diciembre 11, 2010

Carta de Carlos Pellegrini al dr. Angel F. Costa (1902)

CARTA AL DR. ÁNGEL FLORO COSTA.
Carlos Pellegrini
[Junio de 1902]

CUESTIONES ECONÓMICAS.
Las producciones del doctor Costa. Verdad con que comienza su último libro. Los empíricos y los científicos. Necesidad de una enquéte. Su facilidad en Europa. Crítica de la propuesta por el doctor Costa y de su proyecto de emisión e impuestos. El proteccionismo industrial y el libre cambio en Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Industrias artificiales y naturales. La industria azucarera en la República. La vinícola. Ventajas obtenidas por su protección y causas de la crisis. Lo que habría pasado sin esa protección. Necesidad de esa protección. Su historia en la República. La ley monetaria de 1899. Su análisis y fundamentos. E1 proyecto de unificación. Antecedentes. Crítica de los argumentos que se le opusieron. Historia y consecuencias de dicho proyecto. Situación sobrevenida por su rechazo. La emisión garantida con hipoteca. El fondo de la pipa.
Buenos Aires, junio de 1902.
Señor doctor don Ángel Floro Costa.
Montevideo.
Mi estimado doctor Costa:
Cumpliendo la promesa que le hice al acusar recibo del ejemplar de su ultimo libro La cuestión económica en las Repúblicas del Plata [1], voy a llenar su deseo estudiando las ideas y planes económicos que usted presenta, y la crítica que hace de varios proyectos y ley es en que cooperé, aprovechando para ello la hospitalidad que me ofrece la ilustrada Dirección de esta revista.
He admirado siempre en usted la constancia, la laboriosidad, la fecundidad con que se ha ocupado de nuestras cuestiones económicas. Hay en las producciones de su inteligencia toda la exuberancia de vida de la vegetación tropical, y sus libros, como al bosque misionero, hay que penetrarlos tronchando lianas y enredaderas, para abrirse una senda y poder descubrir, admirar y aprovechar todas las bellezas y riquezas que encierra.
Como mi exposición tiene que ser breve, para no abusar del espacio que se me brinda, voy a entrar sin más preámbulo a juzgar sus proyectos y críticas económicas.
Empieza usted por afirmar la necesidad de que, en materias económicas, la ciencia prime sobre el empirismo, afirmación que ha podido hacer extensiva a toda otra materia, sin provocar disputa. Encierra, sin duda, una gran verdad y produce buen efecto, encontrarla en las primeras páginas de un libro, porque, si lo que sigue ha de ser de igual mérito, puede uno desde ya prometerse una lectura, por lo menos, sana y provechosa.
Aplicando esta verdad a todos los que nos hemos ocupado en estos mundos de cuestiones económicas, usted nos clasifica y divide en dos categorías netamente determinadas: empíricos y científicos; y haciendo a un lado, desde el primer momento, toda gala de falsa modestia, que estaría fuera de lugar cuando se quiere sinceramente remediar los graves males que nos aquejan, usted declara que los científicos son usted y los que aceptan sus ideas, y los empíricos todos los demás.
Como una consecuencia, usted afirma que la desgracia de estas Repúblicas es no haber tenido un Turgot argentino a uruguayo, para organizar su hacienda y construir los cimientos graníticos de su prosperidad duradera. Admito la verdad de esta afirmación, pero sólo respecto a la República Argentina. La República del Uruguay sería injusta si lanzara igual queja. Verdad es que nadie es profeta en su tierra, y debe ser ésta la explicación de por qué la República Oriental no organiza definitivamente su Hacienda y la asienta sobre bases graníticas, cuando le sería tan fácil hacerlo.
Observo que, con una persistencia que le honra, y que demuestra lo arraigado de sus convicciones, usted vuelve a insistir sobre la necesidad de una enquéte, que propuso hace algunos años en varios artículos publicados en nuestra prensa. Usted asegura que no hay ni puede haber fundamento científico para una solución, si no se apoya en ésta enquéte, y tacha de empíricos a todos los que algo han proyectado a propuesto, sin esa base tan necesaria e imprescindible.
No conozco quien se haya opuesto a declarado innecesarias estas investigaciones, tan usuales en las grandes Naciones, que son nuestros modelos, aunque tan poco resultado práctico hayan dado, pero sí creo que usted está sufriendo una pequeña confusión, y su proyecto de enquéte me revela que usted no se ha dado cuenta exacta del modo, forma y objeto de aquellas grandes investigaciones ejecutivas a parlamentarias.
Ellas exigen, en primer lugar, gran competencia en los que investigan a reúnen datos y antecedentes, en los que, contestan, es decir, en los que deben proporcionar esos datos y antecedentes. Esto es fácil en Europa, donde hay tanto especialista en cualquier materia, donde hay corporaciones a centros para todos los ramos de la actividad social, donde las ciencias, las artes, el comercio y la industria tienen sus órganos autorizados y competentes; pero no es tan fácil entre nosotros, como lo ha demostrado más de una vez nuestra propia experiencia.
Además, una enquéte se refiere siempre a algo limitado y bien definido, lo que es necesario para concretar tanto las preguntas como las respuestas y evitar divagaciones y complicaciones. Así, las últimas investigaciones parlamentarias en Inglaterra han sido: sobre las causas que afectan el comercio exterior de la Inglaterra a sobre la cuestión monetaria en la India. En Francia: sobre el mejor régimen de los alcoholes a sobre el estado de la educación secundaria; y entre nosotros: sobre el estado de nuestra industria agrícola y ganadera, a sobre los efectos de la ley de alcoholes con relación a la industria, al consumo y al fisco. Todas éstas son cuestiones perfectamente definidas y concretas que determina el objeto preciso de la investigación.
Usted se aparta de estas prácticas tan lógicas y tan juiciosas, y nos propone una enquéte que debe abrazar toda la cuestión económica como prenotado de la cuestión de Hacienda y de la solución financiera.
¡Toda la cuestión económica abarca la industria, el comercio, la moneda, el sistema bancario, el régimen económico, las leyes de impuesto y presupuesto, la inmigración, la colonización, las riquezas naturales, la mar y sus arenas!
Usted propone para dirigir esta enquéte un jurado presidido por los generales Roca y Mitre, del que serán miembros natos todos los ex presidentes de la República, y vocales varios ciudadanos distinguidos como el general Gelly y Obes, el general Victorica, etc. Me permitirá que le observe que, como areópago político, esta comisión sería notable e insuperable por la composición; pero como comisión investigadora de cuestiones y problemas económicos, es por lo menos, original.
Su enquéte tiene otras particularidades que hacen dudar sobre su verdadero objetivo. Usted manifiesta que no deben recibirse informaciones y declaraciones orales, como se hacen en otros países, y que deben ceñirse a la forma escrita, para cortarle el revesino a los oradores, mostrando así una evidente parcialidad por los escribidores, que también suelen ser temibles. Pero, las demás bases nos dan la clave de todas estas originalidades y anomalías. Usted agrega que los trabajos, no las declaraciones a informes, deberán presentarse dentro de tres meses, y se asignarán tres premios, de 30.000 pesos y medalla de oro el primero; 10.000 y medalla de plata el segundo, y 5.000 y diploma el tercero.
