abril 20, 2011

Discurso de Jose E. Rodó en favor de la libertad de prensa (1904)

SELECCIÓN DE DISCURSOS PARLAMENTARIOS *
Cámara de Representantes de Uruguay
En favor de la libertad de prensa
José Enrique Rodó
[16 y 21 de Junio, y 9 y 12 de Julio de 1904]


[Proyecto de Ley]
El Senado y Cámara de Representantes, etc., etc.,
DECRETAN

Artículo 1° Quedan sin efecto las disposiciones restrictivas de la libertad de la prensa, dictadas por el poder ejecutivo en uso de las facultades que le confiere el artículo 81 de la Constitución, con las únicas excepciones que en esta ley se establecen.
Art. 2° Mientras dure la actual rebelión armada, no será lícito a la prensa la publicación de noticias no autorizadas por el poder ejecutivo ni el comentario de las operaciones militares.
Art. 3° Será considerada como subversiva y punible por los procedimientos que se indican en los artículos 4° y 5°, la propaganda en favor de pactos que impliquen una violación del orden, constitucional en cuanto a quebrantar la unidad política del país y coartar cualquiera de las facultades propias de los poderes públicos.

Art. 4° Los editores de los diarios y periódicos que contravinieren las disposiciones de la presente ley, serán penados por el poder ejecutivo con la supresión temporal de sus publicaciones.
Art. 5° Si el término de dicha supresión fuese mayor de cuarenta y ocho horas, el poder ejecutivo deberá remitir dentro de las mismas los antecedentes respectivos al juez que corresponda.
Art. 6° Queda abolida la previa censura que establece la disposición del poder ejecutivo de fecha 11 de enero.
Art. 7° Con la terminación de la actual contienda armada, cesarán ipso facto las disposiciones de la presente ley.
Art. 8° Comuníquese, publíquese, etc.
Montevideo, 16 de junio de 1904.
José ENRIQUE RODÓ,
Representante por Montevideo.

Como autor del proyecto, pido usar de la palabra, para fundarlo; tanto más cuanto que, formando parte de la Comisión do Negocio Consti1ucionales, que se expidió en sentido desfavorable al proyecto del señor diputado por Paysandú, quiero definir mi actitud en el seno de la Comisión y dar las razones porque suscribí su informe.
Mientras el proyecto que he presentado a la consideración de la H. Cámara tiende exclusivamente a dictar una ley de circunstancias, de aplicación transitoria y actual, el proyecto del señor Pereda encara y resuelve la cuestión de modo general y permanente, fijando de manera definitiva los límites dentro de los cuales deberán contenerse las facultades extraordinarias del poder ejecutivo, respecto de la prensa, en cualquier caso de conmoción interior. De aquí mi disconformidad con dicho proyecto; por cuanto creo que son las condiciones de determinada situación de anormalidad las que pueden fijar en cada caso esos límites, y no veo acierto ni conveniencia en dictar una ley que los establezca de modo permanente y los reduzca a los que el proyecto del señor Pereda señala. Si, en una ocasión dada, la asamblea entiende que el poder ejecutivo, al usar de sus facultades extraordinarias con respecto a la prensa, ha llevado las restricciones más allá de lo necesario o las ha hecho durar sobrado tiempo, dicte en buenhora la asamblea una ley de circunstancias que deje sin efecto las restricciones abusivas; por cuanto ella es la que debe resolver de la revocación o subsistencia de las medidas que el poder ejecutivo tome en uso de sus facultades extraordinarias.
De conformidad con estas ideas manifesté en el seno de la Comisión de Asuntos Constitucionales que suscribiría el informe de la Comisión desfavorable al proyecto del señor Pereda, siempre que el informe se limitase a exponer las razones de nuestra común disidencia respecto de ese proyecto, y a condición también de que hiciera la salvedad de que, en cuanto a. lo demás, cada uno de los miembros de la Comisión Re reservaba la facultad de opinar libre y personalmente en el seno de la Cámara.
El hecho de que sea yo adversario del proyecto del señor Pereda no significa, pues, que haya profesado en ningún momento opinión favorable a la subsistencia del régimen vigente en materia de libertad de la prensa; hasta el punto que como lo recordó el mismo señor diputado por Paysandú en el discurso con que fundó su proyecto, hube yo de presentar, días antes, otro, inspirado en iguales propósitos, proyecto que sólo postergué por consideraciones del momento.
Es el que ahora someto al ilustrado criterio de la Cámara.
La solución de este asunto, señor presidente, no admite dilación.
Adquirido el hábito de una libertad, de la manera como este pueblo ha adquirido el hábito de la libertad, de la prensa que, en circunstancias normales, es de las conquistas desde hace tiempo incorporadas a sus progresos políticos, no se prescinde de ella sin dificultad y sin violencia; y cuando la restricción de esa libertad es llevada, como yo creo que sucede ahora, más allá de lo que exige la necesidad o un alto int4,rés, tal restricción concluye siempre por determinar en el espíritu público una impaciencia sorda y creciente, que en este caso vendría a hacer aún mayor el malestar de una situación como la que atravesamos.
No me satisfizo la manera cómo el poder ejecutivo respondió a la expectativa general, con el proyecto de ley que acompaña a su mensaje. Ese proyecto no importa otra cosa que consagrar legalmente la subsistencia incondicional de las restricciones en vigencia. Y por más que en el mensaje se dice que el poder ejecutivo sólo desea dejar subsistentes algunas de las prohibiciones decretadas, lo cierto y positivo es que en su proyecto se dejan subsistentes, no algunas, sino todas, con la diferencia de que hasta ahora esas medidas restrictivas no tienen el carácter de permanencia que les daría la sanción de una ley.
Una sola ventaja trae consigo el proyecto del poder libertad de la prensa, y es la que se refiere a la supresión de la censura; condición esta, no sólo la más contraria al espíritu de nuestra constitución, que ha consagrado un artículo a eliminar en expreso el procedimiento preventivo, en materia de imprenta, la censura previa, sino también la que más violencia debe necesariamente causar en el ánimo del que padece la limitación de sus libertades, y la que menos consulta la dignidad democrática de esa institución popular de la prensa, sometida a la condición, un tanto deprimente, de una intervención policial. Pero, aparte de la forma en que la restricción se ha hecho práctica, el límite de la restricción ha sido llevado, sin duda, más allá de lo que la necesidad consiente y autoriza. Y en este sentido, nada innova el proyecto del poder ejecutivo, que mantiene los términos de la restricción fuera de lo conveniente y de lo lícito.
En buena hora alcance la restricción a las informaciones de la guerra y a la crítica de la acción militar; en buena hora también, en uso de medidas extraordinarias, prevéase toda explotación de la propaganda política que, de los desfallecimientos y angustias del espíritu público, tome ocasión para propiciar nuevas violaciones del orden institucional, nuevas subversiones, males todavía mayores y más hondos que los inmensos males del presente. Todo esto se comprende y justifica. Pero la manifestación del deseo de paz, y la propaganda en favor de fórmulas más o menos acertadas, más o menos discretas y viables, para hallarla dentro del orden institucional, ¿por qué ha de ser objeto de prohibición, señor presidente? ¿Por qué hemos de temerla y por qué hemos de vedarla? ¿Qué significaría, en rigor, esa propaganda, sino la resonancia pública, la sanción popular de los anhelos y aspiraciones que la mayoría de los miembros de la asamblea expusieron al pueblo en su manifiesto de hace dos meses, y que el propio presidente de la república corroboró e hizo suyos en las declaraciones de su nota de contestación al pedido de los enviados argentinos?... Y se tiene en cuenta que esa prohibición es la que más se explota, sin duda, por los interesados en el desprestigio de los poderes públicos, para arrojar sobre ellos el cargo calumnioso de que hay en su seno enemigos de la paz, como si esa enemistad absurda cupiese en ningún corazón bien puesto ni en ninguna razón sensata, ¿cuál es la consideración política que pueda movernos a dejar en pie esa prohibición?
