diciembre 11, 2010

Carta abierta de Carlos Pellegrini al Dr. Indalecio Gómez (1902)

CARTA ABIERTA AL Dr. INDALECIO GÓMEZ
Carlos Pellegrini
[21 de Junio de 1902]

He escuchado, con todo el interés que su palabra siempre despierta, su hermosa conferencia sobre los últimos pactos celebrados con Chile, y más de una vez he unido mi aplauso a las entusiastas aprobaciones de sus oyentes. Cuando una pasión y una convicción sincera y profunda como la suya, servida por una inteligencia privilegiada y por envidiables dotes oratorias, se dirige a un público numeroso y selecto, cuya sola presencia acusa una comunión de sentimientos y una relación de simpatía con el orador, cuando éste hiere en su alocución las fibras más sensibles del sentimiento nacional, tienen, forzosamente, que producirse esas explosiones de entusiasmo que estallaban en la sala y que pueden traducirse, más tarde, e n corrientes poderosas de opinión que se impongan a la discusión tranquila y serena de cuestiones que afectan fundamental y trascendentalmente los más grandes intereses presentes y futuros de nuestro país.
Aquí veo yo un peligro, tanto mayor cuanto más grande es la autoridad, el prestigio y el poder de arrastre del conferenciante sobre la opinión y la pasión pública.
La discusión de estos actos, para ser ilustrativos de la opinión, tiene que ser contradictoria, pues de otra manera pueden extraviar el juicio público que oye la elocuente acusación, pues no oye la defensa de actos políticos dé la más alta gravedad y trascendencia.
Entretanto, tratándose de asuntos internacionales, los Congresos se ven inducidos a discutirlos en privado para dar a su estudio y a su crítica la más grande libertad de expresión y de juicio ; la prensa, por su índole misma y las exigencias de su diaria misión, sólo roza superficialmente la cuestión, y queda entonces, ante el criterio público, sólo la palabra elocuente de un impugnador, que lleva al ánimo del pueblo la convicción de un error cometido, o, por lo menos, la duda y la vacilación sobre el acierto de sus mandatarios, desvirtuando y anulando así los efectos de una política que, para ser fecunda, tiene siempre que contar con la consciente y franca aprobación popular.
Es esta consideración la que me mueve a dirigirle esta carta. Me ha halagado siempre estar en comunión de ideas y aspiraciones políticas con usted. Comparto con usted, hoy, todos sus generosos anhelos ; pero hemos divergido muchas veces en la manera de apreciar nuestra política internacional, y hoy, al juzgar los pactos recientemente celebrados, estamos en abierta oposición. Permítame, pues, que funde en público esta disidencia, para que el criterio popular oiga la defensa, después de haber oído la acusación, y pueda, tranquila y conscientemente, fundar su juicio.
El estudio de un tratado, a efecto de determinar su bondad, debe ser encarado bajo su doble faz, de conjunto y de detalle, o, usando términos parlamentarios, debe ser discutido en general y en particular. En general hay que considerar los principios a que obedece y los propósitos que persigue, para aprobarlos o rechazarlos, según se crean aceptables o no. Aceptados, llega recién el momento de estudiar el detalle, que es el procedimiento por medio del cual se aplica el principio, o realiza el propósito.
En un tratado, lo fundamental, lo que debe ser, por lo tanto, estudiado en primer término, son los principios de política internacional a que obedece y los propósitos políticos a que tiende. Aceptada esa política y esos propósitos, entra recién la discusión de las cláusulas que la traducen y hacen práctica. Se estudia entonces su pertinencia, su eficacia y sus consecuencias, que deben realizar y nunca contrariar el propósito político fundamental.
Pero entre una ley y un tratado, hay una diferencia radical. La primera es la expresión de una sola voluntad soberana; la segunda es la combinación de dos voluntades independientes e igualmente soberanas; de manera que, las cláusulas de una ley dependen exclusivamente del poder que legisla, que las propone, las reforma o las suprime a voluntad, mientras que las cláusulas de un tratado son el resultado de una negociación, en la que se han conciliado intereses, tendencias, pasiones y hasta preocupaciones diversas y contrarias. Esas cláusulas representan, pues, casi siempre, una serie de transacciones que se compensan, o que han sido consentidas en vista de un interés o propósito más elevado y trascendental. Por esta razón, no es posible considerarlas en abstracto, ni reformarlas por el simple deseo de una de las partes, y para formar sobre ellas un juicio definitivo es indispensable estar instruido de todo el proceso de la negociación, a efecto de conocer las razones de su aceptación. Es evidente que, si sólo de la voluntad o de los intereses de una de las partes dependiera la redacción de las cláusulas, los pactos que actualmente se discuten estarían redactados en términos muy distintos, según se hubiera encargado su redacción a las cancillerías argentina o chilena; pero, habiendo concurrido ambas, las cláusulas son una resultante de dos fuerzas distintas, que habrá que respetar, siempre que no contraríen la política y propósito fundamental, o importen un peligro que sea superior a los beneficios del tratado mismo.
Al estudiar los recientes pactos celebrados con Chile, debemos examinar, pues, en primer término, si ellos se ajustan a los principios que deben servir de base y brújula a la política internacional de nuestro país.
A este respecto, se ha dicho que estos pactos acusan un cambio en nuestra política internacional, en cuanto ellos importan una desviación de la política americana, a la que nuestro Gobierno parecía haberse adherido. Hay mucho de exacto en esta afirmación, pero lo que debe estudiarse no es precisamente si ha existido tal cambio, lo que puede darse por admitido, sino si ese cambio ha sido perjudicial o benéfico a los intereses de la República; en otras palabras, y en otros términos más concreto s, si esta política que se llama americana o continental, de la que usted es tan ardiente sostenedor, responde o no a los intereses permanentes y fundamentales de nuestro país.