¡Acabáramos!, lo que usted desea no es una enquéte a investigación como las que se decretan en las grandes Naciones, sino un concurso oficial para la presentación de un especifico a trabajo científico sobre la cuestión económica, y medio de curar la crisis actual, con premios en dinero para los elegidos, que serán adjudicados por un areópago de campanillas, formado por todas las eminencias políticas y militares del país.
Debo confesar que la idea no es de las más científicas, pero también comprendo que no siempre se ha de trabajar para el rey de Prusia, y que es justo que la persistencia y la laboriosidad hallen algún día su recompensa.
Pero, aunque esta enquéte, con premios, no se lleve a cabo, no todo se habrá perdido.
Los empíricos no tendremos, en verdad, base científica en qué apoyarnos, y nos veremos obligados a seguir con nuestro empirismo; pero, felizmente, quedan científicos que no necesitan de estas enquétes para conocer y remediar el mal, y cuando ellos son generosos y desprendidos como usted, doctor Costa, no esperan el premio para ofrecernos el específico de su invención, remedio infalible de todos nuestros males.
Su proyecto destinado a dar una solución científica a nuestra crisis económica, ni ha necesitado una enquéte previa, ni puede ser más sencillo: una emisión de cien millones de billetes inconvertibles y doce impuestos nuevos.
Es usted admirable. En dos capítulos largos, pero sencillos, rien dans les mains, rien dans les poches, nos elimina, sin dolor, esta muela picada que se llama crisis económica y que tanto nos ha molestado.
Y nosotros, pobres empíricos, que creíamos habernos excedido en las emisiones de papel inconvertible, y que este exceso era la. causa de su depreciación, ¡pensar que alguien llegó hasta proponer que se quemara una buena parte, y que ahora resulta que lo que nos hace falta es mucho más papel, y que si éste está depreciado con una circulación de 300 millones, el medio de apreciarlo es agregarle 100.000.000 más! ¡La verdad que sólo a empíricos como nosotros puede ocurrírsenos que la moneda de papel sea como el vino, que cuanto más agua se le agregue más flojo resulta!
En cuanto a los doce impuestos nuevos quo usted propone, sería cuestión de alarmarse, si ya no estuviéramos curados de estas amenazas, y el buen público las ve surgir con cierta indiferencia, sin duda, porque, cuando uno está mojado hasta los huesos, un aguacero más poco empeora el mal.
Debo confesarle, mi estimado doctor Costa, que, a tal punto llegaba mi ignorancia, que hasta hoy había creído que estos dos remedios, que usted nos presenta como última palabra de la ciencia, eran, por el contrario, la fórmula más acabada y precisa del empirismo económico; creía, firmemente, en mi ingenuidad, que las emisiones y la multiplicidad de impuestos eran recursos condenados en absoluto por la ciencia económica, y que no hay ejemplo de que Nación alguna haya recurrido a esos recursos extremos, sino en medio de las angustias de una guerra a de una profunda crisis política.
Permítame que le diga, que, aunque el jurado haya sido designado de antemano por usted, juzgo muy arriesgado que usted presente su proyecto al concurso, pues creo que hasta sus amigos, los Generales, le van a echar bolilla negra.
Entraré ahora a examinar la crítica que usted hace de algunas ideas y proyectos económicos que he patrocinado.
Empieza usted por atribuirme, como primer cargo, el campeonato del proteccionismo industrial, que asegura he aprendido en la escuela del ilustre doctor López. Por lo pronto, la escuela me honra. Ignoro en cuál adquirió usted las ideas económicas que profesa, pero dudo mucho que ofrezca mayores garantías que la del ilustre estadista, que los que nos dedicamos a estudios económicos, entre nosotros, nos honramos en llamar maestro. Esto de atacar el proteccionismo y afectar principios de libre cambio, es una manía de todos los dilettanti, de todos los aficionados a digresiones, informaciones, a floreos económicos, de todos los que se entretienen, entre nosotros, en discutir teorías, sin la más mínima preocupación, sobre los resultados de su aplicación práctica, como lo demuestra el que jamás hayan propuesto la fórmula de aplicación de esas teorías.
Muchas veces me he preguntado, ¿qué es lo que entenderán hoy estos estadistas por libre cambio, en oposición a proteccionismo; de qué manera aplicarían sus teorías a nuestra legislación aduanera, por ejemplo? Lo ignoro, y, probablemente, ellos también.
Permítame ahora, doctor Costa, que le haga esta afirmación y que se la pruebe. No hay en el mundo, hoy día, un solo estadista serio que sea libre-cambista, en el sentido en que aquí entienden esta teoría. Hoy, todas las Naciones son proteccionistas, y diré algo más, siempre lo han sido y tienen fatalmente que serlo para mantener su importancia económica y política. El proteccionismo industrial puede hacerse práctico de muchos maneras, de las cuales, las leyes de aduana son sólo una, aunque, sin duda, la más eficaz, la más generalizada y la más importante. El libre cambio mismo, tal como lo inició Inglaterra, lejos de ser la negación del principio de protección, fue, por el contrario, una forma de protección, la más hábil y la más eficaz que pudo idear el genio económico de Cobden.
Cuando la aplicación del vapor a la industria vino a consagrar la supremacía industrial de la Inglaterra, cuando ya ninguna otra Nación podía producir más barato a mejor que ella, llegó el momento en que la Inglaterra podía desafiar, con ventaja, la competencia del mundo entero, dentro a fuera de su territorio, segura de vencer en la lucha. Era el caballero armado de todas las piezas, que, cubierto de acero, podía, impunemente, chocar con las turbas mal armadas de sus rivales.
Cobden comprendió que, ante el inmenso desarrollo que podía tomar la. industria manufacturera inglesa, haciéndola proveedora del mundo entero, la importancia de la industria agrícola era mínima: que el pan barato significaba el trabajo barato, es decir, el producto barato, y que lo que a la Inglaterra convenía era sacrificar los intereses de sus agricultores para proteger sus enormes intereses industriales; y que podía impunemente abrir sus mercados a todos los productos extranjeros que no podrían competir con los principales productos propios, para inducir a exigir que se abrieran los mercados extranjeros a los productos ingleses. La reforma económica que inició la liga de Manchester, empezó por la libre introducción de cereales y concluyó por el free trade más completo, reformando radicalmente las leyes aduaneras, las de navegación y de comercio. Fue, pues, un movimiento esencial y fundamentalmente protector de la industria inglesa y los maravillosos resultados que produjo, dándole a la Inglaterra la supremacía industrial del mundo, son los que han afirmado el genio económico de Cobden y sus partidarios.
La habilidad de esos estadistas consistió en haber presentado esa reforma, no como un medio de favorecer y extender la industria inglesa, sino como una gran conquista de la ciencia, del progreso y de la libertad aplicable a todas las Naciones. Cobden sabía bien que no bastaba que la Inglaterra fuese partidaria del libre cambio, para que éste diera los resultados apetecidos, y que era indispensable que las demás Naciones proclamaran las nuevas teorías y abrieran sus mercados, para que pudieran penetrar y dominar los productos ingleses, y conseguir esto fue el segundo y gran triunfo de ese eminente estadista.
