noviembre 09, 2010

"Estado Social de Iberoamerica" Manuel Ugarte (1940)

ESTADO SOCIAL DE IBEROAMERICA [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[1940]

1. Imitación.
Aclimatados en beligerancias de reflejo, nuestros países han interpretado hasta ahora como desafinación las tentativas para pensar por cuenta propia. Se habituaron a tomar ideológicamente partido dentro de la vida de los demás y a trasladar fórmulas. Toda tendencia a suscitar inspiraciones o expresiones originales desentona o parece prematura. Entra por mucho en ello la supervivencia de hábitos coloniales, así como la gravitación de irrupciones cosmopolitas posteriores a la independencia. Factores divergentes entre sí, desde luego; pero concordantes, en el sentido de retardar la aparición de lo que puede llegar a ser la modalidad y el genio nativo.
En el curso de esta guerra, como en el curso de la guerra de 1914, ha sido fácil comprobarlo. Las mismas directivas falsas que entorpecieron, desde el punto de vista histórico y social, el crecimiento de la fauna y la flora que corresponde a la geografía humana y a la realidad de las tierras nuevas, hicieron imposible también una concepción iberoamericana de nuestros intereses y una adecuación de nuestro espíritu a las necesidades que impone el trascendental suceso.
Por eso resulta complicada la tarea. Hay que buscar las causas por encima de los efectos. Hay que poner toda una evolución histórica en tela de juicio. Hay que examinar los resortes de nuevo, como si la vida empezara otra vez.
La guerra actual ayuda en ese sentido a comprender los errores que Iberoamérica cometió y hemos de aprovechar la circunstancia para alcanzar una idea de nuestro estado social.
Siempre he pensado que la más alta expresión del patriotismo no consiste en aplaudir los males o en esconderlos, sino en perseguir, con ayuda de la crítica serena y bien fundamentada, el mejoramiento colectivo. La nacionalidad se elevara, más que con la adulación, con el examen, con el diario esfuerzo de creación que puede dar nacimiento a una concepción clara de nuestro estado y nuestras necesidades.
Prisionera de una engañosa tradición, la actividad de Iberoamérica ha reposado, hasta ahora, sobre la memoria. Frente a los problemas que se presentaban, en vez de estudiar los hechos o los métodos posibles, se inclinó a buscar ejemplos. Lejos de inquirir: ¿qué es lo que conviene hacer?, se preguntó siempre: ¿qué es lo que hicieron otros?
Este sistema -absolutamente contrario al que favoreció en Estados Unidos el florecimiento de una vida poderosa y original- ha dado por resultado el adormecimiento de los pueblos en una atmósfera de imitación. En el orden político, económico, social, el ideal invariable ha consistido en trasplantar lo que existía en otras naciones, en otras ciudades, en otras almas.
Así ha nacido una civilización sin sinceridad y sin raíces, un adelanto convencional, basado en las formas exteriores, más que en los resortes íntimos, que no brotaba del medio y no estaba ligado a él. Como resultado, hemos visto más progreso aparente que beneficios reales.
Desde la Constitución de las diversas repúblicas hasta la construcción de las viviendas, se encuentra la inspiración de lo que florecía en otras zonas. No se tuvo en cuenta la personalidad, la correspondencia necesaria entre las expresiones y el medio. Se admitió como normal un destino de imitadores. Todo fue transvasado y transportado de la escena grande a la pequeña.
La evolución de los pueblos obedece, sin embargo, a una lógica. Los hombres del Norte, de cabellos lacios, en comarcas donde sopla el viento en ráfagas poderosas, se meten el sombrero hasta las orejas. Los del trópico, de cabello a menudo indócil, donde el calor arrecia, suelen llevarlo en la mano o ponérselo en la coronilla. Lo único fundamentalmente ridículo es el calco inoportuno, en contradicción con la realidad del ambiente, Resulta tan innecesario levantarse el borde del pantalón en ciudades donde llueve rara vez, como ponerse un casco colonial en Noruega o construir techos inclinados de pizarra en naciones donde la nieve es desconocida.
