julio 15, 2011

"Discursos sobre la primera década de Tito Livio" Nicolas Maquiavelo (1512 -1517) [3/3]

DISCURSOS SOBRE LA PRIMERA DÉCADA DE TITO LIVIO
(3 volúmenes)
Nicolás Maquiavelo
[1512-1517]

[3/3]
LIBRO TERCERO Y ULTIMO
INDICE LIBRO TERCERO
LIBRO TERCERO
Capítulo I
Cuando se quiere que una religión o una república tengan larga vida, es preciso restablecer con frecuencia su primitivo estado
Capítulo II
De como es cosa sapientísima fingirse loco durante algún tiempo
Capítulo III
De como fue indispensable matar a los hijos de Bruto para mantener en Roma la libertad conquistada
Capítulo IV
No vive seguro un príncipe en su estado mientras viven los que han sido despojados por él
Capítulo V
Lo que hacer perder la corona a un rey que lo es por derecho hereditario

Capítulo VI
De las conjuraciones
Capítulo VII
Porque los cambios de la libertad a la servidumbre y de la servidumbre a la libertad son unas veces sangrientos y otras no
Capítulo VIII
Quien desee ejecutar cambios en una república debe examinar el estado en que se encuentre
Capítulo IX
De como conviene variar con los tiempos si se quiere tener siempre buena fortuna
Capítulo X
De como un general no puede evitar la batalla cuando su adversario la quiere dar de cualquier modo
Capítulo XI
Quien tiene que combatir con varios enemigos, si puede resistir el primer ataque, aunque sea inferior a ellos en recursos, logrará vencerles
Capítulo XII
De como un general prudente debe poner a sus soldados en la necesidad de batirse y quitar esta necesidad a sus enemigos
Capítulo XIII
De si debe inspirar más confianza un general que tenga mal organizado ejército, o un buen ejército mandado por general inhábil
Capítulo XIV
Efecto que producen durante una batalla las nuevas estratagemas y las voces inesperadas
Capítulo XV
El mando del ejército debe tenerlo uno y no varios, porque en más de uno es perjudicial
Capítulo XVI
El verdadero mérito buscase en los tiempos difíciles.
Capítulo XVII
No se debe ofender a un ciudadano y darle después una administración o mando importante
Capítulo XVIII
La mayor habilidad de un general consiste en adivinar los designios del enemigo
Capítulo XIX
Si para gobernar a la multitud es preferible la indulgencia o la severidad
Capítulo XX
Un rasgo de humanidad pudo más en el ánimo de los faliscos que todo el poder de Roma
Capítulo XXI
Porque Aníbal, procediendo de distinto modo que Escipión fue tan victorioso en Italia como éste en España
Capítulo XXII
De como alcanzaron igual gloria Manlio Torcuato con su severidad, y con su humanidad Valerio Corvino
Capítulo XXIII
Porque causa fue Camilo desterrado de Roma
Capítulo XXIV
La prolongación del mando militar causó la pérdida de la libertad en Roma
Capítulo XXV
Pobreza de Cincinato y de muchos ciudadanos romanos
Capítulo XXVI
De como por causa de las mujeres se arruina un estado
Capítulo XXVII
De como se ha de restablecer la unión en una ciudad donde hay divisiones, y de lo falsa que es la opinión de la conveniencia de éstas para conservar el poder
Capítulo XXVIII
De como deben vigilarse los actos de los ciudadanos, porque muchas veces algunos, al parecer virtuosos, esconden un principio de tiranía
Capítulo XXIX
Las faltas de los pueblos provienen de las de los príncipes
Capítulo XXX
Cuando un ciudadano desea hacer algún bien a su república con un acto personal, necesita primero acallar la envidia.
Capítulo XXXI
Las repúblicas fuertes y los grandes hombres tienen el mismo ánimo e igual dignidad en la próspera que en la adversa fortuna
Capítulo XXXII
Medios que han empleado algunos para hacer imposible la paz
Capítulo XXXIII
Para ganar una batalla se necesita la confianza de las tropas, o en sí mismas o en su general
Capítulo XXXIV
De como la fama, la voz pública, la opinión conquistan a un ciudadano el favor popular, y de si los pueblos eligen con mayor prudencia que los príncipes las personas que han de desempeñar los cargos públicos
Capítulo XXXV
Peligros a que se expone quien aconseja una empresa, los cuales son mayores cuanto ésta es más extraordinaria
Capítulo XXXVI
Motivos porque se dijo de los galos y se dice de los franceses que son más que hombres al comenzar la batalla, y menos que mujeres al terminarla
Capítulo XXXVII
Si es preciso que a una batalla general precedan combates parciales; y, caso de querer evitarlos, que debe hacerse para conocer las condiciones de un enemigo con quien por primera vez se pelea
Capítulo XXXVIII
Cualidades que debe tener un general para inspirar confianza a su ejército
Capítulo XXXIV
El general debe conocer el terreno donde opera con su ejército
Capítulo XL
De como el uso de engaños en la guerra merece elogio
Capítulo XLI
La patria debe ser siempre defendida, sea con ignominia, sea con gloria, porque de cualquier modo la defensa es indispensable
Capítulo XLII
Las promesas hechas por fuerza no deben ser cumplidas
Capítulo XLIII
Los naturales de un estado tienen casi constantemente el mismo carácter
Capítulo XLIV
Con el ímpetu y la audacia se consigue muchas veces lo que con los procedimientos ordinarios no se obtendría jamás
Capítulo XLV
Si la determinación de esperar en una batalla el ataque del enemigo, y, rechazado, atacarle, es preferible a la de comenzar impetuosamente el combate
Capítulo XLVI
Porque se conserva el mismo carácter en una familia durante largo tiempo
Capítulo XLVII
El amor a la patria debe hacer olvidar a un buen ciudadano las ofensas privadas
Capítulo XLVIII
Cuando se ve que el enemigo comete una gran falta, debe sospecharse que intenta un ardid
Capítulo XLIX
La república que quiere conservar su libertad debe tomar cada día nuevas precauciones.

LIBRO TERCERO
Capítulo I
Cuando se quiere que una religión o una república tengan larga vida, es preciso restablecer con frecuencia su primitivo estado
Es evidente que la existencia de todas las cosas de este mundo tiene término inevitable; pero sólo cumplen toda la misión a que el cielo generalmente las destina las que no desorganizan su constitución, sino al contrario, la mantienen tan ordenada que no se altera, o si se altera, no es en su daño. Y refiriéndome a cuerpos mixtos, como son las repúblicas o las sectas religiosas, afirmo que son saludables las alteraciones encaminadas a restablecerlas en sus principios originales. Por eso están mejor constituidas y gozan más larga vida las que en sus propias instituciones tienen los medios de renovación o la consiguen por accidentes extraños al régimen habitual au existencia.
También es una verdad más clara que la luz del día que de no renovarse estos cuerpos, perecen. La renovación sólo puede hacerse, como he dicho, volviendo a las primitivas instituciones, porque los principios de las religiones, repúblicas y reinos, por necesidad contienen en sí algo bueno en que fundan su primer prestigio y su primer engrandecimiento, y como con el transcurso del tiempo aquella bondad se corrompe, si no ocurre algo que la vivifique, por necesidad mata el organismo que animaba. Por eso dicen los médicos hablando del cuerpo humano: “Que diariamente se le agrega algo que necesita curación.”
El restablecimiento de las primitivas instituciones, hablando de una república, lo produce un suceso exterior, o es efecto de la prudencia de los ciudadanos. Ejemplo de lo primero fue la toma de Roma por los galos, cosa necesaria para que la república renaciese con nueva vida y virtud, restableciendo la observancia de la religión y de la justicia, que comenzaba a decaer; y bien lo da a entender Tito Livio en su historia, cuando dice que al enviar el ejército contra los galos y al nombrar los tribunos con potestad consular, no observaron los romanos ninguna de las ceremonias religiosas. De igual manera no sólo dejaron de castigar a los tres Fabios que, faltando al derecho de gentes, combatieron contra los galos, sino los nombraron tribunos. Debe suponerse, pues, que empezaban a hacer de las buenas instituciones de Rómulo y otros príncipes sensatos, menos caso del que es conveniente y necesario para mantener la libertad.
Fue, pues, oportuna esta derrota para reorganizar todas las instituciones del estado, y para que los romanos comprendieran, no sólo la necesidad de observar la religión y la justicia, sino también la de honrar a sus buenos ciudadanos, teniendo en cuenta más su virtud que las ventajas a que aspirasen con sus obras.
La lección fue aprovechada, porque inmediatamente de recobrada Roma fueron restablecidas las antiguas prácticas religiosas, castigados los Fabios, que habían combatido contra jus gentium, y estimaron en tanto la virtud y el carácter de Camilo, que pusieron en sus manos la dirección de los intereses públicos, dando al olvido el senado y los demás ciudadanos la envidia que los inspiraba.
Es indispensable, pues, a los hombres que viven en sociedad, bajo una organización cualquiera, restablecer con frecuencia las primitivas instituciones, y demuestran esta conveniencia sucesos exteriores o interiores. Los últimos son de dos clases: o defecto de una ley que obligue a los ciudadanos a dar con frecuencia cuenta de su conducta, o resultado de aparecer un hombre eminente que con sus ejemplos y sus valerosos esfuerzos produzca el mismo efecto que la ley. Renace, pues, el bien en una república, o por virtud de un hombre, o por virtud de una ley; y las leyes que renovaron en Roma las primitivas costumbres fueron las de la creación de los tribunos de la plebe, de los censores y todas las demás dictadas contra la ambición y la insolencia de los hombres.
Tales leyes exigen, para que produzcan los deseados efectos, el valor de un ciudadano que rigurosamente contrarreste el poder de los que las infringen. De este rigor fueron notables ejemplos, antes de la toma de Roma por los galos, la muerte de los hijos de Bruto, la de los decenviros, y la de Melio Frumentario: y después de la toma de Roma, la muerte de Manlio Capitolino, la del hijo de Manlio Torcuato, el castigo que Papirio Cursor impuso a Fabio, general de su caballería, y la acusación contra los Escipiones. Cuando ocurría alguno de estos terribles sucesos, por su extraordinaria importancia hacía renacer en los ciudadanos el respeto a las antiguas leyes, y cuando empezaron a ser raros, aumentó la corrupción de los hombres y con ella la resistencia tumultuosa a estos castigos y el peligro de imponerlos. De una a otra de estas penas ejemplares no debían transcurrir más de diez años, porque, pasado más tiempo, empiezan los hombres a variar de costumbres y a infringir las leyes; y si no ocurre algo que traiga a su memoria el castigo y a su ánimo el temor de sufrirlo, llega pronto a ser tan grande el número de delincuentes, que es peligroso castigarlos.
Decían, a este propósito, los que han gobernado a Florencia desde 1434 a 1494 que se necesitaba recoger cada cinco años el poder; pues de lo contrario, era muy difícil mantenerlo, y llamaban recoger el poder renovar en los hombres el terror y el miedo que, al apoderarse de la gobernación, los infundieron, castigando severamente a los que, según sus principios de gobierno, obraron mal. Pero como el recuerdo de estos castigos poco a poco se horra, los hombres se atreven a intentar cosas nuevas y a hablar mal del régimen establecido. Esto se evita restableciendo las bases primordiales de la gobernación.
En las repúblicas suele causar este efecto un ciudadano virtuoso, y no una ley que lo ordene. El ejemplo de sus virtudes influye tanto, que los buenos desean imitarle y los malos se avergüenzan de llevar vida opuesta a la suya. Produjeron especialmente en Roma tan buen resultado Horacio Coclés, Escévola, Fabricio, los dos Decios, Régulo Atilio y algunos otros que con sus raros ejemplos de virtud produjeron casi el mismo efecto que se consigue con leyes y ordenanzas. Y si los castigos que antes mencionamos, unidos a estos especialísimos ejemplos de virtud, se hubieran repetido cada diez años en aquella ciudad, seguramente jamás llegara la corrupción de sus costumbres; pero ésta fue aumentando a medida que aquéllos eran más raros. En efecto, después del de Marco Régulo no hay otro ejemplo de extraordinaria virtud, y aunque Roma produjo a los dos Catones, medió tanto tiempo entre aquél y estos dos, y quedaron tan aislados, que los fue imposible hacer con su buen ejemplo ninguna obra buena, especialmente el último Catón, quien encontró la república tan corrompida, que no consiguió con su ejemplar vida hacer mejores a los ciudadanos.
Baste lo dicho respecto a las repúblicas.
En cuanto a las sectas religiosas, demuestran que esta renovación es indispensable el ejemplo de nuestra religión, que se hubiera extinguido completamente si San Francisco y Santo Domingo no la hubiesen hecho retroceder hacia sus principios. Estos santos, con la pobreza y con el ejemplo de la vida de Cristo, la resucitaron en la mente de los hombres, donde había muerto. Las órdenes franciscana y dominicana que fundaron fueron bastante poderosas para impedir la ruina de la religión por las malas costumbres de prelados y de pontífices.
Viviendo pobremente, pero con gran influencia en el pueblo por medio del confesionario y del púlpito, aconsejaban ser dañoso para él oír murmuraciones o murmurar de los que gobernaban mal, debiendo vivir obediente a las autoridades, y si éstas cometen errores, dejar su castigo a Dios, con lo cual los gobernantes se portaban lo peor posible, por no creer en castigos que no veían. Este restablecimiento de la primitiva doctrina ha conservado y conserva la religión.
También necesitan las monarquías esta renovación y restablecer por medio de leyes sus principios originales.
Estos buenos efectos adviértense especialmente en el reino de Francia, más observador de las instituciones y de las leyes que ningún otro. De la conservación del respeto a las instituciones y a las leyes, cuidan los parlamentos, especialmente el de París, renovando la observancia de cuando en cuando por medio de medidas ejemplares contra algún grande del reino o derogando disposiciones del rey. Se ha conservado hasta ahora dicho reino por la obstinada resistencia a los abusos de la nobleza; pero si alguna vez quedasen impunes sus desafueros y éstos se multiplicaran, el resultado sería, o la necesidad de corregirlos con gran riesgo, por el número y poder de los culpados, o la disolución del reino.
En resumen: lo más necesario en la vida social para una religión, monarquía o república, es devolverle el crédito que tuvieron en su origen., procurando conseguirlo por medio de buenas leyes o de buenos hombres y no por una causa exterior; pues aun cuando ésta sea a veces óptimo remedio, como lo fue en Roma, es tan peligroso, que no se debe desear en modo alguno.
Para demostrar cuánto contribuyeron los hechos de algunos ciudadanos particulares al engrandecimiento de Roma y los buenos resultados que en esta ciudad causaron, daré cuenta de ellos en este tercer libro, último de mis reflexiones sobre la primera década de Tito Livio.
De las acciones de los reyes que fueron grandes y notables no hablaremos: la historia las refiere extensamente, y sí sólo de lo que hicieron en provecho propio.
Empecemos por Bruto, padre de la libertad romana.
Capítulo II
De como es cosa sapientísima fingirse loco durante algún tiempo
Nadie ha dado tan clara prueba de prudencia, ni merecido el calificativo de sabio por acciones memorables, como Junio Bruto al fingirse insensato; y aunque Tito Livio diga que el único motivo de este fingimiento fue poder vivir tranquilamente y conservar su patrimonio, sin embargo, teniendo en cuenta su modo de proceder, puede creerse que lo hizo para ser menos observado y poder más fácilmente combatir al rey y librar a su patria de la monarquía en la primera ocasión oportuna que se presentara. Y que éste era su propósito se ve, primero por la interpretación del oráculo de Apolo cuando simuló caer para besar la tierra, creyendo que con esto serían favorables los dioses a sus proyectos, y después en la muerte de Lucrecia, cuando entre el padre, el marido y otros parientes de ella fue el primero en arrancar el puñal de la herida y en hacer jurar a cuantos allí estaban no sufrir en adelante rey en Roma.
Este ejemplo deben tenerlo en cuenta cuantos viven descontentos de un príncipe, empezando por medir y pesar sus fuerzas; y si son bastante poderosos para mostrarse enemigos declarados y hacerle abiertamente la guerra, deben tomar este camino como el menos peligroso y más noble. Pero si las condiciones en que se encuentran los impiden luchar ostensiblemente contra él, deberán captarse su amistad, y para ello adoptar cuantos medios sean precisos, aprobando sus placeres y mostrándose complacidos por cuanto contribuya a sus deleites. Esta familiaridad te permite vivir seguro y sin peligro alguno, y además te hace participar de la buena fortuna del príncipe, proporcionándote al mismo tiempo toda clase de facilidades para realización de tus designios contra él.
Cierto es que en opinión de algunos ni se debe estar tan cerca del príncipe que haya peligro de caer envuelto en su ruina, ni tan apartado que no se pueda acudir a tiempo de aprovecharla, debiendo preferirse un término medio, si se pudiera conservar; pero juzgo esto imposible, y hay que elegir entre los dos referidos términos, o alejarse o vivir junto a él. Quien haga otra cosa y sea un personaje, vive en continuo peligro. No basta decir: «no me cuido de nada; no deseo honores ni ventajas; quiero vivir tranquilamente y sin ambición», porque tales excusas se oyen y no se creen. Los hombres de elevada posición social no escogen su manera de vivir, pues aun haciéndolo de buena fe y sin oculto propósito, no se los creería, y si se empedan en realizar su deseo se lo impedirán los demás.
Conviene, pues, fingirse estúpido como Bruto, y se practica este fingimiento hablando, viendo y obrando contra tus propósitos y por complacer al príncipe.
Y puesto que hemos referido la prudencia de éste para establecer la libertad en Roma, hablaremos ahora de su severidad para conservarla,
Capítulo III
De como fue indispensable matar a los hijos de Bruto para mantener en Roma la libertad conquistada
La severidad de Bruto no sólo fue útil, sino indispensable para mantener en Roma la libertad que él había conquistado, siendo ejemplo rarísimo en la historia de los acontecimientos humanos ver a un padre que, como juez, condena a muerte a sus hijos y asiste a la ejecución de la sentencia.
Los que estudian atentamente la historia antigua saben que en toda mutación de régimen político, de república a tiranía o de tiranía a república, se necesita un castigo memorable aplicado a enemigos del régimen imperante. Quien lograra ser tirano y no matase a Bruto, y quien estableciera una república y no matase a los hijos de Bruto, duraría poco tiempo.
He tratado ya este asunto ampliamente, y a lo dicho me atengo. Sólo presentaré un ejemplo de nuestros tiempos, inolvidable en nuestra patria, el de Pedro Soderino. Creyó dominar con la paciencia y bondad de su carácter la obstinación de los nuevos hijos de Bruto en restablecer otra forma de gobierno, y se equivocó.
Su prudencia le daba a conocer el peligro; las ambiciones de quienes le combatían motivó ocasión para acabar con ellos, y, sin embargo, jamás tuvo el valor de hacerlo. Además de creer que podía con la mansedumbre y bondad dominar las malas pasiones, y con los premios extinguir algunas enemistades, juzgaba (y muchas veces lo decía a sus amigos) que, para vencer definitivamente a sus enemigos y batir a sus adversarios, necesitaba apoderarse de una autoridad extraordinaria y establecer leyes contrarias a la igualdad civil. Este recurso, aun sin usarlo después tiránicamente, hubiese asustado tanto al pueblo de Florencia, que nunca se atreviera a elegir, después de muerto Soderino, un gonfaloniero vitalicio; forma de gobierno que en su concepto, convenía consolidar.
Era esta opinión sabia y buena; pero no se debe dejar crecer un mal por conseguir un bien que el mismo mal, creciendo, impedirá realizar. Debió tener en cuenta que, juzgadas sus obras e intenciones por los resultados, en el caso de conservar largo tiempo la fortuna y la vida, podía atestiguar a todo el mundo que aquéllas tenían por objeto el bienestar de la patria y no su personal ambición, arreglando las cosas de suerte que su sucesor no pudiera valerse para el mal, de las leyes que él estableciera para el bien común: pero engañado por su opinión antedicha, no conoció que la malignidad, ni la doma el tiempo, ni la aplacan las dádivas y beneficios. Por no saber imitar a Bruto perdió, a la vez que a su patria, el gobierno y la fama.
Tan difícil como salvar un estado libre es salvar un reino, y lo demostraremos en el siguiente capítulo.
Capítulo IV
No vive seguro un príncipe en su estado mientras viven los que han sido despojados por él
El asesinato de Tasquino Prisco por los hijos de Anco, y el de Servio Tulio por Tarquino el Soberbio, demuestran cuan difícil y peligroso es quitar a otro la corona y dejarle vivo, aun procurando ganarse su afecto con beneficios.
Se ve, pues, cuánto se engalló Tarquino Prisco al creer que poseía la corona que le había dado el pueblo y confirmado el senado, no imaginando que el resentimiento de los hijos de Anco fuera tan extremado que los impidiese contentarse con lo que satisfacía a toda Rama. También se equivocó Servio Tulio al creer que, con nuevos favores, conseguiría la adhesión de los hijos de Tarquino. De suerte que el primer caso nos enseña que ningún príncipe vivirá seguro en su reino mientras vivan en él los despojados de la corona; el segundo recordará a los poderosos que las viejas ofensas no se borran con beneficios nuevos, tanto menos cuanto el beneficio es inferior a la injuria.
Es indudable que Servio Tulio tuvo escasa prudencia al creer que los hijos de Tarquino se conformarían pacientemente con ser sus yernos, cuando se juzgaban con derecho a ser sus reyes. La ambición de reinar es tan grande, que no sólo domina a los que tienen por su nacimiento esperanza de sentarse en el trono, sino a los que no la tienen. Así se ve que la mujer de Tarquino el Joven, hija de Servio Tulio, arrastrada por esta pasión ambiciosa contra todo sentimiento de piedad filial, indujo a su marido a quitar a su padre la vida y el reino. ¡Tanto prefería ser reina a ser hija de rey!
Si Tarquino Prisco y Servio Tulio perdieron la corona por no saberse guardar del odio de aquellos a quienes se la habían usurpado. Tarquino el Soberbio la perdió, por no haber observado las leyes que sus predecesores dieron, según demostraremos en el capítulo siguiente.
Capítulo V
Lo que hacer perder la corona a un rey que lo es por derecho hereditario
Muerto Servio Tulio por Tarquino el Soberbio, y no dejando herederos, ocupó éste tranquilamente el trono sin temor de perderlo por la misma causa que sus dos citados antecesores. Y aunque la forma de apoderarse de la corona fue extraordinaria y odiosa, si hubiese mantenido las antiguas instituciones de los otros reyes, fuera tolerada su dominación, sin concitarse en contra suya la animadversión del senado y del pueblo para quitarle el trono.
No fue arrojado del trono por haber forzado a Lucrecia su hijo Sexto, sino por violar las leyes del reino, gobernando tiránicamente, asumiendo en él toda la autoridad de que despojó al senado, dedicando a la construcción de su palacio cuanto el senado invertía en el embellecimiento de los sitios públicos, con lo cual aumentaba la envidia de sus adversarios, y privó a Roma en poco tiempo de toda la libertad que había gozado bajo el mando de los anteriores reyes.