La única Nación que podía en esa época imitar a la Inglaterra, era la Francia, no sólo por su progreso industrial en general, sino porque había muchos ramos de producción en los que Nación alguna podía luchar con el producto francés. Cobden emprendió entonces la tarea de atraer a la Francia a sus propósitos, y luchando con paciencia y constancia, aprovechando las vinculaciones políticas creadas por la guerra de Crimea, ayudado por economistas franceses, entusiastas por las nuevas teorías, como Chevalier y otros, concluyó por convencer al Emperador, quien se incorporó al movimiento en momento oportuno y ventajoso para la industria francesa. El genio francés, expansivo y propagandista, puso en este caso, como en otros tantos, alas a las nuevas ideas, que se esparcieron por el mundo, seduciendo con su etiqueta libre cambio a escritores y estudiantes. Todos sufrimos allá, en nuestra juventud, esa influencia, y algunos, como usted, doctor Costa, no se han curado aún de la inoculación, a pesar de los numerosos años transcurridos.
Pero, esta teoría, por brillante y seductora que fuera, no alcanzó a seducir a todo el mundo, y estadistas sesudos como lo son los yankees, desconfiaron de los griegos y de sus generosidades, y cerraron su mercado interno al producto inglés, a fin de que pudiera nacer y prosperar la industria propia.
Los entusiastas libre-cambistas han ido año por año decreciendo; todas las grandes Naciones europeas comprendieron que hacían el juego de la Inglaterra en daño propio; la Francia misma, modificada su situación interna por los impuestos que ocasionó la guerra, reaccionó, y la Europa entera, dirigida por sus más grandes estadistas, desde Bismarck y Cavour, hasta Meline y Crispi, se hizo proteccionista, y proteccionistas se hicieron las colonias inglesas, y queda hoy sólo la Inglaterra, quien, perdida ya su posición dominante, se está batiendo en retirada, convencida de que tendrá pronto que proteger en alguna otra forma su industria amenazada.
Todas las Naciones protegen, pues, el trabajo nacional; y no puede ser de otra manera, porque el trabajo es la riqueza y la riqueza es el poder y el engrandecimiento en todos sentidos y en la competencia universal es lógico que cada país trate de asegurar, en primer término, para su industria, su propio mercado interno antes de buscar el mercado ajeno.
La protección, por otra parte, no es un fin, sino un medio. Protección implica debilidad pues sólo se protege a los débiles. Ella debe aplicarse a las industrias necesarias mientras crecen, se desarrollan y no pueden resistir la competencia de otras más antiguas a favorecidas, pero cesa cuando ha conseguido su objeto.
Así, los Estados Unidos, protegiendo su industria metalúrgica, impusieron fuertes derechos sobre los aceros extranjeros para evitar que la Inglaterra viniera a ahogarla en su cuna, pero hoy, que, gracias a esa protección, ha llegado a tal perfección que puede producir la tonelada de acero a un costo de 25 % menor que cualquier otra Nación, ha desaparecido la protección, porque su industria, robusta, no la necesita ya.
Lo mismo ha sucedido entre nosotros. Hasta 1875, los trigos y harinas de Estados Unidos y Chile, que llenaban nuestro mercado, impedían el desarrollo de nuestra agricultura, que, atrasada y desacreditada, no podía luchar con el producto extranjero. Vinieron las leyes que gravaron las harinas y los trigos, y, apenas se sintió protegida y alentada, en pocos años la agricultura se desarrolló y alcanzó la importancia que hoy tiene, favorecida por condiciones excepcionales de tierra y clima. Hoy nadie piensa en protegerla, porque no lo necesita. No hay, pues, estadista que pueda combatir la protección en principio. Las declamaciones contra el proteccionismo en general, que se oyen de vez en cuando, son simples elucubraciones de genios que ni han estudiado, ni han meditado, ni saben a ciencia cierta lo que quieren.
Ahora, que la protección a la industria, como la protección a la infancia, como todas las protecciones, tiene su límite, es una verdad prudhomesca, y es evidente que el abuso de la protección, como todo abuso, tiene que ser perjudicial. Se explica entonces que se discuta el modo, forma y amplitud de esa protección, que haya disidencia sobre cuáles son las industrias que merecen ser protegidas, en qué forma y dentro de qué límites; pero éstas son cuestiones que no pueden ser estudiadas ni discutidas en tesis general, sino detalladamente y en cada caso.
Entre nosotros, donde la frase ha hecho escuela y sirve para suplir la vaciedad del pensamiento, y ahorrar el esfuerzo del estudio, se ha inventado una en esta materia como en tantas otras. Los anti-proteccionistas combaten las industrias artificiales. Esta frase, como todas las demás, no tiene sentido propio, a es más bien un contrasentido, que cada uno la entiende a su modo.
¿Cuáles son industrias artificiales y cuáles son industrias naturales? Se verían, sin duda, en un serio aprieto para determinarlas.
Algunos entienden por industrial naturales aquellas en que el elemento principal de producción es la Naturaleza misma y en que el trabajo del hombre es sólo factor secundario, y comprenden, principalmente, la agricultura y la ganadería. Son, indudablemente, las dos industrias fundamentales, las mamas que dan alimento a toda Nación joven. Pero el período de lactancia de una Nación no puede durar indefinidamente, y la agricultura y la ganadería no pueden bastar para el desarrollo económico de un pueblo que desee alcanzar una posición espectable. Somos, incuestionablemente, hoy, con relación a nuestra población, uno de los pueblos más importantes como ganadero y agricultor, y, sin embargo, es evidente que si no tuviéramos más productos que consumir a exportar que nuestros cereales y despojos animales, y tuviéramos que pedir a la industria ajena todos los demás indispensables para satisfacer nuestras necesidades, nuestra situación económica sería bien pobre y triste.
La ganadería, y especialmente la agricultura, son industrias precarias que, si pueden ofrecer gran abundancia en ciertos años, están expuestas a producir miserias en cualquier momento. Los pueblos exclusivamente agricultores, como ciertas comarcas de la India y de la Rusia, pasan terribles períodos, en que la pérdida de sus cosechas los diezma por hambre. En nuestra corta experiencia, ya varias veces ha tenido que apelarse al auxilio oficial, para procurar a los agricultores hasta la semilla, sin la cual hubieran tenido que perecer a emigrar.
Una Nación, en el concepto moderno, no puede apoyarse exclusivamente en la ganadería y la agricultura, cuyos productos no dependen sólo de la actividad a de la habilidad del hombre, sino, y en gran parte, de la acción caprichosa de la Naturaleza. No hay ni puede haber gran Nación, si no es Nación industrial, que sepa transformar la inteligencia y actividad de su población en valores y en riqueza, por medio de las artes mecánicas. La República Argentina, debe aspirar a ser algo más que la inmensa granja de la Europa, y su verdadero poder no consiste ni consistirá en el número de sus cañones y sus corazas, sino en su poder económico.
Los Estados Unidos tenían sólo un ejército de 25.000 hombres y una escuadra insignificante, pero tenían en potencia todos los ejércitos y las escuadras que fueran necesarios para mantener su prestigio, como lo probaron cuando llegó el momento.