Y no es que sea yo optimista, aunque de todas veras quisiera serlo, en cuanto a la eficacia que en este caso pueda tener la propaganda de la prensa para encontrar la solución pacífica de los males que afligen al país. Es, en primer término, que la libertad no sufre restricción innecesaria, aunque lo restringido no fuera más que un ápice y aunque la restricción no durase más de un minuto. Y es además que basta la posibilidad de que, del lado del pueblo, surja un rayo de luz, para que demos ocasión a que la luz se haga.
Abramos paso a la opinión. La opinión no tiene, ciertamente, rol alguno que desempeñar en lo que se refiere a la solución militar de la guerra, que es cosa que, por su naturaleza, debe levantarse por encima de toda discusión y toda crítica; pero ella tiene sí, y ha tenido siempre, derecho a que se le atribuya un rol en lo que podría llamarse la elaboración política de los sucesos, como promotora de ese cambio de ideas, de sentimientos, de impresiones, con que se forma el ambiente en que respiran los gobiernos democráticos, y que en los momentos de prueba les permite compartir con el espíritu público la iniciativa de sus actos y la responsabilidad de sus tendencias.
Negarle ese rol resultaría, no ya inútil e ilícito, sino contraproducente; hoy más que nunca. Porque a así me asiste la firme convicción de 4ue si en los momentos actuales se dejara que esa poderosa voz anónima vibrara libremente en los aires, lo que primero se percibiría, lo que primero se haría sensible, en medio de todos los desalientos y a pesar de todos los desalientos del espíritu público, sería hasta qué punto la causa de las instituciones tiene de su lado, en esta dolorosa crisis, las aspiraciones y los sentimientos ciudadanos y el decidido concurso de todos los intereses legítimos.
Tales son las consideraciones que me han movido a presentar el proyecto de que se ha dado cuenta. Creo que la solución que someto al juicio de la Cámara puede conciliar las opiniones en debate. Creo también que ella ofrece a la propia Cámara y al poder ejecutivo el medio de conjurar una grave cuestión política.
No se me oculta que entre las restricciones que mi proyecto deja subsistentes hasta el restablecimiento del orden, hay una en que acaso está destinada a ser objeto de controversia, y es la única que limita la extensión de la propaganda: la que pena como acto subversivo, como sugestión delictuosa, la tendencia a excitar el espíritu público en el sentido de soluciones violatorias del orden constitucional, por quebrantar la unidad política del país; es decir, por lesionar y poner en peligro la entidad misma de la patria. Es, de todos modos, el resultado sincero de mi reflexión sobre las calamidades que nos afligen, y de mi observación en cuanto al estado del espíritu público.
Toda situación anormal —de las que la constitución ha previsto al hablar de medidas extraordinarias— trae consigo condiciones propias, peculiares, de dificultad y de peligro; y a estas condiciones hay que atender, en uso de las facultades que lo excepcional de las circunstancias legítimas, para conjurar los males que no puedan ser convenientemente reprimidos dentro de las previsiones y sanciones de la legislación vigente.
No abusaré por más tiempo de la atención de la Cámara. Dejo fundado el proyecto sustitutivo que someto a su consideración, y hago votos porque él pueda servir de fórmula de avenimiento entre los partidarios del régimen a cuya sanción legal tiende el mensaje del ejecutivo, y los que profesan opiniones favorables al proyecto del señor Pereda.
He dicho. (¡Muy bien!)

(Sesión del 21 de junio de 1904)
Señor presidente:
No es mi propósito propender a que la discusión del asunto que nos ocupa se extienda más allá de sus límites convenientes, tanto más cuanto que la opinión espera con cierto la solución de este debate; y al Senado, que tiene en trámite un proyecto relacionado con la misma cuestión, le interesa conocer a la brevedad posible el resultado de nuestras deliberaciones.
Como autor del proyecto modificado en parte por la Comisión de Asuntos Constitucionales, me creo en el caso de exponer algunas consideraciones sobre él, a pesar de haber hecho ya uso de la palabra en ese sentido al presentarlo.
Noto que entre todas las objeciones que se han opuesto por los adversarios del proyecto que esta en debate, pocas hay que se refieran al proyecto en si mismo, y la mayor parte se dirigen, no a él, sino a las restricciones impuestas por el poder ejecutivo y al proyecto de ley que el mismo nos envió y luego fue retirado.
Así, por ejemplo, el señor diputado por la Florida, en su meditado discurso hizo uso de una copiosa argumentación, muy valedera y oportuna si se la aplica a juzgar las restricciones que actualmente pesan sobre la prensa; pero después que el poder ejecutivo ha retirado el proyecto de ley que nos propuso, dando sanción legal a las restricciones en vigencia, creo que mucha parte do esa argumentación se pierde en el vacío y extralimita un tanto los términos en que está planteada la cuestión.
Los que combaten el proyecto que está en discusión, a título de partidarios de la libertad de la prensa, solo podrán justificar disidencia si la refieren a aquella parte del proyecto que establece una limitación de esa libertad, una única restricción de la propaganda política, determinando que será considerada subversiva y punible la propaganda en favor de concesiones o pactos que importen una violación del régimen constitucional, una enajenación o cercenamiento de las facultades propias e inalienables de los poderes públicos.
No me extraña que el señor diputado por la Florida considere injustificada esta restricción que el proyecto deja subsistente en la libertad de la propaganda política, puesto que. nos ha manifestado que en su concepto ni aún la crítica de las operaciones militares debe ser objeto de prohibición en las circunstancias presentes.
Del punto de vista de esta identificación absoluta, que el señor diputado establece entre las condiciones de una época de paz y seguridad y las condiciones de una época de conmoción interior en cuanto a los límites en que es lícito contener la libertad de la prensa, se explica bien que considere gratuita y falta de fundamento la más mínima restricción de la propaganda; pero si se opina que las necesidades de la defensa social legitiman, en principio, diferencias; y limitaciones, lo cual para mí no admite duda, creo que no podrá menos de reconocerse que la sola restricción que mi provecto deja en vigencia, aparece plenamente justificada cuando se la considera en relación a las condiciones de la actualidad.
Que la libertad de la propaganda política puede ser objeto de restricciones en circunstancias anormales, no es para mí cosa discutible, ni del punto de vista de la constitucionalidad j la doctrina, ni del punto de vista de las conveniencias y los intereses públicos.
Uno de los motivos fundamentales de mi disidencia con el proyecto del diputado señor Pereda, fue que ose proyecto no consultaba, en lo presente ni para lo porvenir, (porque su carácter no era circunstancial, sino definitivo) la necesidad posible de restringir la libertad de la propaganda política en determinadas circunstancias. «En ningún caso de conmoción interior— decía el proyecto—la restricción podrá versar sino sobre las noticias de la guerra y sobre el comentario de las operaciones militares». Y puesto que el señor Pereda reconocía implícitamente que lo anormal de las circunstancias autoriza ciertas restricciones de la libertad de la prensa, desde el momento que su proyecto negaba a la prensa el derecho de dar noticias de guerra no autorizadas por el poder ejecutivo, y el de hacer el comentarlo de las operaciones militares; puesto que de esta manera el señor Pereda reconocía en principio que el interés público, las necesidades de la defensa social, legitiman, en tiempos anormales, ciertas restricciones de la libertad de la prensa, ocurría desde el primer momento, preguntar si dentro de esas restricciones quo el interés público autoriza, no puede ser forzoso incluir, en determinadas circunstancias, otras que no se refieran a la crítica de las operaciones militares, sino a manifestaciones de la propaganda política, que en tiempos normales no caigan bajo la sanción penal de la legislación vigente, y que, sin embargo, con relación a las condiciones de una situación anormal, puedan causar males tan graves y dificultar tan seriamente, por lo menos, la solución de las calamidades públicas, como esa crítica de las operaciones militares que el proyecto de diputado señor Pereda consideraba, con razón, inconveniente.
