CONTRA LA CORRIENTE [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[1932]
Los que hemos vivido las épocas en que, con etiqueta de "modernismo", se rendía culto a todas las indiferencias disolventes y en que, en nombre del "arte por el arte" -la velocidad por la velocidad, automóviles frenéticos que no tienen rumbo- se cultivaba una literatura de cenáculo; medirnos hoy la magnitud de la metamorfosis. No fue vano el esfuerzo contra las directivas que en determinado momento hicieron ley. Pasamos por ilusos, mediocres y plebeyos, porque hacíamos literatura con palabras usuales y no decíamos: dilecto, núbil, broncíneo, melificante, letal, redivivo, áureo y efluvio...
De ese paso sobreviven individualidades anacrónicas, con talento a veces, pero olvidadas en sus islotes, como náufragos de una concepción que se hundió. Los nuevos sienten las necesidades del siglo en que viven y de la tierra en que nacieron. Son a la vez, creadores de belleza y campeones de justicia, porque, después de todo, la justicia no es más que belleza en acción.
Son las juventudes bien enraizadas las que crearán la patria libre del futuro mediante un doble esfuerzo, para lograr que la equidad reine dentro de la nacionalidad y que la nacionalidad, respetada en su esencia, se armonice en el mundo con las otras nacionalidades.
Ambos propósitos inspiraron, desde los comienzos, mi vida literaria. Fui revolucionario para combatir la errónea organización social y fui antiyanqui, para oponerme al imperialismo que nos devora.
Las delicadezas del estilo, el ensueño de la frase, el ritmo tenue y acariciador de las palabras, son el presente que hacen los poetas -ya escriban en verso o en prosa- a sus contemporáneos. Pero esa espuma no es suficiente para apagar toda la sed de realizaciones que bulle en el fondo de las almas, ni para satisfacer el deseo de elevación. Hay que entregar a los contemporáneos un pensamiento actual, una acción tangible, que concrete la vibración del momento. Hay que pensar en voz alta. Por lo demás, lo supremo es la propia aprobación. A ella aspiré exclusivamente al adoptar las direcciones de que he hablado.
Me adherí al marxismo en tiempos en que la situación de fortuna de mis padres era más que holgada. Traía, por lo tanto, mucho que perder en la aventura. No fui el ansioso que reclama lo que no tiene, sino el altruista dispuesto
a renunciar al privilegio en nombre de la equidad. Subrayando esta actitud, decliné las candidaturas que me ofrecieron. Y así resultó que en vez de crearme una situación con el izquierdismo, entregué al izquierdismo cuanto tenía y nada gané con él, como no sea la hostilidad del grupo dominante. No ha de verse en esto una rectificación del credo, ni una censura contra los grupos avanzados. Aunque el partido Socialista adoptó más tarde una actitud hostil contra mi campaña antimperialista y aunque me hallo separado de él sólo conservo de aquellas épocas el recuerdo de nuestra solidaridad. Los hombres -siempre lo dije- son accidentes en la lucha. Lo vuelvo a afirmar, en detrimento mío. Lo importante es que las ideas avancen, que el ideal triunfe. Lo demás es anécdota. Y a la anécdota volvemos.
-Se evoluciona. .. me decían algunos.
Yana he evolucionado nunca por interés. He preferido ser un cristo. Porque amargo resultado de las concepciones del medio, así se moteja entre nosotros con ingenuo desdén y con gusto discutible, a cuantos sucumben por ser fieles a un ensueño o a un ideal.
Siempre he aborrecido al político artero que parece decir:
- Tengo en la estación tantos vagones cargados de democracia, ¿a cuánto me los cotizan ustedes? Nadie podrá acusarme de haber sacado ventaja de las prédicas, o de la popularidad, que en ciertos momentos tuve.
Cuando hace poco, en horas difíciles, fui a solicitar un humilde empleo en la Oficina Internacional del Trabajo de Ginebra, se puso una vez más de manifiesto la antinomia entre los que sacrifican su vida a aspiraciones superiores y los que invocan aspiraciones superiores para encumbrarse.
