noviembre 07, 2010

"La guerra, el socialismo y las naciones débiles" Manuel Ugarte (1916)

LA GUERRA, EL SOCIALISMO Y LAS NACIONES DEBILES [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[16 de Mayo de 1916]

Si observamos el desarrollo mental de nuestra América desde la emancipación y lo relacionamos con las iniciativas intelectuales y morales de Europa, comprobaremos en seguida la refracción metódica de los acontecimientos que se desarrollan en el viejo continente, la repercusión gradual en forma de eco vivaz, o retardado, según los casos, de cuanto allá conmueve las almas, la correspondencia misteriosa que a pesar de estados y situaciones a veces diferentes, nos hace pasar, a meses o años de distancia, por las mismas zonas ideológicas que torcieron o metamorfosearon la vida del otro lado de los mares.
Compuesto en los orígenes el primer núcleo pensante por europeos inmigrados que vivían con la cara vuelta hacia el país natal, y alimentado después en sus prolongaciones por la lectura y el ejemplo de los países de Europa, nuestra existencia ha sufrido la ininterrumpida influencia de acontecimientos lejanos que, si rebotaban hace un siglo con gran atraso, debido a la dificultad de comunicaciones, han venido repercutiendo cada vez más inmediatamente, hasta resultar casi simultáneos, en estos tiempos en que la idea tarda pocas horas para hacer la circunvalación del mundo.
La Revolución Francesa, para determinar el levantamiento de 1810 tuvo que dar la vuelta por España, llegándonos en forma de reivindicación constitucional, después de horadar penosamente innumerables capas aisladoras que interponía la metrópoli entre sus colonias y el pensamiento del siglo; pero destruidas esas cortapisas, la refracción ha sido cada vez más directa y hemos ido recibiendo con celeridad creciente, al mismo tiempo que las modas, los trajes ideológicos, las inspiraciones mentales, los "actualismos" imperiosos que, llámense modernismo en literatura, materialismo en filosofía o colectivismo en el orden social, dan prueba de un raro isocronismo y de una extraña simultaneidad de palpitaciones.
El asunto Dreyfus, que tan hondamente agitó la opinión hace años, favoreció en Europa una subversión profunda y coincidió con el auge inesperado de las ideas avanzadas. Al contacto de los grupos revolucionarios y extremistas con las élites intelectuales y sociales, nació el idealismo optimista, el pacifismo ferviente y el humanitarismo invasor, que parecía anunciar una nueva era de transformación mundial. Muy pocos se resistieron al contagio de esa atmósfera. Filósofos, dramaturgos, poetas y publicistas llevaban la rebelión a los periódicos, los escenarios y las bibliotecas, y aún aquellos que por pertenecer a clases privilegiadas tenían mucho que perder en la emergencia, se sintieron ganados por el hálito de reparación y de justicia que se adueñaba de las almas.
El socialismo adquirió así en el viejo mundo un prestigio y una difusión que hizo admitir como posible el advenimiento de la nueva sociedad entrevista por los teóricos, que levantaban con inducciones el andamiaje de una construcción perfecta. Los que antes escribían para un escaso número de iniciados, vieron de pronto ampliarse el número de los simpatizantes. Vigorosas mentalidades se plegaron al movimiento. Surgieron sabias organizaciones. Y enormes oleadas heterogéneas, dentro de las cuales fraternizaban con los obreros y los empleados, los intelectuales y los aristócratas, llevaron hasta los Congresos la lógica implacable de Bebel, el apostrofe meridional de Ferri, la impetuosa arremetida de Vandervelde y la magnificencia esplendorosa de Jaurés.
De más está decir que, de acuerdo con lo que hemos comprobado, las chispas del incendio se comunicaron sin tardanza a nuestra América. Una gran capital cosmopolita como Buenos Aires, ofrecía el más propicio ambiente a todas las amplificaciones. En pocos años se improvisaron crecientes mayorías que interrumpieron de una manera feliz la somnolencia de nuestra vida cívica. Aprovechando saludables justas democráticas, el espíritu renovador se impuso, haciendo llegar hasta las alturas las reclamaciones elementales de las clases menos favorecidas, dando lugar a útiles controversias y abriendo una era de actividad y de fiscalización que, con todos sus excesos, con toda su acritud y su hojarasca electorista, tiene que ser considerada como una etapa brillante de la ascensión gradual de nuestro país.