Sr. Pereda. — ¿Y por qué el señor diputado que es miembro de la Comisión y autor de este proyecto, no aconsejó ninguna ampliación o modificación? Estaba en sus manos...
Sr. Vargas. — Quería aconsejarlas el diputado señor Rodó: esa fue la disidencia en el seno de la Comisión.
Sr. Rodó. — El diputado señor Pereda no ha reparado suficientemente en la parte final del informe. Ya en el discurso que pronuncié hace pocos días expliqué detenidamente por qué razón la Comisión no propuso como proyecto sustitutivo una ley de circunstancias; e hice la salvedad de que yo había sido siempre partidario de que la propusiera.
Decía, señor presidente, que las necesidades de la defensa social en cierto momento, pueden hacer forzosas determinadas restricciones a la libertad de la propaganda política, y que por eso es inconveniente el límite infranqueable aconsejado por el diputado señor Pereda, cuando proponía a la Cámara a determinar definitivamente que en ningún caso de conmoción interior la restricción de la libertad do la prensa se referiría sino a las noticias de la guerra, y a la crítica de las operaciones militares.
Hasta qué punto deban llevarse esas limitaciones de la propaganda y sobre qué hayan de versar, es cosa que sólo podrá resolverse con relación a las circunstancias de una situación dada, y dentro de esa situación misma.
Toda situación anormal, por el hecho de serlo, traerá consigo condiciones propias, peculiares, de dificultad y de peligro; y estas condiciones, no sólo no serán nunca las mismas de un estado de cosas regular, sino que ni siquiera se parecerán siempre entre sí. Son condiciones esas imprevisibles por naturaleza; porque anormalidad, ¿qué significa, señor presidente? Significa desorden; y el desorden es lo menos susceptible de previsión. ¿Quién negará, por ejemplo, que no es el mismo el efecto que una propaganda encaminada a minar la autoridad de la ley y de los poderes públicos, puede causar en una época de paz y seguridad cuando esa autoridad, materialmente, es acatada por todos, que cuando ella es desconocida por una rebelión que la amenaza con las armas en la mano ; y que no es el mismo el concurso que, consciente o inconscientemente, puede llevarse a la causa de la sedición, cuando la sedición no se ha manifestado de hecho, que cuando ella se ha manifestado y agita sus banderas de uno a otro extremo del territorio de la República?
Ahora bien: la incitación a violar la ley, a subvertir la constitución, es, en principio, punible, aun dentro de una época de normalidad y de paz. ¿Y es mucho, señor presidente, que interpretando y aplicando ese principio dentro de las condiciones propias de una situación irregular, cuyos males y peligros se relacionan de una manera directa, en su origen, con repetidas violaciones al orden institucional, se interdicte como subversiva la propaganda que se dirija a abrir camino a la persistencia de esas violaciones?
De este punto de vista., creo que quien sinceramente aprecia la única restricción que mi proyecto mantiene hasta tanto no se restablezca el orden, en la libertad de la propaganda política, ha de reconocer que ella no obedece a consideraciones del momento, ni a intereses de. la actualidad, ni a tendencias a una solución política de circunstancias, sino que se inspira en motivos más hondos, los cuales no se ocultarán a la mirada del que estudie en su origen los males del presente y busque explicación a esta aparente anomalía de una revolución que estalla de una manera inopinada en una época de administración y libertad. (¡Muy bien!)
Cuando la pacificación de marzo, señor presidente, tuve el honor de hacer uso de la palabra en la Cámara, y manifesté entonces, por extenso, cuál era mi criterio en cuanto al alcance y significación del estado de cosas que se creaba, y que yo aceptaba sólo como un nuevo y último provisoriato que debía preceder a la solución definitiva quo surgiría de las urnas, del voto público.
Dije entonces: «Aunque a primera vista parezca contradictorio y paradójico, pacto de paz permanente, significa amenaza de revolución permanente». Los hechos, por desdicha, no me desmintieron; y después de algunos meses de paz precaria, la revolución estallaba de nuevo y ya irreparable; porque la revolución está en la lógica de pactos que nunca pudieron ser enteramente definidos, por su propio carácter subversivo e irregular: la revolución está en la lógica de una situación en que la mínima disidencia posible en cuanto a la interpretación de esos pactos, puede significar en determinado momento el estallido de la guerra civil; habiendo base permanente y consentida para la rebelión, territorio enfeudado donde ella se aperciba a estallar de nuevo, elementos de guerra retenidos fuera del poder del estado.
En una época aún no muy lejana, señor presidente, porque no nos separan de ella más que veintitantos años, aun cuando existieran elementos adversos por su naturaleza a la vida de las instituciones, elementos nacidos para la asonada y el desorden, por lo menos los partidos de principios, los partidos de opinión habían inscrito unánimemente en sus programas esta cláusula hermosa: la paz, la renuncia a la lucha armada, mientras ella no se justificara por grandes subversiones y grandes ignominias. Tan alto se tasaba el bien (le la paz, que aun en presencia de gobiernos de fuerza, de gobiernos de represión, los partidos de principios aconsejaban a sus afiliados que se apurasen hasta dance fuese posible los recursos de la lucha pacífica, y se renunciara basta donde fuera decoroso a los extremos de la reivindicación armada.
Así sucedió, por ejemplo, cuando aquel vigoroso despertar de las energías ciudadanas que siguió, en 1881, al lustre sombrío de la dictadura; cuando se organizaban de nuevo, sobre bases cívicas, ambos partidos tradicionales y se fundaba el partido constitucional. Ya el partido nacionalista en su manifiesto de 1872, obra, si mal no recuerdo, de uno de los espíritus más vigorosos, de una de las inteligencias más preclaras que han irradiado su luz en la prensa de la República y en las bancas de este mismo parlamento, obra del doctor don Agustín de Vedia, había consagrado ese mismo patriótico principio.
La doctrina que prevalecía y contaba con el asentimiento de todos era esta: mientras un gobierne maneje honestamente los dineros públicos, y proteja la vida y la hacienda de los ciudadanos, y respete la libertad de pensamiento y la libertad de reunión, y no haya conculcado la libertad del comicio, no es lícito por ningún motivo, por ningún pretexto, cualquiera quo ellos sean, levantar la bandera de la revolución, y comprometer con ella la prosperidad, el crédito, el porvenir, el destino de la República. (¡Muy bien!)
Grande, redentora doctrina, que encierra la única salvación posible de nuestro porvenir; doctrina que ojala fuera posible grabar con caracteres plásticos, tangibles, en el corazón do todos los ciudadanos y en el corazón de los niños que forman su personalidad futura en los bancos de la escuela.
Pues bien, señor presidente: al amparo de estos principios hubo un momento en que el sentimiento de la paz parecía tan hondamente arraigado en la conciencia pública, que no faltó quien creyese conjurado para siempre el fantasma de la guerra civil. Era una ilusión prematura; y no es sin patriótica tristeza como debernos confesar que después de completada, tras costosos esfuerzos, la reacción contra la obra de las dominaciones personales, la guerra civil ha representado une proporción de probabilidad mucho mayor que en la época de los gobiernos de fuerza, de los gobiernos de represión, cuando la libertad y el orden administrativo que hemos conquistado hubieran sido recibidos por todos como una bendición de Dios.
