diciembre 11, 2010

Conferencia a los estudiantes de Carlos Pellegrini, en el Teatro Odeon (1897)

CONFERENCIA A LOS ESTUDIANTES EN EL TEATRO ODEON [1]
Carlos Pellegrini
[25 de Agosto de 1897]

Estamos ya empeñados en una de las grandes luchas periódicas en que la opinión pública se agita y conmueve, las pasiones se enardecen y los intereses se chocan; y se prepara la gran batalla en que los partidos y los hombres van a batirse por el triunfo de sus ideales, de sus aspiraciones, de sus ambiciones, o simplemente de sus simpatías.
Por desgracia para nosotros, el final de estas luchas no ha sido siempre tranquilo; y las pasiones enardecidas, salvando límites que la razón y el patriotismo marcan, nos han llevado a excesos que no quiero recordar.
Nuestro anhelo debe ser que esos finales, que nada favorecen nuestro nombre ni nuestra fama, sean sólo un triste recuerdo del pasado: y creo que uno de los medios de realizar este anhelo, es mejorar nuestras prácticas políticas, dando más campo, más escena al pensamiento y a la reflexión, y menos al sentimiento y a la pasión, tan fácil de exaltar como difícil de contener. Por eso, en vez de convocaros a la plaza pública para proclamaros, buscando la palabra sonora y ardiente que encienda vuestros entusiasmos y os entregue a ese arrastre poderoso de las masas, tan irreflexivo como irresistible, que suele llevar a la gloria como suele llevar al delito, he preferido buscaros aquí, para que, en la tranquilidad y el reposo de una reunión selecta y culta, pueda daros todo lo que os puedo ofrecer: mi manera de ver y apreciar los sucesos y mi experiencia de los hombres y las cosas de nuestra tierra.
No vengo, no, a apagar el natural entusiasmo de almas jóvenes, ni a condenar la parte que el sentimiento debe tener siempre en vuestros actos; sería una mutilación, sería arrancar a la juventud lo que tiene de más atrayente y de más hermoso, lo que da tanto vigor a su acción; quiero sólo dirigirme primero a vuestra inteligencia, darle todos los elementos para un juicio tranquilo, formar así vuestra convicción política y dejaros en seguida entregados a vuestros propios impulsos, a vuestras expansiones y entusiasmos, que pondrán alas al pensamiento para que alcance a todas las alturas y se extienda más allá de todos los horizontes.
Pido al que inspira mi palabra, que ella sea toda de verdad, y de verdad y justicia desapasionadas. Cuando se llega a cierta altura de la vida, hay en el fondo de toda alma un cúmulo de desencantos, de rivalidades, de decepciones, de pequeños o grandes enconos, escozor de viejas heridas, que son el residuo amargo de la propia vida; y me creería altamente culpable si viniera a buscar vuestras almas, jóvenes y sanas, para derramar sobre ellas la gota acre y corrosiva que se destila de esos residuos, cuando el alma se reconcentra en la soledad y el silencio de su propio crepúsculo.
Busco que sea la verdad y no la pasión, la que inspire y mueva la acción de la juventud, no sólo por interés patriótico, sino también por propio egoísmo, puesto que mi destino o mi desgracia han querido que yo, que jamás he contribuido a exaltar pasiones, sea uno de los que han tenido que sufrir su choque en la hora febril de luchas en que el golpe que se da suele doler más que el golpe que se recibe.
Con estos sentimientos y estos anhelos, vamos a conversar un rato de política, vamos a examinar nuestros partidos y nuestros hombres, las grandes tendencias históricas y los pequeños incidentes caseros; estudiaremos los hombres en la escena y penetraremos entre telones, para tratar de darnos exacta cuenta de lo que haya de sinceridad y de verdad en todo lo que vemos y en todo lo que oímos.
Dada la señal de la lucha, el primero en presentarse en la liza ha sido el Partido Nacional. En medio de un quietismo enervante, inició el movimiento y despertó la atención nacional. Ha sido el primero, porque era el único partido en estado de iniciar una campaña.
Era la única fuerza popular organizada y disciplinada en toda la República, pronta para acudir a cualquier punto y a cualquier llamado. Su preponderancia era indiscutida y es hoy mismo claramente reconocida. Lo que el Partido Nacional representa en nuestra escena política, he tenido ocasión de decirlo hace poco, al dirigirme a nuestra convención. Os trazaré su genealogía histórica en dos palabras.
Buenos Aires, asiento del virreinato, gobernó la colonia por siglos, durante los que aprendió y se habituó al mando. Vino la revolución; la colonia se hizo Nación, y Buenos Aires, obedeciendo a esos hábitos seculares, quiso continuar gobernando y dirigiendo, a pesar de la resistencia de los pueblos del interior; y antes de terminarse el primer año de nuestra gran revolución, entre morenistas y saavedristas, se produjo el primer choque de esas dos fuerzas o tendencias que, bajo distintos nombres, al través de mil incidentes y variados aspectos, forman la trama de toda nuestra historia política.
Cuando tenía vuestra edad, la primera lucha nacional en que tomé parte fue la del año 73. La opinión pública, en la provincia de Buenos Aires, estaba dividida entre nacionalistas y autonomistas. Los primeros buscaban la reelección del general Mitre, los segundos la elevación a la presidencia del ex gobernador de Buenos Aires doctor Alsina. Había otro candidato; pero no lo tomábamos en cuenta. Tenía en esta capital, por junto, once partidarios. Los conocí y podría nombrarlos. Era tan profunda, tan inconmovible la convicción que asistía a este pueblo, después del triunfo de Pavón, de que a él sólo le correspondía dirigir y gobernar la República, que nadie se cuidaba de la opinión del interior. El que triunfe en Buenos Aires, triunfará en la República, se nos decía; y lo creímos. Pero llegaron las elecciones de diputados al Congreso, y, para inmenso estupor nuestro, resultó que el interior tenía una opinión propia, que era contraria a la de Buenos Aires, que esa opinión era mayoría y que esa mayoría iba a elegir presidente de la República a uno de nuestros talentos más esclarecidos, al brillante y sagaz estadista doctor Avellaneda.