Esta política ha tenido entre nosotros varia fortuna. Refiriéndome sólo a nuestros antecedentes diplomáticos, desde nuestra reorganización política, tenemos que, bajo el Gobierno de la Confederación, no hubo ocasión, que recuerde, para que aquel Gobierno definiera en este sentido su política, aunque se invocaba en muchas ocasiones el sentimiento americano. Bajo la administración del general Mitre, nuestra política internacional fue contraria a esa tendencia. Nuestro Gobierno se negó a tomar parte en las cuestiones del Pacífico provocadas por la agresión de España y de la política llamada de reivindicación, y se negó a concurrir al Congreso de Lima, en el cual se presentó, sin embargo, sin poderes y por propia inspiración, Sarmiento, provocando con este motivo un cambio de cartas entre él y el general Mitre, muy instructivas en esta cuestión.
Sarmiento, consecuente con su conducta en Lima, obedeció a esa política como Presidente, y se adhirió al tratado de alianza con Bolivia y Perú, que era una consagración de esos principios ; tratado que, combatido por Rawson en el Senado, fue aplazado indefinidamente, lo que equivalió a un rechazo y condenación de esa política americana, que nos llevaba a complicarnos en los asuntos del Pacífico.
Ningún acto, bajo la administración de Avellaneda, definió expresamente su política en este punto. La no intervención en la guerra del Pacífico, podía ser la prueba negativa de que era contrario a ella, aunque pudo ser debido también a la difícil situación de nuestra política interna. Sin embargo, el ministro de Chile, Balmaceda, al dar cuenta de sus gestiones, aseguró haber obtenido expresamente la neutralidad argentina, que era uno de los objetos de su misión.
El doctor Irigoyen, bajo la primera administración del general Roca, fue partidario de esta política y quien la proclamó y definió con más claridad, especialmente en lo que se refiere a ciertos principios y declaraciones generales aplicables a la liquidación de la herencia territorial de las colonias españolas, declaraciones que podrían reducirse a respetar el uti possidetis del año 1810, afirmar que no existían en América territorios que fueran res nullius y condenar las expansiones territoriales por medio de la conquista.
Esta política fue extensa y luminosamente expuesta en la nota de 10 de diciembre de 1880, en que el doctor Irigoyen contesta a la invitación del Gobierno de Colombia para que nos incorporáramos a la convención de arbitraje celebrada en octubre de 1880 entre ella y Chile.
Esa nota sólo establecía, como lo hemos dicho, principios generales para resolver los conflictos de límites entre las antiguas colonias españolas ; pero hubo otra gestión que acentuaba y hacía práctica esa política, y fue la invitación que hicimos en el año 1881, al Gobierno del Brasil, para una mediación conjunta en la guerra del Pacífico, a efecto, no sólo de restablecer la paz, sino de oponerse a toda conquista de territorios por parte de alguno de los beligerantes. El Gobierno del Brasil, sin rechazar abiertamente la proposición, demoró intencionalmente toda respuesta, hasta que la victoria de Chile terminó la guerra, en cuyo momento declaró que ya no había caso de mediación. Vinieron más tarde los tratados de Ancón y de tregua, y la República Argentina admitió tácitamente los hechos consumados.
Con estos antecedentes históricos, y ante nuestra situación presente, es el caso de examinar si es hoy admisible, para nosotros, esa política americana si hay razón alguna que pueda aconsejarla, y, por consiguiente, sí ella debe ser consultada y respetada en nuestros actos internacionales.
Por mi parte, no veo ni el objeto, ni la necesidad, ni la utilidad de tal política; por el contrario, creo que ella sólo puede servir para complicarnos en problemas y cuestiones que nos son completamente ajenos. De las declaraciones que contenía la nota referida de octubre de 1880, del doctor Irigoyen, la que se refiere a que en América no había territorios que fueran res nullius, ya no tiene objeto, pues hoy no existen desiertos abandonados; todos están hoy en posesión real y efectiva de las Repúblicas que los componen. Respecto al uti possidetis del año 10, tampoco tiene objeto como principio general, pues ya todas las Repúblicas han celebrado sus tratados de límites. En cuanto a la que condena las expansiones territoriales por medio de la conquista, tiene mucho de teóricamente inatacable, pero mucho también de lirismo sentimental que hace difícil su aplicación práctica. Es casi condenar la guerra y sus consecuencias. No habrá conquistas, mientras no haya guerras; pero mientras haya guerras, habrá conquistas.
Aquello de que la victoria no da derechos fue una frase que lanzamos para contrariar al Brasil, que no era cierta ni en el momento en que se decía, ni en ningún otro momento de la historia del mundo. Todas las fronteras terrestres, entre las Naciones, han sido trazadas por la espada del vencedor. Esa es la ley histórica.
La frase no fue una verdad, ni en el mundo mismo en que se lanzaba, puesto que nuestra frontera, hasta el Pilcomayo, aunque para nosotros fuera una reivindicación, para el Paraguay fue una imposición de la victoria, y la sentencia del árbitro sobre la pequeña porción de territorio que sometimos a juicio, vino a probarnos que nuestro título no era tan incuestionable como lo pretendíamos. No, mientras haya vencedores y vencidos, el voe victis seguirá siendo una terrible ley humana, y tal vez, en su misma dureza, esté el único correctivo poderoso contra las veleidades belicosas de pueblos o Gobiernos ligeros.