No bastándole la enemistad del senado, se concitó también la del pueblo, obligándole a trabajar en oficios mecánicos muy distintos de aquello, en que lo ocupaban sus predecesores en el trono. Harta Roma de tantos ejemplos de sn crueldad de su soberbia, estaban va resueltos los ánimos de todos los ciudadanos a rebelarse tan pronto como la ocasión se presentara; y, de no ocurrir el hecho de Lucrecia, cualquier otro hubiera producido igual resultado porque, de gobernar Tarquino como los anteriores reyes, a él acudieran Bruto y Colatino para pedir justicia por el delito de su hijo Sexto, y no al pueblo romano.
Sepan, pues, los príncipes que empiezan a perder el trono cuando empiezan a quebrantar las leyes y los antiguos usos y costumbres, con los cuales han vivido los hombres largo tiempo. Si, privados del trono, fueran bastante sensatos para conocer cuan fácilmente se gobiernan los reinos cuando los reyes son bien aconsejados, mucho más los dolería la pérdida de la corona, y se condenarían a más severa pena que la sufrida; porque es más fácil hacerse amar de los buenos que de los malos, y obedecer las leyes que sobreponerse a ellas.
Los príncipes que deseen aprender a gobernar bien, lo conseguirán sin otra molestia que la de tomar por modelo la vida de los buenos príncipes, como Timoleón de Corinto, Arato de Sicione y otros semejantes. Ofrece la vida de estos reyes tanta seguridad y tanto bienestar para gobernantes y gobernados, que debía inspirar a los príncipes el deseo de imitarla, ya que, según hemos dicho, tan fácil es conseguirlo. Cuando los hombres son gobernados bien, no pretenden ni desean otras libertades, como sucedía en los pueblos regidos por Timoleón y Arato, a quienes obligaron a reinar durante toda su vida, aunque varias veces mostraron deseo de volver a la condición de ciudadanos.
Como en este capítulo y en los dos anteriores se ha hablado de las conspiraciones contra los príncipes, de la conjura de los hijos de Bruto contra la patria y de las que fueron víctimas Tarquino Prisco y Servio Tulio, no creo fuera de propósito hablar con extensión en el siguiente de las conspiraciones; materia que importa a príncipes y ciudadanos.
Capítulo VI
De las conjuraciones
Creo que no debo omitir tratar de este asunto de las conjuraciones, tan peligrosas para príncipes y súbditos, como lo prueba el haber perdido por ellas la vida y la corona más reyes que por los desastres de la guerra. En efecto; son pocos los que pueden declarar guerra abierta a un monarca, pero cualquiera puede conspirar contra él.
Por otra parte, nada hay tan expuesto y peligroso como una conjuración, cosa difícil y arriesgadísima en todas sus partes. Por ello son muchas las que se fraguan, y muy pocas las que producen el fin con que se intentan.
Deben, pues, los príncipes aprender a guardarse de este peligro, y los súbditos meterse lo menos posible en conspiraciones, contentándose con vivir bajo el gobierno que la suerte los depare. Hablaré extensamente de este asunto, no omitiendo ningún ejemplo que pueda servir de enseñanza a príncipes y súbditos.
Es verdaderamente admirable la sentencia de Cornelio Tácito cuando dice: “que los hombres deben reverenciar las cosas pasadas y obedecer las presentes; desear los buenos príncipes y tolerar los que se tienen”. En efecto; quien obra de otra manera, las más veces pierde y pierde a su patria.
Entrando en materia, lo primero que debemos examinar es contra quién se forma la conjuración, y veremos que es, o contra la patria, o contra un príncipe. De ambas clases de conspiraciones vamos a tratar, porque de las que se fraguan para entregar al enemigo una plaza sitiada o para cosas parecidas, ya hemos dicho antes lo necesario.
Empecemos por las que se trama contra los príncipes, y analicemos sus causas, que pueden ser varias; pero una mucho más importante que las demás, cual es la general animadversión que inspire, porque los príncipes que concitan en contra suya el odio universal tienen entre sus súbditos algunos más especialmente ofendidos y más deseosos de vengarse, deseo que crece en proporción a la general malevolencia.
Debe, pues, evitar el príncipe esta universal antipatía (no decimos aquí como, por haberlo expuesto anteriormente). Guardándose de ella, las ofensas individuales que corneta le serán menos peligrosas, pues se encuentran rara vez hombres tan sensibles a las injurias que arriesguen la vida por vengarlas; y aunque los haya con poder y voluntad de hacerlo, el general afecto que inspira el príncipe los impide realizarlo.
Los ultrajes que se pueden hacer a un hombre son en sus bienes, en su persona o en su honor. Respecto a los segundos, es más expuesto amenazar que ejecutar la ofensa. Las amenazas son peligrosísimas, y ningún peligro hay en realizar los ultrajes, porque los muertos no meditan venganza, y los que sobreviven casi siempre la dejan al cuidado del muerto. Pero quien es amenazado y se ve por necesidad en la alternativa de obrar o de huir, se convierte en hombre muy peligroso para el príncipe, como oportunamente demostraremos.
Después de este género de ultrajes, los dirigidos contra los bienes o la honra son los que más ofenden a los hombres, y de ellos debe también abstenerse el príncipe; porque a nadie se le puede despojar hasta el punto de no quedarle un cuchillo para vengarse, ni deshonrarle hasta el extremo de que pierda el obstinado amor a la venganza. De los insultos hechos a la honra, el más grave es el dirigido contra el honor de las mujeres, y después el vilipendio de la persona. Este último ultraje fue el que armó la mano de Pausanias contra Filipo de Macedonia y otras muchas contra otros príncipes. En nuestros tiempos Julio Belanti conspiró contra Pandolfo, tirano de Siena, porque éste le concedió primero y le negó después la mano de una de sus hijas. La causa principal de la conjuración de los Pazzi contra los Médici fue la herencia de Juan Bonromei, quitada a aquellos por orden de éstos.
Hay otro motivo poderosísimo de conjuración contra el príncipe, cual es el deseo de librar a la patria de la tiranía. Este fue el que alentó a Bruto y Casio contra César, y a otros muchos contra los Falaris, los Dionisios y demás tiranos.
El único medio que tiene el príncipe para librarse de este peligro es renunciar la tiranía, y. como ninguno renuncia, pocos son los que no mueren trágicamente. De aquí los versos de Juvenal.
Pocos los reyes, pocos los tiranos
Son que a los reinos de Plutón descienden
Sin ser heridos por puñal aleve.
(Juvenal, Sátira 10°. Traducción de Díaz Carmona.)
Los peligros a que se exponen los conspiradores son gravísimos y de todos los momentos, lo mismo al intentar y tramar la conspiración que al ejecutarla; antes, durante y después de la ejecución. Conspiran uno o varios; en el primer caso, no puede decirse que haya conjura, sino firme resolución en un hombre para matar al príncipe. Sólo en este caso falta el primero de los tres peligros mencionados, porque antes de la ejecución no hay riesgo alguno, no siendo nadie poseedor del secreto, ni pudiendo llegar por tanto a oídos del príncipe. Esta resolución puede tenerla cualquier hombre, humilde o poderoso, noble o plebeyo, admitido o no en la familiaridad del príncipe; porque todos pueden encontrar alguna vez ocasión de hablarle, y, por tanto, de realizar su venganza. Pausanias, de quien ya he hablado en otra ocasión, mató a Filipo de Macedonia cuando iba al templo rodeado de un millar de hombres armados y entre su hijo y su yerno; pero era noble y conocido del rey. Un español pobre y humilde dio una puñalada en el cuello a Fernando V, rey de España. No fue mortal la herida, pero la facilidad y el propósito de matarle quedaron demostrados. Un derviche o sacerdote turco levantó la cimitarra contra Bayaceto, padre del actual sultán de Turquía: no le hirió, pero no por falta de ánimo y de ocasión hacerlo. Muchos serán, según creo, los que formen tales propósitos, porque en formarlos no hay peligro alguno; pero pocos los que lo realicen, y aun, de éstos, poquísimos los que no sean muertos en el acto, por lo cual no se encuentra con frecuencia quien quiera arriesgarse a segura muerte.
Pero dejemos estas conjuraciones individuales y vamos a las colectivas. La historia enseña que todas éstas las han formado hombres de elevada posición social y muy familiares del príncipe, los de humilde condición y alejados del príncipe, a menos de estar locos, no pueden conspirar; porque ni tienen ni esperan la ocasión indispensable para ejecutar la conjura. Además, carecen de los medios que aseguran la fidelidad de los cómplices, porque no pueden prometerles nada de lo que determina a los hombres a arrostrar grandes peligros; de modo que al entrar en la conspiración más de dos o tres personas, hay enseguida un acusador que los pierde. Pero, aun teniendo la suerte de que no lo haya, los es tan difícil llevar a la práctica su propósito, por no poder acercarse al príncipe, que casi seguramente fracasa al llegar a la ejecución. Si los nobles y grandes de la nación que tienen fácil acceso al príncipe tropiezan con los obstáculos que después diremos, éstos deben aumentar extraordinariamente para los plebeyos.
Y como los hombres, al jugarse vida y hacienda no pierden completamente el juicio, si son de condición humilde se guardan de estos peligros, y, cuando aborrecen a un príncipe, se limitan a hablar mal de él y a esperar que los de más elevada posición los veneren. Si por acaso alguno de condición humilde se atreve a conspirar, más debe alabarse su intención que su prudencia.
Se ve, pues, que todos los conspiradores contra los príncipes han sido personajes o amigos íntimos de aquéllos, y que a unos los excitó a conspirar las ofensas, y a otros los beneficios excesivos, como a Perennio contra Cómodo; a Plautiano, contra Severo; a Seyano, contra Tiberio. A todos ellos dieron los emperadores tantas riquezas, honores y dignidades, que, al parecer, sólo los faltaba para el supremo poder el trono imperial, y a fin de conseguirlo conspiraron contra el príncipe, teniendo las conjuraciones el fin que su ingratitud merecía. En nuestros tiempos, una conspiración de esta índole ha tenido buen éxito: la de Jacobo de Appiano contra Gambacorti, príncipe de Pisa, que le había mantenido educado y puesto en alto rango, y a quien quitó sus estados.
También ha sido de esta clase en la época en que vivimos la conspiración de Coppola contra el rey Fernando de Aragón. A tan elevada posición social llegó este Coppola, que no creía le faltase más que el trono, y por ambicionarlo perdió la vida. Y en verdad las conjuraciones de los grandes contra los príncipes que parece debieran ser de más seguro éxito son las de esta clase, porque las dirigen quienes pueden llamarse segundos reyes y tienen la mayor facilidad para realizarlas; pero la ambición de mando que los ciega, ciégales también para dirigir la conjura, pues si supiesen emplear la prudencia en su infame propósito, sería imposible evitar la realización.
Debe, pues, el príncipe que quiera guardarse de conspiraciones temer más a los que ha colmado de beneficios que a los que ha ofendido; porque a éstos los faltan oportunidad y medios y a aquéllos los sobran. La voluntad es igual en unos y otros, porque el deseo de la dominación es tan grande o mayor que el de la venganza.
La autoridad de sus favoritos ha de ser la necesaria para que quede bastante distancia entre el que la da y quien la recibe, dejando siempre a éste algo que ambicionar; de lo contrario, será raro que no los ocurra lo que a los príncipes citados.
Pero, volviendo a nuestro asunto, digo que, debiendo ser personajes los conjurados y de fácil acceso al príncipe, conviene examinar las causas del buen o mal éxito de estas empresas. Como antes dije, hay en toda conspiración tres períodos de peligro; cuando se proyectan, cuando se ejecutan y después de la ejecución, siendo casi imposible salir de todos ellos felizmente.
Los peligros del primer período son sin duda los mayores, y se necesita ser prudentísimo y tener mucha suerte para que, al proyectar Tina conjuración, no se descubra, o por declaraciones o por conjeturas. Ocasionan lo primero la poca fe o escasa prudencia de los hombres a quienes te confías. Con la poca fe se tropieza fácilmente; porque no puedes decir el secreto más que a amigos tan íntimos que por la amistad se expongan a la muerte o a descontentos del príncipe. De los primeros se podrán encontrar uno o dos, y si quieres allegar más te será imposible hallarlos. Además, es preciso que la amistad que te profesen sea tan grande, que supere el peligro a que se exponen y el miedo al suplicio. Los hombres se engañan con frecuencia respecto a la adhesión de sus amigos, la cual sólo se conoce por experiencia, y la experiencia en estos casos es por demás arriesgada. Y aunque en otra ocasión de peligro hubieras probado con buen éxito la amistad de algunos, no es posible por esta prueba confiar en el afecto personal, al tratar de asunto infinitamente más peligroso.
Si juzgas la fidelidad por la malquerencia de cualquiera contra el príncipe, fácilmente puedes equivocarte. Al confiar tu proyecto a un descontento le das medios para que deje de serlo, y es preciso para tenerle seguro, o que su odio al príncipe sea muy grande, o grandísima tu autoridad sobre él. De aquí que muchas conjuraciones hayan sido conocidas y sofocadas al iniciarse, considerándose milagroso que alguna pueda estar entre muchos hombres secreta largo tiempo, como la de Pisón contra Nerón, y, en nuestros tiempos, la de los Pazzi contra Lorenzo y Julián de Médici, sabida por más de cincuenta personas, y que, a pesar de ello, llegó a la ejecución sin ser descubierta.
Se descubren las conjuraciones por escasa prudencia cuando un conjurado habla con tan poca cautela que pueda enterarse una tercera persona, como por ejemplo, un siervo. Así sucedió a los hijos de Bruto, que, al conspirar con los emisarios de Tarquino, los oyó un esclavo y los denunció; o cuando por ligereza se da cuenta de la conspiración a mujer o muchacho que ames o a cualquier otra persona de escasa importancia, como lo hizo Dino, uno de los conjurados con Filotas contra Alejandro Magno, al dar cuenta de la conjura a un joven a quien quería, llamado Nicomaco, quien inmediatamente lo dijo a su hermano Cibalino y éste al rey.
Ejemplo de descubrimiento de conspiraciones por conjeturas es el de la que tramó Pisón contra Nerón. La víspera del día en que iban a matar a Nerón, uno de los conjurados, Escevino, hizo testamento y ordenó que su liberto Meliquio afilase un viejo y herrumbroso puñal, dio la libertad y dinero a todos sus esclavos y dispuso que se preparasen vendajes para heridos. Fundado en estos indicios Meliquio le acusó a Nerón. Fue preso Escevino, y al mismo tiempo que él otro conjurado, Natalis, con quien le habían visto hablar en secreto largo tiempo el día anterior; no declararon de acuerdo sobre esta conversación y tuvieron que confesar la verdad, quedando la conjuración descubierta y perdidos cuantos en ella tomaron parte.
Imposible es evitar que una conspiración no se descubra por malicia, imprudencia o ligereza cuando son más de tres o cuatro los conspiradores. Presos más de uno de ellos, la trama se descubre, por la dificultad de que se pongan de acuerdo para todas las declaraciones; y cuando sea detenido uno solo, bastante animoso para no nombrar a sus cómplices, preciso es que éstos tengan igual firmeza de carácter para mostrarse tranquilos y no descubrirse con la fuga; porque si falta el valor, sea en el que está preso, sea en los que permanecen libres, la conspiración se descubre. Raro es el ejemplo que sobre este punto trae Tito Livio; la conjuración contra Hierónimo, rey de Siracusa. Preso Teodoro, uno de los conjurados se negó, con gran valor, a manifestar el nombre de sus cómplices y acusó a los amigos del rey. Los conjurados por su parte, confiando en el valor de Teodoro, permanecieron en Siracusa sin temor alguno.
Hay que arrostrar todos estos peligros al proyectar una conjuración y mientras llega el momento de ejecutarla. Si se quiere evitarlos, acúdase a estos remedios. El primero, el más eficaz o por mejor decir el único, consiste en no dejar tiempo a los conjurados para denunciarte, dándoles cuenta del proyecto sólo cuando se va a ejecutar, y no antes. Los que así lo hicieron no han corrido los peligros antes mencionados y sus intentos tuvieron el éxito que deseaban. Todo hombre hábil y prudente puede practicar este recurso, y lo demostraré con dos ejemplos.
No pudiendo Nelemato sufrir la tiranía de Aristótimo, tirano de Epiro, reunió en su casa a muchos parientes y amigos y los exhortó a liberar la patria. Algunos de ellos pidieron plazo para decidirse y prepararse, pero Nelemato mandó a sus esclavos cerrar la casa, y a los que había llamado los dijo: “O juráis ir ahora mismo a ejecutar lo que os he propuesto, u os entrego a todos prisioneros a Aristótimo.” Asustados por la amenaza, juraron e inmediatamente cumplieron la orden de Nelemato.
Ocupó un mago, valiéndose de engaños, el trono de Persia, y descubierto el fraude por Ortano, uno de los hombres más ilustres de aquel reino, lo manifestó a otros seis personajes, diciéndoles que era indispensable librar el reino de la tiranía de aquel mago. Pidió alguno de ellos tiempo para decidirse, y levantándose Darío, uno de los seis llamados por Ortano, dijo: “O vamos ahora mismo a realizar el proyecto, o voy a denunciaras.” Todos se levantaron, y sin dar tiempo a que ninguno se arrepintiera, ejecutaron su decisión.
Idéntico a estos ejemplos es el de la muerte de Nabis por los etolios. Con pretexto de auxiliarle le enviaron a Alexameno, su conciudadano, con treinta caballos y doscientos infantes, dando la secreta misión sólo a Alexameno, y ordenando a los que con él iban que le obedecieran en cuanto mandase, bajo pena de destierro. Fue a Esparta, y nada dijo a los suyos de la orden de matar al tirano hasta el momento de realizarla.
Así evitaron estos jefes de conjuración los peligros que el tramarlas ocasiona y los evitarán cuantos los imiten; cosa que está en su mano hacerlo, como lo demuestra el ya citado ejemplo de la conspiración de Pisón. Era éste uno de los personajes más grandes del imperio, amigo de Nerón y de su mayor confianza. Con frecuencia iba Nerón a sus jardines a comer con él. Pudo Pisón buscar amigos entre hombres de ánimo y corazón para realizar la empresa (lo cual a un poderoso es facilísimo), y cuando Nerón estuviera en sus jardines, darle cuenta del proyecto y con frases oportunas inducirles a hacer, sin tiempo para discutir, lo que era imposible que fracasase.
Si se estudian todas las conspiraciones, se encontrará que son pocas las que no se han podido realizar de este modo; pero los hombres muestran ordinariamente poca habilidad en estos asuntos, y con frecuencia cometen grandes faltas, cosa que no debe admirar tratándose de sucesos tan extraordinarios como lo son las conjuraciones. Deben, pues, los que conspiran no decir nada de la conspiración sino en caso de extrema necesidad, y en el momento de ejecutarla y de comunicar el proyecto, hacerlo a uno solo cuya discreción hayas experimentado repetidas veces, y a quien muevan las mismas pasiones que a ti. Encontrar uno en quien concurran estas circunstancias es mucho más fácil que encontrar varios, y, por tanto, menos peligroso. Además, aunque te engañase, tienes medios de defensa que no existen cuando son varios los conjurados; porque a hombres prudentes he oído decir que a una sola persona se le puede hablar de todo, pues tanto vale el sí del uno como el no del otro, si no has cometido la falta de escribir de tu puño y letra. De esto último todos deben guardarse como de un escolla: porque no hay prueba más convincente contra ti que un escrito de tu mano.
Queriendo Plautiano asesinar al emperador Severo y a su hijo Antonino, encargó la ejecución de este deseo al tribuno Saturnino, quien no quiso obedecerle y sí denunciarle; pero dudando que en el momento de la denuncia fuese más creído Plautiano que él, le pidió un mandamiento escrito. Ciego de ambición Plautiano se lo dio, y entonces el tribuno le acusó y probó la acusación. Sin aquel escrito y otros indicios, no fuera Plautiano reo convicto; tal era su audacia para negar los hechos.
Hay, pues, medios de defensa contra la acusación de uno solo, cuando no existe escrito ni contraseña que sirva de prueba, de lo cual deben todos guardarse. En la conjuración de Pisón entró una mujer llamada Epicaris, que había sido amante de Nerón: juzgó esta mujer conveniente para el éxito ganarse al capitán de algunos trirremes que Nerón tenía para su guardia, y le comunicó la conjura, pera no los nombres de los conspiradores. Faltó el capitán a la fe jurada y la denunció a Nerón, pero fue tan grande la audacia de Epicaris para negar, que, dudoso el emperador, no la condenó.
Hay dos riesgos en comunicar a uno solo la conjura: el primero, que te denuncie sin pruebas, y el segundo, que lo haga cuando, preso por algún indicio, la violencia del tormento le obligue a declarar. Pero contra los dos peligros hay alguna defensa, porque en el primer caso se puede alegar que te odia, y en el segundo la fuerza del dolor que le obliga a mentir. Lo más prudente es no decir nada a nadie, seguir los ejemplos que hemos citado, y, cundo se comunique la conjuración, decirla a uno solo, pues aunque esto ocasione algún peligro, es menor que el de confiarla a varios.
Caso idéntico al de los ejemplos puede ser el que la necesidad te obligue a hacer con el príncipe lo que tú ves que él quiere hacer contigo, y que el peligro sea tan apremiante que sólo te deje tiempo para pensar en tu propia seguridad.
Dicha necesidad produce casi siempre el fin deseado, y bastan para drogarlo estos dos ejemplos: entre los íntimos amigos y familiares del emperador Cómodo figuraban los dos capitanes de pretorianos Leto y Electo, y su concubina más amada era Marcia. Porque los tres le habían censurado varias veces los excesos con que manchaba su persona y la dignidad imperial, determinó Cómoda matarles y puso sus, nombres en una lista con los de otros que en la noche siguiente debían morir, metiendo la lista debajo de las almohadas de su cama. Jugando en la estancia y sobre el lecho un niño a quien el emperador quería mucho, encontró la lista, y cuando salía con ella en la mano lo vio Marcia, se la quitó, y la leyó y, al ver lo que decía, hizo que llamaran inmediatamente a Leto y Electo.
Comprendieron los tres el peligro que los amenazaba, determinaron prevenirle, y a la noche siguiente asesinaron a Cómodo.
Estaba el emperador Antonino Caracalla con su ejército en Mesopotamia, y tenía por prefecto a Macrino, hombre más bien pacífico que belicoso. Como los príncipes que no son buenos temen siempre que haya quien contra ellos ejecuten lo que merecen, escribió Antonino a Roma a su amigo Materniano pidiéndole consultara a los astrólogos si había alguno que aspirase al imperio, y se lo avisara. Respondió Materniano que el aspirante era Macrino.
Llegó la carta a manos de éste antes que a las de Caracalla, y viéndose en la alternativa de morir o de matar al emperador antes de que recibiera nueva carta de Roma, encargó a un fiel centurión, Marcial, cuyo hermano había sido muerto pocos días antes por orden de Caracalla, que asesinara al emperador, lo cual ejecutó sin obstáculo que se lo impidiera. Se ve, que cuando la necesidad obliga a no perder tiempo, produce el mismo resultado que el referido procedimiento de Nelemato de Epiro; prueba también dicho ejemplo la verdad de lo que aseguré casi al principio de este capítulo: que las amenazas son más dañosas al príncipe y ocasionan más peligrosas conspiraciones que las ofensas, y que el príncipe debe cuidar no hacerlas porque es preciso tratar benévolamente a los hombres o tenerlos sujetos, y no ponerles jamás en la alternativa de morir o matar.
