noviembre 07, 2010

Conferencia de Manuel Ugarte en la Sorbona: "Las ideas francesas y la emancipación americana" (1911)

CONFERENCIA EN LA SORBONA, DE PARÍS [1]
Las ideas francesas y la emancipación americana
Manuel Baldomero Ugarte
[14 de Octubre de 1911]

En el instante de abordar tan alta tribuna en la capital enorme que ejerce sobre la vida americana tan decisiva influencia, experimento más bien el deseo de escuchar que el de tomar la palabra. Si no temiera parecer adulador, diría que cuando se habla desde esta casa, que es el punto culminante de la civilización latina, se habla en realidad desde la cima del mundo. Y al pronunciar estas palabras creo obedecer a un patriotismo superior, porque en realidad no me siento extranjero en este país. El mejor modo de acercarse a los grandes pueblos, es contemplarlos. Y yo he contemplado a Francia durante quince años, desde mi más lejana juventud, cuando llegué de la Argentina para absorber o desarrollar las ideas o los sueños que traté de expresar más tarde. He visto a Francia levantada por entusiasmos generosos y unánimes, preocupada por problemas enormes, agrietada por las cóleras, pero la he visto siempre grande, siempre ocupada en salvar los límites de la sombra, abolir la distancia, descifrar lo invisible y vencer al cielo mismo con sus pájaros fantásticos que parecen marcar la etapa suprema del genio del hombre.
Educado en este medio, he conservado el contacto con mi nacionalidad con ayuda de viajes a la ciudad natal, y he advertido todos los días que cuanto más amaba a Francia más cerca me encontraba de mi propio país, y que cuanto más amaba a mi país, más me sentía atraído por Francia. Hasta que llegó el momento en que me pregunté cuáles eran las bases o los orígenes de esa profunda simpatía, que no resultaba una inclinación personal, favorecida por una permanencia larga, sino que era, que es, que será, he podido comprobarlo hablando con latinoamericanos de diversas repúblicas que nunca han salido de su país, la aspiración natural de ochenta millones de almas.
No es de un país en particular que voy a ocuparme, es del conjunto del vasto movimiento que sacudió al Nuevo Mundo, porque creo que el mejor medio de honrar a cada una de nuestras repúblicas es probar que ellas no son obra de la casualidad, mostrando en toda su amplitud el terremoto general que las hizo nacer. Esto me permitirá también poner de relieve, de una manera por decirlo así tangible, la acción del pensamiento francés sobre nuestra libertad y nuestra vida.
Empecemos por recordar las bases sobre las cuales vamos a evolucionar.
Los 180 millones de habitantes que se reparten allá un poco más de 30 millones de kilómetros cuadrados, están divididos por el origen, el idioma y las costumbres en dos fracciones distintas. Al norte, los que sobre la base de las antiguas colonias inglesas han acumulado inmigraciones en gran mayoría concordantes, que han dado por resultado una admirable y fabulosa república de más de 100 millones de hombres. Al sud, desde los territorios mejicanos de Chihuahua y de Sonora, hasta el Cabo de Hornos, las veinte repúblicas que fueron colonizadas por España y Portugal, sobre las cuales se ha volcado desde hace tres cuartos de siglo la emigración y la cultura latina. La frontera norte de México es así como una cordillera que separa dos elementos, dos modalidades, dos formas de vida. Del otro lado de ella se habla inglés, se desprecia a las razas indígenas, se invoca a Inglaterra y se desarrolla la cultura anglosajona. De este lado, se habla en español, ha habido mezcla con los indios, se simpatiza con las naciones meridionales de Europa y se defienden las ideas y las direcciones de la Europa Latina.
No olvido que el movimiento filosófico del siglo XVIII y la metamorfosis que los Enciclopedistas acababan de imponer al mundo se sintieron igualmente en la América anglosajona que en la latina.
Aunque los Estados Unidos experimentaran la influencia de la Revolución inglesa de 1649, es imposible negar que la agitación que devoraba a Francia en la aurora de su glorioso terremoto tuvo una influencia segura del otro lado del océano, como lo prueba, para no hablar más que de los hechos históricos más familiares, la intervención de Lafayette, el envío de tropas a Washington y el inolvidable viaje de Franklin, el domador del rayo celeste, que atravesó el mar para venir a pedir aquí el rayo humano: la Libertad.