El doctor Avellaneda comprendió, desde el primer momento, que, si bien el voto de 13 provincias sobraba para hacer un Presidente, la opinión de la capital era necesaria para realizar un Gobierno, e inmediatamente de asegurado su triunfo, buscó el concurso de uno de los dos partidos porteños.
La gran figura nacional y la importancia política del general Mitre, hicieron que su partido fuera elegido en primer término; pero, desairado por éste, Avellaneda se dirigió al partido autonomista, y su jefe, el doctor Alsina, y sus hombres dirigentes, comprendiendo toda la trascendencia del propósito, aceptaron la alianza, y, desde ese día, una parte del localismo porteño y el localismo provinciano, se confundieron en un solo gran partido, el primero verdaderamente nacional que se haya mantenido al través de tantas vicisitudes, y que se presenta hoy tan unido y fuerte, que no hay en la República otro que por sí solo se considere capaz de medirse con él. Tan encarnado está en nuestra vida nacional, que, como a los viejos partidos ingleses, se le designa por una palabra o por una abreviatura; y, por una coincidencia feliz y de buen augurio, esa abreviatura es la que nuestras madres, al enseñarnos a balbucear el primer rezo, nos acompañaban a pedir al Todopoderoso como la bendición de cada día.
Llegamos ya a la época presente. El P. A. N. convoca una convención de sus hombres principales, para que, interpretando la voluntad, las aspiraciones y las simpatías del partido, diga cuáles son sus propósitos y cuáles sus candidatos. La convención se reúne, formula su programa y designa los ciudadanos por quienes el partido debe votar cuando sea convocado, y aquí se produce el fenómeno más curioso que jamás hayamos presenciado.
En la experiencia que todos tenemos de las prácticas democráticas, propias o ajenas, hemos creído siempre que, cuando un partido es llamado a designar un candidato, designa a aquél que reúne las simpatías de la mayoría de sus correligionarios, y no aquél a quien prefiera la mayoría de sus adversarios. Creíamos que, cuando se reúne, en los Estados Unidos, la convención del partido republicano, para designar su candidato para Presidente, consulta sólo sus propias simpatías, sin que jamás se le ocurra preguntar a los demócratas si esa designación los contraría o mortifica. Pero parece que, entre nosotros, las prácticas son otras y que el P. A. N. ha cometido el más enorme e ingenuo de los errores, al proclamar sus candidatos sin beneplácito previo ni de la Unión Cívica Nacional ni del Partido Radical.
El resultado de este error no se hizo esperar. Esos partidos protestaron, indignados, contra esta violación de todos los principios, e invitaron al pueblo y a la juventud a protestar con ellos. Y este enorme absurdo no ha sido el resultado de un acto impremeditado e irreflexivo, sino una idea discutida, madura y tranquilamente realizada, no por la sola acción de juventud inexperta, sino con la concurrencia y el aplauso de estadistas eminentes.
No hubo quien dijera a esos jóvenes -que cubrían nuestras calles de carteles llamando al pueblo a adherirse a su protesta- que sólo se protesta contra una violación del derecho, y que un partido que levanta una candidatura, sea la que fuere, no ataca derecho alguno, sino que hace uso del propio, del más grande y más sagrado que tiene un ciudadano: el de votar por quien mejor le convenga. No hubo quien les dijera que la altivez y la energía de que blasonan no se revelan en propósitos negativos ni en odios inconscientes, sino en la viril afirmación que lanza a la faz del contrario el nombre y la bandera, expresión franca y resuelta de sus ideales y de sus simpatías.
No hubo quien les dijera que un movimiento de opinión que se apoya en un absurdo no tiene base ni raíz y va derecho a un fracaso. Si alguien, a quien esa juventud hubiera escuchado, les hubiese dicho todo esto, habría ahorrado un mal ejemplo y una decepción, y hubiera velado por las buenas prácticas políticas.
Tal vez no debiera, por su frivolidad, recoger una especie que se adelantaba como razón y objeto principal de ese meeting.
Nos refieren las crónicas que, antes de penetrar el comercio europeo en China, los guerreros de este país, cuando llegaba el caso de una lucha intestina, en vez de emplear las armas mortíferas que nosotros usamos, se limitaban a vestirse de trajes fantásticos: cubrían su cabeza con máscaras, representando monstruos extraños, y avanzaban hacia el adversario produciendo ruidos que imitaban el rugido de seres feroces. Su único propósito y su única esperanza eran asustar al adversario. No puedo creer ni admitir que la juventud metropolitana, a quien creo y sé capaz de todas las heroicidades, se haya reunido y buscado el concurso de los hombres más distinguidos que honran a nuestro país, con el solo, único e infantil propósito de imitar a los antiguos guerreros chinos.
No; el móvil verdadero que ha engendrado ese meeting, el único que lo explica con naturalidad y sin desdoro, es que los hombres que lo iniciaron han cedido, sin apercibirse tal vez, al viejo sentimiento porteño, a esa tendencia histórica que, aunque muy debilitada, persiste todavía y ejerce sobre la opinión de la capital una influencia innegable.
El meeting ha sido, entonces, una tentativa de veto, que la opinión de la mayoría de la capital pretende oponer a una fórmula que se presentaba como expresión de la voluntad nacional.
Pero, al tomar esta actitud, los jóvenes y sus directores metropolitanos desconocen una vez más el papel que la opinión de la capital tiene que representar en el Gobierno de la Nación, y, al extraviar nuevamente el criterio político de esta gran ciudad, pueden renovar extremos y extravíos pasados, que tienen su verdadero origen en estos errores políticos.
