“La atracción de los orígenes”
Manuel Baldomero Ugarte
[3 de Enero de 1920]
Los recuerdos se arremolinan en el alma al llegar a la heroica Cádiz y al evocar fechas, nombres y acontecimientos que abren en los siglos para el grupo de que formamos parte un vasto panorama que se extiende escalonando cúspides por las montañas infinitas hasta la hoguera misma del sol, origen sagrado de la bandera gualda y roja de España, ante la cual nos inclinamos todos.
A medida que el tiempo pasa y se serenan los espíritus, sacudidos hasta hace poco por el oleaje o la repercusión de las luchas de 1810, se destacan y se sitúan las perspectivas verdaderas; y hasta los más reacios se dan cuenta ahora de que la América española pudo, por circunstancias especiales que no es éste el momento de examinar, separarse políticamente de España, pero que, en su realidad durable, en su esencia, en las supremas direcciones que mantienen en las épocas la continuidad de una dirección histórica, ha seguido y sigue estrechamente unida a la nación que le dio vida, supremamente ligada a los antecedentes y a la estirpe, como parte integrante del gran conjunto formado por más de cien millones de hombres que se expresan en la lengua de Cervantes y que después de haber levantado y absorbido a enormes muchedumbres de otras razas, desarrollan su actividad en los más diversos puntos del planeta, constituyendo hoy como ayer en el mundo una de las más formidables corrientes de civilización que ha conocido la humanidad.
El defecto del español y del hispanoamericano reside en que uno y otro no llegan a comprender, a veces, su verdadera grandeza. La crítica y el descontento, que nacen de un ansia de elevación, nos llevan de un lado y otro del Océano a considerar a menudo con desdén lo que otros pueblos admiran en nosotros mismos. Así se ha llegado a desfigurar en América la aceren de España, que realizó durante la conquista y la época colonial, una obra superior a la que desarrollaron los romanos, cubriendo con su bandera los territorios más extensos que llegó a poseer jamás pueblo alguno; que fue después del separatismo, a pesar de la distancia y los resquemares nacidos de la lucha, la fuerza vivificadora que se desangró en emigración para seguir nutriendo a las nuevas patrias nacidas de su entraña; y que en los actuales momentos en que los imperialismos invasores arrollan todas las banderas, se enlaza de nuevo con los que parecieron olvidarla y vuelve a reanudar la cadena que unió a los padres con los hijos en un pasado luminoso que resurge y reflorece en porvenir.
Así se ha llegado a desfigurar también en España la acción de los caudillos y de los pueblos que determinaron la disyunción administrativa de las antiguas colonias, olvidando que ni en los peores momentos se rompió el lazo espiritual que nos unía y que en la misma América insurrecta se abrieron suscripciones para auxiliar a la madre patria en su lucha contra Napoleón, porque lo que por encima de todo defendernos, desde hace un siglo en América, es el idioma, las costumbres y las tradiciones heredadas, y la misma España reconoció en su tiempo el verdadero carácter de los levantamientos de ultramar, como lo prueba el hecho de que los insurrectos americanos que se hallaban en las cárceles de Cádiz fueran puestos en libertad, en un gesto grandioso de solidaridad fraterna, por los patriotas españoles que reclamaban la Constitución de 1812.
Allá se ha hablado injustamente de la opresión de España, como aquí se ha hablado injustamente tam¬bién de la ingratitud de América; pero las nuevas generaciones desligadas de las pasiones que exasperó la lucha han de fijar con ánimo sereno la verdadera significación del vasto movimiento de principios del siglo XIX y en un ambiente de íntima y fundamental reconciliación hemos de poder conversar muy pronto al unísono del fenómeno político que removió las vértebras del mundo y se difundió hasta los confines de un imperio, agrietando el enorme bloque sin romper su unidad superior y su solidaridad indestructible.
En las tormentas del siglo los pueblos afines tienden a conglomerarse por lo menos espiritualmente y uno de los resultados más claros de la te¬rrible hecatombe que acaba de conmover al mundo, es la necesidad de crear conjuntos solidarios que en un momento dado puedan hacer sentir su acción para poner a cubierto su perdurabilidad. Entramos en una época particularmente difícil. Se diría que a medida que se democratiza la política de los pueblos, se autocratiza la política internacional de las naciones ; y que el mundo va hacia una peligrosa simplificación de influencias que puede poner en manos de dos o tres grupos predominantes la vida y el destino de los países menos fuertes, Por eso es que nuestro conjunto hispano, debe, a pesar de la dispersión geográfica, acercarse moralmente cada vez más, buscando el foco de irradiación de los orígenes en la savia primera, en este glorioso solar de la raza, que es luz más clara y que es calor más reconfortante para todos a medida que la desorientación aumenta, en medio de los presagios de que está llena la atmósfera.