Pero la voluntad de los filósofos no encadena la marcha de los acontecimientos. Nuevas reacciones y corrientes se abrieron paso en Europa, donde un instinto oscuro persistía en mantener a los pueblos en grupos desconfiados, los unos frente a los otros. El análisis estricto de las premisas colectivistas condujo, por otra parte, a los estudiosos más sinceros a confesar contradicciones, anacronismos e imposibilidades.
Marx no era infalible. Algunas de sus previsiones habían fallado abiertamente. Ante las imposibilidades materiales que se advertían al pretender realizar el ideal, asomó el "revisionismo" de Bernstein, Kautsky y Anseele, anuncio nebuloso y presagio amargo de que la piedra lanzada hacia el infinito había llegado a su máxima altura y empezaba a caer de nuevo, atraída por leyes ineludibles, hasta la terrestre realidad.
Otros fenómenos se advertían al mismo tiempo. Sin saber la causa, en todas las naciones parecía oírse como un redoble de tambores que venía del pasado. El pangermanismo y el paneslavismo acrecían su importancia y se extendían victoriosamente. Los presupuestos de guerra subían de año en año. Terribles inventos y organizaciones formidables llevaban al paroxismo el poder ofensivo de los pueblos. La expansión comercial arrollaba las soberanías para imponer los productos. La expansión colonial destruía las independencias para ensanchar dominaciones. En la política interior surgían interrogantes nuevos. Y se hubiera dicho que una muralla de irremediables obstáculos, de barreras insalvables que estaban en la esencia misma de la humanidad, se oponía visiblemente a los ensueños y a las simplificaciones que declinaban.
El que estas líneas escribe fue en la Argentina el primero que, en noviembre de 1913, se hizo eco de estas inquietudes y renunció a una candidatura a senador, separándose del partido socialista por considerar, al punto que habían llegado las cosas, que el ejército era una entidad benemérita, que la religión no podía ser perseguida, que la propiedad debía ser respetada y que resultaba obligación honrar y engrandecer a la Patria. Reflejadas las mutaciones operadas en Europa, de los ensueños de principios de siglo, sólo quedaba en pie un amplio deseo de reformas supeditadas a las necesidades colectivas que debían privar siempre sobre los intereses individuales o gremiales. La realidad barría, aquí como allá, de la imaginación, las construcciones quiméricas. Al humanitarismo parcial se substituía la conciencia de las responsabilidades. La complejidad de los conflictos que, lejos de reducirse a las relaciones del capital con el trabajo, según las predicaciones de Marx, se complicaban inextricablemente, habían hecho ver, al fin, que las reformas obreras podían ser un capítulo, pero no todo un programa porque al problema de las relaciones entre los grupos dentro de la Nación se anteponía el problema de las relaciones entre las naciones dentro de la competencia universal.
Fue el momento en que el socialismo lejos de seguir creciendo, se inmovilizó y se amenguó entre nosotros como en el resto del mundo. Pero este nuevo estado de alma, derivado de comprobaciones recientes y de insospechadas inducciones que rompían los moldes ya helados de la vieja Internacional, no podía ser traducido en agrupación política, porque ningún acontecimiento mundial lo había concretado y hecho llegar hasta la masa. De aquí el silencio y la espera de los que en Europa y América vimos surgir de los Balcanes el primer hilo de humo, precursor de la pavorosa conflagración y de la consiguiente metamorfosis de doctrinas.