La capital encierra la mayor suma de ilustración y cultura de la República, pero su población es sólo una minoría con relación a la población nacional. La correlación de estos dos hechos establece y limita claramente la acción metropolitana en el Gobierno de la Nación. Un Gobierno nacional que despreciara o hiciera caso omiso de lo que representa la mayor suma de ilustración en el país, sería imposible, sería contrario a los demás grandes fines del Gobierno mismo; pero también sería la negación de todos nuestros principios democráticos, de todo nuestro régimen político, que una mayoría de los vecinos de la capital gobernara imperativamente sobre una Nación de cuatro millones de habitantes.
La fórmula verdadera es, entonces, la siguiente: la Nación manda y la capital dirige.
Una protesta o un veto de la capital importa una insubordinación, que puede adquirir las proporciones de una rebelión; y esto explica el origen de dolorosos sucesos pasados.
La capital, entonces, debe limitarse a concurrir a la elección, a la par de cualquier provincia, dentro de su capacidad electoral, y a acatar el voto de la mayoría, sea cual fuere, le agrade o no le agrade; y los elegidos de la Nación, si quieren realizar un Gobierno fecundo, que haga honor a su partido y a su país, tienen que buscar el concurso intelectual y culto que les ofrece nuestra gran metrópoli.
Fijar bien estas verdades, establecer con claridad el derecho de cada uno, es propender al equilibrio de las fuerzas, para que éstas obren armónicamente, sin lo cual no podrá jamás funcionar con regularidad ningún mecanismo institucional, y nos veremos continuamente expuestos a que nuestras grandes luchas electorales, que ponen a prueba la bondad de nuestra organización, acaben en una catástrofe.
Hay quienes sostienen que el origen de la protesta está en las condiciones y antecedentes de los candidatos, y que el Partido Nacional ha cometido poco menos que un delito y ha lanzado un reto audaz a la opinión del país, al pretender llevar a la primera magistratura a tales ciudadanos.
Tócanos defender esa fórmula y examinar lo que hay de verdad y lo que hay de pasión política en tal cargo.
Formé parte de la convención del Partido Nacional, tuve el honor de presidirla y di mi voto por el general Roca, para candidato a la futura Presidencia de la República. Si es difícil penetrar el alma de una asamblea numerosa y descubrir los mil móviles distintos que obran sobre el espíritu y voluntad de sus miembros, y que se traducen en un voto que resume la diversidad en la unidad, es fácil en este caso explicar por qué se votó por el general Roca y estudiar lo que puede haber para la Nación de absorbente y depresivo en este voto.
En primer lugar, el candidato de la convención tenía que ser un miembro del partido. Creo que sobre esto no puede haber controversia. Dentro del partido había que elegir un ciudadano que tuviera la capacidad del Gobierno y títulos a la consideración nacional, y, dentro del grupo de ciudadanos en estas condiciones, buscar a aquél que reuniera mayor suma de prestigio, mayor suma de voluntades, que van hacia un hombre por razones que ni se explican ni hay el deber de explicar; pero que, una vez en el Gobierno, le dan el nervio, la iniciativa, la eficacia, sin lo cual el poder es una sombra estéril, algo inútil e impotente, como un cuerpo sin brazos. Pues bien; entre el grupo de miembros del Partido Nacional, con servicios prestados al país y con la experiencia y práctica del Gobierno, todos veían, salvo que la pasión pusiese un velo ante sus ojos, destacarse la figura del general Roca.
Militar, nadie le niega el primer puesto entre los más distinguidos generales de nuestro ejército.
Tiene experiencia en la vida pública y servicios innegables.
Hubo una época, no tan distante que no puedan recordarla hombres jóvenes todavía, en que nuestros inmensos territorios del Sur eran dominio del salvaje. Cinco provincias argentinas, de Buenos Aires a Mendoza, eran víctimas continuas de las depredaciones de la barbarie. A sesenta leguas de esta capital, la civilización y el progreso estaban detenidos, y cesaba allí toda garantía a la propiedad y a la vida.
Ese monstruo de la pampa nos arrancaba cada año, como el tributo de las cien vírgenes griegas, el tributo de madres argentinas condenadas al cautiverio brutal. Había entonces la frontera, el fortín, el contingente, la invasión; es decir, la libertad, la vida, la fortuna del habitante de la campaña continuamente amenazada. Esto duraba hacía siglos y amenazaba perpetuarse sin término, hasta que dos ciudadanos, que desempeñaron sucesivamente el ministerio de la Guerra, resolvieron librar al país de tan cruel y oprobioso vasallaje. Estoy diciendo lo que todos vosotros sabéis; pero, cuando la ingratitud pide el silencio y el olvido, la justicia reclama la palabra y el recuerdo.
Alsina hizo de la cuestión fronteras, el problema absorbente de su vida; puso en él todas sus fuerzas y todas sus energías, venció dificultades sin cuento y pereció en la demanda, dejando su obra apenas comenzada. La gratitud de su pueblo ha perpetuado sus formas en bronce, y veinte años transcurridos no han debilitado el recuerdo de sus servicios.
A Alsina sucede el general Roca, quien acepta la herencia y se compromete a realizar la obra. La afrontó como militar, trazó su plan de campaña y prometió resolver en seis meses el problema secular. Y en seis meses quedó resuelto. Con el concurso de un ejército pequeño, pero endurecido en la fatiga y modelo de constancia y disciplina; auxiliado por los más brillantes jefes divisionarios, para quienes no había orden difícil de cumplir, la pampa inmensa y misteriosa se vio cruzada en todo sentido, siguiendo un plan estratégico, y el salvaje, sorprendido en sus aduares, se rindió a la civilización o huyó despavorido, para desaparecer en las quebradas profundas de la cordillera.
Al anuncio de que el indio no existía ya, los pueblos fronterizos al desierto despertaron de una atroz pesadilla; la Nación conquistó el dominio pacífico de los inmensos territorios del Sur, que hacía poco hubieron de ser tratados como res nullius; las fronteras nacionales quedaron afirmadas en el derecho y en el hecho; para el pobre gaucho cesó el contingente y el fortín; el desarrollo de la riqueza pública contenida se desbordó, y la población y el trabajo convirtieron en breve a la pampa salvaje en centro de actividad y de progreso.