Los peligros que se corren en la ejecución de las conjuraciones nacen, o de cambios de órdenes, o de falta de ánimo en los encargados de ejecutarlas, o de errores que cometan por prudencia o por no consumar el proyecto, dejando vivos algunos de los que pensaban matar.
Lo que más perturba y entorpece los actos de los hombres es la necesidad de cambiar de plan en un momento dado y repentinamente. Estos cambios, son sobremanera peligrosos en la guerra y en asuntos como el que ahora tratamos; porque en ellos lo más importante es que cada cual esté resuelto a ejecutar la parte que le toca, y si durante muchos días se vacila en el empleo de tales o cuales medios, la perturbación de los ánimos es inevitable y con ella el fracaso del proyecto; de suerte que vale más persistir en el plan convenido al principio, cualesquiera que sean sus inconvenientes, que, por evitar éstos, cambiarlo y exponerse a otros mayores. Así sucede cuando falta tiempo para reorganizar el plan; porque si lo hay, puede reformarse a gusto de los conjurados.
Conocida es la conjuración de los Pazzi contra Lorenzo y Julián de Médici. El proyecto era asesinarle en casa del cardenal de San Jorge, donde debían comer. Se habían distribuido los encargos de quiénes debían matarles, quiénes apoderarse del palacio del gobierno, quiénes recorrer las calles excitando al pueblo a proclamar la libertad. Ocurrió que, estando en la catedral de Florencia los Pazzi, Médici, y el cardenal asistiendo a una misa solemne, se supo que Julián no asistiría a la comida, y, reunidos los conjurados, acordaron de pronto hacer en la iglesia lo proyectado para ejecutarlo en casa del cardenal. Esto perturbó lo convenido antes, porque Juan Bautista Montesecco se negó a intervenir en los asesinatos diciendo que no quería hacerlos en la iglesia, y fue preciso distribuir nueva y apresuradamente los encargos; de modo que, faltando tiempo para que los nuevos actos afirmaran la decisión en el ánimo, cometieron tales errores al ejecutar la conjura, que los costó la vida.
La falta de ánimo procede, o del respeto que inspiran las víctimas, o de la cobardía del ejecutor. La majestad propia del príncipe y la reverencia que se le guarda pueden fácilmente contener o asustar al ejecutor. Preso Mario por los habitantes de Minturno, enviaron un esclavo para que le matara; pero amedrentado éste al ver a aquel grande hombre y al recordar su fama, se acobardó y le faltó el ánimo para matarle. Si tiene esta influencia un hombre encerrado en una prisión y víctima de la mala fortuna, ¡cuánto mayor no será la de un príncipe libre en medio de la majestad y pompa de la corte y rodeado de sus cortesanos! No sólo puede esta magnificencia amilanar al ejecutor, sino la afectuosa acogida del soberano, desarmarle.
Conspiraron contra Sitalces, rey de Tracia, algunos de sus vasallos; acordaron el día de la ejecución, fueron al sitio convenido, donde estaba el príncipe, y ninguno se movió para ofenderle. Partieron de allí sin intentar nada y sin saber porque se habían contenido, culpándose unos a otros. Sucedió lo mismo varias veces, hasta que, descubierta la conjuración, sufrieron el castigo del mal que pudieron y no quisieron hacer.
Dos hermanos de Alfonso, duque de Ferrara, conspiraron contra él, valiéndose para ejecutar el complot de un sacerdote y cantor del duque, llamado Giennes, quien le condujo varias veces, a petición de los conspiradores, al sitio donde éstos le aguardaban y podían fácilmente asesinarle; pero ninguno se atrevió a hacerlo, y descubierta la conjuración, sufrieron el castigo de su maldad y de su imprudencia. Su timidez para realizar el proyecto sólo puede atribuirse, o al respeto que la presencia del duque los inspiraba, o a que su bondad los desarmase.
Ocurren en la ejecución de las conjuraciones inconvenientes o errores por poca prudencia o por falta de valor; porque una u otra cosa ofuscan el entendimiento y hacen decir o hacer lo que no se debe. Esta ofuscación la demuestra Tito Livio en lo que refiere del etolio Alexámeno, cuando mató, según antes dijimos, al espartano Nabis, pues el momento de la ejecución, cuando ordenó a los que llevaba lo que debían hacer, dice Tito Livio estas palabras: “Concentró su espíritu, turbado por la idea de tan gran empresa.” Es imposible que hombre alguno, por sereno que sea y acostumbrado a ver morir a sus semejantes y a manejar la espada, no se perturbe en tales momentos. Por ello deben elegirse hombres experimentados en estos asuntos y no fiarse de otros, por valerosos que sean; porque nadie debe confiar en su valor si no está experimentado en cosas de tan grande importancia. La turbación puede hacer caer el arma de tu mano, o hacerte decir cosas que produzcan el mismo efecto.
Lucila, hermana de Cómodo, ordenó que Quintiano lo matara. Esperó éste a Cómodo a la entrada del anfiteatro, y acercándose a él con desnudo puñal en la mano, gritó: “Esto te envía el senado”: palabras que ocasionaron su detención antes de poder herirle.
Antonio de Volterra, comisionado, como antes hemos dicho, para matar a Lorenzo de Médici, al acercarse a él exclamó: “¡Ah traidor!” Exclamación que salvó a Lorenzo y perdió a los conjurados.
Pueden no tener buen éxito las conspiraciones contra una sola persona, por los motivos antes referidos; pero lo tienen mucho menos si la conjuración es contra dos, hasta el punto de ser dificilísimo que prosperen; porque realizar dos hechos iguales y al mismo tiempo en diversos sitios, es casi imposible. Ejecutarlos en distinto tiempo tampoco se puede sin peligro de que el uno dificulte el otro. De suerte que si conspirar contra un príncipe es empresa dudosa, arriesgada y poco prudente, hacerlo contra dos a la vez es vana e insensata; y si no fuese por el respeto que la historia merece, nunca creería posible lo que Herodiano dice, de que Plautiano encargó al centurión Saturnino que él solo matara a Severo y Antonino Caracalla, quienes habitaban en distintos edificios. La cosa es tan inverosímil, que sólo la autoridad de Herodiano puede hacérmela creer.
Conspiraron algunos jóvenes atenienses contra Dioclés e Hippias, tiranos de Atenas. Mataron a Dioclés; pero quedó Hippias, que le vengó. Quión y Leónidas, ambos de Heraclea y discípulo de Platón, conspiraron contra los tiranos Clearco y Sátiro. Mataron al primero, pero no al segundo, y éste vengó a aquél. Los Pazzi, tantas veces citados, lograron matar solamente a Julián de Médici; de suerte que de tales conjuras contra más de una persona todo el mundo debe abstenerse, porque ningún bien producen, ni a los conjurados, ni a la patria, ni a nadie. Y los que se libran de ellas se hacen más insufribles y crueles, como sucedió en Florencia, Atenas y Heraclea en los casos citados. Verdad es que la conjuración de Pelópidas para libertar a su patria Tebas, aunque tropezó con dificultades, tuvo completo éxito, y que no fue contra dos tiranos, sino contra diez; pero ni era confidente de ellas, ni tenía fácil acceso a sus personas, sino un rebelde que entró en Tebas, mató a los tiranos y dio libertad a su patria. Aun así, sólo pudo ejecutarlo con la ayuda de un tal Carón, consejero de los tiranos, que le facilitó la entrada para realizar sus designios.
Que no haya quien imite su atrevimiento, porque la empresa era casi imposible y milagrosamente salió bien; por ello la han celebrado y celebran los escritores como extraordinario y sin par suceso.
Pueden hacer fracasar las conspiraciones un temor infundado o un accidente ocurrido al tiempo de ejecutarlas. Durante la mañana del día en que Bruto y los demás conjurados mataron a César, estuvo éste hablando mucho tiempo con Cneo Popilio Lena. Uno de los conspiradores, y al observar los otros tan largo parlamento, creyeron que Polipio estaba denunciando la conjuración, y a punto estuvieron de asesinar inmediatamente a César, sin esperar a que fuera al senado. Así hubiese sucedido si no los tranquilizara ver que, terminada la conversación, no hizo César ademán alguno extraordinario.
Estas falsas alarmas deben tenerse en cuenta y apreciarse prudentemente por la facilidad con que se producen; porque quien tiene la conciencia impura, fácilmente cree que se habla de él, y una frase dicha con otro objeto la atribuye a lo que preocupa su ánimo y produce la alarma ocasionando, o la fuga, que descubre la conjura, o su fracaso por precipitar la ejecución. Esto es tanto más fácil cuanto mayor es el número de conspiradores.
En cuanto a los accidentes imprevistos, lo mejor es citar algunos ejemplos que enseñen a precaver sus efectos.
Julio Belanti, de Siena, a quien antes citamos, por odio contra Pandolfo, que le había robado la hija después de prometérsela en matrimonio, determinó matarle, y eligió el momento. Pandolfo iba todos los días a visitar a uno de sus parientes enfermos y pasaba por delante de la casa de Julio. Observado por éste, metió a los conjurados en su casa y los ordenó asesinar a Pandolfo cuando pasara. Preparados estaban detrás de la puerta, y uno de ellos en una ventana para avisar la llegada de Pandolfo; pero cuando se acercaba, y hecha ya la señal, encontró a un amigo que le detuvo. Algunos de los que con él iban siguieron andando, llegaron ante la casa de Julio, vieron allí extraños movimientos, oyeron ruidos de armas y descubrieron la emboscada, salvándose Pandolfo y teniendo que huir de Siena Julio y sus compañeros. El inesperado encuentro del amigo bastó para que fracasara el propósito de Belanti. Estos accidentes son raros, y por ello no cabe precaverlos. Conviene, pues, calcular los probables para remediarlos.
Réstanos hablar ahora de los peligros posteriores a la ejecución. No hay más que uno: consiste en que sobreviva alguno que vengue al príncipe muerto. Pueden sobrevivir sus hermanos o sus hijos u otros parientes llamados a sucederle en el trono, y ocurrir esto, o por negligencia de los conjurados, o por cualquiera de las causas ya referidas, que facilitan la venganza; como sucedió a Juan Andrés de Lampognano, que con otros conjurados mató al duque de Milán, pues quedaron un hijo y dos hermanos del muerto, que le vengaron. En tales casos, ni lo que sucede es por faltas de los conjurados, ni hay remedio posible; pero cuando sobrevive alguno por imprudencia o negligencia de los conspiradores, no merecen éstos excusa.
Algunos conjurados de Forli asesinaron al conde Jerónimo, su señor, y prendieron a la condesa y a sus hijos, que eran pequeños. Para asegurarse necesitaban tener en su poder el castillo, que no quería entregar el gobernador. Doña Catalina (que así se llamaba la condesa) prometió a los conjurados rendirlo si le permitían entrar en él, dejándoles en rehenes sus hijos. Fiados en la prenda que los daba, le permitieron subir a él, y cuando estuvo dentro les vituperó por la muerte de su marido, amenazándoles con toda clase de castigos; y para demostrarles que no se cuidaba de sus hijos, los enseñó los órganos genitales, diciéndoles que tenía con que hacer otros. Comprendieron los conjurados demasiado tarde la falta cometida, y pagaron su imprudencia con perpetuo destierro.
Pero de todos los peligros que pueden seguir a la ejecución de una conjura, ninguno es más seguro ni más temeroso que el afecto del pueblo al príncipe asesinado, porque en tal caso no hay remedio para los conjurados, siéndoles imposible librarse de todo el pueblo. Ejemplo de esto es César. Le amaba el pueblo romano y vengó su muerte porque, arrojando de Roma a los conjurados, hizo que murieran todos violentamente en diversos tiempos y distintos lugares.
Las conspiraciones contra la patria son menos peligrosas para los que las traman que las proyectadas contra los príncipes. En su preparación hay menos riesgo, en proseguirlas los mismos que en estas últimas, y en ejecutarlas ninguno. Los peligros son menores al proyectarlas, porque cualquier ciudadano puede aspirar al poder sin manifestar a nadie sus intenciones, y si no hay nada que estorbe sus propósitos, dar feliz cima a la empresa. Si hay alguna ley que lo impida, espera oportunidad o toma otro camino. Esto puede ocurrir en una república donde haya elementos de corrupción, porque en las que no existen, a ningún ciudadano le ocurre tal pensamiento.
Pueden además los ciudadanos por muchas vías y medios, y sin correr grandes riesgos, aspirar a la soberanía. Las repúblicas toman contra este peligro menos precauciones y más lentas, porque no sospechándolos tanto tienen menos cautela, y porque, guardando más consideraciones a los ciudadanos poderosos, los facilitan ser más audaces y atrevidos contra ellas. Todos saben de la Catilina, descrita por Salustio, y que, aún después de descubierta, Catilina permaneció en Roma y fue al senado, donde insultó a los senadores y al cónsul. ¡Tan grande era el respeto que en Roma se guardaba a los ciudadanos!
Aun después de partir de Roma y de ponerse al frente de su ejército, no hubiera sido preso Léntulo y los otros conjurados, a no descubrir cartas de su puño y letra que probaban manifiestamente su delito.
Aspirando a la tiranía, Hannón, poderosísimo ciudadano de Cartago, determinó envenenar en las bodas de una hija suya a todos los senadores y proclamarse después príncipe. Descubierto el complot, se limitó el senado a hacer una ley, fijando el máximum de los gastos en convites y bodas. ¡Tanta fue la consideración que guardaron a la grandeza de Hannón!
Ciertamente en la trama de una conjuración contra la patria las dificultades y los peligros son mayores, porque rara vez bastan contra tantos ciudadanos las fuerzas propias de un conspirador, y pocos son los que se encuentran en estos casos al frente de ejércitos, como César, Agatocles, Cleómenes y otros, que en un momento dominaron por fuerza la patria. Estos encuentran el camino expedita y seguro; pero los que no pueden disponer de tales medios necesitan valerse del engaño, la astucia o las tropas extranjeras.
De engaño y de astucia véanse ejemplos. Por su victoria contra los megarenses amaba mucho el pueblo de Atenas a Pisistrato. Salió de su casa una mañana herido, diciendo que la nobleza por celos le había atacado, y pidió llevar consigo una guardia de hombres armados. Conseguido esto, fácilmente aumentó su poder hasta llegar a ser tirano de Atenas.
Pandolfo Petrucci volvió con otros desterrados a Siena y le fue dado el mando de la guardia de la plaza como cargo sin importancia que otros rechazaban; sin embargo, sus hombres armados llegaron a darle tanto prestigio, que al poco tiempo logró la soberanía.
Otros muchos se han valido de procedimientos semejantes, llegando sin peligro, y al cabo de algún tiempo, a ejercer el poder.
Los que con ejército propio o tropas extranjeras conspiraron para subyugar a su patria, tuvieron varia suerte, según los sucesos. Catilina, ya citado, sucumbió. Hannón, mencionado también, al fracasar el envenenamiento, armó muchos miles de sus partidarios y pereció con ellos. Algunos ciudadanos de Tebas, deseosos de ser tiranos, llamaron en su auxilio un ejército espartano y se apoderaron del mando supremo de la ciudad.
Examinando todas las conspiraciones contra la patria, se encontrarán pocas o ninguna que fracasen mientras se traman. Todas fracasan o vencen en la ejecución.
Cuando triunfan, no ocasionan otros riesgos que los inherentes al poder supremo, porque quien llega a ser tirano corre los peligros propios de la tiranía, cuyos únicos remedios ya hemos citado.
Esto es cuanto me ocurre decir de las conjuraciones, y si he hablado de las en que se emplean las armas y no el veneno, es porque en ambas se procede de igual modo. Verdad es que aquellas en que se emplea el veneno son más peligrosas por ser más inciertas. Este medio no está al alcance de todo el mundo; es necesario entenderse con quien lo posee, y de aquí el riesgo que se corre al buscar la complicidad. Además, por muchas causas puede no matar un veneno, como sucedió en el asesinato de Cómodo, quien rechazó el que le daban, y, queriendo los asesinos acabar con él, tuvieron que estrangularle.
La mayor contrariedad, la mayor desdicha para un príncipe es una conspiración contra él, porque le mata o le infama. Si la conjura prospera, él muere, y si se descubre y son muertos los conjurados, siempre se supone que ha sido una invención del príncipe para satisfacer su avaricia, o su crueldad, o su sed de sangre, o su codicia de los bienes de los castigados.
No dejaré de advertir al príncipe o república contra quien se conspire que, descubierta la conjuración, antes de castigar a los conjurados, examinen bien la índole e importancia de aquélla, y calculen con cuidado las condiciones y recursos de los conspiradores y sus propios medios. Si el partido de aquéllos es numeroso y potente, no deben intentar el castigo hasta contar con fuerza bastante para vencerlo. Obrando de otro modo acelera la propia ruina; y conviene disimular cuidadosamente, porque los conjurados, al verse descubiertos, por necesidad acudirán a la violencia.
Ejemplo de ello lo hay entre los romanos, quienes habiendo dejado dos legiones para guardar a Capua contra los samnitas, según antes dijimos, los jefes de estas tropas se conjuraron para dominar a los de Capua, y sabida en Roma la conspiración, fue enviado el nuevo cónsul Rutilio con orden de poner remedio.
Para adormecer a los conjurados publicó Rutilio que el senado prorrogaba la estancia en Padua de las dos legiones. Creyéndolo los soldados, les pareció que había tiempo para realizar sus proyectos, y no trataron de acelerar la ejecución, hasta que vieron que el cónsul separaba a unos de otros, cosa que los infundió sospechas y los obligó a descubrirse y a procurar la realización de sus designios.
No puede aducirse mejor ejemplo para los conspiradores y para aquellos contra quienes se conspira, porque prueba la lentitud de los hombres cuando creen tener tiempo para realizar las cosas y su aceleramiento cuando la necesidad los obliga. Tampoco pueden emplear mejores medios el príncipe o república que desean descubrir en tiempo oportuno una conjuración, que el de presentar astutamente a los conjurados próxima ocasión de realizar sus planes, para que, aguardándola, o creyendo que tienen tiempo, se lo proporcionen a los que han de castigarles.
Quien procede de otro modo acelera su pérdida, como lo hizo el duque de Atenas y Guillermo de Pazzi. Llegó el duque a ser tirano de Florencia, y sabiendo que conspiraban contra él, sin enterarse bien de la importancia de la conjura, mandó prender a uno de los conjurados, ocasionando con ello que los otros pusieran inmediatamente mano a las armas y le quitaran el poder.
Siendo Guillermo comisario en Val de Chiana en 1501, supo que se conspiraba en Arezzo en favor de los Vitelli, y para emanciparse del dominio de los florentinos; inmediatamente fue a aquella ciudad, y sin calcular la fuerza de los conjurados ni la suya, ni aprontar recursos para vencer a aquéllos, guiándose únicamente por consejos del obispo de Arezzo, que era hijo suyo, mandó prender a uno de los conspiradores, con lo cual acudieron los demás a las armas y emanciparon a Arezzo de Florencia, quedando prisionero el comisario Guillermo.
Pero cuando la conspiración carece de fuerzas se la debe sofocar inmediatamente. No conviene imitar entonces los dos ejemplos que a continuación citamos, y que parecen contradictorios. Refiérese el primero al mencionado duque de Atenas, quien para demostrar la confianza que tenía en el cariño de los ciudadanos florentinos mandó matar a uno que le denunció una conspiración; y el segundo a Dión de Siracusa, que, para conocer las intenciones de uno que le era sospechoso, ordenó a su confidente Calipo que le propusiera conspirar contra él. Ambos hicieron mal, porque el primero desanimó a los denunciadores y con ello alentó a los deseosos de conspirar, y el otro facilitó el camino de que le mataran, haciéndose, por decirle así, jefe de la conjuración que produjo su muerte, según demostraron los sucesos; porque pudiendo Calipo conspirar sin temor alguno contra Dión, lo ejecutó tan bien, que le quitó los estados y la vida.
Capítulo VII
Porque los cambios de la libertad a la servidumbre y de la servidumbre a la libertad son unas veces sangrientos y otras no
Preguntarán quizá algunos porque unas veces ocasionan derramamiento de sangre y otras no, los cambios de la libertad a la tiranía y viceversa, pues la historia demuestra que en tales variaciones unas veces han muerto muchísimos hombres, y otras a nadie se causó ofensa; como ocurrió al pasar Roma del poder de los reyes al de los cónsules, siendo desterrados solamente los Tarquinos y no perjudicando a ninguna otra persona. Esto depende de que el orden de cosas que se muda haya nacido o no con violencia, porque en el primer caso ha dallado a muchos ciudadanos, y, al derribarlo, los ofendidos se vengan. Este deseo de venganza produce el derramamiento de sangre. Pero si el régimen que se derriba fue creado con el consentimiento general de los ciudadanos, no hay motivo, a7 destruirlo, para ofender más que a los gobernantes.
Así sucedió en Roma al expulsar a los Tarquinos y así en Florencia cuando en 1494 cayeron del poder los Médici, siendo ellos los únicos desterrados. Tales cambios no suelen ser muy peligrosos; pero son peligrosísimos los que realizan hombres dominados por el deseo de vengarse, y la lectura de los atropellos que ocasionaron siempre causa verdadero horror. Como la historia está llena de ejemplos de esta clase, no hay para que citarlos aquí.
Capítulo VIII
Quien desee ejecutar cambios en una república debe examinar el estado en que se encuentre
Hemos dicho antes que un mal ciudadano no puede cansar daño a una república que no esté corrompida, y esto lo prueban, además de las razones aducidas entonces, los ejemplos de Espurio Casio y de Manlio Capitolino. Era Espurio un ambicioso que deseaban ejercer extraordinaria autoridad en Roma, ganándose la voluntad de la plebe con grandes beneficios, como el de la proposición de venderle las tierras que los romanos habían conquistado a los érnicos.
Descubrieron los senadores su ambición, y tan sospechosa llegó a ser, que hablando Espurio al pueblo y ofreciéndole el dinero producido por la venta del trigo traído de Sicilia, se negó aquél a aceptarlo, creyendo que lo que Espurio quería darle era el precio de su libertad. Pero si el pueblo hubiese estado corrompido no habría rechazado el ofrecimiento, abriendo a la tiranía la puerta que cerró.
Más elocuente es el ejemplo de Manlio Capitolino, porque demuestra como la horrible ambición de reinar anula las mejores condiciones de ánimo y de cuerpo y los mayores servicios hechos a la patria. Esta ambición nació en Manlio por envidia de los honores tributados a Camilo, y le cegó de tal suerte que, sin tener en cuenta la organización de Roma ni el estado de las costumbres, poco a propósito para viciosas reformas, empezó a provocar tumultos contra el senado y contra las instituciones de su patria. Entonces se probó la fortaleza y bondad de la constitución de Roma, porque ningún noble, aunque todos eran acérrimos defensores unos de otros, quiso favorecer a Manlio ni se puso de su lado ninguno de sus parientes. Soban hacerlo los de otros acusados, mostrándose vestidos de negro, cubiertos de polvo y con afligido semblante para excitar la misericordia; pero junto a Manlio no apareció ninguno de los suyos. Los tribunos de la plebe, casi siempre favorables a cuanto pudiera redundar en beneficio del pueblo y partidarios de todo lo que contrariaba a los nobles, pusiéronse en este caso al lado de ellos y contra el enemigo común. El pueblo romano, deseoso siempre de cuanto podía favorecerle y amante de todo lo que perjudicaba a la nobleza, se mostró al principio favorable a Manlio; pero cuando los tribunos lo citaron y sometieron a su fallo el proceso de Manlio, aquel pueblo, convertido de defensor en juez, lo condenó sin consideración apuna a la última pena.