Dos años después, a raíz de un incidente parlamentario, surgió en el seno de nuestro partido socialista una nueva disgregación. Los descontentos organizaron un grupo. Pero desgraciadamente, no fue encauzada la tentativa por una percepción exacta de las corrientes que trabajaban la atmósfera v se formuló un programa en el cual, a pesar de todos las atenuantes, persistía en su esencia la concepción inicial. El colectivismo, que fúndese en Marx o en Rivadavia, resulta hoy una hipótesis disolvente; el antimilitarismo que aún admitiendo milicias ciudadanas es un anacronismo en estas épocas, el libre cambio que, aunque se halle limitado por excepciones, haría imposible nuestro desarrollo industrial; la antirreligiosidad que, en este país donde no existe el clericalismo, sólo consigue herir sentimientos respetables, no podía ser más que una abstracción de biblioteca en momentos en que Europa, de donde recibimos todas las inspiraciones, veía resurgir la fe en las muchedumbres angustiadas, sentía reafirmarse el instinto de propiedad hasta lo indecible, hacía depender la vida de los pueblos de la preparación militar y devastaba mares y continentes para proteger la exportación de las riquezas vitales.
El fracaso que, a pesar de meritorios esfuerzos personales, sufrió esta tentativa, es un nuevo indicio de que a raíz de la guerra la humanidad retrocede buscando puntos de apoyo en el pasado. No es un socialismo más o menos agresivo el que declina, son todos los cerebralismos que pueden restar vigor a los pueblos empeñados en la tarea superior de preservar su existencia. La evolución de Hervé, convertido de antipatriota en chauviniste, la resolución con que los partidos socialistas de todos los países beligerantes tomaron parte en los ministerios de defensa nacional y el unánime levantamiento de las muchedumbres en armas, tenían que reflejarse aquí, porque no marcan solamente la bancarrota del internacionalismo europeo sino también el resurgimiento y el auge universal de ideas borradas y de principios declinantes que requieren su primitivo vigor al conjuro de la espantosa sacudida. En el "sálvese quien pueda" de las nacionalidades se agiganta de nuevo el prestigio de las cosas viejas y nuestros líricos ensueños juveniles se desvanecen para dar lugar a una floración de energías concentradas en un solo anhelo vehemente: defender, asegurar, engrandecer a la Patria; poner a cubierto de todas las asechanzas y a costa de todos los sacrificios el porvenir del grupo étnico, social y político de que formamos parte.
Conviene fijar algunas rudas comprobaciones porque, aunque tengan ellas algo de la hosquedad de la batalla, reflejan direcciones que tarde o temprano, tendremos que aceptar. La guerra ha venido a poner en evidencia la enorme remoción, la honda metamorfosis de valores políticos morales e intelectuales que estaba preparándose subsole en la sombra y en la inamovilidad aparente de la paz. Es un nuevo ciclo el que se abre en medio de una especie de reconsideración de ideas sancionadas. Muchas de las que parecían esenciales pasan a segundo plano o desaparecen. Otras, antes secundarias o desconocidas, ocupan lugar principal en un inesperado cataclismo de los funda¬mentos éticos del mundo.
Acaso lo que venimos diciendo pueda desafinar en medio de convicciones que sobreviven a las realidades que las hicieron nacer. Hay soles muertos que están alumbrando todavía y principios destruidos cuyos efectos dirigen aún nuestras cerebraciones. Pero como no es posible aplicar a los fenómenos de hoy, engranajes ideológicos de ayer, los que ajustaban una teoría aprendida y una solución mecánica a todos los fenómenos humanos, tendrán que resignarse a ver desechas sus perspectivas. Un maremoto ha destruido la mayor parte de las certidumbres o deducciones que la Humanidad había acumulado en largos siglos de meditación sobre la vida, nadie puede negar que surgen horizontes nuevos, se elevan contra verdades inesperadas y nacen hipótesis ajenas a nuestro modo de ver corriente.
A! hablar de la guerra, conviene abandonar a la masa unilateral y fácilmente impresionable la terquedad en las convicciones, las bruscas parcialidades y los entusiasmos episódicos, para considerar serenamente el alma de los acontecimientos en su suprema esencia y virtud, desligándolos de las objetividades engañosas. El vértigo de la lucha arrebata generalmente a los espectadores en la órbita de uno u otro de los contrincantes, y así ha surgido lo que podríamos llamar la beligerancia mental, que confirma las situaciones coloniales en que se hallan todavía, en lo que se refiere a las ideas, a pesar de todas las autonomías aparentes, ciertos hombres y ciertos grupos. Como en el conflicto intervienen las más grandes fuentes intelectuales del mundo, los individuos entusiastas y los países menores, atraídos por misteriosas fuerzas, sólo atienden a embanderarse instintivamente con éstos o con aquellos, sin percibir la posibilidad de tener criterio propio, ya sea desde el punto de vista directo de las conveniencias inmediatas, ya desde el punto de vista superior de la filosofía final del choque.