-Es imposible -me contestó el señor Albert Thomas-. Si le doy a usted algo, puedo tener reclamaciones del gobierno argentino o del gobierno norteamericano...
Y era de ver el azoramiento del ex propagandista de la revolución social, en medio de la suntuosidad del escritorio, donde paseaba su obesidad, como si todas las apostasías se le hubieran hecho vientre. [Tenía ya tan pocas oportunidades de recordar a la masa de donde salió! Yo iba a pedir trabajo, y aunque el trabajo enaltece, siempre hay, para el espíritu altivo, cierta aversión a solicitar. Pero confieso que, a pesar de todo, me sentí por encima del interlocutor. Por el camino de las mismas ideas, yo había bajado de la burguesía al pueblo y él había subido del pueblo a la burguesía. Le había dado a él mucho más de lo que él me negaba.
La segunda idea -defendida con igual encarnizamiento en la prensa, en el libro, en la tribuna- no me fue propicia tampoco.
Hace más de un cuarto de siglo que sostengo la necesidad de un concierto entre las repúblicas latinoamericanas para contrarrestar el avance del imperialismo anglosajón. Alrededor de la tesis he escrito libros, he dado centenares de conferencias y he realizado viajes de circunvalación continental, pagados de mi peculio.
Treinta años -digo treinta años, por costumbre, porque ya van siendo más- durante los cuales fui sucesivamente -según la absurda interpretación de los interesados en embrollar las cosas- el mensajero estipendiado de España, de Inglaterra, de Alemania. Ahora, según parece, lo soy de Rusia. En la campaña he perdido hasta mi situación de escritor, puesto que quien se inició con todos los éxitos se halla oprimido por la palabra de orden: hay que inmovilizar al propagandista.
La coordinación de las repúblicas de nuestra América, en vista de movimientos globales, es, sin embargo, un fenómeno tan inevitable como la caída de un guijarro que la mano abandona, o la marcha de un río hacia la atracción del mar. Ninguna coalición de interés, ningún egoísmo, ninguna fuerza del mundo, podrá impedirla. Sólo cabe debatir dos cosas. Primero: las condiciones (desfavorables, peligrosas o desesperadas) en que se realizará esa confluencia, según el plazo más o menos largo que tarde la verdad en llegar hasta el gobierno. Segundo: la extensión (disminuida, limitada o exigua) a que se extenderán los beneficios, ya que la avalancha imperialista va sumergiendo gradualmente nuevos territorios cuyo rescate parece cada vez más difícil. Como consecuencia del desmigajamiento y de las concepciones mantenidas contra toda evidencia por las oligarquías dominantes, día a día se acentúan los éxitos del invasor y es visible que a medida que el tiempo pasa, puede ser más penoso el esfuerzo y más reducido el radio en que lograremos afirmamos. Hay que acelerar la relación del porvenir ampliando el campo de nuestras preocupaciones y haciendo que las naciones del sur cumplan la misión a que se hallan destinadas por la geografía o la prosperidad.
Tal es la teoría que desde 1900 traté de trasmutar en direcciones concretas, susceptibles de ser aplicadas al instante en que vivimos. La fórmula "La América Latina para los latinoamericanos" fue lanzada en México, en una de las conferencias primeras. La nación es un ideal, alrededor del cual se suceden generaciones que son a la vez fruto y simiente, y dado que el porvenir sólo germina en forma de resultado supremo y en la finalidad más alta, debemos considerar el sacrificio como un deber, reservándonos el premio exclusivo en la conciencia.
Pero algunos no lo han entendido así. Para ellos soy "el hombre que no ha comprendido". No he comprendido que en nuestros países para "llegar" hay que recabar previamente la bendición de Washington. Interminables hileras de ministros, presidentes, artistas, hombres de negocios, marcan el camino que se ha de seguir para alcanzar la vida cómoda, la riqueza y el triunfo. Esta situación, estruendosa a fuerza de ser pública, no ha podido, parece, ser percibida por mi entendimiento. Ni por asomo se les ocurre pensar que, conociendo la situación y sabiendo a lo que me expongo, persista en empujar la idea que obstruye los caminos. Hasta me gritan algunos caritativamente "No es por ahí", como si en la carrera hacia la felicidad, tuvieran el remordimiento de dejar a la zaga al que se extravía. Y como sigo impertérrito, concluyen: "¡No aprenderá nunca!"
Ojala acabase aquí la triste comicidad. Ciertos políticos no se contentan con entregar las riquezas al invasor y con proporcionarle a bajo precio la mano de obra. Consideran también un deber limpiar el campo de toda disidencia y ahogar las voces susceptibles de interrumpir la operación. Así resulté el murmurador molesto que no deja oír la sinfonía de Beethoven, que los "virtuosos" hombres de Estado ejecutan genialmente en el teclado de América, para amenizar los altruismos bancarios de los prestamistas.
Como las sanciones suelen levantar reflujos de inquietud o de adhesión, evitaron las represiones y cuanto pudo colocarme en ostensible situación de víctima. Pero, al conjuro de sigilosa palabra de orden, se detuvieron en tomo los resortes de la existencia y se enrareció el aire. Cuanto antes fue propicio, se tomó adusto. ¿Quién se atreve a comprometerse? En nuestros países abunda el valor físico, pero escasea el valor moral. Los libros no circularon, los periódicos declinaron la colaboración, los amigos se desvanecieron, la fortuna se hundió. Y como esto no era bastante para descorazonar a los últimos fieles, empezó la calumnia a llenar su función de tábano. Así se multiplicaron las confabulaciones miserables y me hicieron pasar sucesivamente por cocainómano, pederasta, espía alemán, cuanto podía rebajarme a los ojos del pueblo y de la juventud. Todo ello sabiamente corroborado por silencios estratégicos. Porque si los poderosos y la opinión dominante, me negaban apoyo o atención no era -qué había de ser- por no comprometerse a los ojos del imperialismo o por no disgustar a las oligarquías que con él se enlazan, sino porque resultaba imposible seguir dando personalidad a un hombre tan discutido. ¿Cómo dejar una partícula del honor nacional en manos de quien podía comprometerla?
Más que el daño, me entristece la reprobación que caerá mañana sobre el núcleo, puesto que la verdad ha de salir a luz algún día. Alguien tendrá cuando me muera la entereza de decir: a ese hombre lo arrastraron al barro sin motivo. No será posible argüir credulidad donde sólo hubo sometimiento, pero esa voz rescatará los silencios cómplices. En todo caso, la egolatría que algunos me han de reprochar en ciertos pasajes, no es más que una reacción del espíritu que no se dejaba abatir. El hombre limpio no se defiende, levanta la cabeza, soporta la adversidad y aguarda la justicia. Si esta no llega en vida, más lastimados que él mismo quedarán sus denigradores, sobre los cuales caerá la censura de los que mañana nos juzgarán.
Para hacer naufragar una ideología, no basta infamar a un hombre y cubrir una voz. Aunque hubiera sucumbido, lo que intenté hacer en América tiene una fuerza propulsora que me sobrevivirá. Lo único que se logró fue subrayar una tendencia de los que recurren a esos expedientes -y fuerza es decirlo- de la opinión que los tolera. Quiera el destino que no se juzgue a todos mañana por los procedimientos que algunos emplearon en esta oportunidad.
Entre nosotros la lucha resultó siempre difícil para cuantos buscaron el bien común y la endémica sinrazón empieza a ser advertida por los de afuera, con el consiguiente desprestigio para el grupo. De la prueba de la difamación se sale muerto o triunfante. Y hay que creer que respiro aún, puesto que día a día acrece la irradiación que me acerca a millares de hombres a quienes no he visto nunca.
La tesis de conglomeración racial, de resistencia a las influencias extrañas y de valorización de nuestro propio acervo, formulada antes de la guerra de 1914 en horas en que hallándose Europa intacta se podía hacer una política de compensaciones, levantó así, desde el principio, hondas resistencias, no sólo en el seno del imperialismo norteamericano, interesado como es lógico en ahogar cuanto se opone a su avance, sino entre aquellos mismos a quienes debía favorecer.
Lo primero estaba previsto, aunque no en la forma implacable que cobró la represalia. Lo segundo, no. Al empezar la campaña, creí que el grito desinteresado repercutiría ampliamente en los corazones. Hasta soñé la recompensa de estima a que pueden aspirar los que sirvieron a la colectividad. Después he aprendido lo que cuesta defender ideales.
El imperialismo yanqui trataba de desembarazarse del disidente incómodo, pero los nuestros, ¿qué defendían al ahogar la voz alertadora?
Llegó la ceguera hasta motejarme de renegado, siendo así, que mientras al amparo de los yerros que nos anemian, otros se abrían paso hacia situaciones brillantes y bien remuneradas, soy uno de los pocos que -paradoja viviente- han servido siempre a la patria sin recibir nada de ella. Pobre, mientras éstos se improvisaron fortunas con sólo cerrar los ojos ante el mal imperante; postergado, mientras aquéllos se encumbraron colaborando en la disminución colectiva; mi vida ha resultado, al fin de cuentas, una perpetua campaña contra mí mismo. Como en el drama de Ibsen, fui "el enemigo del pueblo" porque denuncié que estaban envenenadas las aguas de la política lugareña.
Aún enfocando las cosas desde un punto de vista exclusivamente local, debió, sin embargo, comprenderse el propósito. Esas directivas no eran más que una prolongación de la naciente historia del país. Si los argentinos de 1810 juzgaban comprometida la independencia del Río de la Plata mientras no se obtuviera la independencia del Alto Perú, ¿cómo no ha de enlazarse hoy como ayer -en épocas en que las comunicaciones son más rápidas y los medios de dominación más eficaces- nuestro destino con el destino de las demás repúblicas?
Lejos de desinteresarme de la mía, la defendí en sus proyecciones espirituales dando a la palabra un sentido dentro de la civilización. Porque el ímpetu solidario que favorece a todos los pueblos de nuestra raza, levanta en particular a los del sur, destinados a sugerir direcciones a la conciencia conti¬nental. Nadie hubiera debido desconocer el imperativo de esa lógica. Pero la opinión fue burlada por los interesados en prolongar la confusión y en medio del apresuramiento por obtener puestos, conquistar jerarquías y preservar intereses, la campaña idealista sólo alcanzó a ser mesa de enganche para los soñadores, es decir, para las víctimas de nuestra América, donde el afán de riquezas materiales amenaza aniquilar toda grandeza moral.
De haber predominado el egoísmo, se hubiera limitado el escritor a hacer, dentro de los cánones usuales, la política que consiste en subir, seguro de encontrar dentro de ella mayores satisfacciones y provechos más tangibles que en la lucha, toda en futuro, de remar contra la corriente. También pudo aspirar a los rótulos vistosos que se otorgan a menudo al que menos suspicacias internacionales levantó. Tomando el camino que le convenía, todas las puertas se abrían a la ambición. Y claro está que resultaba más cómodo disfrutar con holgura del presente, que ponerse a trabajar para el porvenir, contrariando los planes de la nación más poderosa de la tierra...
Para que no falte nada, han venido después los exploradores tardíos, que olvidan la anticipación con que hablé de los problemas de América, los desmemoriados aviesos que ignoran las fuentes en que alimentan su inspiración y tratan de despojarme hasta de lo que causó mi ruina. Descubren lo que dije hace un cuarto de siglo y hasta me traen la revelación ... Porque, como alrededor del antimperialismo parece abrirse ahora una beca durable, ya se empieza a hacer también en las alturas política criolla. He podido, pues, subrayar la comprobación triste de que todo suele acabar entre nosotros en confusa rebatiña, a favor de la cual pugnan por seguir encaramándose los audaces, al grito secular de "mando yo".
A la edad en que todos han logrado una vida y se han hecho, grande o pequeño, el hueco que asegura la subsistencia, el rebelde, el disidente, el díscolo, por no haber sido "hábil" -en la subalterna acepción del término- sólo ha alcanzado la calumnia, la pobreza, la expatriación. Tarde en la vida se da cuenta de que todos realizaron grandes cosas, de que es el único que no hizo absolutamente nada. Hay que sobrellevar el castigo sin una concesión. La pluma que estuvo al servicio de dos ideales en la juventud, sigue al servicio de esos ideales en el crepúsculo. Puesto que los míos me sacrifican, quiere decir que los he servido. Esa es la tradición. Y refiriéndome a alguno, puedo pensar:
-No cabe duda de que diferimos, ustedes han vivido de la colectividad; yo, para ella. O lo que oyó un candidato, interesado en "contar con mi concurso":
- Y después que usted sea presidente, ¿qué vamos a hacer? Porque lo que el país espera son ventajas positivas...
Esto trae a la memoria también la frase de otro político a quien la casualidad había llevado a una de esas situaciones en que nuestros hombres creen disponer de cuanto les rodea. Como repartía mercedes reales, me detuvo a la entrada de un teatro para decirme:
-Vaya tener necesidad de usted...
Aún creo ver el asombro con que recibió la respuesta:
-Lo siento, "Doctor", pero en estos momentos precisamente tengo mucha necesidad de mí mismo...
-Política... murmurará alguno.
Política, no. Arte social, es decir, intervención del ensueño en la vida.
Las ideas que defiendo serán avanzadas, podrá no estar de acuerdo conmigo el que me lee, pero se ha de reconocer, por lo menos, el desinterés de una campaña que sólo ha procurado sinsabores.
De haberse limitado el que escribe a hacer arabescos con el estilo, a contar historias imaginarias, o simplemente a escribir versos, como es siempre en los comienzos la vocación más pura, se encontraría ubicado en un buen sillón y los éxitos rebotarían en cablegramas copiosos, ya que los diarios sólo saben a veces de los escritores lo que los escritores mismos le cablegrafían. La situación es tal, en cambio, que si forzando las posibilidades humanas lograse yo mañana arrebatar un astro al cielo, la prensa oficiosa de mi país -no pudiendo silenciar el caso- diría en las noticias policiales:
"Continúan dando que hacer los ladrones, ayer ha sido detenido el sujeto M. U. por haber sustraído una estrella".
He herido intereses y los intereses persiguen su represalia hasta el fin. Pero los he herido para defender ideales y los ideales acaban siempre por triunfar.
Hay que tener demasiada confianza en la ingenuidad humana, para suponer que el ardid detiene por tiempo indeterminado una acción. La masa, que no es tan candorosa como suponen algunos, no tarda en darse cuenta del engaño y en levantarse centra los que explotan, su credulidad. Sería locura imaginar que en la amplitud de la existencia se puede hacer trampa como en el momento y en el lugar en que se vive. Hay un límite en que cesa la influencia del caudillo, de la autoridad, de la mentira. Las reputaciones basadas sobre una acción personal y no sobre una virtud pensante, son virtualmente efímeras aunque parezcan cerrar el horizonte. Por querer ir muy pronto, no llegan a ninguna parte. En cambio, arraigan las que surgen luchando contra la corriente. Siempre hay una hora en que la víctima se sobrepone. En la vida o en la muerte. Poco importa. Pero no falta una justicia y una sanción.
Y no se busque a través de las palabras el cabrilleo de soberbia. Tengo la diáfana noción de lo poco que significa un hombre. Pero la "gripe española" de nuestros pueblos es el arribismo en todas sus fases: internacional, social, político, literario. Un grupo, un jefe, una oligarquía, se convierten en batuta de los otros y declaran la guerra al viento y a los pájaros, a cuanto no canta bajo la férula dictatorial. Lo único que nos puede redimir es la disidencia. Si hay en lo que acabo de decir orgullo, no es el del mísero mortal, es el de un movimiento, es el de la limpia juventud que purifica el ambiente y levanta el nivel del teatro en que gesticulamos.
MANUEL UGARTE
[1] De El dolor de escribir, 1932. Madrid. Compañía Iberoamericana de Publicaciones. Escrito en Niza.
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