No creo haya en la historia de Roma ejemplo más elocuente para demostrar la excelencia de las instituciones de aquella república que el de ver como nadie quiso defender a un ciudadano dotado de tan eminentes cualidades y que al público y a los particulares había hecho numerosos y laudables servicios. En todos prevaleció el amor de la patria a cualquier otra consideración, y todos estimaron el riesgo presente por la ambición de Manlio en mucho más que las pasadas meritorias acciones de este ciudadano, e indispensable su muerte para conjurar el peligro. Tito Livio dice: “Tal fue el fin de este hombre, que, de no haber nacido en una ciudad libre, sería memorable.”
De este hecho se deducen dos consideraciones: una, que son distintos los procedimientos para adquirir gloria en las repúblicas corrompidas que en las que conservan puras las costumbres públicas, y la otra (casi idéntica a la anterior), que los hombres deben ajustar su conducta, sobre todo en las grandes acciones, a la condición de los tiempos, ateniéndose a ella, y los que por error o por inclinación natural se ponen en contradicción con su época, viven las más veces infelizmente y sus actos tienen un éxito funesto. Lo contrario sucede a los que saben acomodarse a su época.
De le citada frase de Tito Livio se deduce como cosa indudable que si Manlio hubiese nacido en los tiempos de Mario y de Sila, cuando las costumbres estaban ya viciadas y eran materia, por tanto, para realizar su ambición, tuviera el mismo éxito que Mario y Sila y los demás que después de ellos aspiraron a la tiranía. De igual manera si Mario y Sila nacieran en la época de Manlio, sus atentados hubiesen fracasado inmediatamente. Porque un hombre puede muy bien comenzar con criminales manejos la corrupción de un pueblo, pero la vida de un hombre no basta a consumarla de suerte que pueda el corruptor lograr el fruto de su trabajo, y si el transcurso del tiempo lo permitiera, lo imposibilitaría la natural impaciencia humana para realizar lo que apasiona y por apresuramiento o por lo que se engañan los hombres, sobre todo en las cosas que más anhelan, acometerían la empresa antes de tiempo y fracasaría.
Para tiranizar una república es, pues, indispensable que las costumbres públicas se estén viciando de tiempo atrás, y que poco a poco y de generación en generación se camine al desorden, al que necesariamente se llega si, como antes hemos dicho, no se procura con frecuencia, por medio de buenos ejemplos y nuevas leyes, restablecer la primitiva pureza de las costumbres públicas.
Hubiera sido Manlio un hombre raro y memorable naciendo en una república corrompida. Deben, pues, los ciudadanos que en las repúblicas intenten algún cambio en favor de la libertad o de la tiranía, examinar atentamente el estado de las costumbres públicas y calcular por él los inconvenientes de la empresa; porque tan difícil y peligroso es querer dar libertad al pueblo que desea vivir en servidumbre, como esclavizar al que quiere ser libre.
He dicho antes que los hombres en sus actos públicos deben acomodarse a las condiciones del tiempo en que viven y proceder conforme a ellas, y de esto hablaremos con más extensión en el siguiente capitulo.
Capítulo IX
De como conviene variar con los tiempos si se quiere tener siempre buena fortuna
He observado con frecuencia que la causa del buen o mal éxito de los hombres consiste en la manera de acomodar sus actos al tiempo en que viven, porque se ve que unos proceden con impetuosidad y otros con prudencia y circunspección; y como en ambos casos se traspasan los límites convenientes no siguiendo la verdadera vía, en ambos se yerra. El que menos se equivoca y goza de más próspera fortuna es quien acomoda sus acciones al tiempo en que vive y procede aprovechando las circunstancias.
Todo el mundo sabe cuánto distaban la prudencia y circunspección de Fabio Máximo en el mando de su ejército, del ímpetu y audacia habituales en los romanos, y su buena suerte hizo que este procedimiento estuviera de acuerdo con aquellos tiempos, porque llegado a Italia Aníbal, joven y en el goce de los primeros favores de la fortuna, y habiendo derrotado ya dos veces a los romanos, se encontraba Roma sin sus mejores soldados: y muy temerosa de su suerte. Lo mejor que podía sucederle en aquel momento era tener un capitán cuyas precauciones y lentitud de movimientos fueran dique a la impetuosidad del enemigo. Tampoco pudo Fabio encontrar tiempos más adecuados a su carácter, y de aquí su gloriosa fama. Que Fabio obraba así no por cálculo, sino por sus condiciones personales, bien lo demuestra su oposición terminante al deseo de Escipión de pasar a África con aquel ejército para terminar la guerra, por ser esta empresa contraria a sus procedimientos y costumbres militares; y de tener él la dirección absoluta de la guerra, aún estaría Aníbal en Italia, porque Fabio no advertía que el cambio de los tiempos obligaba a cambiar el sistema de guerra. Siendo rey de Roma probablemente hubiese perdido la campaña por no saber acomodar su conducta a las variaciones de los tiempos; pero había nacido en una república fecunda en hombres de todo género de caracteres, que tuvo un Fabio, excelente general en el tiempo en que convenía alargar la guerra, y un Escipión cuando llegó el momento de terminarla.
Las repúblicas tienen más vida y mejor, y más duradera fortuna que las monarquías, pues pueden acomodarse, a causa de la variedad de genios de sus ciudadanos, a la diversidad de los tiempos, cosa imposible para un príncipe; porque un hombre acostumbrado a proceder de cierto modo, no cambia de costumbres, según he dicho, y, cuando los tiempos varían en sentido contrario a sus procedimientos, por necesidad sucumbe. Pedro Soderino, citado ya varias veces, obraba en todas las cosas con humanidad y paciencia. Él y su patria prosperaron mientras los tiempos se acomodaban a este sistema; pero después vinieron otros en que era necesario prescindir de la humildad y de la paciencia, y no supo hacerlo, sucumbiendo él y su patria. Durante todo su pontificado procedió el papa Julio II con furiosa impetuosidad y, favoreciéndole los tiempos, llevó a buen fin todas sus empresas; pero si hubiesen cambiado las circunstancias, exigiendo otro proceder, su ruina fuera inevitable, por serle imposible cambiar de genio y de conducta.
Dos cosas impiden estos cambios; la imposibilidad de resistir a nuestras inclinaciones naturales y la dificultad de convencerse, cuando se ha tenido buen éxito o un procedimiento determinado, de la conveniencia de variarlo. De aquí las alternativas de la fortuna de un hombre, porque la fortuna cambia con las circunstancias y los hombres no cambian de método. Las repúblicas perecen también por no ajustar sus instituciones a los tiempos, según manifestamos anteriormente: pero más tarde que las monarquías, porque los apena más variar, siendo preciso que la variación de tiempos quebrante todas las instituciones, y un hombre solo, cualquiera que sea la mudanza en su conducta, no produce este resultado.
He dicho antes que Fabio Máximo tuvo en jaque a Aníbal, y creo oportuno examinar en el siguiente capítulo si a un general que quiere batallar de cualquier modo con su enemigo, se lo puede impedir éste.
Capitulo X
De como un general no puede evitar la batalla cuando su adversario la quiere dar de cualquier modo
Cneo Sulpicio, nombrado dictador contra los galos, dilataba la guerra, no queriendo exponerse a la suerte de una batalla contra un enemigo o quien el tiempo y la desventaja del terreno perjudicaban irás cada día.”
Cuando todos o la mayoría de los hombres adoptan un error, creo conveniente refutarlo repetidas veces, y por ello, aunque antes he demostrado con repetición cuanto distan los procedimientos de ahora de los antiguos en los casos de importancia, juzgo que no es superfluo insistir en este asunto. En lo que se debía imitar más a los antiguos es en el arte de la guerra, y al presente no se observa ninguna de las máximas que ellos estimaban más.
Nace esto de haber dejado los jefes de las repúblicas y los príncipes a otras personas el mando de los ejércitos, desembarazándose de este cuidado para evitar el peligro. Si se les ve en nuestros tiempos alguna vez mandar en persona un ejército, no se cree que este ejemplo ocasione cambios laudables; pues al ir a campaña lo hacen por mostrar la pompa real, y no por motivo alguno digno de elogio.
Los príncipes, sin embargo, cometen menos errores presentándose algunas veces a sus soldados y tomando el mando de sus ejércitos, que las repúblicas, y especialmente las italianas, que debiendo fiarse de otros, por no entender ellas de asuntos militares, y queriendo, por otra parte, tomar determinaciones para que aparezca siempre su soberanía, cometen multitud de faltas. Aunque ya he citado muchas de ellas, no pasaré en silencio una importantísima.
Cuando los príncipes tímidos o las repúblicas afeminadas envían a la guerra a uno de sus generales, la orden más beneficiosa que creen darle es que de ningún modo aventure batalla ni se deje obligar a darla, juzgando que así imitan la prudencia de Fabio Máximo, quien, evitando combatir, salvó a Roma, y sin tener en cuenta que la mayoría de las veces esta recomendación es inútil o perjudicial; porque es indudablemente seguro que un general que quiera permanecer en campaña no puede evitar la batalla cuando el enemigo está dispuesto a darla de cualquier modo, y la orden en tal caso significa decirle: “da la batalla a gusto del enemigo y no el tuyo”. Para seguir la campaña y no librar batalla, hay un medio seguro, que es el de estar constantemente a cincuenta millas de distancia del enemigo y tener buenos espías para avisarte a tiempo si se acerca. Otra determinación es la de encerrarte en una plaza fuerte, pero ambas son muy peligrosas; porque en el primer caso se abandona el país al pillaje del enemigo y un príncipe valiente preferirá exponerse al resultado de una batalla a prolongar la guerra con tanto daño de sus súbditos. En el segundo la pérdida es manifiesta, porque si te encierras con el ejército en una ciudad, llegarás a ser sitiado, y al poco tiempo el hambre te obligará a rendirte; de suerte que evitar la batalla por cualquiera de estos dos medios es peligrosísimo.
El ejemplo de Fabio Máximo de permanecer en fuertes posiciones es bueno cuando se tiene tan valeroso ejército que el enemigo no se atreve a atacarle. No puede decirse que Fabio evitara la batalla, sino que quería darla en condiciones ventajosas, porque si Aníbal fuera en su busca le hubiera esperado librando el combate, pero Aníbal no se atrevió a combatir con Fabio en las condiciones que éste deseaba y tanto uno como otro esquivaban la batalla. Si alguno de ellos la hubiera querido dar de cualquier modo, el otro no podía tomar más que uno de los dos partidos antes citados, o el de la fuga.
Millares de ejemplos comprueban esta verdad, especialmente en la guerra que los romanos hicieron a Filipo de Macedonia, padre de Perseo, porque, atacado por el ejército de Roma, determinó no batallar e imitar para ello la conducta de Fabio Máximo en Italia; al efecto se atrincheró en la cima de un monte, creyendo que los romanos no se atreverían a acometerle en aquel sitio; pero éstas le atacaron arrojándole de sus posiciones, y no pudiendo Filipo resistirles, huyó con la mayor parte de su ejército, salvándole de completa destrucción la aspereza de la comarca, que impidió a los romanos perseguirle.
Filipo, pues, no quería pelear, pero situando su campamento cerca de los romanos, se vio obligado a huir. Comprendiendo por experiencia que el permanecer en lo alto de los montes no le evitaba las batallas, y no queriendo encerrarse en una ciudad, tomó la determinación de apartarse muchas millas del campamento de los romanos. Así, pues, cuando éstos estaban en una provincia él se iba a otra, y cuando la evacuaban, entraba él. De tal suerte iba alargándose la guerra, y viendo que empeoraba su situación, porque devastaban su reino sucesivamente él y los romanos, determinó intentar la suerte de las armas y dio una batalla conforme a todas las reglas.
Resulta, pues, que es útil no combatir cuando los ejércitos tienen las condiciones que poseía el de Fabio o que tuvo el de Cayo Sulpicio, es decir, que sea tan bueno que el enemigo no se atreva a atacarle en sus atrincheramientos y que, internado en tu país sin haberlo dominado, tropiece con dificultades para la subsistencia. En este caso, es la mejor determinación la que da Tito Livio: “No se debe aventurar batalla contra un enemigo a quien el tiempo y las desventajas del terreno perjudican más rada día.” Pero en cualquier otro caso no se puede esquivar la lucha sino con deshonor y peligro, porque huir como lo hizo Filipo equivale a ser vencido, y más vergonzosamente que en una derrota, puesto que no se da prueba alguna de valor. Si él logró salvarse, no lo lograría otro, a no ayudarle, como a Filipo, las dificultades del terreno.
Nadie negará que Aníbal era maestro en el arte de la guerra, y en su campaña contra Escipión en África, si hubiese visto ventajas en prolongarla, así lo hiciera, como lo hizo Fabio en Italia, cosa no difícil siendo tan gran capitán y mandando excelentes ejércitos. Si no obró así, debió ser por algún motivo importante. En efecto; el capitán que manda un ejército y ve que por falta de dinero o de apoyo en el país no puede conservarlo largo tiempo, será insensato no intentando la batalla antes de que sus fuerzas se desorganicen, pues, evitándola, seguramente se pierde, y, dándola, puede vencer.
Además, hay que tener en cuenta que, aun perdiéndola se puede adquirir gloria, que más glorioso es ser vencido por la fuerza de las armas que aniquilado por cualquier otra causa. Esto fue lo que determinó a Aníbal a dar la batalla.
Por otra parte, aunque el general cartaginés hubiera evitado la lucha y a Escipión le faltara ánimo para ir a buscarle en las fuertes posiciones que ocupaba, nada perdía éste que, habiendo vencido ya a Sifax y conquistado gran extensión del terreno en África, podía mantenerse allí con tanta seguridad y comodidad como en Italia. No sucedía esto a Aníbal cuando guerreaba con Fabio, ni a los galos cuando tenían enfrente a Sulpicio.
Cuando un general invade país enemigo, tanto menos puede evitar el combatir, cuanto más desea internarse en él, para Io cual necesita batallar tan pronto como el enemigo se presente, y si se atrinchera apoyándose en una plaza, más obligado estará a combatir; como sucedió en nuestros tiempos al duque Carlos de Borgoña, que, estando acampado en Morat, fue atacado y vencido por los suizos, y como ocurrió al ejército francés situado en Novara, y al cual también derrotaron los suizos.
Capítulo XI
Quien tiene que combatir con varios enemigos, si puede resistir el primer ataque, aunque sea inferior a ellos en recursos, logrará vencerles
La autoridad de los tribunos de la plebe era en Roma muy grande, y fue necesaria, como repetidamente hemos dicho, porque de otra suerte no se podía enfrenar la ambición de la nobleza, que hubiera corrompido las costumbres públicas mucho antes de lo que sucedió. Pero como todas las cosas, según antes dijimos, tienen en sí algo malo que ocasiona inesperados sucesos, conviene prevenirlos con nuevas medidas. Cuando la autoridad tribunicia llegó a ser abusiva y temible para la nobleza y para toda Roma, hubiera resultado dañosa a la libertad romana, si Apio Claudio no mostrara el medio de defenderla contra la ambición de los tribunos, medio que consistía en buscar uno de entre ellos a quien, por miedo, por corrupción o por amor al bien público, se le indujera a oponerse a los deseos de los otros tribunos, cuando quisieran tomar alguna determinación contraria a la voluntad del senado. Este recurso templó mucho una autoridad tan limitada, y por largo tiempo fue muy útil a Roma.
Me hace creer el medio citado que cuando muchos poderosos se coligan contra uno que también lo es, aunque sin igual en fuerza a la que aquellos reúnen se debe esperar más del que está sólo y es más débil que de los aliados, a pesar de ser más fuertes; porque, dejando aparte las cosas que aprovechan mejor a uno que a varios (que son infinitas), siempre podrá el que está solo, empleando alguna astucia, desunir a los aliados y con ello, debilitarlos.
Para confirmación de esta creencia, podría citar muchos ejemplos antiguos; pero bastan los modernos y de nuestros tiempos. Se alió toda Italia en 1434 contra los venecianos, y agobiados éstos, cuando su ejército no podía ya seguir la campaña, ganaron a Luis Sforza, que gobernaba Milán, con quien hicieron un convenio que los permitió, no sólo recobrar la tierra perdida, sino además apoderarse de parte del ducado de Ferrara, de suerte que sus pérdidas en la guerra se convirtieron en ganancias en la paz.
Hace pocos años se conjuró contra Francia todo el mundo, y, sin embargo, antes de que terminara la guerra se separó España de la alianza y ajustó la paz con Francia, viéndose los demás aliados en la precisión de hacer al poco tiempo lo mismo.
Debe, pues, creerse indudable cuando estalla una guerra de varios contra uno, que éste triunfará si tiene talento militar para resistir el primer ímpetu y esperar los sucesos, ganando tiempo. Cuando no lo posea, se expondrá a multitud de peligros, como sucedió a los venecianos en 1508, que de haber podido detener al ejército francés y disponer de tiempo para ganar en su favor alguno de los aliados contra ellos, hubieran evitado aquel desastre; pero careciendo de ejército valeroso que contuviera al enemigo y sin tiempo para introducir la discordia entre los aliados, sucumbieron. Bien se vio que cuando el Papa recobró lo suyo hizo la paz con ellos, y lo mismo España; y con mucho gusto ambos potentados los hubieran conservado sus estados de Lombardía contra Francia, si hubiesen podido, para disminuir la influencia francesa en Italia. Debieron los venecianos dar parte para salvar el resto; lo cual hubiera sido habilísimo realizándolo antes de emprendida la guerra, y cuando, al parecer, no había necesidad de ello; pero una vez comenzada la campaña, era vergonzoso y quizá de escaso provecho. Antes de la guerra, pocos venecianos podían ver el peligro, poquísimos el remedio, y ninguno aconsejarlo.
De lo dicho en este capítulo se deduce que, así como el senado romano encontró remedio para salvar la patria de la ambición de los tribunos valiéndose de que eran muchos, así también lo encontrará cualquier príncipe que sea atacado por varios, siempre que sepa usar con prudencia los recursos oportunos para desunirlos.
Capítulo XII
De como un general prudente debe poner a sus sol dados en la necesidad de batirse y quitar esta necesidad a sus enemigos
Ya hemos dicho anteriormente cuan útil es la necesidad a las acciones humanas, y como ha sido causa de hechos gloriosos.
Acertadamente han escrito algunos filósofos moralistas que las manos y la lengua de los hombres, dos nobilísimos instrumentos para enaltecer la raza humana, no hubieran obrado bien, ni producido la grandeza a que han llegado los actos humanos, sino obligados por la necesidad.
Conocían los antiguos generales la virtud de la necesidad, y sabiendo como obligaba a combatir a los soldados, hacían lo posible para que la sintieran sus tropas y las precisaran a pelear. Procuraban al mismo tiempo que el enemigo no la experimentase, y muchas veces le abrían caminos que le podían cerrar, mientras a sus soldados los cerraban los que podían dejarles abiertos.
Quien quiera que una ciudad se defienda obstinadamente y que obstinadamente pelee un ejército en campaña, debe procurar, sobre todo, convencer a sus tropas de la necesidad de combatir. El general prudente que tiene que sitiar una plaza calculará la facilidad o dificultad de tornarla, por lo que sepa respecto a la necesidad de los habitantes para la defensa, si ésta es grande, la expugnación será difícil, y si no, fácil. De aquí nace que sofocar la rebelión de una provincia sea cosa más difícil que conquistar ésta por primera vez; porque en la conquista, no habiendo cometido ofensa los habitantes, y no temiendo el castigo, se rinden fácilmente; pero en la rebelión juzgan los rebelados que hay ofensa, temen la pena y resisten tenazmente a los que los combaten.
Nace también la obstinación de los odios entre príncipes y entre repúblicas cuyos estados son vecinos, por la ambición de dominar y por celos de preponderancia, sobre todo si son repúblicas, como sucede en Toscana, celos que hacen muy difícil la dominación de una por otra.
Quien considere bien la índole de los estados vecinos de Florencia y de los de Venecia, no se admirará, como sucede general mente, de que Florencia haya gastada mucho más en guerras y conquistado mucho menos que Venecia. Esto consiste en que los venecianos no han tenido en su vecindad pueblos tan obstinados en la defensa como Florencia. Aquéllos estaban acostumbrados al mando de un príncipe, no a vivir en libertad, y a los que viven en servidumbre los importa generalmente muy poco cambiar de señor; tan poco, que muchas veces lo desean. Así, pues, aunque los estados vecinos de Venecia eran mucho más poderosos que los de Florencia, pudo dominarlos, por ser menor su resistencia que la de las ciudades libres inmediatas a Florencia.
Volviendo al asunto de que me ocupo, debe, pues, el general que sitia una plaza ingeniarse con diligencia para que los sitiados no tengan la necesidad de la defensa, y, por consiguiente, la obstinación en realizarla, prometiendo perdón a los que temen el castigo; y si lo que temen es la pérdida de la libertad, mostrar que no va contra el bien común, sino contra unos cuantos ciudadanos ambiciosos, cosa que muchas veces ha facilitado el triunfo y la toma de las plazas; pues aunque el objeto de tales promesas es fácilmente conocido, sobre todo por las personas entendidas, casi siempre engaña a los pueblos que, deseosos de la paz, cierran los ojos a los peligros que estas lisonjeras promesas encubren .
Por tal vía han llegado a la servidumbre infinitas ciudades, como sucedió a Florencia hace poco tiempo y como ocurrió a Craso y a su ejército. Comprendió Craso cuan vanas eran las promesas de los partos, hechas para quitar a sus soldados la precisión de defenderse, y, sin embargo, no pudo obligarles a pelear, cegados por la oferta de la paz que le habían hecho sus enemigos. Así se ve en la historia de su vida.
Faltando a los tratados y excitados por la ambición de algunos de ellos, hicieron los samnitas correrías y pillajes en las tierras de los confederados de Roma. Enviaron después a esta ciudad embajadoras para pedir la paz, ofreciendo la restitución de lo robado y el castigo de los autores de los atropellos hechos. Rechazaron los romanos sus ofrecimientos y volvieron los embajadores a Samnio sin esperanzas de arreglar el conflicto. Entonces Claudio Poncio, general del ejército samnita, demostró en un notable discurso que los romanos querían de todos modos la guerra, y aunque ellos deseaban la paz, la necesidad les obligaba a la lucha, pronunciando estas palabras: “La guerra es justa cuando es necesaria, y el cielo debe favorecer las armas de los que las emplean como su única esperanza.” En esta necesidad fundaron él y sus soldados la esperanza de la victoria.
