diciembre 11, 2010

"Cartas Norteamericanas" Carlos Pellegrini (1904)

CARTAS NORTEAMERICANAS [1]
Serie de 6 notas publicadas en esa forma por el diario “La Nación” de Buenos Aires, República Argentina
Carlos Pellegrini
[Noviembre de 1904]

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PRIMERA CARTA
Diario “La Nación”, Edición del 17 de Diciembre de 1904
Hace veinte años desembarcaba en Nueva York y visitaba todos los Estados de la Unión situados entre el Atlántico, los grandes lagos y el Missisipi. He recorrido nuevamente el mismo camino, y, comparando lo que veía con mis recuerdos, he podido palpar y admirar el enorme progreso de esta Nación. Es un coloso en todo el vigor de su primera juventud. Para un argentino que viaja por los Estados Unidos, todo lo que ve y observa provoca inmediatamente un juicio comparativo entre este pueblo y el nuestro. Es que estamos examinando lo que reputamos nuestro modelo: es que nuestro ideal nacional es ser mañana lo que este pueblo es hoy, y ocupar algún día, en el planeta, la situación que él ha conquistado ya; e instintivamente examinamos en todas sus manifestaciones de progreso y de grandeza el medio y forma en que se ha realizado, para fijar la distancia que nos separa aún de nuestro ideal, las causas de nuestro retardo, y los medios y modo de reaccionar, para acercarnos con la mayor rapidez posible al fin anhelado.
Los americanos del Norte atribuyen su admirable progreso a virtudes especiales de la raza sajona. Tendrán tal vez razón si por “virtudes especiales” entienden, no condiciones étnicas superiores, sino simplemente superior y más adelantada educación política. No hay empresa alguna que una raza humana pueda realizar, que no pueda ser realizada igualmente y tal vez con más brillo y perfección, por la raza latina, si se le adiestra para la tarea con la educación necesaria. Es la vieja raza que ha civilizado al mundo, y la historia de la humanidad es la historia de sus esfuerzos y triunfos. Nada indica que haya degenerado. En la formación de esta gran Nación, fácil es establecer qué parte se debe a ventajas naturales, don de la Providencia, y qué parte a esfuerzo humano, mérito propio de su pueblo.
Pedazo alguno de la tierra ha ofrecido jamás a la emigración humana mayores atractivos, mayores elementos, mayores facilidades para fijarse y prosperar. Su proximidad a la vieja Europa, esa colmena que rebosaba y que buscaba nuevos campos para sus nuevos enjambres, la indicaba para recibir esa corriente humana que se derrama sobre su suelo por millones anuales. Sobre una extensa costa marítima, tierras cubiertas de bosques seculares, donde le bastaba al inmigrante una buena hacha para construir su cabaña: la famosa Log-house, fundadora de todas las aldeas y ciudades de la Unión; y un viejo fusil para alimentarse con la caza, variada y abundante. Cuando la familia creció y se alejó de la costa en busca de más tierra, tomó rumbo al Oeste, trepó los Alleghanyss y descubrió ese inmenso y fertilísimo valle del Mississipí, que podía realizar los milagros de Canaán, y que pronto se convirtió en el granero del mundo. Cuando, creciendo y vigorizándose, llegó la hora de su desarrollo industrial, sólo tuvo que encorvarse para recoger carbón y hierro, colocado por la Naturaleza a flor de tierra en cantidades inagotables; y halló minas de oro y de plata y de cobre y de plomo en enorme abundancia, y aceites minerales que brotaban en borbollones de sus pozos, y gases naturales que se escapaban por entre las grietas del suelo, ofreciendo nueva y poderosa energía para mover sus máquinas, y bosques con todas las maderas, y montañas de mármoles y jaspes, y para que circulara tanta riqueza, lagos como mares y ríos como lagos, y dos océanos para que pudiera extender ambos brazos y unir y presidir la unión del Oriente y el Occidente
¿Qué pueblo, en la historia del mundo, ha gozado jamás de tales ventajas? ¿Cómo no habían de ver allí la tierra prometida todos los perseguidos, todos los desheredados de la fortuna del Viejo Mundo, que se sentían con corazón y energía para labrarse, por el propio esfuerzo, un porvenir soñado en horas de miseria y de vigilia? ¿Cómo detener el progreso material de un pueblo cuyo número crecía por millones anuales, de hombres seleccionados, cuyo sólo acto de abandonar la patria y la familia, para lanzarse a tierras desconocidas en busca de fortuna, revelaba por sí sólo condiciones especiales de valor y de energía?.
Pero, si toda esta prodigalidad de la Naturaleza bastaba para dirigir la corriente emigratoria hacia esa virgen tierra y aglomerar allí la muchedumbre humana, no bastaba para formar espontáneamente una sola Nación y un solo pueblo. El Asia derramó también sus enjambres sobre las tierras vírgenes de Europa, pero esos enjambres, al desparramarse, se dividieron en tribus, en razas, en pueblos, que se acometían y se destruían en luchas interminables, y que han formado veinte nacionalidades distintas.
Lo que constituye el mérito innegable, el inmenso triunfo de la raza sajona, es haber sabido reunir todas esas masas heterogéneas, todos esos hombres de distintas razas, idiomas, religión, hábitos y costumbres, desde los franceses del San Lorenzo, los holandeses del Hudson, hasta los españoles del Golfo de Méjico, con más los celtas y tudescos y escandinavos y eslavos y latinos, y fundiendo todo ese material precioso y variado en el inmenso crisol nacional, con la sola virtud y al solo calor de sentimientos de libertad y justicia, hondamente arraigados, formar esa masa homogénea, sólida, templada y riquísima en cualidades, que se llama el pueblo americano, que hoy asombra al mundo con sus energías y sus audacias; que ha creado en un siglo una Nación que ya figura entre las primeras de la tierra y que está destinada a ser -antes que otro siglo termine- el más grande Imperio que el mundo haya conocido.
Si este pueblo ha sido capaz de tan grandioso esfuerzo, lo debe todo a la educación social y política de sus fundadores, a hábitos y costumbres que trajeron, encarnados en su sangre y en sus huesos, desde la vieja patria, que sus descendientes heredaron y cultivaron, y que hoy es el alma vigorosa que anima y gobierna ese colosal organismo.
De la aleación de tantas razas distintas se ha formado ese tipo humano, con caracteres propios perfectamente definidos, que se llama a sí mismo, por soberbia antonomasia, “el Americano”. Es un compuesto de energía, de vigor y de ambición, que podría desbordarse en brutales avances, si no estuviera contenido y dominado por un tradicional y heredado sentimiento de justicia y de respeto por sus derechos de hombres libres, por los que sus antepasados sacrificaron todo: vida, familia y hogar, luchando por la libertad de su conciencia, por sus derechos civiles y políticos, contra la tiranía, el absolutismo y la arbitrariedad, desde el siglo XIII hasta la gran revolución del XVII, cuyos trofeos fueron la Magna Carta, la petición de derechos y el hábeas corpus, que los padres peregrinos trajeron, como sus dioses penates, a la nueva patria, y que, venerados con fe sincera y profunda, engendraron ese monumento de sabiduría política que se llama la “Constitución Americana”, que ha sido el espíritu unificante y el vínculo inquebrantable, que ha presidido el desarrollo y mantenido el equilibrio y la cohesión de esta gran Nación.
Los adelantos materiales que asombran, se deben al go ahead yanqui. Es un febricitante anhelo de progreso, una necesidad vital de ascender, una aspiración constante a sobrepujar, a dominar, a eclipsar todo esfuerzo anterior. El americano pretende que todo lo que él realice debe ser the greatest in the world, lo más grande y admirable que se haya hecho. El triunfo de un americano es to break the record, es decir, superar el mayor esfuerzo anterior, en todo, desde la importancia de sus fábricas, el tamaño de sus edificios, el poder de sus acorazados, la velocidad de sus trenes, la altura de sus monumentos o el arco de sus puentes, hasta sus partidas de base-ball o foot-ball. Es una manía que se ha prestado a la burla de muchos, pero que revela la incansable ambición de un pueblo que se siente con la voluntad, la energía y el vigor bastante para realizarla.
Esta tendencia es colectiva y es individual. No es conocido aquí ese tipo de trabajador filósofo que, apenas ha realizado lo bastante para vivir con relativa comodidad, se retira a gozarlo en paz y tranquilidad. Aquí, quien tiene poco desea mucho, quien tiene mucho procura siempre más y pone, para conseguirlo, un empeño y tenacidad que vence todo obstáculo. Los “multimillonarios” siguen en la brecha haciendo trabajar sus millones, y un Rockefeller con 500.000.000 de dólares preside aún el más colosal de los trust, el de los aceites. Si algún millonario desea retirarse de ese campo de batalla y descansar sobre sus laureles de oro, tiene que alejarse de la fragua, atravesar el Océano y buscar un asilo en la vieja patria.
Hay que rendir a este pueblo todo el tributo de admiración que impone, y reconocer que ningún otro hizo más en menos tiempo. ¿Importa esto declararlo un sol sin manchas? Seguramente, no. Todo el que estudia imparcialmente a esta gran Nación, descubre fácilmente las sombras del cuadro. Provienen, en su mayor parte, de que, impunemente, no se surge a la grandeza de la noche a la mañana. Este pueblo se ha engrandecido y se ha hecho poderoso con excesiva rapidez, y aun no tiene el hábito perfecto ni la tranquila posesión de su propia grandeza.
Algunos de sus neomillonarios suelen fastidiar con la continua y vanidosa ostentación de sus millones, con su vulgar manía de reducirlo todo a valor monetario, con la ingenua pretensión de poder comprarlo todo, desde la histórica “Corona de Hierro”, ofreciendo en cambio una de oro, hasta los “Arcos de Triunfo”. Esto es debido a falta de mundo y de experiencia. Sus hijos o nietos habrán perdido esos defectos incómodos; sabrán por experiencia que el dinero puede mucho, pero no lo puede todo; que es necesario, pero como auxiliar; que no todas las grandezas se miden por su dimensión, y que, generalmente, las condiciones morales e intelectuales son las que imponen mayor consideración y respeto.
Es indudable que una Nación necesita, para ser plenamente respetada, su big-stick; pero, si es prudente tenerlo a mano, no es de buen gusto, ni conveniente, esgrimirlo por cualquier motivo ante los otros pueblos. Es necesario tener la conciencia de que nadie duda de su existencia y eficacia, y contentarse con eso. Pero todo esto vendrá con el tiempo, y brevemente. La inmensa mole sale ahora del molde y se ha impuesto ya a la admiración del mundo. El tiempo y el arte le darán los toques finales.
CARLOS PELLEGRINI

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SEGUNDA CARTA
Diario “La Nación”, Edición del 19 de Diciembre de 1904
Las manifestaciones visibles de enorme progreso, se contemplan desde que se pisa tierra en Nueva York. En 1883, cuando la visité, la edificación llegaba hasta Central Park, es decir, ocupaba sólo la mitad de la isla de Manhattan, y su población era, según el último censo de 1880, de 1.200.000 habitantes. Hoy, la edificación no sólo cubre toda la isla, sino que, cruzando el Harlem y el East River, ha invadido los barrios del Bronx, Long Island, Queens, Richmond, etc., formando el Greater New York, con una población, según el censo de 1900, de 3.437.000 habitantes.
Es la primera ciudad americana y la segunda del mundo, en población y en importancia económica, pues sólo cede el primer puesto a Londres. Si la proporción en que ha crecido en los últimos treinta años se mantiene por algún tiempo, será la más grande ciudad que exista o haya existido.
El valor total de su propiedad raíz se estima hoy en 4.800 millones de dólares, y el valor de la tierra ha alcanzado, en ciertos puntos de Broadway, en la parte comercial, a 270 dólares el pie cuadrado. Donde se nota sobre todo el progreso, es en la transformación que se está operando en la arquitectura general. Puede decirse que Nueva York se está reedificando. La antigua ciudad de estilo inglés, frentes lisos de ladrillo rojo, de tres o cuatro pisos, con baranda y pequeño estrado sobre la calle, va desapareciendo. Para el comercio y hoteles se levantan esas enormes construcciones - los flat iron buildings- ideados por un joven ingeniero que ha logrado en breve tiempo notoriedad y fortuna. Sobre pilares y tirantes de acero, se levanta el esqueleto del monstruo de quince, veinte o treinta pisos. Terminado el armazón, se llenan las divisiones interiores con ladrillo hueco y se cierran los frentes con piedra o con grandes vitraux, lo que permite darles cierto aspecto artístico que atenúa la brutalidad de la mole. Queda así el edificio terminado y listo para alojar a cinco, diez y hasta doce mil personas.
En la 3ª Avenida, la gran calle aristocrática, orgullo de Nueva York, la transformación es en el sentido artístico. Allí construyen sus palacios los millonarios, y allí triunfa visiblemente la influencia del arte latino en sus hermosos frentes de piedra o de mármol. El interior es lujoso hasta el exceso, y los grandes hoteles, los primeros del mundo como capacidad, lo son también como lujo de decorado y comodidades interiores, y podrían considerarse como los mejores, si el servicio no dejara tanto que desear.
Los antiguos troles, los postes y alambres de telégrafos y teléfonos, que se cruzaban por millares, afeando la vista, todo ha desaparecido, y, a un costo de 35.000.000 de dólares, han sido ocultados bajo el suelo. Quedan sólo en pie esos horribles trenes elevados, rápidos y cómodos para el pasajero, pero que hacen casi inhabitables las avenidas que ocupan, no sólo porque las obscurecen y afean, sino por el ruido ensordecedor que causan los centenares de trenes que se suceden desde las primeras horas de la mañana hasta tarde de la noche. Todas las avenidas y la mayor parte de las calles transversales tienen sus tranvías eléctricos, y el tráfico en éstos y los elevados, aunque enorme, no ha bastado para las necesidades de la población, y, para satisfacerlas, la municipalidad ha hecho construir, a un costo de 37.000.000 de dólares, un ferrocarril eléctrico subterráneo de cuatro vías, que recorre por los costados Este y Oeste toda la ciudad, de Norte a Sur, y que, prolongándose por bajo del Harlem, llegará al Broux. Ha sido arrendado a la misma compañía, dueña de los elevados, por un alquiler igual al interés de los empréstitos contraídos para construirlos, e inaugurado recientemente, transportó, el primer día que se abrió al público, 300.000 pasajeros. Verdad que en Nueva York, todo el que no anda en coche propio, viaja encar eléctrico, elevado o subterráneo. El coche de plaza es muy escaso y sólo se encuentra a la puerta de los hoteles o clubs. Son excelentes, pero caros: un dólar el viaje, y dos o tres dólares por hora.