Era aquella la época en que la Francia, que siem¬pre ha servido de campo de experiencias a la inquietud y al espíritu renovador de la especie, irradiaba sus ideas y sus hombres sobre el mundo, poseída ya por el delirio grandioso que debía empujarla algunos años más tarde a dar constituciones, reyes y principios a la humanidad entera.
Sin embargo, en la América Latina la influencia francesa se hizo sentir de una manera incalculablemente más poderosa que en cualquier lugar. Desde el fin del siglo XVIII, nos llega, primero de rebote, después directamente.
Según las formas de colonización que predominaban entonces en España, de la cual estamos orgullosos de descender y por la cual conservamos el más profundo respeto y la afección más filial, España nos había aislado del mundo. La Metrópoli velaba celosamente sobre el comercio y las lecturas. Sólo se podía respirar el aire que venía de ella. Pero, la revolución de 1789 había cambiado la faz de Europa, y España misma empezaba a sentirse contaminada. Sus patriotas reclamaban una Constitución, las doctrinas liberales ganaban terreno, la nación ardía en la hoguera y las chispas saltaban hasta las colonias, cuyos habitantes, molestados por el sistema centralista, por los impuestos y por los abusos de los delegados del poder, estaban naturalmente preparados para propagarlas.
Los primeros gérmenes vivificadores del pensamiento francés llegan así a nosotros por intermedio de los que desde el punto de vista político nos secuestraban. Son españoles ganados por la fiebre internacional de los tiempos los que lanzan en Venezuela, en 1796 el primer grito separatista; es la elocuencia de los patriotas de la Península la que empuja a la rebelión a los soldados que debían embarcarse para restablecer el orden en las colonias; es con ayuda de las tripulaciones del Rey mismo que penetran en forma de folletos los principios de la Revolución.
Las ideas francesas se infiltran pues en la Amé-rica Latina durante el primer período por tres conductos: por el ejemplo de lo que ocurría en España, por la palabra de los inmigrantes españoles que traían consigo la inquietud que en todas partes trabajaba los cerebros, y por los raros impresos que escapaban a la vigilancia de los virreyes,
Nada era más inseguro que este último medio. Las memorias de la época refieren que en 1798, habiendo descubierto las autoridades de Nueva Granada la existencia de una Historia de la Convención, el propietario fue condenado a diez años de presidio en los calabozos de Cádiz.
Pero la inquietud intelectual de los hombres no se deja vencer por los riesgos. Se repite que el oro es el dueño de todo, pero se olvida que las mas grandes acciones humanas, los esfuerzos mas poderosos, los sacrificios mas inauditos, los gestos mas admirables, los actos, en fin, que han cambiado la faz del mundo, han sido inspirados por el idealismo, por la necesidad de hacer triunfar una idea, superarse a los propios ojos y si es posible sobrevivirse en la gloria.
Es así, por lo menos, que, en su modesta esfera, procedían al otro extremo del mundo los patriotas sudamericanos de fines del siglo XVIII. ¿A dónde iban, por ejemplo, y esto es histórico, los hombres graves que envueltos en su capa y con el sombrero sobre los ojos, se escurrían temerosamente en una noche de octubre de 1794 por las calles tortuosas de la pequeña ciudad de Bogotá? Apenas se oía su respiración. Antes de desaparecer en una puerta se detenían para mirar a derecha e izquierda, temerosos de ser seguidos. Un soplo airoso y trágico emanaba de ellos. Se comprendía que el peligro los acechaba en todas las encrucijadas. ¿Qué propósito perseguían? ¿Se trataba de un complot? ¿De un crimen? ¿De un tesoro escondido? Nada de eso. Esos seres que resbalaban a lo largo de los muros y que representaban lo mejor de la población colonial, iban simplemente a casa de un amigo, para tratar de traducir, con sus precarios conocimientos del francés, un ejemplar de la Declaración de los Derechos del Hombre que un marinero audaz había traído desde Europa.