Trasportada al campo diplomático, político, económico, esta tendencia ha dado como resultado la falta de enlace entre las instituciones y las costumbres, entre los sistemas y las necesidades, entre las teorías y el estado social, haciendo trabajar en falso las energías nacionales.
La experiencia de los otros pueblos sólo es preciosa si se utiliza teniendo en cuenta las particularidades locales. Sólo de una revisión, de un reajuste, de una reorganización de nuestras repúblicas, se puede esperar la futura consolidación de la vida iberoamericana.
2. Rivalidades locales.
Me refiero al conjunto del Continente, sin designar una región o un caso determinado. Lejos de los episodios, concreto observaciones generales para deletrear, en un momento particularmente grave de nuestra vida, los fenómenos colectivos.
Así podemos decir, sin tener en vista ningún caso preciso de ayer o de hoy, que las guerras entre repúblicas iberoamericanas fueron obra, en la mayor parte de los casos, de una visión inexacta. En el Nuevo Mundo la guerra carece de justificación por tres razones:
a) la expansión territorial no puede ser una condición de bienestar para naciones que no han concluido aún de explorar su propio territorio y que no tienen a veces más que dos habitantes por kilómetro cuadrado.
b) no existen incompatibilidades irreductibles entre estados surgidos de la misma composición, que hablan la misma lengua, nuestras colectividades, que luchan con dificultades económicas, no mejorarán su situación contrayendo nuevas deudas.
Hay que tener en cuenta también que esos caprichosos desacuerdos de frontera suelen favorecer intereses extraños, antagónicos entre sí, que pueden encontrar cómodo combatirse, sin riesgo, por intermedio de otros. La competencia entre Inglaterra y Estados Unidos se ha manifestado a menudo en esa forma.
En general, las guerras de Iberoamérica han tenido carácter de guerras civiles, porque desde el punto de vista del interés nacional carecieron de finalidad práctica y de contenido real.
Hay algo ficticio en el choque de dos grupos de hombres que, en comarcas inmensas, renuncian a valorizar los tesoros que poseen, para codiciar los del vecino. En un continente donde los dones de la naturaleza se hallan casi intactos, no puede hacerse sentir la urgencia de buscar la abundancia del otro lado de la frontera. Hasta se podría decir que los únicos beneficios de la discordia los recogerán los intermediarios que proveen, a menudo simultáneamente, de armas y de créditos a los dos bandos.
Se sacrifican hombres, se dilapidan millones, pero, calmada la exaltación, es dificil definir la finalidad del sacrificio. Sólo ha quedado como resultado de esas guerras el debilitamiento, el malestar, la crisis, tanto de un lado como del otro v una creciente sujeción a la influencia inglesa o norteamericana.
3. Gobierno y oposición.
Al considerar el estado social de Iberoamérica, una de las cosas que sorprenden es que, a pesar de la tendencia generalizada a mandar, nuestras comarcas carecen precisamente de una noción clara de lo que es autoridad.
La predisposición a dar órdenes no ha sido siempre acompañada por la facultad de hacerse obedecer.
Muchos gobiernos expeditivos, muchos pequeños dictadores fueron sacrificados y reemplazados en Iberoamérica por otros, sin que la fuerza, vencida poco después por la fuerza, engendrase la disciplina.
El fenómeno no es resultado de una fatalidad que condene a estos pueblos al desorden perpetuo. Sólo las costumbres y las modalidades locales de la vida política explican el sostenido descontento y la eterna inestabilidad.
En las patrias en formación, el individuo ha predominado sobre el cuerpo nacional y los intereses pequeños se han sobrepuesto a los grandes. La preocupación de las necesidades públicas quedó en segundo término, cuando no en último. La acción tendió a fines egoístas, limitando el programa a la preeminencia efímera.
"El autoritarismo es durable y creador cuando se pone al servicio de un alto ideal, pero los gobiernos imperiosos, en Iberoamérica, rara vez persiguieron un fin superior. Se limitaron a servir la avidez de riqueza o de mando de los hombres. Y las fórmulas severas, desprovistas de un contenido que las jus¬tificase, desmoralizaron a la opinión por la ausencia de finalidad.