Descartadas estas declaraciones generales, ¿qué queda que pueda vincular nuestra acción política a la de todas las Repúblicas americanas?
La comunidad de raza, religión, idioma y formado Gobierno, son relaciones o afinidades morales que no bastan hoy, ni han bastado nunca, para vincular a pueblos cuyos intereses materiales o políticos sean contrarios, divergentes o simplemente indiferentes e inconexos.
Bueno será recordar que el principio de derecho internacional contenido en dicha frase, fue enunciado 50 años antes por el Congreso General Constituyente de Tucumán, en su Manifiesto «sobre el tratamiento y crueldades sufridas por las Provincias Unidas del R. de la Plata, de los españoles y motivado la declaración de su Independencia», fechado el 25 de octubre de 1817 y suscrito por el doctor Pedro Ignacio de Castro Barros, como presidente, y José Eugenio de Elías, como secretario. (Imprenta de la Independencia, Bs. As. 1817). Nota del compilador. Todos estos vínculos no han servido ni siquiera para mantener la concordia entre esta belicosa familia americana. Perú se ha batido con Bolivia, Bolivia con Perú, Chile con Perú y Bolivia, Colombia con Venezuela, las Repúblicas de Centro América todas entre sí, y, por último, nosotros con el Paraguay y con el Brasil; ¿qué lugar ocupó la solidaridad y la fraternidad americana en todos estos campos de batalla ?
Las razones que deben confirmar y dirigir nuestra política internacional son otras. Las invocaciones de la epopeya de nuestra emancipación, los recuerdos de aquellos llanos de Junín y Ayacucho, donde se confundían llaneros, gauchos, guasos y cholos, en un común heroico y glorioso esfuerzo para conquistar la libertad de América, son vínculos sentimentales, que tienen su lugar en nuestras expansiones fraternales, como la tradición de raza la tiene en nuestras relaciones con la madre patria ; pero en manera alguna pueden vincular la acción de naciones in dependientes, que sólo deben obedecer a las exigencias de su progreso y de su engrandecimiento político y económico.
Y bien: ¿qué interés político y económico tiene la República Argentina en el Pacífico? Absolutamente ninguno. Fuera de los vínculos de tradición y de sentimiento que he invocado antes, no existe otro que ligue a la Argentina con Perú y demás Repúblicas al norte del Ecuador.
Esa parte de América está más apartada del Río de la Plata que cualquier nación europea. El día que se abra el istmo de Panamá, el Callao será el puerto más distante que exista del puerto de Buenos Aires. No somos vecinos, no estamos ligados ni siquiera por un carril, ni por un riel, no tenemos la menor relación comercial, y hasta es raro el viajero que va o viene. ¿En nombre de qué interés aceptaríamos una solidaridad política que nos impondría los más costosos sacrificios?
Podemos condenar, en principio, la ocupación de territorios en nombre de la victoria; será siempre una ingenuidad, porque estas declaraciones platónicas a nada conducen y a nadie obligan, sino moralmente al que las hace ; pero sería convertirnos en Quijotes políticos lanzarnos a buscar aventuras y a desfacer entuertos o reivindicar en provecho ajeno territorios conquistados en una guerra entre Naciones independientes.
Por el contrario, si hay algún interés o algún principio internacional que sea común a todas las Repúblicas americanas, que todas deben proclamar, respetar y hacer respetar, como la garantía más fundamental de su independencia, es justamente la política de la no intervención.
El principio americano, consagrado por la doctrina de Monroe, tal cual la entendemos nosotros los sudamericanos, es que la independencia y soberanía de los pueblos sudamericanos debe ser respetada por todas las demás naciones del mundo, en toda su plenitud e integridad, lo que importa decir que nación alguna extraña puede intervenir ni en nuestras discordias interiores, ni en nuestras luchas internacionales, a título oficioso o a nombre de intereses generales, y sólo en el caso que su mediación sea solicitada o aceptada voluntariamente.
Nuestra intervención en las cuestiones del Pacífico sería la violación de este principio. Si nosotros nos consideramos con derecho para intervenir en esas cuestiones, ¿cómo podríamos negárselo a los Estados Unidos, que tienen en esas costas muchos más intereses comprometidos que nosotros? ¿Quién nos ha conferido esta misión de velar por la integridad territorial de aquellas Repúblicas? ¿Acaso San Martín nos legó, junto con su gloria y su espada, el protectorado del Perú?
No, nuestros intereses políticos y económicos no están en el Pacífico. Todo nuestro porvenir, todos nuestros intereses morales y materiales, todo nuestro progreso y engrandecimiento, se relaciona sólo con los pueblos que baña el Atlántico. Para nuestra vida internacional, el planeta está dividido en dos hemisferios, no en los hemisferios norte y sur por el paralelo del Ecuador, sino en los hemisferios este y oeste por un meridiano que pase por la cordillera de los Andes. Toda nuestra actuación política tiene que ejercitarse sobre el hemisferio oriental; de allí nos viene la luz, y con ella el progreso y la grandeza futura.
