noviembre 07, 2010

"Las nuevas tendencias" Manuel Ugarte (1908)

LAS NUEVAS TENDENCIAS [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[28 de Diciembre de 1908]

El talento, lejos de ser un fenómeno individual, es un fenómeno social. En un hambre se condensa un momento de las colectividades. Por uno de los poros humanos surge la savia del conjunto. Con la ayuda de un cerebro, se exterioriza un gesto colectivo. El pensador y el artista no son más que un producto de la ebullición común, como la flor es un brote de la vitalidad de la tierra. Si pierde contacto con el jugo que lo nutre, se marchita. Su fuerza sólo es verdaderamente eficaz puesta al servicio del elemento que lo engendró. Por eso es por lo que los hombres superiores tienen que defenderse ante todo del orgullo, que les induce a suponer que dan a la colectividad más de lo que de ella reciben. El genio entre los genios sólo conseguiría condensar o idealizar el empuje de un grupo o de una época. Si el pueblo y el siglo deben agradecer el esfuerzo de la unidad que les da voz, ésta tiene que estar reconocida también al conjunto que la sostiene y le permite ser brazo, cerebro y corazón de una raza.
Se ha dicho que a las bases que la historia confirma desde los orígenes suelen escapar los que aspiran a ejercer orgullosamente, al margen de las corrientes generales, una especie de apostolado de la belleza pura. Pero si observamos el fondo de las cosas, vemos que estos mismos artífices traducen y expresan sensaciones comunes en una de sus formas menos difundidas quizás, pero en una de sus formas naturales. La ilusión es una necesidad del espíritu. El ensueño es el oxígeno de las almas. Y si nadie puede condenar a los que, de acuerdo con su temperamento, realizan una obra de contemplación, también salta a la vista que nuestras sociedades no están pidiendo miniaturistas, sino grandes voces humanas que anuncian al mundo la buena nueva de su advenimiento y su victoria. Esto es por lo menos lo que repite en todos los tonos una juventud ávida de orientación y de guía.
El error proviene de la epidemia de "cerebralismo" que reinó hasta hace poco. En regiones selváticas y excesivas, donde parece que los seres debieran darse cintarazos con el corazón, llegó a difundirse una atmósfera mefítica de atildamiento y minuciosidades. La producción se resintió de ello. Todo se volvía discutir fórmulas y sistemas, todo olía a lectura y a semiplagio, todo tenía el color gris de un ejercicio de retórica. Y no es que abundaran los artistas inferiores. A través de la espuma superficial se advertían los temperamentos pletóricos. La luz se escapaba por entre las trabazones artificiales. La savia coloreaba la piel e hinchaba las venas. Pero el mundo gemía bajo la superstición de la moda. ¿Quién osaba ser sincero? El alma se deformaba bajo el corsé. El amaneramiento nacido del afán de perfección, el deseo de sorprender al público letrado, la falta de confianza en las propias fuerzas y la cortedad que en todo tiempo empuja a escribir "lo que se escribe" y a esconder todo amago de independencia, esterilizaron el empuje de los que adoptaban un estilo o una actitud como se elige un traje o una corbata. En vez de interrogarse y ceder a las inclinaciones íntimas, observaban en tomo y se plegaban a las corrientes generales sin más programa que confundirse con los que parecían triunfar momentáneamente.
De más está decir que este reproche no encierra el menor asomo de hostilidad sectaria. Los que han querido hacer de mí un adversario de determinadas formas o escuelas se han enredado en un error. Basta un poco de flexibilidad de espíritu para admirar el arte en todas sus manifestaciones. Muchos de los que defienden ideales contrarios a los míos han podido darse cuenta de ello por los elogios que en más de una ocasión les he tributado. Pero al ensayar un bosquejo de aquellas horas grises y ensimismadas, no es posible dejar de señalar la inconsciencia verbosa de los que se creyeron exquisitos porque exageraron los defectos y olvidaron las cualidades de los predecesores que les servían de apoyo. En esa torpe sumisión había un renunciamiento de la personalidad, condición primera del arte. Porque la distintiva del talento es ante todo, la manera de ver original. No es posible hallar en la historia dos corazones iguales. Y si parecen asomar alguna vez, es porque uno de ellos es un reflejo del otro.