El individualismo excesivo, la auto admiración, el instinto dominador de los grupos exiguos, resultan impotentes cuando se trata de reunir voluntades activas. La tiranía no basta para imponer el orden. El orden es el resultado de un equilibrio encaminado a la solidificación del Estado, es decir, al mayor auge del bienestar colectivo. Los métodos coercitivos sólo cobran valor cuando se hallan al servicio de una obra útil.
Salta a la vista que entre nosotros, tomando las palabras en su significado verdadero, la idea de nación no ha entrado por mucho en los cálculos de la política. Lo que ha imperado, en la mayor parte de los casos, ha sido el deseo de desalojar al rival, la defensa de las posiciones adquiridas, el odio entre los clanes, el sectarismo de una ideología, las preocupaciones subalternas, en suma.
En el orden económico, los privilegios de ciertos grupos poderosos inmovilizaron a las fuerzas nacionales y retardaron las medidas favorables a la prosperidad común. En el orden político, los personalismos sin personalidad mantuvieron a las diferentes repúblicas en la impotencia y la desorganización. Si observamos fríamente, vemos que los males derivan de la concepción falsa que sacrificó la colectividad al individuo y de la ausencia de programas de interés general.
En el curso de estas reflexiones no hay que ver la intención de desaprobar a los que gobiernan para favorecer a los que aspiran a gobernar. Unos y otros se parecen. Hace un siglo que los partidos alternan en el poder, sin que nada cambie en tomo. Hasta se podría decir -si cabe la sonrisa- que estamos acostumbrados a ver que los ángeles de la oposición, en lucha con los demonios del gobierno, se convierten, al llegar al poder, en demonios auténticos, mientras que sus adversarios, al caer, recobran las alas, milagrosamente.
Dominando el conjunto de los movimientos en las diversas regiones, comprendemos la inconsistencia de la controversia interminable. Sin poner ahora, en tela de juicio a los hombres -oposición y gobierno¬ sabemos que sembraron el descontento cuando estuvieron arriba y buscaron la popularidad demagógica cuando estuvieron abajo.
Guiados por la ideología o por la ambición escueta, cegados por apetitos individuales o por postulados abstractos, descuidaron sistemáticamente la tarea fundamental de valorizar el patrimonio y de resolver los problemas esenciales.
Desdeñando toda iniciativa creadora, siempre se levantó una idea sin cuerpo frente a otra idea sin cuerpo.
Agitación estéril. Una pala de albañil sólo tiene el valor que le da el plan que la guía. Se puede favorecer la evolución con fórmulas retardatarias. Se la puede detener con procedimientos modernos. El sufragio universal, en sus ritos más puros, es susceptible de consolidar un régimen de excepción. Una medida arbitraria puede restablecer el equilibrio y la justicia. Lo esencial no es el vaso, sino el contenido.
Cuando nuestras repúblicas dejen de lado las palabras para atenerse a las realidades, comprenden el mal de la política. Sobre todo de la política como se practicó entre nosotros. Con sus etiquetas variadas y sus juegos sangrientos desvió a los estados en formación de sus verdaderos destinos, impidiendo la utilización de los recursos de la colectividad por la colectividad misma.
La inclinación a la discordia y la ambición individual corrieron y se eternizaron, subyacentes, sin cambiar nada. Hasta cuando la ideología fue idealista, no correspondió a las necesidades particulares de nuestro estado social. Gobierno y oposición giraron en falso, dentro de una vana efervescencia, al margen de los verdaderos intereses iberoamericanos.
4. La independencia.
Llegando así a la esencia de los fenómenos, descubrimos también que a raíz de la independencia se planteó para ciertos grupos dirigentes el problema de perdurar y de conservar privilegios y para las naciones que, como Inglaterra y Estados Unidos favorecieron esa independencia y estaban al acecho, el de conquistar o ensanchar ventajas comerciales.
La masa de la población que creyó en los postulados separatistas vio fracasar muchas esperanzas. A una metrópoli política se sustituyó una metrópoli económica, y a la clase dominante de la madre patria, la del propio terruño, aliada del imperialismo extraño. No asomó la igualdad soñada en el orden interior, ni en el orden exterior la autonomía presentida. Lo comprobarnos desde un punto de vista objetivo, en estricto terreno sociológico y al margen de toda doctrina política, lamentando que sean tan duras las verdades.
