LA ORIENTACION DE AMERICA [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[25 de Mayo de 1932]
Todo subraya el divorcio creciente de doctrinas, que impone al mundo un dilema: buscar apoyo en el pasado o dar un puñetazo sobre el biombo de papel que nos separa del porvenir. No diremos que ha fracasado la teoría democrática tal y como se concibió en el siglo XIX. Pero es innegable que los actuales problemas internos y externos, en cualquier forma que se quieran resolver, exigen métodos ejecutivos inconciliables con la legalidad, sinónimo a menudo de inmovilidad. Las fórmulas no pueden sobrevivir a situaciones que agonizan. En medio de derrumbamientos estruendosos y de nuevas exigencias impostergables; rotos los equilibrios, trabajadas las sociedades por la urgencia de la renovación, agrietadas las naciones por ansias de preeminencia, resurgimiento o preservación racial, van tomando auge las minorías conductoras que, basándose en la necesidad de defender los derechos del mayor número o de consolidar al Estado en medio de la anarquía internacional, creen interpretar las intenciones de los grandes núcleos.
Dos corrientes rebasan así el ambiente general de Europa, para derramarse sobre los pueblos, sintetizadas en su expresión extrema por Roma y por Moscú. No afirmo que todos los que respetan el pasado se dejen llevar hasta el fascismo. Tampoco aseguro que cuantos confían en el porvenir acepten el régimen soviético. Pero los caminos divergentes se imponen. Aun a aquellos que no entienden recorrerlos hasta el fin.
La aceptación de una u otra tendencia se hace generalmente en forma negativa, repudiando la concepción contraria en nombre de la libertad. Pero como en los dos bandos se esgrime el mismo argumento, hay que suponer que lo que se censura no es la arbitrariedad, sino el uso que de ella se hace; no es la imposición, sino el sentido en que se esgrime; no es la injusticia de los métodos, sino el color de las finalidades; dispuestos como se hallan éstos y aquéllos a emplear en favor de sus preferencias las artes que abominan cuando se hallan al servicio de las preferencias de los demás.
Inconfesadamente se han identificado así las almas con una mansa aceptación de la ilegalidad que apoya la tesis preferida. Con la misma lógica, dentro de la política internacional, fueron las cosas ahora buenas o malas, según nos convenía o no, según las hacíamos nosotros o las hacían nuestros adversarios. Hasta el punto de que defender la tierra natal resultó obra de patriotas (Francia, Bélgica, etc.) o de bandidos (China, Nicaragua, etc.) según la situación de los intereses o del bando en que cada cual estaba enrolado.
De nada vale epilogar o aducir consideraciones de ética. Como antes se decía, los medios se justifican por el fin. Las esperanzas se doblan bajo los hechos. Prometida a otra guerra mundial y a dos revoluciones antagónicas, la humanidad siente que se acerca la hora de elegir. Hay que tomar por el camino de la derecha o por el camino de la izquierda, sin perder desde luego de vista la preservación superior del núcleo. De la equidad hablaremos después. Se encargará el porvenir de disociar los acontecimientos de los sucesos internos, o de confundirlos. Todo depende del orden en que éstos se produzcan. Pero es en vista de algo fundamental y trascendente, por lo que, por encima de los episodios, empiezan a alistarse los hombres en zonas ideológicas y geográficas cada vez más definidas e irreductibles.
Por eso sorprende que un historiador como D. Carlos Pereyra censure -en la "carta abierta" que me dirige- el sentido continental con que México protesta contra las represiones de la Habana o de Buenos Aires. Acaso para compensar, echa después de menos en mí lo que halló de más en México. Así elige entre centenares de artículos en que condeno en bloque a las oligarquías latinoamericanas, el único dedicado exclusivamente a la Dictadura argentina, y me pregunta: ¿Por qué no se refiere usted también a Ortiz Rubio? Sería fácil replicar que quien condena a México por opinar sobre las cosas de Buenos Aires no ha de requerirme para intervenir en las de México. Tampoco he de establecer que ningún venezolano, ningún cubano, ningún guatemalteco, ha pretendido disculpar el golpe de mano del general Uriburu invocando la situación de su país. Falta a la lógica también el Sr. Pereyra cuando me increpa porque entre dos docenas de diarios en que se publican mis artículos hay uno de México, donde él no puede colaborar, siendo así que él escribe en otros de Buenos Aires, de los cuales estuvo siempre excluido mi nombre. Todo ello encubre una insinuación lanzada entre líneas que quiero recoger abiertamente para tranquilizar al Sr. Pereyra, que no siempre estuvo al margen de los gobiernos. Ha de saber que no existe ni ha existido jamás un lazo o compromiso que me impida hablar con absoluta libertad sobre ningún país de América. Siempre que ha sido necesario levantar la voz, la he levantado. Treinta años de desinterés me defienden, y ante los que nos juzguen mañana, no habrá ganado prestigio mi contradictor, obligándome a hacer la declaración inútil.