Nueva York es la primera ciudad comercial, pues más de un 50 % del comercio exterior de la Unión se hace por su puerto, donde desembarcan las cuatro quintas partes de los inmigrantes. Es, además, el centro financiero, y Wall Street gobierna el mercado monetario americano. El tráfico y movimiento en el extremo Sur, a pesar de lo espacioso de sus calles y avenidas, sólo puede compararse con el centro de la City en Londres, en las horas de mayor movimiento.
Quien entienda, sin embargo, que en esta gran metrópoli comercial e industrial todo lo absorben los afanes de la especulación y el lucro, se equivoca. Nueva York es también la gran metrópoli social que sólo comparte con Washington en alta cultura. Es una de las ciudades del mundo que cuenta mayor número de iglesias -560- de las cuales, una quinta parte son católicas, y entre éstas, la hermosa catedral gótica de San Patricio, en la 5 ª Avenida. Los domingos, en que el descanso se observa con todo rigor, la ciudad parece abandonada; pero todos los templos rebosan en la hora de los oficios.
Hay en esta ciudad 350 bibliotecas públicas, desde el colosal edificio de mármol blanco que se construye en la 5 ª Avenida, hasta la pequeña biblioteca de barrio. La casi totalidad se debe a donativos particulares, entre los cuales se distinguen el legado de Samuel J. Tilden en 1886, de 2.500.000 dólares, y la reciente donación de Carnegie de 5.000.000.
La extensión y organización del sistema escolar en el estado de Nueva York, se reputa el más perfecto de la Unión, y a sus grandes universidades e institutos científicos, manejados por corporaciones, acuden 6.000 estudiantes, que profundizan todos los ramos del saber humano.
A pesar de ser un centro industrial, Nueva York está libre de esa maldición que pesa sobre todas las demás ciudades industriales de la Unión, el humo. Ha prohibido, dentro de la isla de Manhattan, el uso de ese carbón bituminoso, preferido por las industrias por lo barato, y que en los días de calma envuelve a otras ciudades como Chicago, San Luis, Pittsburg, etc., en una espesa atmósfera negra y grasienta, pegajosa y apenas respirable, que todo lo ennegrece y ensucia, haciendo inútil todo esfuerzo por el aseo urbano. Gracias a esa prohibición radical, Nueva York goza del azul de su cielo, y sus anchas calles y avenidas se inundan de aire y luz, a pesar de la enorme altura de algunos edificios. Su gran parque, colocado en el centro de la ciudad, es una maravilla, no sólo por la natural belleza de su suelo accidentado, de sus árboles seculares, sus pelouses y prados, riachos y lagos, sino por lo admirablemente cuidado. Tiene una extensión de 32 hectáreas y costó originariamente su trazado 15.000.000 de dólares. La verdad es que lo que distingue a todas las ciudades norteamericanas, lo que es un encanto para el viajero, son sus espléndidos y enormes parques, como no los tienen mejores ninguna de las grandes capitales de Europa: Búffalo, con sus grandes avenidas sombreadas, que conducen al parque donde se celebró la anterior Exposición; Detroit, que ha convertido una gran isla, frente a la ciudad, en hermosísimo paseo; Chicago, flanqueado a ambos lados por enormes parques unidos por una hermosa avenida que cruza por todo el frente de la ciudad y orilla del lago, y, sobre todas, Washington, la ciudad de los bosques y parques.
La 5ª Avenida es la calle Florida de Nueva York, más ancha que nuestra Avenida de Mayo, y sin árboles. Broadway, la arteria comercial, es de mucho mayor tráfico.
De noche es un espectáculo. El alumbrado público no es famoso en los Estados Unidos, pero en las grandes ciudades, las calles comerciales como Broadway, en Nueva York, o State Street, en Chicago, están fantásticamente iluminadas por los anuncios con luz eléctrica de todas las tiendas, restaurants y teatros: avisos en todas formas y colores, cinematógrafos, proyecciones, y, por último, grandes cuadros donde se escribe con letras de luz y se conversa con el público, pregonando la bondad de algún producto; mecanismo curioso, ingenioso y sencillo, que supongo habrá llegado ya a Buenos Aires. La 5ª Avenida es más aristocrática desde su intersección con Broadway. Hacia el Norte están las grandes tiendas de lujo, multitud de exposiciones artísticas y marchands de tableaux, donde triunfa la escuela francesa y pueden admirarse los mejores cuadros de sus más afamados artistas, prueba palpable de que este pueblo, ya rico y educado, ha entrado de lleno en su evolución artística; numerosas pequeñas tiendas de anticuarios -L'antique es la pasión del día entre millonarios; grandes hoteles, como el St. Regís, con su desborde de lujo decorativo, o el Astoria, preferido por los elegantes, y que, como el Ritz en París, o el Carlston, en Londres, reúnen en sus lujosos restaurants a todo el smart set: los grandes clubs, con edificios propios, vastísimos y lujosos, entre los que se distinguen el Union Club, 1.900 miembros, republicano, político y social, fundado por los unionistas, cuando la guerra de secesión; el University Club, 3.000 socios, donde todos deben haber sido graduados en alguna Universidad; el Metropolitano, de los millonarios, donde se necesita tener, por lo menos, un modesto millón para presentarse, y cien otros. Nosotros, y con razón, estamos satisfechos con nuestro Jockey Club, que puede sostener la comparación con estos grandes centros sociales, a pesar de ser los edificios aquí más grandes, más lujosos, mejor y más artísticamente decorados (aseguran que el University Club ha invertido en cuadros y mármoles 700.000 dólares). El norteamericano, como el inglés, hace vida de club y pasa sus noches y aun parte de sus días en esos centros. Los hay comerciales, industriales, políticos, artísticos o simplemente sociales.
Una parte de la población cosmopolita de Nueva York se ha concentrado en agrupaciones de distintas nacionalidades, entre las que se distinguen especialmente los italianos y los chinos, probablemente debido a la más radical diferencia en raza, idioma, costumbres y religión, comparada con la masa de la población anglosajona, celta y tudesca. El Italian town y China town, ocupan barrios al Sur, en la parte comercial de la ciudad. Atravesando el barrio italiano, se atraviesa una ciudad de Nápoles o Sicilia, o algunos barrios de Buenos Aires. La clase de comercio y de industriad, la tonada nasal, los enjambres de pilluelos (mejor vestidos que los nuestros), todo nos recuerda y nos reproduce escenas de la Boca. Me aseguraba el guía que nacían diariamente más americanitos en el barrio italiano que en todo el resto de la ciudad. Viven en este barrio más de 100.000 italianos.
El China town es una de las curiosidades de Nueva York. Es un barrio de Pekín o Cantón transportado íntegro. La población, restaurants, teatros, templos, el comercio y todos los artículos en venta, son chinos. En sus restaurants os sirven, en pequeñísimos platos de porcelana, aletas de tiburón, nidos de golondrina y una especie de fideos, todo mezclado con dulces y golosinas. En los teatros, una orquesta de cobres y gongs acompaña el canto o los gritos de dos o más artistas, que se disputan durante una hora, y se sientan para ceder su lugar a otra pareja, que renueva los dúos interminables de algún Wagner chino. Cada noche, de ocho a once, sólo se desarrolla un acto o un cuadro del drama, que dura quince días o un mes, cuyo argumento es, generalmente, la vida y aventuras de algún héroe o heroína. Se pueden visitar sus templos, que son, al mismo tiempo, casas de negocios de los sacerdotes, que venden toda clase de objetos benditos, ante la inmóvil presencia de un monstruo en cuclillas, adornado de infinidad de pequeños objetos de marfil y plata, ofrendas y promesas de los fieles. Ahí se consulta el oráculo y se dice la buena ventura por medio de pequeñas fichas de marfil. En los bazares se obtienen todos los variados y curiosísimos productos del arte chino. Es un pueblo apasionado por el juego, y aunque vigilados por la policía, el guía os señala multitud de casas en cuyo interior se entregan al juego de las treinta y seis bestias, padre de la ruleta, y al vicio embrutecedor del opio. Se calcula que habitan en este barrio como 10.000 chinos.
Las demás grandes ciudades de la Unión imponen, pero no seducen. Son, sobre todo y ante todo, ciudades industriales, y la conveniencia industrial prima sobre toda otra consideración. En Chicago, las chimeneas de sus fábricas de acero, surgen en el centro mismo de la ciudad, y la grande y famosa fábrica de locomotoras de Baldwin ocupa cuatro manzanas en el centro de la ciudad de Filadelfia, la tercera ciudad de la Unión. Todas estas grandes fábricas queman el carbón bituminoso, mucho más barato que la antracita de Pensylvania, y en esa atmósfera sucia, espesa y pegajosa, hay que renunciar a todo aseo exterior.
Chicago es una inmensa usina, el centro de mayor movimiento de trenes y de vapores de los lagos: su crecimiento es prodigioso, y su empeñoso esfuerzo por mayor cultura es visible en sus museos, universidades y colegios. Su State Street, principal avenida, ostenta las tiendas más grandes y lujosas de la Unión; pero, sobre todo, domina el ruido y el humo de la fragua y la atmósfera del Packing Town, donde funcionan los colosales mataderos que abastecen de carne a una gran parte de la Unión y nos disputan el mercado inglés. Posee establecimientos industriales que son pequeñas ciudades, como la fábrica de carruajes de ferrocarril de Pullman, o la Harvester Co., la más enorme fábrica de máquinas e instrumentos agrícolas que existe, y, sobre todo, la fundición de acero, el Illinois Steel Co., con parte de sus hornos situados en el centro de la ciudad, y que ocupa 10.000 obreros.
Chicago es la ciudad cosmopolita por excelencia, aún más que Nueva York, que es el puerto de entrada de la corriente inmigratoria. Según el último censo de 1900, su población se componía de 350.000 americanos nativos, más 600.000 alemanes, 250.000 irlandeses, 190.000 ingleses y escoceses, 180.000 escandinavos, 100.000 polacos y rusos, 90.000 bohemios y 30.000 italianos. Se publican diarios en diez idiomas y se habla, por agrupaciones de más de 10.000 personas, catorce idiomas distintos.
De esos hombres, nacidos en suelo extraño, hay que recordarlo como lección para nosotros, un 80 % son ciudadanos americanos naturalizados, cuyo sentimiento nacional en nada le cede al de los nativos. Son sus votos los que acaban de dar el triunfo al programa imperialista del partido republicano.
Entretanto, ¿cuándo cruzó por la mente de esos millares de alemanes, ingleses, franceses, italianos o españoles, arraigados hace años en nuestro país, donde han formado fortuna, hogar y familia argentina, vincularse definitivamente a nosotros y hacerse ciudadanos argentinos? ¡Nunca! Algo más. Si alguien se resolviera a cumplir con ese deber para con su nueva patria, incurriría en la reprobación y menosprecio de sus compatriotas.
Es un hecho humillante para nosotros, y, sin embargo, no tenemos tal vez derecho de reprocharles su ingratitud y su egoísmo; porque, al fin, ¿qué ganarían con hacerse ciudadanos argentinos? ¿Derechos civiles? Los gozan todos. ¿Garantías? Las tienen mayores como extranjeros, porque, en caso de tropelía, tienen un recurso por ante sus legaciones. ¿Derechos políticos? Pero, ¿qué aliciente puede ofrecerles, ni qué esperanza pueden tener de ejercerlos útilmente en un país donde no existe, en la práctica, el sufragio libre, y donde los mismos nativos no votan, porque no se les permite votar o porque su voto no es respetado? Entretanto, un país de inmigración, donde el inmigrante se conserva extranjero, es un país que tiene que ser debilitado en su sentimiento nacional, que es lo que da vigor y nervio a un gran pueblo.
Volvamos a Chicago, para despedirnos de esta ciudad típica americana que refleja el enorme progreso de este pueblo. Tiene apenas cincuenta años de existencia, edificada sobre un pantano que hubo que rellenar en más de dos metros, y arrasados por un incendio sus edificios primitivos de madera, resurgieron de piedra, y tiene hoy 1.700.000 habitantes, un comercio de 2.000.000.000 de dólares y fábricas que producen por valor de novecientos millones de dólares al año; universidades, colegios, espléndidas bibliotecas, museos de arte e historia, fundados y sostenidos por la munificencia de sus millonarios.
Las demás ciudades del Oeste son pequeños Chicagos, lo que hace monótona su descripción, y las pasaremos por alto para detenernos en Washington, la metrópoli oficial y social de la Unión. No es ciudad industrial, lo que la libra de la incómoda vecindad de las fábricas. Trazada a piacere, sus calles y avenidas semejan una rueda puesta sobre un damero; los cuadros del damero los forman calles anchas y bien pavimentadas, y los rayos de la rueda son las grandes avenidas bordeadas de árboles traídos del bosque vecino, cuyas copas llegan ya a unirse, formando una bóveda de verdura. El eje es el famoso Capitolio, que, comenzado cuando la Unión no era mucho mayor que lo que es la Argentina hoy, fue trazado desde el principio en sus actuales dimensiones, demostrando así que este pueblo tuvo siempre la íntima conciencia de su futura grandeza. Se terminó a los treinta años, con un costo de 16 millones de dólares, hoy aloja a la Cámara de Diputados, el Senado y la Suprema Corte de una Nación de cerca de 80 millones de habitantes.