En cuanto a Bolivia, la que nos interesa por ser vecina, es aquella que, como nosotros, está al Oriente de los Andes. No olvidemos que en un momento difícil de nuestra historia, las provincias que la componen renegaron su patria argentina y, por su libre y espontánea voluntad, se segregaron y se constituyeron en nación independiente. Nosotros acatamos esa resolución y reconocimos esa independencia. Somos, desde entonces, para Bolivia, por voluntad de Bolivia, una nación extraña. Pues bien: el respeto de esa independencia nos impide mezclarnos en sus cuestiones propias, y sólo podremos intervenir cuando un interés nuestro, como una amenaza a nuestra seguridad, nos induzca a ello. Pero, se dice, el engrandecimiento territorial de Chile, la conquista definitiva de todo el litoral boliviano y de las provincias de Tacna y Arica, es una amenaza y un peligro para la República Argentina. No, esos territorios están hoy en posesión de Chile, en virtud de los tratados celebrados con el Perú y con Bolivia, que nos otros nunca hemos desconocido, ni hemos pretendido desconocer, ni hubiéramos podido desconocer, debiendo respetarlos derechos que ellos confieren. Lo que Chile trata, hoy, es de convertir en definitiva una posesión provisoria que dura ya veinte años.
Admitamos, un momento, que lo consiga: ¿en qué habrá aumentado su actual poder? En nada; sólo habrá conseguido legalizar su situación presente, y si Chile no ha sido nunca, ni es hoy, un peligro para la República Argentina, ¿por qué lo sería mañana?
Pero, se agrega, Chile tratará de extender su conquista y someter al Perú y Bolivia a nuevas desmembraciones. Aquí se entra ya en el terreno de las suposiciones, en los dominios de la imaginación, y, sobre esto, no se puede fundar ninguna política práctica. No hay razón alguna para insinuar tales temores ; ellos están en contradicción con las declaraciones más solemnes del gobierno chileno, consignadas en estos mismos pactos; esa pretensión sería una nueva y peligrosa aventura que creo no se atrevería a aconsejar ningún estadista sensato.
Sobre los hechos futuros, más o menos improbables, no podemos fundar actos internacionales, ni sacrificarles nuestra tranquilidad presente. Si algún día alguna nación intentara la conquista de una de las Repúblicas vecinas, allá resolverá la República Argentina lo que deba hacer, y es necesario tener un poco más de con fianza en nuestro porvenir, para reposar en la seguridad de que, cada año que pase, aumentará el poder y el prestigio de nuestro país, hará imposible que ningún hecho de esta naturaleza se consume, ni aun se intente, sin su beneplácito.
He dicho que Chile no es ni ha sido nunca un peligro para la República Argentina. Sólo una prédica que pretendía ser patriótica, sin apercibirse de todo lo que tenía de humillante para nosotros, ha podido crear en la imaginación popular ese Chile fantástico, cuya diplomacia maquiavélica jugaba con nuestra diplomacia infantil, cuyo Gobierno abrigaba y combinaba planes napoleónicos, destinados a cambiar el mapa de América, y cuyo poder militar podía, en cualquier día, poner en peligro nuestra integridad territorial. Todo eso es una alucinación. Esa diplomacia y esos Gobiernos, esos Metternich y esos Napoleones no han podido aún liquidar su victo ria del Pacífico. En cuanto a nuestra integridad territorial, si no corre más peligro que el que puede ocasionarle el poder militar de Chile, podemos vivir tranquilos. Nuestro territorio es inatacable por sus fronteras terrestres, por su misma extensión; diez ejércitos como el de Chile no bastarían para dominarlo. Si alguno lo intentara, sería sólo para renovar hechos históricos y probar, por si alguno lo duda, que nuestra raza no ha degenerado.
No. Chile tiene otros méritos que sabemos valorar y que debemos envidiar. Allí hay Gobierno representativo, su administración es superior a la nuestra, porque siendo más pobres han aprendido a se r más ordenados y más económicos; han sido más previsores y han sabido apreciar los beneficios de la paz interna; allí hay más libertades políticas, y un sentimiento nacional enérgico y vigoroso. Si encerrados entre sus montañas, miran con ojos envidioso s nuestras dilatadas llanuras, que en su inmensidad les dan la sensación de nuestro porvenir, esa sensación no podrá traducirse jamás en el propósito de reformar lo que es obra del Creador, ni tocar lo que es intangible, sino en la resolución viril de disminuir por la energía, la virtud y el trabajo, estas desigualdades del destino.
Todo esto funda la siguiente afirmación: para las Repúblicas sudamericanas no puede existir tal política continental. Esta verdad teórica, ha quedado plenamente confirmada en la práctica. Los Estados Unidos han querido establecer y organizar esa política con propósitos de prestigio e influencia propia, y con ese objeto han convocado y reunido los dos Congresos Panamericanos, a los cuales hemos asistido por un acto de cortesía y de simpatía por nuestras hermanas, pero con la conciencia de su inutilidad e ineficacia, plenamente confirmada por los resultados obtenidos. En cuanto a nosotros mismos, varias veces hemos tentado estrechar nuestras relaciones, creando legaciones en aquellas Repúblicas, las que no han llegado ni siquiera a ser provistas, y cuando lo han sido, han durado apenas un par de años, durante los cuales, nuestros Ministros han tenido que entregarse a estudios literarios, para distraer sus ocios. Es que no es posible crear vínculos artificiales entre pueblos que no tienen intercambio comercial; tenemos que vivir en nuestra época, y, hoy, ese intercambio y los intereses que de él nacen, es lo que informa la política internacional de todas las Naciones.
Aplicando todas estas doctrinas a nuestras relaciones políticas con Chile, llegaremos a esta conclusión: que con Chile, hoy por hoy, no tenemos más cuestión que nuestra cuestión de límites, y que el interés fundamental de ambos países es terminarla radicalmente, a la brevedad posible, de una manera decorosa y pacífica.