Pero no quisiera parecer sectario, insistiendo sobre uno de los aspectos de la enorme perspectiva. No es un siglo del pensamiento francés lo que yo evoco cuando hablo de la influencia que habéis ejercido del otro lado del océano. Es la continuidad de vuestra historia múltiple y deslumbrante, desde vuestros reyes magníficos, cuya gloria y cuya fama se reflejaban sobre el Continente Nuevo, hasta el hombre extraordinario y genial que solo podía ser vencido por la fatalidad, como esos árboles seculares que solo son volcados por el rayo. Es el conjunto de vuestra incomparable cabalgata a través del tiempo y de la vida lo que nosotros admiramos. Es Francia toda entera, con sus grandezas, sus desigualdades, sus inquietudes, sus fiebres, sus desfallecimientos y sus locuras lo que nosotros admiramos en bloque, porque todo ha sido acaso necesario en la elaboración misteriosa de la gran fuerza moral que no podría hoy desaparecer ni disminuir sin que hubiera en el mundo algo así como el pánico que determinaría en el espacio la caída de un planeta.
En el segundo período, la influencia se vuelve como ya dijimos directa. Pero antes de comenzar a desarrollar esta parte, conviene definir cual fue el carácter de la Revolución Sudamericana.
Esta no podía ser de ninguna manera, - y lamento tener que pronunciarme contra ciertas interpretaciones patrioteras, esta no podía ser un movimiento contra España. Sus jefes eran casi todos de pura descendencia castellana, los indios y los mestizos solo intervinieron como ayuda, la ausencia de emigraciones extranjeras había mantenido intacta la composición de los orígenes. Es imposible que los españoles de las colonias, cuya filiación era tan cercana, cuyo parecido era tan claro con los españoles de la Metrópoli, hayan tenido un solo momento la idea de atacar a la Madre Patria en lo que ella ti ene de durable, de profundo, de intangible. En realidad, empujando hasta el fondo de las causas, no se puede decir que América se emancipó de España; se emancipó -y comprobamos un fenómeno análogo en los Estados Unidos,- se emancipó de la inmovilidad, de la terquedad, del conservatismo y de la desidia del partido que estaba en el poder en la Metrópoli. La América Española quería cambiar libremente sus productos, elegir sus lecturas, abolir la Inquisición que subsistía aún allá a principios del siglo XIX y sacudir la opresión de los delegados ávidos de enriquecerse a sus expensas. La Revolución fue económica y política, pero no fue nacional. Nosotros no queríamos abandonar a España para ir en busca de otra nación Las incertidumbres y las gestiones de los primeros patriotas prueban que ni se soñó en los comienzos en adoptar un gobierno fundamentalmente autónomo. Se podían condenar los métodos de colonización y hasta la orientación global de España, pero en la osamenta, en los resortes íntimos, seguíamos formando parte integrante de ella.
Hay que comenzar pues por decir lealmente que la influencia francesa del segundo período no viene a substituirse bruscamente a otra influencia, en una metamorfosis imposible, dada la marcha serena de la vida. Viene a injertarse en el tronco español para matizar el carácter y modificar un estado de espíritu. Pero, ¡ cuán poderosa y fecunda en resultados es la obra que Francia realiza en las comarcas nuevas, casi sin saberlo, en una de esas improvisaciones espontáneas, independientes de todo contralor, que asombran a los mismos que las han determinado!
Desde que se aflojan los lazos, desde que se abren las ventanas, las ideas francesas empiezan a penetrar en nuestros países tumultuosamente. Primero, desde el punto de vista político, el principio de independencia religiosa, que debe llevarnos después a separar la iglesia del Estado en México, a proclamar el divorcio en el Uruguay y a decretar en todas partes la libertad de cultos. Después son las tendencias democráticas que nos inducen a suprimir los títulos de nobleza, a abandonar las fórmulas solemnes que aun perduran en España y a nivelar los detalles de la vida. Y es por fin la forma republicana de gobierno, un poco prematura acaso en algunas de nuestras democracias inexperimentadas, pero susceptible de dar mas tarde como ya empieza a dar, los resultados más felices.
Desde el punto de vista intelectual y moral, la influencia francesa se traduce por viva inclinación hacia las cosas del espíritu, por una merma de prejuicios, por una creciente necesidad de exactitud, de claridad, de método, por una tendencia hada la simplificación y la armonía y por una flexibilidad que nos prepara a comprender todas las civilizaciones,
Todo esto se aclimata, naturalmente, por etapas.
Las revoluciones no tienen, en los comienzos, al margen de las veleidades de organización, más que el deseo de vencer. Y la nuestra, comprometida en ciertas regiones por las vueltas ofensivas de la Metrópoli, no pugnó al principio más que por no dejarse ahogar.