Washington será una de las ciudades más hermosas del mundo, pues tiene para ello todo lo que puede desearse. Su trazado es perfecto, está situada en un pedazo de tierra privilegiada, en el corazón del primitivo bosque americano, con sus árboles seculares, suelo sinuoso, atravesado por corrientes cristalinas, y teniendo por marco el pintoresco Potomac. Todo el trabajo del hombre se reduce a trazar y conservar los caminos y construir puentes, y se tiene el parque más vasto y más hermoso de los Estados Unidos, lo que importa decir del mundo. El Congreso se muestra pródigo para el embellecimiento de la ciudad, y los grandes edificios construidos, en construcción o proyectados, harán de ella la ciudad de los grandes palacios. Sus millonarios, sobre todo, cuando alcanzan el honor de ocupar una banca en el Senado, que es su gran aspiración, se sienten obligados a construir sus hoteles, que rivalizan entre sí en importancia y lujo arquitectónico. Al hablar de los grandes edificios públicos de Washington, hay que hacer una mención especial de la biblioteca del Congreso, vasto edificio de piedra, estilo Renacimiento italiano. El interior es suntuosamente decorado con mármoles de color, mosaicos, pinturas y esculturas. Forma cuatro grandes cuerpos y una vasta cúpula central dorada, bajo la cual hay una soberbia sala de lectura. Contiene ya 1.100.000 volúmenes, 100.000 manuscritos, 360.000 piezas de música y 70.000 mapas. Ha costado más de 6.000.000 de dólares. Debe también mencionarse el gran Museo Nacional -Smithsonian Institution- la oficina de patentes, el más colosal museo industrial, donde se depositan los modelos de todos los inventos, donde se puede seguir la historia del desarrollo de la maquinaria moderna en sus infinitas aplicaciones, y admirar la inagotable iniciativa americana; el edificio ocupado por la oficina de pensiones, que hace honor, por sus enormes dimensiones, a la enorme partida del presupuesto que le está asignada; y, por último, la tesorería y ministerios que rodean la Casa Blanca. Sólo ésta recuerda la modestia de los primeros tiempos y se conserva tal como la inauguró el Presidente Adams, en 1800. Es un edificio de dos pisos, de piedra pintada de blanco, con un sencillo pórtico, estilo jónico, rodeado todo de un hermoso parque. Es la casa privada del Presidente, y el público sólo puede visitar los grandes salones de recepción. Últimamente, el Presidente McKinley, hizo agregar una nueva ala frente a los ministerios del Interior y Guerra, que nada aumenta la belleza de la mansión, y la destinó a despacho oficial del Presidente. Se proyectan grandes obras y mejoras, entre otras, la expropiación de todos los terrenos sobre el costado Sur de la Avenida Pennsylvania, que va desde el Capitolio hasta la Casa Blanca, para destinarlo todo a jardines y edificios públicos, uno de los cuales ya está construido, la casa de correos, y se construye la casa municipal.
El Gobierno municipal de la capital corresponde al Presidente y al Congreso, y los servicios comunales están confiados, por una ley, a tres comisionados ejecutivos que proyectan todos los impuestos y presupuestos, los que son votados por el Congreso. Cada Cámara tiene una comisión especial encargada de los asuntos del distrito federal de Colombia. Las rentas municipales alcanzan a más de 5.000.000 de dólares, y el Congreso agrega otra suma igual de la renta nacional; de manera que el presupuesto municipal de esta pequeña ciudad de 300.000 habitantes, alcanza a más de 11 millones de dólares, en cuya suma van incluidas, naturalmente, las obras públicas. Washington no es sólo la metrópoli política, sino también la social de la Unión. A una hora de Baltimore, tres de Filadelfia, cinco de Nueva York, reúne durante todo el período de sesiones a los hombres políticos y sus familias, con un gran cuerpo diplomático y todo el personal oficial; durante los meses de invierno y primavera, es centro de permanente actividad social. Los millonarios de todos los Estados, especialmente del Oeste, se hacen un deber en edificar allí sus palacios. Con los primeros anuncios de verano, esa sociedad se dispersa, pues Washington goza en verano una temperatura tropical, mientras que en invierno se puede patinar y andar en trineos sobre el hielo de sus lagos o la nieve de sus paseos. En aquella estación, la sociedad y cuerpo diplomático buscan las orillas del Atlántico, Newport o Atlantic City; el Presidente y Ministros se retiran a sus casas de campo, el Congreso entra en receso y queda la administración confiada a sus secretarios y jefes de oficina, y la ciudad librada a los empleados y a su población de color, a quien la temperatura no ofende. En esta ciudad, con una población de 300.000 habitantes, hay más de 90.000 negros. No obstante esta enorme proporción, se puede observar algo que revela la profunda separación de las dos razas, a pesar de vivir en la mayor armonía aparente: el número de mulatos es sumamente escaso y sólo se les ve por excepción. En San Luis visité detenidamente la gran Exposición. Hay entre San Luis y Chicago, como entre otras ciudades de la Unión, una rivalidad profunda. Chicago había realizado una exposición y era necesario que San Luis realizara otra mayor. La ocasión se presentaba, pues había que celebrar el centenario del más grande acto político de Jefferson, la compra a Napoleón, por un plato de lentejas, del inmenso territorio de la Louisiana, que consagró la unidad de la gran Unión, le abrió el camino hasta el Pacífico y le dio el dominio casi absoluto de todo el Continente. La exposición fue decretada y se resolvió que sería the greatest in theworld, y la más grande exposición habida ha sido, en cuanto al área y magnitud de edificios. El esfuerzo ha sido enorme y ha costado más de 30 millones de dólares.
El primer gran premio de honor ha debido acordarse a los que trazaron el plano de la exposición y a los arquitectos, la mayor parte americanos, que proyectaron los edificios, notables por su belleza arquitectónica en sus enormes dimensiones. Ellos eran dignos de recibir y exponer a la admiración pública todas las obras más perfectas del arte, industria o ingenio humano, y en este respecto, la exposición ha sido, no sólo la más grande, sino la más hermosa de las habidas hasta hoy. Por la noche, su iluminación era absolutamente fantástica. Desde la cumbre de la torre de la telegrafía sin hilos, sistema Forest, de 200 metros de altura, la vista de todos estos palacios y jardines, cubiertos de centenares de millares de luces eléctricas, que cambiaban continuamente de color, rojo, blanco y azul, colores de la bandera de los stars and stripes, ofrecía un espectáculo difícil de olvidar.
Desgraciadamente, el concurso público y mundial no respondió al gran esfuerzo. Los grandes industriales de todo el mundo empiezan a renunciar a las exposiciones, porque el provecho no responde al sacrificio, pues su propaganda se hace hoy por tantos medios y con tanta facilidad, que todos los productos de la gran industria son universalmente conocidos. Se notaba fácilmente que todas las Naciones habían aceptado la invitación por cortesía, y habían enviado apenas lo bastante como para no hacer un papel desairado. Sólo el Japón hizo un despliegue admirable de todas sus industrias y de su arte original. Concurrió en todas las secciones, y era la nota saliente. En cuanto a nosotros, lo exhibido está bien lejos de dar una idea de nuestro progreso industrial, pero, felizmente, ese poco había sido confiado a un grupo de argentinos que supieron suplir la deficiencia y la escasez de recursos con una contracción y un celo que salvaron el crédito nacional. A la comisión argentina debemos, pues, el triunfo relativo, industrial y artístico que hemos conseguido.
La Exposición no ha sido un éxito como resultado general, ni podía serlo. Para estos cuadros se necesita un gran marco. Una exposición en París o Londres, tiene como marco esas grandes capitales. San Luis es una gran ciudad industrial sin atractivo alguno, y el infeliz extranjero que visitaba la Unión, después de recorrer, durante tres o cuatro horas, esos inmensos palacios y jardines, necesitaba reposo y le sobraban veinte horas cada día, sin tener en qué emplearlas. Las distancias eran enormes: del centro de la ciudad a la exposición, había dos leguas; los medios de locomoción escasos y la vida en general ridículamente cara.
La inmensa mayoría de los visitantes eran americanos venidos de todos los Estados, y para esos millones de visitantes la exposición ha tenido una verdadera utilidad, pues ha sido una lección práctica de objetos, que ha ensanchado enormemente sus ideas sobre la geografía física y comercial del mundo. Uno de sus detalles más curiosos, fue, sin duda, la exposición de los filipinos. Era una reproducción, en pequeño, de aquellas islas y aquel pueblo, sus habitaciones, sus usos y costumbres, industrias y útiles agrícolas, y grupo de todas sus razas indígenas, con sus aldeas o habitaciones, sus armas y sus útiles. Había allí, desde los grandes igorrotes, que se paseaban en su traje habitual y sencillísimo, pues se reduce a un escasísimo taparrabo, ostentando al aire libre sus robustas formas, hasta los “negritos”, enanos negros, perfectamente formados, que parecían jóvenes adolescentes, y que nos fueron presentados como padres de numerosa prole. Hay cuarenta razas indígenas distintas, que hablan dialectos diferentes, entre los cuales no hay contacto ni unión, y suman algunos millones, distribuidos en las innumerables islas del Archipiélago. La parte culta, de origen malayo y español, es sumamente inteligente, y tuve ocasión de conocer a varios filipinos, directores de la exposición, distinguidos por su inteligencia e ilustración, y tuve el placer de ver el hermoso mármol del distinguido doctor Pardo de Tavera, residente en la República Argentina, que fue pedido a los expositores de nuestro país, para ser exhibido en la sección artística filipina, donde atraía la atención pública y mereció una de las más altas recompensas. Al frente de la exposición filipina tuve el gusto de ver al sabio señor Niederling, que del servicio del Gobierno argentino pasó al del Gobierno americano, el que hoy utiliza su saber y su laboriosidad en la administración de las islas Filipinas.
El desarrollo industrial en Estados Unidos es verdaderamente fenomenal, pues en medio siglo ha adquirido tal magnitud, que ha alarmado seriamente a las grandes y viejas naciones industriales que hasta hoy monopolizaban el comercio mundial. Verdad, es, como ya lo he dicho, que todo ha favorecido y contribuido a este progreso: tanto la prodigalidad de la Naturaleza como la índole y la energía de este pueblo.
Me detendré en un detalle, que es también clave del rápido progreso mencionado. El origen de la gran potencia industrial de Inglaterra, se ha atribuido siempre, y con razón, a su riqueza natural en minas de carbón y de hierro. Fue de las primeras en explotarlas, y de esas explotaciones surgieron las grandes fábricas con su poderosa maquinaria, sus caminos de hierro, su navegación a vapor, todo, en fin, lo que constituye su potencia industrial. Ese carbón y ese hierro yacían ocultos en las entrañas de la tierra, donde había que descender, con gran costo, ingrata labor y serio peligro para desentrañarle.
Entretanto, los Estados Unidos encontraron a pequeñas profundidades inmensos depósitos de carbón, que, aunque inferior en calidad, era de fácil extracción, perfectamente adaptable a los usos industriales y de un costo mínimo. Con este carbón y con hierro extraído de sus minas, se inició el movimiento industrial. Un día se anunció que en el Estado de Minnesota, a veinte leguas al Norte del Lago Superior, había “campos de hierro”, donde sólo había que encorvarse para recoger el mineral. Lo que se creyó un bluffyanqui, resultó exacto. En una extensa zona de las colinas del Mesati, bajo una delgada capa de humus de algunos pies de espesor, yacía un inmenso yacimiento de mineral de hierro, riquísima hematita que presentaba el aspecto de un depósito de gruesa arena rojiza. Este mineral, en vez de correr en vetas perpendiculares, hasta grandes profundidades, como en todas las minas conocidas, yacía en inmensas capas horizontales de veinte hasta setenta metros de profundidad. Para extraerlo, sólo había que remover la capa de humus y cargarlo con palas, como si fuera arena.
Su explotación empezó sin demora. Se instalaron grandes excavadoras mecánicas a vapor, y se tendieron rieles hasta Duluth, el vecino puerto sobre el Lago Superior. Hoy día, nueve hombres, con excavadoras monstruos, que levantan cinco toneladas en cada golpe de palanca, pueden cargar en tres horas, un tren de cincuenta enormes vagones, con 4.500 toneladas de mineral, a un costo de veinte centavos oro la tonelada, mineral que es conducido al puerto de Duluth, cargado allí en enormes chatas a vapor y llevado por agua a Chicago, Detroit, Toledo, Cleveland. Es recibido por las grandes usinas o por los ferrocarriles que lo llevan, en pocas horas, a Pittsburg, centro de la región carbonífera. En estas condiciones, el costo del mineral es mínimo y permite a las fábricas de acero del gran trust competir con todos los productores del mundo. Para tener una idea del desarrollo de esta industria, bastará decir que, hace doce años, cuando se inició la explotación, se extrajeron, en el año, de las colinas del Mesati, en Minnesota, 4.200 toneladas, y el año pasado se recibieron en el gran puerto de Duluth, de esa procedencia, 13.000.000 de toneladas. La sexta parte de todo el mineral de hierro explotado hoy en el mundo, proviene de esos depósitos, desconocidos en 1890.
La importancia de este descubrimiento para el progreso industrial de los Estados Unidos, ha sido enorme. Han llegado a ser los mayores productores de hierro y acero del mundo. Su exportación de artículos de hierro y acero ha crecido, desde 1892, de 25.000.000 a 120.000.000 de dólares anuales. El acero barato ha permitido a todos sus ferrocarriles sustituir sus rieles livianos por pesados rieles de acero, mejorando y aumentando inmensamente el tráfico. Vagones, durmientes, puentes, chatas, buques, edificios y todo lo que, antes se ha construido de madera y piedra, hoy se construye de acero, más sólido y más barato. Es hoy un axioma en este país, que la revolución industrial, causada por estas minas, fue uno de los principales factores en el renacimiento de la prosperidad comercial e industrial de los Estados Unidos, después del pánico y enorme depresión de la crisis de 1893.
Si a ventajas como ésta se agrega que los estadistas americanos tuvieron la previsión de reservar, por medio de sus tarifas proteccionistas, el mercado interior, para la industria nacional, el crecimiento industrial viene a ser fenómeno natural y fatal. La población de Estados Unidos alcanza a 80.000.000, todos hombres de trabajo, que ganan y consumen mucho más que cualquier otra agrupación humana de igual número. Para atender a las necesidades de esta agrupación, se necesita una producción enorme, y si se concede a la industria nacional el monopolio de esa provisión, su desarrollo tiene que ser forzosamente colosal.
Contra esas tarifas proteccionistas se han descolgado grandes financistas de gabinete; pero a todas esas doctrinas que, casi dogmáticas hoy, resultan falsas mañana, los Estados Unidos oponen el hecho. No debe ser tan venenoso ese alimento, cuando, tomado en cantidades tal vez exageradas, ha producido un desarrollo sano, vigoroso y robusto.
Se observa que esas tarifas encarecen enormemente el costo de la vida. Es exacto; pero a eso responden los americanos que, donde, el costo de la vida es elevado, es elevado también el producto del trabajo, y una cosa compensa la otra, y que el costo de la vida está siempre en relación con la riqueza nacional. La afirmación suena como una paradoja; pero el hecho es que la Nación, donde la vida es más cara, es los Estados Unidos, viniendo en seguida Inglaterra y Francia, y después las demás Naciones, en proporción siempre, con excepción de Bélgica, con su riqueza nacional. En la Argentina es más cara la vida que en cualquier otra República sudamericana, y en Buenos Aires más que en Córdoba, y en Córdoba más que en La Rioja.