Y bien, mis jóvenes amigos, yo creo que un hombre a quien le ha tocado en suerte prestar tal servicio a su país, merece la consideración pública, y no sé hasta qué punto, jóvenes que sin duda encierran brillantes esperanzas, que espero cuajen en fruto, pero que hasta ahora no han sido útiles a su país, puedan, no diré con justicia, puedan con derecho levantar su voz airada para desconocer esos servicios y agraviar a su autor.
Hay algo más: hace apenas dos años que se acumulaban en nuestro horizonte nubes de tormenta, y el sentimiento público se concentró, presintiendo horas de prueba, en las que tal vez hubiera que jugar todo lo que una Nación tiene de caro y de sagrado. La juventud se dirigió a los cuarteles y preparó tranquilamente sus armas; la Nación se armó y organizó sus fuerzas, y en la solemnidad de esos momentos, en que las pequeñas y miserables pasiones callan ante la inmensa palpitación patriótica, todas las miradas y esperanzas se dirigieron a un hombre, a cuya inteligencia y patriotismo, si la hora fatal hubiese sonado hubiéramos confiado la honra de la patria, las glorias de su bandera, lo mejor de nuestra vida y de nuestra sangre.
El peligro fue conjurado; las nubes se disiparon y, tranquilizada la ansiedad patriótica, un grupo de jóvenes aparece en la plaza pública y anuncia, a propios y extraños, que la pretensión de un partido de llevar a la Presidencia de la República a aquel a cuyas órdenes hubieran combatido con honor y con gloria, es un ultraje nacional, que debe rechazarse con altivez y energía.
No pretendo ni puedo pretender que los servicios que haya prestado el general Roca hagan de él el candidato obligado a la Presidencia; no pretenderé que no haya otros ciudadanos tan capaces y tan dignos del alto puesto, ni menos que el general Roca no haya cometido errores en su vida política, o que no tenga defectos que puedan ser fácilmente señalados.
No. Con lo que os he dicho, sólo quiero establecer qué es lo que Sarmiento llamaba un personaje consular, que su candidatura es lógica y natural dentro de su partido, y que, si puede ser combatida, como la de todo hombre público, hay evidente injusticia y apasionamiento cuando se da a la oposición un carácter violento, ofensivo y enconado, sobre todo por parte de jóvenes, que tiempo tendrán para acumular amarguras y hasta odios propios, sin necesidad de hacerse herederos voluntarios de los ajenos.
Pero, dejando a un lado esas explosiones apasionadas y volviendo al debate tranquilo, quiero darme cuenta de las objeciones reflexivas, y que quiero creer sinceras, que se hacen a las candidaturas sostenidas por el Partido Nacional, porque quiero llevar a vuestro convencimiento que, al votar por éstas, no vais a incurrir en un error, ni a faltar a ningún principio de buen gobierno.
Hay quienes dicen: reconocemos todos los méritos y servicios del general Roca, pero creemos que ya están suficientemente recompensados y que este nuevo honor es excesivo. La observación merece detener nuestra atención, y estaría plenamente justificada si la designación del general Roca importara la postergación o el desconocimiento de otros méritos y otros servicios que esperaran con justicia su recompensa.
El que un ciudadano haya recibido honores y distinciones, por grandes que éstos sean, no importa declararlo inhabilitado para otros nuevos, y si dentro del partido llamado a designar su candidato no hay quien se sienta postergado o desconocido, la objeción desaparece. El Partido Nacional, al levantar por segunda vez la candidatura del general Roca, no se ha excedido en el homenaje, como no creyó excederse el Partido Nacionalista, el 73, al proclamar, por segunda vez, candidato al general Mitre; sino que ha elegido, entre sus hombres principales, a aquél a quien por diversas causas concurren más voluntades, sin admitir que los puestos públicos que ha ocupado y que han contribuido a darle la notoriedad que tiene, importen una incapacidad política.
Se nos dice también que la reelección es contraria a nuestras tradiciones nacionales y a la índole de nuestras instituciones, y creo poder demostrar que esas afirmaciones no son exactas. Han pretendido la reelección varios de nuestros Presidentes: Urquiza, Mitre y Sarmiento, y si ninguno de ellos realizó su propósito, no fue por resistencia a la reelección, sino por otras causas, que dieron la mayoría a sus adversarios.
Si nuestra Constitución no admite la reelección inmediata, es por demás sabido que es con el objeto de evitar que la gran influencia política depositada en manos del Presidente, pueda emplearse en servicio propio; pero, una vez que ese peligro desaparece, cesa la prohibición. Cuando, para condenar las reelecciones, se habla de Porfirio Díaz, se hace la confusión entre un principio y un abuso. La autoelección será un abuso condenable, pues importa la supresión de todas las libertades y de la opinión pública; pero la reelección resultante del voto libre de un pueblo, no es más que la consagración de un mérito.
En el país más libre de la tierra, en las Naciones de civilización más adelantada, regidas por un sistema de gobierno parlamentario, la conservación en el poder o la vuelta periódica al poder de los mismos hombres, es considerada como garantía de buen gobierno. Asegura mejor la inteligencia, la experiencia, la tradición de los negocios públicos. ¿Cuántos años estuvo en el poder Cavour, cuántos Bismarck, cuántas veces han vuelto al poder Disraeli o Gladstone, Cánovas o Sagasta? Todos han gobernado más tiempo que Porfirio Díaz. Si algo ha desprestigiado el Gobierno republicano en Francia, ha sido justamente el cambio demasiado frecuente de sus hombres de Gobierno.
No; la conservación en el Gobierno de los hombres de saber y de experiencia, es y será siempre más juicioso que el cambio por el placer de cambiar, que aleja a los viejos pilotos, para caer tal vez en manos inexpertas e incapaces.
Puedo, además, oponer a una fracción que nos es contraria su propia opinión en esta materia, que la obligará a reconocer la verdad de la doctrina que dejo expuesta.