Ahora bien: ¿los pactos recientemente celebrados, responden a este interés fundamental y aseguran para nuestro país los beneficios de una paz honrosa y duradera, que le permita aplicar todas sus energías y recursos, hoy absorbidos por la obsesión bélica, a su progreso y engrandecimiento moral y material? Respondo, sin titubear, que sí, y más que mi afirmación valen las manifestaciones inequívocas de la opinión tranquila y conservadora del país, que, sin profundizar ni analizar minuciosamente los actos diplomáticos, los aprueba, guiada por un instinto, segura de lo que consulta sus verdaderos intereses.
Se dirá que esos pactos importan un cambio completo en la política que en los últimos tiempos había seguido nuestro Gobierno, impulsado por una corriente de opinión agresiva, fomentada por una parte de nuestra prensa, y la afirmación es exacta.
Indudablemente, hace pocos meses, la orientación de nuestra política era decididamente belicosa, las declaraciones y los hechos se sucedían y nos deslizábamos por una pendiente que nos llevaba fatalmente a una solución violenta. Las declaraciones públicas del Presidente se sucedían en forma no siempre correcta, sus órganos en la prensa acentuaban y proclamaban la política de intervención en el Pacífico y el aumento de nuestras fuerzas navales llevaban al convencimiento que nos encaminábamos, tal vez no intencional, pero sí fatalmente, a un conflicto armado, o a una ruina segura.
Fue en esta situación, que voces autorizadas en la prensa señalaron al país la pendiente en que se le lanzaba, lo invitaron al estudio razonado del conflicto, y, llamándolo a la conciencia de su situación, provocaron una reacción tan rápida como imponente, que, anulando esa corriente superficial que una propaganda belicosa había provocado, hicieron sentir cuál era el verdadero sentimiento conservador y juicioso del país.
El Gobierno tuvo que ceder ante esta manifestación de la opinión, y, abandonando esa política, envió al doctor Terry a C hile con instrucciones cuyo cumplimiento ha dado por resultado los pactos actuales. Ellos representan, pues, el triunfo de la opinión conservadora del país ; ellos son debidos a su actitud resuelta en un momento psicológico, y es, sin duda, por ello que esa misma opinión conservadora los ha aprobado desde el primer momento, sin detenerse a hacer el estudio detallado de sus cláusulas.
Ha llegado el momento de hacer ese estudio y saber si lo estipulado responde y garantiza la realización de estos anhelos patrióticos. Este propósito se consigna de una manera decisiva y radical en la primera acta, que es la fundamental. De ella resulta que la sentencia arbitral que pondrá término a la cuestión de límites, será dictada en muy breve tiempo, y se estipula, y es esto lo más eficaz y trascendental de todo lo convenido, que el árbitro queda encargado de cumplir la sentencia, colocando en el terreno los hitos que deslinden ambos territorios. Eso equivale a decir que esa sentencia, sea cual fuere, será inapelable e indiscutible, y tendrá, no sólo la fuer za de la cosa juzgada, sino la del hecho consumado, suprimiendo así toda zozobra o duda sobre su aplicación.
Con la sentencia del árbitro, quedará, pues, concluida la cuestión de límites, y como es esta cuestión la única que debatimos con Chile, quede afianzada la paz y disipados todos los temores de posibles conflictos. Tan fundamental es este convenio, que bastaba por sí solo, pues todos los demás hubieran venido, como una consecuencia forzosa que se hubiera realizado espontáneamente, como resultados benéficos de una paz estable.
Usted condena esa convención y afirma que el hecho de delegar en el árbitro la facultad de trazar, en el terreno, el límite que consagra su fallo, es un ataque a nuestra soberanía. Permítame aquí que le señale una contradicción frecuente en que incurren los que comparten con usted su juicio sobre la punica fides de los chilenos. Si la constante mala fe, el invariable propósito agresivo, la intención de provocar perpetuos conflictos por parte de Chile, es una verdad, como ustedes sinceramente lo creen, y yo no tengo interés ni objeto en contradecir, es entonces evidente y lógico que nuestro Gobierno debe tomar, al celebrar pactos con Chile, todas las precauciones y todas las medidas que hagan imposible o disminuyan las ocasiones de conflictos futuros. Pues bien: dictada la sentencia que debemos acatar, ¿habrían terminado nuestras cuestiones, si efectivamente fuera cierto que Chile procede de mala fe ? Evidentemente, no; la colocación de cada hito sería ocasión de un nuevo conflicto, y el cumplimiento de la sentencia arbitral mantendría la situación actual, más enconada y más agravada que antes. Los que desconfían de la buena fe chilena, debieran ser, pues, los primeros en aplaudir ese convenio que confiere la aplicación de la sentencia a la rectitud y a la justicia del juez que la dictó.
Una vez aprobado este pacto, recién podremos decir que la sentencia arbitral será final y definitiva, y pondrá término a nuestra cuestión con Chile. Es por esta razón, para mí, el acta más trascendental e importante de todas las celebradas después del tratado del 81.
He dicho que esa acta, que asegura el carácter definitivo de la sentencia arbitral, hubiera bastado por sí sola, y que todo lo demás que se ha estipulado hubiera venido a su tiempo, sin violencia, como una consecuencia natural de lo anterior. En efecto: terminada la cuestión de límites y afianzada sólidamente la paz entre estos dos países, hubieran cesado las exigencias de la paz armada y ambos Gobiernos hubieran, espontáneamente, en nombre de intereses propios, reducido inmediatamente sus ejércitos y armadas a un pie de paz, y, restablecida toda la cordialidad de relaciones con Chile, hubiéramos celebrado con él los mismos tratados de arbitraje general que tenemos celebrados con otras Repúblicas vecinas.
Pero ciertos antecedentes, situaciones y hechos, que no era posible desconocer, obligaron a anticipar esas consecuencias y convenir desde ya en estas actas o pactos.