Los Estados Unidos han sido acaso la única nación neutral que se ha descubierto suficiente vigor y savia para transmutar las impresiones, haciéndose una conciencia especial, que no consultará ni sus simpatías (vano lirismo cuando está en juego el porvenir) ni el derecho (abstracción desvalorizada, como veremos más tarde), sino los intereses, base suprema de la rotación del mundo. Los demás, pueblos se van dejando arrebatar, sacrificando sus conveniencias, que, por pequeñas que sean, son esenciales para ellos, en aras (repetimos la palabra) de un colonialismo ideológico, que plantea, para" el porvenir nebuloso con que nos amenaza la difícil liquidación de la guerra, el problema de hacer que a las entidades geográficas diferentes que se salven de la tempestad, corresponda, en lo posible, no sólo una independencia económica segura, sino una suprema autonomía de orientación y pensamiento, que las capacite para pensar por sí.
Las naciones-caudillos, que anulan voluntades y atraviesan las épocas arrastrando en su surco un tropel de pueblos, llenan desde luego una misión propulsora y vital que nadie discute; pero el ideal y la conveniencia de cada núcleo tiene que adquirir lo más pronto posible una conciencia propia y una rotación especial, que le permita evitar las absorciones económicas y mentales, y adquirir ese sentido práctico, un tanto egoísta y ensimismado, que da a los pueblos su verdadera conciencia, su libertad de andares y su eficacia real en la secreta e ininterrumpida batalla de influencias, que es el clásico entrelineas de la Historia.
En la monstruosa revisión de valores, que nos permitirá clasificar los hechos de acuerdo con factores y sistemas ignorados hasta hoy, tenemos que empezar por admitir no sólo una bancarrota del socialismo sino desde un punto de vista más alto, una bancarrota general de teorías. Substituidas las bibliotecas por los campos de batalla, comprendemos que se aprende más en los hechos que en los libros y no podemos reprimir un movimiento de asombro al considerar el tiempo que ha perdido la humanidad barajando silogismos, edificando sistemas, disociando principios y persiguiendo equidades que un soplo barre y se lleva, dejándonos, en medio del cataclismo, la certidumbre definitiva de que el mundo no obedece a sentimientos, sino a necesidades, de que la moral internacional es una cosa y otra, las exigencias que gobiernan la marcha de los pueblos.
En la subversión de todo orden que la guerra provoca sorprende más que todo la subversión de perspectivas mentales, pero hay que acostumbrarse, sin embargo, a lo desconocido. Para tener noción de lo que será la época nueva, basta nombrar los precursores. Ha sido preparada por dos cerebros y dos brazos, en los Estados Unidos y en Alemania. Los cerebros fueron Nietzsche y William James, los brazos, Bismarck y Roosevelt. Poco importa que sean vencedores o vencidos los países que representan. Lo que está en juego es la doctrina.
Ya nos dijo el filósofo que en la era de los pueblos fuertes "no habrá más criterio de moral que la utilidad social". Claro está que esta afirmación sintetiza no sólo una tendencia de la política futura, sino también una aspiración inextinguible de la política de todos los tiempos. Pero nunca se habrá manifestado más ásperamente que en nuestro siglo, nunca habrá adquirido caracteres más hoscos.