Todo esto prueba que estas cuestiones son muy complejas y que es peligroso querer explicarlas con teorías abstractas o afirmaciones dogmáticas.
Hace veinte años, los ferrocarriles no podían sostener la comparación con la mayoría de los europeos, sobre todo en lo que se refería al confort del viajero. Ha sido siempre principio de ingeniería americana, sobre todo en construcción de ferrocarriles, que su primer establecimiento debería hacerse al menor costo posible. Se limitaban a colocar los rieles en el suelo, ligeramente nivelado, cruzar las corrientes con puentes improvisados, construir estaciones de madera y abrir la línea al tráfico. Se fundaban en que estos ferrocarriles ligeros bastaban para explotar los nuevos territorios y crear en poco tiempo riqueza bastante para poder rehacerlos más tarde en condiciones definitivas. Todas las construcciones americanas tenían así un carácter provisional. Eran teorías de pueblo nuevo, en contraposición a la escuela de ingeniería inglesa, que prefiere construir desde un principio, a todo costo, una obra definitiva, para lo que se necesita disponer de un enorme capital que los americanos no tenían.
El tiempo ha probado el acierto de los ingenieros americanos. Aquellos ferrocarriles económicos de vía simple, rieles livianos de hierro, sobre durmientes de pino, con puentes provisionales de madera, en los que el viajero llegaba sacudido y dolorido por el movimiento y sofocado por la tierra, que entregaron al trabajo y a la industria las inmensas regiones del Oeste y llegaron hasta la costa del Pacífico, cumplieron su misión y contribuyeron a crear riquezas y capitales que han servido después para renovarlos en su totalidad. Hoy, las vías están enlastradas con piedra, la vía sencilla se ha convertido en doble y hasta cuádruple, los rieles livianos de hierro han sido reemplazados por pesados de acero; y sobre ellos corren hoy colosales locomotoras de 200 toneladas, como las expuestas por la línea Pennsylvania, en la exposición de San Luis, con el infaltable cartel que las proclamaba the greatest in the world.
En esas líneas se viaja hoy con todo el confort deseable y sin fatiga y sin tierra, a una velocidad media igual a la de los ferrocarriles ingleses. Sus parlor cars son más confortables que los carruajes europeos, pero no así sus dormitorios Pullman, que establecen una comunidad y una intimidad entre los pasajeros, sólo soportable para las costumbres americanas.
La administración de las líneas deja mucho que desear, y a sus deficiencias deben atribuirse los continuos accidentes cuyas fatales consecuencias adquieren ya proporciones increíbles. Según estadísticas últimamente publicadas, los accidentes de ferrocarril, en los Estados Unidos, han ocasionado, en el último año, 72.000 víctimas entre muertos y heridos. La opinión empieza ahora a agitarse ante tan terribles cifras, pero aun nada se ha hecho para poner remedio a esas verdaderas hecatombes. Tienen los Estados Unidos, actualmente, en explotación, 350.000 kilómetros de ferrocarriles, propiedad todos de compañías particulares, con un capital total de 140.00.000 de dólares. Representan las dos quintas partes de todos los ferrocarriles del mundo. Estas líneas se han unido en grupos o sistemas, por regiones, y algunas compañías, como la de Pennsylvania, contralorean ya más de 18.000 kilómetros de vía.
Casi la totalidad de los viajeros son americanos, que conocen las costumbres e itinerarios; los empleados del ferrocarril no se preocupan del viajero, que debe cuidarse a sí mismo. Los trenes parten sin aviso previo, nadie anuncia las estaciones a que se llega ni da información alguna. El extranjero ignorante de las costumbres y que no hable inglés con claridad, es hombre perdido, si no encuentra algún alma caritativa que lo auxilie.
CARLOS PELLEGRINI

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TERCERA CARTA
Diario “La Nación”, Edición del 25 de Diciembre de 1904
La corriente inmigratoria que ha formado a ese coloso, continúa aumentando la ya enorme población. El año pasado ha recibido 800.000 inmigrantes. ¿Cuáles son las causas de esta preferencia marcada de los inmigrantes europeos, desde los escandinavos hasta los sicilianos, por los Estados Unidos? La razón fundamental es que los salarios del obrero son mayores en Estados Unidos que en cualquier otra nación. Son mayores que los del obrero inglés, que es el mejor pagado en Europa, y muy superiores a los del obrero italiano, alemán o francés. Se alega que, en compensación, el costo de la vida es mucho mayor en Estados Unidos que en Europa, lo que es exacto con relación a las clases sociales más acomodadas, pero no con relación al obrero. Las primeras necesidades de la vida -alimento y habitación- no son más caras en Estados Unidos que en Europa; por el contrario, puede afirmarse que son de mejor calidad por el mismo costo. Lo que hace cara la vida en Estados Unidos, es el costo del artículo manufacturado, nacional o importado; pero de estos artículos hace poco consumo el obrero, sobre todo el inmigrante. El obrero americano vive bien, procura el mayor confort para su familia y envía sus hijos a la escuela -me refiero, naturalmente, a la mayoría- e invierte así todo su salario, que, a pesar de ser elevado, apenas basta para sostener ese nivel de vida.
No sucede lo mismo con el inmigrante que llega, habituado a una vida más frugal y económica, lo que le permite economizar una suma importante sobre el elevado salario corriente, y aun trabajar con provecho por un salario menor. Es éste el gran atractivo que tiene hoy este país para la inmigración europea, además del menor costo del viaje, y será inútil pretender que se dirija hacia nuestras playas mientras no podamos ofrecerle los salarios que recibe aquí, a menos que la oposición creciente que aquí se nota llegue a cerrarle la entrada y obligarla a desviarse hacia otras partes; en cuyo caso es indudable que seremos nosotros los preferidos por la mayoría.
Comparada la situación del obrero aquí y en la República Argentina, tenemos que gana aquí mayor salario, que goza el régimen de las ocho horas que ha sido establecido para toda obra pública o empresa que contrate con el Gobierno y que se está extendiendo prácticamente a casi todas las industrias en virtud del salario por “hora de trabajo”. Un simple “bracero” gana en Estados Unidos de 15 a 20 céntimos oro por hora de día. El trabajo de noche o en día de reposo, cuando la naturaleza de la industria o circunstancias extraordinarias lo exigen, se paga 20 ó 30% más. El salario aumenta en proporción a la mayor habilidad requerida. El alimento es más barato en la Argentina, la habitación mejor y más barata en Estados Unidos y los artículos manufacturados generalmente más caros en Estados Unidos; de manera que el costo de la vida es, en resumen, mayor en Estados Unidos, sobre todo si se quiere vivir con cierto confort.
Pero, por grande que sea el desenvolvimiento industrial de los Estados Unidos, es indudable que esta oferta anual de 800.000 nuevos brazos, entre los que vienen los mejores artesanos de Europa, tiene que ejercer influencia sobre el valor de los salarios, tanto más, cuanto los nuevos obreros son, en los primeros tiempos, menos exigentes y no forman parte de los cuerpos organizados a los que hacen concurrencia; todo lo que explica la exigencia de las organizaciones obreras americanas para que se restrinja, en cuanto sea posible, la inmigración.
A esta oposición de los obreros se une otra de las clases superiores, que se funda en razones muy distintas. Como muchos americanos, de origen sajón, pretenden que la causa de la prosperidad y grandeza de su país es debida a las cualidades exclusivas de la raza, sostienen éstos que, si se permite la inmigración de hombres de otras razas, sobre todo del sur de Europa, en las proporciones que hoy llegan, esas grandes cualidades nativas van a disminuir, y en un siglo más habrá desaparecido ese tipo original del americano que fundó y formó esta gran Nación.
No entraremos a discutir esta pretensión, ni a estudiar si una infusión de sangre latina no será más bien ventajosa y tal vez necesaria para este pueblo, sobre todo en estos momentos en que empieza a cincelar su colosal obra y a rendir su tributo a las ciencias y a las artes, que son la expresión más elevada de la civilización y cultura de un pueblo; pero, sea o no equivocada, el hecho es que existe y muy extendida, y unida al interés económico o egoísta de la población obrera, fomenta la creciente tendencia a limitar la inmigración, que, por otra parte, tiene que hacerse cada día menos necesaria.
Las leyes actuales son ya bastante estrictas sobre las condiciones requeridas en el inmigrante, y su efecto se percibe con sólo observarlos a bordo de los grandes trasatlánticos. El día antes de la llegada al puerto de destino, empieza una gran actividad higiénica entre los pasajeros de tercera, baños, afeites y limpieza general. Al llegar a puerto se visten con camisa blanca y traje nuevo, especialmente reservado para la ocasión. Al fondear, sube a bordo el inspector de inmigración, quien se encuentra con viajeros irreprochablemente vestidos, algunos hasta con sombreros de copa alta; las mujeres, peinadas y ataviadas con moños y plumas. El examen es prolijo sobre su estado higiénico y sanitario, y cuando éste es satisfactorio, son embarcados todos en un vapor del Estado y llevados a una pequeña isla, donde tienen que mostrar sus papeles y recursos pecuniarios, a satisfacción de los inspectores, antes de que se les permita desembarcar. Cualquier inmigrante rechazado es devuelto al buque conductor, que debe repatriarlo.
Es posible que las trabas aumenten, pues se ha propuesto ya excluir a los analfabetos, y como el suelo empieza a saturarse, y la oferta de brazos puede llegar pronto a ser mayor que la demanda, tendrá entonces la corriente que dirigirse a otras tierras más desiertas. Me preguntaba el Presidente Roosevelt, ¿por qué no teníamos más inmigración?, y le contesté que, porque en esto, como en todo, ellos se adjudicaban la parte del león, y que sólo cuando juzguen tener bastante y cierren sus puertas, nosotros tendremos que ensanchar las nuestras. Se sonrió y me contestó que, tal vez, el día no estaba muy distante en que eso sucediera.
El problema de la conciliación del capital y el trabajo, preocupa hoy al mundo entero, y es, sin disputa, el más grave de los que tendrá que resolver el siglo XX.
Hace apenas un siglo que los derechos del obrero eran ignorados. Su misión y su deber eran trabajar en silencio bajo el imperio tiránico de su patrón. La murmuración era castigada y la huelga era un crimen. La Revolución francesa, que proclamó los derechos del hombre y la igualdad y la fraternidad democrática, calificaba como un delito la asociación de obreros.
Pero lo mismo que, después de siglos de lucha, los hombres han conquistado sus derechos políticos y hecho del gobierno propio y de la igualdad política principios universalmente reconocidos y respetados en la organización de los pueblos, la clase obrera, en menos de medio siglo de lucha, ha conseguido ya que sus derechos sean reconocidos y respetados. Dos hechos han influido en este rápido triunfo. El primero ha sido el sufragio universal. Al darle a todo obrero voto, se le dio influencia, en algunos casos decisiva, en las contiendas políticas, y se obligó a los gobiernos y a los partidos a tenerlos en cuenta y a atender sus quejas y reclamaciones. Su primer triunfo fue la abolición de la antigua tiránica legislación y el reconocimiento de su derecho a unirse y organizarse, y a trabajar o no trabajar. Desde ese día, los patronos se encontraron frente, no a obreros aislados, débiles e indefensos, sino a corporaciones sólidamente organizadas, y muchas veces hábilmente dirigidas, que reivindicaban los derechos del trabajo sobre los productos de la industria. Gracias al poder político del voto y al poder económico de la organización del trabajo, la situación del obrero ha cambiado radicalmente. Ya no es el siervo que obedecía y callaba ante el patrón; hoy es su igual, desempeñando cada uno su tarea especial en el esfuerzo industrial común.
Pero la lucha no ha terminado todavía. El capital y el trabajo chocan aún en actitud hostil, y doctrinas subversivas pretenden mantenerlos en dos campos profundamente separados y radicalmente enemigos, dividiendo la sociedad en una lucha de clases, que sólo debe terminar con el exterminio de una de ellas. Las organizaciones, en uno y otro campo, tienen un carácter ofensivo o defensivo, que revela la desconfianza o enemistad recíproca, y las huelgas, cierres o suspensión de trabajo (lock-out stop-day), son choques entre esas dos fuerzas, en las que el capitalista, el obrero, la industria en general, pierden millones, fuera de las miserias que ocasionan. En las dos últimas grandes huelgas de los Estados Unidos —la del carbón y la carne, en Pennsylvania y Chicago— los obreros perdieron 7.000.000 de dólares en salarios, la industria en general 70.000.000, y se calcula que, en los últimos cincuenta años, las huelgas y cierres cuestan a la industria nacional más de 450.000.000 de dólares.
Combatir este antagonismo, demostrar que siendo los productos de la industria el resultado del esfuerzo combinado del trabajo y del capital, debe corresponderle a cada uno, en su distribución, una parte estrictamente proporcional a lo con que cada uno haya contribuido a su creación, estableciendo así, entre el obrero y el industrial o capitalista, no la relación de dependencia que hoy existe entre el patrón y el servidor, sino la relación igualitaria entre socios en que cada uno aporta su energía contribuye, en proporción a sus medios, al resultado común, recibiendo en la misma proporción una parte del beneficio; ése es el gran problema social y legislativo que se debe resolver por el esfuerzo combinado y noblemente intencionado de los legítimos representantes de los intereses comprometidos.
Es en Estados Unidos donde las fuerzas del trabajo están mejor, más completa e inteligentemente organizadas. En cada ciudad de la Unión, los obreros de cada industria, o de industrias conexas, forman sulabor unión. Todas estas uniones envían sus delegados a las convenciones de la Federación americana del trabajo, que reside en Washington, donde tiene sus oficinas centrales y su mesa ejecutiva, compuesta de un presidente, ocho vicepresidentes, un tesorero y secretario. Esta organización federal está regida por una constitución votada en una convención de todos los delegados, y cada año reúne, en distintas ciudades, una convención general, para discutir los intereses de la asociación. Cuenta hoy la Federación con más de 1.800.000 asociados. Cada uno de estos asociados paga a la caja central diez centavos oro por mes (fuera de las sumas con que se contribuye a su Unión particular), y de estos diez centavos, cinco son para gastos generales y de propaganda, y cinco van a fondo de reserva, para el caso de huelgas y cierres. En el caso de un conflicto entre una Unión local y un patrón, que puede motivar una huelga, la Unión local pone el hecho en conocimiento del presidente de la Federación, quien ordena una investigación y trata de conciliar a las partes. Si esto no hubiere sido posible, y el presidente considera que la queja de la Unión local es justa, convoca a la junta de la Federación obrera, quien estudia el caso y resuelve si debe o no recurrirse a una huelga. Sólo las huelgas aprobadas por la Federación reciben auxilio de los fondos comunes.