Y bien: do esta anomalía, do este salto atávico, de esta manifestación regresiva, fluye la abrumadora condenación, no precisamente de los pactos, sino más bien de la situación irregular producida por la persistencia de pactes que sólo debieron tener una existencia transitoria, circunstancial, como el pacto de La Cruz, con sus feudos y su paz armada. La prolongación absurda y temeraria de esas irregularidades más allá de los límites que las circunstancias estrictamente les fijaban, es lo que explica ante el criterio desapasionado, esta dolorosa anomalía que levanta revoluciones en épocas de administración y libertad.
El día en que por la autoridad de la costumbre, siempre superior a la autoridad y eficacia de las leyes, quedara establecido que la paz pública sólo puede reposar en el país sobre la base de una repartición empírica y monstruosa de las funciones propias del estado, repartición que no hay que confundir en manera alguna con la idea de coparticipación que todos llevamos en el alma y que es una necesidad imprescindible de nuestro progreso político; (¡Muy bien!) el día que esto llegara a constituir en el país una especie de derecho consuetudinario que prevaleciera sobre la ley escrita, no tardaríamos, señor presidente, en asistir al fraccionamiento de la nacionalidad, a su escisión irreparable, a un verdadero naufragio de la conciencia nacional, que se habría manifestado incapaz de vivificar un cuerpo organizado y único.
Creo con toda sinceridad que pocas veces, en el transcurso de nuestra vida nacional, se habrá, presentado a la consideración de los hombres públicos un problema de más entidad y más gravedad que el que plantea esta nueva faz que amenaza tornar la discordia de nuestros partidos, en el sentido de constituir cada uno de ellos un estado que se relacione con el otro, por una especie de derecho internacional.
Y estas experiencias de vivisección política, estos ensayos subversivos, no se repiten impunemente en la vida de los pueblos. En ella, como en la de los individuos, la repetición del acto es lo que determina la costumbre, y la costumbre se identifica y confunde son la propia naturaleza cuando no la sustituye y la vence.
Es verdaderamente singular, señor presidente, lo que pasa respecto de las críticas que este proyecto ha suscitado; y no me refiero en lo que voy a decir, a ninguno de los distinguidos miembros de la cámara, que han manifestado opinión adversa a él, sino al que, fuera de la Cámara, han escrito impugnando este proyecto.
Se fulminan todos los rayos y centellas de las tempestades retóricas contra la más mínima restricción que transitoriamente se Imponga a la libertad de la prensa, en virtud de una ley de circunstancias; y se le fulmina a pretexto de una inconstitucionalidad que no se ha demostrado, ni se demostrará jamás, porque es absurda: se alardea para esto de inflexibilidad de principios, y en el mismo escrito, quizá en la, misma columna, entrando a tratar de los pactos subversivos que certísimamente implican inconstitucionalidad, y que no la implican así como quiera, sino en lo que la constitución tiene de más esencial y fundamental, es decir, en la fundación de un estado uno, de una asociación política indivisible; entonces para cohonestar la inconstitucionalidad y subversión de esas pactos se argumenta con que es necesario encarar estas cosas, no del punto de vista de las especulaciones ideológicas, sino del punto de vista (le la viviente realidad; y todo lo que era rigor de principios para fulminar la inconstitucionalidad, por otra parte falsa e ilusoria, de una ley de circunstancias, se convierte en una admirable benignidad posibilista para aceptar la posibilidad de que se vuelva a incidir en la subversión de las subversiones, en la subversión que mina el orden constitucional por su base y divide al país en dos estados antagónicos. (¡Muy bien!)
Se dice también, señor presidente: «el pueblo no es menor de edad; no le sometáis a tutela; dejadle plena libertad para que, entre las fórmulas de paz posibles, examine y discuta también la que importa subvertir el orden constitucional y quebrantar la unidad del estado, y preparar el desdoblamiento de la nacionalidad». Este argumento pertenece a la especie sofística de los que por probar demasiado no prueban nada... No con menos fundamento podría argüirse que la incitación franca y abierta a seguir las banderas de la revolución, tampoco debía ser velada ni punida porque el pueblo no es menor de edad para ceder a sugestiones insensatas, o bien porque si su voluntad es seguir a los que le incitan a hacer armas en contra de los poderes constituidos, no debe coartársele en el uso de su voluntad.
Dícese, por último, que el proyecto de que soy autor y que en parte ha modificado la Comisión de Asuntos Constitucionales, no introduce sino leves diferencias respecto del régimen vigente.
Los que esto dicen, o no recuerdan cuáles son las restricciones del régimen vigente, —lo que me extraña, porque lo que causa mortificación o perjuicio suele recordarse con facilidad, —o bien no han reparado en los términos y alcance del proyecto.
Mucho más exacto sería decir que él establece muy leves diferencias con respecto a lo que es lícito en épocas normales.
Podrá el periodista comentar, sin limitación alguna, los actos de los poderes públicos; podrá censurarlos, si lo juzga conveniente, de todas las maneras y en todos los tonos como es posible hacerlo en una época de seguridad y de paz; podrá. distribuir cargos y responsabilidades en lo que se refiere a la guerra; podrá (haciendo uso de un ejemplo del que se valla el diputado señor Muró) pedir, si le place, la renuncia del presidente de la República, o la renuncia de los que estamos aquí, la renuncia colectiva de la asamblea; podrá historiar los antecedentes de los acontecimientos producidos y abogar en pro de una solución transaccional: lo único que se le veda, lo único que se considera punible, es incitar a la violación de las instituciones, a la abdicación o cercenamiento de las Inalienables facultades de los poderes públicos; y esto, señor presidente, en momentos en que se trata de reprimir una insurrección cuyos orígenes y antecedentes so relacionan con repetidas violaciones del régimen constitucional. (¡Muy bien!) Si esto no justifica la única y transitoria restricción que la libertad de la prensa sufriría con la sanción de mi proyecto, declaro que habría que renunciar a la doctrina, en mi sentir Indiscutible, mucho más después de las citas que ha hecho valer nuestro distinguido colega el doctor Areco, de que la libertad de la propaganda política puede ser prudencialmente restringida en tiempos anormales, sin inconstitucionalidad, sin Ilegalidad, sin opresión, cuando la salud pública exige la restricción transitoria de esa libertad y es la razón serena la que fija el límite de la restricción.
Yo lo creo así de todas veras. Ignoro si esa es la opinión prevalente. Propendo, por natural tendencia de mí espíritu, a un individualismo, quizá exagerado, en materia de opiniones: formo las mías procurando apartarme de las influencias del ambiente en cuanto ellas puedan traer consigo sugestiones de pasión; y las enuncio tal como sinceramente las concibo, sin preocuparme nunca de volver la mirada para ver si de parte de lo que yo pienso está la opinión que representa el mayor número, o está una parto de la opinión, o estoy yo solo. (¡Muy bien!)
[...]
Sr. Rodó.—Señor presidente: cuando yo acepté, sin hacer mayor oposición, en el seno de la Comisión de Asuntos Constitucionales, que se agregara al articulo la frase: y mermar su legítima autoridad, lo hice en el concepto de que esto entramaba solamente una redundancia inofensiva, porque interpreté siempre que todo lo que fuera mermar la legítima autoridad de los poderes públicos caía dentro del alcance de la frase anterior: la que establece que no se podrá hacer propaganda en el sentido de coartar ninguna de las facultades propias de dichos poderes.
Completamente en desacuerdo con la Interpretación que da al artículo mi distinguido colega de Comisión el doctor Vargas, creo que la propaganda que se dirigiera a solicitar la renuncia del presidente de la República, (sin que esto importe de manera alguna apreciar la sensatez y oportunidad de una propaganda de esa naturaleza) no caería dentro de las prohibiciones de este artículo, cuyo significado se limitó, en n i intención, a impedir propaganda en favor de pactos subversivos que importaran violación do la constitución y de las leyes. Pedir la renuncia del presidente de la República no es ir contra la observancia de la constitución o de la ley.
