MANIFIESTO A LA JUVENTUD LATINOAMERICANA [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[Marzo de 1927]
Tres nombres han resonado durante estos últimos meses en el corazón de la América Latina: México, Nicaragua, Panamá. En México; el imperialismo se afana por doblar la resistencia de un pueblo indómito que defiende su porvenir. En Nicaragua, el mismo imperialismo desembarca legiones conquistadoras. En Panamá, impone un tratado que compromete la independencia de la pequeña nación. Y como corolario lógico cunde entre la juventud, desde el río Bravo hasta el Estrecho de Magallanes, una crispación de solidaridad, traducida en la fórmula que lanzamos en 1912: ¡La América Latina para los latinoamericanos!
Por encima de los episodios de la lucha que se prolonga desde hace tantos años, hay que considerar los hechos desde el origen y en su significación virtual.
Los pueblos son grandes, más que cuando juzgan airadamente a los demás, cuando aquilatan severamente sus errores. Y en la nueva era que se abre, contra lo que con más vigor debemos levantamos es contra aquellos de nuestros propios dirigentes que no supieron prever las consecuencias de sus complacencias, que no tuvieron una visión continental de nuestros destinos, que obsesionados por la patria chica y por los intereses de grupo, motejaron desdeñosamente de "poetas" a cuantos elevaron el espíritu hasta una concepción superior.
Parecerá monstruoso mañana a los que juzguen, pero fue considerada como signo de incapacidad para el gobierno toda tendencia hacia una política global. Cada hombre obedecía a sus ambiciones, cada grupo a sus propósitos partidistas, cada nación a sus odios minúsculos. La América Latina se devoraba a sí misma, como los galos en tiempo de César, o como los Aztecas cuando llegó Hernán Cortés. Y para los grupos predominantes resultaba inexperiencia, lirismo, suprema locura, cuanto tendiese a una política de solidaridad.
En esa orientación equivocada hay que buscar el origen de los atentados que hoy motiva nuestra protesta. Los primeros responsables son los hombres o los núcleos que, guiados por una falsa conciencia de figuración, por apasionamientos de bando o por rencores regionalistas, enajenaron nuestras riquezas, sancionaron con su silencio los atentados contra el vecino, suscribieron el postulado protector de Monroe, y colaboraron con el imperialismo en los congresos panamericanos, mientras se agrandaba en la sombra el cáncer que debía poner en peligro la vitalidad común.
Las culpas que han originado la situación actual nacen de una visión inexacta o de una pequeñez de propósitos. Y esas son culpas exclusivas de los gobiernos. Nuestros pueblos fueron siempre grandes y generosos. Aunque se les mantuvo ignorantes de la verdadera situación, tienen el presentimiento de lo que tiene que ser el porvenir. Si no se opusieron con más ímpetu a la política nefasta, fue porque no se dejó llegar hasta ellos la verdad. Pero los dirigentes debían saber. Y la primera conclusión que podemos sacar de los acontecimientos actuales es que nos hallamos en presencia de la bancarrota de una política.
Hablo para toda la América Latina sin exceptuar las regiones hoy aparentemente indemnes; y hablo sin encono contra nadie, ni contra nada. Los hombres habrán sido malos o buenos. Lo que la evidencia dice, es que resultaron insuficientes. Rindiendo culto, más a las apariencias de la patria que a su realidad, creyeron que gobernar consiste en mantenerse en el poder, en multiplicar empréstitos, en sortear las dificultades al día. En sus diferentes encamaciones -tiranos, oligarcas, presidentes ilegales-, se afanaron ante todo por mantener intereses de grupos o susceptibilidades locales sin sentido de continuidad dentro de la marcha de cada país, sin noción de enlace con las regiones limítrofes. Fue la imprevisión de ellos la que entregó en el orden interior, a las compañías extranjeras, sin equivalencia alguna, las minas, los monopolios, las concesiones y los empréstitos, que deben dar lugar más tarde a conflictos, tutelas, y desembarcos, haciendo patrias paralíticas que sólo pueden andar con muletas extranjeras. Fue su falta de adivinación de las necesi¬dades futuras la que multiplicó entre las repúblicas hermanas los conflictos que después resuelve como árbitro el imperialismo devorador. No hay ejemplo de que una región tan rica, tan vasta, tan poblada, se haya dejado envolver con tan ingenua docilidad. Cuando algunos de nuestros diplomáticos nos hablan del coloso del Norte, confiesan una equivocación trágica. El coloso del Norte lo han creado ellos, cuando abandonaron a los bancos y a las compañías extranjeras cuanto representaba el desarrollo futuro del país. El coloso del Norte lo han creado ellos, cuando en un continente dividido por la raza, la lengua, y la vitalidad, desdeñaron todo concierto con los grupos igualmente amenazados y se pusieron a la zaga del organismo conquistador.
Es indispensable que la juventud intervenga en el gobierno de nuestras repúblicas, rodeando a hombres que comprendan el momento en que viven, a hombres que tengan la resolución suficiente para encararse con las realidades.
Se impone algo más todavía. El fracaso de la mayoría de los dirigentes anuncia la bancarrota de un sistema. Y es contra todo un orden de cosas que debemos levantamos. Contra la plutocracia, que en más de una ocasión entrelazó intereses con los del invasor. Contra la politiquería, que hizo reverencia ante Washington para alcanzar el poder. Contra la descomposición que en nuestra propia casa facilita los planes del imperialismo. Nuestras patrias se desangran por todos los poros en beneficio de capitalistas extranjeros o de algunos privilegiados del terruño, sin dejar a la inmensa mayoría más que el sacrificio y la incertidumbre.