Los partidarios políticos del general Mitre, por dos veces, han procurado su reelección, y el distinguido hombre público por dos veces ha aceptado su candidatura, y seguramente la hubiera rechazado, si esa aceptación importara contrariar las tradiciones nacionales o la índole de nuestro régimen político. No; nosotros podemos reconocer en el general Mitre una de nuestras más grandes figuras nacionales y no votar por él por causa de disidencias políticas; pero jamás podremos pretender que el ejercicio anterior del poder, es decir, su experiencia en el Gobierno, pueda ser un impedimento a su reelección.
Ahora, si se dice que el Gobierno anterior del general Roca fue tan malo, que su renovación sería una calamidad nacional, entonces el argumento se presenta en otra forma, grave si fuera exacta. ¿Es ella cierta? Veamos.
Empecemos por hacer un poco de justicia distributiva. El general Roca no hizo un Gobierno unipersonal ni absoluto. Compartió el Gobierno y sus consejos con varios ciudadanos conocidos y distinguidos. Tuve el honor de acompañarle en los últimos tiempos de su período presidencial. Si ese Gobierno no fue sino un abuso prolongado, todos los que participamos directamente en él tenemos que asumir la responsabilidad de nuestros actos, y si ellos importan una inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, todos estamos inhabilitados, como castigo de nuestra falta.
Pues bien; una fracción importante de nuestros adversarios, tiene por jefe a uno de nuestros hombres públicos más estimables, a uno de nuestros estadistas más distinguidos, un ciudadano que, si llegara a la primera magistratura, aunque contra vuestro voto, honraría a su cargo; tiene al doctor Irigoyen, quien compartió con el general Roca la mayor parte de su período presidencial y que ocupó en los consejos de ese Gobierno un lugar prominente. ¿Hay alguien que sostenga o haya jamás insinuado que los muy grandes servicios que prestó al país el doctor Irigoyen, como ministro del general Roca, son una tacha en su vida pública o le importan una inhabilitación perpetua para el ejercicio de cargos públicos? Nadie.
Y si esto es verdad, ¿qué justicia hay en el cargo contra el general Roca? ¿O acaso se pretende hacer, del doctor Irigoyen y de los hombres que acompañamos al general Roca, entes inconscientes e irresponsables? No; ese Gobierno fue de orden y de progreso indiscutibles; en él hallaron solución honrosa nuestras grandes cuestiones internacionales; en él no hubo ni más ni menos libertad que la resultante de nuestros hábitos y de nuestra educación política, y en él se palpaba, en el manejo de los negocios públicos, pensamiento y voluntad.
Se nos dirá que en ese Gobierno se cometieron errores, tal vez abusos, y yo pregunto a mi vez: ¿Cuál es el gobernante que asume la responsabilidad del cargo y se presenta a arrojar la primera piedra? ¿Acaso sería difícil señalar graves errores en el Gobierno de Rivadavia, en el de Mitre, Sarmiento o Avellaneda? ¿Y quiénes serían osados para presentarse a lapidar esos nombres respetados y venerados, porque fueron humanos y no fueron impecables? No; el Gobierno es tarea difícil; más aún entre nosotros, pueblos de organización embrionaria y educación imperfecta, y su juzgamiento no puede ser tan severo que haga del error un delito.
Hay quienes objetan, por último, que el general Roca no es un literato y que no ha tenido comercio con las musas. Es verdad; pero, en cambio, es un soldado que ha ganado batallas, y, al fin, la victoria tiene también su poesía.
En cuanto a nuestro candidato para Vicepresidente, creo excusada la defensa donde no existe el ataque, pues nadie le ha negado al doctor Quirno, ni experiencia ni méritos propios. Por fácil que sea el olvido, sus servicios al país son demasiado recientes para que sea necesario recordarlos.
Creo haberos demostrado, mis amigos, con lo que llevo expuesto, que la fórmula de la convención nada tiene de absorbente ni de deprimente para la República, y que no acusa nada podrido dentro de la Nación; que el Partido Nacional ha procedido juiciosa y correctamente, dentro de su propio criterio y simpatías, y que puede, por lo tanto, decir a los eminentes hombres públicos que tan duramente han calificado esa fórmula, lo que el doctor Vélez Sársfield dijo a uno de ellos, en un debate memorable: “Esas afirmaciones no se contestan, se perdonan. Son hijas de vuestras pasiones y no de vuestra inteligencia”.
Pero se dice: hace treinta años que el Partido Nacional gobierna la República bajo distintas fórmulas, dentro de sus distintos matices, y es tiempo ya de que ceda el campo, puesto que la rotación de los partidos en el Gobierno y en la oposición, ha sido siempre considerada como principio de buen gobierno.
La reflexión es exacta, y aunque la tendencia natural de todo partido sea mantenerse en el poder y resistirse a ser desalojado, no sería yo, sin embargo, quien miraría con pena ni lamentaría, que otro gran partido asumiese la dirección y el Gobierno de la República, bajo la vigilancia del Partido Nacional, encargado de la oposición.
Pero, ¿cuál es el partido que está en situación de llegar al Gobierno por su propio esfuerzo y conservarse en él con sus propios elementos? Examinémoslo con toda imparcialidad.
La Unión Cívica Nacional está formada por los restos de un gran partido porteño, que venció en Pavón y se dividió al día siguiente de la victoria. La causa de esa división fue el proyecto de federalizar la provincia de Buenos Aires, iniciado por el general Mitre y combatido por el doctor Alsina y sus amigos, que veían, en esa federalización, sólo un propósito o un medio de dominación nacional.
Ese partido se extendió por las provincias, aprovechando los prestigios de la victoria, y se adhirieron a él hombres de importancia, pero nunca penetró en el sentimiento de las masas, sin duda porque despertaba las resistencias de su origen.