Sr. Costa. — ¡Cómo no, señor! Es el acto más subversivo que hay.
Sr. Rodó. —No es ir contra la observancia de ninguna ley; no es propender a falsear la constitución, que es lo único que yo tuve en cuenta en mi proyecto.
Sr. Costa. —En estos momentos, es un acto subversivo pedir la renuncia del presidente de la República.
Sr. Rodó. —Yo no lo interpreto así, y dejo de ello constancia, salvando mi opinión a este respecto.
Pedir la renuncia del presidente de la República, no es incitar a cometer una inconstitucionalidad ni una ilegalidad.

(Sesión del 9 de julio de 1904)
Señor presidente: la jefatura política y de policía comunicó con fecha de anteayer al diario titulado «El Tiempo», haberse resuelto su suspensión por el término de cinco días, invocándose como fundamento de esta resolución el hecho de haber violado el artículo 3° de la ley relativa a régimen de la prensa.
No se habrá olvidado que cuando se discutió en la Cámara el referido artículo de la ley, hubo discrepancia de opiniones en cuanto al alcance de la frase final agregada al articulo por la Comisión de Asuntos Constitucionales; y como se manifestara que con arreglo a ella, la propaganda encaminada a pedir, como prenda de paz, la renuncia del presidente de la República, debía considerarse incluida entre las prohibiciones de la ley, me «muse, por mi parte, a esa interpretación, como me hubiera opuesto a cualquiera otra tendente a penar propagandas igualmente fuera de lo razonable y de lo sensato, pero que a pesar de ello, no se opusieran al espíritu de la ley, el cual en mi concepto fue siempre, pura y exclusivamente, el de prohibir propagandas que excitasen a violar el régimen constitucional, en el sentido do favorecer pactos que quebrantaran la unidad política del país o coartasen las inalienables facultades de los poderes públicos.
Insistí en esto, aunque desgraciadamente sin resultado; y observé que había verdadera conveniencia en que, limitando el alcance de la ley a ese único y exclusivo objeto, definiéndola así de una manera clara y precisa, imposibilitaríamos multitud de dudas y ambigüedades de interpretación, que, de otro modo, serían inevitables, y que quizá tuvieran por efecto colocar a la prensa en una situación peor que aquella en que se encontraba bajo el régimen de la previa censura.
No se ha hecho esperar la comprobación de lo que decía. Pero el hecho que lo ha comprobado, señor presidente, excede de mis previsiones, porque no tiene acomodo razonable, ni aun dentro de la ley tal como quedó interpretada después de aquella parte del debate.
La suspensión del diario «El Tiempo», ordenada por el poder ejecutivo, según la nota policial de fecha 7 del corriente, es un hecho claramente violatorio de la ley que, sobre régimen de la prensa, acaba de dictar la asamblea.
Es además un precedente que, si so le dejase en pie, colocaría a la prensa aun en peores condiciones que cuando intervenía el asesor policial.
Examinemos los fundamentos de la resolución y el hecho que la ha motivado.
Se invoca el artículo 3° de la ley y se dice que, tendiendo la propaganda del citado diario a desprestigiar la causa de las instituciones que defiende el gobierno de la República, ha violado, en él espíritu y en la letra, aquel artículo. Pero, señor presidente: ¿qué concepto, qué frase, qué palabra del artículo 3° de la ley, ni de ningún otro de los comprendidos en ella, se refieren a penas que puedan imponerse por el hecho de tender «a desprestigiar la causa de las instituciones»? El artículo 3° de la ley no se refiere a otro objeto de prohibición que a la propaganda en favor de pactos subversivos de la constitución de la República o que mermen la autoridad legal de sus gobernantes. Ese artículo no limita la libertad del periodista, sino en cuanto a la defensa de determinadas fórmulas de paz. Tal es su espíritu, tal es su letra. Ni aún sometido el artículo a la acción de los rayos X, podría encontrarse, bajo su sentido literal, ninguna otra prohibición que esta, clara y patente.
Las ambigüedades de Interpretación que yo preví que se dejaban, no fueron esas.
Cuando se agregó al artículo la frase «y mermar su legítima autoridad», el sentido de la cláusula quedó intacto, en cuanto a referirse siempre a pactos o concesiones que mermaran la legítima autoridad de los poderes públicos; no a propagandas que pudieran tender a mermar moralmente esa autoridad sin hablar do pactos de paz.
La construcción del párrafo, para quien leal y sinceramente lo examine, no deja lugar a la más mínima duda sobre ello: en este punto el artículo es clarísimo e intergiversable. La duda que yo preví que se dejaba en pie —y por eso me opuse al agregado de la citada frase— es la relativa a qué condiciones de los pactos de paz podía considerarse que mermaran la legítima autoridad de los poderes públicos.
Pero no solamente la orden policial a que me refiero, sostiene que la publicación que ha motivado la clausura temporal del diario, contraría el espíritu de la ley, sino que sostiene que ha sido violada la letra, es decir, que ha defendido pactos subversivos, de los aludidos en el artículo 3°.
Y en efecto: la orden policial hace mención de una frase —separada cuidadosamente de la publicación —por la cual ha sido penado el referido diario; una frase que es de uso común, que se emplea a cada momento para significar la necesidad o la urgencia con que debe procurarse determinado fin: la frase a toda costa, aplicada a la necesidad de que se haga la paz. ¡Este, según parece, es el cuerpo del delito! ¡Esto es lo que hace del artículo de aquel diario, un alegato en favor de los pactos inconstitucionales o subversivos de la autoridad de los poderes públicos!
Es necesario convenir, señor presidente, en que si con esta suspicacia, con este rebuscamiento de ápices y de minucias, con este apego a las menudencias de la letra, han de ser juzgadas las publicaciones de la prensa, la labor del periodista será, en adelante, una verdadera carrera de obstáculos; y el periodista, a pesar de que por la naturaleza de su oficio está obligado a improvisar, se verá en la necesidad de releer y someter a los prolijos análisis una y cien veces, todo lo que escriba, para evitar que se deslice en ello una locución, una frase, una palabra, que pudieran interpretarse, apurando el concepto, en un sentido que lo perjudicara.
Todos los que somos aficionados a libros, señor presidente,--y permítaseme esta breve reminiscencia literaria, siquiera sea en obsequio a mis aficiones, —nos hemos recreado más de una vez, leyendo alguno de los infinitos comentarlos que se han compuesto a propósito de una de las obras maestras del espíritu humano: a propósito del «Quijote».
Sucede con todas aquellas obras sobre las cuales se ha escrito intensamente, que, después de agotarse los comentarios e interpretaciones razonables, se llega a los comentarios alambicados y sutiles. Así, según algunos de los comentadores del «Quijote», Cervantes resultar fa un precursor de .1a filosofía nacionalista; según otros, un precursor de la democracia, o de la revolución social, o bien del darwinismo, o del espiritismo... En fin: no hay doctrina, no hay credo social o filosófico, aún los más opuestos e inconciliables entre sí, de que Cervantes no sea precursor, si hemos de atender a uno u otro de sus comentadores. Y la explicación de este hecho es sencilla. Toma el comentador una frase de Cervantes, la interpreta de cierta manera y de interpretación en interpretación, de deducción en deducción, mediante un poco de ingenio y de habilidad dialéctica, la frase llega al fin a significar todo lo que él intérprete quiere; y es así como quizá una misma frase del «Quijote» da lugar para que tres intérpretes distintos se jacten de haber descubierto en Cervantes un precursor o profeta de otras tantas doctrinas diferentes.
Pues bien: a mí, aunque estas interpretaciones nunca me convencieron, con frecuencia me han entretenido, por la ingeniosidad que suelen revelar; pero confieso que toda la sutileza interpretativa, toda la habilidad dialéctica, que yo había admirado en los comentadores de Cervantes, palidece y se eclipsa ante la interpretación sutil en que se inspira esta nota del jefe de policía.