Las concepciones de los tratadistas se han movido siempre en una órbita empírica, que no ha coincidido jamás con la orientación real de la política de las grandes naciones, sin embargo, rara vez se ha advertido tan grave antinomia entre las doctrinas y las actitudes, entre las esperanzas y las realidades. En momentos en que la propaganda pacifista multiplicaba las instituciones especiales de concordia y arbitraje, cuando poetas, dramaturgos y sociólogos habían dado por cerrado el ciclo de las guerras (los habitantes de Pompeya creyeron siempre que cada erupción del volcán era la última) cuando el socialismo proclamaba la fraternidad indestructible de los hombres y amenazaba a los gobiernos, en caso de conflicto, con la revolución social, cuando la aviación abría un nuevo plano común a la actividad y al orgullo de los humanos, cuando las exposiciones, los congresos, los tratados, las comunicaciones el movimiento entero del siglo parecían hacer inadmisible toda hipótesis marcial, se articula de pronto una palanca misteriosa, funciona un engranaje invisible y se desencadena la conflagración más formidable de todos los tiempos.
La versión según la cual el cataclismo puede ser imputable al capricho de un monarca no es verosímil, por cuanto sabemos que ninguna voluntad, por alta que sea, logra determinar tan vastos movimientos, si éstos no están preparados por la larga y profunda elaboración, por la propicia concurrencia de circunstancias que precipitan los acontecimientos históricos. Si observamos bien el carácter de las relaciones entre las naciones europeas desde hace veinte años, comprobamos que bajo la superficie plácida, magnificada por el lirismo de los soñadores, circulaban las corrientes discordantes de apetitos y ambiciones de cada pueblo. Respirar es ensancharse, y los países pletóricos de vida, henchidos de esperanzas, que desde el punto de vista político, comercial y mental, se ahogaban en sus fronteras acechaban en silencio la hora de burlar a sus rivales, de superarlos económicamente, de doblarlos por la diplomacia, de aventajarlos en todas las formas. Intereses vitales los empujaban a no desear, sino a "necesitar" la ruina de los competidores para seguir existiendo. Y ha sido en nombre de estas exigencias superiores que en un momento dado se ha roto el equilibrio y han salido bruscamente a la superficie antagonismos e incompatibilidades que tienen que resolverse definitivamente.
Los grandes pueblos de Europa no hacen así, en realidad, más que seguir devorando vida, como todo lo que lucha por subsistir. La paz de los últimos años se mantuvo a expensas de los países débiles del Asia, del África y de América. Los ímpetus de expansión fueron desviados o canalizados sobre núcleos indefensos, abriendo así una época de conquistas coloniales o de protectorados inconfesados, durante la cual las grandes naciones hicieron, en cierto modo, bloque contra las naciones pequeñas. Pero esta reserva tenía que agotarse y esta complicidad tenía que ser efímera, porque los mercados abiertos por la presión diplomática o militar daban pie a nuevas rivalidades ásperas, a nuevos choques económicos, a nuevas avideces tenidas en jaque por otras, en el strugle for Ufe de la lucha moderna.
Así se inició la gigantesca justa entre Inglaterra y Alemania. Alrededor de estas dos naciones se han agrupado las demás, obedeciendo éstas al interés económico, evolucionando aquéllas dentro de su foco de atracción, tratando de vengar algunos sus agravios viejos, dando rienda todas a sus esperanzas. Desgarradas las envolturas artificiales, en la era de los pueblos fuertes se ha abierto paso al materialismo político, económico y social que impondrá fisonomía y carácter a la nueva historia.
Las teorías de Aristipo, nocivas para los individuos, resultan a veces benéficas para las colectividades y lo serán cada vez más, porque los ensueños ceden el paso a las exigencias. La tendencia idealista y teoricista, que paralelamente a la tendencia práctica o materialista marcha a lo largo de los siglos y que culmina en Confucio, los filósofos estoicos, el cristianismo, los enciclo¬pedistas y los teóricos políticos y sociales de los siglos XVIII y XIX, no consiguió nunca detener la marcha ruda de la vida, ni la detendrá ahora. El puritanismo social ha sido una aspiración vencida siempre por las realidades. Si alguna vez ha llegado a sobreponerse, sus efectos resultaron contraproducentes por las prolongaciones a que dieron lugar. Napoleón dice que César era el tirano necesario en el momento en que vivía. No había más que un simulacro de Senado, todos los principios declinaban, la libertad civil era un ensueño, pero después de las proscripciones en un país lleno de veteranos levantiscos, amenazado por reacciones mundiales, César era la garantía del orden y de la supremacía de Roma sobre el universo. El "prejuicio de la educación" llevó a Bruto a sacrificarlo. Pero la muerte de César no benefició a los romanos sino a la tesis mental, puramente abstracta, sostenida por Bruto y hay que preguntarse si éste, al sacrificar al conquistador, no hirió de muerte también al Imperio romano.