Para no tener que tratar más aduciré los ejemplos de la historia romana más dignos de notarse. Fue Cayo Manlio con su ejército contra el de los veyenses, y habiendo entrado parte de éstos en los atrincheramientos romanos, acudió Manlio con fuerzas de socorro a fin de cerrarles el paso y, para que no pudieran salvarse, ocupó todos los puntos de salida. Viéndose los veyenses, encerrados, comenzaron a combatir con tanta rabia, que mataron a Marino, y no destruyeron todo el ejército romano por la prudencia de un tribuno que los abrió camino para salir de allí. Resulta, pues, que mientras la necesidad obligó a los veyenses a combatir, pelearon ferozmente, y cuando tuvieron la vía abierta prefirieron la huida a la lucha.
Los volscos y los equos habían invadido con sus ejércitos el territorio de los romanos, quienes enviaron los dos cónsules para rechazarles. Empeñada la batalla, el ejército de los volscos, que mandaba Vetio Mescio, quedó de pronto encerrado entre su campamento, ocupado ya por uno de los dos ejércitos romanos y el otro ejército consular. Viéndose en la precisión de morir o abrirse camino espada en mano, dijo el general a sus soldados estas palabras: “Seguidme; no tenéis delante ni muros ni fosos, sino hombres armados romo vosotros. Iguales sois u ellos en valor y tenéis en vuestro favor la necesidad, que es la última y mejor de todas las armas.” Así, pues, Tito Livio llama a la necesidad ultimum ac maximun telum.
Camilo, el más prudente de todos los generales romanos, estaba ya dentro de la ciudad de los veyenses con su ejército, y para facilitar la ocupación completa y quitar a los enemigos la necesidad de desesperada defensa, mandó, de modo que los veyenses le oyeran, no ofender a los cogidos sin armas. Esto hizo que las arrojaran al suelo, y fue tomada la ciudad casi sin derramamiento de sangre. Muchos generales imitaron después este ejemplo de Camilo.
Capítulo XIII
De si debe inspirar más confianza un general que tenga mal organizado ejército, o un buen ejército mandado por general inhábil
Desterrado de Roma Coriolano, se fue al país de los volscos, donde reunió un ejército y, para vengarse de sus conciudadanos, fue sobre Roma, de donde al fin se retiró, más por los ruegos de su madre que por la fuerza de los romanos. Al referir esto, añade Tito Livio que se conoció entonces como la república romana ensanchaba su poder más bien por el valor y pericia de sus generales que por el esfuerzo de sus soldados, pues los volscos, que antes siempre habían sido vencidos, sólo vencieron batiéndose a las órdenes de Coriolano.
A pesar de esta opinión de Tito Livio, su historia da cuenta en muchas ocasiones de soldados sin general que dieron maravillosas pruebas de su valor continuando más ordenados y más bravos después de la muerte de los cónsules, que antes de morir. Así ocurrió con el ejército que los romanos tenían en España a las órdenes de los Escipiones. Muertos estos dos generales, no sólo se salvó el ejército por su propio valor, sino además venció al enemigo y conservó aquella provincia a la república.
Examinando, pues, atentamente este asunto, se encontrarán muchos ejemplos de batallas ganadas por el valor de los soldados y otros muchos en que se debió el triunfo a la pericia de los generales, deduciéndose que ambas cosas son necesarias.
Pero se presenta la duda de que será más temible, un buen ejército mal mandado, o un buen general que mande malas tropas. En opinión de César, tan poco vale lo uno como lo otro. Cuando éste fue a España contra Afranio y Petreyo, que tenían un buen ejército, dijo que se cuidaba poco de él: “Porque iba contra un ejército sin general”, para indicar la impericia de los capitanes. Al contrario, cuando fue a Tesalia contra Pompeyo, dijo: “Voy contra un general sin ejército.”
Puede también examinarse otra cuestión, la de si es más fácil a un buen general organizar un buen ejército, o a un buen ejército hacer un buen general. El problema parece resuelto con sólo examinarlo, porque más fácil es a muchos hábiles encontrar o instruir a uno para que lo sea, que no uno a muchos. Cuando fue enviado Lúculo contra Mitridates, era inexperto en la guerra; sin embargo, el buen ejército que mandaba, en el cual había excelentes capitanes, le convirtió pronto en buen general. Armaron los romanos por falta de hombres libres, muchos esclavos, y encargaron que los ejercitara a Sempronio Graco, quien en poco tiempo formó un buen ejército. Pelópidas y Epaminondas, después de librar a su patria, Tebas, del yugo de los espartanos, según antes dijimos, hicieron en poco tiempo de los campesinos tebanos excelentes soldados, no sólo para contrarrestar al ejército espartano, sino también para vencerlos.
Resulta, pues, la cosa igual, en vista de que un ejército puede hacer un buen general y un general un buen ejército. Sin embargo, un buen ejército sin un buen jefe suele llegar a ser insubordinado y peligroso, como sucedió al de Macedonia después de Alejandro, y como lo fueron los veteranos en las guerras civiles de Roma. Creo, por tanto, que se debe confiar más en un general que cuente con medios para armar sus tropas y comodidad para instruirlas, que con un ejército insubordinado que tumultuosamente elige quien lo mande.
Duplicada merecen la gloria y la fama los generales que, no sólo han tenido que vencer al enemigo, sino también organizar, instruir y ejercitar sus tropas antes de llegar a las manos; porque esto demuestra doble mérito, y tan raro, que si se hubiera exigido a muchos capitanes, tendrían menos fama y celebridad.
Capítulo XIV
Efecto que producen durante una batalla las huevas estratagemas y las voces inesperadas
Muchos ejemplos hay de accidentes imprevistos durante una batalla o una sublevación por algo nuevo que se vea o que se diga, y se puede citar lo ocurrido en la batalla de los romanos contra los volscos, durante la cual, viendo Quintio, que mandaba a aquéllos, replegarse una de las alas de su ejército, empezó a gritar que estuviera firme, porque la otra ala iba venciendo, con cuyos gritos alentó a los suyos y asustó a los enemigos, alcanzando la victoria.
Y si tales voces producen grande efecto en ejército disciplinado, en el organizado tumultuosamente y mal regido lo causan grandísimo, y bastan a veces para dispersarlo. Notable ejemplo de esto ha ocurrido en nuestros días. Hace pocos años estaban divididos los habitantes de Perusa en dos partidos, el de los Oddi y el de los Baglioli, estos dominaban y aquéllos vivían en el destierro. Reunieron los Oddi, con el auxilio de sus amigos, algunas tropas, y desde una posesión suya inmediata a Perusa, donde las tenían, secundados por sus partidarios, entraron una noche en esta ciudad, avanzando sin ser descubiertos hacia la plaza. En todas las bocacalles de Perusa había cadenas para impedir el paso, y la gente de los Oddi, a fin de que pudieran pasar los caballos, llevaban delante un hombre que, con una maza herrada, rompía los cierres de las cadenas. Le faltaba romper únicamente el de la que daba a la plaza, y, producida va la alarma, oprimía al de la maza la turba que iba tras él, sin dejarle levantar bien el brazo para romper el cierre. A fin de poder manejarse, dijo: Haceos atrás, y la palabra atrás, repetida de fila en fila, hizo huir a los últimos. Su fuga se propagó a todos los demás con tal espanto, que por sí solos se dispersaron, fracasando, por tan pequeño accidente, el intento de los Oddi.
Debe tenerse en cuenta que la disciplina es necesaria no sólo para combatir ordenadamente, sino para evitar que cualquier accidente desorganice las fuerzas. Por esta causa las aglomeraciones de gente del pueblo no sirven para la guerra, pues cualquiera voz, cualquier ruido, cualquier estrépito las asusta y hace huir. Y un buen general debe determinar, entre otras cosas, quiénes son los que han de recibir sus órdenes y comunicárselas a los demás, acostumbrando a sus soldados a no dar crédito más que a los oficiales, y a éstos a decirles sólo lo que mande el jefe. Por la inobservancia de dicha regia han ocurrido grandísimos males.
En cuanto a las estratagemas, los generales deben inventar algunas durante la lucha que anime a sus soldados y amilane al enemigo, porque entre los accidentes en una batalla, éste es eficacísimo. De ello nos presenta un buen ejemplo el dictador romano Cayo Sulpicio, que, al librar batalla a los galos, armó a todos los sirvientes y merodeadores que había en el campamento, y los hizo montar en mulos y otras bestias de caballería, poniéndolos detrás de una colina, y ordenó que a una señal suya, en lo más empeñado de la lucha, se presentaran ante el enemigo. Así lo hicieron, con tanto terror de los galos, que perdieron la batalla.
Todo buen general debe inventar algún ardid para asustar al enemigo y estar prevenido contra los que éste invente, para descubrirlos e inutilizarlos. Así lo hizo el rey de la India con Semiramis. Al ver esta reina los muchos elefantes de aquél, para asustarle, probándole que aun de estos animales tenía ella mayor número, los imitó con pieles de búfalo y de vaca puestas sobre camellos, haciendo a estos marchar delante. Pero el rey conoció el engaño, y no sólo fue inútil, sino perjudicial a Semiramis.
Peleaba el dictador Mamerco contra los fidenates, quienes para asustar al ejército romano dispusieron, en lo más empeñado de la batalla, que salieran de Fidene numerosos soldados con fuego encendido en la punta de las lanzas, a fin de que los romanos, preocupados por aquella novedad, se desordenaran.
A propósito de esto hay que advertir que, cuando en tales invenciones hay más de verdadero que de fingido, pueden muy bien emplearse contra todos los hombres, porque lo cierto oculta por algún tiempo lo aparente; pero cuando lo fingido supera a lo verdadero, lo mejor es no hacerlo, y si se hace, mantenerlo a distancia para que no pueda ser pronto descubierto, como hizo Cayo Sulpicio con su improvisada caballería. Sin esto, la debilidad real se descubre en seguida, y el ardid perjudica más que favorece, como sucedió a Semiramis con sus contrahechos elefantes, y a los fidenates con sus fuegos, que al principio desorganizaron algo al ejército; pero acudió el dictador diciendo a sus soldados si no los avergonzaba huir del humo como las abejas, y los hizo volver contra el enemigo, gritándoles: “Con sus propios fuegos incendiad Fidene, ya que vuestros beneficios no pudieron aplacarla.” Resultó, pues, inútil el ardid de los fidenates y perdieron la batalla.
Capítulo XV
El mando del ejército debe tenerlo uno y no varios, porque en más de uno es perjudicial
Los fidenates sublevados asesinaron a los colonos enviados a su ciudad por los romanos, y para castigar el agravio nombraron estos cuatro tribunos con potestad consular, de los cuales dedicaron uno a la guarda de Boina y enviaron con el ejército contra los fidenates y los veyenses, a los otros tres que, por sus diferencias de opinión, sufrieron descrédito, aunque no daño. Produjeron el descrédito sus divisiones y evitó el daño el valor de los soldados. Vieron los romanos este desorden y nombraron un dictador para remediarlo. Prueba esto cuan inútil es encargar a varios del mando de un ejército de una plaza que sea preciso defender. Claramente lo dice Tito Livio en la siguiente frase: “Tres tribunos con potestad consular mostraron cuan inútil es el mando ejercido por varios. Teniendo cada cual su opinión y deseando imponerla a los otros, ocasionaron que el enemigo se aprovechara de su desacuerdo.”
Aunque baste dicho ejemplo para probar el desorden que produce en la guerra la pluralidad de mandos, presentaré otros de tiempos modernos y antiguos, que lo demuestran por completo.
Cuando el rey de Francia Luis XII tomó a Milán en 1500, mandó tropas a Pisa para restituir esta población a los florentinos, quienes enviaron como comisarios a Juan Bautista Ridolfi y a Lucas Antonio de Albizzi y como Juan Bautista gozaba de gran reputación y era de mayor edad, le dejaba Lucas Antonio el gobierno de todas las cosas, sin demostrar ambición contrariándole, pero poniéndola de manifiesto con su silencio, su negligencia y su desdén por cuanto se hacía. No ayudaba, pues, al ejército ni con obras ni con consejos, como si todo fuera inútil; pero pronto se conoció lo contrario, cuando, por un accidente ocurrido, tuvo que volver Juan Bautista a Florencia. Quedando solo Lucas, demostró cuánto valía por su habilidad y su talento, dotes no probadas mientras tuvo compañero. En confirmación de mi propósito, apelaré de nuevo a las palabras de Tito Livio. Dice este historiador que, habiendo enviado los romanos contra los equos a Quintio y a su colega Agripa, éste quiso que toda la dirección de la guerra estuviera a cargo de Quintio, diciendo: “En la dirección de los asuntos importantísimos conviene al éxito que uno solo ejerza el mando supremo.”
Nuestras repúblicas y nuestros príncipes de ahora hacen todo lo contrario. Para administrar mejor las localidades sujetas a su gobierno mandan muchos jefes, lo cual produce admirable confusión. Si se investigan las causas de los fracasos de los ejércitos franceses e italianos en nuestros tiempos, se encontrará que dependen de esta importantísima falta. En resumen, vale más encargar cualquier empresa a un hombre solo de mediana prudencia, que a dos de gran mérito con igual autoridad.
Capítulo XVI
El verdadero mérito buscase en los tiempos difíciles. En los fáciles no son los hombres meritorios los favorecidos, sino los más ricos o mejor emparentados
Siempre ha ocurrido y sucederá que las repúblicas hagan poco caso de los grandes hombres en tiempo de paz, porque envidiándoles muchos ciudadanos la fama que han logrado adquirir, desean ser sus iguales y aun superiores. De esto refiere un buen ejemplo el historiador griego Tucídides, quien dice que, habiendo quedado victoriosa la república ateniense en la guerra del Peloponeso, enfrenado el orgullo de los espartanos y casi sometida toda Grecia, fue tan grande su ambición, que determinó conquistar Sicilia.
Se discutió el asunto en Atenas. Alcibíades y algunos otros ciudadanos aconsejaban la empresa, porque más que el bien público atendían a su propia gloria, esperando ser los encargados de ejecutarla; pero Nicias, que era el primero entre los ciudadanos más distinguidos, se oponía a ella, y el argumento más fuerte que hacía en sus arengas al pueblo para persuadirle de su opinión, consistía en que, al aconsejar no se hiciera esta guerra, aconsejaba contra su propio interés, porque bien sabía que en tiempos de paz eran infinitos los ciudadanos deseosos de figurar en primer término; pero también que, en la guerra, ninguno le sería superior ni siquiera igual.
Existe, pues, en las repúblicas la irregularidad de estimar en poco a los hombres de mérito en las épocas tranquilas; cosa que ofende a éstos doblemente, por no ocupar el lugar que los corresponde y por ver como iguales o superiores a personas indignas o de menos capacidad que ellos. Estas injusticias han causado grandes mates en las repúblicas, porque los ciudadanos que inmerecidamente son desdeñados y comprenden que la causa de ello es la tranquilidad y seguridad del estado, procuran perturbarlo promoviendo nuevas guerras con perjuicio de la nación.
Reflexionando sobre los medios de evitar este mal, sólo encuentro dos: uno, impedir que los ciudadanos se hagan ricos, a fin de que no puedan, con riquezas y sin virtud, corromper a los demás; otro, organizarse de tal suerte para la guerra, que en cualquier momento se pueda hacer y constantemente sean precisos los servicios de los ciudadanos famosos, como hizo Roma en sus primeros tiempos. Siempre tenía esta ciudad ejércitos en campaña, y, por tanto, ocasión para que se probara el talento y valor de los hombres. No se podía privar a ninguno del cargo que desempeñara bien, para darlo a quien no lo mereciera. Si alguna vez se hacía esto por error o por intentar nuevo sistema, se producía enseguida tan peligroso desorden, que inmediatamente se volvía al buen camino. Pero las demás repúblicas no organizadas como Roma, y que sólo hacen guerra cuando la necesidad los obliga, no pueden evitar tales inconvenientes, y siempre serán causa de interiores discordias, si el ciudadano meritorio y desdeñado es vengativo y tiene en la ciudad partidarios que le sigan. Roma evitó este peligro durante algún tiempo; pero cuando hubo vencido a los cartagineses y a Antíoco, no temiendo va los riesgos de la guerra, creyó poder confiar el mando de los ejércitos a los que lo solicitaban, no mirando tanto al valor y al mérito como a otras cualidades de las que proporcionan el favor popular. Así se ve que a Paulo Emilio se le negó muchas veces el consulado y no llegó a ser cónsul hasta que se emprendió la guerra contra Macedonia. Se juzgó peligrosa esta guerra, y entonces los ciudadanos, por voto unánime le nombraron para dirigirla.
En las guerras sostenidas desde 1494 por nuestra ciudad de Florencia, ningún ciudadano se había hecho famoso como buen general. Se encontró al fin uno que enseñó la manera de dirigir un ejército, y fue Antonio Giacomini. Mientras hubo que mantener guerras peligrosas, cesaba la ambición de los demás florentinos, y al elegirse comisario y general, no tenía competidor alguno; pero hubo que hacer una de seguro éxito y a propósito para adquirir honores y fama, y entonces encontró tantos competidores que, debiendo ser nombrados tres comisarios para el cerco de Pisa, prescindieron de él. Aunque no se vieron claramente los males que produjo al estado el no enviar a Giacomini pueden, sin embargo, conjeturarse fácilmente, porque los pisanos carecían de víveres y de medios de defensa, y Antonio los hubiera puesto cerco tan riguroso, que pronto se rindieran a discreción de los florentinos. Pero dirigido el asedio por generales que no sabían estrecharlo ni asaltar la plaza, se perdió tanto tiempo, que Florencia necesitó comprar lo que podía haber adquirido por la fuerza de las armas. Seguramente sintió Antonio Giacomini el menosprecio y fue muy paciente y bueno para no desear vengarse, o con la ruina del estado, de poderla realizar, o con la pérdida de alguno de sus émulos. Toda república debe guardarse de tal peligro, como demostraremos en el siguiente capítulo.
Capítulo XVII
No se debe ofender a un ciudadano y darle después una administración o mando importante
Deben las repúblicas no confiar mandos importantes a ciudadanos a quienes antes hayan ofendido gravemente.
Claudio Nerón estaba con su ejército frente al de Aníbal, y se marchó con parte de él a la Marca de Ancona para unirse con el otro cónsul y combatir a Asdrúbal, antes de que uniera sus fuerzas con las de Aníbal. Anteriormente había combatido con Asdrúbal en España, arrinconándolo en un paraje donde éste tenía que pelear con desventaja o morirse de hambre; pero el cartaginés le entretuvo astutamente con algunas gestiones de convenio, y pudo escapar, quitándole a Claudio la ocasión de cogerle. Sabido esto en Roma, el Senado y el pueblo hicieron grandes cargos a Claudio Nerón, hablándose injuriosamente en él en toda la ciudad y menoscabando su honor, cosa que le indignó extremadamente.
Elegido después cónsul y enviado contra Aníbal, tomó la determinación antedicha, tan peligrosa, que Roma estuvo inquieta y alarmada hasta que supo la noticia de la derrota de Asdrúbal. Preguntado después Claudio porque obró de aquel modo, exponiendo sin necesidad apremiante la libertad de Roma, respondió que lo hizo porque sabía que, triunfaba, reconquistaría la fama perdida en España, y si era vencido, fracasando su atrevimiento, se vengaba de aquella ciudad y de aquellos ciudadanos que tan indiscreta e ingratamente le habían ofendido.
Si la impresión de la ofensa duraba tanto en el ánimo de un ciudadano romano en época en que aquella república no estaba aún corrompida, júzguese lo que influirá en los habitantes de una ciudad que no se encuentre en la situación en que Roma estaba entonces.
Como para estos desórdenes que ocurren en las repúblicas no cabe dar seguro remedio, resulta que tampoco es posible organizar un estado republicano con carácter de perpetuidad, porque por mil inesperadas vías llega a su ruina.
Capítulo XVIII
La mayor habilidad de un general consiste en adivinar los designios del enemigo
Decía el tebano Epaminondas que lo más necesario y útil a un general de ejército es conocer los proyectos y las determinaciones del enemigo. Siendo difícil este conocimiento, digno de grandes alabanzas es quien lo adquiere. Y no ofrece tanta dificultad saber los intentos del enemigo como conocer sus actos, sobre todo cuando no está lejano, sino inmediato, pues muchas veces ha sucedido que, durando una batalla hasta llegar la noche, el vencedor se crea perdido y el vencido victorioso; error que ha producido determinaciones funestas para quien las toma, como sucedió a Bruto y Casio que, por una equivocación de esta índole, perdieron la batalla. Vencedor Bruto en el ala que mandaba, y venciendo Casio en la suya, creyó éste que todo el ejército estaba derrotado y que no podía salvarse, por cuyo error se suicidó.
En nuestros tiempos y en la batalla que en Santa Cecilia, en Lombardía, [1] dio el rey Francisco I de Francia a los suizos, al anochecer, algunos batallones suizos que estaban intactos creyeron ser vencedores, sin saber que otros muchos de ellos habían sido destrozados, error que causó su pérdida, por esperar la venida del nuevo día para reanudar el combate con grandísima desventaja, y que además produjo otra equivocación que pudo ser de funestas consecuencias para los ejércitos pontificios y español, los cuales, por la falsa noticia de la victoria de los suizos, pasaron el Po, y si llegan a avanzar, quedan prisioneros de los franceses victoriosos.
En igual error incurrieron el ejército romano y el de los equos. Mandaba aquél el cónsul Sempronio, y, empeñada la batalla, duró todo el día la lucha con varia fortuna. Llegada la noche y medio destrozados los dos ejércitos, ninguno de ellos volvió a su campamento, retirándose ambos a las colinas más próximas, para mayor seguridad. El ejército romano se dividió en dos partes; una se fue con el cónsul y la otra con el centurión Tempanio, cuyo valor salvó a los romanos aquel día de completa derrota. A la mañana siguiente el cónsul, sin saber nada del enemigo, emprendió la retirada hacia Roma, y también se retiró el ejército de los equos, porque cada cual creía que el contrario era vencedor, y ambos abandonaban sus respectivos campamentos, como presa del victorioso. Pero ocurrió que Tempanio, al retirarse con parte de las tropas romanas, oyó decir a algunos heridos de lo equos que sus capitanes se habían marchado, abandonando el campamento. Al saber esta noticia volvió, salvó el campamento romano, saqueó después el de los equos y llegó a Roma vencedor.