El periodista usa, de paso, una frase hecha, una locución vulgar, para expresar con energía su anhelo de que la paz se haga urgentemente, y dice: «Hay que hacer la paz a toda costa»; y apoderándose al vuelo de estas tres palabras, el intérprete, que en este caso tiene la facultad de imponer inapelablemente su interpretación, arguye: «Ha dicho usted que la paz debe hacerse a toda costa; luego, implícitamente ha dicho que debe hacerse también a costa de la constitución; y como hay un artículo de la ley que prohíbe hacer propaganda a favor de pactos contrarios a la constitución, usted indirectamente ha abogado -en favor de esos pactos, ha violado la ley, y su diario debe ser cerrado por cinco días».
Con arreglo a este sistema de interpretación, así como la inmortal novela de Cervantes resulta, para algunos de sus comentadores, un libro precursor del darvinismo o de la doctrina espiritista, así dentro del criterio que informa la nota policial, el articulo del diario «El Tiempo», resulta un alegato en favor de los pactos subversivos de la constitución de la República.
Pero lo peor de todo, señor presidente, es que, según se deduce del texto de la citada orden policial, el poder ejecutivo entiende que toda propaganda encaminada, en su concepto, a desprestigiar o perjudicar moralmente la causa de las instituciones, puede ser objeto de prohibición con arreglo a la ley que la asamblea ha dictado; y yo no vacilo en afirmar que, interpretada y aplicada de esa manera la ley, lejos de haber beneficiado con ella la situación del periodista, la habríamos perjudicado; y la habríamos perjudicado en términos que significan una desventaja aún con relación al estado de cosas anterior a la sanción de la ley. Porque, suprimida la censura, y si el poder ejecutivo considera que toda propaganda encaminada a desprestigiar la causa de las instituciones cae dentro de las sanciones penales de la ley, ¿quién define la vaguedad de esta restricción? ¿Quién fija la línea divisoria entre lo lícito y lo ilícito? ¿Cuándo la propaganda política desprestigia y perjudica moralmente la autoridad de los poderes públicos y cuándo no la desprestigia y no la perjudica? ¿Dónde está el instrumento de precisión de que ha de valerse el periodista para contener sus arranques en la medida del criterio oficial?
No es necesario meditar más que un instante para comprender que la interpretación que el poder ejecutivo parece dar a la ley que se ha dictado, tendrá por inmediata y forzosa consecuencia la imposibilidad de toda propaganda política. El poder ejecutivo resolverá discrecionalmente cuándo la propaganda de la prensa perjudique moralmente su autoridad; y siempre que en su concepto, se hayo incurrido en tal delito, procederá inapelablemente a la suspensión del diario. En presencia de este peligro, señor presidente, ¿no está claro que lo que la prensa hará será abstenerse de toda propaganda, desde que ya no hay censor al cual pueda remitir previamente sus escritos, y desde que no puede tener el periodista la intuición del grado de benignidad o de severidad con que el poder ejecutivo ha de juzgarle?
Es necesario, pues, que por nuestra parte definamos esto de una manera inequívoca; si es posible, para que la Cámara restablezca la recta interpretación de la ley y desautorice la interpretación que le da el poder ejecutivo; y si esto no es posible, por lo menos para que la prensa tenga un criterio exacto y definido en cuanto a los límites en que se contiene actualmente su libertad, y también para que aquellos que estarnos en absoluto disconformes con la interpretación que el poder ejecutivo da a esta ley de la prensa, salvemos nuestra responsabilidad después de haber contribuido, en una forma u otra, a los antecedentes de que surgió la ley que de tal manera se interpreta.
Tales son los motivos y fundamentos que me han inducido a presentar a la consideración de la Cámara la moción de que pido a la Mesa se sirva hacer dar lectura. (La manda a la Mesa).
Sr. Presidente. — Léase.
(Se lee lo siguiente):
Para que se invite al señor ministro de gobierno a concurrir a la sesión del martes próximo, a fin de dar explicaciones sobre la manera cómo el poder ejecutivo interpreta el articulo 3° de la ley sobre régimen de la prensa, invocado en la orden de suspensión del diario «El Tiempo».

(Sesión de 12 de julio de 1904)
Sr. Rodó. — He oído con atención los informes del señor ministro de gobierno.
Veo, ante todo, en sus palabras, el reflejo de una condición de su espíritu que todos le hemos reconocido siempre: la convicción sincera de las opiniones; la convicción sincera que pone en todas sus ideas y en todos sus actos.
Agregar que el señor ministro no me ha convencido, me parecería una ingenuidad, porque se cae de su peso. Desde quo formo parto del Parlamento, o mejor dicho, desde que presencio debates parlamentarios, nunca he visto un ministro que convenza a un diputado, ni un diputado que convenza a un ministro, ni siquiera dos diputados que se convenzan uno al otro o que convenzan a un tercero... Es casi ley sin excepción que todos salgamos del debate con las opiniones con que entramos, lo cual, dicho sea de paso, no constituye un argumento muy poderoso en favor de la eficacia, de la palabra y de la virtud de la discusión...
Por mi parte, después de oír al señor ministro, sigo creyendo que la suspensión del diario «El Tiempo» es un hecho violatorio de la letra y del espíritu de la ley sobre régimen de la prensa, que acaba de dictar la asamblea.
Creo, en primer término, que todo lo que en el artículo de dicho diario se ha considerado subversivo, fuera de la frase «a toda costa», excede del alcance de la ley, que ha previsto propagandas en favor de pactos contrarios a la constitución de la República; pero no propagandas que en otro sentido puedan considerarse adversas a la causa de las instituciones. Y, en segundo término, creo que esa frase de uso común, esa frase hecha, esa locución vulgar, no constituye una insinuación a favor de pactos subversivos, si no se alambican y sutilizan las cosas fuera de lo tolerable.
Es más, señor presidente: estoy interiorizado, por conversación particular, del espíritu quo anima a la dirección le ese diario en su propaganda en pro de la paz; me consta que es adversa a una paz que se estableciera sobre la base de concesiones que implicaran una transgresión de la constitución de la República y una enajenación de legitimas facultades de sus gobernantes. Mal podría, pues, una frase salida de su pluma, tener un sentido favorable a condiciones inconstitucionales de la paz.
Pero, apartándonos de la particularidad del caso concreto y llegando a lo que él tiene de general, es decir, al precedente que deja establecido, la exposición del señor ministro de gobierno tiende a confirmar la doctrina que entrañaba la nota del jefe de policía, comunicada al diario «El Tiempo»; tiende a dejarla establecida, como interpretación del artículo 3° de la ley.
Hay, pues, dos interpretaciones contrarias de ese artículo: la que sostiene el poder ejecutivo y la que yo sostengo.
Claro es, que por el solo hecho de haber yo contribuido a la formación y a la sanción de esta ley, no he de atribuirme la facultad de imponer como genuina la interpretación que yo personalmente le de, tanto más cuanto que la ley fue; objeto de modificaciones que no contaron con mi asentimiento.
La interpretación valedera de la ley »o he de darla yo ni ha de darla tampoco el poder ejecutivo —a pesar de sus facultades de colegislador, que invocaba mi órgano de la prensa hace pocos días; —la interpretación valedera de la ley ha de darla la Cámara o, por mejor decir, la asamblea, después de la ley interpretativa que en ese sentido se presente (y desde luego anuncio que voy a presentarla) dando por supuesto que esa ley interpretativa pase de la Cámara y siga los trámites comunes hasta su sanción. En caso contrario, la Cámara considerará que el poder ejecutivo ha aplicado convenientemente la ley; y la interpretación del poder ejecutivo prevalecerá mientras la asamblea no disponga otra cosa ; pero prevalecerá, no porque el poder ejecutivo tenga la facultad de interpretar las leyes, aun cuando, como colegislador, haya contribuido a formarlas o haya sido el exclusivo autor y proponente de ellas, sino simplemente porque la Cámara, por su conformidad con la aplicación que el poder ejecutivo ha dado a la ley y el Senado con su silencio, habrá manifestado implícitamente que el modo como interpreta la ley es el conducente a la aplicación que de ella ha hecho el poder ejecutivo.
