noviembre 07, 2010

Discurso de Manuel Ugarte en una Asamblea Popular: "La diplomacia popular" (1917)

DISCURSO PRONUNCIADO EN UNA ASAMBLEA POPULAR DE BUENOS AIRES [1]
La diplomacia popular
Manuel Baldomero Ugarte
[18 de Enero de 1917]

Ningún espectáculo más reconfortante que esta enorme asamblea congregada, sin ningún fin político, no alrededor de un hombre, sino alrededor de una doctrina, de un sistema, de un ideal. ¡Cuán lejos estamos de la política! Aquí no se pide, ni se ofrece nada. Solo nos congrega una convicción y una esperanza, cosas que no se cotizan en la bolsa del arrivismo, pero que son las únicas que elevan y ennoblecen a los hombres. Gracias por esta manifestación que es la más alta recompensa para quien lo ha sacrificado todo a la defensa de sus ideas. La juventud y los intelectuales de valía que me han hecho el honor de adherirse a este acto me procuran una de las emociones más intensas de mi vida.
Hace tres años volvía a Buenos Aires un viajero que había dado la vuelta al Continente y en una sala vecina de ésta, ante un auditorio particularmente numeroso exponía sus observaciones sobre la política continental. La juventud, que como parte que es del porvenir so adelanta a los acontecimientos y tiene adivinaciones admirables, le acompañó en sus teorías; pero los hombres sesudos y tranquilos, los hombres serenos y equidistantes le motejaron de visionario y le acusaron de imaginar catástrofes que estaban lejos de producirse. No sé si estos hombres continuarán pensando lo mismo, pero tres años han bastado para cambiar la perspectiva de las cosas. Las que antes eran inducciones se han transformado en comprobaciones. Ya no es el vaticinio de lo que pudiera ocurrir, es la indignación ante lo que ha pasada. En estos momentos hay soldados norteamericanos en siete repúblicas de la América Latina. Hay soldados norteamericanos en Santo Domingo, donde el invasor se ha apoderado de las aduanas y del gobierno, estableciendo de lleno un protectorado; hay soldados norteamericanos en Haití, donde los hombres de color tienen que acatar el gobierno de los que los que en Norteamérica los desprecian y los persiguen; hay soldados norteamericanos en Puerto Rico, donde los habitantes de la isla, de pura descendencia española, se ven obligados hoya hacer todas sus comunicaciones en idioma inglés y hasta a tramitar ante los tribunales sus asuntos en ese idioma; hay soldados norteamericanos en Cuba, donde la estación de Guantánamo, ampliada en tierras y convertida en formidable base naval, es una amenaza constante contra la soberanía de la isla ; hay soldados norteamericanos en Panamá, donde la policía armada de la zona del canal pasa a territorio panameño y procede sin miramiento alguno por la precaria soberanía de la pequeña república hay soldados norteamericanos en Nicaragua, donde el palacio de Gobierno tiene una guardia de marineros extranjeros y donde se hacen las elecciones nacionales bajo la vigilancia de las tropas de otro país ; hay soldados norteamericanos, en fin, en México, donde con pretexto de perseguir a Villa, el Villa impresionista y teatral de los telegramas, se ha invadido el territorio, se ha violado la soberanía y se mantiene desde hace meses la ocupación de vastas comarcas, a pesar de las serenas protestas y las fundadas reclamaciones del Gobierno. Este es el cuadro que nos ofrece la política imperialista en el Continente. Las cosas se han agravado a tal punto que en Nicaragua, donde yo no pude desembarcar hace tres años porque me lo prohibieron los nicaragüenses yancófilos, no pueden hoy entrar los nicaragüenses mismos, porque se lo prohíben los ocupantes extranjeros.