Esta victoria, como se ve, fue para el primero que supo el desorden en que estaba el enemigo. Debe, pues, tenerse en cuenta, porque con frecuencia ocurre, que dos ejércitos enemigos, estando frente a frente, sufran igual desorden y tengan iguales necesidades, venciendo en tal caso el primero que sepa los apuros del otro. Citaré un ejemplo de nuestro país y de nuestros tiempos. En 1498, los florentinos sitiaban a Pisa con numeroso ejército, estrechando mucho a los sitiados; los venecianos, que la habían tomado bajo su protección, no vieron otro medio de salvarla que el de distraer la atención y las fuerzas de Florencia, invadiendo con las suyas otras posesiones de los florentinos, y, con poderoso ejército, entraron por el Val de Lamona, ocuparon el pueblo de Marradi y cercaron la fortaleza de Castiglione, situada en el collado que lo domina. Al saberlo los florentinos determinaron socorrer a Marradi, sin disminuir las fuerzas que sitiaban a Pisa. Para ello reunieron tropas de a pie y de a caballo y las enviaron en aquella dirección a las órdenes de Jacobo IV de Appiano, señor de Piombino, y del conde Rinuccio de Marciano. Al llegar este ejército al collado de Marradi, levantó el enemigo el sitio de Castiglione y se parapetó en el pueblo. Ambas fuerzas estuvieron algunos días frente a frente, careciendo las dos de víveres y de otros efectos necesarios. Ninguna se atrevía a atacar porque mutuamente ignoraban sus respectivos apuros, y en una misma noche determinaron abandonar los alojamientos a la mañana siguiente y retirarse, los venecianos hacia Berzighella y Faenza, y los florentinos hacia Casaglia y el Mugello. Al amanecer, en los dos campamentos pusieron en marcha los bagajes; pero, por acaso, una mujer, que por su vejez y pobreza no inspiraba sospechas, salió del pueblo de Marradi y fue al campamento florentino para ver algunos parientes suyos que había en este ejército. Por ella supieron los jefes que los venecianos estaban en marcha, y animándoles esta noticia, mudaron de resolución, salieron persiguiendo al enemigo como si le hubieran desalojado de sus posiciones, y escribieron a Florencia que le habían rechazado y vencido en aquella guerra. Esta victoria la debieron al acaso de saber la retirada de los venecianos antes que éstos la de los florentinos; de suceder lo contrario, aquéllos fueran los vencedores.
Capítulo XIX
Si para gobernar a la multitud es preferible la indulgencia o la severidad
Cuando agitaban a Roma las desavenencias entre nobles y plebeyos, sobrevino una guerra y enviaron al frente de los ejércitos a Quintio y Apio Claudio. Era Apio cruel y severo en el mando, y fue mal obedecido, hasta el punto de que, casi derrotado, huyó de su provincia. Quintio al contrario, por ser benigno y de bondadoso carácter, tuvo obedientes a sus soldados y alcanzó la victoria. De aquí se deduce que para gobernar a la multitud vale más ser humano que soberbio, piadoso que cruel. Sin embargo, Cornelio Tácito, cuya opinión siguen otros muchos escritores, declara Io contrario al decir: “Para regir a la multitud vale más la severidad que la clemencia.”
Procurando armonizar ambas opiniones, distinguiré si tienes que dirigir hombres que de ordinario sean compañeros tuyos u hombres que son siempre súbditos. En el primer caso no se puede usar el rigor y la severidad de que habla Tácito; y como la plebe romana compartía el gobierno de la ciudad con los nobles, ninguno que temporalmente ejerciera autoridad sobre ella podía tratarla con crueldad y rudeza. Muchas veces se vio obtener mejor fruto a los generales romanos que se hacían amar de los ejércitos manejándolos bondadosamente, que a los que se hacían temer por modo extraordinario, si no tenían grandísimo mérito, como el de Manlio Torcuato.
Pero los que mandan a súbditos, a quienes Tácito se refiere, para que no lleguen a insolentarse y a menospreciar una autoridad excesivamente bondadosa, deben preferir muchas veces el rigor a la clemencia, si bien la severidad debe ser moderada para que no inspire odio contra quien la emplea, pues a ningún príncipe conviene hacerse odiar. El modo de evitarlo es respetar los bienes de los súbditos. Ningún príncipe hace derramar sangre por gusto, sino por necesidad a no excitarle la rapiña, y la necesidad ocurre raras veces; pero buscará y encontrará pretextos para derramada si codicia los bienes, según ampliamente demostramos en otro lugar.
Merece, sin embargo, mayor alabanza Quintio que Apio, y la opinión de Tácito, dentro de límites prudentes y no en el caso de Apio, debe aprobarse.
Puesto que he hablado del rigor y de la clemencia, no creo ocioso explicar como pudo más en el ánimo de los faliscos un ejemplo de humanidad que la fuerza de las armas romanas.
Capítulo XX
Un rasgo de humanidad pudo más en el ánimo de los faliscos que todo el poder de Roma
Sitiaba Camilo con su ejército la ciudad de los faliscos, y un maestro de escuela que enseñaba a los niños de las principales familias de esta población, para hacerse grato a Camilo y al pueblo romano, sacó a sus discípulos con pretexto de hacer ejercicio, los condujo al campamento romano, y presentándolos a Camilo, le dijo que, mediante aquellos rehenes, se entregaría la ciudad. Camilo no sólo rehusó el regalo, sino que hizo desnudar al maestro, atarle las manos a la espalda, y dando a cada niño una vara, los mandó que volvieran a la ciudad azotándole. Al saber los faliscos el suceso, les agradó tanto la humanidad e integridad de Camilo, que determinaron no defenderse más y entregar la plaza.
Este ejemplo demuestra cuánto más influye a veces en el ánimo de los hombres un acto generoso y caritativo, que uno feroz y violento, y como la ocupación de una provincia o de una ciudad que ha resistido a las armas, a las máquinas de guerra y a toda humana fuerza se consigue muchas veces por un ejemplo de bondad, de piedad, de castidad o de liberalidad, de los cuales se leen muchísimos en la historia.
Los ejércitos de Roma no podían arrojar a Pirro de Italia, y lo consiguió la liberalidad de Fabricio, dándole a conocer la oferta de envenenarle hecha por uno de sus familiares a los romanos.
No dio tanto prestigio en España a Escipión el Africano la toma de Cartagena, como el ejemplo de castidad de devolver intacta a su marido una joven y bella esposa; la fama de este acto le produjo la amistad de toda España.
La historia demuestra también cuánto desean los pueblos estas virtudes en los grandes hombres, y cuánto las alaban los escritores, tanto los que narran la vida de los príncipes, como los que los preceptúan la manera de vivir. Jenofonte, entre otros, insiste mucho en demostrar los honores, las victorias y la buena fama que produjeron a Ciro ser humano y afable, y no dar ejemplo alguno de soberbia, ni de crueldad, ni de lujuria, ni de vicio alguno de los que manchan la vida de los hombres.
Sin embargo, como Aníbal, observando una conducta opuesta a la de Ciro, alcanzó gran fama y grandes victorias, examinaré en el siguiente capitulo la causa de ello.
Capítulo XXI
Porque Aníbal, procediendo de distinto modo que Escipión fue tan victorioso en Italia como éste en España
Admirará a algunos, sin duda, ver que capitanes que han observado opuesta conducta a la antes elogiada hayan alcanzado, sin embargo, iguales triunfos, de suerte que, al parecer, la victoria no depende de las citadas causas y éstas no dan ni mayor fuerza ni mejor fortuna, pues, realizando lo contrario, puede adquirirse fama y gloria. Para demostrar lo que antes he afirmado, compararé a los dos hombres ya citados.
Entró Escipión en España, y por su piedad y sentimientos humanitarios conquistó inmediatamente la amistad de aquella provincia, haciéndose amar y admirar de sus habitantes. Aníbal, al contrario, invadió Italia, procediendo con violencia, crueldad, avaricia y todo género de perfidias, y, sin embargo, logró dominar lo mismo que Escipión en España, porque en su favor se rebelaron todas las ciudades de Italia y lo siguieron todos los pueblos.
Pensando de dónde pueda nacer pie distintas procedimientos produzcan iguales efectos, encuéntranse motivos en la misma naturaleza de los hechos. Es el primero el deseo natural en los hombres por cosas nuevas. Lo mismo aspiran a novedades los que viven bien que los que viven mal, y ya dijimos en otra ocasión, por ser cierto, que la buena vida cansa y la mala aflige. Esta aspiración facilita las vías a quien en una provincia se pone al frente de cualquier cambio. Si viene de fuera se acude a recibirle; si es del país se la rodea, ensalza y favorece, y proceda como quiera, hace grandes progresos en aquella comarca.
Además, excitan principalmente a los hombres dos afectos, el amor y el miedo, y lo mismo los domina quien se hace amar que el que los inspira temor, siendo frecuente que sigan y obedezcan mejor a quien temen que a quien aman. Importa, por tanto, poco a un general seguir cualquiera de ambos caminos, siempre que por su valor y mérito sea famoso; pues si su reputación es grande, como lo fue la de Aníbal y la de Escipión, borra cuantas faltas se cometen, por hacerse amar o temer demasiado. Ambas cosas pueden producir grandes inconvenientes y sucesos ocasionados a la ruina de un príncipe, porque quien desea ser excesivamente amado, a poco se aparte de la verdadera vía, resulta despreciable; y quien aspira a ser muy temido, a poco que exagere los medios, será odioso. No consintiendo nuestra propia naturaleza permanecer en justo término medio, los excesos en uno u otro sentido los mitiga la reputación que da un mérito extraordinario, como el de Aníbal, o el de Escipión, y, sin embargo, ambos sufrieron contrariedades y lograron ventajas con cada uno de estos procedimientos. Los triunfos, ya los hemos referido; veamos las desdichas.
A Escipión se le rebelaron en España sus soldados con parte de sus aliados a causa de no temerle, pues los hombres son tan inquietos que, a poco que se los facilite realizar sus ambiciones, inmediatamente olvidan el afecto inspirado por la bondad del príncipe, como lo hicieron los soldados y aliados de Escipión, quien, para reprimirles, tuvo que emplear el rigor, que le repugnaba. Respecto a Aníbal, no hay ejemplo de caso alguno en que su crueldad y falta de fe le dañaran, pero puede suponerse que Nápoles y otras muchas ciudades permanecieron fieles al pueblo romano por miedo a la reputación de falso y cruel que tuvo el famoso cartaginés. Tales condiciones le hicieron más odioso a los romanos que ninguno otro enemigo de los que tuvo Roma, y mientras a Pirro, cuando aún estaba con su ejército en Italia, le dijeron quien quería envenenarle, a Aníbal, aun desarmado y expatriado, nunca le perdonaron, persiguiéndole hasta que se suicidó. Por su impiedad, crueldad y perfidia tuvo este fin: pero en cambio le produjo la ventaja, admirada por todos los escritores, de que en su ejército, formado con gentes de todas clases y naciones, nunca hubo turbulencias entre las tropas ni rebeliones contra el jefe, a causa seguramente del terror que inspiraba; el cual, unido a su fama, era tan grande, que bastaba para mantener la disciplina y la obediencia.
En conclusión: poco importa el procedimiento que emplea un general, siempre que sus grandes méritos contrarresten los efectos de las exageraciones en que pueda incurrir por uno u otro camino, el del rigor o el de la benevolencia.
Se ha visto como Escipión por sus virtudes, dignas de alabanza, y Aníbal con actos vituperables, consiguieron igual resultado. Veamos ahora como dos ciudadanos romanos, por distintos caminos y ambos laudables, lograron gloriosa fama.
Capítulo XXII
De como alcanzaron igual gloria Manlio Torcuato con su severidad, y con su humanidad Valerio Corvino
Hubo en Roma al mismo tiempo dos excelentes capitanes, Manila Torcuato y Valerio Corvino. De igual valor, y victoriosos ambos, tanto uno como otro aumentaron la gloria de su patria, venciendo a los enemigos: pero de diverso proceder en lo tocante al trato con sus propios soldados, porque Manlio eran severísimo, ocupándoles en constante y fatigoso trabajo, y Valerio, bondadoso siempre, los mandaba con paternal afecto. Para mantener la obediencia militar, Torcuato hizo matar a su hijo, y Valerio no castigó a nadie. A pesar de tan distinta conducta, uno y otro consiguieron iguales resultados contra bis enemigos, en favor de la república y en provecho de su gloria. Con ellos ningún soldado se negó a pelear, o se rebeló o se apartó de la obediencia en lo más mínimo, aunque el mando de Manlio fuera tan duro que, para calificar después de extraordinariamente severa cualquiera disposición, se la llamaba manliana imperia.
Conviene examinar porque Manlio procedió con tanto rigor Valerio con tanta benevolencia: cuáles fueron las cansas de que tan distintos procedimientos produjeran iguales resultados, y, por último, cuál sea el mejor y de más útil aplicación.
Quien observe el carácter de Manlio desde el momento que Tito Livio empieza a hablar de él, le verá hombre valeroso, piadosamente sumisa a su padre y a la patria y respetando siempre a sus superiores. Dio a conocer estas dotes al matar al galo con quien luchó en singular combate, al defender a su padre contra un tribuno, en estas palabras dichas al cónsul antes del citado combate con el galo: “No combatiré jamás al enemigo sin orden tuya, aunque viere cierta la victoria.” Cuando un hombre de esta índole llega a ejercer un mando, desea que los demás se le parezcan, y la fortaleza de su espíritu le hace ordenar cosas difíciles y exigir el estricto cumplimiento de sus órdenes. Es regla ciertísima que cuando con severidad se manda, rigurosamente hay que hacer cumplir el mandato, pues de otra suerte se engallará el que mande. Además, el que quiera ser obedecido necesita saber mandar. Saben hacerlo los que, comparando sus fuerzas con las de quienes han de obedecer, cuando las ven en proporción conveniente, dan las órdenes, y cuando desproporcionadas en contra suya, se abstienen. Por eso decía un hombre prudente que para emplear en una república medios violentos, era preciso que la fuerza del opresor fuese proporcionada a la de los oprimidos llegara a ser más fuerte.
Volviendo a nuestro tema, digo que, para ordenar cosas enérgicas y difíciles conviene ser fuerte, y los que tienen esta fortaleza de ánimo, no emplean blandura para hacerse obedecer. Los que carecen de ella no ordenen nada extraordinario, y en lo ordinario pueden mostrar la bondad de su carácter, pues los castigos ordinarios no se imputan a los que mandan, sino a las leyes y a las exigencias del orden. Debe creerse que Manlio fue obligado a tanto rigor por las extraordinarias condiciones que su carácter daba a la autoridad que ejercía; rigor conveniente en una república para restablecer la antigua pureza de las costumbres y de las leyes; y si hubiera algún estado republicano tan feliz que apareciesen con frecuencia en él hombres que con su ejemplo renovasen el primitivo carácter de las leyes, según antes hemos dicho, y que no sólo le impidiera correr a la ruina, sino le impulsara en sentido contrario, duraría siempre. Manlio fue uno de los que con la severidad de su mando mantuvo la disciplina militar en Roma, obligándole a ello primero su propia índole, y después el deseo de que se cumpliera Io que a impulso de las condiciones del mismo mandaba. Valerio, por su parte, podía proceder bondadosamente, porque le bastaba que se cumpliera lo que era costumbre observar en el ejército romano, y, como lo acostumbrado era bueno, bastaba para su honrosa reputación, sin ser molesta a los soldados la observancia, y sin que Valerio necesitara castigar a los transgresores, o porque no los había, o porque, habiéndolos, imputarían, como he dicho, el castigo a las leyes, y no a la crueldad del que mandaba. Podía, pues, Valerio practicar sus sentimientos bondadosos, consiguió con ellos el cariño y la disciplina de sus soldados.
Resulta, pues, que siendo Manlio y Valerio igualmente obedecidos, consiguieron por diversa vía el mismo resultado; pero los que quieran imitarles, se exponen a atraerse el desprecio o el odio que mencioné al hablar de Aníbal y de Escipión, odio o desprecio que sólo evita o mitiga una gran superioridad sobre los demás.
Resta apreciar ahora cuál de ambos procedimientos es preferible, y no es cosa resuelta, porque los escritores lo mismo elogian uno que otro. Sin embargo, los que escriben para la educación de los príncipes son más partidarios de Valerio que de Manlio, y Jenofonte, citado anteriormente, al presentar muchos ejemplos de la bondad de Giro, resulta bastante de acuerdo con lo que de Valerio dice Tito Livio en el siguiente párrafo: “Jamás hubo un jefe más familiar. Todos los trabajos, por penosos que fueran, los compartía hasta con los más ínfimos soldados. En los ejercicios militares se complacía en luchar en fuerza y velocidad con los demás, y, vencedor o vencido, ninguna alteración sufría su semblante, aceptando medir sus fuerzas con cualquiera que los solicitara. Era benigno en sus actos y en sus discursos, tan atento a la libertad ajena como a la propia dignidad y (lo que no es habitual) se mostraba en el ejercicio de los cargos lo mismo que al solicitarlos.”
También habla Tito Livio de Manlio con elogio, mostrando que su severidad al ordenar la muerte de su hijo hizo tan obediente el ejército al cónsul, que a tal obediencia debíase la victoria del pueblo romano contra los latinos, y tanto le alababa, que después de la batalla y de mostrar los peligros que corrió el pueblo romano y las dificultades que necesitó vencer, termina diciendo que sólo el valor de Manlio dio la victoria a los romanos. Comparando después las fuerzas de ambos ejércitos, afirma que hubiera vencido el que estuviera a las órdenes de Manlio.
Teniendo, pues, en cuenta lo que los escritores dicen de Valerio y de Manlio, es muy difícil la lección; pero a fin de no dejar sin resolver el asunto, digo que, tratándose de un ciudadano sometido a las leyes de una república, la conducta más laudable y menos peligrosa es la de Manlio, por resultar completamente favorable al estado y no a la ambición privada: que no se forma partido mostrándose con todos severo y amando sólo el bien da la patria. Quien tal hace no tiene de esos amigos que, como ante decimos, amanse partidarios. El proceder de Manlio, es, por tanto, conveniente y laudable en una república, por atender a la utilidad pública y no permitir sospechas de ambición individual.
Con el de Valerio sucede lo contrario, porque si bien en cuanto al servicio público el resultado es igual, inspira, sin embargo, desconfianza, por el especial cuidado en atraerse el cariño de los soldados, de que un prolongado mando sea de perniciosos efectos para la libertad. No los ocasionó Valerio, porque entonces, ni los romanos estaban corrompidos, ni él tuvo por largo tiempo el mando.
Pero si nos refiriéramos a la educación de un príncipe, como lo hace Jenofonte, tomaríamos por modelo a Valerio y no a Manila; porque un príncipe debe procurar la obediencia y el amor de los soldados y de los súbditos. Consigue la primera observando las leyes y siendo virtuoso, y lo segundo mostrándose bondadoso y humano, y poseyendo las demás cualidades que reunía Valerio y por las cuales Jenofonte alaba a Ciro. El cariño del pueblo al príncipe y a la fidelidad del ejército están muy de acuerdo con la índole del poder que ejerce; pero en una república no lo está con la general obligación de atenerse a las leyes y de obedecer a las autoridades el que un ciudadano pueda disponer del ejército.
Entre los antiguos sucesos que refiere la historia de la república veneciana, se lee el siguiente: llegaron al puerto de Venecia las galeras del estado, y suscitada cuestión entre los tripulantes y el pueblo, vinieron a las manos, produciéndose gran tumulto. Ni la fuerza pública, ni el respeto a los personajes de la ciudad, ni el miedo a las autoridades, podían restablecer la tranquilidad. De pronto se presentó ante los marineros un noble que el año anterior había sido su general: por afecto a él, dejaron de luchar y volvieron a las galeras. Esta obediencia fue tan sospechosa al senado que al poco tiempo, para librarse los venecianos del citado noble, o le prendieron o le mataron.
En conclusión: las dotes de Valerio, buenas en un príncipe, son perniciosas en un ciudadano, perniciosas para la patria y para aquella, porque preparan el camino a la tiranía; y para él, porque la sospecha de sus intenciones obliga a los demás ciudadanos a prevenirse en contra suya y en su perjuicio. Por razón contraria afirmo que la conducta de Manlio en un príncipe sería perjudicial a sus intereses, y en un ciudadano es útil, sobre todo a la patria, Además, rara vez causa daño a quien la sigue, a no ser que al odio por la severidad se unan las sospechas por la gran fama que las otras virtudes le produzcan, como veremos que sucedió a Camilo.
Capítulo XXIII
Por que, causa fue Camilo desterrado de Roma
Hemos dicho que quien procede como Valerio perjudica a su patria y a sí mismo, y quien como Manlio, favorece a su patria, aunque alguna vez su conducta le sea personalmente dañosa. Demuestra esto mismo el ejemplo de Camilo, quien en sus procedimientos se asemejaba más a Manlio que a Valerio. Por ello dice Tito Livio hablando de él: “Los soldados odiaban y admiraban sus virtudes.” Admiraban su solicitud, su prudencia, la grandeza de su alma, el buen orden con que disponía y mandaba el ejército; odiaban su inclinación a ser más severo en los castigos que liberal en las recompensas.
Tito Livio refiere los siguientes motivos de este odio: en primer lugar, el dinero que produjo la venta de los bienes de los veyenses lo aplicó al tesoro público y no lo repartió como botín; además, al entrar en triunfo en Roma, hizo que arrastraran su carro triunfal cuatro caballos blancos, y a causa de ello se dijo que, por orgullo, había querido igualarse al sol: finalmente, habiendo hecho voto de entregar a Apolo la décima parte del botín cogido a los veyenses, para cumplirlo tuvo que quitar a los soldados parte del que habían cogido.
Fácilmente se comprende, por lo dicho, lo que en el pueblo ocasiona mayor animadversión contra un jefe, siendo la principal causa privarle de algo útil. Esto tiene bastante importancia, porque jamás olvida el hombre que le quiten lo que le produce utilidad. Cuando necesita lo que le han quitado, recuerda la ofensa, y, como la necesidad es casi diaria, también lo es el recuerdo.
El orgullo y la altanería es otra de las causas que ocasionan la animadversión de los pueblos, sobre todo de los pueblos libres, y aunque el fausto y la soberbia no le produzcan daño alguno, odia al soberbio. De este defecto debe guardarse un príncipe como de un escollo, porque atraerse el odio sin utilidad alguna es determinación imprudente y temeraria.
Capítulo XXIV
La prolongación del mando militar causó la pérdida de la libertad en Roma
Estudiando bien el gobierno de la república romana, se verán las dos causas que produjeron su decadencia. Fue una las cuestiones y disturbios ocasionados por la ley agraria, y otra la prolongación de mandos. Si ambas cosas se hubieran comprendido bien desde un principio, poniéndoles debido remedio, la libertad hubiese durado en Roma más tiempo y con más tranquila vida. Aunque la prolongación de los mandos no produjo en dicha ciudad ningún tumulto, los hechos prueban cuan perjudicial es a la igualdad civil la supremacía de los ciudadanos que por largo tiempo ejercen autoridad.
Si todos a los que prorrogaron el ejercicio del cargo que desempeñaban hubiesen sido tan prudentes y virtuosos como Lucio Quintio, no habría existido esta causa de decadencia. Merece citarse su notable ejemplo de virtud. Habían llegado a un acuerdo el senado y la plebe, y ésta, juzgando a los tribunos de entonces a propósito para contrarrestar la ambición de los nobles, los prorrogó por un año el ejercicio del cargo. El senado, por rivalidad con la plebe y por no parecer menos que ella, quiso prolongar también el consulado a Lucio Quintio, quien se opuso en absoluto a este determinación, diciendo que se debían extirpar los malos ejemplos en vez de aumentarlos con uno más, y exigió el nombramiento de nuevos cónsules.