Hay otras organizaciones independientes y hasta hostiles entre sí, como son los Caballeros del Trabajo. Hay además una inmensa masa de obreros que se niegan a incorporarse, porque temen, y en muchos casos con razón, pasar de la tiranía de los patronos a la de los directores, cuyos móviles o pasiones no están siempre inspirados exclusivamente en el bien de la clase obrera, y suelen sentirse demasiado propensos a apelar al recurso extremo de las huelgas, cuyas miserias y privaciones ellos no sufren.
Por la constitución de la Federación Nacional de Obreros, está completamente prohibida toda afiliación política, ya sea republicana, democrática, socialista u otra. Proclaman, y con sabia previsión, que el obrero no debe vincular su voto a ningún partido político, sino darlo a aquellos candidatos que prometen, en cada caso, atender a las reclamaciones obreras. Comprenden que, llevando a las Cámaras un pequeño grupo de representantes directos, conseguirían apenas tener una pequeña minoría que sólo serviría para provocar la hostilidad de la mayoría; mientras que, con su acción independiente, se procuran la buena voluntad de todos los partidos y Gobiernos que cortejan sus votos.
Tampoco han dado oídos a las doctrinas socialistas que, por otra parte, no han hallado eco alguno en los Estados Unidos, hecho perfectamente lógico y que prueba la sensatez de este pueblo. Me refiero, no a las doctrinas socialistas puramente teóricas y abstractas, bases de nuevas organizaciones sociales que, en la evolución de los siglos, deban reemplazar la organización actual por el cambio de los principios fundamentales en que hoy reposa, y en cuyo sentido todos somos socialistas, porque todos sostenemos algún principio de organización social y dedicamos a su estudio más o menos atención, sino a esto que ha dado en llamarse socialismo militante, que no es sino la lucha de clases, que divide a la sociedad en proletarios y burgueses, y declarando, como en el último Congreso de Amsterdam, que la lucha sólo cesará cuando se alcance el objetivo final, que es la desaparición de la clase burguesa, quedando en pie, debemos suponerlo, una sociedad compuesta exclusivamente de proletarios. ¿Cómo se arreglará entonces la división del trabajo? Es difícil decirlo, porque, al fin, si se quiere tener carbón será siempre necesario que alguien baje a la mina a sacarlo, mientras otros queden afuera dirigiendo la obra, proyectando los trabajos o distribuyendo el carbón, y es de sospechar que, si todos son igualmente proletarios, difícilmente se hallará quien acepte bajar a la mina.
Los yanquis miran con instintiva desconfianza a esos declamadores seudoproletarios, que, al fin, no son sino burgueses, bien pagados y bien mantenidos, que quieren arrasar con todo; porque saben que nada hay más falso e inseguro que el jacobinismo político o social.
Pero, admitiendo que esta lucha de clases tuviera su explicación en la vieja Europa, donde han existido durante siglos clases privilegiadas y clases desheredadas, opresores y oprimidos, es simplemente absurdo y anacrónico quererla importar a América, país de igualdad y de inmigración, donde no hay, ni ha habido, ni puede haber clases privilegiadas, donde casi todos han empezado por ser proletarios, donde sus millonarios de hoy fueron simples obreros ayer; hecho palpable y visible que se traduce en poderoso estímulo, en esa indomable energía con que todo trabajador americano busca abrirse camino y alcanzar la fortuna y el bienestar; energía que encierra el secreto de su progreso. Esto es igualmente cierto entre nosotros: una lucha de clases en la Argentina es un absurdo, pues el proletario de hoy puede ser un gran señor mañana, o viceversa, según lo quiera o lo pueda por sus méritos o su buena o mala fortuna. ¿Acaso casi todos los grandes industriales argentinos no han principiado por ser simples obreros? ¿qué diferencia de clases hay entre ellos y sus empleados? Ninguna; sólo puede haber una discusión de intereses, natural entre dos contratantes. Los yanquis no dan oído a esas teorías, huyen de los demagogos y exaltados, y sólo admiten al frente de sus corporaciones a obreros como ellos, que han mostrado mayor inteligencia e ilustración y mayor capacidad para dirigirlos.
El problema, pues, que hay que resolver, es conciliar a todos los factores de la producción, colocarlos bajo pie de igualdad, someter sus relaciones recíprocas a convenciones o contratos preestablecidos, y someter sus diferencias y conflictos, como todo conflicto de derecho, a la justicia ordinaria, concluyendo con todas esas leyes de excepción o de privilegio, que no han hecho sino fomentar la división.
Tuve ocasión de hablar largamente con el presidente de la Federación, un cigarrero; con el secretario general, un tipógrafo muy inteligente; con el general de los Caballeros del Trabajo, un mecánico sumamente ilustrado y moderado, y he podido observar que todos ellos, a pesar de la batalla en que están todavía empeñados, comprenden que la lucha debe cesar en obsequio de todos los intereses. Comprenden que el recurso extremo de las huelgas, sobre todo después de los resultados prácticos de las últimas del carbón y la carne, no conducirá a resultados definitivos y permanentes, y que, por el contrario, fomentando las poderosas combinaciones del capital, acabarán por dominar de nuevo, sobre todo dada la creciente divergencia entre las distintas organizaciones obreras y los elementos independientes que se resisten a toda organización.
Una de las dificultades con que tropieza esta legislación, es que el Congreso no puede establecer bases generales, siendo materia de legislación de Estado, y apenas si ha intentado dictar una ley de arbitraje obligatorio, lo que será materia de discusión en las próximas sesiones del Congreso.
CARLOS PELLEGRINI

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CUARTA CARTA
Diario “La Nación”, Edición del 27 de Diciembre de 1904
Parecerá, sin duda, una petulancia pretender, en una breve jira de dos meses y medio, conocer una sociedad tan vasta como la de Estados Unidos y formar sobre ella un juicio cualquiera. Lo sería, sin duda, tratándose de cualquier otro pueblo, pero en éste, el viajero, para penetrar en las intimidades de la vida social, sólo necesita leer algunos diarios o revistas. En las crónicas que éstos publican, aparecen todos los incidentes de ocurrencia diaria, todos los potins, las murmuraciones, las intrigas, no como simples alusiones o insinuaciones más o menos veladas, sino con todos los detalles y nombres propios. Nada hay sagrado para un reportero social, quien penetra en los salones, en el hogar, hasta en la intimidad de la alcoba, interroga a los esposos, al servicio, a los amigos, y pone al público en conocimiento de todas sus informaciones. Hasta tal punto ha llegado el abuso del reportaje, que algunos de los millonarios americanos se han establecido en Europa, declarando expresamente que lo hacen para vivir tranquilos y libres de la tiranía reporteril.
Pero, antes de hablar de las costumbres sociales americanas, es necesario hacer una prevención para evitar juicios precipitados e infundados. No es posible juzgar las costumbres de un pueblo con el criterio que nace de costumbres diversas. Un mismo acto puede tener un significado y una trascendencia muy distintos, según sean los convencionalismos, los usos y hasta las preocupaciones del pueblo donde ese acto se realiza.
Tiene esto tal importancia, que, sentimientos que se creen entre nosotros como instintivos e inseparables de todo concepto de moralidad u honestidad, son desconocidos en otros países. Un distinguido marino francés, que había sido oficial a bordo del primer vapor que fondeó en el primer puerto japonés que se abrió al comercio europeo, me refería lo siguiente: como el Japón había vivido hasta entonces absolutamente cerrado a todo contacto, y privado de todo conocimiento de la civilización occidental, los marineros europeos se encontraron con un mundo absolutamente nuevo, y ellos y los japoneses, se contemplaban como deben haberse mirado los marinos de Colón y los habitantes del Nuevo Mundo. Paseando por la ciudad japonesa en un ardiente día de verano, llegaron los marineros franceses a un gran local cerrado por simples persianas de hilos de pajas y cuentas, donde veían entrar y salir numerosas gentes. Impelidos por la curiosidad, penetraron en el interior y se encontraron con una escena digna del paraíso, antes de la manzana. Era una inmensa pileta de agua fresca, que una fuente central renovaba. Hombres, mujeres y niños entraban, se desnudaban y se bañaban. Terminado el baño, se secaban, se vestían y seguían su camino. Resultaba de lo que veían, que el pudor, que para los occidentales era casi un instinto, era un sentimiento desconocido para esos orientales.
La esposa de un embajador inglés fue admitida a visitar el harén del sultán de Turquía, y pudo entretenerse con las sultanas y grandes favoritas. Refería que en sus conversaciones con esas damas, éstas le preguntaron si era cierto que las señoras cristianas se presentaban, en las grandes fiestas, delante de los hombres, no sólo con la cara, sino con una parte del busto y los brazos desnudos. ¡Ante la afirmación de la embajadora, se mostraron escandalizadas!.
Mucho se ha hablado de la libertad de que goza la mujer americana, y la tendencia en nuestras compatriotas es deducir consecuencias inexactas. Esas costumbres no son sino el resultado de la educación que recibe, y que la habilita para practicarlas con la plena y consciente responsabilidad que esa misma libertad le impone.
La mujer americana es educada bajo los mismos principios que el hombre, y con el objeto de dotarla de los medios necesarios para cuidar de su propio destino. No es el ser débil, incapaz de defenderse que necesita ser constantemente vigilado y protegido, sino un miembro de la sociedad con sus derechos y sus deberes sociales, y cuyo porvenir dependerá de su propio mérito y esfuerzo. Es la igual del hombre, con la sola diferencia de la fuerza física; es su compañera y su camarada. La vida, en común, empieza en la escuela y continúa en todas las situaciones de la vida. Tiene abiertas todas las profesiones, todos los empleos y todas las ocupaciones en que no sea necesario vigor físico. Esto hace que la mujer americana, que no tiene padre, esposo o recursos propios para su subsistencia, se provea a sí misma por su trabajo desde la primera juventud, y conquiste su propia independencia.
En las oficinas públicas, en las del comercio, en todas las artes manuales en que se requiere prolijidad y habilidad, la mujer halla preferente empleo. La generalización de la máquina de escribir ha creado la profesión de typewriter, escritora de máquina, ejercida casi exclusivamente por señoritas, cuya rapidez, para escribir al dictado, iguala a la de cualquier taquígrafo. En un reciente concurso, una niña escribió 23.000 palabras en un día. Todos los abogados, médicos, políticos u hombres de negocios, tienen su secretario, y, por cierto, el de un joven médico que tuve que consultar, era una encantadora y joven miss.
Con esta educación y con el hábito de la vida en común, se suprime por completo la imaginación, que es el gran galeoto de nuestras costumbres, y se evita así toda trascendencia a la simple intimidad; y así se comprende que las señoritas americanas tengan sus amigos particulares, que su familia misma no conoce, camaradas con quienes pasean por los parques, juegan al tennis o van al teatro. En Washington podía observar a una hermosa criatura, heredera, según decían, de más de 20.000.000, llegar en su ducmanejando una hermosa yunta de trotadores, a casa de un joven amigo, de apellido histórico, invitarlo y llevarlo a paseo por las espléndidas y sombreadas avenidas de Rock Creek Park.
Consecuencia de estas costumbres igualitarias, es que la mujer haya perdido, en Estados Unidos, muchos de esos pequeños privilegios de que goza entre nosotros. En los trenes o tranvías no se conoce el completo, y se recibe a todo el que quiera subir y prefiera ir incómodo a esperar. Cuando una señora sube y halla todos los asientos ocupados, se queda parada, ningún hombre se mueve para cederle su asiento, a menos que sea algún extranjero o americano que haya viajado y adquirido hábitos que le hacen sentirse incómodo si ve una señora parada. La única atención que las señoras consiguen, es que los hombres se descubren si en un ascensor suben o bajan en compañía de una mujer.
En cambio, en parte alguna del mundo es más respetada la mujer que en Estados Unidos, no sólo porque sabe hacerse respetar, sino porque la autoridad y toda la población varonil están ahí para imponer ese respeto. Sucedió en Washington que un joven argentino vio venir una hermosísima mujer, y al pasar no pudo resistir a su atavismo andaluz, y le dirigió una frase galante. La señora se detuvo, miró en torno, en busca de un policeman, le hizo seña para que se acercara y le denunció a nuestro joven compatriota por haberle faltado el respeto; lo que bastó para que fuera llevado a la comisaría. Allí concurrió más tarde la señora con su esposo, y nuestro joven pidió disculpas, declarando que no había tenido intención de ofender, que, en su país, esas frases eran casi un tributo obligado de admiración de la belleza, y que la dama lo había deslumbrado. La señora aceptó graciosamente la excusa, declaró que sabía que en otros países existían esas malas costumbres, y que creía que bastaba como castigo con la lección recibida, pues había sabido que nuestro compatriota era una persona distinguida; con lo que fue puesto en libertad, y, en seguida, en compensación del mal rato pasado, fue invitado a tomar un lunch con su hermosa y amable acusadora.
Ahora bien: lo que suele perturbar la perfecta inocencia de estas costumbres, lo que denuncia las palpitaciones de la madre Naturaleza, que nunca renuncia por completo a sus derechos, es el flirtencarnado ya en la vida social americana. Empieza en el colegio, en las escuelas mixtas. Las jovencitas americanas que van a la escuela, con su atado de libros bajo el brazo, tienen ya su flirt, su estudiantito vecino, su camarada inseparable; que la acompaña a todas partes y comparte sus juegos. La miss, la viuda, la divorciada, que hacen vida social, flirtean por hábito. El flirt permite todo, menos lo irreparable. Es la esgrima del amor, es, con relación a la galantería, lo que un asalto es a un duelo. Los combatientes están bien cubiertos, los floretes con botón, y el choque suele ser, desde un ligero pase de armas, hasta un asalto recio, según el entusiasmo y la disposición de los combatientes. Naturalmente, suele suceder lo que sucede a veces en las salas de armas: una imprudencia o un florete que se rompe, produce una desgracia, pero eso es un simple accidente.
Lo que evita también que estos asaltos con armas corteses produzcan más accidentes, es la legislación americana sobre el matrimonio y el divorcio. Uno de los defectos de la Constitución americana, es que no ha establecido, como la nuestra, la unidad de legislación, dejando a cada Estado el derecho absoluto de legislación en materia civil y criminal. Las leyes de la mayoría de los Estados facilitan enormemente la celebración del matrimonio. Basta en ellos que un hombre y una mujer se presenten ante un juez, le manifiesten su voluntad de casarse, para que éste, sin más trámite, los declare casados y les entregue su certificado.