En los últimos treinta años, sus derrotas, como sus abstenciones, lo han desgajado, y puede decirse que, si se conserva aún, lo debe al gran prestigio que acompaña y acompañará siempre a su ilustre jefe, y esto explica que su nombre popular sea distinto de su nombre oficial. Conserva en ciertas provincias elementos importantes de opinión; en otras, sólo grupos selectos, pero pequeños; en algunas, le será difícil encontrar un número bastante para llenar el requerido para una convención nacional.
¿Puede este partido encargarse por sí solo del Gobierno de la Nación? Es el primero en reconocer su impotencia, puesto que ni siquiera ha pretendido iniciar una campaña independiente.
Pero, si no existiera esta confesión propia, tendríamos muy cerca otra prueba palpable. Ese partido no ha podido gobernar por sí solo ni siquiera la provincia de Buenos Aires, centro de sus mayores y mejores elementos. Para llegar a ese gobierno y mantenerse en él, ha necesitado el concurso del Partido Nacional, sin el cual es notorio que el Gobierno se hubiera hecho imposible. El Partido Nacional le prestó su concurso incondicional y desinteresado, no en vista de recompensas o consideraciones ulteriores -puesto que sabe que en política nada hay más común que el fácil sacrificio de la gratitud- sino consultando los verdaderos intereses de la provincia y de la Nación, y exigiendo sólo que ese Gobierno fuera liberal, ordenado y respetuoso de nuestros principios institucionales, como lo ha sido, aunque dentro de una política de partidismo excluyente que ha sido un error, pero que es disculpable.
No está, por lo tanto, la Unión Cívica Nacional en situación de tomar a su cargo exclusivo el Gobierno de la Nación, y no puede exigir de nuestro partido que le abandone un peso y una responsabilidad que ella no tiene fuerzas para soportar.
¿Está en mejores condiciones el Partido Radical? Veamos.
Cuando se trata de derribar o vencer un obstáculo, sin cuidarse de todo resultado o fin ulterior, el propósito es sencillo, simple, único, y pueden concurrir a él, sin violentarse y sin chocarse, hombres con ideas, tendencias o idiosincrasias las más variadas. Fue éste el nervio y la fuerza principal de la revolución del 90. Su preocupación única y absorbente, era derribar el Gobierno del doctor Juárez. Dentro del Parque había hombres de todos colores y matices políticos, de tendencias y condiciones las más profundamente contrarias y excluyentes.
El día en que el propósito inmediato de la revolución fue alcanzado, con el retiro del doctor Juárez, el problema cambió. Ya no se trataba de destruir, sino de reconstruir, y entonces la uniformidad revolucionaria desapareció. Se presentaban dos maneras de reparar los males pasados: o la evolución pacífica y relativamente lenta dentro del juego legal de nuestras instituciones, o el derrumbamiento violento de todo lo existente, para reconstruir el edificio con material y elementos nuevos.
Hay quienes creen, porque la historia de esos días tan cercanos aún no se ha escrito, que las balas que se cambiaron entre las plazas del Parque y Libertad fueron simplemente en contra y en favor de un Presidente. No. Si ése hubiera sido el único móvil del ataque y la defensa, la revolución, que contaba con la unanimidad casi de este pueblo, hubiera triunfado a los primeros tiros. Había algo mucho más transcendental y grave, y el problema pavoroso se presentó a nuestro espíritu en el momento en que, por autoridad de la revolución, una junta quiso asumir el Gobierno de la República. El Ejecutivo y el Congreso Nacional, todos los poderes constituidos, desaparecerían y serían reemplazados por un poder irresponsable y absoluto, apoyado en tropas sublevadas. Los catorce Gobiernos de provincia y sus legislaturas, caerían, y, en su lugar, se hubiera visto aparecer catorce juntas revolucionarias, formadas por los más audaces. Y de ese inmenso desorden, donde ya se veía bullir la más espantosa anarquía, en presencia de un ejército y escuadra sublevados, se pretendía hacer surgir un Gobierno institucional y libre.
Si los que se batían en el Parque vengaron grandes males pasados, los que se batían en la plaza Libertad ahorraron grandes males futuros, y fue el ángel tutelar de la patria quien paralizó el brazo formidable de la revolución y encaminó los sucesos por vías pacíficas, que nos permiten hoy, salvados los peligros, apreciar y discutir, sin amarguras ni enconos, tanto las lecciones del pasado como las esperanzas del porvenir.
La división de la primitiva Unión Cívica, trabajada por diversas tendencias, fue un hecho fatal. Si se agrega que los antiguos autonomistas y los nacionalistas, con sus antagonismos tradicionales e históricos, nunca pudieron amalgamarse, se comprenderá fácilmente que la política del Acuerdo fue sólo la causa ocasional de la división.
Se formó, entonces, el Partido Radical.
Como masa, lo componían en su mayor parte antiguos autonomistas; como índole y propósito político, era la encarnación de uno de sus jefes. El radicalismo es más bien un temperamento que un principio político, pues hay radicales en política, como en religión, como en toda escuela social o científica. El doctor Alem era radical por temperamento, y en esa inflexibilidad de sus propósitos e intransigencia de sus medios, estaba el secreto de su fuerza. Buscaba la regeneración por la revolución, y por eso le era indiferente que el Presidente fuera Juárez o Sáenz Peña.
Un partido formado en estos principios tiene que vivir de ellos o desaparecer. Cuando al célebre Ricci, general de los jesuitas, se le pidió que modificara algunas reglas de la Orden, para evitar la Bula papal que amenazaba disolverla, contestó con una frase, que ha sido desde entonces el lema de todos los radicales: - Sint ut sunt, aut non sunt. Serán lo que son o no serán.
Dentro de esa inflexibilidad de principios y de medios, fácil es prever que no puede alcanzar ese partido una mayoría nacional, y menos ser un partido de Gobierno.
El arte de Gobierno exige cierta ductilidad, cierta flexibilidad de espíritu, inconciliable con un temperamento radical. Uno de nuestros hombres públicos eminentes, con más sólidas cualidades de estadista, el doctor del Valle, intentó conciliar el Gobierno con la doctrina radical revolucionaria, y, a pesar del apoyo entusiasta de esta ciudad, tuvo que renunciar a su intento, ante el peligro evidente de una conflagración general. Otras naciones han hecho igual ensayo con igual resultado.