Conquistada la independencia nominal, las oligarquías se apoyaron en las fuerzas de captación y éstas encontraron aliados en aquellas, obstaculizando unas a sabiendas y otras sin percatarse de ello, querernos suponerlo, la estructuración del Estado. El caudillismo y las impaciencias políticas utilizaron después, en el curso de un siglo, el malestar y la protesta de la mayoría sacrificada que, pese a la orgía de revoluciones, sólo fue inferior o inepta en proporción a las injusticias y despojos que sobre ella gravitaron.
Desde antes de que aparecieran las doctrinas que ahora se imponen en el mundo, he sido nacionalista en nuestra América porque tuve, sin preparación especial, la intuición del derrotero. Y ese ha sido acaso el punto de partida de mi desacuerdo básico con los grupos diligentes desde que emprendí en 1910, con ayuda del libro y de la conferencia, la campaña que he mantenido hasta hoy contra la influencia asfixiante de Inglaterra y de Estados Unidos.
Escribo en plena atmósfera de sinceridad, sin contemporizar con ninguna fuerza, sin calcular ventajas ni evitar riesgos, sin des articularme para alcanzar aprobaciones. Me basta con la estimación de los que pueden comprenderme y con la certidumbre de que sirvo a los míos, en una hora difícil en que tantos sólo atienden a salvar sus posiciones.
La vida iberoamericana está enferma de esa deformación que consiste en escribir con dedicatorias mentales, rehuyendo lo que disgusta a este sector, acentuando lo que se cotiza en aquel, evitando lo que puede perjudicar, girando sin tregua alrededor del "me conviene", que excluye toda independencia y altivez. Parece que la mente fuera haciendo zigzag en el campo minado de los intereses dominantes para obtener el producto ambiguo que alcanza el beneplácito y facilita la carrera. De aquí la inconsistencia de los resultados.
Lo debemos, en buena parte, a la falsa democracia, reducida a ser a menudo entre nosotros, socorrido lugar común al servicio de los profesionales de la política. Nada se parece menos a la democracia, es decir, a una organización equitativa que respeta y utiliza todos los valores, que la ebullición papelera y electoral de los partidos de Iberoamérica.
En realidad, la democracia sólo fue representada conscientemente por nosotros, los descontentos, los disidentes; los sacrificados que, en vez de buscar e! medro personal, el auge político, hemos observado austeramente las necesidades colectivas, hemos luchado en favor de ellas, sacrificando nuestro porvenir.
A los males de la democracia en el mundo, males que se han puesto en evidencia hasta en los pueblos mejor dotados para practicarla, Iberoamérica añadió los males que nadan de una masa sin preparación para comprender el sistema y de un personal político a menudo inescrupuloso.
Así se desarrolló, durante más de un siglo, la independencia, bajo muchos aspectos, ficticia, de las repúblicas nacidas del separatismo de 1810.
5. Estado semicolonial.
Unas veces a consecuencia del arcaico ambiente colonial, otras debido a la dispersión cosmopolita, los que trajeron una intuición del futuro o una tendencia a plasmar la nacionalidad fueron siempre desatendidos mientras prosperaba la ambición subalterna. Todo ello fruto, en última instancia, de una causa central: la emancipación incompleta. Nuestras repúblicas crecieron a la sombra de fuerzas interesadas en retardar su desarrollo.
Inglaterra y Estados Unidos no han entregado nunca, ni han permitido conocer a fondo, su civilización a los pueblos que consiguieron mediatizar. Lo comprobamos en todas las regiones, con las naturales variantes que impone la raza, la geografía y el estado social.
Los métodos imperialistas de esas potencias evitan y ahogan cuanto puede favorecer la elevación de otros. Sólo trasmiten y difunden lo que juzgan susceptible de facilitar la preeminencia que desean perpetuar.