En presencia de los acontecimientos que se precipitan, ante México ensangrentado por la invasión, ante el espectro del imperialismo que amenaza extender su sombra sobre toda América, yo pregunto ahora a los que me escuchan, yo pregunto a esta sala vibrante de indignación y de patriotismo, ¿quién tenía razón en el conflicto? ¿La pesada y monótona concepción burocrática o el espíritu independiente e innovador? ¿El gesto obsequioso de los que en honor del ex presidente Roosevelt hicieron que los niños de nuestras escuelas cantaran el himno argentino en inglés o la hostilidad indesarmable del convencido? ¿Los que cerraban los ojos ante los sucesos de Nicaragua y proclamaban su desdén por las repúblicas hermanas del Continente o el que tendía los brazos hacia ellas con el cariño fervoroso de los orígenes? ¿Los que a fuerza de condescendencias escalaban las más altas situaciones o el que por su irreductible convicción era puesto al margen de todos los cargos públicos y quedaba en el llano, con el grillete de sus opiniones atado a los pies, simple voz anónima dentro de su patria, en medio del pueblo y de la juventud? ¿Quién tenía razón en el conflicto? ¿Los gobernantes? ¿La diplomacia palaciega que lo ajustaba todo al cálculo minucioso y a los egoísmos o la diplomacia popular que solo tiene por guía las sinceridades del corazón? México está ahí, sangrando y es alrededor de su bandera que nos congregamos aquí para gritarle que nos solidarizarnos con él.
En estas horas de inquietud, en que, pese a los arreglos que se tramitan, pese al suave ir y volver de los telegramas de las cancillerías, sigue permaneciendo en México un ejército extranjero, y subsiste y se prolonga y se acentúa por momentos el agravio inferido a la soberanía de aquel país, todos evocarnos, aunque sea en síntesis, el largo calvario de aquella república digna de nuestra admiración por su entereza y su valentía.
La situación geográfica, la vecindad inmediata de una nación poderosa que debió ser para México fuente de progreso y de prosperidad ha sido origen de todas las calamidades. Desde 1840 empieza a sufrir México el azote del imperialismo que debía desarrollarse hasta aparecer en América como una tromba devastadora de toda justicia. Bajo la Presidencia de Santa Ana el imperialismo favorece el separatismo del estado de Texas y tras un breve simulacro de república, ese territorio es anexionado a los Estados Unidos. Nuevas exigencias obligan a México a tomar las armas poco después, como recurso supremo para defender su derecho a la vida y a raíz de una guerra heroica en la cual combatieron hasta los niños y las mujeres, exhausto, sin armas, sin municiones, tiene que pactar con el invasor abandonando otro jirón a los Estados Unidos: la Alta California y Nuevo México. De ocho millones de kilómetros cuadrados que tenía México en los orígenes de su historia, quedaba reducido en pocos años a dos millones, a una cuarta parte de su territorio y la república imperialista del norte, civilizadora y puritana, ejercitaba en proporciones nunca vistas el derecho de conquista, mientras nuestras repúblicas del sur, desdeñadas por ella como atrasadas, levantaban con Mitre el lema generoso de "La victoria no da derechos"
Fue a raíz de estas circunstancias que Napoleón comprendió que para preservar los intereses de Europa había que poner un dique a la expansión de los Estados Unidos en América. Y la admirable nación mexicana acosada otra vez tomó de nuevo las armas y reanudó la lucha cruenta hasta vencer a los ejércitos y fusilar al Emperador que Europa quería imponerle. Que otros lamenten el triste fin de Maximiliano. Los que atenían contra la soberanía de un pueblo, deben saber afrontar las consecuencias.