Quizá se esconde cierta grandeza superior en la bajeza aparente de razonamiento que imponen las circunstancias. Existen en la vida de los pueblos imposiciones superiores a los sistemas y a las equidades más o menos transitorias e imaginadas por los hombres. Los conductores de mañana, que no podrán ser endebles marineros de agua dulce, sino audaces pilotos, capaces de aventurarse en rutas nuevas para evitar las tempestades, tendrán que forzar pasos, vencer corrientes y descubrir fondeaderos, sin obedecer a más escrúpulos, mapa o brújula, que su apasionado instinto de salvar el bajel que les ha sido confiado.
Nunca se habrá abatido sobre las naciones un momento de prueba como el que vamos a atravesar.
Las discrepancias interiores deben desaparecer en todos los países, las reivindicaciones deben acallarse, los ergotistas deben enmudecer, porque en medio del oleaje sólo sobrenadarán los grupos más previsores, los más diestros, los más unidos, los que mejor sepan resistir a la borrasca. El derecho y la justicia se esfuman en medio de la lucha que lleva a las especies a sacrificarlo todo al deseo de perdurar. Y nadie debe esperar nada ni de los otros, ni de la casualidad, ni de los principios, porque entramos en una zona en que, ya se trate de individuos o de naciones, la suerte sólo dura mientras dura la energía para vencer la adversidad.
Respondiendo a posibles objeciones, diré que sería vano acusar a algunos de""modificar sus ideas, cuando es la vida la que cambia rumbos.
La mejor prueba de que el internacionalismo y el socialismo son hoy concepciones "inactuales" es el hecho de que, en momentos de actividad total de las naciones, hayan tenido que mantenerse en Europa en esferas abstractas y especiales, sin intervenir en los acontecimientos que se desarrollan, ni pesar sobre ellos más que como disolvente al servicio de otras fuerzas. En realidad, no riman con nada de lo que existe. Y no se trata, como se pudiera suponer, de un fenómeno transitorio, hijo del momento de subversión, sino de un ocaso determinado por la substitución de engranajes y de principios propulsores de la vida. Ya hemos dicho que ha empezado la era en que las fuerzas reales predominan sobre las fuerzas espirituales. (La curiosidad de saber si esto es bueno o malo, nos llevaría a una apreciación, y sólo queremos hacer comprobaciones). El instinto de conservación que hallamos en los hombres lo encontramos también en los pueblos; y éstos, amenazados por peligros múltiples, piensan como Mirabeau, que la societé peut, pour sa conservation, tout ce qu'elle veut; que antes están las necesidades colectivas, y después las construcciones de los filósofos, y que si éstas se hallan en pugna con aquéllas, habrá que sacrificarlas irremisiblemente.
Considerando el carácter de los acontecimientos actuales y sus visibles prolongaciones, salta a los ojos que la metamorfosis ideológica determinada por la guerra europea se acentuará después de firmada esa paz, todavía lejana, con que soñamos, porque triunfe quien triunfe sean los aliados o los teutones, siempre se alzará en medio del mundo devastado un grupo de potencias que dictará la ley no sólo al bando vencido, que quedará a merced suya, sino también a los neutrales, que lógicamente tendrán que inclinarse ante la fuerza. Las discordancias y acaso las guerras suplementarias a que dará lugar dentro del mismo núcleo vencedor, la distribución de la influencia material o moral que este ejercerá sobre el mundo, contribuirá a fomentar el poder bélico, sin el cual, por otra parte, se desvanecerían los beneficios alcanzados. En esta atmósfera de soberbia y de dominación se rehabilitarán muchas ideas olvidadas. El autoritarismo triunfante tenderá a extenderse de las cosas exteriores a las cosas interiores, del orden colectivo al orden individual, y la humanidad volverá, tras rápida e inútil perturbación anárquica, a retroceder por algunas décadas hacia el punto de partida, hasta que otro cambio brusco de los vientos le haga dar un nuevo salto victorioso hacia el indescifrable porvenir.