Quiero recordarle, sin embargo, que en mi reciente artículo La fin des oligarchies latinoaméricaines", publicado en Ronde y reproducido en numerosos diarios de América, dije textualmente: "El empuje hacia la izquierda se deja sentir desde la Argentina hasta México, donde el movimiento agrario y antimperialista inquieta a los gobiernos, que se esfuerzan por sostenerse apo¬yados por la influencia de los Estados Unidos y por los privilegiados del terruño". La afirmación es clara. Si ella no basta, a juicio del Sr. Pereyra, para marcar una posición, será porque no concibe la discrepancia más que en forma de denuesto. Pero no ha de imponerme sus procedimientos de polémica. Ya se trate de la Argentina o de cualquier país, siempre he discutido las doctrinas dejando de lado a los individuos, porque una cosa es defender ideales y otra saciar rencores lugareños.
La desafinación deriva, sobre todo, de las orientaciones divergentes de que hablamos al comenzar. Hemos llegado al punto en que se dividen las aguas. El Sr. Pereyra que presenció con "silenciosa emoción el destronamiento de Alfonso XIII" angustiado por "la simpatía que despierta todo infortunio"- se indigna porque su país aspira a sacudir la dominación teocrática y se inscribe, sin confesarlo, entre las derechas. Yo, que simpatizo, en cambio, con la reforma agraria, el laicismo y la República, me embarco, sin circunloquios, con las izquierdas. Lo más que le puedo conceder es que ambos estemos igualmente inclinados a tolerar la arbitrariedad que favorece nuestro credo.
Porque si yo le siguiera hasta el terreno en que él se coloca, podría explicar también sus simpatías con ayuda de los mismos móviles que tan desatinadamente me atribuye.
Es hora, sin embargo, de que en nuestra América se discutan los principios sin afrentar al contradictor, sin envilecer al medio. Los que así no lo comprenden no están a la altura de la hora en que vivimos. No es la concreción momentánea, no es el individualismo efímero lo que debe preocupamos, sino el sentido ideológico, la orientación durable. En la lucha de los ángeles de la oposición contra los demonios del gobierno hemos visto desde hace un siglo que los ángeles que llegan al Poder se convierten en demonios, y que los demonios reintegrados a la oposición no tardan en recuperar las alas. La brega infecunda de personas y de ambiciones ha inmovilizado a un continente, cuyos fervores sólo sirvieron para sembrar muerte y ruina, sin que asome, en la mayor parte de los casos, la razón del sacrificio. Los tiempos nuevos nos llevan a una lucha superior, áspera acaso, pero saludable, porque delimitará los campos y creará las corrientes que deben animar a nuestras nacionalidades.
Prologando un libro de Marcelino Valencia, el SI. Max Daireaux (que en panorama político se orienta peor aún que en el panorama literario) protesta contra la juventud de América, que busca maestros de rebeldía, en vez de seguir las normas que marca el Sr. Maurras desde L'Action Francaise. ¡Que San Luis nos revele de dónde hemos de sacar los fundamentos de la restauración monárquica! Baste sobre este punto la respuesta, atinadísima, de José Vasconcelos. Pero si la fórmula resulta en el Nuevo Mundo una galéjade, se enlaza, como tendencia, con la actitud conservadora de determinados núcleos y con el cesarismo defendido por Vallenilla Lanz y Leopoldo Lugones en Venezuela y la Argentina. No hay duda de que ciertos sectores de América se inclinan a reclamar gobiernos despóticos y a propiciar un fascismo sui géneris, encaminando a preservar la preeminencia del clero, del militarismo y de las oligarquías. Tal será el punto de arranque de la corriente derechista entre nosotros.
Frente a ella se abre el instinto vital de un continente que quiere volcar en moldes amplios su fuerza nueva. La igualdad de los hombres, el Estado laico, el fraccionamiento de la tierra, la resistencia al imperialismo (aliado hoy a las fuerzas gobernantes), la explotación nacional de las reservas nativas, parecen ser los ideales más inmediatos y accesibles del credo juvenil que se difunde. A ello hay que añadir un ansia de reconstrucción económica y social que anuncia, en sus diversas gamas, el más franco declive hacia la izquierda.
Son en realidad dos mundos que se afrontan, dos mentalidades, dos teorías destinadas a acabar con las actitudes nebulosas y con el vano clamor de las intrigas politiqueras. Ya no es posible tergiversar. El confusionismo de los rectores resulta anacrónico. Frente a los acontecimientos que se avecinan, hay que alistarse en esta corriente o en aquélla para definir de una vez la orientación de nuestras Repúblicas.
MANUEL UGARTE
[1] Publicado en El Sol, Madrid, 25 de mayo de 1932 en respuesta a apreciaciones del escritor y político mexicano Carlos Pereyra.
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