Dadas estas facilidades, el resultado es que, cuando en algunos de estos flirts se enardecen los combatientes y la situación se hace crítica, en vez de saltar el cerco, se dirigen tranquilamente al juzgado, firman el registro y regresan esposos ante la sociedad y la ley. Frecuentemente, los diarios dan cuenta de jóvenes parejas que, ya padres, elope, es decir, toman el tren o un automóvil para casarse, sin ceremonias y lejos de la familia, ante alguno de esos jueces.
A esa facilidad de matrimonio corresponde la misma facilidad para divorciarse, y en muchos Estados basta presentarse ante los mismos jueces, declarar que han convenido separarse, para que se les acuerde el divorcio y queden ambos esposos libres para reincidir.
Los diarios publican diariamente los numerosos casos de divorcio, y pocas lecturas hay más entretenidas.
Estaba en Chicago, en momentos en que terminaba la feria de los tribunales.
Todos los pedidos de divorcio presentados durante el receso se habían ido reservando, y el juez se halló, el primer día de audiencia, con 260 demandas. Separó las que le parecieron más sencillas, para darles preferencia, y el primer día concedió 90 divorcios.
En estos juicios figuran todas las clases sociales. Hacía pocos meses que el acontecimiento social había sido el divorcio de dos matrimonios jóvenes de la más alta sociedad. Se dio entonces como causa la incompatibilidad de caracteres, pero, un mes después, se explicó mejor la causa, porque los cuatro divorciados volvieron a casarse, pero cambiando compañeras.
Una dama joven, reputada como la más hermosa en la aristocrática sociedad de Nueva York, estaba casada con un millonario conocido por sus gustos artísticos y su colección de cuadros, quien continuamente hacía viajes a París, llamado por sus corresponsales, para examinar alguna tela antigua. Alguien denunció a la dama que su marido se entregaba, en París, más al examen de cuadros vivos que de telas antiguas, y, para conocer la verdad, lo hizo seguir por un joven abogado y amigo, quien regresó con varias instantáneas y otras pruebas concluyentes. El divorcio fue cuestión de poco tiempo, y un mes después se anunciaba el matrimonio de la dama con el joven pesquisante, con lo que pagaba, según se decía, el honorario estipulado.
La crónica señala el “séptimo” matrimonio de un millonario de California. A la recepción que sucedió a la ceremonia habían sido invitadas, y asistieron “las cinco anteriores esposas” (la sexta no estaba presente, porque había muerto). Estas felicitaron a la nueva desposada y le hicieron el mayor elogio de su marido, lo que pareció serle muy agradable. Resultaba que este moderno “Barba Azul”, a la primera desavenencia matrimonial propone un divorcio amistoso, con asignación a la esposa de una generosa pensión, lo que parece aceptaron las agraciadas, quedando en la mejor relación y armonía. Podría enumerar un centenar de casos originales como éstos, tomados de las crónicas diarias, pero me limitaré a otro, por su faz cómica.
La esposa pedía el divorcio, fundado en violencias del esposo, ofreciendo, como prueba, un ojo bastante hinchado. El marido era un hombre conocido por su moderación y su cultura, y el cargo sorprendió a todos, incluso al juez, quien preguntó al acusado cómo había podido cometer semejante falta.
El marido, contrito y avergonzado, confesó su falta, declaró que tenía para su esposa cariño y estimación, pero que había habido un momento en que no fue dueño de sí mismo. — Mi esposa, señor juez –dijo- está convencida de que es una gran poetisa y me persigue a todas horas y en todas partes, para obligarme a escuchar sus producciones. Yo me he defendido siempre, tomando mi sombrero y ganando la calle, pero ayer penetró en mi escritorio, cerró la puerta, apoyándose en ella para imposibilitar mi huida, y comenzó a leerme un poema. Yo soporté media hora, pero, al último, sufrí un vértigo y le tiré con un libro que, desgraciadamente, le dio en un ojo. Salí en seguida de mi casa y aun no he vuelto. — Basta -dijo el juez, y, sin más trámites, acordó el divorcio, sin costas, por haber habido “violencias recíprocas”.
De todas maneras, la legislación sobre el matrimonio y el divorcio es ya uno de los problemas sociales más graves, pues, en las actuales condiciones, la sociedad americana se siente seriamente amenazada, sobre todo, ante el aumento de una inmigración, con otros temperamentos y otros hábitos. La iglesia episcopal celebró este año, en Estados Unidos, un gran concilio presidido por el arzobispo de Canterbury, el más alto dignatario de la iglesia de Inglaterra, y la cuestión más seriamente discutida fue la necesidad de limitar los casos de divorcio y el derecho de contraer nuevo matrimonio.
Cuando estábamos en viaje para los Estados Unidos, mi santa compañera leía un libro hallado a bordo. Eran las Memorias de una americana, y leía todas esas cosas, y muchas otras más escabrosas, y, en un arranque de protesta contra ciertas doctrinas, arrojó el libro al mar. Toda su educación y sus hábitos se rebelaron contra ciertas costumbres. Tuvo ocasión, más tarde, de cerciorarse de que había mucho de verdad en esas confesiones de una mujer, que se casó ocho veces, una de ellas por teléfono, porque el caso no daba espera, y, naturalmente, se divorció otras tantas.
CARLOS PELLEGRINI

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QUINTA CARTA
Diario “La Nación”, Edición del 29 de Diciembre de 1904
He podido presenciar toda la preparación de una elección presidencial, desde la reunión de las grandes convenciones, con sus plataformas y designación de candidatos, las cartas-programas de éstos, la propaganda por medio de la prensa y la oratoria política, hasta las vísperas de la elección.
La campaña ha sido breve, ha durado prácticamente dos meses, septiembre y octubre, la más breve hasta hoy, obedeciendo a la tendencia de los partidos a acortarla.
La existencia de grandes partidos con su organización permanente, hace innecesario un período de preparación. Las grandes convenciones nacionales, que sancionan el programa y designan el candidato, pueden reunirse en cualquier momento, y un par de meses bastan, para el canvass es decir, para la propaganda necesaria, a fin de ilustrar la opinión. Las prensas de partidos lanzan millones de impresos y panfletos con programas y discursos, que los comités de sección distribuyen, y millares de oradores, costeados por el comité central, recorren todos los Estados, y, en poco tiempo, no queda un elector que no haya sido ilustrado sobre el programa y títulos de cada candidato.
La lucha verdadera se inició con la carta-aceptación de Roosevelt. Fue un documento político notable, en el que defendió toda la política del partido republicano y los actos de su administración en forma extensa y detallada, sin que hubiera, sin embargo, una sola frase inútil o excesiva. Esta defensa de su partido, obedeciendo en esto a su idiosincrasia personal, se convirtió en un ataque directo y formidable a principios, actos y procedimientos del partido demócrata. Que el documento había entrado hondo en la opinión, se sintió desde el primer momento, sobre todo en el balbuceo de la prensa democrática.
La carta-aceptación de Parker sólo apareció un mes después; se la esperaba con interés y no defraudó las esperanzas de sus partidarios. Tratar de rebatir punto por punto la exposición de Roosevelt, hubiera sido empresa arriesgada y desventajosa, pues el ataque tiene siempre más prestigio que la defensa. Se limitó a señalar, con habilidad, los peligros a que podían conducir la política y tendencias de la actual presidencia y del partido republicano, mostró cómo se iba apartando de los principios tradicionales de la democracia americana, y condenaba, sobretodo, su política económica y sus enormes presupuestos nacionales.
La lucha se trabó con toda decisión y entusiasmo, aunque, desde el primer momento, el triunfo del partido republicano parecía asegurado. Las condiciones de la lucha eran desiguales, y el partido demócrata tenía que intentarla en situaciones sumamente desventajosas. Viene, sin embargo, dando pruebas de una tenacidad y de una vitalidad que revelan, más que cualquier otro hecho, las sólidas y arraigadas virtudes cívicas de este pueblo.
El partido demócrata, vencido y deshecho después de la guerra civil, necesitó treinta años de pacientes y constantes esfuerzos para reconquistar el Gobierno con Cleveland. Desgraciadamente para él, surgió en esas circunstancias la cuestión del patrón monetario, que dividió profundamente el partido, separando de sus filas a todo el elemento mercantil y financiero —los Goid Democrats — que veían en la libre acuñación de la plata una catástrofe comercial, y en su apóstol Brian, un anarquista económico. La lucha que se iniciaba lo encontraba así dividido, sin una personalidad de relieve para levantar como candidato, pues Cleveland se negaba a presentarse, y en un período de prosperidad económica, siempre desfavorable para las oposiciones.
En cambio, el partido republicano estaba unido, engreído con los últimos triunfos electorales, con las ventajas que siempre importa la posesión del mando, con un candidato sumamente popular y con una prosperidad general que, naturalmente, atribuían a la sabia política y administración republicana. Fuera de las cuestiones de principio, la personalidad de los candidatos ha desempeñado un papel considerable en esta elección, en la que se ha dicho, con verdad, que los candidatos eran mejores que sus partidos.
Parker, desconocido ayer y popular hoy en su partido, es un eximio presidente de una Suprema Corte de Justicia; un hombre de ley, cuya educación ha hecho de él un conservador en política, respetuoso de la tradición democrática, que reconoce a Jefferson por maestro, y de todas las limitaciones constitucionales que mantienen el equilibrio de los poderes; que sólo desea para los Estados Unidos la pacífica influencia de su grandeza, inspirada en un espíritu tranquilo de equidad y justicia, y ajeno a todo conflicto exterior que no afecte a sus propios intereses. Era un programa que tenía que seducir a los elementos conservadores que creyeran en su practicabilidad, dada la posición que los Estados Unidos ocupan ya en el Congreso de las Naciones.
Roosevelt es completamente otro tipo político. Es un universitario, hombre de estudio y escritor de nota, que se ha criado en la acción y se ha abierto un camino en la vida, no sólo por su inteligencia, sino principalmente por su carácter y energía. Después de sus primeros ensayos, abandonó la vida de la ciudad y fue al lejano Oeste a vivir con el cowboy, el hermano gemelo de nuestro gaucho, y a habituarse de sus luchas y fatigas. Ha descripto esa vida en su interesante libro La vida en el rancho que es casi una página de vida en la pampa argentina.
El cowboy, convertido en coronel, se puso al frente de un regimiento de rough riders, y con sus cargas brillantes, decidió las batallas de la campaña de Cuba. Regresó con los prestigios de la victoria, y el pueblo lo recompensó con la gobernación de su Estado, Nueva York.
Su carrera política es original. Su carácter dominante, rebelde a la estricta disciplina de partido, hace que nunca haya sido simpático a los directores y altas influencias de aquél, que prefieren siempre espíritus más dóciles. Cuando se presentó por primera vez como candidato a intendente municipal de Nueva York, fue derrotado por una enorme mayoría. Regresó de la guerra de Cuba en momentos en que debía designarse un nuevo gobernador, y, debido a su gloria militar, su nombre fue aclamado por los elementos populares que lo impusieron a la dirección superior del partido republicano, la que tuvo que ceder, so pena de ver triunfar al candidato demócrata. Deseosos, sin embargo, de verse libres de este gobernante incómodo, lo hacen Vicepresidente; posición honorífica, pero innocua que le obliga a abandonar el Gobierno del Estado; pero Mackinley muere por la bala de un demente, en los primeros meses de administración y los directores republicanos se encuentran con que el destino se ha burlado de sus planes.
Roosevelt, Presidente, se hace prontamente popular y se conquista la masa del voto, no sólo de su partido, sino de gran parte del voto independiente, y cuando llega el momento de proclamarse candidato, los grandes magnates del partido tienen que inclinarse ante la presión popular, y lo hacen con buena gracia y entera decisión. Ha sido así el primer Vicepresidente, en ejercicio de la Presidencia, que haya sido reelecto, y esta insigne distinción, puede afirmarlo con toda verdad, la debe, exclusivamente, a sus propios méritos.
Roosevelt, a quien he tenido el placer de tratar, se distingue por la vivacidad de su inteligencia, que le permite abarcar y resolver todo problema político sin demora, y esta gran cualidad, al servicio de un carácter enérgico y valiente, produce esa rapidez de ejecución que le ha valido la tacha de impulsivo, que sólo puede aplicarse a neuróticos dominados exclusivamente por sus nervios. Es, además, un americano típico, que entiende que su país debe ser, si ya no lo es, the greatest in the world. Cuando habla, su naturalidad, que excluye toda idea de afectación, la fijeza de su mirada penetrante al través de sus lentes, su palabra incisiva y marcada, revelan la energía de sus convicciones, la plena confianza en sí mismo, su decisión para afrontar cualquier problema sin vacilaciones ni pequeños escrúpulos, lo que le ha valido el cargo de autoritario y poco respetuoso de las limitaciones constitucionales. Es aún un hombre joven, a quien madurará la experiencia y la práctica del gobierno, que llega en el momento histórico en que la Unión americana entra en escena como poder mundial, y creo que puede, desde luego, afirmarse que está destinado a figurar entre los grandes presidentes americanos.
Por lo que a nuestro país le puede interesar, puedo afirmar, por mis propias conversaciones con el presidente, que, si alguna vez escribió sobre las Repúblicas sudamericanas en términos poco halagadores, hoy ha variado de juicio, sobre todo respecto a nosotros, debido a un estudio detenido que ha hecho de su presente y porvenir económico, y nuestro país le merece un concepto por demás satisfactorio, que públicamente expresa y confirma con su habitual franqueza.
En cuanto a los puntos capitales de los programas que puedan interesarnos, porque son cuestiones que se discuten entre nosotros, haré de ellos un ligero examen.
La cuestión monetaria, es decir, “la libre acuñación de la plata” y el “bimetalismo 16 a 1”, sostenido por los demócratas versus “monometalismo oro”, sostenido por los republicanos, que fue la causa de la lucha ardiente en las dos últimas elecciones, ha desaparecido hoy. Las minas de África y Klondike la han decidido en favor de los republicanos. Queda entonces, como cuestión fundamental, la tarifa de aduanas.