Hay, como decía, dos interpretaciones del artículo 3°- de la ley.
Mi interpretación establece que él prohíbe, única y exclusivamente, la propaganda explícita en favor de concesiones o pactos contrarios a la constitución o a la integridad de las legítimas facultades de los poderes públicos.
La interpretación del poder ejecutivo atribuye al artículo un alcance casi indefinido, que involucra toda propaganda capaz en su concepto de desprestigiar o perjudicar moralmente la causa de las instituciones y la autoridad del gobierno.
Mi interpretación fluye, clara e inmediata, de los términos del artículo, que no son vagos ni indeterminados, sino inequívocos en el sentido de fijar una prohibición única y concreta.
La interpretación del poder ejecutivo sólo es posible mediante una serie de deducciones que conduzcan a desentrañar el sentido íntimo del artículo, como si fuese lícito, señor presidente, aparte de la letra de la ley para investigar su espíritu, cuando la letra de le ley es clara y terminante.
Desde luego, yo pregunto a cualquiera que encare esta cuestión de una manera desapasionada: si la mente de la asamblea hubiera sido prohibir toda propaganda moralmente encaminada a desprestigiar la causa de las instituciones y la autoridad de los poderes públicos, ¿no es evidente que, tratándose de una ley tan laboriosamente preparada como esta, tan discutida en la Comisión y en la -Cámara, en el Senado y en la prensa, tan analizada en sus más mínimos detalles —porque aun las palabras de ella se midieron y se pesaron,— no cs evidente, digo, que el legislador hubiera consignado esa prohibición de una manera expresa, y en primer término, y no la hubiera dejado en la vaguedad de un sobrentendido que resultaría anómalo, tratándose de la prohibición más extensa y más importante de la ley?
Se concibe, señor presidente, que se haga uso de una proposición más general, dejando implícita y sobrentendida en ella una proposición menos general; se concibe que se hubiera dicho: «prohíbese toda propaganda que perjudique la causa de las instituciones », sobrentendiéndose que esta prohibición implicaba la de propagandas a favor de pactos contrarios a las instituciones; pero no se concibe lo contrario, no se concibe que se haga uso de una proposición menos general para que se sobrentienda dentro de ella una proposición más general; no se concibe que se diga: «prohíbese hablar de pactos contra las instituciones», para que se sobrentienda: «prohíbese hablar en cualquier sentido que pueda considerarse contrario a las instituciones».
Desde luego, la ley, tal como yo la interpreto, establece una prohibición de abogar en pro de pactos anticonstitucionales. De conformidad con esto, el periodista sabría a qué atenerse sobre lo que le está vedado y lo que le es lícito; pero si prevaleciera la interpretación que da al artículo el poder ejecutivo, ¿no es evidente que la vaguedad de esta restricción importaría la imposibilidad de toda propaganda política?
¿Quien fija límite a esta restricción? ¿Quién determina los casos en que la propaganda política perjudica moralmente la causa de los poderes públicos?
Es una facultad discrecional que se habría puesto en manos del poder ejecutivo.
Todos los antecedentes relativos a los debates de que surgió esta ley, lo mismo en el seno de la Cámara que en el H. Senado, concurren a demostrar que mi interpretación es la que estaba en el espíritu de la asamblea cuando discutía la ley y la sancionaba.
Recordaré un detalle del debate, que dio lugar a que la Cámara analizase y discutiese extensamente el sentido de este mismo artículo 3°, sobre el cual versa la diferencia de interpretación. Tendiendo yo a demostrar que el proyecto, tal como lo había presentado, aseguraba a la prensa amplias libertades, sin otra restricción que la relativa a la propaganda explícita en pro de pactos subversivos, indiqué algunos de los puntos sobre los cuales podría hablar la prensa, y manifesté que, con arreglo a la ley, sería lícito a la prensa censurar los actos de los poderes públicos, de todas las maneras y en todas las formas con que podría hacerlo en una época de paz y seguridad. Manifesté también que podría distribuir cargos y responsabilidades, en cuanto a los antecedentes y consecuencias de la guerra. Nótese esto bien: según la interpretación que yo di a la ley en el discurso con que la fundé, la prensa podría distribuir cargos y responsabilidades en lo relativo a la alteración de la paz pública. Agregué que también podría la prensa pedir, si lo creía conveniente, la renuncia colectiva de la asamblea o la renuncia del presidente de la República; y de todas estas afirmaciones mías sobre el alcance de la ley, la única que suscitó contradicción y discrepancia fue la relativa a la propaganda encaminada a pedir la renuncia del presidente de la República, propaganda sobre cuya falta de sensatez no podía haber dos opiniones (entre otras causas, porque se estrellaba contra la imposibilidad moral que le oponía nuestra dignidad, después del manifiesto del directorio revolucionario); pero que, a pesar de ser insensata, no era, en mi concepto, punible con arreglo a esta ley.
La Cámara lo entendió de otro modo y consideró que esa era una concesión subversiva, de las aludidas en el artículo 3°; pero, respecto de las demás libertades de la propaganda, a que yo me referí, nadie me objetó cosa alguna, como evidentemente habría sucedido si todas ellas, y no una sola, hubieran sido consideradas inadmisibles por la Cámara.
Repito que dentro de esas libertades a que me referí estaba incluida la de censurar los actos de los poderes públicos de todas las maneras y en todas las formas que fuesen lícitas en una época de paz y de seguridad, y la de distribuir ampliamente culpas y responsabilidades al hacer la apreciación de los acontecimientos o referir su historia.
Hay todavía otra consideración que puede hacerse valer. Es indudable que el motivo que se tuvo en cuenta al preferir esta ley a la que propuso el poder ejecutivo y que éste mismo retiró para abrir paso a la primera, fue el de mejorar la condición del periodista respecto de la situación en que el proyecto gubernativo lo dejaba.
Ahora bien: tal como interpreta el poder ejecutivo la ley, ¿cumple ella ese objeto? ¿Mejora la situación del periodista? Interpretada la ley, como quedaría si se autorizase la validez de este precedente, no sólo no habríamos mejorado esa situación, sino que le habríamos empeorado. La ley no solamente seria, en cuanto al objeto que se tuvo en cuenta, inútil, sino contraproducente y perjudicial, porque, como me parece haberlo demostrado en la sesión del sábado, suprimida la previa censura y dejándose en pie una restricción tan indefinida, tan vaga, tan sometida al criterio discrecional del poder ejecutivo; como la que éste pretende deducir de la ley, toda propaganda política llegaría a ser bien pronto imposible; o, por mejor decir, es de inmediato imposible.
Yo concibo fácilmente, señor presidente, que el poder ejecutivo crea que dentro de las presentes circunstancias es necesaria la prohibición de toda propaganda política que, en su concepto, pueda perjudicar la causa de las instituciones o el prestigio de su autoridad. Es este un criterio como cualquier otro, aun cuando yo no lo comparto; pero lo que yo no comprendo fácilmente es cómo el poder ejecutivo, cuando retiró su proyecto de ley y adhirió al mío y colaboró en las modificaciones de que este último fue objeto en el seno de la Comisión de Asuntos Constitucionales, no propendió a que dentro de esas modificaciones se incluyeran aquellas que evidentemente hubieran sido necesarias en el texto del articulo 3° para que el sentido de la ley correspondiera sin violencia a la interpretación que hoy aplica a su ejecución.