Por el momento hay que prepararse para una reacción general, y no será la época que se inicia la más propia para disquisiciones. Por otra parte, la acción mundial del grupo vencedor acentuará el carácter de los tiempos. La historia nos dice que son siempre los mismos mecanismos, idénticas sutilezas y parecidos resortes los que emplean los humanos para establecer supremacías o preeminencias, que el destino barre después. Desde los argonautas que parten a la conquista del vellocino de oro, hasta los colonialistas últimos que iban a "civilizar" a los africanos o a los asiáticos, pasando por Napoleón, que se erigió en generalizador de las doctrinas de la Revolución de Francia, siempre empiezan por dar los hombres a la guerra un motivo aparente de indiscutible altura, para arrebatar a las masas y obtener la simpatía de los espectadores o neutrales. En el fondo, todos sabemos que obedecen a una necesidad colectiva cada vez más temible/porque cada vez ensancha más el radio de los que pueden resultar favorecidos si llega a ser satisfecha. El imperialismo de Alejandro fue el de un hombre; el de César, el de una ciudad; el de Napoleón, el de un país, y el que en estos momentos inunda de sangre al mundo, podría ser el de una raza. Inglaterra o Alemania, triunfante, ejercerán una acción excluyente, que fijará el ritmo de la respiración universal, y todos tendremos que sentir, más o menos lejana o visible, la presencia de una mano de hierro.
Así como el siglo XVI fue el de los debates religiosos, y el siglo XVIII el de los debates políticos, el siglo en que estamos resultará el de los debates internacionales. Toda otra preocupación será desoída y sacrificada, porque las nuevas influencias dominantes y el desplazamiento producido por las modificaciones del mapa después de terminada la guerra mantendrán en constante inquietud y movimiento a las naciones. Las repetidas refundiciones, anexiones y segregaciones, que reducirán o aumentarán el número de entidades autónomas existentes, darán a las rivalidades indestructibles mayor amplitud y tenacidad. Con ello coincidirá una pavorosa expansión económica; y como es cosa sabida que para dominar virtualmente a un país basta con apoderarse de determinados resortes financieros, empezará la silenciosa y desesperada defensa de los débiles, empeñados en evitar la captación de sus riquezas para que no desaparezca la autonomía real, dejando sólo en pie menguadas nacionalidades de cartón. En medio de los conflictos provocados por esa actividad sustancial, encaminada a evitar vasallajes y a mantener la integridad de los grupos, surgirá una concepción nueva de la política, y demás está decir que de las ya mentadas ideologías de la juventud sólo quedará la tendencia a la democratización total de la vida, no en nombre de ideales remotos, sino en nombre de intereses inmediatos, más que para rendir culto a la justicia, para llenar una de las condiciones de la grandeza general.
Aunque se halla al margen de los conflictos actuales, la Argentina no puede dejar de presentir desde ahora la zona difícil en que tendrá que evolucionar, dado su vigor naciente y su falta de desarrollo industrial. Reaccionando contra ciertas costumbres peligrosas, empezará a examinar prolijamente los hechos para crearse un punto de vista especial, de acuerdo con intereses tan inconfundibles que no pueden encontrar verdadera concordancia más allá de la América española. El severo mantenimiento de la más estricta neutralidad le dará reposo para estudiar una actitud dentro de todas las hipótesis, sin sentimentalismos anacrónicos, sin entusiasmos disonantes, de acuerdo con sus necesidades vitales y con la tendencia experimental del siglo. Paralelamente a la previsión diplomática, se acentuará, naturalmente, la previsión económica que, empujada, con decisión y método, podría hacer de un país por donde la riqueza pasa, un país donde la riqueza quede. En todos los órdenes, tendrá que ser de nuestra conveniencia bien entendida de donde saquemos las inspiraciones necesarias para salvaguardar el porvenir, con el criterio independiente que es la marca inconfundible de toda verdadera autonomía.
