SOCIALISMO Y PATRIA [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[2 de Julio de 1908]
Las resoluciones del Congreso de Stuttgart, forzosamente vagas puesto que tienen que aplicarse igualmente a caracteres y países muy diversos, no han podido aplacar en Francia las discusiones y las polémicas que suscita la pretendida incompatibilidad entre el socialismo y la patria.
¿Debemos ser antipatriotas? Yo, por mi parte, creo que no.
Las declaraciones fundamentales de la Internacional Socialista establecen -y ese deseo está vivo dentro de nuestras conciencias- la necesidad de perseguir con la completa reconciliación de los hombres, la abolición de las fronteras y el fin de las demarcaciones de nación o de raza. Pero al lado del ideal lejano, existe, a pesar de nuestros esfuerzos, la realidad de las épocas en que vivimos y los atavismos de los grupos que no han llegado a su completa evolución y conservan en el pensamiento o en la sangre muchas partículas de los antepasados. Si un pueblo se siente agredido, ¿debe doblar la cerviz?
No planteo un problema de orgullo, sino una cuestión de bienestar. A consecuencia de la incomunicación en que han vivido los hombres durante largos siglos, los entendimientos y las conciencias no se han desarrollado paralelamente. Cada grupo se ha conducido a su modo, sufriendo corrientes locales y dando lugar a diferenciaciones de cerebro y de ideal. ¿Debemos ahogar nuestra manera de ver para plegarnos a la del vecino? Porque si en nuestra América las fronteras marcan o separan muy poco, ligados como estamos por un mismo origen y una misma historia, en Europa no ocurre lo mismo. Hay profundas antinomias de cultura entre ciertos pueblos. Y nosotros tenemos que abarcar el problema de una manera universal.
Atados como estamos a una labor práctica y tangible de renovación y de resurgimiento, no podemos ignorar las realidades que nos sitian.
Además, somos hombres como los demás y lejos de vivir suspendidos en la atmósfera, ajenos al tiempo y al espacio, echamos raíces en el lugar y en la época en que se desarrolla nuestra actividad y tomamos apego a las cosas que nos rodean, a las visiones familiares, a la continuidad ya la localización de nuestro esfuerzo. En vano ensayaremos sobreponernos con la razón a los impulsos irreflexivos de nuestra naturaleza. La realidad se opondrá a la ciencia aprendida y sin dejar de concebir las más altas acciones nos sentiremos sujetos a los impulsos de nuestro ser.
Si no concebimos la patria -porque sería un anacronismo- bajo la forma ruda de los hombres de ayer, la imaginamos como un conjunto de costumbres, de cualidades, de defectos que riman con nuestro organismo interior y coinciden con las tendencias personales. Hay cierta complicidad en la educación, en las corrientes internas, en los procedimientos, en la lengua, en mil cosas disímbolas y a veces indefinibles. Y esa complicidad es la que anuda a los hombres y los amasa en montones diversos.
Pero, entonces, dirá alguno, ¿debemos respetar el patriotismo? Entendámonos.
Yo también soy enemigo del patriotismo brutal y egoísta que arrastra a las multitudes a la frontera para sojuzgar a otros pueblos y extender dominaciones injustas a la sombra de una bandera ensangrentada; yo también soy enemigo del patriotismo orgulloso que consiste en consideramos superiores a los otros grupos, en admirar los propios vicios y en desdeñar lo que vi ene del extranjero; yo también soy enemigo del patriotismo, ancestral, del de las supervivencias bárbaras, del que equivale al instinto de tribu o de rebaño. Pero hay otro patriotismo superior, más conforme con los ideales modernos y con la conciencia contemporánea. Y ese patriotismo es el que nos hace defender contra las intervenciones extranjeras, la autonomía de la ciudad, de la provincia, del Estado, la libre disposición de nosotros mismos, el derecho de vivir y gobernarnos como mejor nos parezca. Y en ese punto todos los socialistas tienen que estar de acuerdo para simpatizar con el Transvaal cuando se encabrita bajo la arremetida de Inglaterra, para aprobar a los árabes cuando se debaten por rechazar la invasión de Francia, para admirar a la Polonia cuando, después del reparto, tiende a reunir sus fragmentos en un grito admirable de dignidad y para defender a la América Latina si el imperialismo anglosajón se desencadena mañana sobre ella. Todos los socialistas tienen que estar de acuerdo, porque si alguno admitiera en el orden internacional el sacrificio del pequeño al grande, justificaría en el orden social la sumisión del proletariado al capitalista, la opresión de los poderosos sobre los que no pueden defenderse.
Por eso es que cabe decir que el socialismo y la patria no son enemigos, si entendemos por patria el derecho que tienen todos los núcleos sociales a vivir a su manera y a disponer de su suerte; y por socialismo el anhelo de realizar entre los ciudadanos de cada país la equidad y la armonía que implantaremos después entre las naciones.
MANUEL UGARTE
[1] Artículo publicado el 2 de julio de 1908 en el periódico La Vanguardia, órgano del Partido Socialista de la República Argentina.
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