Si esta bondad y prudencia la hubieran tenido todos los ciudadanos romanos, no habrían dejado introducir la costumbre de prorrogar primero los mandos civiles y después los militares, cosa que, andando el tiempo, causó la ruina de la república. El primero a quien se le prorrogó el mando militar fue Publio Filón, que sitiaba la ciudad de Palépolis cuando llegó el término de su consulado, y, juzgando el senado que estaba próxima su victoria, no le envió sucesor, sino le nombró procónsul, siendo también el primero que obtuvo ese cargas. Impulsó al senado la utilidad pública para esta determinación que en lo porvenir hizo sierva a Roma, pues cuanto mis se alejaban sus ejércitos, más necesarias parecieron estas prórrogas y con mayor frecuencia las concedió; lo cual tenía dos inconvenientes: uno disminuir el número de hombres ejercitados en el mando, y reducir a pocos los que adquieren celebridad; otro que, ejerciendo por largo tiempo un ciudadano el mando de un ejército, ganaba para sí el afecto de los soldados, quienes poco a poco olvidaban la autoridad del senado, y sólo obedecían la de su jefe. De este modo pudieran Sila y Mario encontrar soldados que los siguieran contra el bien público, y sólo así logró César hacerse dueño de su patria. No prolongando los romanos la duración en el ejercicio de los cargos civiles y militares, hubieran tardado más en adquirir su inmenso poder; pero siendo menos rápidas sus conquistas, lo fuera también la pérdida de su libertad.
Capítulo XXV
Pobreza de Cincinato y de muchos ciudadanos romanos
Ya hemos dicho que las disposiciones más útiles en una república son las que sirven para mantener a los ciudadanos en la pobreza, y aunque no se sepa que hubiera en Roma leyes ni ordenanzas encaminadas a producir este efecto, máxime siendo la ley agraria objeto de tanta impugnación, sin embargo, demuestra la experiencia que cuatrocientos años después de la fundación de la ciudad había en ella grandísima pobreza. Puede creerse que si se acomodaban los romanos a vivir pobremente era porque la escasez de recursos no impedía obtener los más altos cargos y honores. Se buscaba la virtud en cualquier casa que habitase, y este modo de vivir disminuía la ambición de riquezas.
Prueba evidente de lo que decimos es lo que sucedió cuando los equos tenían cercado el ejército del cónsul Minucio. El temor de que este ejército se perdiera, hizo que los romanos nombraran un dictador, último remedio en los casos de apuro, y eligieron a Lucio Quintio Cincinato, que se encontraba en su pequeña hacienda, cultivada por sus manos, cosa que Tito Livio celebra con estas hermosas palabras: “Sépanlo los que prefieren en este mundo las riquezas a todas las demás cosas y creen que no existe honor y virtud más que donde aquéllas abundan.”
Arando estaba Cincinato su pequeña finca, que no era mayor de cuatro yugadas de tierra, cuando llegaron de Roma los legados del senado a notificarle su elección de dictador y el peligro en que estaba la república romana. Se puso Cincinato la toga, fue a Roma, reunió un ejército y salió para libertar a Minucio. Cuando venció y despojó a los enemigos y salvó al citado cónsul, no quiso que el ejército cercado participara del botín, pronunciando estas palabras: “No permito que participéis de lo tomado a aquellos de quienes vosotros habéis estado a punto de ser presa.” A Minucio le quitó el consulado y le hizo legado, diciéndole: “Permanecerás en este cargo hasta que aprendas a ser cónsul”. Eligió para jefe de la caballería a Lucio Tarquino, que combatía a pie por carecer de recursos para adquirir caballo.
Véase, pues, como la pobreza era honrada en Roma y como a un hombre tan valiente y meritorio cual Cincinato, le bastaban para las necesidades de la vida cuatro yugadas de tierra. Aun en tiempo de Marco Régulo no desprestigiaba ser pobre porque, estando en África con su ejército pidió licencia al senado para volver a cuidar de su hacienda, deteriorada por los encargados de cultivarla.
Se observan, pues, en este asunto dos cosas notabilísimas, una que vivían satisfechos con su pobreza, contentándose en la guerra con los laureles de la victoria y dejando al tesoro público las riquezas conquistadas, porque si hubieran pensado en enriquecerse con la campañas, poco los importara que sus fincas fueran mal cuidadas; otra es la magnanimidad de aquellos ciudadanos que, puestos al frente de un ejército, mostraban más grandeza de ánimo que todos los príncipes. Ni reyes ni repúblicas los imponían, ni cosa alguna los asustaba; y al volver a la vida privada se mostraban económicos, humildes, cuidadosos de sus pequeñas propiedades, obedientes a los magistrados, respetuosos can sus mayores, hasta el punto que parece imposible cambio tan grande en un hombre.
Duró esta pobreza hasta los tiempos de Paulo Emilio, que fueron casi los últimos días felices de aquella república, en los cuales un ciudadano que con sus triunfos enriqueció a Roma, continuó viviendo pobre. Tanto se estimaba aún la pobreza que, al, recompensar a los que se habían portado bien en la guerra, dio Paulo Emilio a un yerno suyo una copa de plata, y este fue el primer objeto de dicho metal que entró en su casa.
Podría demostrarse en largo discurso cuan preferibles son los frutos de la pobreza a los de las riquezas y como aquéllos han honrado y hecho prosperar a las ciudades, a las provincias y a las religiones, mientras éstos las han arruinado, si otros hombres no hubiesen tratado ya esta materia repetidas veces.
Capítulo XXVI
De como por causa de las mujeres se arruina un estado
Se produjo en la ciudad de Ardea [2] una cuestión entre patricios y plebeyos por un casamiento. Pidieron en matrimonio a un rica heredera un plebeyo y un noble; no tenía aquélla padre; los tutores querían darla al plebeyo y la madre al noble; de aquí el conflicto, que llegó a términos de acudir a las armas, empuñándolas todos los patricios por el noble y todos los plebeyos por el de su clase. Vencidos éstos, salieron de Ardea y pidieron auxilio a los volscos. Los nobles lo solicitaron de Roma. Llegan primero los volscos y acampan junto a Ardea. Acuden después los romanos y encierran a los volscos entre la ciudad y ellos, estrechándolos tanto, que por hambre tuvieron que rendirse a discreción. Tomaron los romanos a Ardea, mataron a todos los jefes de la sedición y arreglaron los asuntos de aquella ciudad.
En ese acontecimientos hay muchas cosas que observar. Se ve primero que las mujeres han sido causa de muchas ruinas, ocasionando gran daño a los que gobiernan pueblos, y en estos muchas divisiones. Ya hemos dicho que el atentado contra Lucrecia privó del poder a los Tarquinos, y el cometido contra Virginia a los decenviros.
Entre las principales causas de la ruina de los tiranos que menciona Aristóteles, figura las de ofender a los hombres atentando contra las mujeres, deshonrándolas, violándolas o desmoralizando los matrimonios, de lo cual tratamos extensamente en el capítulo relativo a las conjuraciones. Ni los reyes absolutos ni los gobernadores de repúblicas deben descuidar este asunto, sino tener muy en cuenta los desórdenes que tales sucesos pueden engendrar y remediarlos antes de que el remedio resulte dañoso al estado o a la república como sucedió a los de Ardea que, por haber dejado crecer la rivalidad entre los habitantes, produjeron la división entre los ciudadanos, y, para restablecer la unión, apelaron a los extranjeros, principio siempre de próxima servidumbre.
Pasemos a la segunda observación, relativa al modo de restablecer la paz en una ciudad, de lo cual hablaremos en el capítulo siguiente.
Capítulo XXVII
De como se ha de restablecer la unión en una ciudad donde hay divisiones, y de lo falsa que es la opinión de la conveniencia de éstas para conservar el poder
El ejemplo de lo hecho por los cónsules romanos para restablecer la tranquilidad en Ardea debe servir de modelo a los que quieran acabar con las facciones en una ciudad, para lo cual el mejor medio es matar a los jefes de sediciones. En estos casos sólo hay tres maneras de terminar los disturbios: o la muerte de los jefes, como se hizo en Ardea, o el destierro o convenir la paz, con obligación de que no se ofendan más los contendientes. De estos tres procedimientos, el último es el más perjudicial e inútil; por ser imposible que la paz forzosa dure, cuando ha corrido la sangre o mediado ofensas de idéntica gravedad. Tienen que verse diariamente los rivales, y es muy difícil que dejen de injuriarse, pudiendo ocurrir a cada momento, por las conversaciones, nuevos motivos de querella.
Buen ejemplo de ello es el de la ciudad de Pistoia. Desde hace quince años está dividida en dos bandos, el de los Panciatichi y el de los Cancellieri, antes con las armas en la mano y ahora desarmadas. Después de muchas cuestiones entre ellos, llegaron al derramamiento de sangre, la destrucción de las casas, los saqueos y todas las calamidades de la guerra. Los florentinos, para restablecer la paz en Pistoia, empleaban siempre el tercero de los modos citados, y siempre se reproducían, con mayor gravedad cada vez, los tumultos y los escándalos, hasta que, cansado el gobierno de Florencia, acudió al segundo procedimiento, el de apoderarse de los jefes de los bandos, aprisionando a unos y confinando a otros a distintos lugares. Así se restableció en Pistoia la tranquilidad que aún dura. Más seguro hubiera sido, sin duda, el primer medio, pero exigía una grandeza y un poder de que carece una república débil, que apenas tuvo energías para emplear el segundo.
De esta clase son las faltas que, como dije al principio, cometen los príncipes de nuestro tiempos necesitados de tomar determinaciones en casos extraordinarios. Deberían estudiar la conducta de los que en la antigüedad resolvieron idénticos conflictos; pero la flaqueza de ánimo de los hombres actuales, producida por una educación afeminada, y las escasas noticias que de los pasados sucesos tienen, hace que juzguen la aplicación de las máximas antiguas en parte inhumana y en parte imposible. En cambio las modernas se apartan en absoluto de la verdad, como la que propalan los sabios de nuestra ciudad no ha mucho tiempo de “que era preciso dominar a Pistoia por medio de los bandos, y a Pisa con fortalezas”, no comprendiendo la inutilidad de ambas cosas. Nada diré de las fortalezas, porque ya he tratado de ellas extensamente; pero sí de lo inútil que es mantener divisiones en las ciudades donde se domina. En primer lugar, es imposible al príncipe o república que manda en ellas tener a su devoción los dos bandos contrarios, por ser propio de la naturaleza humana, cuando hay diferencia de opiniones y sentimientos, tomar partido o mostrar preferencia por unos o por otros. Estando, pues, malcontentos los de un bando, la ciudad se pierde en la primera guerra que ocurre, no siendo posible conservarla contra los enemigos de fuera y de dentro. Si pertenece a una república, no hay mejor modo de corromper a los ciudadanos y de dividirlos en la capital del estado, que fomentar los bandos en cualquiera población del mismo, porque cada uno de éstos busca en la residencia del gobierno, por todos los medios y corruptelas, quienes le apoyen y favorezcan, ocasionando dos graves inconvenientes: en primer lugar la dificultad de gobernar bien y mantener satisfecha una ciudad cuando el gobierno varía con frecuencia, y con él la dominación de uno u otro bando; en segundo, que el espíritu de discordia, mantenido en una población, se extiende a toda la república. Da fe de ello el historiador Biondo, cuando hablando de los florentinos y de los habitantes de Pistoia, dice: “Mientras los de Florencia procuraban unir a los de Pistoia, se dividieron ellos mismos.”
Fácil es, por tanto, comprender el daño que estas divisiones ocasionan. En 1501, cuando se perdió Arezzo, todo el Val de Tevere y el Val de Chiana, ocupados por los Vitelli y el duque Valentino [3], vino un señor de Laón, comisionado por el rey de Francia para hacer que fueran restituidas a los florentinos todas las poblaciones de que habían sido despojados, y encontrando en todos los castillos hombres que, al verle, le decían ser del bando de Marzocco, censuró bastante esta división, diciendo que si en Francia un súbdito del rey dijere que era del partido del rey, sería castigado, porque el decirlo supondría que en aquella nación había gente enemiga del rey, y éste quería que toda la nación le fuera fiel y estuviese unida y sin partidos.
Todas estas opiniones y diversas maneras de gobernar nacen verdaderamente de la debilidad de los gobernantes, quienes, incapaces de mostrar energía y valor para conservar sus estados, acuden a estas argucias, aprovechables a veces en tiempos tranquilos, pero ilusorias en los borrascosos y adversos.
Capítulo XXVIII
De como deben vigilarse los actos de los ciudadanos, porque muchas veces algunos, al parecer virtuosos, esconden un principio de tiranía
Afligía a Roma el hambre, y no bastando las provisiones hechas por el gobierno para hacerla cesar, un ciudadano muy rico para aquellos tiempos, Espurio Melio, determinó adquirir grandes cantidades de trigo por su cuenta y repartirlas gratuitamente al pueblo. Tan grande fue la popularidad que ganó con esto, que el senado, teniendo en cuenta los inconvenientes que de la liberalidad de Espurio podían nacer, para conjurarlos a tiempo nombró, únicamente contra Espurio Melio, un dictador que le hizo morir.
Prueba esto que muchas veces los actos que parecen caritativos e imposibles racionalmente de causar daño, llegan a ser malísimos y en una república muy peligrosos, cuando con oportunidad no se corrigen.
Para desarrollar esta idea diré que ninguna república puede vivir y gobernarse bien sin tener algunos ciudadanos de gran reputación, y que, por otra parte, la fama que adquieren puede ser causa a veces de la tiranía. A fin de conjurar este peligro es preciso establecer las instituciones de suerte que la reputación de los ciudadanos favorezca, y en ningún caso perjudique al estado y a la libertad. A este propósito deben tenerse en cuenta las vías seguidas para adquirir la fama, las cuales son públicas o privadas.
Siguen las primeras los que, aconsejando bien y obrando mejor en beneficio de la patria, adquieren reputación. Tales consejos y tales servicios deben ser premiados con honores que satisfagan a los que los prestan. La fama adquirida por medios tan puros y sencillos nunca es peligrosa al estado; pero es peligrosísima para la patria cuando se obtiene por procedimientos privados. Consisten éstos en favorecer a uno y otros prestándoles dinero, casando a las hijas, defendiéndolos contra la autoridad de los magistrados y haciéndoles idénticos servicios, con los cuales consiguen partidarios y alientan a quien los tiene para corromper las costumbres y violentar las leyes. Debe una república bien ordenada abrir camino, como he dicho, a los que buscan la fama por medio de servicios públicos, y cerrarlo a los que se la procuran con favores privados. Así se hacía en Roma, donde para premiar los actos beneficiosos a la patria crearon los triunfos y muchas otras clases de recompensas con que honraban a los ciudadanos beneméritos; y contra los que por distintas vías y en forma privada procuraban acrecer su influencia, ordenaron la acusación; y si ésta no bastaba, por cegar al pueblo algún falso beneficio, nombraban un dictador cuyo poder absoluto imponía la obediencia de las leyes a quienes trataran de eludirla, como se hizo al castigar a Espurio Melio.
Cualquier atentado de esta índole que quede impune basta para arruinar una república, por ser dificilísimo, después de tal ejemplo, restablecer el imperio de las leyes.
Capítulo XXIX
Las faltas de los pueblos provienen de las de los príncipes
No se quejen los príncipes de las faltas que cometan los pueblos gobernados por ellos: provienen de su negligencia o de haberlas cometido ellos antes. Quien observe cuáles pueblos en nuestros días viren entregados al pillaje y a otros vicios semejantes, verá que no son mejores que ellos los que los gobiernan. Antes de que el papa Alejandro VI limpiara la Romaña de los señores que mandaban en ella, era aquella comarca ejemplo de todo género de maldades, cometiéndose, por los motivos más fútiles, asesinatos y robos espantosos. Estas calamidades las originaban los príncipes, no la perversa condición de los pueblos, como aquellos decían, porque siendo los señores pobres y queriendo vivir con lujo y ostentación, necesitaban para conseguirlo acudir a toda clase de rapiñas. Entre otros medios reprensibles empleaban el de hacer leyes prohibiendo cualquier cesa; eran ellos los primeros en favorecer su inobservancia y dejaban sin castigo a los infractores hasta que llegaban a ser en número considerable: entonces imponían penas, no por deseo de que las leyes se cumplieran, sino por codicia del dinero que los culpados daban para librarse de ellas.
Resultaban de esto muchos males, y sobre todo el de que los pueblos se empobrecían sin corregirse, procurando los empobrecidos indemnizarse a costa de los más débiles. De aquí los excesos citados antes, e imputables sólo a los príncipes.
Tito Livio confirma esta verdad cuando dice que al llevar los legados romanos el donativo del botín de los veyenses a Apolo, fueron presos por los piratas de Lípari en Sicilia y conducidos a esta comarca; pero sabedor el jefe de los ladrones, Timasicco, del objeto del donativo, adónde lo llevaban y quién lo enviaba, se portó aunque nacido en Lípari, como romano y mostró a su pueblo que era impiedad apoderarse de él, de tal modo que, por unánime consentimiento, dejaron marchar a los legados con cuanto llevaban. Y dice Tito Livio: “Timasicco infundió en la multitud el espíritu religioso, porque siempre imita el ejemplo de los que la gobiernan.”
En confirmación de esta máxima dice Lorenzo de Médici:
Muchos hacen lo que el señor hace,
porque todos tienen la vista fija en él.”
Capítulo XXX
Cuando un ciudadano desea hacer algún bien a su república con un acto personal, necesita primero acallar la envidia. Cómo se debe ordenar la defensa de una ciudad al aproximarse el enemigo
Al saber el senado romano que en toda la Etruria se habían hecho nuevas levas de tropas para atacar a Roma, y que los latinos y los hérnicos, antiguos aliados de Roma, se unían a los volscos, sus perpetuos enemigos, juzgó que esta guerra sería peligrosa. Camilo, tribuno entonces con potestad consular, opinó que no era necesario nombrar dictador, si los otros tribunos, sus colegas, querían cederle la suprema potestad, cosa que éstos hicieron voluntariamente; “creían no disminuir -dice Tito Livio- la dignidad de su cargo por la autoridad que cedían.”
Prometida esta cesión de autoridad, ordenó Camilo que se formaran tres ejércitos. El primero debía ir a sus órdenes contra los etruscos; el segundo, al mando de Quintio Servilla permanecería próximo a Roma para hacer frente a los latinos y a los hérnicos si intentaban algún movimiento ofensivo, y el tercero, mandado por Lucio Quincio, debía atender en todo caso a la guarda de la ciudad y a la defensa de sus puertas y del senado. Determinó, además, que Horacio, uno de sus colegas, proveyese de armas, de trigo y de los demás efectos necesarios en tiempos de guerra. A otro colega suyo, Cornelio, encargó presidir el senado y las reuniones del pueblo para aconsejar lo que diariamente debería hacerse. De esta suerte, y por la salvación de la patria, se mostraron entonces tribunos dispuestos a mandar y a obedecer.
Se advierte en este caso lo que hace un hombre bueno y sabio, y el bien y la utilidad que reporta a su patria cuando sus grandes virtudes imponen silencio a la envidia, que en muchas ocasiones impide, a los hombres ser útiles, privándoles de la autoridad indispensable en las cosas de importancia. Se mata la envidia de dos modos: es uno que algún gran peligro haga temer a cada cual por su vida, en cuyo caso prescinden todos de la propia ambición y acuden voluntariamente a obedecer al que juzgan que por su valor puede salvarles, como sucedió a Camilo, que por haber dado tantas pruebas de mérito excepcional, desempeñado tres veces la dictadura y gobernado siempre conforme al interés público y no a su personal utilidad, consiguió que los demás hombres no temieran su preponderancia, y que, por la grandeza de su fama, no juzgaran humillante serle inferiores. Por eso la reflexión antes citada de Tito Livio es muy oportuna. El otro modo de extinguir la envidia consiste en que, natural o violentamente, mueran los que son tus émulos en la aspiración a la fama o a la grandeza, y que, al verte más reputado que ellos, no pueden vivir tranquilos ni sufrirlo con paciencia. Y si son hombres habituados a vivir en una ciudad de costumbres viciosas, donde la educación no pueda infundirles alguna virtud, será imposible que suceso alguno contenga sus malas inclinaciones; al contrario par realizar sus propósitos y satisfacer sus perversos instintos, verían satisfechos la ruina de su patria. El único remedio para vencer esta envidia es la muerte del que la alimenta.
Si la fortuna es tan propicia al hombre meritorio que, por fallecimiento natural de sus émulos, le libra de las asechanzas de la envidia, llega a ser famoso, pudiendo ejercitar sus virtudes sin obstáculos ni violencia; pero si no tiene esta suerte, debe pensar en la manera de librarse de envidiosos, y antes de intentar ninguna empresa, tener vencida esta dificultad.
Quien lea la Biblia sensatamente advertirá que Moisés se vio obligado, para asegurar la observancia de sus leyes y gobierno, a matar a muchísimos hombres que, impulsados únicamente por la envidia, se oponían a sus proyectos.
Conoció muy bien la necesidad de esta conducta fray Jerónimo Savonarola; la conoció también Pedro Soderino, confaloniero de Florencia. Aquél no podía seguirla por su profesión (era fraile) y porque no le comprendieron bien aquellos de sus secuaces que hubieran podido practicarla. No quedó, sin embargo, por Savonarola el intentarlo, pues sus sermones están llenos de acusaciones e invectivas contra los sabios del mundo, que así llamaba a los envidiosos y a los que contrariaban sus ideas.
Soderino creía vencer a los envidiosos con el transcurso del tiempo, su bondadoso carácter, su fortuna y los beneficios que repartía. Viéndose joven aún y con gran popularidad por su comportamiento, juzgó poder vencer sin escándalos, violencias ni tumultos a los que por envidia se le oponían; pero ignoraba que del tiempo nada se debe esperar, que el carácter bondadoso no basta, que la fortuna no varía y que no hay favores capaces de aplacar la envidiosa malignidad. Lo mismo Savonarola que Soderino se perdieron y causó su pérdida no saber o no poder vencer la envidia de sus rivales.
Digno es de algunas consideraciones el orden que Camilo estableció dentro y fuera de Roma para la salvación de la patria. Verdaderamente no sin razón los buenos historiadores, como Tito Livio, refieren con detalles ciertos acontecimientos para que la posteridad pueda aprovecharlos como ejemplos en idénticas circunstancias. Debe observarse en este punto que ninguna defensa de plaza es más inútil y peligrosa que la que se hace desordenada y tumultuosamente. Esto lo demuestra el cuidado de Camilo en organizar el tercer ejército para encargarle la guarda de Roma, cuidado que muchos han estimado y estimarán superfluo tratándose de un pueblo ordinariamente armado y belicoso, que no necesitaba previa organización, sino ordenarle empuñar las armas cuando llegara el peligro. Pero Camilo, como todo hombre que tenga su experiencia, opinó de distinta manera, no permitiendo nunca que la multitud tomara las armas sin orden ni método.
Todo hombre encargado de la defensa de una ciudad debe imitar este ejemplo, escogiendo y alistando a los que quiera armar y dándoles a conocer los jefes a quienes deban obedecer, los puntos de reunión y aquellos a que hayan de dirigirse. A los no filiados los ordenará que permanezcan cada cual en su casa para guardarla y defenderla.