La misma evolución que desde ha poco advertimos en el campo de la actividad económica, donde hemos visto que los pequeños negocios, se marchitan y mueren absorbidos por los grandes, puede hacerse sentir dentro" de. la política internacional, donde férreas naciones, poseedoras de todos los resortes intelectuales, bélicos, financieros e industriales, dueñas de las fábricas, los capitales, las vías de comunicación y hasta las fuentes culturales del mundo, se hallarán capacitadas para hacer imposible el desarrollo y la existencia de las nacionalidades en formación.
Nuestra vieja concepción de las autonomías nacionales figura entre las ideas muertas de que conviene desembarazarse también en esta renovación de perspectivas. Una bandera, una demarcación geográfica y un gobierno nativo no bastan en modo alguno para caracterizar a una colectividad independiente, si a estas condiciones no se unen el predominio racial, la capacidad financiera, la originalidad mental y la iniciativa diplomática. En defender la integridad de algunos de estos resortes y en propender a la creación de los otros estribará el método de los estadistas sobre los cuales pese la responsabilidad de gobernar naciones débiles durante el régimen que empieza. No es indispensable anexar; un país para usufructuar su savia. Los núcleos poderosos sólo necesitan a veces; tocar botones invisibles, abrir y cerrar llaves secretas, para determinar a distancia sucesos fundamentales que anemian o coartan la prosperidad de los pequeños núcleos. La infiltración mental, económica o diplomática puede deslizarse suavemente sin ser advertida por aquellos a quienes debe perjudicar, porque los factores de desnacionalización no son ya, como antes, el misionero y el soldado sino las exportaciones, los empréstitos, las vías de comunicación, las tarifas aduaneras, las genuflexiones diplomáticas, las lecturas, las noticias y hasta los espectáculos: todo lo que una alta comprensión de los destinos de un conjunto no sepa dosificar, diluir, controlar, desviar o captar a la manera del Japón, que supo burlar elegantemente las redes que le tendían aprendiendo el secreto de todas las civilizaciones y armándose, a la par de ellas con los mismos sistemas, sin enajenar un ápice de su porvenir.
En medio de sus horrores, la guerra europea nos habrá prestado así el servicio fundamental de alejamos de las ideologías para darnos un alerta y hacernos emprender la obra de construcción que impone. Sirva esto de compensación a los que, apegados a un concepto más literario que sociológico, lamentan el naufragio de las naves aventureras.
La humanidad ha ido a menudo a la justicia y al bien por el chemin des écoliers, por la ruta más larga; y acaso volverán a hallar, corriendo el tiempo, ambiente favorable los idealismos que tanto seducen. Hoy por hoy, conviene tener la concepción clara de las realidades presentes, futuras, y pasadas, para ser prácticos y atenernos a lo posible. Por otra parte, hay que abrir el espíritu a todas las formas de la elevación moral, y ninguna grandeza podrá ser mayor que la de una juventud que, sintiendo las palpitaciones de su tiempo se declare preparada para afrontar las situaciones difíciles y para encararse con los obstáculos, como los atletas que doblan la arremetida de las fieras en la pista del circo romano. Los que respiran en una época de excepción como la nuestra, lejos de epilogar sobre los "acontecimientos, deben vivirlos; lejos de juzgar la historia, deben hacerla. Porque aunque repugne a una educación demasiado espiritualista, aun las fuerzas mejores no logran ir más allá de lo que la realidad permite. Sí las cosas espirituales son el perfume de la vida, las cosas terrenales son el viento. Las primeras pueden impregnar a las segundas, pero tienen que dejarse conducir por ellas.
MANUEL UGARTE

[1] Publicado en el diario La Nación, de Buenos Aires, el 16/5/16 con el título "El ocaso socialista y la guerra europea". Reproducido luego en el libro La Patria Grande con el título que editamos esta transcripción, 1922.

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