Ha sido ésta su razón de ser, como resultará del mismo estudio de sus cláusulas. Empecemos por el pacto de arbitraje. Éste se inicia con ciertas declaraciones que parecen ser, y son, tal vez, ajenas a sus disposiciones y propósitos. En ellas, la República Argentina empieza por establecer: que respeta en toda su latitud la soberanía de las demás Naciones, sin inmiscuirse en sus asuntos internos ni en sus cuestiones externas, y Chile, a su vez, declara: que respeta la independencia e integridad de los demás Estados, que no abriga propósitos de expansiones territoriales, salvo en cumplimiento de los tratados vigentes o de los que más tarde se celebrasen.
¿Por qué ha sido necesario hacer estas declaraciones?
Esto es lo que hay que explicar en primer término, para comprender el origen y el alcance.
Obedeciendo a esa política americana y cediendo a corrientes de opinión favorables al Perú y Bolivia, el Presidente de la República Argentina hizo saber, oficialmente, al representante de Chile, que nuestro país exigiría que Chile, en la liquidación de sus cuestiones con el Perú y Bolivia, se sujetara estrictamente a las estipulaciones de los tratados vigentes. El ministro de Chile hizo saber al presidente, que pondría en conocimiento de su Gobierno esta declaración, y así lo hizo. Quedaba, pues, notificado Chile, que la República Argentina estaba resuelta a intervenir en sus cuestiones del Pacífico, a objeto de hacer respetar los tratados que tiene celebrados con Perú y Bolivia.
No es el momento de entrar a juzgar esa declaración del Presidente argentino, ni la oportunidad, ni el acierto, ni el derecho con que la hizo ; sólo puedo sí decir, que los partidarios de la política americana la aplaudieron. Era, pues, evidente, que Chile, antes de entrar en negociación alguna con nosotros, tenía que definir y aclarar el alcance de esa política de intervención.
Nuestro representante reconoció, como tenía que reconocer, que esas declaraciones no importaban que la Re pública Argentina pretendiera ejercer un protectorado sobre Bolivia y Perú, ni que pretendiera inmiscuirse en los asuntos internos o externos de Naciones independientes, sino que, habiéndose atribuido a Chile el propósito de continuar en sus expansiones territoriales, amenazan do la independencia y la integridad de los países vecinos, la República Argentina, en defensa de su interés propio, había querido declarar, desde ya, que no podría consentir esos actos, en cuanto ellos importaran una amenaza a su propia seguridad. Chile protesta contra esta política que se le atribuye, declara que respeta la independencia e integridad de los demás Estados, y que no pretende mayor expansión territorial que la que pueda resultar de los tratados vigentes.
Con tal declaración, todo pretexto para una intervención argentina desaparecía, y sólo restaba consignarlo solemnemente y ponerla bajo la garantía del honor y fe pública de ambos pueblos. Es eso lo que esa declaración importa, es la consagración del principio de la no intervención, y al mismo tiempo la condenación de toda política de conquista en lo futuro. Es la primera vez que Chile protesta, en pacto solemne, contra esa política de la expansión territorial que se le atribuía. Esta interpretación de ese pacto, que resulta no sólo de los antecedentes de la negociación, sino de la letra misma, importa una garantía para Perú y Bolivia, que se ven libres de nuevas amenazas, y reducidas sus cuestiones de territorio a los ocupados hoy por Chile, en virtud de los tratados vigentes, y es esto lo que explica cómo esas declaraciones han satisfecho plenamente a los Gobiernos de Perú y Bolivia. No pretendamos, pues, ser más católicos que el Papa, y reconozcamos que esta aclaración ha sido necesaria, a causa del error cometido al hacer declaraciones inoportunas, obedeciendo a esa política continental que he condenado.
Pero se agrega: Chile se refiere, no sólo a los territorios que ocupa en cumplimiento de los tratados vigentes, sino a los que más tarde celebrará, es decir, a los que pueden ser el fruto de nuevas conquistas. No, esta interpretación, que si hubiera sido dada por un chileno, sería recogida aquí como un a prueba de mala fe, es contraria al espíritu y al texto de la declaración. Los tratados que actualmente tiene Chile con Perú y Bolivia, son tratados provisorios. El tratado de tregua con Bolivia ti ene que cesar algún día para ser reemplazado por otro de paz y de límites definitivos, y el tratado de Ancón con el Perú tendrá que ser complementado por otro cuando se arribe, entre ambas partes, a una solución definitiva sobre los territorios de Tacna y Arica. Los tratados que más tarde se celebrarán se refieren, pues, a los que reemplazarán a los provisorios actualmente vigentes, y no pueden ser materia de nuevas expansiones territoriales sin desmentir la parte primera de la declaración.
En cuanto al tratado de arbitraje, tiene usted razón, doctor Gómez, cuando afirma que nuestro Gobierno, al celebrarlo, se ha apartado de las formas y doctrinas generalmente aceptadas y consagradas por sanciones de nuestro Congreso al aceptar un tribunal permanente. Pero examinando esas reformas, fácilmente se descubre su origen: son, como usted bien lo dijo, el resultado de una desconfianza recíproca. Ustedes advierten constantemente a nuestro pueblo y a nuestro Gobierno, que desconfíen de la mala fe chilena; y muchos políticos chilenos, con Barros Arana al frente, advierten constantemente a su pueblo y a su gobierno, que desconfíen de la mala fe argentina, y es dentro de esta atmósfera de recelos y desconfianzas mutuas, que se han combinado todas esas cláusulas que revelan el propósito manifiesto de vincular ambos Gobiernos al arbitraje, de tal manera, que no pueda la mala fe de uno de ellos hacer ilusorio el tratado. Pero, si bien es cierto que en esta tarea se han excedido en las precauciones, es indiscutible que todas las limitaciones que allí se imponían a la acción soberana de ambos Gobiernos son recíprocas, y su inconveniencia lo es tanto para Chile como para nosotros.