El espíritu de la ley —cuya letra lo define en mí sentir claramente— no es otro que el que yo expuse al defender la ley en su primera forma. Dije entonces: «La libertad de la prensa, como cualquier otra libertad, no admite restricciones que no sean estrictamente necesarias.» Toda situación anormal, por el hecho de serlo, trae consigo condiciones propias de dificultad y de peligro, y estas condiciones son las que deben fijar en cada caso, el límite de la restricción de aquella libertad. El peligro propio de esta situación anormal es, sobre todo, que, explotándose las angustias y los desfallecimientos del espíritu público, se abra camino a una subversión permanente del orden institucional que ponga en peligro la unidad, la entidad misma de la patria. Este peligro justifica, pues, una restricción: la relativa a propagandas favorables a pactos subversivos; pero fuel a de esa restricción, la libertad de la propaganda política debe ser limitada, o, por mejor decir, debe volver a su extensión normal, quedando únicamente sometida a los procedimientos y sanciones de la legislatura ordinaria».
Ese fue el espíritu de la ley tal como yo la propuse; y aun cuando luego ella fue objeto de modificaciones, nunca fue desnaturalizada hasta el punto de que se alterara su espíritu y su esencia.
Yo no voy a proponer ninguna moción relativa al caso concreto que ha motivado esta interpelación: y esto por dos consideraciones: una de orden teórico, y otra práctico. Esta última consiste en que, cumpliéndose precisamente hoy el término de la suspensión impuesta al diario objeto de la pena, nada puede hacerse ya en cuanto al caso concreto, aunque sí pueda y deba prevenirse la repetición de lechos análogos. La razón de orden teórico es la de considerar yo que, desde hace tiempo, hay criterio establecido en nuestro Parlamento en cuanto al alcance constitucional de estos pedidos de explicaciones o de informes, que —impropiamente, dentro de nuestro régimen— solemos llamar interpelaciones. Una moción de desagrado o de censura, lo mismo que otra de aprobación- y de confianza respecto de los actos del poder ejecutivo, no tiene sentido congruente con la índole de nuestro sistema político, dentro del cual el Parlamento legisla, pero no gobierna.
El procedimiento constitucional que toca a la Cámara en presencia de las transgresiones o conculcaciones de la ley en que incurre el poder ejecutivo, no puede nunca ser otro que uno de estos dos: o bien acusar al poder ejecutivo ante el Senado, si el delito en que haya incurrido es de aquellos que por su gravedad la Constitución ha citado expresamente—o bien (y esto es de todos los casos) legislar en un sentido que prevea y evite la persistencia del atentado o del error.
Legislar es lo que en la presente oportunidad interesa: Interpretar la ley por otra ley; y a esa necesidad he atendido. Tengo aquí mi ley Interpretativa y voy a presentarla; pero, como faltan pocos días para la terminación del periodo ordinario, y como se trata de una ley de circunstancias, cuya interpretación sólo podría ser eficaz si se la diera dentro del actual período, prevengo desde ahora que si —presentada la ley interpretativa— fuera apoyada y entrara en trámite, yo haría moción para que fuera informada en cuarto Intermedio. Si la Cámara se negara a acceder a esta Indicación, habría manifestado implícitamente su disconformidad con la ley interpretativa que presentaba, porque en este caso es evidente que postergar la ley es matarla.
Antes de dejar el uso de la palabra, voy, señor presidente, a hacer una breve manifestación.
Se ha dicho fuera de aquí, en la prensa, que la iniciativa que he tomado en el sentido de que se aclare la interpretación y alcance de esta ley, es injusta e inoportuna, y se ha dicho más: se ha agregado que esta iniciativa constituye nada menos que una palabra de aliento dirigida a aquellos que pugnan por obstaculizar el triunfo de las instituciones.
Hay en estos cargos, y sobre todo en el último, que es grave y malévolo, una absoluta falta de equidad.
Si yo he contribuido a la formación y a la sanción de una ley, interpretándola de una manera determinada, que expuse durante su discusión, y si veo que en la aplicación de esa ley prevalece una interpretación contraria y que en mi concepto desnaturaliza la ley, ¿puede exigírseme razonablemente el sacrificio del silencio, que importaría la solidaridad con opiniones que yo no comparto? ¿Puede exigírseme por razones de oportunidad y de orden político? Preferible hubiera sido, sin duda, que estas disidencias se hubieran dilucidado antes de la sanción de la ley; pero si no pasó esto, no es mía ciertamente la culpa, porque la misma interpretación, el mismo concepto de la ley que yo expongo ahora, lo expuse detenidamente durante la discusión de ella. ¿Por qué no se me replicó entonces? Por otra parte, cuando se habla de falta de oportunidad, ¿se quiere insinuar acaso que estas disidencias y estas interpelaciones tienden a perjudicar la unidad moral de los poderes públicos, hoy más que nunca, necesaria? j Falso y estrecho concepto sería este de la unidad moral de los poderes públicos) Estas libres discusiones levantan el prestigio de esta situación, robustecen la autoridad moral de los poderes públicos.
Cierto es que la solidaridad en la defensa de una causa común, de la causa de las instituciones, impone la necesidad de estrechar la acción conjunta de dichos poderes; pero esta acción conjunta, esta armonía, esta, concordia, podría decirse esta «amistad», no ha de excluir la discusión que remueve y depura las ideas; son la armonía y la concordia que persisten a través de estas pasajeras disensiones; no son la paz del sepulcro, donde todo reposa porque todo está muerto; no son la concordia del silencio, donde nada disuena porque todo está mudo!
Dentro de la unidad superior impuesta por la solidaridad de la causa común que defendemos, cabe el juego armónico de todas las opiniones, la espontaneidad del criterio individual. Y así lo he visto yo comprender y practicar por esta Cámara, a la cual siempre me enorgulleceré -de haber pertenecido, porque la he visto siempre conciliar la prudencia del criterio político con la altivez de la independencia moral. (¡Muy bien!).
Perseverando en ello, señor presidente, esta Cámara, que contribuyó a elegir al presidente de la República, como resultado de una lucha democrática, que será en la historia un timbre de honor para nuestro país, le demostrará que la acompaña en estos críticos momentos con la prueba mejor de estimación; con aquella, por lo menos, que más grata debe ser a los espíritus levantados sobre la vulgaridad de la lisonja; con la estimación que se manifiesta por la sinceridad, y que unas veces se traduce en el aplauso desinteresado y otras veces se traduce en la crítica amistosa.
He terminado. (¡Muy bien!).
Sr. Presidente. —Va a darse lectura del proyecto presentado por el diputado señor Rodó.
(Se lee lo siguiente)
Artículo 1° Declárase que la prohibición establecí- da en el artículo 3° de la ley restrictiva de la libertad de la prensa, se refiere exclusivamente a la propaganda explícita en pro de concesiones o pactos contrarios u la Constitución, por coartar alguna de las facultades que ella confiere a los poderes públicos.
Art. 2° Cualquier otro género de ataques, que en el transcurso de la actual insurrección se dirigieren por la prensa a la causa de las instituciones o a la autoridad de los poderes públicos, estarán únicamente sometidos a los procedimientos y sanciones de la legislación ordinaria.
Art. 3° Comuníquese, etc.
José Enrique Rodó,
Representante por Montevideo.
Sr. Rodó. — De conformidad con lo que manifesté en mi discurso, pido que la Mesa designe una Comisión especial encargada de estudiar este proyecto en cuarto intermedio.

* Fuente: Rodó, José Enrique. “Hombres de América (Montalvo – Bolívar - Rubén Darío) Discursos Parlamentarios – Selección de los discursos pronunciados en la Honorable Cámara de Representantes de Uruguay, pag. 160 y ss., Ed. Cervantes-1920.

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