Este es el momento en que aparece en el escenario de México la figura de Porfirio Díaz. Díaz comprende el peligro y durante treinta años evita todo pretexto para ingerencias extranjeras, tratando de equilibrar las ambiciones de Norteamérica con las ambiciones europeas. ¡Treinta años de paz! Treinta años durante los cuales el monstruo del imperialismo ha acechado desde el otro lado de la frontera! La ambición excesiva y la inexperiencia de Madero sirvió al invasor para desencadenar de nuevo la era de las revoluciones. Es el oro imperialista el que empuja a los hombres a delinquir, son los pertrechos imperialistas los que permiten a cualquier aventurero levantarse en armas contra las autoridades constituidas, son las intrigas imperialistas las que impiden el acuerdo y la obra concordante de los diversos grupos. Y cuando la desorganización y el agotamiento de tantos años han preparado el terreno, surge el ejército invasor, dispuesto a recoger fáciles laureles. Pero el imperialismo no contaba con la resistencia admirable de un pueblo altivo que se reconcilia y exclama: «¡Alto ahí, viva la Patria!» El imperialismo no contaba con la solidaridad de todo un continente que reunido alrededor de México le grita hoy: «¡Alto ahí, viva la América Española!» .
Ha llegado el momento de decir a la faz del mundo lo que está en el fondo de todos los corazones. La persecución contra Villa, no es más que un nuevo pretexto para ingerencias y complicaciones. Villa resulta en realidad un bandido paradojal que necesita 150,000 hombres para ser apresado y si examinamos un poco la historia de América, vemos que Villa ha existido mucho antes de lo que mentan las crónicas. Porque debió ser persiguiendo a Villa seguramente que los Estados Unidos desembarcaron en Cuba, imponiendo la enmienda Platt y es con el fin de que no regrese que conservan las estaciones de Guantánamo y de Bahía Honda. Es por temor a Villa seguramente que los Estados Unidos mantienen en cautiverio a la isla de Puerto Rico. Es persiguiendo a Villa que conquistaron las aduanas de Nicaragua y desembarcaron soldados en ese país. Es para perseguir a Villa que han llevado sus tropas a Santo Domingo y Haití. Es para perseguir a Villa que sacrificaron los derechos de Colombia y se apoderaron del Canal de Panamá, para que Villa no pueda escaparse hacia el Sur. Es para perseguir a Villa que vendrán mañana hasta nuestros yacimientos petrolíferos de Comodoro Rivadavia, Pero los pueblos Hispanoamericanos empiezan a comprender las realidades y todo en torno nos dice que los imperialistas han equivocado el camino y que si de defender la civilización se trata, al verdadero Villa, salteador de las nacionalidades y victimario de los pueblos no hay que combatirlo de norte a sur sino de sur a norte, que al verdadero Villa, enemigo de la paz y de la fraternidad continental, habrá que perseguirlo una vez por todas hasta las puertas mismas de Wall Street.
La historia de México tan fecunda en vigorosos gestos y nobles arremetidas, tan dramática y tan valiente, tiene tres puntos culminantes. Son tres grandes momentos encamados en tres hombres. Y las tres veces México ha sabido defender su libertad.
El primero es el de la independencia. Al mismo tiempo que el resto del Continente, México se siente conmovido por la racha de la emancipación y el instinto popular busca su expresión exacta en el humilde cura de Dolores que se levanta en armas y tras el cual se congregan inmensas muchedumbres ávidas de derechos y de libertad. Es el admirable Hidalgo que a los sesenta años encuentra fuerzas materiales y morales para emprender la épica campaña y sacrificarse como bueno en favor de su ideal.
El segundo momento se presenta en 1863, con la invasión francesa. Los ejércitos extranjeros se habían apoderado de Puebla y entraban a México victoriosamente. El Príncipe Maximiliano tomaba el nombre de Emperador y se aprestaba a gobernar a una nación cuyos gustos y características ignoraba. Una atmósfera de opresión reinaba sobre los cerebros y las conciencias, Pero la protesta del México sojuzgado que no podía asistir en silencio a la agonía de su libertad, estalla formidable y se encarna en Juárez que, fugitivo primero por valles y montañas, seguido después por ejércitos victoriosos, sella con la sangre del emperador el derecho inalienable que tiene todo pueblo a regirse según su voluntad.