Pasemos, por fin, al pacto de desarme, que es el que interesa y hiere más vivamente el sentimiento popular, con perfecta y plena razón. Pero antes de entrar a examinar sus cláusulas, estudiemos sus antecedentes. Se ha dicho que este proyecto de desarme fue iniciado o sugerido por Chile. No es exacto. La iniciativa no ha sido ni chilena ni argentina. Expliquemos cómo se produjo.
Hubo un momento en que la guerra parecía inminente. Ambos países aumentaban su poder naval, movilizaban, reunían y revistaban sus fuerzas de mar y tierra. Ambos Gobiernos echaban mano de recursos reservados para otros fines, para invertirlos en propósitos bélicos, y la atención del mundo se dirigía hacia nosotros, a la espera de un choque que parecía inevitable.
La causa de este conflicto era la cuestión de límites, y esta cuestión tenía un juez designado por la libre y espontánea voluntad de ambos países.
La posición de este juez comenzaba a ser desairada, y lo hubiera sido, sin duda, si mientras un representante suyo recorría las cordilleras, y otros estudiaban los alegatos para preparar el fallo, se le hubiera anunciado que los litigantes, despreciando su jurisdicción, se habían lanzado a resolver el pleito en el terreno de las armas. Era evidente que el Gobierno inglés no podía aceptar este papel, y un día, los Ministros ingleses, aquí y en Chile, entregaban al mismo tiempo a las cancillerías, argentina y chilena, una nota verbal que importaba decir en resumen: que tenían encargo de su Gobierno de hacer presente que miraban con sorpresa que, mientras se discutía y estaba sometida a su juicio la cuestión de límites, ambo s países realizaban actos que parecían acusar la intención de apartarse de las soluciones pacíficas, o de no acatar el fallo arbitral.
Esta manifestación significaba que, si ambos países persistían en una política que pudiera llevarlos directamente a la guerra, el Gobierno inglés renunciaría al arbitraje para no verse comprometido en una situación desairada. Ambos Gobiernos tenían que contestar como contestaron, protestando de toda intención belicosa y de su decidida resolución de acatar la decisión arbitral, y sobre la base de estas declaraciones se iniciaron los buenos oficios a efecto de hacerlas efectivas. La iniciativa del desarme fue sólo la solución del buen sentido, que se impuso en el momento supremo a todas las ofuscaciones de la pasión.
Iniciada la gestión, convenido que el árbitro apresuraría el fallo, y encargado éste de su aplicación práctica, era evidente que el aumento que ambos países realizaban en su material de guerra era inútil ya, e importaba un seno gravamen sin objeto práctico inmediato. El desarme se imponía, particularmente en la Armada, que era donde se habían realizado las últimas adquisiciones.
Es absolutamente necesario, para estudiar la negociación sobre el desarme, establecer con verdad y con claridad la situación de ambos Gobiernos con relación a sus escuadras y a sus nuevas adquisiciones en ese momento.
Nuestras últimas adquisiciones habían dado cierta superioridad, no muy importante, a nuestro material de escuadra, sobre el material chileno, con cuyo motivo, nosotros mismos, habíamos declarado urbi et orbi, que nuestra escuadra era superior a la chilena, lo que, a la verdad, no estaba plenamente demostrado , pues el valor relativo de dos armadas no depende sólo de una comparación entre el espesor de coraza o calibre de cañones, ni existe fórmula alguna matemática para establecer la ecuación. Se ha dicho que existía entre ambos Gobiernos un pacto o convenio, por el cual se habían comprometido a no aumentar su material naval. La afirmación no es exacta, pues no ha existido tal pacto. El único antecedente a este respecto, es el siguiente: durante la anterior presidencia de Chile, la prensa dio la noticia de que Chile gestionaba la construcción o adquisición de nuevos barcos, destina dos a aumentar su poder naval.
Con este motivo, nuestro Presidente, en conferencia con el ministro de Chile, le manifestó que si el propósito de su Gobierno era dar a la escuadra chilena superioridad sobre la nuestra, debía desde ya prevenirle que no lo realizaría, pues por cada nuevo barco que adquiriera Chile, el Gobierno argentino adquiriría dos. Esta declaración fue transmitida al Gobierno chileno, y el Presidente Errázuriz autorizó a su Ministro para que manifestara a nuestro Gobierno, que la noticia de nuevas adquisiciones chilenas eran inexactas, y que ese Gobierno no había tenido ni tenía el propósito de aumentar su material naval.
Pasó el tiempo, vino la nueva administración, y el actual Gobierno de Chile adquirió en Inglaterra varios destroyers destinados a defensa de costas, y un crucero , el Chacabaco, tipo 9 de Julio. El pretexto que se dio para estas compras, era que Chile se iba a desprender de dos de sus barcos menores, que se decían vendidos a otras Repúblicas sudamericanas.