De ese mareo mal desvanecido aún han quedado varias supersticiones: entre ellas la que exige que la literatura y la vida sean cosas diferentes. Observemos en tomo. ¿Por qué razón el hombre vivaz meditabundo o apático que nos maravilla con su buen humor, su pesimismo o su impasibilidad, resulta así que escribe un personaje completamente distinto? ¿Por qué se despoja al tomar la pluma de todo lo suyo para envolverse en un manto artificial y hacerse una fisonomía ficticia? ¿Por qué olvidan tantos que el arte sólo es una prolongación de la existencia y que el artista, lejos de resultar una abstracción intermitente, es un atleta de carne y hueso que no hace más que traducirse y entregarse en sus obras? Lo que neutraliza el esfuerzo de muchos es esa falta de sinceridad. Porque toda acción es efímera y flotante si no tiene raíces en la época, en el país o en el alma del que escribe.
De aquí que más de un autor excelente carezca hoy de editor y de público. Como no riman con las inquietudes generales, como no traducen nada que vibre en el corazón de los demás, no hallan quien compre ni quien haga circular sus libros. Y ello contribuye a prolongar las costumbres humillantes de los primeros tiempos. [Cuántos son los que, a pesar de una celebridad relativa, siguen pagando la impresión de volúmenes que sólo leen los colegas mientras el público, que se ríe de la retórica y pide almas palpitantes, va a buscar su alimento intelectual al extranjero!
¿No nos hemos preguntado nunca por qué razón las obras de los escritores franceses, italianos o ingleses concuerdan con nuestro espíritu mucho más que la mayoría de los engendros que se multiplican en tomo nuestro? Tengamos el valor de encaramos con la verdad. Esos libros reflejan paisajes, sociedades y costumbres extrañas, pero si carecen para nosotros del aliciente local, tienen por lo menos el mérito de reflejar la manera de ver de una época, de poner en evidencia el alma de un autor y de ser accesibles, naturales y humanos.
De más está decir que no confundimos lo claro con lo vulgar. Homero, Cervantes, Shakespeare y Hugo fueron altísimos creadores de belleza y están al alcance de todos. El aristocratismo borroso de que se jactan algunos retardatarios, no fue en todo momento más que un expediente de la impotencia. Los grandes espíritus tienen que ser siempre diáfanos y populares. Sobre todo en nuestras repúblicas sudamericanas que envueltas en el vértigo de su prosperidad y de su triunfo, mordidas por la savia nueva, esclavas de la impro¬visación vertiginosa, que es la esencia misma de su vivir, ignoran los atavismos y los cansancios de las civilizaciones viejas y exigen el cuadro general, la visión vasta que debe traducir el ímpetu y la vitalidad del conjunto.
Los que obstinados en trabajos minuciosos suplen con vanidad la perseverancia que les falta, se equivocan al proclamar que entre nosotros no hay ambiente para las cosas del espíritu. Nada es más injusto que arrojar sobre la masa la responsabilidad de las flaquezas personales. ¿Cómo no ha de haber ambiente en comarcas en ebullición, donde todo está por hacer y donde se entrechocan los esfuerzos y las ambiciones más disímbolas, en un mundo maleable y espeso de esperanzas y de ímpetus? Lo que falta entre nosotros son brazos para las tareas intelectuales. Porque pocas veces se ha ofrecido en el mundo un momento más grandioso, una oportunidad más franca y más feliz para inmortalizar el esfuerzo y cosechar todas las glorias.
MANUEL UGARTE

[1] Publicado en El Nuevo Tiempo, de Bogotá, 28 de diciembre de 1908. Archivo General de la Nación Argentina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario