noviembre 07, 2010

Discurso de Manuel Ugarte en el Teatro Ideal de México: "La evolución de nuestra diplomacia" (1917)

DISCURSO EN EL TEATRO IDEAL, DE MÉXICO [1]
La evolución de nuestra diplomacia
Manuel Baldomero Ugarte
[11 de Mayo de 1917]

Mis primeras palabras han de ser para manifestar mi agradecimiento profundo a la antigua y prestigiosa Universidad de México, por la invitación amable con que me ha honrado, estableciendo así, una corriente de intercambio entre nuestras Repúblicas, y acentuando el carácter cada vez más fraternal de las relaciones hispanoamericanas. Es para mi un timbre de orgullo levantar la voz en este país vigoroso y altivo, digno, por su historia, de todos los respetos, que ha sabido, prolongando su tradición, engrandeciendo su espíritu, ser en las épocas modernas, tan vigoroso y tan digno como en los mejores tiempos de la Independencia.
No voy a hacer, desde luego, un discurso grandilocuente; no voy a iniciar una peroración de metáforas engañosas, ni de fuegos artificiales. Voy a hacer una exposición serena y tranquila; intentando casi podría decir, una demostración matemática.
Desconfío mucho de los discursos, sobre todo de los discursos efectistas, y creo que en nuestra América se han hecho ya demasiados. Cuando nos hemos encontrado frente a una dificultad, cuando nos ha sobrecogido, en medio de nuestra historia o de nuestra evolución, un conflicto grave, hemos creído a menudo que todo ello se arreglaba con la oratoria, y que, mediante unas palabras podríamos salir del paso victoriosamente. En las épocas por que atravesamos hemos de evitar este exceso de retórica, y hemos de tratar de ser prácticos, serios, seguros, corrigiendo, no diré todos, porque sería demasiado, pero si algunos de nuestros defectos, puestos ya suficientemente de relieve en el desarrollo de la vida hispanoamericana.
Voy a empezar haciendo una afirmación, que acaso pueda parecer aventurada. La historia de la América Latina no ha sido escrita aún. Hemos tenido desde luego brillantes historiadores que han sabido referir de manera maravillosa a veces, algunos de los trances o escenas de nuestra vida nacional; que han trazado de una manera insuperable la monografía de nuestros héroes, que han logrado reflejar en páginas durables un instante del pensamiento, o el sentimiento de una zona de nuestra América Latina ; pero no ha surgido todavía el sintetizador que abarque el conjunto de todo el movimiento hispanoamericano y lo refleje en su continuidad, en su amplia significación, desde el momento de la Independencia hasta nuestros días ; quiero decir, con esto que falta en la Historia latinoamericana o en la Historia escrita latinoamericana, la concreción final, la orquestación suprema que podría permitirnos abarcar en una sola visualidad todo el horizonte y todos los horizontes. Esto es, desde luego, una resultante del carácter que ha asumido la vida hispanoamericana, pasado el fervoroso empuje de la independencia. Cuando a los hombres grandes que saltaban por encima de las fronteras actuales, que no encontraban nunca la patria suficientemente vasta para su anhelo, cuando a los hombres que concibieron en una iluminación magnífica la emancipación total de las colonias hispanoamericanas, sucedieron los hombres menos grandes, que necesitaban patrias chicas para poder dominar, se inició la era de nuestros dolores, nuestros conflictos y nuestras dificultades actuales.
Tenemos el ejemplo de lo que debiera ser la América Latina, en lo que fue y es la América Anglosajona,
Estaba el Nuevo Mundo dividido en dos grandes porciones : las colonias inglesas y las colonias hispanas ; las colonias inglesas, cuando quisieron emanciparse de Inglaterra, no tuvieron ni un instante la idea peregrina de crear innumerables Repúblicas haciendo de Pensilvania una nación, y otra nación de Ohio. Las colonias inglesas sintieron la responsabilidad del movimiento en que estaban empeñadas y se lanzaron unánimemente, solidariamente, a formar una nación definitiva. Esta fue también la orientación y el propósito de nuestros libertadores. También ellos soñaron en una gran América hispana, en una gran América Latina, en el conjunto de pueblos emancipados al mismo tiempo y reunidos por obra de los antecedentes raciales en un solo organismo.
Desgraciadamente vinieron las avideces de los caudillos, las discordias entre las diversas regiones, y se desmigajaron los núcleos creados por los fundadores de la patria.
Al obrar en esta forma la América nuestra procedía con cierta ingenuidad, muy honrosa en otros órdenes, pero fatal en política internacional. Parecía ignorar un fenómeno que existe desde el comienzo de los tiempos, y que tiene un nombre de-finido y claro: me refiero al imperialismo.
El imperialismo es la tendencia que lleva a los pueblos fuertes a querer imponerse y dominar a los pueblos débiles, ya sea desde el punto de vista económico, ya desde el punto de vista político o militar. El imperialismo existe siempre que un núcleo humano quiere imponer su voluntad, sojuzgar, doblar la voluntad o el sentimiento de un núcleo de diverso origen o de lengua distinta. Porque no hay que confundir el imperialismo con el ímpetu que puede llevar en ciertos momentos a una parte más viviente
o más capaz de un conjunto radical, a hacer o forzar la conglomeración del todo. Me explicaré: No hay imperialismo cuando el Piamonte, por ejemplo, encabeza o intenta la unidad de Italia; no hay imperialismo cuando Prusia quiere realizar, y realiza la unidad germana; pero sí hay imperialismo cuando los franceses van a Marruecos o cuando los Estados Unidos llegan a violar la voluntad y el destino de ciertas pequeñas repúblicas hispanoamericanas anexionándolas directamente o indirectamente a su conglomerado.
El imperialismo lo encontramos en diversas formas. Desde los orígenes de la historia, vemos el que podríamos llamar personal, y lo hayamos concretado en Alejandro. Alejandro es el tipo del caudillo, Alejandro arrebata a las multitudes, domina pueblos, dobla las resistencias, ensancha sus dominios, pero es siempre el imperio de Alejandro; y de tal modo es personal, de tal suerte no se trata de una obra colectiva, y no puede considerarse como empuje de un conjunto, que allí donde está Alejandro está el sentir de todos. Alejandro funda la ciudad de Alejandría y ese es el centro del imperio.
En la evolución del imperialismo, se ensancha luego esta visión y encontramos que el núcleo dominador, por estrecho que sea, es ya núcleo y no individuo; y así César puede recorrer el mundo, dominar pueblos, regentar un conjunto casi sin límites y, sin embargo el imperio no está donde está César; el imperio es Roma y Roma es la que domina al mundo.
Más tarde, en esta sucesión de círculos concéntricos, encontramos el imperialismo de nación; y así vemos a Napoleón hacer las mismas cabalgatas magníficas y gloriosas ; pero no es Napoleón, no es tampoco París, es Francia, es el pueblo entero el que va dominando a los otros pueblos, en aquel instante con el pretexto de la libertad, como suele ocurrir en nuestros tiempos con el pretexto de la civilización.
Pero el imperialismo se hace cada vez más amplio, se convierte en una operación de conjunto, y lo que empieza a surgir en los momentos actuales, lo que ya se perfila y se acentúa de una manera indudable es un imperialismo, que no es el imperialismo del hombre, que no es el imperialismo de la ciudad, que no es tampoco el imperialismo de la nación; que es el imperialismo de la raza. El siglo en que vivimos gira alrededor del problema de las razas, y así hemos visto las tentativas diversas para conglomerar conjuntos homogéneos; la propaganda en favor del Paneslavismo, el ímpetu en favor del Pangermanismo, el empuje, un poco lírico, dadas las circunstancias en que se encuentran las diversas naciones, hacia el Panlatinismo; y por fin, una desviación, una ficción, un miraje, una paradoja que sería el Panamericanismo. Dije una paradoja, porque así como los otros, el Paneslavismo, el Pangermanismo, el Panlatinismo, están basados sobre una unidad racial, sobre una similitud de carácter, de origen, de lengua, de religión, de múltiples cosas que atan a los hombres y los anudan en un todo, el Panamericanismo solo está basado sobre un engaño, sobre una ficción y sobre un deseo de dominio sobre los otros pueblos.
Nos encontramos pues en esta rapidísima ojeada que acabamos de dar a ciertas corrientes mundiales, en presencia de un conflicto perenne, desde los orígenes de la humanidad. El conflicto de los pueblos fuertes con los pueblos débiles. No falta quien sostiene que se trata de algo fatal, que los fuertes tienen que dominar siempre a los débiles, y arguyen que en la naturaleza misma se encuentra la prueba de que debe ser así. Yo me permito disentir, porque si en realidad en la naturaleza fueran siempre los fuertes los que dominan, no encontraríamos nada más que tigres y leones y habrían desaparecido los reptiles y los pájaros. Se afirma que en el mar los peces grandes devoran a los pequeños iY no es tampoco exacto, porque existen los peces pequeños, y es más, con un discernimiento admirable, con un presentimiento hermosísimo de la armonía y la necesidad de su existencia, se agrupan en grandes masas o se erizan de puntas para que los fuertes no les puedan exterminar.
Lo que ha habido en realidad en la humanidad, desde los orígenes ha sido una especie de proletariado de naciones. Así como dentro de cada país vemos grupos numerosos que son explotados y expoliados, grupos que en muchas ocasiones carecen de derechos y hasta casi de personalidad representativa, absorbidos como están por los capitalistas y por los fuertes, así también en el mundo y entre las naciones ha habido países desprovistos de todo derecho, países que han tenido que sufrir siempre todos los azotes, países para los cuales nunca ha lucido el sol de la libertad y es necesario que, así como dentro de las naciones hemos llegado a alterar muchas veces el orden de las cosas, lleguemos también a hacerlo entre los grandes conjuntos, tratando de que reine al fin la justicia entre los pueblos, como ha empezado a reinar entre los individuos.
Europa en África y en Asia, Estados Unidos en la América Española, han sido constantemente fuerzas de injusticia y de dominación, y hemos llegado a un punto en que es necesario que estas cosas cambien; estamos en la aurora de un siglo, y así como hemos acabado con la esclavitud de los hombres, tenemos que acabar con la esclavitud de las naciones.
Como he dicho al empezar, que no habíamos tenido desde los comienzos de nuestra vida independiente, una verdadera historia, podemos decir también que no hemos tenido diplomacia. No hemos tenido diplomacia, porque a menudo la dirección de los asuntos públicos en nuestras naciones ha estado en manos de hombres que han pasado precipitadamente de situaciones poco preparadas a la dirección altísima de los negocios internacionales; de hombres que en muchos casos han tenido talento y buena voluntad, pero han carecido de experiencia y de conocimiento de la evolución del mundo. No hemos creado primeramente un personal diplomático; los nombramientos, me refiero en bloque a toda la América Española, han sido resultado de razones políticas o de proteccionismos individuales. Hemos tenido un personal que ha buscado generalmente en los puestos representativos una situación monetaria o social; pero que no ha alcanzado realmente la noción altísima de las responsabilidades que contrae ante su Patria y ante el porvenir. No ha habido tampoco diplomacia en el sentido de que no hemos logrado unidad de acción, punto de mira, propósito determinado, programa preconcebido; y se ha obrado siempre al azar, según los acontecimientos. El resultado es la situación de nuestra pobre América, que no está en el lugar que nosotros quisiéramos hacerle dentro de nuestras almas y dentro de la humanidad.
Recorriendo rápidamente y en síntesis, porque no quiero en ninguna forma abusar de la paciencia, haciendo - digo - en síntesis un compendio de la historia diplomática hispano americana encontramos fácilmente tres etapas: la primera, es la etapa en la cual nuestras débiles naciones dispersas que no han podido prever las contingencias, ni adivinar las amenazas, ni precaverse de los peligros se ven obligadas a rechazar por la fuerza, lo que por la fuerza se les quería imponer.
Y citaremos al azar tres ejemplos. Uno de ellos, es cronológicamente un poco anterior a la independencia, pero de muy pocos años, y el movimiento de nuestra emancipación empieza, en realidad, mucho antes del estallido revolucionario. Me refiero a las invasiones inglesas en el Río de la Plata. Bruscamente, sin razón atendible, sin aducir siquiera un pretexto, un ejército de doce o quince mil hombres desembarca en el Río de la Plata en 1807, al mando del general Waitelok. Los, no los llamaré argentinos porque todavía no eran argentinos, sino hispanos americanos, arrebatados en ímpetu de verdadera inspiración, prevén confusamente el porvenir y se indignan ante aquel ataque irracional, arrojando al mar a los invasores, y en una iglesia de Buenos Aires, están todavía las banderas que supimos conquistar probando que el Río de la Plata era también el Río de la Libertad.
Un segundo hecho, particularmente significativo, lo encontramos en Centroamérica; un aventurero norteamericano, más o menos sostenido o inspirado por el gobierno de su país, el llamado Walker, desembarca en 1860 en una costa y pretende hacerse nombrar Presidente de la República de Nicaragua. La América Central, en sus alternativas de unidad y de disgregación, hace un esfuerzo conjunto y se apresta a rechazar la irrupción de aquellos extraños que, sin razón de ningún género venían a imponerse, en un país que fuera de todo sentimentalismo, fuera de todo lirismo y de toda lágrima romántica, supo dar una lección necesaria, para todos los audaces del futuro.
El tercer ejemplo o síntoma exponente de esa etapa de nuestra acción internacional la encontramos en México. En un momento dado, una coalición de naciones europeas, experimenta la necesidad de crear un imperio en la América emancipada. Examinemos el hecho con toda ecuanimidad, sin recelos y sin empujes violentos. En la concepción de los europeos, y especialmente de Napoleón III, había dos partes que tenemos que dividir cuidadosamente: La primera de todas era la que obedecía al imperialismo de que hablamos, al anhelo de dominar a los pueblos débiles y perpetuar la injusticia contra la cual nos hemos levantado; pero por otra parte, existe lo que no era perceptible para la América Española, y era en cambio grandemente visible para Europa. Mientras adormecidos por nuestras discordias, enredados en nuestras pequeñas discusiones de frontera, no habíamos advertido el engrandecimiento de los Estados Unidos, Europa, que veía claramente el porvenir que se acercaba, Europa, que asistía por instantes al crecimiento, al aumento de volumen de esa enorme nación anglosajona y, por consiguiente, a su expansión y su mando total en el mundo, soñaba la creación de un imperio que la detuviera en sus ímpetus. Sin embargo, los hechos malos, aunque tengan un propósito aceptable, no pueden ser aceptados de ningún modo, y nosotros rechazamos y condenamos de una manera rotunda la tentativa de Europa en México, y, con el pueblo mexicano, con el alma de esta nación tan enamorada de sus libertades, tan imposible de dominar, decimos que el fusilamiento de Maximiliano fue un hecho justiciero y digno de encomio, y que es lo que debemos reservar para cuantos vengan a usurpar nuestras libertades.
En esta primera etapa vemos al imperialismo en su forma, podríamos decir, franca y primitiva. Se traduce en una expedición militar, en un desembarco de soldados, en medidas marciales, en cosas visibles y tangibles, a veces aparatosas; pero en cosas que permiten saber dónde está el enemigo, cuál es su forma, cuáles son sus fines y por dónde hay que combatirlo. Después encontramos al imperialismo en la forma más peligrosa, al imperialismo sonriente e insinuante, al imperialismo vestido con piel de cordero, y ese es el momento en que estamos en mayor peligro.
Las agresiones de que había sido objeto nuestra América, nos llevaron en cierto momento, y aquí entramos en la segunda etapa de nuestra política latinoamericana, nos llevaron-digo-en cierto momento, a pensar que acaso pudiéramos contrarrestar las agresiones de los fuertes de Europa mediante un acuerdo, o concierto más o menos nebuloso o indeterminado con la gran nación anglosajona del Norte, y así empieza uno de los capítulos más complicados y difíciles de la política latinoamericana.
Vemos ante todo como la influencia europea va siendo desalojada de ciertas regiones por la influencia y el comercio norteamericanos y vemos como la doctrina de Monroe, puede tornarse gradualmente en instrumento de dominación y de opresión.
La pregunta hace tiempo que está en todos los labios: Los Estados Unidos nos defienden de Europa, pero ¿quién nos defiende de los Estados Unidos? En realidad, así como nosotros los hispanoamericanos no tuvimos nunca desde la independencia la continuidad de una política internacional; así como no perseguimos un fin determinado, y como atendimos constantemente a pequeñas querellas regionales, olvidando la marcha y las necesidades del conjunto, así los Estados Unidos tuvieron por el contrario, desde los comienzos de su vida política, la visión de lo que debía ser, y, en vista de ello, orientaron constantemente su acción y su empuje internacional.
Hay un hecho lejano, confirmado después por acontecimientos decisivos, que nos prueba hasta que punto llegó la previsión de los Estados Unidos.
Cuando Bolívar, después de libertar a Colombia y a Venezuela, quiso llevar también la bandera de la libertad a la isla de Cuba, los Estados Unidos se opusieron, porque ya entonces, en 1816, tenían ellos la certidumbre de lo que iban a conseguir después.
Ahora debo advertir una vez más que soy un ferviente admirador del progreso, de la grandeza, del vigor creador de esa enorme República, de la cual tenemos muchas y grandes cosas que aprender ; pero cuando veo la política seguida por los Estados Unidos con España; cuando veo a los Estados Unidos llevando gradualmente a Cuba por caminos de ilusión y de independencia hasta la situación en que se encuentra ahora; cuando veo a los Estados Unidos rompiendo sus tratados y su amistad con Colombia para favorecer una segregación y apoderarse de Panamá; cuando veo a los Estados Unidos en Nicaragua interviniendo en las luchas internas para apoderarse de lo que puede ser un canal, en competencia con el de Panamá ; cuando veo a los Estados Unidos llegar hasta ocupar la Isla de Santo Domingo, y esto es reciente y está en todas las conciencias, cuando veo a los Estados Unidos en forma de Minotauro, ya no queda ante mí más que el adversario de mi raza.
Lo que hace más censurable la política imperialista que ha desarrollado la nación del Norte son los procedimientos de que se sirve para llegar al logro de los fines que persigue. En la primera etapa de los imperialismos que ha sufrido nuestra América, vemos, como decía al principio, la agresión resuelta, la presencia militar, el empuje bélico que provoca naturales reacciones y hace muchas veces que en un gran ímpetu de virilidad se salven los pueblos que deben perdurar; pero con los sistemas sinuosos, empleados últimamente, no hay la posibilidad de esas flexiones salvadoras y nos encontramos ante un tutor que no estrangula a su pupilo para quedarse con su fortuna, pero que pone a su alcance todos los VICIOS, todas las transgresiones a la moral, que si es posible lo hace contaminar de enfermedades que lo llevarán a la muerte, para poder quedarse sin responsabilidad ante el mundo, ni ante la Historia, con la totalidad del patrimonio.
Estas agresiones constantes, este ir y volver de intrigas dentro de cada país y dentro del conjunto de nuestra América, añadida o sumada a una presión económica, a una expansión excesiva que ha llegado en ciertos lugares y en determinadas regiones, a ahogar nuestra vitalidad, nos ha hecho pensar después de larga experiencia, en que acaso no fuera este el camino de la salvación, en que acaso los Congresos Panamericanos no escondían más que un engaño doloroso, en que de nuevo podía estar la salvación en Europa, en Asia, o lo que es más claro y más seguro, en nosotros mismos ; y aquí empieza la tercera etapa de la diplomacia latinoamericana.
Es la época en que nuestras repúblicas, sin dejar de ceder ante las presiones que vienen del Norte, se resisten en lo posible, tratan de vencer la dificultad y pronuncian en determinados casos un rotundo «no» a determinadas exigencias ; y esta política la vemos desarrollar hoy de una manera brillante y magnífica, prometedora de grandes renovaciones, en la República Mexicana.
Yana hago política interior; ignoro las diferencias o los antagonismos que pueden existir dentro de esta nación que admiro y quiero en bloque, pero debo decir que en los últimos años, México ha dado al mundo un verdadero ejemplo de sagacidad. No es esta la obra de un partido, ya lo sé; es la obra del conjunto; el resultado de la situación en que se encuentra este pueblo, que sabe que ceder sería doblar definitivamente; pero séame permitido rendir un homenaje al hombre que ha sabido llevarla a cabo.
Ante las invasiones, y han sido dos, que se han producido en México, ante la injustificada-tan injustificada como todas las anteriores en el mundo ante la injustificada invasión de las tropas americanas desembarcadas unas veces en Veracruz, otras veces internadas por el Norte, el pueblo mexicano ha sabido siempre responder ¡presente! y en vez de permitir que se consumara el atentado, se ha enfrentado al coloso, dispuesto a perecer en la demanda.
Esta actitud brillante e histórica de la República Mexicana ha tenido una repercusión admirable en el resto del Continente, y yo he presenciado en la ciudad de Buenos Aires las manifestaciones enormes, he visto desfilar las clamorosas muchedumbres que en aquel instante, sin agravio directo a ellas, pero agraviadas en el conjunto de las nacionalidades latinoamericanas, clamaron contra el invasor y se solidarizaban con el pueblo hermano.
Y es que todos hemos comprendido de Norte a Sur del Continente, a través de las convencionales mentiras con que se amparan siempre las grandes injusticias internacionales, lo que encierra el gesto de presagio y de peligro general para la América Española. Así como veíamos hace un rato que se emprendían las conquistas, y cabalgando sobre las banderas vencidas iba Napoleón a sembrar las libertades en el mundo; y así como las naciones de hoy van a llevar arteramente la civilización; así también nos aparecieron los pretextos que invocaba el invasor para consumar el abominable atentado. "Vamos a perseguir a Villa" decían. Nosotros no sabíamos quien era Villa, pero nos preguntábamos: ¿Será acaso persiguiendo a Villa que abrieron los Estados Unidos el canal de Panamá?
La América Latina veía un pretexto fácil, tanto más visible, tanto más desembozado, cuanto de más lejos se le miraba, porque entre nosotros no entraba para nada la cuestión política. Pero todas estas incursiones, todas estas injusticias, todos estos arrebatos, que tendrán acaso un día y lo han de tener, porque hay una justicia inmanente, su sanción, nos han producido un bien, haciéndonos reaccionar, contra cierta pereza mental que nos tenía atados a concepciones pequeñas y haciéndonos adquirir una concepción total de las necesidades y de las responsabilidades de nuestro Continente.
Así ha nacido la resistencia, resistencia directa y militar que en México se llama El Carrizal, resistencia moral de conjunto, resistencia que espera su momento, su oportunidad para hacerse efectiva también en el resto del Continente. Por lo pronto ha habido una similitud de propósitos en toda la América Española, y hoy comprendemos que cuando una de nuestras hermanas, por lejana y desconocida que sea, está herida, nosotros también estamos heridos o a punto de sedo en nuestro destino y en nuestra perdurabilidad.
El ejemplo que citábamos al comenzar, de Italia, reunida ante el peligro del imperialismo, con la simultaneidad de un gran conjunto que no quiere perecer, el ejemplo que recordábamos de Alemania, amalgamada también bajo el peso de amenazas múltiples, tiene que provocar entre nosotros, no diré una inmediata imitación, pero si un constante motivo de meditaciones.
Nuestras repúblicas, en la situación en que se encuentran ahora, por prósperas que parezcan, por pobladas que sean, por ricas que las encontremos, no tienen, ninguna de ellas, volumen suficiente para defenderse de las tormentas del siglo.
Sólo en un paralelismo de intenciones podríamos encontrar la fórmula salvadora, la puerta abierta, que nos conduce al porvenir.
Los Estados Unidos de la América Española son todavía una utopía para la política experimental; pero envuelven una realidad posible. Desde el momento en que pudieran nuestras repúblicas tener un concierto, una preparación, trazarse líneas concebidas de antemano dentro de las cuales se han de mover todas y cada una para oponerse en los momentos difíciles a toda intrusión de los fuertes, cesaría el riesgo inmediato. Cuando las naciones conquistadoras supieran que al tocar a una república hispanoamericana, las repúblicas latinoamericanas distantes, renunciarían a comprar sus productos, y retirarían a muchos de sus nacionales sus privilegios, esos países tendrían que detenerse porque no les convendría el negocio, y esto es lo que se ha de buscar en la América nuestra : una unidad de sentimientos y de conciencia, una unidad de acción en los momentos difíciles, que tengamos nosotros cuando flote un peligro, cuando surja un relámpago, un corazón común y una conciencia única.
Un acontecimiento de alta trascendencia ha venido a hacer más agudas y profundas las meditaciones que los latinoamericanos tenemos sobre nuestros destinos. Se trata de la guerra europea. En esta conmoción de pueblos, tenemos que orientarnos con serenidad y especial discernimiento, porque en realidad es tan grande el terremoto que todos estamos amenazados por él. Si examinamos fríamente desde los orígenes, teniendo en cuenta detalles múltiples, los acontecimientos que se desarrollan desde hace cerca de tres años, caemos fácilmente en la cuenta ele que nos encontramos ante un choque entre dos grandes potencias: Inglaterra y Alemania. Los demás países, por sólidos y gloriosos que sean, son fuerzas concurrentes dentro del enorme conflicto y no es posible para nosotros desligarlos ni crear mentalmente conjuntos diferentes o agrupaciones caprichosas. Según nuestra simpatía tenemos que aceptar los bandos, en su realidad completa. En los comienzos de la guerra, cuando asistíamos a ella como a un espectáculo horrendo y magnífico, como a un incendio que no podía tocarnos, se iniciaron en algunas de nuestras repúblicas determinadas corrientes que acaso hemos tenido que rectificar después,
Cuando expresamos nuestra simpatía parcial por este o aquel país de los que están en guerra, obedecemos a un ímpetu del corazón, admirable y sincero, pero no hay que perder de vista las grandes líneas. Asistimos a una remoción formidable de lo existente y debemos encarar las cosas, no con sentimentalismos, sino con convicciones.
El alma popular ha parecido tomar partido en favor de unos o de otros por sentimientos no siempre razonados. Se ha llegado hasta disgregar los núcleos. Hay gentes que se apasionan por Francia y no pueden oír hablar de Inglaterra. Otros admiran a Alemania y abominan de los turcos. Pero la sensatez más elemental nos dice que hay que aceptar las corrientes tal y como se han formado.
Sentimientos más que convicciones llevaron así a ciertos núcleos de nuestras repúblicas a sentir el predominio de la atracción aliada por varias razones: 1°. la cultura y las tendencias generales que derivan de una educación casi exclusivamente francesa; 2° la presencia de grandes núcleos originarios de las naciones aliadas; 3° la información exclusiva que influenció los espíritus y les impuso direcciones unilaterales. Pero si examinamos bien el asunto, no es tan simple como parece y estando como está en juego el porvenir de nuestras repúblicas, debemos medir bien nuestra actitud.
No cabe duda de que nuestra América, es en sus núcleos predominantes, latina por la cultura, aunque si la examinamos en su conjunto y en su masa, vemos que la palabra latina, exacta cuando se aplica a las cosas intelectuales, está lejos de traducir una realidad étnica, puesto que la raza indígena, tan compacta y viviente en muchas regiones, está lejos de ser latina, puesto que la inmigración que se ha aclimatado ha sido en algunos puntos, como en la Argentina, fuertemente matizada de rusos y escandinavos, y puesto que el mismo tronco español sólo es oblicuamente latino, yeso grandemente salpicado de árabe. Pero aceptamos esa denominación de latina, que debemos mantener para distinguirnos y situarnos en la geografía del mundo.
Lo que no podemos admitir seriamente, es que por esta calidad de latinos nos hallemos obligados a embanderamos en un grupo en el cual ni siquiera predomina el componente latino, porque si bien Francia e Italia son latinas, Inglaterra está lejos de ser latina, el Japón está lejos de ser latino, Rusia está lejos de ser latina y está lejos de ser latino el espíritu que exteriorizan los aliados.
No hay, pues, ninguna razón de cohesión superior que nos obligue a apoyar a determinado núcleo y a apasionarnos por él, teniendo en cuenta, sobre todo, que todas las naciones en lucha están en paz con nosotros y que si a Francia le debemos innegablemente las fuentes superiores de nuestra cultura, a Alemania le debemos algunas realidades tangibles de nuestro bienestar. La neutralidad más estricta y escrupulosa tuvo que ser, pues, desde los comienzos, la norma de nuestra acción diplomática, porque a la guerra no se va por simpatía romántica o por sentimentalismo literario, sino por intereses reales.
Un suceso de alta trascendencia ha venido a corroborar la necesidad de esta actitud y a desplazar, si cabe, el ángulo de nuestras simpatías: me refiero a la entrada de los Estados Unidos en la guerra.
Si establecemos hoy sobre bases sólidas la orientación de nuestras preferencias, examinando la historia de la América Española, desde los orígenes, podemos comprobar fácilmente que en el bando aliado están los dos países que durante un siglo han sido nuestros agresores. Está Inglaterra, que ha plantado su bandera en el archipiélago argentino de Malvinas; se ha apoderado de la Guayana venezolana; ha puesto pie en Belice, perteneciente a México, Inglaterra, que no ha perdido ocasión de apurarnos con sus reclamaciones y sus exigencias; están, en fin, los Estados Unidos que han mutilado, y han herido a muchas de nuestras repúblicas.
Algunos argumentan y ese argumento doloroso llega al fondo del corazón de todos los hombres libres, algunos argumentan: ¡Y la situación de Francia! ¡Y la situación de Bélgica! ¡Ah! Yo he llorado y he sufrido la suerte de esos grandes pueblos; yo he sido en Buenos Aires quien ha encabezado la manifestación de protesta contra la posible anexión de la Bélgica inmortal. Se trata de una injusticia indeleble; pero yo pregunto, ¿no son también injusticias las que se nos han hecho a nosotros?, y esas injusticias no son el resultado de la guerra... Y pregunto además, ¿no es también dolorosa la situación de Grecia a la cual debemos las más altas enseñanzas de cultura? La razón estratégica que ha podido justificar una injusticia, justificará la otra, y así estamos también dentro de la barbarie de las agresiones ; pero lo que no tiene excusa, porque no hay una cuestión de vitalidad superior que obligue a doblar principios, es el atropello contra Santo Domingo que, sin más causa que la ambición, ha sido cubierto por los soldados de los Estados Unidos en el mismo momento en que se echaba a volar sobre el mundo la ilusión engañosa del «derecho de los pueblos débiles.»
Las frágiles patrias latinoamericanas se encuentran en este siglo en medio de un terremoto de naciones y deben mantener, a toda costa, su independiente actitud, a pesar de la presión que sobre ellas se ejerce en estos momentos, a pesar de todas las conminaciones, a pesar del terrorismo intervencionista que, como si no se hubiera vertido ya suficiente sangre sobre el mundo, quiere empujamos a todos a la conflagración para seguir arrojando combustible a la hoguera espantosa de la destrucción universal.