Pero, hasta en esta época de heroica locura, todo el pensamiento de la América Española afluyó hacia Francia. Es a Francia que el cubano José Caro pide socorro para continuar la insurrección de Nueva Granada. Es con el espíritu de Francia escondido entre los pliegues de su capa que llega a Caracas el General venezolano Miranda, que acaba de combatir en las filas de la Revolución Francesa. Los patriotas de México eligen, imitando a Francia, un Triunvirato y proclaman Emperador a un hombre salido de las filas del pueblo. Y es a Francia, siempre a Francia, que Nariño se dirige para obtener elementos de guerra.
Su entrevista con Tallien pone de relieve a la vez, y esto entre paréntesis, la grandeza olímpica y el lirismo de la Época: "Vengo a pedirte armas para libertar la mitad del mundo, dice el solicitante"
«Aquí están», - contesta el revolucionario entregándole el manuscrito de un discurso.
Pero no es sólo el concurso de las ideas lo que la América Latina recibe de Francia, también es el concurso de los hombres.
El General Miguel Brayer, que había servido a las órdenes de Napoleón, va a ofrecer su espada a Chile; Pedro Labatut, a la cabeza de la insurrección colombiana guía los primeros pasos de Bolívar; y Liniers se levanta en el Río de la Plata para defender la costa Atlántica contra la invasión inglesa.
Es este acaso el momento más importante de nuestra historia, porque hubiera podido cambiar las perspectivas del porvenir.
Liniers simboliza, mejor que cualquier otra figura de su tiempo, la feliz superposición, la coincidencia a veces sorprendente del carácter francés y de las tendencias sudamericanas. En la lejana colonia española, en un momento en que las comunicaciones eran difíciles, Liniers hubiera debido sentirse extranjero y ser considerado como tal. Sin embargo, en momentos en que las autoridades de Buenos Aires abandonaban la ciudad al ejército del General Witeloke, en el momento en que todo parecía perdido, un solo hombre intenta el esfuerzo supremo para defender el territorio, un solo hombre sabe hacerse aclamar por los sudamericanos, traduciendo su entusiasmo y sus facultades de improvisación : es el francés Liniers.
Las características que nos acercan a Francia estaban vivas ya; y el jefe extranjero no había hecho más que interpretar y poner en movimiento la iniciativa, la movilidad y el individualismo que debía formar más tarde el matiz de nuestro carácter. La casualidad colocaba así en evidencia lo que se estaba elaborando en la sombra: la conquista de un Continente lejano por las cualidades y la cultura de una gran nación que ha podido olvidamos y desdeñamos a veces, tanto individualmente como colectivamente, pero que nos ha ayudado a ver y a comprender tantas cosas, que no podemos reprocharle lo que ella no quiere comprender y ver en nosotros.
Después de la Independencia, durante un siglo, Francia ha estado siempre presente en nuestra vida. Nuestros grandes hombres momentáneamente desconocidos, como San Martín, que murió en Boulogne, como Alberdi, y Sarmiento, que pasaron largas temporadas en París, vinieron a bañarse a menudo en esta fuente de ideal. Hemos enviado a estudiar aquí a generaciones enteras que han llevado allá vuestro sello en el corazón. Vuestra literatura rema entre nosotros sin discusión, como la expresión que más estrechamente se acerca en la novela, en la poesía y en el teatro a nuestras palpitaciones íntimas. Vuestras inspiraciones ejercen sobre nuestra intelectualidad naciente una influencia indiscutible y definitiva. Algunos de vuestros mejores escritores han sido llamados por nuestros gobiernos o nuestras universidades para difundir directamente el oxígeno de vuestras cimas. Y hasta en lo que toca a la política interior, desde hace medio siglo vivimos por así decirlo vuestras propias inquietudes, porque a pesar de la distancia enorme, cada una de vuestras sacudidas ti ene una repercusión inmediata, como esos fenómenos terrestres que repercuten en los antípodas.
Si no me sintiera ceñido por el plan trazado al comenzar y si no temiera fatigaros más de lo admisible trataría de poner de relieve la influencia de Francia en todas las manifestaciones de la vida americana, desde 1752, cuando dueña de la Luisiana y de una buena parte del Nuevo Mundo, delimitaba su frontera sudeste desde la ciudad de Québec hasta la embocadura del Missisipi, hasta nuestras épocas de expansión intelectual en que los conquistadores esgrimen la pluma y la elocuencia, poniendo en fuga la sombra y el error con el galope formidable de los escuadrones del pensamiento.