¿Cuáles son, pues, esas industrial artificiales? Ha habido quien critique la protección prestada a grandes industrias, como la azucarera en el Norte, a la vinícola en Cuyo, y difícilmente puede darse industrias más naturales que esas. Veamos lo que hay de justicia en esos ataques. Las provincias del Norte, no pueden, por su clima y su suelo, ser ganaderas, no pueden cultivar cereales; lo único que se puede cultivar allí son productos subtropicales, la caña de azúcar, el tabaco, el arroz, y de éstos, el que ofrece mayores ventajas es la caña, que produce un artículo valiosísimo y de primera necesidad. Proteger y favorecer el desarrollo de esa industria era una necesidad indiscutible, pues ella sola podía dar vida y movimiento a cuatro provincias y aumentar en sumas considerables la riqueza nacional.
La protección vino, pues, y sus efectos fueron tan inmediatos, que, en pocos años, esas provincias presentaron productos elaborados por un valor de más de 30.000.000 de pesos anuales, llenaron todas las necesidades del consumo interno, dieron movimiento y vida a los ferrocarriles y trabajo a 40.000 obreros, el precio del azúcar inferior al que regía cuando no había industria y consumíamos el producto extranjero, y el Tesoro recibió muchos millones por impuestos internos.
Pero llegó un momento en que su misma prosperidad engendró una crisis. El entusiasmo industrial se apoderó de aquellas poblaciones, todos quisieron ser fabricantes a cañeros, y Tucumán, como honrosa excepción en nuestra República, y tal vez en América, vió a su elemento joven y viril abandonar la vida de la ciudad, desdeñar el empleo sedentario sin aliciente y sin porvenir, y dedicarse al trabajo en la tierra a en la usina, formándose allí un poderoso núcleo de grandes industriales y cultivadores argentinos, con capital argentino, que han hecho de esa pequeña provincia una de las más importantes y ricas de la República.
Toda industria próspera está y estará siempre amenazada de un peligro, nacido de su misma prosperidad, y es excederse en la producción, provocando una crisis, que, aunque dolorosa, es, sin embargo, una de las de más fácil curación, pues no afecta las fuentes mismas de la riqueza, y desaparece por la eliminación, ya sea por medios combinados o por selección natural.
Pero esta crisis de la industria azucarera del Norte, no es debida sólo a una imprudencia de aquellos industriales que se excedieron, sino, y en gran parte, a otra causa que la hecho más extensa, generalizándola y afectando todas las industrias que hoy sufren y se ven contenidas en su desarrollo.
E1 proceso económico de una Nación tiene que ser proporcional y armónico en todos sentidos. El crecimiento industrial, sobre todo en aquellos ramos destinados a proveer al consumo interno, tiene que ser proporcional al crecimiento de la población. Si por cualquier razón el crecimiento de la población se detiene, y el progreso industrial continúa, el desequilibrio se produce inmediatamente por exceso de producción. Es eso lo que ha sucedido entre nosotros en el último decenio. Las cuestiones internacionales, la paz armada, las discordias internas, las crisis financiera y monetaria, la funesta teoría de la inmigración espontánea, las calamidades de la Naturaleza, todo contribuyó a detener el aumento de nuestra población en la proporción en que venía creciendo; y, entretanto, la industria continuó su desarrollo, favorecido hasta por la misma depreciación de la moneda, y llegó el momento en que la producción desbordó el consumo, y todo aquello que no pudo encontrar salida al exterior inundó el mercado.
Lo que llevo dicho sobre esta industria azucarera en el Norte, puede aplicarse a la vinícola en Cuyo, una de las industrias más nobles y que encuentra en aquellas provincias uno de los puntos más privilegiados del Oeste para su crecimiento. Sufre, también, a la par de las demás, pero todos estos males son pasajeros; el equilibrio se ha de restablecer y con él renacerá la prosperidad.
Es pues, una ligereza acusar a la protección de haber fomentado estas industrias, cuando ellas son la prueba palpable de los ventajosos resultados del sistema. Que se hayan cometido errores y abusos, es natural y forzoso; todos necesitamos de la experiencia propia, puesto que la ajena nunca aprovecha, y los que nunca se equivocan ni abusan, sólo son los inertes y los impotentes, puesto que no puede haber creado algo imperfecto quien nada ha creado.
Pero hay, además, un problema que ignoro si ustedes se lo han planteado y cómo lo resuelven.
Me inclino a creer que no se han preocupado de él, porque nunca se preocupan de los resultados prácticos de sus teorías, limitándose sólo a criticar los efectos de las teorías ajenas, que les ofrecen alguna basa aparente.
Si no hubiera existido la protección, es evidente que ni la industria azucarera ni la vinícola, ni menos las fabriles, hubieran podido desarrollarse. El vino francés o italiano, el azúcar brasilero a alemán, hubieran inundado la plaza y ahogado toda tentativa. Estaríamos hoy como hace veinticinco años, consumiendo azúcar, vinos y licores, y multitud de artículos extranjeros, es decir, productos por valor de cerca de 100.000.000 de pesos anuales. Estos millones, en vez de figurar, como figuran hoy, en nuestro activo, porque es riqueza producida por nosotros, desaparecerían de allí para pasar a nuestro pasivo, a nuestra deuda con el exterior. ¿Con qué pagaríamos esta deuda? Usted sabe bien que uno de los principios fundamentales, y elementales a la vez, de la ciencia. económica es que los productos sólo se pagan con productos, ¿con qué pagaríamos esos 100.000.000 más de productos ajenos, teniendo al mismo tiempo 100.000.000 menos de productos propios? ¿No ve usted apuntar, con esta simple enunciación, el desequilibrio y la crisis, cien veces más terrible que los que hoy soportamos?
Está muy generalizarla, entre nosotros, la tendencia a sólo dar importancia a los productos de exportación, y medir por ellos, exclusivamente, la riqueza nacional. Hay gente que cree que industria que no exporta no es industria que merezca mencionarse, ignorando que el consumo interno puede ser más importante que el consumo externo, y que en muchas Naciones, los Estados Unidos en primer término, el comercio interior es mucho más importante que el exterior.
Si fuera posible establecer hoy el valor de todos los productos de la industria fabril en la Argentina, se presentarían cifras que dejarían absortos a todos los que participan de sus teorías, pues, comparadas con ellas, resultarían ridículamente insignificantes algunos productos de que el sentimiento general está enamorado, 1legando hasta una verdadera obsesión, como la exportación de hacienda en pie, por ejemplo.
La protección a todas las industrias llamadas a transformar y valorizar las materias primas que produce nuestro suelo, a aquellas que no requieren gran capital y dan empleo a tantos brazos que no pueden emplearse exclusivamente de ganadería a agricultura, es algo más que una conveniencia, es una necesidad, es condición indispensable de prosperidad y de progreso nacional.
En principio, pues, la protección industrial es indiscutible y ya indiscutida, aunque en su aplicación práctica, en las leyes de impuestos u otras, se hayan cometido errores a abusos. Hay que tener en cuenta la manera como se ha aplicado. Fuera de Avellaneda, ninguno de nuestros Presidentes se ha preocupado de la política económica; muy raro es el ministro de Hacienda que la haya tenido propia. La aplicación de las teorías proteccionistas se inició en el Congreso, y fue apoyada contra la propaganda tenaz de la prensa metropolitana por una especie de intuición, más que por un estudio reflexivo de la mayoría. Librada así a la iniciativa parlamentaria, no ha obedecido a un plan determinado, y en muchos casos se ha debido a una votación apresurada de última hora. Pero todo esto no afecta el principio, sino su aplicación, y no puede dar base a un ataque en general, sino en detalle. Es indudable que la protección, para regularizarse y depurarse entre nosotros, necesita que un Dingley a un Mackinley argentino se dedique al estudio detenido de cada industria y cada artículo, y presente su código de aduana, precisa y prolijamente meditado y combinado.