Crean hombres sólidos y sanos con ayuda de los deportes para que den el mayor rendimiento posible como auxiliares de la explotación. Divulgan ciertas formas materiales de progreso y de bienestar para suscitar necesidades susceptibles de aumentar el consumo que llenarán con su producción de automóviles, calefones, radios, etc. Pero nunca auspician una cultura verdadera, capaz de ser punto de partida de una civilización. Es más, siempre se oponen a ella porque esa cultura podría dar lugar, naturalmente, al desarrollo de un cuerpo completo, a la estructuración de un verdadero Estado. De ahí la educación de juegos florales, puramente literaria, sin base sociológica, sin nociones de filosofía de la historia, sin panorama de economía mundial, que se ha difundido entre nosotros.
Lo peor del imperialismo inglés, así como del norteamericano, no consiste en que se lleva lo más valioso de las riquezas del país sino en que arrasa los valores morales, estableciendo una prima a la inferioridad y al renunciamiento de los hombres. Para llenar cualquier función, hay que someterse o abdicar. Así van prosperando los menos aptos y los menos dignos, y así se va afianzando, irremediablemente, la inferioridad para el porvenir.
El estado semicolonial puede tener apariencias de formal autonomía. Los signos exteriores de la nacionalidad se exhiben abundantemente. Hay aparatosas elecciones. Las cancillerías maniobran como si realmente estuvieran dirigiendo algo. Pero lo esencial se halla en manos de los grandes organismos de captación. Prisioneros de rotaciones secretas, los políticos optan por ignorar o resignarse.
Así vemos que tierras privilegiadas y hombres bien dotados fueron mantenidos durante más de un siglo por debajo del nivel que pudieron alcanzar. Ni las repúblicas consiguieron adquirir músculos de nación, ni los habitantes, vivaces y excepcionalmente intuitivos, lograron el desarrollo superior a que tienen derecho. Todo fue aplazado, atenuado y disgregado para perpetuar la neblina que favorece los planes de los invasores.
6. Realidad económica.
Como las situaciones ficticias se desmoronan universalmente, hay en el mundo una sublevación de naciones proletarias. Los pueblos menos favorecidos se levantan contra los que lo acaparan todo. Siempre tuvieron los grandes cambios de la historia, en medio de la inevitable destrucción, ese punto de partida y esa fuerza propulsora.
Las repúblicas de Iberoamérica son también, en su esfera, naciones proletarias. No por ser fabulosamente ricas, dejan de ser proletarias. Son ricas por la fuerza de producción que llevan en sí. Pero trabajan para otros y dentro del sistema plutocrático, la fecundidad y la abundancia sólo benefician al capitalismo internacional.
Las minas, los cereales, el ganado, el petróleo, cuanto Iberoamérica derrama por los poros de sus territorios ubérrimos, está regulado por las grandes corporaciones financieras de Londres o de Nueva York. Somos países por donde la riqueza pasa; ricos para los demás, pobres para sí mismos.
Como la idea de gobernar fue sinónimo de alcanzar preeminencia sobre el hombre o el partido contrario, nunca se estableció en Iberoamérica un plan nacional para explotar las riquezas, ni un sistema sensato de administración, ni un andamiaje coherente para realizar la patria. Si algo surgió fue por casualidad al azar de la improvisación. En cambio, lo que debía favorecer la transfusión de sangre al extranjero fue organizado magistralmente. Los políticos jugaron con palabras de colores mientras la realidad, la esencia de la nacionalidad, pasaba a manos de los grandes sindicatos o a manos de los acaparadores que en el orden individual presionan al pequeño productor yen el orden nacional anemian al país.
Allí donde se descubrió una fuente de riqueza surgió, al mismo tiempo, un sindicato inglés o norteamericano para explotarla. El estaño de Bolivia pudo hacer la fortuna fabulosa de un hombre y la prosperidad de una compañía, pero no equilibró las finanzas de la república de cuyo suelo se extrae. El petróleo que brota en cantidades fabulosas en ciertas regiones sólo deja el salario mísero que cobran los obreros. Cuando éstos se niegan a seguir trabajando, los aviones de la Columbian Petroleum Company los bombardean, sin que el gobierno del país se entere del atentado que se realiza dentro de su territorio contra los habitantes del país. El 95% del café que se consume en el fondo se produce en Iberoamérica y es paradojal que los organismos que fijan los precios y regulan la producción se hallen fuera de nuestras fronteras. La Argentina y el Uruguay, grandes productores de carnes, exportan ese producto por medio de frigoríficos y flotas extranjeras. La economía de nuestras naciones parece organizada por dementes, en un delirio suicida que los lleva a la inmolación y al renunciamiento. Si a esto se llama república, democracia, libertad y civilización, será porque no nos hallamos de acuerdo sobre lo que estos términos significan.