De las dos tendencias que se definen en el Nuevo Mundo, sólo una se ajusta en los momentos actuales a la amplia visión que debemos tener del porvenir de nuestros pueblos. El Panamericanismo que nos llevaría a desligar a nuestras repúblicas étnica, económica y espiritualmente de Europa para atender a una artificiosa unión continental que nos pondría a la zaga de un pueblo de origen y antecedentes distintos, no rima en ninguna forma con el ideal romántico y el carácter indómito de nuestra raza. En cambio el hispanoamericanismo, la estrecha coordinación de las repúblicas de origen español con España, el latinoamericanismo, el amplio vuelo dentro de nuestra órbita cultural, la vuelta franca y entusiasta a la tradición espiritual, el acercamiento que debe nacionalizamos aún más dentro de nuestras patrias nuevas al ponernos en contacto cada vez más palpable con los antepasados, es la corriente popular que representa no sólo el instinto vital de las naciones de ultramar, sino el lógico desarrollo previsor de una política respetuosa de todos los derechos, pero estrictamente celosa de la suprema integridad moral, sin la cual no puede mantenerse nunca la integridad material de las naciones. Es, pues, alrededor de Colón y de Cervantes, alrededor del descubrimiento y del idioma, que debemos buscar el eje superior de la vida americana; y es en la estrecha compenetración de la vida americana de la vida española y de toda la latinidad, en el íntimo consorcio del pensamiento originario y del pensamiento de ultramar donde hemos de descubrir unos y otros el punto de apoyo necesario para determinar el gran movimiento de aproximación que se impone. Por eso tiene particular importancia esta asamblea que en nombre de una alta tradición mental enlaza las alegres banderas jóvenes de las naciones nuevas de América con la tradicional enseña española, dorada en el centro por el sol radioso, ensangrentada en los bordes por el sacrificio, madre suprema que nos envuelve a todos en una aurora inextinguible de gloria.
Al rendir homenaje a España, los hispanoamericanos nos honramos nosotros mismos en lo más sano y más real de nuestras nacionalidades y si volvemos los ojos hacia el pasado, recorriendo mentalmente las épocas culminantes de la vida del Nuevo Mundo-, la América Virgen, el Descubrimiento, el Separatismo-comprendemos la rítmica unidad de los movimientos de la historia y vemos cómo se reconcilian todas las grandes sombras-los Conquistadores; -Hernán Cortés y Pizarro-con las figuras culminantes indígenas,-Moctezuma y Atahualpa -y con los revolucionarios de hace un siglo -Bolívar y San Martín-colaboradores todos, en realidad, dentro del fatalismo superior de las grandes construcciones humanas en la elevación de la mitad del planeta que ha ido surgiendo gradualmente a la vida civilizada para incorporarse a la palpitación general del orbe al amparo de un recuerdo y de una esperanza: el recuerdo de un bautizo en brazos de una Reina y un navegante y la esperanza de una comunión final ante los manantiales, comunes para rehacer acaso en algún día, de acuerdo con nuevas épocas y en planos superiores, la fastuosa hermandad espiritual de Carlos V. Colaboremos con nuestros esfuerzos en la obra milenaria de cimentar el faro y mantener siempre encendida, siempre con mayor brillo, la luz radiosa de nuestra civilización.
He venido al corazón de la entidad superior que formamos los hispanos de uno y otro lado del mar, porque lo que se ventila en este siglo no es sólo un problema especial de América, es un problema general de todos, dado que si en el Nuevo Mundo se perdieran las tradiciones y las costumbres que prolongan el alma latina, si en las tierras descubiertas por Colón fueran arrolladas y substituidas las inspiraciones iniciales, si los antiguos virreinatos que hace un siglo entendieron realizar una separación política pero nunca una separación moral cayeran en una u otra forma bajo el colonialismo de otro pueblo, si el comercio, la religión, el pensamiento que aún anima en las naciones que hacen perdurar en otro hemisferio la vitalidad y la gloria de una civilización fueran anuladas y vencidas por otra fuerza invasora, se podría decir que los de allá y los de aquí habíamos faltado a nuestros destinos y que nos encontrábamos en presencia de la dolorosa bancarrota de una raza, en un pavoroso Trafalgar de ideas que hundía en el mar, no ya la flota material de un pueblo, sino sus navíos espirituales en las aguas sin límite del porvenir.
MANUEL UGARTE
[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.
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