Los demócratas no afrontan esa cuestión de una manera uniforme. Mientras algunos radicales proclaman que “la protección es un robo”, otros, que son la mayor parte, incluso el candidato, se limitan a condenar la protección como excesiva. Parker atacaba la ley Dingley, porque, según él, tras esos impuestos exagerados se cobijan los trusts que explotan al consumidor americano, haciendo imposible toda competencia interna por medio del monopolio con el exterior, por los derechos prohibicionistas. Afirma, además, que la política seguida por la mayoría republicana del Congreso, ha agravado las disposiciones de la ley Dingley, porque en esta ley hay muchos artículos gravados sólo con el propósito de facilitar tratados de reciprocidad (la lana por ejemplo); pero el Congreso, negándose a ratificar esos tratados, ha convertido esos exagerados impuestos, de provisionales en permanentes, con perjuicio de la misma industria nacional que pretende proteger.
Los republicanos contestan con los hechos. Sostienen que es al amparo de la política proteccionista que la industria y el comercio de los Estados Unidos han surgido y crecido con tal rapidez que ha asombrado y alarmado a las más industriales y poderosas Naciones del mundo, que la historia económica del país demuestra que toda desviación de esa política, en los cortos intervalos en que los Estados Unidos han sido gobernados por el partido demócrata, ha sido causa inmediata de depresión industrial y comercial, y de graves y perturbadoras crisis económicas; y que la vuelta al régimen de protección, traída por la exaltación al poder del partido republicano, ha hecho renacer la prosperidad comercial que, en los últimos años, bajo el régimen de la ley Dingley, ha adquirido colosales proporciones, y que ante tales resultados prácticos, ningún elector sensato apoyaría un cambio que no podría traer aumento de actividad industrial y comercial, pero que ocasionaría, seguramente, perturbaciones y cambios que desorganizarían las condiciones económicas del país y provocarían nuevamente malestar y crisis.
Es ésta, indudablemente, la opinión de la fracción que representa más directamente los intereses comerciales e industriales, y es por esto que todo ese elemento, en todas las grandes ciudades y centros comerciales y manufactureros, es decididamente republicano. El hecho de que el elemento comercial, en su gran mayoría, sea en los Estados Unidos decididamente proteccionista, asombrará, sin duda, a muchos de nuestros comerciantes; pero la explicación es muy sencilla. El comercio, en Estados Unidos, es nacional, y trafica principalmente en artículos de fabricación nacional, para los cuales tiene monopolizado el mercado interno, que, en una Nación de cerca de 80 millones de habitantes, que trabajan y ganan, es enorme. El comerciante y el industrial americano están estrechamente vinculados, pues el uno presenta el producto y el otro busca el consumidor, y a ambos les conviene mantener para sí ese mercado interno, alejando la concurrencia del comerciante o productor extranjero. Este comercio nacional americano, es importador por excepción y sólo para suplir las deficiencias de la producción nacional.
En la Argentina sucede algo completamente diferente: la gran mayoría de su comercio es extranjero y casi exclusivamente importador, trabaja con capital y productos extranjeros, y ve en el producto nacional un competidor que tiende a limitar su giro. El comercio y la industria, por esta causa, en vez de ser solidarios en sus intereses, son contrarios, y un comerciante importador, lo único que desea es que los derechos se rebajen todo lo posible para que la importación, y por consiguiente su negocio, aumente, aunque sea a costa de la ruina y desaparición de toda la industria nacional, cobijando esta pretensión, bajo el pretexto de servir los intereses del consumidor. No piensan así los americanos, y tienen motivos para estar satisfechos de sus principios proteccionistas.
Pero esta cuestión de las altas tarifas es encarada también en Estados Unidos bajo otra faz, de la más grave importancia, pues se relaciona con problemas sociales y cuestiones que nos afectan de una manera muy especial. Fue a esta faz de la cuestión a la que dio mayor importancia el presidente Roosevelt, en su carta-programa, sin duda por su enorme influencia en el enorme voto obrero.
Opinaba el Presidente que las altas tarifas son las que han permitido elevar los salarios del obrero americano a un tipo superior al de todo otro obrero en el mundo, y que estos salarios le permiten gozar de un bienestar superior al de los trabajadores europeos, y que es de absoluta necesidad mantener el nivel social y moral del obrero a una altura que condiga con sus derechos y su dignidad de ciudadanos de una gran República. La afirmación es exacta, y es debido a eso que la inmensa mayoría del voto obrero es republicana y proteccionista. Es esta faz, indudablemente, de gran importancia y especialmente interesante para nosotros.
Observando la argumentación de ambos partidos, creo que no está distante el día en que las actuales tarifas serán modificadas en una forma gradual y moderada, para evitar perturbaciones y crisis, que producen mayores males que los bienes que se trata de conseguir.
A los republicanos hay que recordarles que protección implica debilidad, pues sólo se protege a los débiles: los fuertes se protegen a sí mismos. Es indiscutible, hoy, que no puede haber Nación de alguna importancia que no sea industrial, pues aunque la agricultura y ganadería son, y han sido siempre, las grandes industrias madres, los dos senos, como han sido llamadas con tanta verdad, que nutren a los pueblos, cuando esos pueblos crecen y se desarrollan, llega un momento en que necesitan algo más que este régimen lácteo, y la industria manufacturera se hace entonces necesaria para su natural y vigoroso crecimiento. Como todo lo que nace y crece, nace débil y desvalido e incapaz de defenderse contra poderosos competidores, surge entonces la protección, y, bajo su égida salvadora, las nuevas industrias se desarrollan, y, encontrando medio favorable, adquieren esa colosal importancia que hoy hace la fuerza y el orgullo de los Estados Unidos. Que ese desarrollo lo deben, en gran parte, al régimen proteccionista, nadie lo pone en duda; pero es también indudable que la protección es sólo un medio para llegar al completo desarrollo, y no un fin que deba perseguirse permanentemente.
La aspiración tiene que ser colocar a la industria nacional en condiciones de poder luchar con la extranjera. Los Estados Unidos no pueden pretender, pues, competir en el mercado del mundo con la industria europea y mantener al mismo tiempo la alta y general protección que hoy defiende su mercado interno, porque estos dos propósitos son contradictorios. Si los Estados Unidos pueden producir ya muchos artículos en condiciones para competir con el similar extranjero, el acero, por ejemplo, no debe mantener los derechos actuales sobre esos artículos, porque estos derechos hoy no tienen otro objeto que permitir altrust del acero mantener precios, en el interior, que le producen una utilidad exagerada, lo que le permite vender a menos precio en el exterior, a costa del consumidor americano, realizando así ese dumping contra el que se quiere defender, con toda razón, Chamberlain.
Lo mismo podremos argüir en lo que más directamente nos interesa, la lana. Las fábricas de tejidos de los Estados Unidos no pueden pretender exportar sus tejidos, mientras el costo de la materia prima que éstos no producen en cantidad bastante, sea mucho mayor en Estados Unidos que en Europa, debido a los impuestos.
Estos argumentos son evidentes, están haciendo camino, y mi impresión es que el Presidente, libre ya de las trabas del candidato, ha de tomar la iniciativa de una revisión de la tarifa, para adaptarla mejor al actual desarrollo industrial.
CARLOS PELLEGRINI

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SEXTA CARTA
Diario “La Nación”, Edición del 6 de Enero de 1905
Sabido es que en Estados Unidos no hay ley nacional de elecciones. Cada Estado elige según sus propias leyes. En este estudio me referiré a las del estado de Nueva York, que difieren poco de las de los demás Estados. En algunos del Sur, el voto es calificado y más restringido; en otros, más recientemente incorporados, como Utah, Wyoming, Idaho y Colorado, se ha concedido el derecho electoral a las mujeres.
Uno o dos meses antes del día fijado para una elección general (se trata siempre de reunir las elecciones locales o nacionales en un solo día, y así en la última elección se votó por presidente y vice, por gobernador y vice, por diputados al Congreso y miembros de la Suprema Corte de Estados, en el mismo acto y en el mismo día), se convoca a los electores para que registren su nombre en los libros electorales. A los efectos de la inscripción y votación, todo el Estado se divide en circunscripciones, y éstas en colegios electorales, que comprenden cada uno alrededor de 400 electores. En el centro de cada uno de estos colegios, se alquila un local cualquiera, generalmente un local de comercio, allí, los 400 electores tendrán que inscribirse primero y votar más tarde. La inscripción dura sólo cuatro días, desde la salida del sol hasta las diez de la noche. Pueden inscribirse todos los ciudadanos naturales o naturalizados, mayores de veintiún años, con domicilio, por lo menos de un año, en el Estado, cuatro meses en la circunscripción y un mes en el colegio electoral. En el local de la inscripción están dos empleados que llevan el registro y anotan el nombre y filiación del elector, un fiscal (captain) de cada partido y un agente de policía.
Estos fiscales han hecho previamente el canvass o censo de su colegio, y conocen a casi todos los electores que residen en él. Si se presenta alguno a inscribirse, o más tarde a votar, que sepan o sospechen que no es elector del colegio, lo tachan (challenge), y el tachado, si persiste en ser inscripto o en votar, tiene que jurar que está legalmente calificado, con lo que se le inscribe o recibe el voto sin más discusión. Si el fiscal puede probar que no tenía derecho a inscribirse o votar, lo acusa ante un juez, lo hace arrestar y condenar por perjurio a cinco años de penitenciaría. Los jueces, en estas materias son sumamente estrictos y severos, a pesar de ser elegidos popularmente.
Para el acto electoral, cada partido tiene que presentar al superintendente de elecciones, con la debida anticipación, los nombres de sus candidatos, y éste ordena la impresión de una lista única para cada circunscripción, en la que figuran, en columnas paralelas, los candidatos de cada partido.
Arriba de la lista de candidatos de cada partido, hay un círculo y otro más pequeño al lado de cada nombre.
El día de la elección, al presentarse un elector, se inscribe su nombre en el registro electoral; en seguida, el agente público le entrega una lista y el elector penetra con ella en una pequeña garita, donde nadie lo ve, y allí, con un lápiz, si quiere votar por la lista íntegra de un partido, hace una cruz en el círculo que está arriba de la lista. Eso se llama straight vote, voto íntegro. Si quiere votar por algunos candidatos de un partido y otros de otro, hace una cruz en el pequeño círculo que está al costado del nombre del candidato que propicia. Si pone más cruces que las del número de candidatos por los que debe votar, anula su voto. Marcados sus candidatos, dobla su lista y la deposita en la urna en presencia de los agentes. El voto es así absolutamente secreto y hace necesario el saber leer, aunque la ley no exige esta calificación. Los electores más ignorantes o analfabetos, reciben en plena calle, por medio de agentes especiales designados por los partidos, una lección práctica de cómo deben votar. La elección dura desde la salida del sol hasta las cinco de la tarde. A esa hora se cierra el registro, se abre la urna y los empleados públicos verifican el escrutinio en presencia de los fiscales. Se levanta un acta, y todo, registros y boletas se envían al comisario general.
En la anterior elección de gobernador de Nueva York, se ensayaron unas máquinas de votar. Al frente del aparato estaba la lista única, y arriba de cada lista, y al costado de cada nombre, había un pequeño botón. El elector sólo tenía que oprimir el botón de la lista o candidato que elegía, y su voto quedaba registrado. Una combinación ingeniosa impedía que el voto pudiera duplicarse. Como en esa elección el candidato republicano obtuvo una mayoría nunca vista, se acusó a las máquinas de haber sido instrumento de fraude, por cuya razón fueron abandonadas, a pesar de las protestas de los republicanos. El resultado de la última elección, en que la mayoría republicana ha sido aún mayor, parece confirmar que la acusación de fraude era infundada, y es posible que se vuelva a poner en uso el registro automático. Son éstos los sencillos mecanismos que garantizan la verdad y legalidad del voto popular.
La masa de electores de la Unión puede dividirse en dos grandes categorías: los votos organizados y los votos independientes. El voto organizado es el aplicado a un partido, con el que el partido cuenta en todo caso en favor de los candidatos que proclame. Este voto y esta organización es lo que se llama the machine, la máquina. El voto independiente es aquel que no se ha afiliado a un partido, se llama the silentvote, el voto silencioso, que se aplica en cada caso al candidato de sus simpatías de uno u otro partido.
La organización de los partidos se combina con el mecanismo electoral de la manera siguiente: en el acto de inscribirse, cada elector recibe, de manos de los fiscales de partido, una pequeña fórmula impresa, que dice: “El que suscribe, elector de tal colegio, declara afiliarse al partido (republicano o demócrata), acepta su programa, concurrirá a todas las reuniones a que sea convocado y votará por los candidatos que el partido legalmente proclame”.
El elector que desea afiliarse a un partido, firma y remite esa tarjeta, con lo que queda inscripto en los registros de aquél. Esta inscripción lo habilita para concurrir el año siguiente a las primaries, es decir, a las reuniones preparatorias del partido, en que se designan las autoridades del mismo, se nombran delegados a las convenciones locales o nacionales, todo de acuerdo con su carta orgánica.
En las elecciones parciales o en aquellas en que no hay un gran interés público, las elecciones se deciden generalmente entre las fuerzas organizadas, porque el voto independiente no se preocupa de ellos. Los candidatos se llaman entonces, machine made, es decir, hechos a máquina. Pero en las grandes elecciones generales, o cuando hay importantes intereses comprometidos, entonces, todo el voto silencioso se presenta, y aunque el poder de las fuerzas organizadas es muy grande, sin embargo, como se balancean entre sí, es el voto independiente el que decide. Es el que acaba de dar a los republicanos una mayoría que ha sorprendido aún a los más entusiastas. Se ha hablado y proclamado mucho sobre la corrupción, el fraude y la venalidad en las elecciones americanas, y para muchas gentes, es valor entendido que los millones que cuesta cada elección se emplean en su mayor parte en comprar votos. Es un error. Una elección nacional cuesta enormemente por los grandes gastos de propaganda que hay que hacer en 45 Estados; movilizando miles de oradores, repartiendo impresos por millones, subvencionando diarios, celebrando enormes meetings y costeando un ejército de empleados.
Es evidente que donde se agitan hombres y pasiones no hay que esperar una pureza, ni virtudes inmaculadas, y en las elecciones americanas se pueden denunciar vicios, torpezas, corrupciones y fraudes, en casos aislados; pero, lo mismo que la masa de las aguas de un gran río disuelve y purifica los residuos que las cloacas le arrojan, la enorme masa de votos sanos arrastra, domina e higieniza toda esa corrupción que no alcanza a contaminarla.
En Estados Unidos hay una opinión pública sana, vigilante e incorruptible; hay un pueblo que vota y que gobierna, que suele tolerar vicios y abusos; pero, cuando éstos colman la medida de su tolerancia, los castiga y los suprime con el tranquilo ejercicio de su poder, porque allí rigen instituciones representativas republicanas de verdad, y ése es el secreto de su grandeza política.
