teocracia, en todas partes hubo una ligadura que detuvo la libre circulación de la sangre. Una oligarquía temerosa y egoísta se apoderó de las riendas del gobierno en la mayor parte de los Estados. Y como un pueblo solo puede desarrollarse integralmente dentro del libre pensamiento y dentro de la democracia, como sólo en las ideas modernas y en los actos emancipadores está el secreto de las grandes victorias colectivas, las Repúblicas hispanoamericanas, que no supieron vencer o moderar a tiempo su orientación errónea, se han dejado adelantar por la República anglosajona, que, aligerada de todas las supersticiones, avanza resueltamente hacia el porvenir.
Pero repito que el hombre puede modificarlo todo. La vida depende de nosotros. Son nuestros músculos intelectuales y morales los que forman la historia. No avanzamos al azar en un carro sin rien¬das cuyos caballos, desbocados, nos arrastran a su capricho. Somos los dueños de nuestra acción colectiva. Nuestra voluntad es el eje del mundo en que nos movemos. Y, si existe bien arraigada la idea de evolucionar, si vemos hervir dentro de nosotros una sinceridad, una convicción y una fe profundas en el progreso, si nos sentimos levantados por una de esas grandes olas históricas que, al subir, se hielan, a veces, y se convierten en pedestal de una generación, no cabe duda de que podemos hacer brotar de nuevo, de nuestras propias entrañas, el ímpetu esplendoroso que no tuvo rival en otros tiempos. Pero ello solo florecerá, a condición de que sepamos claramente lo que nos falta y lo que nos sobra. Hay que modificar muchas ideas corrientes.
Recordemos que, el obrero, que el asalariado que el hombre que alquila sus músculos o su inteligencia a los que poseen el dinero, no es una simple herramienta que se arroja después de conseguir lo que se apetece, no es un útil de carne cuyas funciones se limitan a favorecer el triunfo de los otros, sino un organismo completo y viviente, que, desde el punto de vista humano, ti ene necesidades, pasiones, ensueños y esperanzas, y que, desde el punto de vista económico, es el elemento creador, el verdadero dueño de todas las riquezas que nos circundan.
Estrechemos cada vez más los lazos que nos unen, porque, así como los americanos no podríamos ver a España en peligro, sin sentir que peligraba con ella nuestro origen y el manantial de nuestra vida, los españoles no pueden ver comprometido el porvenir de América, sin asistir a la muerte de sus más íntimos deseos, de sus nuevas encarnaciones y de su prolongación histórica.
Reprobemos la violencia de los que recurren a la persecución y a la matanza para acallar las reclamaciones populares, cavando así un abismo en medio del país y comprometiendo el desarrollo del conjunto, al crear, dentro de las propias fronteras, dos naciones antagónicas.
Multipliquemos las iniciativas, pongamos en juego todos los resortes de nuestra actividad y nuestro ingenio, modifiquemos el andamiaje carcomido de nuestras costumbres, seamos ágiles y emprendedores y llevemos al grado máximo el desarrollo y la riqueza nacional, convencidos de que el bienestar del pueblo deriva del adelanto general, y de que sólo puede existir un proletariado capaz de hacer valer sus reivindicaciones en una nación próspera, respetada y triunfante.
Vigoricemos nuestro empuje, rivalicemos con los más altos en las luchas modernas de desarrollo y de vitalidad. Una nación no puede vivir de sus recuerdos heroicos, ni de sus aptitudes para el arte o para la elocuencia. Es necesario tener vida actual, industrias florecientes, riqueza desbordante, fuerza aplicable al siglo en que vivimos. Hay que competir en acción práctica con nuestros adversarios a los cuales no es posible vencer con personajes de leyenda, con pinceles o con liras. Claro está que una nación sin arte y sin ideal, es una nación sin alma. Pero en nuestras épocas rudas y especulativas, ¿qué logran conseguir el arte y el ideal, sin una base sólida de prosperidades materiales que sostengan y preserven lo que solo puede ser cúpula y complemento de una civilización?
Iluminemos los cerebros y las conciencias, difundamos la educación y el saber en todas sus formas para suscitar hombres nuevos y para acabar con las supersticiones, que son anacronismos, en una época en que, después de haber vencido la distancia, empieza a apoderarse el hombre del espacio y a forzar los límites de lo desconocido.
Seamos todos los días más dueños de nosotros mismos, tengamos la confianza y la voluntad de vencer y trabajemos incansablemente en favor de la grandeza hispanoamericana, no sólo desde el punto de vista intelectual y moral, no sólo considerada como tema de discursos y amplificaciones, sino en lo que ella puede tener de tangible y práctico, dando tregua en el Nuevo Mundo y aquí a las pasiones minúsculas para edificar al fin, sobre el futuro, en tanto así las bases de la democracia ideal.
La vida nos demuestra que el triunfo o la derrota no dependen de las circunstancias extrañas, sino de nosotros mismos. En el tiempo y en la historia no existen las loterías. No hay guerras desgraciadas, ni banderas sin suerte; lo que hay son pueblos preparados y pueblos analfabetos, gobiernos previsores y gobiernos incapaces, conjuntos bien organizados y multitudes dispersas.
No digo que para robustecemos volvamos a reconstruir el grupo que formábamos antes. La independencia de las antiguas colonias, aun de aquellas que se ha separado hace poco de España, es un hecho irrevocable sobre el cual no es posible volver. Tampoco insinúo una corriente insensata hacia los bélicos ardores. Las rivalidades y las luchas por la expansión industrial, intelectual y lingüística son más terribles y más mortales que todos los choques sangrientos. Lo que creo indispensable es que nuestra raza se fortifique, cobre el volumen, se levante, y rivalice con las mejores en todos los órdenes, de actividad, no para preparar la guerra, sino para asegurar la paz, no para intentar preeminencias, sino para evitar humillaciones, no para imponer su voluntad a los otros pueblos, sino para impedir que los otros pueblos le impongan a ella la suya, en estas terribles colisiones silenciosas de la política de nuestro siglo.
Reunidos en dos grandes grupos, independientes entre sí, pero solidarios, refundidos allá en una sola coordinación, renovados aquí por la democracia y por el libre pensamiento, podemos ascender paralelamente hasta las cimas más altas, reconquistando así el vigor necesario para defender nuestras costumbres y para tener a raya la presión de los otros grupos, hasta que lleguen las épocas de la fraternidad definitiva y podamos entregar intacta nuestra contribución de pensamiento y de gloria, en el instante supremo de la fusión universal.
En este día que recuerda un hecho memorable de nuestra historia, un saludo a Cristóbal Colón es un saludo a España, y un estrecho abrazo de todos los pueblos que se expresan en su idioma. Por eso quiero terminar evocando esa gran sombra para que, domando otra vez las olas tumultuosas que mecieron las sublimes carabelas, zarpe esta noche del puerto de Palos el recuerdo del gran Almirante y para que, después de reconciliar a los pueblos de Sudamérica, después de restablecer allá la noble comunión de los orígenes, se vuelva resueltamente hacia España, y, con la autoridad del que figura entre los hombres más grandes de la historia, tendiendo un puente de concordia con los dos brazos extendidos, como si tocara a ambos continentes con los dedos, empuje la marcha armónica de las dos grandes fracciones de la raza, hacia la fecunda labor que nos espera.
Si sabemos ser modernos, el porvenir nos pertenece.
MANUEL UGARTE

[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.

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