A esto hay que añadir constelaciones de empréstitos que rara vez se emplean en obras remuneradoras y que exprimen las posibilidades de cada república, con la circunstancia curiosa de que a cada uno de esos empréstitos, la prensa le dedica comentarios ditirámbicos considerando como un triunfo la nueva hipoteca que grava el porvenir del país.
¿Cómo han correspondido los imperialismos de Londres y de Nueva York a esta entrega global de los recursos nacionales? En una carta dirigida a los señores Harris, Fax y Mac Callum, dirigentes de los sindicatos ingleses en la Argentina, dice Raúl Scalabrini Ortiz (diario Reconquista, de Buenos Aires, 15 de noviembre 1939): "Para consolidar y estabilizar la hegemonía británica han creado ustedes ese ámbito de relajación moral en que hasta avergüenza ser honrado y patriota. Ustedes son los provocadores de esa atmósfera de ignominia que llevó al suicidio a hombres de la talla de Lisandro de la Torre y Leopoldo Lugones, que hubieran dado honra a cualquier país de la tierra. Son ustedes los que alejan de las posiciones públicas a los ciudadanos probos y a los estadistas solamente preocupados del bienestar público. Un dirigente moral es para ustedes un escollo, una resistencia que irrita hasta la insolencia. Ustedes quieren que los comandos estén en manos de amorales o de ineptos. Ustedes impiden que las industrias prosperen, porque la industria crea riqueza, fuerza y unidad y porque perjudica a la industria británica y al comercio de importación. Las provincias que no producen nada de lo que ustedes necesitan caen en la miseria sin esperanza... "
Ateniéndonos siempre a la Argentina, que es la república más próspera, escribe un argentino de Salta a la revista Ahora de Buenos Aires: "Me da vergüenza ver cómo en nuestra patria, tan grande y tan rica, nos encontrarnos en una miseria espantosa. Aquí el trabajador no come lo que necesita porque los sueldos que se pagan no permiten el consumo de carne, ni poca ni mucha. Apenas si nos es posible comer las tripas y los desperdicios. Por eso, nuestra raza es cada vez más débil y llegará un momento en que la nuestra será una patria de tuberculosos". Tan grave acusación podría ser puesta en duda si no establecieran las estadísticas que el 50% de los conscriptos de ciertas regiones son inutilizables para el servicio militar a causa de la desnutrición.
Inglaterra y Estados Unidos usufructúan o distribuyen todas las riquezas de la América Latina.
Controlan hasta la respiración de nuestras repúblicas. ¿Es esa asfixia la que vamos a defender interviniendo en la guerra?
7. Nuestras culpas.
Los males que nos aquejan derivan de cierta falta de adecuación al medio que hizo suponer la existencia de patrias ya hechas, cuando todavía no las habíamos construido y del engaño suicida que llevó a cada individuo a pretender medrar en detrimento del cuerpo de que formaba parte. Esto último ha de aplicarse no sólo a la política interior, dentro de cada república, sino a la acción coordinada que pudo desarrollar el conjunto para preservar su autonomía. Y ambos errores fluyen de una sobre estimación de nuestro poder y nuestras posibilidades.
Por eso hemos de venir a una apreciación, a la vez más modesta y más altiva, que será más eficaz cuanto más exacta.