Fuera de estas razones, hay otras que se aplican especialmente a los países cuyo crecimiento y progreso depende, principalmente, de la inmigración. Es evidente que no todos los inmigrantes son agricultores, que hay muchos brazos y de los más inteligentes, que exigen otro género de ocupación que sólo la industria puede ofrecer; es necesario fomentar esa inmigración con seguridades de mayor bienestar, es decir, con mayores salarios, y éstos sólo pueden ofrecerlos las industrias protegidas. Fue eso lo que comprendieron, desde el primer momento, los Estados Unidos, y el pueblo todo aceptó gustoso el gravamen que importaba el proteccionismo, para fomentar esa inmigración de obreros e industriales que han labrado la grandeza actual de la Unión Norteamericana.
Pasemos ahora a otro de los problemas económicos de que usted se ocupa: la ley monetaria últimamente sancionada, que fija un valor legal a nuestro papel moneda; ley que, como era de esperar, usted califica de empírica, y condena severamente en nombre de la ciencia.
Permítame, sin intención ni alcance de ofensa, que le manifieste una profunda convicción que abrigo, y es que usted, como muchos de los que la atacan, ni cuando se votó, ni aun hoy mismo, la han comprendido bien, es decir, no se dieron ni se han dado aún exacta cuenta del problema que se trató de resolver, ni de la eficacia del medio propuesto.
La moneda de curso forzoso era un hecho y un mal indiscutible. Las rápidas y frecuentes oscilaciones eran la amenaza continua del comercio y de la industria; no hay cálculo comercial a industrial posible, cuando la base del cálculo es variable; en una palabra, sufríamos en el más alto grado todos los males conocidos e inherentes a este régimen monetario.
Lo que el comercio y la industria anhelaban en esta situación, ya que la supresión inmediata y radical del curso forzoso era imposible, era que se tratara de contener a limitar, hasta donde fuera posible, esas oscilaciones ruinosas; en una palabra, lo que le interesaba era, no precisamente que el peso papel valiera 100, 50 a 40 centavos oro, sino que cualquier valor que se estableciera tuviera fijeza, es decir, que fuera el mismo hoy, mañana a dentro de un año.
Contener a disminuir las oscilaciones en el valor de la moneda corriente, mientras se reunían los medios de llegar a una conversión definitiva, que haría desaparecer el curso forzoso, lo que sólo podía conseguirse por el trabajo y la economía, como lo afirmé al defender la ley en el Senado, fue, pues, el propósito declarado de la ley monetaria de 1899.
Ahora bien, esa ley ha sido sometida a una doble y decisiva prueba: la práctica y el juicio crítico de las más altas autoridades científicas; y hoy podemos decirlo con satisfacción los que la defendimos contra tantos científicos, que la ciencia y la experiencia han venido a consagrar su excelencia y eficacia.
Lorini, cuya reputación como economista y cuyo valor científico no necesita encomios, porque goza de fama europea, especialista en problemas y cuestiones monetarias, que vino aquí expresamente a estudiar nuestras cuestiones económicas, que ha hecho de nuestro problema monetario el estudio más completo, más prolijo, más científico que jamás se haya intentado, bajo su triple aspecto teórico, histórico y práctico, Lorini, en su última obra, cuya lectura le recomiendo porque le será muy provechosa, declara (pág. 199) : “que la ley 3.871 de 1899, es la primera sanción argentina, que, con sujeción a las verdades teóricas y a las circunstancias ambientes, merece el título de “ley monetaria”; declara que merece su completa aprobación, y agrega que “aun cuando se haya destruido el fondo de conversión, aun cuando hayan vuelto al pago de impuestos al tipo del día, y quede sólo el esqueleto de 44 : 100, ese esqueleto basta, si un ukase no viene a destruirlo para amoldar el nuevo sistema monetario que la Argentina debe necesariamente fundar por su propia economía”; y termina (pág. 209), diciendo: “que, si se salva al menos el principio de esa ley, la República habrá adelantado en el camino que le queda a recorrer, y fuera del cual no hallará salud en materia de buena moneda.”
Como fallo científico, creo que, sin ofender a nadie, puedo oponer éste a todos los que, con más, menos o ninguna competencia, han juzgado esa ley, que usted puede continuar calificando de empírica, si en ello encuentra placer.
Un hombre, por competente y respetado que sea, es falible y su fallo puede ser errado; pero hay otro juez que no se equivoca, al que no se le puede engañar ni confundir, y es el tiempo, en el cual se realiza el ensayo práctico de la verdad teórica. Van tres años que esa ley se ensaya, años de los más peligrosos y difíciles para leyes de esta naturaleza, tres años de crisis comercial e industrial, de pestes, de zozobras y de amenazas de guerra: y bien, ¿qué resultado ha producido la ley? ¿qué dice la experiencia? ¿se ha conseguido, si a no, el propósito de limitar las oscilaciones de la moneda? Dejo a su conciencia y a la de cualquier lector la respuesta.
Esa experiencia ha venido a convertir a casi todos los que de buena fe la combatieron. El comercio y los Bancos, a quienes halagaba la baja, no podían mirar con simpatía una ley que la contenía, y le fueron decididamente contrarios. Pero, cuando experimentaron sus efectos, cuando vieron las oscilaciones contenidas entre muy estrechos límites, fijos y constantes los impuestos de aduana, libres de las zozobras e intranquilidades que esas fluctuaciones les ocasionaban, empezaron entonces a volver de sus primeras impresiones, y hoy toda la banca y casi todo el alto comercio son partidarios decididos de esa ley, cuyos benéficos efectos han experimentado.
En Europa mismo, toda la alta banca y el comercio que tiene relación con nosotros, era contrario al principio de la ley o dudaban de su eficacia: casi toda la prensa la combatió, con exclusión de la revista El Economista Europeo, dirigida por Edmond Therry, que ha tratado con tanta competencia la cuestión monetaria de casi todas las Naciones, y que, desde el primer momento, apoyó nuestra ley y predijo los benéficos resultados de su aplicación. Pues bien cuando dos años más tarde visitaba a esos banqueros, todos ellos declaraban que se habían equivocado y reconocían que era, fuera de duda, la ley económica que había dado mejores y más inmediatos resultados.
Creo que, ante este doble fallo de la ciencia y la experiencia, estoy excusado de entrar a rebatir sus argumentos y reabrir una discusión teórica ya cerrada.
Permítame sí, que proteste contra una herejía económica que usted y algún otro me hacen decir por haber comprendido mal mis argumentos. Tratando una cuestión constitucional, no económica, y probando la facultad del Congreso para fijar un valor al peso papel, dije que esa facultad emanaba de la misma soberanía, que era el soberano quien fijaba el valor legal de la moneda, que era el sello del Estado lo que le daba carácter de moneda, que un disco de metal a una tira de papel impreso, podrían tener a no tener valor intrínseco, pero nunca tendrían valor a función de moneda sin la sanción legal. Por eso, cuando decía que el Estado fijaba el valor relativo de la moneda, dije expresamente valor legal. Usted ha confundido valor legal con valor comercial a de cambio, que son dos cosas distintas. La ley fija el primero, y el mercado el segundo. Nuestra ley, dice: el peso papel vale 44 centavos de peso oro, y ese es el valor legal; y la Bolsa dice: el peso vale hoy 13 centavos, y ese es el valor comercial. Cuatro monedas de cinco francos tienen por la ley francesa el mismo valor legal que una moneda de oro de 20 francos; pero el valor intrínseco y comercial es muy distinto. Hubiera, pues, dicho una herejía, si hubiera sostenido que la ley podía fijar el valor comercial de una moneda a de cualquier otra mercadería; pero, felizmente, no he incurrido en ese desliz.