Si alguien quisiera empujarnos a tomar partido en la conflagración contra nuestras inclinaciones, sabremos resistirnos y gritarle: nosotros disponemos de nosotros mismos. Porque nuestra América podrá estar dividida en repúblicas que a veces no se conocen y hasta se hacen la guerra entre sí; porque cada una de estas repúblicas podrá hallarse agrietada en partidos o bandos que se combaten y extreman la violencia hasta la guerra civil; pero surja en alguno de nuestros territorios la tentativa de una franca imposición de afuera, desencadénese una agresión invasora que hiera el sentimiento nacional, flote sobre nuestras tierras la sombra de una bandera extraña y los mismos partidos que se combatieron encarnizadamente dentro de cada república, las mismas repúblicas que se hicieron guerra despiadada dentro del Continente latino, los mismos hombres que se odiaron, se unirán sin vacilación alguna alrededor de la visión suprema de la raza, y de norte a sur de la América nuestra, sería un levantamiento general de voluntades, y de brazos dispuestos a defender el legado de nuestros padres y la herencia de nuestros hijos, la comarca en que nacimos, los paisajes familiares, la tradición de nacionalidad, los colores de nuestros estandarte, las costumbres nativas, los amores que irisaron nuestra juventud, el cielo y la tierra, todo lo que está atado a nuestro corazón y a nuestros sentidos por los lazos de ese sentimiento indestructible que se llama patriotismo y que atraviese a los pueblos como una espina dorsal desde el pasado hasta el porvenir, haciendo que seamos como una continuación de nuestros héroes; sí, que se intente atropellar a algunas de nuestras repúblicas y en el paroxismo de todas las unanimidades, la América Latina, toda entera, se pondrá de pie para fulminar al invasor, la América Latina de hoy, la de ayer y la de mañana, porque hasta los niños mismos crecerían ante el peligro, porque hasta los héroes venerados se levantarían sobre las montañas, porque en la exaltación de los sentimientos mejores, nuestra historia entera se haría un solo nudo y las espadas que castigarían el crimen y clavarían al invasor sobre su propia vergüenza, serían, en una de esas concreciones magníficas de los grandes momentos históricos, las espadas de Hidalgo, de Bolívar y de San Martín, las que hicieron la independencia, que no perdemos nunca. Pero tanto como el imperialismo de afuera, tenemos que defendernos de nuestro desorden y nuestra indisciplina. En el espantoso remolino de pasiones que en este momento arrebata al mundo, hemos de hacer en favor de nuestros países mucho más que con las armas, con el orden y la ecuanimidad. Necesitamos, ante todo, la paz interior dentro de cada una de nuestras repúblicas para evitar los desórdenes y las luchas civiles que favorecen ingerencias extrañas. Necesitamos la armonía y el buen acuerdo entre todos los países latinos de América para desarrollar una acción diplomática conjunta y defender solidariamente, en medio de todas las tormentas, nuestro derecho a vivir.
La América Latina sólo debe de esperar la salvación de su vida serena y de su cohesión; y es haciendo la pacificación nacional dentro de cada república, es haciendo la coordinación continental dentro de los países afines, como lograremos defendernos de todos los imperialismos y, a la manera de Italia, que en un momento de peligro, iluminada por Cavour, supo realizar su unidad definitiva, a la manera de Alemania, que, amenazada en su existencia, supo hacer de los reinos y principados dispersos, la poderosa nación que hoy asombra al mundo: la América Latina entrará a figurar entre los grandes conjuntos de la tierra y será la República Mexicana la que, consecuente con su gloriosa historia, habrá iniciado, con su nueva política, este magnífico movimiento que entraña la liberación definitiva del Continente.
A pesar de los perjuicios que nos causa, esta guerra, habrá sido para nosotros en su filosofía final un gran beneficio, porque nos habrá permitido, proclamar la neutralidad, desligando al fin nuestra política de la de los Estados Unidos e iniciar una era de diplomacia autónoma. Se nos ha presentado la hora de realizar la segunda Independencia sacudiendo influencias y tutelas extrañas y ha habido un pueblo que ha comprendido el momento y se dispone a aprovecharlo.
MANUEL UGARTE

[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.
[2] El General D. Venustiano Carranza, víctima de la revolución que desencadenó contra él el General Obregón

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