Para que se palpe la enorme diferencia que hay entre aquel pueblo y el nuestro, bastarán ciertas cifras, limitándome a las ciudades en que presencié la inscripción. En San Luis, ciudad con una población de 580.000 habitantes, se inscribieron, en los cuatro días de inscripción, 182.000 electores; en Greater New York, con una población de 3.500.000 habitantes, se inscribieron en los cuatro días, 688.000, y en toda la Unión, sobre una población total de 75.000.000, han votado, en las últimas elecciones de Presidente, 15.00.000 de electores; lo que quiere decir que, en Estados Unidos, los electores que ejercen sus derechos electorales representan a un 20% de la población total.
Apliquemos esta proporción a la gran ciudad argentina, Buenos Aires, con una población de 900.000 habitantes, debería presentar 180.000 electores. ¿Cuántos alcanzó a reunir en la elección de presidente? Apenas 30.000; es decir, 13%. Se dirá que en Estados Unidos votan casi todos los extranjeros y en la Argentina no, pero, ¿por qué no votan? Todo responde a la misma causa: porque no hay voto libre y respetado.
Acabamos de ensayar una nueva ley, que en la capital se ha aplicado honradamente, ofreciéndonos el espectáculo de una elección deficiente, pero libre, y, sin duda por eso, hay ya quien quiera suprimirla. La voz autorizada del presidente parece que la ha condenado también. La acusa también de ser contraria a la Constitución, de tender a rebajar el nivel intelectual y moral del Congreso y de desquiciar los partidos. Me permitiré observar, en primer lugar: que el modo y forma de la elección no es materia constitucional, sino legislativa, porque no es cuestión de fondo, sino de forma, y porque los legisladores deben estar facultados para introducir todas aquellas reformas que la experiencia universal aconseje, como más eficaces para garantizar el voto. Lo que es constitucional, es que haya Gobierno representativo, es decir, nacido del voto libre, y cuando ese principio fundamental no se respeta, es irónico preocuparse de la forma en que se ha de realizar la simulación.
En cuanto a que la elección uninominal deprima el nivel moral e intelectual de los Parlamentos y desquicie los partidos, creo que, por más autoridad personal que se tenga, no deben adelantarse afirmaciones que sólo reposan en esa autoridad, y que son contradichas por el ejemplo y la experiencia de todos los grandes pueblos de la tierra. Ese sistema de elección rige hoy en Inglaterra, Francia, Estados Unidos, en todas las Naciones libres, con excepción de Portugal; a ese sistema han llegado después de ensayar todos los otros, y en ninguna de esas Naciones ha deprimido el nivel intelectual de los Parlamentos, ni desquiciado los partidos. ¿Por qué produciría ese efecto entre nosotros? En cuanto al valor intelectual, el último ensayo contradice la afirmación; porque los diputados elegidos por la capital, en nada desmerecen de sus antecesores, y la única diferencia marcada es que éstos son verdaderos diputados. En cuanto al temor de que se desquicien nuestros partidos, es, sin duda, cruelmente irónico en estos momentos.
Se ha acusado a esa ley de haber despertado la venalidad política. El cargo es cierto, pero eso sólo indica la reforma que hay que decretar, y afirma la bondad misma de la ley. Si se han vendido votos, es porque ha habido libertad electoral; porque no hay voto más evidentemente libre que el voto que se vende. No se compran ni venden votos donde no hay voto libre, y si no, vaya alguien a comprar votos en la provincia de Buenos Aires.
La venalidad es un vicio de la libertad y ha existido en todos los pueblos libres. Es sabido que en Inglaterra la corrupción electoral llegó a tal extremo, que una elección, al Parlamento, costaba una fortuna, y los candidatos se arruinaban en la lucha. Fue necesario que los dos grandes partidos se pusieran de acuerdo para hacer cesar el abuso, y votaran la ley actual, cuyo rigor, contra todo asomo de venalidad llega hasta la exageración. Es prohibido, en Inglaterra, ofrecer a los electores un vaso de cerveza el día de la elección, y un diputado vio anulada su elección, porque se le probó que días antes de la elección había permitido a muchos electores cazar conejos en su parque. Se dijo que plata es lo que plata vale, y que los conejos pudieron ser vendidos en el mercado.
En Estados Unidos, la misma venalidad invadió todos los estados y el five dollar vote, el voto de cinco dólares, era ofrecido públicamente por empresarios electorales. El abuso se corrigió por el sistema del voto secreto y una penalidad severa. Hoy, ese mercado de votos no existe.
Hay, pues, que imitar estos ejemplos. En el proyecto sancionado por la Cámara de Diputados, venía el voto secreto, que yo hice suprimir en el Senado; porque ese voto exige gran honestidad por parte de los escrutadores, y temía al fraude encarnado en nuestros hábitos. Me apercibo hoy de mi error, pues el fraude puede corregirse por otros medios. Ahora, ¿cuál es la impresión que la elección de Presidente de los Estados Unidos ha dejado en mi espíritu argentino? Es, francamente, desconsoladora.
He visto agitarse la opinión pública: Presidente, Ministros, gobernadores, hombres públicos, grandes industriales, rentistas o comerciantes, agitarse y dirigirse a los electores en grandes reuniones públicas o por la prensa, discutiendo ideas, principios, propósitos, atacando o defendiendo a los candidatos y a los partidos, y, a pesar de esta intervención personal y pública de los hombres investidos de autoridad (el gobernador de Nueva York era el presidente del comité nacional del partido republicano), jamás escuché una protesta por coacción o violencia, pues al gobernador Odell, el cargo que se le hacía, es que desatendía sus deberes de gobernador por ocuparse de sus funciones de presidente del comité.
Sólo se actuaba por convencimiento sobre el ánimo de los electores libres y conscientes, y el gran diario neoyorkino, el Herald terminaba todos los días su revista del estado e incidentes de la lucha, con esta frase sacramental: el pueblo decidirá. Hay allí, pues, un Gobierno verdaderamente representativo, republicano, federal; un pueblo que se gobierna a sí mismo y 15.000.000 de ciudadanos que votan. ¡Cuán humillante y triste es comparar todo esto con ese simulacro de Gobierno representativo que impera en la Argentina y en toda Sud América!.
Si un americano me hubiera pedido que le explicara el mecanismo electoral entre nosotros, para complacerlo hubiera tenido que confesarle lo siguiente:
En nuestras provincias, el poder político reside en el gobernador. Él no admite que haya comités ni partidos que limiten ese poder, y los suprime en defensa de lo que él llama “la integridad de su autoridad”; no comparte la dirección política con nadie, porque esto, siempre según sus doctrinas políticas, afectarían su autonomía. En las distintas circunscripciones de su provincia, entrega toda la autoridad a un delegado, con facultad para proceder autocráticamente, bajo la sola condición de que no se permitirá tener candidato para puesto público alguno, debiendo siempre hacer votar por quien designe el gobernador en el ejercicio de la integridad de su autoridad. Si alguna vez se permitiese faltar a esta consigna, sería inmediatamente “reventado”. Todas las leyes políticas las hace el gobernador, quien las remite a las Cámaras para que las sancionen, siendo un acto de insubordinación, por parte de un senador o un diputado, el negarles su voto.
Los senadores y diputados no son representantes del pueblo de la provincia, sino del gobernador, y le deben obediencia. Si alguno se insubordina, no será reelegido y perderá su puesto y su dieta.
Si algunos senadores se permiten reunirse privadamente, para tratar de cuestiones políticas, el hecho es denunciado como un “complot”; los culpables son llamados a la presencia del gobernador y duramente amonestados. Si se disculpan y se declaran arrepentidos, se les perdona y pueden retirarse con alguna esperanza de ser reelegidos.
El gobernador saliente designa a su reemplazante, por sí y ante sí, como heredero testamentario. Esto es indispensable para garantizar la continuación de “su política". Los senadores y diputados al Congreso, como los electores de Presidente, los designa el mismo gobernador, y por esto, públicamente, se refiere a ellos como “mis” senadores, “mis” diputados y “mis” electores, y los negocia en block cuando se trata de alguna combinación política.
Como no hay partido político con programa o denominación conocida, se supone que es a causa de que todos los partidos se han unido, y, al unirse, han perdido nombre y bandera.
Para sostener todo este andamiaje hay batallones de línea, que se llaman “bomberos”, y regimientos de caballería, que se llaman “volantes” y para entretener a la opinión, de vez en cuando se reforma la Constitución, para corregirle sus “asimetrías”, y todas estas enormes “bellaquerías” se adornan con grandes discursos y pomposas frases spencerianas, sobre derechos populares y libertades públicas, sobre las grandes evoluciones de las ciencias y el progreso, y se comprueba la sabiduría y acierto de esa organización política con la gran prosperidad y riqueza de un suelo fertilísimo, que surge a pesar y al través de las grietas de todas las rocas que lo oprimen.
¿Y en el orden nacional? Mutatis mutandis, hasta ahora ha sido lo mismo.
¿Y la opinión pública? Existe, pero es “femenina”. Se la ve en los corrillos, en los clubs, en los centros sociales, donde se murmura, critica, condena o absuelve. Suele tener sus crisis nerviosas y ataques epilépticos, pero pasan rápidamente y todo vuelve a la tranquila murmuración diaria.
Para disculparnos ante el americano que, asombrado, oyera todas estas enormidades, podría decirle que no son exclusivas nuestras, sino que es lo que caracteriza a todo SouthAmerica, con la sola ventaja que nosotros, con paciente esfuerzo, hemos ya inculcado en el espíritu público, que las revoluciones y los motines no son el remedio a estas prácticas, que, por el contrario, agravan; porque, si es evidente que cuando un maquinista imprudente atiza la hoguera y cierra todas las válvulas, se expone a hacer reventar la caldera, también es evidente que, cuando una máquina no funciona regularmente por culpa del maquinista, no puede aceptarse como un principio de mecánica racional que el único remedio consiste en hacer volar la máquina y al maquinista. Estas explosiones existirán siempre que haya imprudencias o torpezas, pero hay que tratar por todos los medios de evitarlas.
He leído las promesas de la nueva administración. Nunca he dudado del patriotismo, capacidad, experiencia y buenas intenciones del Presidente, pero, desgraciadamente, sabemos que con éstas está empedrado el camino del infierno. ¿Podrá realizar sus propósitos? ¡That is the question! Ha recibido al país en plena descomposición política, con prácticas como las que acabo de bosquejar, que no son invención de los actuales mandatarios, sino herencia atávica; es el cacique que el cristianismo convirtió en caudillo, y el caudillo que la instrucción ha transformado en autócrata, conservando los antiguos hábitos y prácticas de mando absoluto y tratando al pueblo como a la primitiva tribu sumisa y obligada a obediencia pasiva. Está rodeado por camarillas más o menos cultas o ilustradas, pero que se disputarán el predominio con propósitos exclusivos y egoístas. No existe opinión organizada, viril y eficaz, que lo sostenga y aliente, si se resuelve a proceder, a pesar de todo y de todos.
Entretanto, la tarea es enorme, y, si queremos ser lo que me pronosticaba que seríamos el presidente Roosevelt, “los Estados Unidos del Sur”, tenemos que rehacerlo todo, creando espíritu público, partidos políticos, conciencia en cada ciudadano de sus deberes y responsabilidades, y encarnar en los gobernantes el sentimiento de que son simples mandatarios administrativos, sin más derechos electorales que los que les corresponden como simples ciudadanos.
Para realizar esto, se necesita de una energía y un vigor que dudo los tenga la actual administración. Creo algo más, que exige un esfuerzo superior al que pueda realizar nuestra generación, ya pervertida y enervada, y que será necesario que surja una nueva que tenga el fanatismo de la libertad, como la de Mayo tuvo el fanatismo de la independencia, y que sepa conquistarla sufriendo todas las privaciones y venciendo todos los obstáculos. Si algún Presidente llegara a realizar la ardua empresa, la historia lo colocaría al lado de San Martín, y la posteridad lo honraría como a los fundadores de la independencia y de la libertad del pueblo argentino.
¡Así sea!
CARLOS PELLEGRINI

Fuente: www.fundacionpellegrini.org.ar
[1] "Titulamos -dice la Fundación- Cartas Norteamericanas a la correspondencia que desde París envió el doctor Pellegrini, en noviembre de 1904, al diario La Nación, de Buenos Aires, publicada en la fecha que en cada caso se indica, porque al describir nuestro estadista los más variados aspectos de la gran República del Norte, siguió el ejemplo de Taine en sus Notas sobre Inglaterra, aparecidas en Le Temps, en las que el crítico francés resumió experiencias y juicios de sus viajes a Gran Bretaña entre los años 1858 a 1871.
Pellegrini visitó Estados Unidos en 1883 y 1904 y en ambas oportunidades recibió de aquel país profundas lecciones de aplicación inmediata en el nuestro. “Estoy muy contento de mi gira: he visto mucho nuevo y bueno y he asistido a la escuela práctica de nuestras instituciones, escuela y práctica que no existen ni se conocen entre nosotros”, confiesa a su hermano Ernesto, en carta fechada en París el 4 de noviembre de 1904.
El Barón de Río Branco acopió, en análoga correspondencia, parecidas enseñanzas, muy comentadas por el país hermano. Cuando un hombre de la talla de Pellegrini se da a estudiar la estructura político-administrativa y social de un país más evolucionado que el suyo, pone máximo interés en descubrir relaciones o afinidades con su propia tierra, a fin de incorporar a ésta cuanto implique bienestar y superación general. Tal el propósito y espíritu de estas Cartas. Es indudable que el credo democrático de Pellegrini cobró mayor relieve y firmeza después de su segundo viaje a Estados Unidos. Mr. Teodoro Roosevelt, presidente, entonces, de la Unión, sintió por él sincera simpatía, admirando sus virtudes de estadista, al punto de haber hecho suyos ciertos conceptos políticos y administrativos de Pellegrini, en ocasión de dirigirse, días después, al Parlamento norteamericano.
Que gobiernen los aristócratas a condición de que sepan hacerlo con talento”, cuenta Taine le dijo un ciudadano inglés, partidario de John Bright, y agregó: “nuestro pueblo sólo desea vivir tranquilo, con honradez y libertad”.
Tal pudiera ser, en síntesis, la lección de Pellegrini en sus Cartas, trazadas cuando las fuerzas del cuerpo iban escapándosele y acrecían, en su alma, nobles inspiraciones patrióticas".

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