Usted y otros opositores protestan aun contra el despojo, creen que la ley ha disminuido algún valor real a destruido alguna riqueza. En materia de teorías y verdades económicas, están todavía a principios del siglo XVIII y parecen no haber leído ni siquiera a Adam Smith. Creen que, aumentando a disminuyendo la medida. legal, se aumenta a disminuye la cosa medida, es decir, que si la ley dijera que el metro, en adelante, no tendrá sino 800 milímetros, quedaría disminuida en una quinta parte la extensión territorial de la República, a que si la ley hubiera fijado en 88 centavos oro, en vez de 44, el valor del peso, el país sería más rico.
Todo esto no es serio. Es indudable que hay acreedores a tenedores de papel a quienes les sería muy agradable que su crédito se valorizase por esfuerzo ajeno, hasta que se convirtiera en oro; podrían decir entonces, con verdad, que la fortuna les vino durmiendo; peso dudo mucho que participaran de igual placer los deudores, particulares a Gobierno, que verían convertirse su deuda a papel en deuda en oro. No, como lo afirma con verdad Lorini, ésta es una cuestión de equidad, pues no hay acreedor alguno a papel, hoy, que haya creído a supuesto jamás, de buena fe, que se le pagaría a oro a que tenía un derecho, más o menos remoto, a que se le pagara en oro. Todo eso de bancarrota, falta de fe pública, etc., son simples frases de efecto que sólo revelan, para el lector competente, la falta de razón científica a práctica, a falta de conocimiento en la materia.
En cuanto al Fondo de conversión, que en dos años llegó a la respetable suma de 12.000.000, y que en dos a tres años más hubiera bastado para asegurar la conversión efectiva, ha desaparecido; pero es sólo un accidente previsto ya cuando se votó la ley, y que sólo importa demorar por algunos años la conversión definitiva.. No se puede pedir a un Gobierno, que en esas materias no tiene convicción propia y que obra por sugestión extraña en un sentido u otro, que persista en un pensamiento a propósito y que no destruya hoy lo que hizo ayer; pero, a pesar de eso, hay ciertos actos que son indestructibles por su naturaleza, y entre ellos está la. fijación de un valor en oro al peso papel. Aunque la ley fuera derogada por un ukase, como dice Lorini, el 44:100 renacería algún día, en alguna forma u otra, y, a la verdad, esa derogación sería la prueba final de la bondad de la ley, por los efectos inmediatos que produciría, no sólo en las relaciones comerciales, sino, y especialmente, con relación a la agricultura y ganadería. Concluida su crítica a la ley monetaria del 99, tenía forzosamente que venir en seguida la crítica del proyecto de unificación de deudas externas. Respecto de este proyecto, usted, como tantos otros que lo han atacado, incurre en el mismo error de crítica que cometieron con respecto a la ley monetaria. Lo primero que se debe estudiar al juzgar un acto legislativo, es el objeto que se propone y si ese objeto se considera benéfico y aceptable, si los medios son apropiados y eficaces al fin propuesto.
¿Con qué motivo y con qué propósito se combinó el proyecto de unificación? Parece que usted creyera que proyectos de esa naturaleza son sólo combinaciones de imaginación y habilidad que ocupan los ocios de un Ministro, simples trabajos de aficionado que pueden tener a no sanción, sin modificar, en uno u otro caso, la situación económica.
Esta manera de encarar este proyecto demuestra que no se ha dado cuenta de su objetivo y de su necesidad, que ha quedado evidentemente demostrada por los hechos subsiguientes.
Permítame, pues, que le plantee el problema que había que resolver en una forma u otra. Cuando la actual administración se recibió del Gobierno, una crisis y calamidades repetidas durante diez años habían detenido el progreso económico del país, la paz armada nos había impuesto gastos extraordinarios, que alcanzaban a cerca de 100.000.000, habíamos tenido que liquidar extravagancias pasadas, y la consolidación de las garantías de ferrocarriles y deudas provinciales habían aumentado nuestra deuda externa en otros 100.000.000; habíamos tenido que concluir obras de vital importancia y crecido costo, como el Puerto de la capital, el de Bahía Blanca, y, por último, vencía el plazo de la moratoria y teníamos que atender al servicio de amortización de la deuda. Resultado: un recargo gravoso de impuestos, un presupuesto crecido en el que el servicio de la deuda absorbía el 45 % de la renta, y una deuda flotante exigible a corto plazo de más 60.000.000 de pesos, y, como consecuencia forzosa y manifiesta, un Gobierno agobiado bajo el peso de enormes cargos, condenado a la inmovilidad y a la esterilidad, expuesto en cualquier momento a una bancarrota desastrosa, y el país soportando los efectos de estas angustias financieras.
Había que buscar un medio pare salir de esta situación, porque, aun cuando existe entre nosotros toda una escuela que tiene por lema el dolce farniente, y dejar que obre la Naturaleza, el caso era apurado; había que pagar y no había con qué.
Se propuso el estanco. Como era de suponerse, fue combatido por esa escuela y quedó desechado. El sindicato de banqueros que lo propuso se ha de haber felicitado más de una vez de ese rechazo, y tiene mucho que agradecer a los opositores, pues hechos posteriores han demostrado que había calculado exageradamente el producto del estanco, no había dado a la fabricación clandestina toda la importancia que tenía. Ese sindicato ofrecía al Gobierno 40.000.000 oro, en efectivo, para cancelar toda la deuda flotante, el dinero para el pago de las fábricas que fuera necesario expropiar, y proponían cubrir todas estas sumas con el sólo producido del estanco, ofreciendo vender el alcohol al consumo sobre la base del impuesto de un peso litro que hoy paga.
La oposición venció, el proyecto fue rechazado porque sí, y hubo que buscar otro medio para evitar el naufragio.
Se acudió entonces al más fácil -en apariencia- un empréstito de 30.000.000. Pero, a los que votaron, les pasó lo que al mono de la linterna mágica, no se apercibieron de que no había luz, es decir, crédito, y faltando éste es muy fácil votar empréstitos, pero muy difícil realizarlos. Fracasó también, como tenía que fracasar.
En estas circunstancias se hizo cargo del Ministerio señor Berduc, quien conocía bien la situación financiera, por su actuación en la Cámara de Diputados. Comprendió desde el primer momento que era necesario: 1°, convertir la deuda flotante en deuda a largo plazo, para que un gasto enorme y extraordinario no pesara sobre los recursos de unos cuantos años; 2.°, disminuir el presupuesto de gastos, empezando por la partida de servicio de las deudas, para tener así un exceso de renta, sin aumentar los impuestos, que destinar a obras de progreso nacional.