El tercer momento acaba de vivirlo México en estas últimas horas en que con pretexto de perseguir a hipotéticos bandidos, fabricados para la exportación por intermedio del telégrafo, pretendió hollar una poderosa nación limítrofe la soberanía de aquel pueblo. Aprovechando la guerra civil y las discordias interiores, las tropas extrañas penetraron en territorio de México y lograron avanzar hacia el sur. Pero esta vez como las otras se levantó un remolino de patriotismo y surgió quien debía encarnar el instinto nacional. Yo no soy hombre de adular a los Gobiernos, ni de inclinarme ante los poderosos. Mi vida entera, limpia de toda claudicación, lo atestigua. Pero cumplo con un deber de conciencia al decir mi admiración por el General Carranza que ha sido el primer Presidente de la América Latina que ha sabido oponerse resueltamente a los avances del imperialismo. Cuando a pesar de la prohibición expresa del gobierno del país siguieron avanzando las tropas extranjeras hacia el sur y llegaron a Carrizal, el general Carranza tuvo el gesto definitivo. Mandó hacer fuego sobre el invasor. Y el derecho y la justicia se impusieron, porque las tropas extranjeras tuvieron que retroceder sin entablar reclamaciones por las bajas, barridas por la energía del primer presidente que en aquellos países se atrevía a encararse con la situación.
Hidalgo, Juárez y Carranza son los exponentes culminantes de ese indómito pueblo, al cual se le podrán hacer todos los reproches, menos el de haber abdicado nunca su libertad, de ese pueblo al cual enviamos hoy desde aquí nuestro saludo, de pie sobre las cimas y sobre las concreciones de nuestra historia, con el amplio espíritu fraterno de los que hicieron nuestra emancipación.
La diplomacia popular, que paulatinamente se sustituye a la diplomacia estática de los gobiernos, acabará por poner en evidencia la verdad, porque la diplomacia popular, es emanación directa de las colectividades, traduce los sentimientos íntimos de los mejores, surge como una fuente cristalina del fondo de las almas, transporta los sentimientos, sin ceremonias y sin notas, por el hilo de oro de las simpatías, porque la diplomacia popular es la que sale de esta enorme asamblea y va a la enorme asamblea que me recibirá en México, uniendo nuestros idealismos y nuestros fervores como se unen estas banderas, evocando un pasado y defendiendo un porvenir.
Imaginemos un peñasco en el mar, batido por las olas que lo asedian con su espuma, lo rodean, lo amenazan, lo azotan y lo cubren a veces en su violencia y que sin embargo muestra siempre su penacho, porque parece que el mismo mar que lo hiere, lo pusiera de relieve y lo levantara haciéndolo surgir en medio de la inmensidad como una fortaleza inexpugnable bajo el esplendor del sol. Así debemos ver a México. Las mismas vicisitudes porque atraviesa, sus mismas revoluciones, las mismas asechanzas, los mismos peligros de todo orden que lo sitian parecen fortalecerlo a tal punto que en medio de los remolinos propios y los extraños, lo vemos siempre haciendo flotar como trofeo los sagrados colores de la enseña nacional.
Pero no debemos perseguir aplausos sino afrontar responsabilidades. Y es por eso que vaya declarar aquí que no estamos haciendo en ninguna forma «política europea» que estamos haciendo exclusivamente política americana, porque entendemos que por encima de los problemas mundiales, existen problemas continentales que nos tocan más hondamente. Así como el Japón tiene intereses especiales en el Pacífico, nosotros tenemos intereses especiales en el Nuevo Mundo. Y es en nombre de esos ideales, particularmente nuestros, que empiezan a clarear ampliamente en la feliz rectificación de nuestras direcciones internacionales, que aspiramos a mantener el triángulo solidario de la América Latina, triángulo que tiene por base la estrecha unión entre la Argentina y Chile y que culmina en el norte con la República de México; triángulo que no es de guerra, sino de paz, y que dentro de la paz puede ser la piedra angular de la concordia americana.
MANUEL UGARTE

[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.

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