Sin embargo las dos formas de acción que acaban de ser evocadas contienen una antítesis ante la cual nos detendremos si queréis un instante:
He aquí la Francia del siglo XVI en pugna con España: Francisco I contra Carlos V: el Rey cristiano contra el Rey aliado a los turcos y a los protestantes. América acaba de surgir milagrosamente de las tinieblas y las grandes naciones se aprestan a repartírsela. Una enorme colonia francesa aparece en el continente nuevo. Juan Rivoli recorre lo que es hoy la Florida, la Georgia y la Carolina; Jacobo Cartier se detiene en el lugar en que debía surgir después la ciudad de Montreal; Champlain funda Québec; De Monts Nueva Orleáns y la más fabulosa fortuna parece favorecer los planes del Rey Magnífico. Las colonias inglesas, que debían ser más tarde los Estados Unidos, no ocupaban entonces más que un millón de kilómetros cuadrados, es decir un territorio equivalente a la mitad del México actual. Vientos propicios empujaban la barca de las ambiciones francesas hacía el éxito más completo. Sin embargo, por una fatalidad inexplicable todo se derrumba. Se enciende la guerra entre católicos y protestantes. El Canadá pasa a poder de Inglaterra. El Imperio fundado por un gran hombre de estado se desmigaja entro las manos de sus sucesores. Y aquí aparece el fenómeno que es uno de los más admirables de la historia y que prueba la milagrosa vitalidad de este extraordinario país. Como si el genio de Francia no pudiese florecer realmente sino al margen de las formas directas de dominación, así que el último guerrero abandona el Nuevo Mundo, así que la última circunscripción colonial ha sido vendida a los Estados Unidos, la verdadera conquista comienza. Con su siglo XVIII filosófico, con su siglo XIX romántico, con el conjunto grandioso de sus especulaciones intelectuales, de sus realizaciones científicas, de su arte, de su vida, pródiga mezcla de exactitud y de idealismo, Francia se apodera del Continente entero y vemos realizado el imposible de un conquistador desgraciado que después de haber abandonado sus territorios vuelve a instalarse en ellos como dueño por la sola virtud de la inteligencia.
Volvamos a seguir el hilo de nuestra exposición. Solo hay una interrupción, o mejor dicho un paréntesis, en la estrecha unión de las repúblicas sudamericanas y la nación inspiradora. Una sola vez Francia ha trabajado contra los deseos de la América Latina, una sola vez ha cesado de ser el modelo admirado para transformarse en fuerza hostil. Fue en México en 1862.
Pero mirando por encima de los acontecimientos limitados, considerando los hechos en sus antecedentes y sus prolongaciones posibles, llegamos a preguntarnos si la tentativa del Emperador Maximiliano no fue en cierto modo el presentimiento de las necesidades supremas que empezamos a sentir en la hora presente, si no fue la adivinación de un peligro que hubiera sido mejor conjurar antes.
Que se me perdone si toco este punto; pero cuando se abordan cuestiones de esta índole con altura, cuando se habla como historiador y sociólogo, cuando se tiene el respeto de los demás y de sí mismo, es posible examinar todos los problemas sin herir ningún sentimiento respetable. No es que seamos hostiles a los Estados Unidos, es que somos fieles a nosotros mismos. Nuestra voz no expresa un sentimiento de antipatía, traduce si lo pensamos bien, un voto de concordia, porque la amistad durable no puede estar basada en la sumisión del débil al fuerte, sino en el renunciamiento por ambas partes a la injusticia.
Orgullosas de su bandera nueva en el mundo, las repúblicas sudamericanas, tanto las más importantes como las más modestas, son radicalmente hostiles a toda intervención. Tenemos ya una personalidad y un carácter y aspiramos a desarrollamos en toda la extensión de la América Latina según nuestros gustos y dentro de la libertad más amplia.
Francia ha comprendido esto admirablemente.
Sabe que lo que puede pretender va más allá de las fórmulas en boga sobre la expansión y sus derivados. Lo que se ofrece al gran pueblo, no es una nueva oportunidad material, no es una coyuntura para agrupar a lo lejos sus emigraciones en vista de hipotéticas aventuras. No es ni un territorio, ni una multitud que dominar. Es algo más grande, más durable, más alto: son inteligencias que alimentar, cerebros que cultivar, caracteres que sostener en el culto y en la tradición de la raza.