Era todo un plan de finanzas, perfectamente razonado y calculado. Nadie ha intentado atacarlo o criticarlo, porque no ofrecía flanco alguno a la crítica.
Pero, ¿cómo se realizaba? Esa era la cuestión.
De aquí surgió el proyecto de unificación. La idea no era nueva, ya había sido propuesta por el ministro Romero; pero aquella unificación encerraba y se basaba en una quita, es decir, una quiebra y concordato que la Nación no podía aceptar, y por eso fue combatida, oponiéndosele la idea del pago íntegro pare salvar ileso el crédito nacional.
La realización del proyecto de unificación del ministro Berduc, necesitó un trabajo previo de muchos meses para levantar el crédito argentino hasta el nivel absolutamente necesario para poderlo realizar: reunir un sindicato tan poderoso que asegurase por sí solo el éxito de la operación, y obtener una propuesta firme para convertir la deuda flotante.
Todo esto se consiguió con paciente esfuerzo. El crédito argentino llegó a alturas que jamás había conocido, muy superior al de toda otra República americana. Que este crédito era sólido, y no un simple artificio como aquí se pretendió, lo prueba, no sólo el hecho de que la suba era uniforme en todos los grandes mercados de Europa, sino que el sindicato nos tomaba a firme, desde el primer momento, 5 millones de 4 %, al tipo de 75 %; jamás la República había realizado un empréstito a un tipo parecido. Nuestro presupuesto quedaba reducido, en la sola partida de servicio de deuda, en 5.000.000 de pesos oro en los dos primeros años, y un poco menos en los siguientes; nos quedaban disponibles en Europa, para cualquier eventualidad, 25.000.000 de pesos en títulos de 4 %, y, por último, la Nación realizaba con esta operación, durante el tiempo necesario para su amortización total, una economía a utilidad de cerca de 80.000.000.
Hubiéramos podido, pues, con este plan, vernos libres de esta enorme deuda flotante que aplasta y paraliza toda acción administrativa; hubiéramos podido disponer de 5.000.000 de pesos oro anuales, rebajados al servicio de la deuda para fomentar la inmigración y las grandes empresas de progreso nacional; hubiéramos tenido recursos importantes para cualquier emergencia; hubiéramos, por fin, regularizado radicalmente nuestras finanzas, y todo esto sin aumentar en un solo peso los impuestos y sin tocar el Fondo de conversión, que continuará creciendo.
Todo esto fue destruido por una oposición política y por una cobardía cívica. Los argumentos que entonces se hicieron han quedado hoy en el más pleno ridículo. Los señores Noceti y Aubone, improvisaron unos cálculos fantásticos, que el doctor Terry, en su conferencia, aseguró, con cómica gravedad, haber confrontado y encontrado exactos, y de los cuales resultaba no sé qué cantidad fabulosa de millones perdidos para el país, que el vulgo tradujo por ganados por el sindicato. Se les advirtió entonces que las bases de sus cálculos eran errados, pero fue imposible convencerlos. Hoy los cálculos han sido hechos por las primeras autoridades en materia de contabilidad, dentro y fuera del país; el absurdo de aquellas cifras ha sido demostrado aritméticamente, y ha quedado probado, como lo afirmamos los defensores del plan, que la Nación realizaba en esta operación una gran utilidad. Pero en cambio de ese proyecto rechazado, ¿qué nos han ofrecido los opositores? ¿Cómo han resuelto el problema que pesaba sobre el Tesoro? De ninguna manera, representaban sólo ideas y propósitos negativos, destructores e infecundos.
Han tenido que aumentar los impuestos en sumas considerables, han despojado al Banco de la Nación de parte de su capital, dejándole en cambio un vale, imitando así las operaciones que hicieron célebre al Banco Hipotecario de la Provincia, han distraído y gastado estérilmente el fondo de conversión, han gravado la crisis y dejado el Tesoro y las finanzas de la Nación en peor situación que antes, sin que asome una esperanza de reacción, estando, por el contrario, amenazados de nuevos impuestos, para cubrir el déficit enorme del próximo presupuesto.
Hoy, más que nunca, estoy, pues, convencido de que, al prestar mi apoyo decidido a aquel proyecto, serví los más fundamentales intereses de mi país, y me siento dolorido al. contemplar los ruinosos efectos de su rechazo.
Dije antes que esa oposición había sido puramente política, y esta es la verdad, que tal vez usted ignore, como la mayor parte del público. Conviene explicarla, porque ella ha producido una de las evoluciones políticas más originales que yo conozca.
Los primeros ataques que aparecieron en nuestra prensa contra el plan, fueron debidos, no a lo que consideran malo a ineficaz, sino a todo lo contrario. Lo he oído de boca de uno de los más sagaces y más importantes de los opositores. Él reconocía que ese plan realizado tendría por resultado sanear el estado de las finanzas y crear una situación holgada al Tesoro, lo que importaría afianzar el Gobierno del general Roca, que luchaba bajo el peso de una angustiosa situación financiera. Había allí una razón política confesada por parte de los que buscaban el fracaso de la Presidencia, que los inducía a combatir por todos los medios ese proyecto.
La oposición fue iniciada pues, con un fin puramente político, a medida que adelantaba iba recogiendo prosélitos, ya entre aquellos que atacaban por razones personales, ya entre la masa opositora contraria, por tendencia, a todo acto a plan oficial. Hubo, sin duda, muchos opositores de buena fe, más a menos ingenuos, como el actual ministro de Hacienda, señor Avellaneda, que aún palidece de ira cuando habla de ese funesto plan de unificación, que odia sin saber bien por qué, pues no lo comprendió ni entonces ni después ni ahora.
El venticello aquel de que el sindicato iba a lucrar en sumas fabulosas sumas fabulosas, hizo fácil presa de la muchedumbre, y la situación se fue preparando hasta el punto de hacer posible una manifestación tumultuosa contra el Presidente y los que sosteníamos el proyecto. Conocemos hoy todos detalles de su organización, quién la dirigió, con qué elementos y cómo supieron disfrazarla de manifestación de estudiantes, que, seguramente, no sospechaban el papel que se les hacía desempeñar.
Se produjo así la asonada de julio próximo pasado, en que las turbas populares tomaban parte en la discusión de problemas financieros difíciles de comprender, aun para las clases ilustradas. El hecho no es nuevo ni único, y su absurdidad lo explica la pasión política. Acabamos de presenciar algo parecido en Portugal, pero como allá hay un Gobierno que tiene conciencia de lo que propone, supo hacer respetar el Congreso y hacer comprender a las turbas que ellas no deliberan ni gobiernan, y que las fuerzas policiales han sido creadas para defensa de la paz pública. El motín fue dominado en Lisboa y sancionado el arreglo que ha venido a regularizar las enredadas finanzas de aquel país.
Entre nosotros, sucedió lo contrario. Nuestro Presidente, que va perdiendo con los años todas sus energías, tiene una instintiva y extraña aversión a todo lo que es agitación popular, se intimidó desde el primer momento, dio orden a la policía de abstenerse de toda represión, entregó a la ciudad a todas las depreciaciones de la turba, que si no cometió mayores violencias fue porque la índole nuestro populacho no es anárquica.
El motín continuaba, se extendía y podía llegar a ser verdadero movimiento revolucionario, por simple contagio, y sin que tal hubiera sido la intención de los promotores, y este peligro evidente indujo a varios senadores a increpar al general Roca su actitud y obligarlo a pedir al Congreso la declaración del estado de sitio, que fue el quos ego de aquella borrasca que se calmó por encanto.