Al margen de los anacrónicos individualismos que entretuvieron durante cien años nuestra estéril inquietud hay que plantear al fin una política. Hay que empezar por crear una conciencia continental, y por desarrollar una acción que no se traduzca en declamaciones, sino en hechos.
El acercamiento cada vez mayor de nuestras repúblicas es un ideal posible, cuya realización debemos preparar mediante un programa de reformas constructoras dentro de cada uno de los Estados actuales. Entre esas reformas debe figurar, en primera línea, una disposición que otorgue, a cargo de reciprocidad, derechos y deberes de ciudadanía a los nativos de las repúblicas hermanas, con la limitación, si se quiere, por el momento, de la Primera Magistratura del país y los principales ministerios. Esto facilitará una trabazón de fraternidades. Es necesario reunir también una Comisión Superior Latinoamericana, encargada de estudiar, teniendo en cuenta las situaciones, un derrotero internacional común, una política financiera homogénea, un sistema educacional concordante. Su misión será aconsejar proyectos, aplicados después por los gobiernos respectivos. Hay que proceder sobre todo, sin dejar perder un minuto, dentro de nuestra familia latinoamericana, a la solución equitativa y pacífica de los pequeños conflictos de frontera que entorpecen la marcha armónica del conjunto y permiten injerencias fatales.
La hora es más difícil de lo que parece. No esperemos a estar bajo la locomotora para advertir el peligro. Nos hallamos ante un dilema: reaccionar o sucumbir.
La salvación de América exige energías nuevas. Y será sobre todo de las generaciones recientes, del pueblo, de las masas anónimas eternamente sacrificadas. Una metamorfosis global ha de traer a la superficie las aguas que duermen en el fondo para hacer al fin, en consonancia con lo que realmente somos, una política de audacia, de entusiasmo, de juventud. Sería inadmisible que mientras todo cambia, siguieran atadas nuestras repúblicas a los tiranos infecundos, a las oligarquías estériles, a los debates regionales y pequeños, a toda la rémora que ha detenido la fecunda circulación de nuestra sangre. Hay que inaugurar en todos los órdenes un empuje constructor. Porque la mejor resistencia al imperialismo consistirá en vivificar los territorios y las almas, haciendo fructificar los gérmenes sanos que existen en la más abstencionista o escéptica, en el fondo más aborigen, en los vastos aportes inmigratorios, en todos los sectores de una democracia mantenida hasta hoy en tutela, con unas u otras artes, por hombres, grupos o sistemas que acaparan el poder desde que nos separamos de España.
Ya he tenido ocasión de decir que el derecho no es hoy una ley moral infalible, sino una consecuencia variable de los factores económicos y de la situación material de los pueblos. El imperialismo realiza su obra hostil; iniciemos nosotros la nuestra reparadora. Clamar contra atentados es un lógico desahogo y un santo deber. Pero hay que hacer sobre todo un esfuerzo para que los atentados no se puedan realizar. Y ese resultado no lo hemos de esperar de la generosidad ajena, sino de nuestra resolución de espíritu para aceptar soluciones apropiadas a los hechos a medida que estos se manifiestan.
Quien escribe estas líneas en la hora más grave porque ha atravesado nuestra América, no aprovechó nunca las circunstancias para buscar encumbramientos o aclamaciones. Con razón o sin ella, por disentimientos con el partido al cual pertenecía, declinó en su país una candidatura a diputado y otra a senador. Con razón o sin ella, durante la guerra grande se lanzó a predicar la neutralidad contra un torrente que lo sepultó bajo su reprobación. Nunca hice lo que me convenía; siempre hice lo que consideré mi deber, afrontando la impopularidad y las represalias. Y al dirigirme como hoya la juventud y al pueblo, no entiendo reclamar honores. Los hombres no son más que incidentes; lo único que val e son las ideas. Vengo a decir: hay que hacer esta política, aunque la hagan ustedes sin mí. Pero hagan la política que hay que hacer y háganla pronto, porque la casa se está quemando y hay que salvar el patrimonio antes de que se convierta en cenizas. Si no renunciamos a nuestros antecedentes y a nuestro porvenir, si no aceptamos el vasallaje, hay que proceder sin demora a una renovación dentro de cada república y a un acercamiento entre todas ellas. Entramos en una época francamente revolucionaria por las ideas. Hay que realizar la segunda independencia, renovando el Continente por la democracia y por la juventud.
Basta de concesiones abusivas, de empréstitos aventurados, de contratos dolosos, de desórdenes endémicos y de pueriles pleitos fronterizos.
Que cada cual piense, más que en sí mismo, en la salvación del conjunto. Opongamos al imperialismo una política seria, una gestión financiera perspicaz una coordinación estrecha de nuestras repúblicas. Remontemos hasta el origen de la común historia. Volvamos a encender los ideales de Bolívar, de San Martín, de Hidalgo, de Morazán. Superioricemos nuestra vida. Salvemos la herencia de la latinidad en el Nuevo Mundo. Y vamos resueltamente hacia las ideas nuevas y hacia los partidos avanzados. El pasado ha sido un fracaso. Sólo podemos confiar en el porvenir.
MANUEL UGARTE
[1] Manifiesto lanzado en marzo de 1927, publicado en diversos diarios latinoamericanos. Se reproduce de El Tecolote, Houston, Texas, de la 3° semana de junio de 1927. Archivo Gral. de la Nación Argentina.
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