Dando por motivo esta compra, nuestro Gobierno celebró con el representante de la casa Ansaldo un contrato para la construcción de dos nuevos acorazados de 8.000 toneladas, que debían ser entregados en muy breve plazo, pagando para ello primas importantes. Esta compra venía a aumentar, en proporción considerable, nuestro poder naval sobre el de Chile. No estaban en manera alguna demostradas, ni la necesidad de esa adquisición, ni su urgencia, si no abrigábamos propósitos hostiles; pero no haré cargo alguno al Gobierno por un acto que mereció la aprobación casi unánime de la opinión, aunque es deber de los gobernantes conservar su serenidad de juicio en medio de las agitaciones populares, y es el Gobierno del general Roca el que menos puede excusar sus errores, alegando exigencias de la opinión pública.
Cuando se contrataron esos dos nuevos acorazados, era elemental prever que Chile no podría resignarse a la inferioridad respecto a poder marítimo en que quedaba.
Nuestra prensa, que en tantas ocasiones ha extraviado la opinión pública con afirmaciones apasionadas y erróneas, había hecho entender que el Gobierno chileno estaba en bancarrota e imposibilitado para continuar en esta lucha de armamentos, cuando la verdad era lo contrario, pues Chile tiene recursos efectivos, en su Fondo de conversión y en otros valor es, superiores a los nuestros, para destinarlos a nuevas adquisiciones, y así pudo responder a nuestra compra, haciendo efectiva nuestra misma amenaza, ordenando la inmediata construcción, en los astilleros ingleses, de dos grandes acorazados de 12.500 toneladas. Nuestro propósito quedó así, no sólo frustrado, sino que habíamos provocado resultados contrarios, pues la armada chilena venía a tener una superioridad evidente sobre la nuestra.
Se inicia entonces la negociación de desarme, y los dos países se hallaban en la siguiente situación: la Argentina en posesión de un material flotante en algo superior al material chileno. Chile con un material en construcción muy superior al material en construcción argentino. Se hicieron entonces varias proposiciones para equilibrar los dos materiales, sobre la base de renuncia a toda nueva adquisición, hasta caer por último en una de las primeras proposiciones, cual era anular todos los contratos en vía de ejecución y quedar ambos países con su material a flote. La observación que Chile hacía a esta proposición, era que, mientras ella renunciaba a dos barcos de 12.500 toneladas, la Argentina sólo renunciaba a dos de 8.000, y que, en cambio, la Argentina quedaba con la superioridad reconocida y confesada de su material flotante. Vino entonces el compromiso de reducir ésta a una discreta equivalencia, como una concesión de equidad que compensara el mayor poder de los barcos a que renunciaba Chile. Se ha deducido de aquí, que Chile puede obligarnos a la venta de alguno de nuestros acorazados. Tal afirmación, no sólo no se deduce de la letra, sino que está en abierta oposición con todos los antecedentes de la negociación.
Entre las varias combinaciones propuestas para disminuir el efectivo de nuestras escuadras, hubo alguna en que se indicó la venta de alguno de los acorazados, proposición que fue rechazada, estableciendo claramente nuestro representante, que la opinión pública, en nuestro país, nunca consentiría en desprenderse de uno de sus nuevos barcos, con lo que la base quedó desechada. Disminuir la armada sólo puede entenderse en el sentido de desarmarla en parte, hasta poner a ambas en pie de paz sobre la base de una discreta equivalencia, que jamás podrá ser absoluta.
Los grandes barcos no son artículos de comercio que puedan venderse en el mercado público; su venta es, no sólo difícil, sino que sería tal vez imposible, con sólo pedir por ellos lo que nos costaron, y hubiera sido ridículo pretender hacer obligatoria una venta en tales condiciones. Es posible que nuestro Gobierno pueda desprenderse de barcos menores, que, aunque representen un valor real, sean relativamente innecesarios; pero esto, no sólo no sería vejatorio, sino que podía tal vez ser ventajoso.
No. Nuestra escuadra actual, si es para nosotros una garantía plena de defensa, no puede representar para nadie una amenaza de agresión ; ella está rodeada y amparada por el sentimiento nacional, y si mañana se reduce y amolda a las exigencias de la paz, será porque así lo exigen intereses nacionales de otro orden, y así, los pactos, no habrán hecho sino anticipar las consecuencias forzosas de la nueva era pacífica que ellos inauguran.
He terminado, mi estimado doctor Gómez, el examen de los pactos, y he fundado el voto favorable que les daré. Antes d e terminar, quiero aplaudir una vez más la brillante peroración con que cerró su conferencia. Usted trazó, en breves rasgos, el triste cuadro de nuestra actualidad política; Gobiernos sin control, pueblo escéptico que se aleja de la vida pública, y demagogos que proclaman la revolución social ; describió la vida nacional como un gran vaso en que las diferentes capas sociales, como líquidos de diferente densidad, se mantienen separados, y pidió al cielo un rayo de luz y de calor que penetre ese vaso y opere la reacción y la combinación, confundiéndolas en una sola unidad homogénea y grandiosa. Y bien, doctor Gómez, mientras un pueblo esté pendiente de una amenaza a su soberanía o la integridad de su suelo; mientras todas sus facultades, todas sus pasiones, estén absorbidas y concentradas en los grandes problemas de seguridad nacional, es inútil pedirle que concentre sus energías a las exigencias de su vida interna. La política de la paz armada mata toda esperanza y toda posibilidad de reacción, y los que la defienden se hacen cómplices involuntarios, pero eficaces, de nuestra actualidad política. El único rayo de luz que puede penetrar en ese vaso de la vida nacional, y operar la reacción salvadora, es la inmensa bendición de la paz, para que, libre de inquietudes y de zozobras, pueda nuestro pueblo concentrar todas sus energías en la obra fecunda de su regeneración política y económica.
Soy su siempre amigo.
CARLOS PELLEGRINI

Fuente: www.fundacionpellegrini.org.ar

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