Pero el susto había sido mayúsculo y sus efectos han producido una de las evoluciones más curiosas de nuestra vida política.
La oposición había condensado, sin advertirlo, en la unificación, todos sus agravios contra el Gobierno, circunstancia que fue hábilmente aprovechada por el Presidente, pues, con sólo renunciar a un plan financiero, que no era suyo, aparecía dando amplia satisfacción a la oposición y se colocaba con ese golpe en pleno campo enemigo, donde era saludado y aplaudido. De manera que la oposición iniciada, para evitar que la situación del Gobierno se consolidara, fue la que produjo el verdadero afianzamiento de esta presidencia; los cazadores cayeron en la misma trampa que habían preparado, y el general Mitre, olvidando aquello de oprimente y deprimente, tuvo que ofrecerle el brazo al Presidente, reconociendo en éste un justo varón lleno de sanas intenciones, pero desgraciado en su realización, y mal aconsejado por perversos mentores. Un grupo de partidarios del general Mitre aprovecharon estas expansiones y abrazos para meter las manos en los bolsillos del Presidente y sacarle diputaciones y otras prebendas, acto que explicaron como una simple coincidencia.
Pero, en definitiva, la situación creada a nuestras finanzas por el rechazo de la unificación, la absoluta falta de toda idea, plan a propósito para buscar un remedio a la crisis que penetra día a día más hondo, y que ya está produciendo hasta la despoblación de la República, es la prueba irrecusable del tiempo, que revela el error cometido por aquellos que sacrificaron los intereses más fundamentales del país a sus cálculos políticos, y por el Gobierno, que no tuvo ni la conciencia ni le energía de su verdadera misión en el momento difícil y supremo.
Desgraciadamente, aquel error es irreparable, porque el proyecto es hoy irrealizable; se ha destruido la base de confianza y de crédito que le era necesaria, y que fue la obra más benéfica y más recomendable del breve y laborioso ministerio de Berduc.
Nos vemos hoy reducidos, como único plan, a economías y nuevos impuestos, a lo que es lo mismo, inacción y paralización en momentos en que el país necesita despertar todas sus energías, todas sus iniciativas para salir del marasmo que nos paraliza, para que la savia suba por este tronco joven, triste y marchito por el rigor de un largo invierno, reviente y lo cubra nuevamente de hojas y flores que serán mañana óptimo fruto.
Usted trata en el capítulo XI, de su último trabajo, de nuestros impuestos, y, siguiendo una manía ya incurable, califica de empírico todo nuestro sistema rentístico, sin decirnos por qué es empírico, ni mucho menos explicarnos por qué son científicos los nuevos impuestos que usted propone, como el sobre la sal, que funda en el hecho de que es el alimento consubstancial de nuestros cartílagos, razón que podrá ser muy científica, pero cuyo peso y pertinencia, a la verdad, no alcanzo; a el octroi, que no es, sin duda, de lo más nuevo, y que las Naciones que desgraciadamente lo tienen, hacen todos los esfuerzos posibles por abolir; a las capitaciones personales, repudiadas por la ciencia, por su falta de equidad y proporcionalidad; o sobre las rentas del Estado, que importa gravar el crédito propio; a sobre los empleos, lo que sólo importaría una forma alambicada de reducir los sueldos. Por supuesto, que usted no se ha preocupado de lo que produciría todo este rosario de impuestos, cuánto costaría su percepción, porque usted, que vive y habla allá en las regiones de la ciencia pura, no desciende a todos estos detalles, dejando como tarea de empírico eso de calcular producidos y resultados prácticos, aunque muchas veces, lo que parece un buen impuesto, suele ser simplemente un mal negocio para el Estado.
Menos se ha ocupado usted en considerar algo que es fundamental al tratar de nuestro sistema rentístico: las disposiciones de nuestra Constitución en cuanto a las fuentes de renta nacional. Usted confunde, en algunos casos, las rentas nacionales, con las rentas locales de la capital, que están regidas por otras disposiciones, y aun llega hasta cometer errores de detalle debido a esta confusión.
Tratando de la contribución directa de la capital, usted afirma que el valor fijado a la propiedad, gravado en 6 % , debía dar 5.798.000 pesos, en tanto que este rubro sólo figura en el cálculo de recursos con 2.000.000. ¿Cómo se explica la diferencia?, pregunta usted, dando a suponer que hay aquí algún filtraje enorme. El saldo figura en los presupuestos de la Municipalidad y del Consejo Escolar, pues ambas instituciones tienen asignadas, por ley, parte del producido de ese impuesto.
Nuestra Constitución, como consecuencia forzosa de nuestra organización política, restringe mucho las fuentes de renta de la Nación, que, prácticamente, quedan reducidas a los impuestos de aduana; pues todos los demás importan, a la retribución de servicios especiales a son puramente aplicables a la capital a territorios federales. El mismo impuesto interno, sobre algunos artículos de producción nacional, que creamos con el doctor López en 1891, importa una compensación que se relaciona con el impuesto de aduana, pues son las industrias protegidas las gravadas por el impuesto interno para compensar la disminución de la renta aduanera ocasionada por su protección. Esto explica por qué se gravan el azúcar y el vino y no se gravan las harinas.
He dejado para el último su gran panacea: ¡la emisión garantida con hipotecas!
No es posible proponer algo que sea más completa y radicalmente contrario, no sólo a toda idea científica, sino a las exigencias de la situación a que se aplica. Parece una burla decirnos que lo que nos hace falta es más papel, cuando el que tenemos está depreciado enormemente y se está aglomerando sin utilidad y sin empleo en las cajas de los Bancos. Por otra parte, garantir una moneda de papel, es decir, garantir su conversión con hipotecas de bienes raíces, importa simplemente la resurrección de las famosas teorías de Law, siglo y medio después de condenadas, muertas y enterradas. Cómo se explica que usted, que se muestra tan entusiasta admirador de Peel y de su célebre acta creando el departamento de emisión del Banco de Inglaterra, que fue calculada en nuestra ley creando ese departamento en la caja de conversión, bajo las mismas reglas y principios en que se fundó el acta de Peel, ¿cómo ha podido suponer que la moneda fiduciaria, cuando excede de la cantidad indispensable para la circulación diaria, pueda tener otra garantía eficaz que el depósito de su equivalente metálico? ¿Cómo concilia usted lo que dice a este respecto en el capitulo XIV y último, que usted llama el fondo de su pipa, con su proyecto de emisión garantida por hipotecas?
Debo terminar aquí esta ya larga carta. Usted sabe bien, doctor Costa, que, aun cuando el vino haya sido excelente, el que queda en el fondo de la pipa, sobre todo si se ha esperado mucho tiempo sin ser consumido, generalmente no se bebe. Permítame que deje, pues, sin beber su último capítulo, y conserve así el buen paladar que me ha dejado todo el resto de su trabajo, y créame.
Su afectísimo amigo,
CARLOS PELLEGRINI

Fuente: www.fundacionpellegrini.org.ar
[1] La cuestión económica en las Repúblicas del Plata, por Ángel Floro Costa, Montevideo. Publicada bajo los auspicios del Club “Vida Nueva”

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