No pudiendo aspirar a una obra análoga, a causa de las diferencias fundamentales que existen entre ella y los latinos de América, otra nación tiende por el contrario a ejercer allá una influencia directa. No juzgo, no recrimino. Pero la suerte reservada en 1845 y 1848 a los estados mexicanos de Texas, California y Nuevo México; la situación de Cuba, los asuntos de Nicaragua, y la política seguida en el canal de Panamá que hubiera debido ser francés y que va a resultar en otras manos una fortaleza temible, muestran la fuerza y el empuje de un imperio que, levantado en la tromba de su progreso, no es dueño él mismo de limitar su campo de acción.
Es por eso que nos volvemos hacia Francia, hacia la fuente intelectual de nuestra nacionalidad, para robustecer los lazos indestructibles que nos unen a la tradición latina.
La enorme prolongación moral que Francia ha sabido crearse del otro lado del océano, esa mitad del nuevo mundo sobre la cual reina el pensamiento francés, para gloria de la nación inspiradora y de los pueblos que le piden el calor y la luz de su ideal, esos territorios que podríamos llamar la prolongación viva de la Europa latina, no deben ser considerados, - y aquí recuerdo la diferencia que establecí al comenzar entre las dos Américas,-no deben ser considerados como una demarcación vana que se borra con una esponja diplomática, sino como una división que tiene su razón de ser en la sangre, en las costumbres, en las creencias, en el idioma, en la vida individual de cada minuto, en todo lo que respira en nosotros y en torno de nosotros, de tal manera que si otra influencia se hiciera algún día definitiva, si algún vecino poderoso quisiera separar este caudal de su destino, el continente se sentiría herido todo entero y cada individuo, aún al margen del entusiasmo nacional, se tornaría en cierto modo en una pequeña Polonia, porque nada podría someterlo sin destruirlo.
Hay antecedentes y corrientes de continuidad que no se desvían; y si nuestras patrias inmediatas son en cierto modo caprichosas, nuestra patria superior, la que comprende todos los pueblos que hablan español y portugués en el Nuevo Mundo está parti¬cularmente viva y aclimatada. Nosotros no datamos de la independencia, datamos, con las mezclas y las inmigraciones que se han acumulado después, de la conquista del Nuevo Mundo por los íberos y por nuestro punto de partida, nuestra formación, nuestra historia y nuestros gustos, prolongamos en el sud del Nuevo Mundo una tradición opuesta a la que los Estados Unidos amplifican triunfalmente en el norte.
Es necesario que las dos civilizaciones y las dos razas que se han distribuido el Continente nuevo, puedan desarrollarse sin roces y sin conflictos, de acuerdo con sus orígenes, en la zona que les fue asignada.
Yana tengo derecho a examinar aquí si en un momento en que todos los países tienden a ensanchar su campo de acción, la Europa Latina puede estar interesada en impedir el debilitamiento gradual de los pueblos que son a la distancia satélites de su genio. Pero no me está vedado formular un voto: que nuestro profundo amor por Francia aliente la simpatía que Francia puede tener por nosotros y que hagamos lo posible de un lado para acercarnos más aún, del otro para comprendernos y sostenernos cada vez mejor.
No es exacto que las Repúblicas sudamericanas sólo interesen por su producción y sus empréstitos. Hay algo que está por encima del intercambio comercial, que lo favorece o lo dificulta, que lo eleva a su supremo desarrollo o lo mantiene en una esfera inferior y ese algo es la simpatía intelectual, el parecido moral, la estrecha unión de los pueblos.
En realidad la Nueva Francia que el navegante Verrazani soñó ofrecer a Francisco I en 1523 existe en los dominios del espíritu. Y esa Francia enorme y lejana que se depura y se fortifica del otro lado del océano, ese maravilloso racimo de naciones jóvenes y vigorosas que maduran bajo el sol del otro hemisferio, es en cierto modo, a pesar de los incidentes de nuestra vida tumultuosa, una parte de vuestra propia historia, porque el hilo de luz que nos habéis dado nos lleva por Roma y por Grecia a las fuentes más puras de la civilización que cubre todavía la mitad del mundo con su prestigio y con su gloria.
Hace algunos años, durante un corto viaje a México, bajaba yo una tarde con un amigo hacia un pequeño puerto que se desvanecía en el crepúsculo. Recuerdo que sobre el cielo en delirio del trópico había a la derecha una gran nube azul, a la izquierda una gigantesca ala roja y en medio, como una presa disputada por dos grandes pájaros del espacio, el disco blanco de la luna.