No sería, pues, el Partido Radical neto, a quien el Partido Nacional pudiera entregar el Gobierno, pues se correrían los mismos riesgos que bajo el ministerio del Valle, pero con esta gran personalidad menos, lo que agrandaría más el peligro.
Forma parte del Partido Radical, en la capital y en varias provincias, un grupo de antiguos miembros del Partido Nacional y cuyo jefe reconocido es el doctor Irigoyen, el menos radical de nuestros hombres públicos, pues tiene todas las condiciones y cualidades de un estadista y hombre de Gobierno. El doctor Irigoyen fue uno de los miembros más distinguidos de nuestro partido; pero, por desgracia nuestra, a la mitad del camino de su vida, en un momento de duda, extravió la senda, que no estaba clara, y fue a caer en los círculos del radicalismo.
No tenemos en nuestras filas un gran poeta amigo, conocedor de esos parajes, a quien enviar en su busca, para que lo vuelva a nuestra afección y a la claridad del día. Tal vez lo encuentre en campo en otras horas enemigo, que tales suelen ser las extrañas ironías del destino.
Todo lo expuesto prueba que no existe, fuera del Partido Nacional, una fuerza de opinión organizada y bastante poderosa, a quien confiar el poder nacional en caso de que resolviera aquél abandonarlo; y esta incapacidad está confesada por nuestros adversarios, que buscan unirse, porque reconocen que, aisladamente son impotentes.
Pero aquí asoma otro peligro mayor, contra el cual la Nación debe defenderse.
Lo que los partidos políticos que merecen tal nombre buscan en las grandes luchas electorales, no es apoderarse de ciertos empleos por simple gula, sino constituir un Gobierno que asegure la felicidad y prosperidad nacional, dentro de cierto criterio político y con todos los elementos de acción necesarios, para hacerlo tranquilo, eficaz y fecundo. Es esto lo que constituye los altos fines de la política.
La coalición de nuestros adversarios, fundada en su propia impotencia, ¿puede llegar a formar ese Gobierno?
En manera alguna, y lo demuestra ya desde su misma manera de proceder.
En líneas paralelas, se ha dicho.
Exactamente: cuando hay deseos de acercarse e imposibilidad de unirse, las paralelas son una solución intermedia.
Pero dos partidos distintos, al colocarse en columnas paralelas, adoptan una formación perfectamente indicada para llevar un asalto al poder, y si éste fuese su único propósito, nada habría que observar; pero de un asalto jamás resultará un Gobierno capaz de dirigir tranquilamente los destinos del país.
El Presidente de la República no constituye por sí sólo el Gobierno de la Nación. Para que su acción sea eficaz necesita el apoyo de la mayoría del Congreso, porque el Gobierno político es la resultante de estas dos fuerzas, de estos dos poderes. Para conseguir la acción armónica de los dos poderes, en el sistema parlamentario se somete la composición del ministerio a la mayoría del Congreso, pero en nuestro sistema presidencial, como coinciden elecciones de electores con renovación del Congreso, se hace fácil que la misma mayoría domine en una y otra elección, a condición de que sea un mismo y solo partido el que triunfe.
Las paralelas no pueden dar por resultado un Gobierno homogéneo y estable, sino una coalición transitoria y efímera, que ofrecerá para el porvenir todas las zozobras e inquietudes que nacen de la composición heterogénea del Congreso, compuesto de nacionales, radicales, cívicos, independientes, etcétera.
Tan evidente es esto, que empieza ya a olvidarse las paralelas y a hablarse de fusión. Pero no hay fusión posible, sin que las fracciones empiecen por disolverse, para en seguida confundirse y refundirse, y para esto hay que renegar de declaraciones e intransigencias pasadas y declararse todos materia fusionable, sin tradiciones, ni principios, ni pensamientos, ni pasiones, capaces de ser amasados y reducidos a pasta blanda, que tomará la forma que le dé algún gran artífice político.
No es así que se formará el nuevo y gran partido. Esta fusión, obedeciendo, sin duda, a la ley de las reacciones, es sólo un oportunismo ultrautilitario, en que cada uno pone precio a su adhesión.
Para éste, la presidencia; la vicepresidencia, para aquél; el Gobierno de Buenos Aires, para un tercero; el de Corrientes, para un cuarto; Santa Fe o Entre Ríos, para los que se contenten con ilusiones, y, para los poetas menores, diputaciones, etc., etcétera. En una palabra, una gran tómbola política, con premios grandes y pequeños, que nos ofrecerá, como única perspectiva, un Gobierno vestido con retazos de todos los colores, sin principios ni fe política, sujeto a coaliciones y combinaciones diarias, que lo mantendrían en crisis perpetua
¿Qué parte le corresponderá a la juventud, que ha sido estrepitosamente convocada, en esa escena? ¿Será para iniciarla en la vida pública con el espectáculo de sacerdotes tirando dardos sobre la túnica de la Nación y las provincias, y distribuyéndose las partes de un botín que aún no han conquistado? ¿Y para llegar a esto se le ha hablado de principios, de instituciones y libertades, y se le ha pedido altivez y energía?
No. Cien veces preferible sería cerrarle las puertas del templo y ahorrarle tan tempranos desengaños y decepciones, capaces de marchitar para siempre sus primeras y más caras ilusiones.
En época no lejana, cuando el Partido Nacional, dueño de la mayoría, ofrecía espontáneamente participación en el Gobierno a hombres distinguidos de otros partidos, o cuando daba su voto para llevarlos al Gobierno de una provincia sin poner precio a su concurso y sin aspirar a más puestos que los que pudiera adquirir con su voto en los comicios, ¿quién no recuerda los rugidos de indignación que tal conducta provocó en las filas principistas y las frases airadas que condenaron esas componendas y contubernios?
¿Dónde están hoy esas indignaciones?