Con las diferencias que impone la geografía, la densidad de población y el desarrollo económico, todos los estados de Iberoamérica sienten una herida o una amenaza. Basta recordar los territorios perdidos (México, las Malvinas, Balice, Puerto R i e o ... ), la mano de oro de los empréstitos (que cuando llega la oportunidad se convierte en mano de acero de las intervenciones) y la dependencia económica que se pone hoy más que nunca de manifiesto con motivo de la guerra. Todo ello debió aconsejar desde los comienzos a las veinte repúblicas que aisladamente son débiles, una política conjunta de coordinación para preservar su porvenir colectivamente. Esa fue la tesis que, cuando todavía era tiempo, sostuve entre 1911 y 1914 multiplicando libros y conferencias. Pero en cada cancillería había un canciller genial que aspiraba a pasar a la historia en detrimento de la república vecina. Las pequeñas intrigas, las guerras y conflictos irrazonados dentro de Iberoamérica facilitaron la acción de los imperialismos invasores. Fue la falta de visión superior para abarcar los destinos colectivos, el origen de una de nuestras más claras debilidades, ya que en vez de formar un bloque frente a los invasores, los erigimos en árbitros de nuestros destinos.
Si el gobierno autónomo sobrevive a la autonomía, es decir, a la razón que lo hizo nacer, mueve sus engranajes en el vacío y sólo es útil para los que se cobijan a su sombra.
La tendencia individualista creó, a sabiendas o inconscientemente, un ambiente de mistificación. El ansia inmoderada de parecer, la avidez de disfrutar ventajas inmediatas, el vértigo de las falsas preeminencias, abrió el camino a seres interesados, simuladores o pusilánimes. Todo fin ajeno a la satisfacción inmediata pareció lírica ingenuidad. El hombre más respetado fue el que más prosperaba. El más hábil, el que más pronto alcanzó situaciones. Por un espejismo doloroso se identificó el bien con lo que a cada cual convenía. La patria fue la dominación para el político, el latifundio para el gran terrateniente, el privilegio, el negocio, la embajada, el empleo, la mísera pitanza individual. Se oía decir "no soy un Cristo", con sonrisa que pretendía marcar inteligencia y desdén por los que se sacrifican. "La vida es corta y hay que aprovecharla". En la embriaguez de la fiesta, cada cual perseguía su ventaja, su ambición, su vanidad y así avanzaba el navío, sin que nadie se preocupase del peligro que podía alcanzar a todos.
Sólo puede ser fuerte un grupo nacional cuando cada uno de sus componentes adquiere la certidumbre de que los individualismos divergentes preparan la derrota y cuando dejando de lado lo teórico, lo convencional y lo pequeño, cada cual se sacrifica y afronta la obra que exigen las circunstancias.
A estos errores hay que añadir los que nacieron de una concepción falsa y declamatoria que nada tiene que ver con el gobierno de los pueblos. Con ayuda de frases sonoras como "necesitamos brazos", "que vengan capitales", "América para la humanidad", etc. se abrieron las puertas a todas las avideces. Las naciones se han hecho y se harán siempre alrededor de particularidades que concentran y no alrededor de generalidades que dispersan. Una patria no es un ejército de salvación abierto a los desheredados sino un conglomerado sujeto a imposiciones de preservación vital que lo llevan a cuidar más lo propio que lo ajeno, más lo práctico que lo teórico. No es posible crear nacionalidades sin nacionalidad. Nuestro punto de partida está en el cruce de caminos de la América autóctona con la conquista ibérica. Esa es la realidad nacional. En cuanto a la realidad espiritual, no puede ser otra que el idioma castellano y la cultura hispana que se sobrepuso. Las nacionalidades en formación no podían ni pueden, desde luego, desarrollarse sin la ayuda de técnicos, sin el apoyo de créditos, sin un espíritu universal. Pero ha de ser en la medida y en el límite de lo compatible con el mantenimiento de sus características, buenas o malas, dentro de su esencia inicial.
Esta inconsistencia, esta vida al día, en fachada, sin reservas de profundidad, inspirada toda en una concepción exitista dio por resultado la eliminación sistemática de los valores reales que pudieran aportar una contribución eficaz a la obra en construcción. La mediocridad, la incapacidad, empuñó la dirección en todos los sectores, favorecida no sólo por la influencia extranjera interesada en evitar andamiajes serios, sino por el fermento envidioso disfrazado de democracia que arrasó jerarquías mentales y morales para nivelar en el beatífico cero que no hace sombra a nadie.
Con la crueldad saludable del cirujano hemos de remediar estas fallas si querernos seguir viviendo.
MANUEL UGARTE

[1] Escrito en Viña del Mar, Chile, en 1940. Inédito. Archivo General de la Nación Argentina.

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