Absortos ante el espectáculo, nos encontramos de pronto en medio de un grupo de colegiales que volvían a la aldea. Uno de ellos nos empujó al pa¬sar y volviéndose cortésmente pronunció en inglés: - «Excuse me».
Era un morocho travieso que tenía en sus gran¬des ojos negros el ímpetu desmelenado del andaluz y la tristeza lejana del indio.
- ¿Puesto que eres de aquí, repuso mi amigo en español, porque no hablas en tu lengua?
El rapaz se esquivó sin responder. Pero el que tenía más edad entre los del grupo se explicó: Ha creído que eran norteamericanos.
- Muy bien, respondí, pero, ¿todos los niños de este lugar hablan inglés? - Casi todos...
Había en la voz como una amargura inconsciente. La noche caía sobre los grandes árboles. El viento nos traía el vaho salado del golfo de México. Y continuamos andando hacia la ciudad, que erguía en las tinieblas las torres de su iglesia española, pensando en que efectivamente otra raza empezaba a apoderarse del porvenir, puesto que hablaba por la boca de nuestros niños.
Para mantener en el Nuevo Mundo la preeminencia de la cultura latina, para que Francia, que preside a todas nuestras manifestaciones intelectuales, que guía nuestras preferencias y nuestros gustos, que está presente hasta en nuestras escuelas, donde los alumnos estudian a menudo en los mismos textos que aquí, mantenga sus posiciones, es indispensable intensificar cada vez más el contacto entre el gran campeón de la latinidad en Europa y las comarcas que con él palpitan al unísono.
Quiero a mi bandera apasionadamente. He nacido en un país particularmente próspero y flexible que es una prueba viviente de lo que nuestra América puede llegar a ser toda entera. Pero me siento muy lejos de las concepciones localistas que nos desmigajan. Los progresos de algunas regiones del Nuevo Mundo latino, no hacen más que probar la capacidad de las repúblicas de lengua española y portuguesa en conjunto. No es una comarca determinada, no es una entidad aislada de las demás lo que debemos coronar en la victoria. Es el bloque solidario de nuestras veinte naciones, hoy dispersas, pero reunidas acaso mañana por el sueño de Bolívar en el buen sentido y en la previsión.
Yo no sé si se me acusará de ser un visionario, pero creo firmemente que la riqueza, la actividad, la cultura vigorosa que se desarrollan y crecen en el Río de la Plata y en las costas del Atlántico, irradiarán cada vez más sobre los países vecinos, salvarán cada vez más fácilmente en la América Latina nuestras fronteras convencionales; y no está lej ano el día en que después de haber hecho surgir de un extremo a otro de nuestros territorios una civilización autónoma, después de haber hecho fructificar de México a la Patagonia una existencia nuestra, después de haber cubierto la mitad del continente con las cosechas mejores nos podamos volver, como en el apólogo bíblico, hacia la Francia in-mortal para decirle, ante la prosperidad de un mundo:
-"He aquí lo que hemos hecho con tu semilla y con tu arado".
Será la mejor manera de expresar nuestro reconocimiento a este país admirable que en medio de los apetitos desencadenados no aspira entre nosotros más que a las dominaciones superiores, pensando acaso que las vegetaciones pueden cubrir la llanura, pero que solo el perfume consigue llenar al espacio.
Una palabra para terminar. Esta conferencia habrá sido como lo dije al comenzar un adiós a Francia. Dentro de dos días salgo para recorrer en una gira de conferencias las Antillas, México, la América Central y todas las repúblicas de lengua española y portuguesa. Durante ese viaje estrecharé contra mi corazón cuatro banderas; la de España, nuestra madre, la de Francia que nos ha dado su cultura y nos levanta con el soplo de su ideal, la de mi tierra argentina laboriosa y próspera y una bandera que todavía no tiene colores, que no existe más que en la imaginación de los poetas, pero que será quizá el imposible realizado de mañana: la bandera loca de la conferencia latinoamericana.
MANUEL UGARTE

[1] Esta Conferencia pronunciada en francés, fue presidida por el Decano de la Facultad de Ciencias, M. Paull Appell, patrocinada por los Ministros de la Argentina, Bolivia, Costa Rica. Perú, Uruguay y Brasil, y auspiciada por el Comité Frunce Amerique y por el Groupement des Universités.

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