noviembre 08, 2010

"La mania de imitar" Manuel Ugarte (1929)

LA MANIA DE IMITAR [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[31 de Agosto de 1929]

Frente a los problemas que se plantearon desde los orígenes de su vida libre, la América Latina atendió más a menudo a buscar ejemplos que soluciones propias.
Nunca se preguntó:
-¿Qué es necesario hacer?
Fruto de una tradición dogmática, su actividad resultó ante todo memorista y la interrogación se concretó, más bien, en estas palabras:
-¿Qué es lo que hicieron otros?
El sistema adormeció a los pueblos del sur en una atmósfera sobrecargada de imitaciones. En el orden político, sociológico, artístico, municipal, el ideal supremo fue trasplantar lo que existía en las naciones, en las ciudades o en las almas que admirábamos desde lejos.
Así surgió una civilización, fastuosa a veces y sorprendente por su vigor, pero desprovista de personalidad. Los conocimientos no fueron trasmutados, no se les dio forma autónoma. El progreso cuajó en los moldes del convencionalismo. Se adoptó lo bueno y lo malo, sin discernir. Y el adelanto residió más en las exterioridades que en los resortes interiores.
No podía ser de otro modo puesto que ese progreso no nacía del medio, ni estaba estrechamente ligado con él.
Desde las Constituciones y las formas políticas, hasta el uniforme de los soldados, pasando por la edificación, las modas y la ideología, cada paso marcó un trasunto fiel de lo que se había visto o leído, posponiendo casi siempre la concordancia y la necesidad de adquirir fisonomía, sacrificando en todo mo¬mento las impulsiones del propio ser en aras de lo artificioso y de lo ajeno. Las naciones nacientes se calificaron a sí mismas de nuevas Grecias o nuevas Prusias, las ciudades en embrión aspiraron a ser la "Atenas" o el París de América, los intelectuales el "Musset", el "Zola" o el "Castelar de talo cual república.
En vez de crear con el esfuerzo diario valores nuevos y una civilización diferenciada, ensayamos vivir del reflejo y de las rentas de otras civilizaciones. En vez de tener caballo propio, montamos a la grupa de los demás.
Una pereza engreída o resignada, se comunicó así a los más diversos órdenes. como si no fuera ya posible inventar o renovar, como si todo debiese ser transplantado del escenario grande al chico, como si la única aspiración fincase en multiplicar "dobles" de lo que nació de otras evoluciones sociales, bajo otros climas, con otros componentes, en otros siglos.
Esta manía de imitar ha sido el origen de la situación disminuida en que se hallan nuestras repúblicas, de las dificultades porque hemos tenido que atravesar después de la guerra y de las graves amenazas que se ciernen sobre nosotros.
Si subrayamos la saturación de inspiraciones extranjeras es, sobre todo, porque en las órbitas del Estado ella impidió toda concepción o doctrina propia, no sólo en lo que se refiere a los asuntos interiores sino también, y en particular, en lo que atañe a la acción internacional.
No se sospechó siquiera que pudieran existir entre nosotros conflictos diferentes de los que veíamos en los pueblos cuya vida imitábamos. Así se desarrollaron las colectividades sin afrontar el primordial problema étnico, que imponía el estudio de la convivencia con el aborigen, o según las zonas, la dosificación de las inmigraciones. Así continuamos, en el orden comercial, el monótono juego de exportar materias primas e importar productos manufacturados, sancionando el colonialismo virtual, aceptando la etapa ganadera y agrícola como estado definitivo. Así crecimos confiadamente sin averiguar lo que representaba el imperialismo anglosajón, imperialismo del cual sólo llegaron a tener noticia nuestros dirigentes después de la guerra, cuando se hizo patente en Europa y cuando de los mismos Estados Unidos nos llegaron las voces que denunciaban la sujeción.
Todo ello se complicó con un envanecimiento prematuro que interpretó toda reserva como síntoma antipatriótico. Examinar las cuestiones, investigar el porvenir, equivalió a poner en duda la predestinación de nuestras repúblicas y la supersabiduría de los augures que guiaban sus pasos. ¿Cómo admitir que alguien pudiera saber más que nuestros "hombres de gobierno", que habían adquirido su ciencia en el comité, combinando fraudes electorales o en la montonera, ordenando fusilamientos? ¿Cómo podían dejamos subir a nosotros, los ilusos, al pontón anclado en el pasado sobre el cual ellos tenían la ilusión de navegar?
La evolución que se anuncia en toda la América Latina viene a redimimos de estos errores. Hombres nuevos con ideas nuevas han de resolver los problemas propios basándose en sistemas adecuados a las necesidades y a la situación de cada zona. Al margen de los empirismos y de las jactancias, habrá que encararse al fin con la obra y decir: ¡vamos a hacer una Patria!
MANUEL UGARTE

[1] Artículo escrito en Niza y enviado para su publicación a El Argentino de la Plata. República Argentina (31/8/1929) y a El Universal de México (20/9/29). Archivo General de la Nación Argentina.

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