Podéis felicitaros, mis jóvenes amigos, de que, al iniciar vuestra vida política, os hayáis afiliado a un partido libre de estas vacilaciones y de estas claudicaciones. Un partido unido, compacto y fuerte, con una doctrina, un propósito y un candidato propio. Partido a quien el país debe casi todo su progreso moral y material en los últimos treinta años. Partido que no vive sólo de la política y de la disputa por el puesto público, sino que estudia y se preocupa de todo lo que afecta al bienestar general; que se apoya principalmente en las fuerzas conservadoras del país, y en el que fundan sus esperanzas la industria y el comercio nacional, factores principales de nuestra prosperidad. Partido, en fin, que encontrará en vosotros, que reflexiva y resueltamente proclamáis vuestra fe política, nueva savia y nuevo vigor para continuar su obra benéfica, en el día no lejano en que los que estamos al frente nos retiremos vencidos por la fatiga y el tiempo.
Mis amigos: al hacer el estudio minucioso y reflexivo de nuestra actualidad política, os habéis apercibido de cuán frecuente es el cambio en la escena y en los actores, y os habrá asaltado, tal vez, el temor de extraviaros entre tanta variedad y tanta variación.
El peligro existe, y sólo lo evitaréis teniendo siempre en vuestra vida pública un ideal, un propósito fijo.
El mundo entero acaba de asistir a un espectáculo que encierra una de las más grandes lecciones de la historia. Un pueblo, al saludar a su Reina en el sexagésimo aniversario de su coronación, ha celebrado, ante las Naciones asombradas, el triunfo colosal de una raza.
En sesenta años de esfuerzo, se ha formado en torno a una isla pequeña, uno de los más grandes Imperios que recuerda la historia. En medio de grandes pueblos, que buscan alianzas y coaliciones para defenderse o para agredir, el pueblo inglés se presenta solo, grande, libre y fuerte, y en la grandiosidad de su soberbio aislamiento impone a todos admiración y respeto. Los hombres de pensamiento del mundo, han reconocido que ese resultado se debe a grandes condiciones morales.
La seriedad y el amor a la verdad; la constancia en el esfuerzo, sin desfallecimientos ni arranques febriles; el horror a la declamación, a la charlatanería, al exhibicionismo; el respeto por el saber, por el valer, por el mérito, en cualquier forma que se presente, y, sobre todo eso, el sentimiento de solidaridad nacional, que hace que todo inglés se sienta obrero de la misma causa, se respete y se estimule, en la seguridad de que el triunfo de cualquiera será siempre el triunfo de la vieja Inglaterra.
Buscad, mis amigos, en la historia de ese pueblo, en el estudio de sus hábitos y costumbres, la guía de vuestra vida política. Sed serios y constantes en vuestros propósitos. Entre radicales y oportunistas, seguid el consejo de Bismarck: sed radicales en los fines, y oportunistas en los medios, pues todos son buenos, cuando son dignos y honestos. Respetad a vuestros adversarios, que no son ni mejores ni peores que vosotros, quienes sólo se distinguen en que ven los hombres y las cosas bajo distinta luz o bajo distinta forma.
Las libertades políticas, la verdad de las instituciones, como la cultura social o intelectual de un pueblo, no pueden ser la obra de un hombre, ni de un partido, ni de un momento, sino el resultado, más o menos lejano, de una lenta educación nacional. Predicad con el ejemplo, cumpliendo siempre vuestros deberes de ciudadanos, pues es demasiado fácil, para ser fecunda, la simple declamación sobre las libertades y derechos públicos.
Si conseguís difundir estos principios y radicar estos hábitos, no dudéis de que el día en que celebremos nuestro centenario político, podremos también presentar ante el mundo el espectáculo de un pueblo unido, libre y fuerte, que, apoyado sólo en su poder y su derecho, imponga a todos consideración y respeto.
Ahora, réstame sólo agradeceros vuestra benévola atención y desearos todos los éxitos en vuestra vida política.
Separémonos para prepararnos a la lucha y a la victoria, y, si él destino quiere que seamos vencidos, aún le quedará a nuestro partido una gran lección que dar: mostrar cómo se acepta, sin agravios, la derrota, y cómo se acata y se respeta al vencedor.
CARLOS PELLEGRINI

Fuente: www.fundacionpellegrini.org.ar
[1] Esta conferencia, una de las más vibrantes páginas de Pellegrini, tuvo lugar en el teatro Odeón, de Buenos Aires, el día 25 de agosto de 1897, en instantes que nuestras relaciones diplomáticas con la República de Chile habían llegado al máximo de tirantez. El general Roca, conquistador del desierto, conocedor como pocos de nuestro lejano sur, militar de grandes recursos estratégicos, de incontrastable influencia política en toda la Nación y cuyos prestigios de jefe victorioso habían salvado las fronteras del país, significaba, en esa hora, para el pueblo hermano, un llamado a la reflexión, un alto en el desborde de las pasiones bélicas y la posibilidad de que el conflicto inminente pudiera solucionarse por otros medios que el de las armas.
El doctor Pellegrini sabía que el general Roca tenía grandes amigos en Chile y, lo que es más, el tacto y la sagacidad necesarios para resolver, por vía pacífica, el candente conflicto.
Su conferencia del Odeón decidió el triunfo de la candidatura del general Roca, que entró a ocupar, por segunda vez, la Presidencia de la República el 12 de octubre de 1898 y en el desempeño de la cual desaparecieron los malos entendidos y pasiones que nublaron, por entonces, nuestra fraternal amistad con la gran República del Pacífico.
Fervorosos partidarios de Pellegrini censuraron privada y públicamente a éste por su renuncia voluntaria a intentar el conseguimiento de la Presidencia de la Nación. - No - contestó Pellegrini, a un grupo de amigos íntimos que lo instaba a ello; - “Roca debe ser Presidente, porque sólo él evitará la guerra con Chile. Esa cuestión es más importante que cualquier otro interés del país”.

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