Dispuesta de esta suerte hl defensa de una ciudad sitiada, podrá resistir fácilmente a sus enemigos. Los que procedan de otro modo, ni imitarán a Camilo, ni la defenderán bien.
Capítulo XXXI
Las repúblicas fuertes y los grandes hombres tienen el mismo ánimo e igual dignidad en la próspera que en la adversa fortuna
Entre las admirables frases que Tito Livio pone en boca de Camilo para pintar el retrato de un grande hombre, figura la siguiente: “Ni la dictadura aumentó mi valor, ni lo disminuyó el destierro.” Estas palabras demuestran que en los grandes hombres no influyen las variaciones de fortuna, y si ésta unas veces los exalta y otras les humilla, ellos no varían y la arrostran con firme ánimo, tan inseparable de su carácter, que todo el mundo comprende cuan inaccesibles son a sus golpes.
De muy distinto modo se portan los hombres débiles. Llenos de orgullo y vanidad en la próspera fortuna, atribuyen sus favores al mérito de que carecen, haciéndose insoportables y odiosos a cuantos los rodean. En cambio cuando llega la mala suerte pasan rápidamente de un exceso a otro, convirtiéndose en cobardes y abyectos. Consecuencia de ello es que los príncipes de tales condiciones, en la adversidad piensan más en huir que en defenderse, como todos aquellos que, aprovechando mal la buena fortuna, no están preparados para hacer frente a ninguna contrariedad.
La virtud y el vicio indicados, lo mismo que en los hombres se encuentran en las repúblicas, y ejemplo de ello son la de Roma y la de Venecia. En ningún caso amilanó a la primera la mala suerte ni la insolentaron las victorias, como se vio claramente después de la derrota de Canas y de vencer a Antioco. La derrota, aunque gravísima por ser la tercera que le hacía sufrir Aníbal, no acobardó a los romanos, y pusieron en campaña nuevos ejércitos. Por no violar las instituciones se negaron a rescatar a los prisioneros, y ni a Aníbal ni a Cartago pidieron la paz, sino al contrario, prescindiendo de toda determinación cobarde, pensaron siempre en la guerra, armando, por carestía de hombres, hasta a los ancianos y a los esclavos. Supo esto el cartaginés Hannón, y manifestó al senado de Cartago, según antes dijimos, cuan poco debía tenerse en cuenta la victoria de Canas para la terminación de la guerra. Se ve, pues, que los tiempos difíciles, ni amedrentaron ni abatieron a los romanos.
Por otra parte, las prosperidades no los hicieron insolentes. Envió emisarios el rey Antioco a Escipión para pedir la paz antes de dar y perder una batalla. Se la ofreció Escipión a condición de que se retirara al interior de Siria, dejando el resto del país al arbitren de los romanos. Se negó Antíoco, dio la batalla, la perdió, y nuevos comisionados a Escipión diciéndole que aceptaba las condiciones que el vencedor impusiera, quien exigió las mismas que antes de la batalla, añadiendo estas palabras: “Ni la derrota abate a los romanos, ni abusan de las victoria.”
Conducta enteramente opuesta a la de los romanos han seguido los venecianos, quienes en la próspera fortuna, pareciéndoles que dependía de un valor que los faltaba, se hicieron orgullosos hasta el punto de llamar al rey de Francia protegido de San Marcos. Despreciaban a la Santa Sede; les parecía pequeña Italia a su ambición, e imaginaban formar un imperio semejante al de Roma. Pero cuando los abandonó la fortuna y, atacados por el rey de Francia, sufrieron una semiderrota en Vaila, no sólo perdieron todas sus posesiones por rebelión, sino que buena parte de ellas las dieron al Papa y al rey de España por cobardía y rebajamiento de ánimo; envileciéndose hasta el punto de mandar embajadores al emperador para ofrecerse tributarios suyos, y de escribir al Papa cartas humildísimas para excitar su compasión. A tan gran desdicha llegaron en cuatro días y sólo con una medio derrota, porque después de sostener su ejército un combate, al retirarse fue vencida solamente la mitad de él, salvándose uno de sus proveedores que llegó a Verona con más de veinticinco mil soldados de a pie y de a caballo. De modo que si en Venecia quedara algún germen de valor, fácil hubiera sido rehacerse y probar nuevamente fortuna, poniéndose en el caso de vencer o de ser vencida sin ignominia, o de alcanzar condiciones de paz mis honrosas. Pero la cobardía del ánimo, ocasionada por una viciosa organización militar, le hizo perder en un instante sus fuerzas y sus posesiones.
Lo mismo sucederá siempre a gobiernos como el veneciano, porque el mostrarse insolentes en los tiempos prósperos y abyectos en las contrariedades, es consecuencia de las costumbres y de la educación. Cuando ésta es afeminada y superficial, te hace semejante a ella, y si es de otra clase, tú también lo serás. Cuanto mejor te haga conocer el mundo, tanto menos te enorgullecerá la fortuna y te desalentará la desgracia. Lo que decimos de un solo hombre puede aplicarse a los ciudadanos de una república que se educan conforme a las costumbres dominantes en ella.
No creo inútil repetir aquí que el fundamento de un estado es la buena organización militar, y que sin ella no puede haber, ni buenas leyes, ni cosa alguna buena. Esta necesidad se pone de manifiesto repetidas veces en la historia romana, como también que la milicia no puede ser buena si no está ejercitada, y no puede ejercitarse si no la forman todos los súbditos de un estado; y aunque siempre no se está en guerra ni se puede estar, conviene adiestrarla durante la paz, lo cual sólo puede hacerse con tropas de ciudadanos, pues de otro modo sería costosísimo.
Ya hemos dicho que Camilo fue con su ejército contra los etruscos. Cuando sus soldados vieron las numerosas fuerzas del enemigo, se asustaron creyendo que no las tenían ellos para resistir el ímpetu de tan poderoso ejército. Llegó la noticia de este miedo a oídos de Camilo, quien recorrió el campamento hablando a unos y otros entre los soldados para disipar aquel temor, y, por último, dio por única orden la siguiente: “Que cada cual haga lo que sabe y está acostumbrado a hacer.”
Quien reflexione en esta frase de Camilo para animar a sus saldados, comprenderá que no se podía dirigir más que a un ejército aguerrido y disciplinado en paz y en guerra, pues de tropas acostumbradas a no hacer nada no puede fiarse un general ni esperar que se porten bien. Con ellas fracasaría hasta un nuevo Aníbal, porque no pudiendo estar el general en todas partes mientras se da una batalla, si no hay en todos lados quienes cumplan puntualmente sus órdenes para que el ejército participe del espíritu que a él le anima, necesariamente será vencido.
Todo estado que se encuentre armado y organizado como Roma cuyos ciudadanos se ocupen a diario privada y públicamente en experimentar su valor y destreza y en adiestrarse contra la adversa fortuna, tendrá en cualquier tiempo el mismo valor e igual dignidad que el pueblo romano; pero si vive desarmado y confiando solamente, no en su valor, sino en su fortuna, cuando ésta cambie, cambiará su suerte y dará ejemplos como el de los venecianos.
Capítulo XXXII
Medios que han empleado algunos para hacer imposible la paz
Se rebelaron contra los romanos Circea y Velitra, dos de sus colonias, esperando que las defendieran los latinos. Vencidos éstos, desapareció esta esperanza, y muchos ciudadanos de las citadas co lonjas aconsejaron enviar embajadores a Roma para implorar la clemencia del senado.
Los autores de la rebelión, temerosos de que cualquier castigo impuesto por los romanos sería contra ellos, impidieron tomar este acuerdo, y para que fuera imposible cualquier negociación de paz, excitaron a la multitud a armarse y a hacer correrías por las posesiones de Roma.
En efecto; cuando alguno quiere quitar a un pueblo o a un príncipe el deseo de un convenio, el medio más eficaz y duradero consiste en hacerle cometer una gran maldad contra aquel con quien no se quiere que trate, porque el temor del castigo que crea merecer por el crimen cometido, le tendrá siempre alejado de él.
Después de la primera guerra que los cartagineses tuvieron ven los romanos, los soldados de Cartago, destinados durante ella a la defensa de Sicilia y de Cerdeña, hecha la paz, volvieron a África donde, no satisfechos de su paga, empuñaron las armas contra los cartagineses, nombrando dos jefes, Mato y Espendio, apoderándose de muchas poblaciones de esta república y saqueando otras. Deseosos los cartagineses de emplear todos los recursos antes que el de las armas, enviaron a su conciudadano Asdrúbal, que había sido anteriormente general de aquellas tropas, creyendo que aún le obedecerían; pero cuando llegó, para quitar Mato y Espendio a los soldados toda esperanza de reconciliación con Cartago y obligarles así a la guerra los persuadieron de que lo mejor era asesinar a Asdrúbal y a todos los ciudadanos cartagineses que tenían prisioneros, y, en efecto, los mataron, sometiéndoles antes a horribles suplicios, y añadiendo a esta maldad una proclama en la que amenazaban hacer lo mismo con todos los cartagineses que en adelante cogieran. Esta determinación, puntualmente ejecutada, hizo tan cruel y tenaz la guerra de aquellos rebeldes contra Cartago.
Capítulo XXXIII
Para ganar una batalla se necesita la confianza de las tropas, o en sí mismas o en su general
Si se quiere que un ejército sea victorioso, es necesario inspirarle tal confianza que se crea seguro de vencer, suceda lo que suceda. Le hace confiar en su fuerza el estar bien armado y disciplinado y el conocerse los soldados unos a otros, para todo lo cual es preciso que vivan y se adiestren juntos.
Conviene también que el general merezca la confianza de Tos soldados por su prudencia y habilidad, y confiarán seguramente en él si de ordinario le ven solícito y valeroso desempeñando su elevado cargo con la dignidad que le corresponde, como sucederá si castiga las faltas, no fatiga innecesariamente a los soldados, cumple sus promesas, muestra fácil el camino de la victoria y oculta o atenúa lo que puede infundir temor. Observados bien estos preceptos, el ejército tendrá confianza, y, confiando, vencerá.
Acostumbraban los romanos a valerse de la religión para inspirar esta confianza, y de aquí que consultaran a los augures y los arúspices para nombrar cónsules, para formar ejércitos, para sacarlos a campaña y antes de dar las batallas. Un general hábil y prudente no empeñaba una acción sin estas consultas previas, juzgando que la podría perder fácilmente si los soldados no sabían de antemano que los dioses los eran favorables. Un cónsul o un general que se atreviera a combatir teniendo los auspicios desfavorables, hubiese sido castigado, como lo fue Claudio Pucher.
Aunque esta costumbre se mencione con frecuencia en la historia romana, la prueban de una manera indudable las palabras que Tito Livio pone en boca de Apio Claudio, quien, quejándose al pueblo de la insolencia de los tribunos de la plebe, y mostrando que, mediante ellos, los auspicios y otras cosas pertenecientes a la religión se desprestigiaban, dice: “Dejen de observar, si lo creen lícito, las prácticas religiosas. ¿Qué los interesa si las gallinas no comen, si salen despacio de sus jaulas, si las aves cantan siniestramente? Cosas pequeñas son estas; pero no desdeñándolas nuestros mayores engrandecieron la república romana.” En efecto; estas pequeñas cosas son las que mantienen unidos e inspiran a los soldados la confianza, que es causa principal de la victoria. Conviene, sin embargo, que a tales cosas acompañe el valor, porque sin él, nada valen.
Los prenestinos enviaron su ejército contra los romanos, situándolo junto al río Alija, en el sitio donde aquéllos habían sido derrotados por los galos, eligiéndolo para inspirar confianza a sus soldados y temor a los de Roma, por el recuerda del descalabro. Aunque su esperanza era fundada, por las razones ya dichas, el resultado de la batalla demostró que el verdadero valor no teme tan débiles obstáculos. Bien lo expresa Tito Livio al poner en boca del dictador las siguientes palabras, dirigidas al general de su caballería: “Ves; contando ellos con la fortuna acampan sobre el Alija; pero fiado tú en tus armas y tu valor, penetra entre sus huestes.”
El verdadero valor, la excelente disciplina y la confianza que inspiran repetidas victorias, no las anulan cosas de tan poca monta; ni una preocupación vana los amedrenta, ni un ligero desorden los perjudica, como se vio cuando, estando en campaña los dos cónsules llamados Manlio contra los volscos, enviaron imprudentemente parte de sus tropas a devastar tierras de los enemigos, y los que marcharon y los que en el campamento quedaron fueron a la vez acometidos por los volscos, de cuyo peligro no libró a los romanos la prudencia de los cónsules, sino el valor de los soldados, como lo dice Tito Livio con estas palabras: “El ejército sin jefe se salvó por su inquebrantable valor.”
No dejaré de mencionar un recurso empleado por Fabio cuando por primera vez invadió con su ejército la Etruria, para que éste confiara en el buen éxito de la empresa, considerando que esta confianza era más necesaria entonces por haberlo conducido a tierras desconocidas y contra un enemigo nuevo. Arengaba a sus soldados antes de la batalla, y después de manifestar los motivos porque debían ser vencedores, añadió que podría darles otras razones en testimonio de segura victoria, si no fuera peligroso decirlas. Este recurso, empleado entonces hábilmente, merece ser imitado.
Capítulo XXXIV
De como la fama, la voz pública, la opinión con quistan a un ciudadano el favor popular, y de si los pueblos eligen con mayor prudencia que los príncipes las personas que han de desempeñar los cargos públicos
Ya hemos dicho que Tito Manlio, llamado después Torcuato, salvó a su padre Lucio Manlio de una acusación dirigida contra él por Marco Pomponio, tribuno de la plebe, y aunque en el modo de salvarle hubo algo violento y extraordinario, su piedad filial fue, sin embargo, tan grata al pueblo, que no solamente no se le reprendió, sino que, debiendo ser nombrados por entonces los tribunos militares, el segundo elegido fue Tito Manlio.
Este suceso motiva, en mi opinión, que tratemos del modo que tiene el pueblo de escoger a los hombres para el desempeño de los cargos públicos, y si es o no cierto lo que afirmamos anteriormente, de que los pueblos los escogen mejor que los príncipes. Fían aquéllos, para conceder cargos, en lo que se dice de los candidatos por pública voz y fama, cuando no los conocen por sus obras, o por las presunciones u opinión que de ellos se tiene. Ambas cosas dependen, o de la fama, adquirida por sus padres a causa de eminentes servicios, creyéndose que sus hijos sean iguales a ellos, mientras sus actos no demuestren lo contrario, o de la conducta que observan.
La mejor para alcanzar la estimación pública consiste en vivir en intimidad con personas respetables, de buenas costumbres y bien reputadas por su saber y prudencia, porque el mejor indicio para juzgar del mérito de un hombre es el de las personas de su amistad y compañía: si éstas son honradas, adquieren merecidamente buena reputación, porque es imposible que no tengan analogía con ellas. También se adquiere buena fama por algún acto extraordinario y notable, aunque sea de índole privada, cuando honra a quien lo ejecuta.
De estas tres cosas que pueden producir excelente reputación, la que la da mayor es la última, porque la del parentesco es engañosa, no causa gran impresión en los hombres, y pasa pronto si no la sostienen las cualidades personales de aquel a quien debe favorecer. La segunda, la que te acredita por tus relaciones y amistades, es mejor que la primera, pero inferior a la tercera, porque mientras no se ven actos tuyos, tu mérito sólo se juzga por conjeturas que fácilmente desaparecen. Pero la reputación que nace y se funda en actos tuyos, te da desde el principio tan buen nombre, que sólo pueden destruirlo otros muchos actos tuyos posteriores y evidentemente opuestos a los primeros. Los que nacen en una república deben tomar esta vía e ingeniarse para realizar obras extraordinarias que ilustren su nombre.
Así lo practicaron muchos jóvenes en Roma, o proponiendo una ley de pública utilidad o censurando a algún poderoso ciudadano por cometer ilegalidades, o con otros actos notables que hicieran hablar de ellos. No sólo son precisos hechos de esta clase para darse a conocer ventajosamente, sino indispensables para conservar la fama adquirida y aumentarla, repitiéndolos, como lo hizo Tito Manlio durante toda su vida; porque después de defender a su padre por modo tan animoso y extraordinario y adquirida de esta suerte su primera reputación, algunos años después combatió y mató al galo, apoderándose del collar de oro que llevaba, y que le valió el sobrenombre de Torcuato. Además de esto, ya en la edad madura hizo matar a su hijo por haber combatido sin orden suya, aunque venció al enemigo. Estos tres actos han perpetuado su nombre al través de tos siglos, haciéndole más célebre que por todas sus victorias y triunfos, en los que no le supera ningún otro romano, porque si tuvo muchos semejantes a él en hazañas militares, muy pocos o ninguno le igualaron en sus actos privados.
Al gran Escipión no le dieron tanta gloria todos sus triunfos como el haber defendido, siendo casi un niño, la vida de su padre junto al Tesino, y el hacer jurar valerosamente, espada en mano, a muchos jóvenes romanos, después de la derrota de Canas, que no abandonarían a Italia, como pensaban hacerlo. Ambas acciones fueron principio de su fama y de los laureles que después alcanzó en España y África, aumentando su gloria el acto de respetar en España el honor de una joven prisionera, devolviéndola a su padre y marido.
Semejante conducta, no sólo es necesaria a los ciudadanos que desean adquirir fama para obtener honroso puesto en una república, sino también indispensable a los príncipes para mantener su dignidad y conservar su poder. Nada tan a propósito para atraerse la estimación pública, como ejecutar actos o pronunciar frases notables inspiradas en el bien público, que le hagan aparecer magnánimo o liberal o justo, y que se repitan como proverbio entre sus súbditos.
Volviendo a nuestro tema, digo que cuando el pueblo concede por primera vez un cargo a un ciudadano, guiándose por cualquiera de los tres motivos citados, es acertada su elección; y lo es aún mayor si el elegido se ha dado ya a conocer por repetidos actos meritorios, porque entonces casi nunca se equivoca. Me refiero a los que obtienen cargos por primera vez, antes de que haya experiencia por repetidas pruebas de su capacidad para desempeñarlos, o pasan del ejercicio de uno al de otro semejante. En estos casos la influencia de la falsa opinión y de la corrupción es menos de temer en los pueblos que en los príncipes.
Y como pudiera suceder que los pueblos se engañaran respecto de la fama, reputación o acciones de un hombre, estimándole más meritorio que lo sea en realidad (cosa que no sucederá a un príncipe, porque se lo advertirán y le desengañarán sus consejeros), los fundadores de repúblicas bien organizadas han determinado para que tampoco falten a los pueblos consejeros respecto a la elección de los que hayan de desempeñar los cargos más importantes, por el peligro de entregarlos a personas incapaces, que cuando se vea al pueblo inclinado a hacer una mala elección, sea lícito y hasta honroso a cualquier ciudadano dar a conocer en públicos discursos los defectos del candidato, para que sabiéndolos el pueblo, pueda elegir mejor.
De que tal costumbre existía en Roma es testimonio el discurso de Fabio Máximo al pueblo cuando la segunda guerra púnica, porque en la elección de cónsules la opinión popular se inclinaba a elegir a Tito Octacilio. Juzgándole Fabio incompetente para desempeñar en aquel tiempo el consulado, habló en contra de su nombramiento, mostrando su insuficiencia y consiguiendo que el pueblo votara a quien merecía el cargo mejor que Octacilio.
Estiman, pues, los pueblos para la elección de sus magistrados, los testimonios más verídicos que existen de la capacidad de los hombres. Cuando pueden ser aconsejados, como lo son los príncipes, cometen menos errores que éstos; y los ciudadanos que aspiren a la popularidad, deben ganársela con algún hecho notable, como la ganó Tito Manlio.
Capítulo XXXV
Peligros a que se expone quien aconseja una empresa, los cuales son mayores cuanto ésta es más extraordinaria
Larga y ardua materia sería explicar los peligros que corre el jefe de una empresa nueva que interesa a muchos y las dificultades de dirigirla, realizarla y mantenerla en sus efectos. Dejándola para sitio más oportuno, hablaré únicamente del riesgo a que se exponen los ciudadanos que aconsejen a un príncipe una determinación grave e importante, de suerte que toda la responsabilidad de la misma se atribuya a quien da el consejo; porque juzgando los hombres las cosas por sus efectos, todo el mal que resulta se imputa al autor del consejo, como si el éxito es bueno se le elogia; pero el premio no es ni con mucho equivalente al daño.
El actual sultán Selim, llamado Gran Turco, se preparaba (según dicen algunos que vienen de sus estados) a invadir Siria y Egipto, cuando uno de sus bajaes que estaba en los confines de Persia le aconsejó que se dirigiera contra este imperio, y, siguiendo el consejo, acometió con numeroso ejército la empresa. Llegó a aquellas inmensas comarcas donde hay muchos desiertos y escasea muchísimo el agua, y tropezó con los mismos inconvenientes que habían causado la ruina de tantos ejércitos romanos, perdiendo gran parte del suyo, aunque vencedor siempre, a causa del hambre y de la peste. Indignado Selim contra el autor del consejo, le mató.
Muchos ejemplos trae la historia de ciudadanos que fueron al destierro por haber aconsejado una empresa y tener ésta mal éxito.
Propusieron algunos romanos que se nombrara un cónsul plebeyo; el primer elegido salió al frente del ejército y fue derrotado, y no sufrieron daño los autores de la propuesta porque formaban un partido numeroso y fuerte. Indudablemente los consejos de una república o de un príncipe están en la dura alternativa de no aconsejar lo que juzgan útil a la república o al príncipe, en cuyo caso faltan a su deber, o aconsejarlo a riesgo de su vida y de la suerte del estado, porque en este punto todos los hombres son ciegos y juzgan de la bondad o malicia de los consejos por los resultados.
Reflexionando acerca del modo de evitar esta deslealtad o sea este peligro, no veo otro camino que el de proceder can moderación, no hacer empresa alguna cuestión de amor propio y decir la opinión y defenderla sin apasionamiento, de suerte que si el príncipe la sigue sea por su exclusiva voluntad y no parezca obligado por importunas instancias. Obrando así, no será probable que el príncipe o el pueblo lleven a mal un consejo que no es aceptado contra la voluntad del mayor número. Éste resulta peligroso cuando son muchos los que lo contradicen, y, por tanto, si da mal resultado, los que contribuyen a la perdición del consejero. Quien obre como digo, no adquiere la gloria que corresponde al que solo, contra muchos, aconseja cosa que resulta bien; pero en cambio goza de dos ventajas: una, librarse del peligro; otra, que si aconsejas modestamente alguna cosa y por la oposición de tus contradictores el consejo no es seguido, aceptándose el de otro, si de ello resulta alguna catástrofe, tu reputación aumentará considerablemente; y aunque la gloria adquirida a causa de las desgracias de tu república o tu príncipe no sea envidiable, debe tenerse, sin embargo, en cuenta.
Creo que en este punto no cabe mejor determinación que la indicada, porque la de callarle, no manifestando nunca opinión, equivale a ser inútil a la república o al príncipe, sin evitar el peligro, porque el silencio inspira en los demás sospechas y pudiera suceder al silencioso lo que al amigo del rey de Macedonia, Perseo. Derrotado éste por Paulo Emilio, huía acompañado de algunos amigos; y hablando de lo que los acababa de pasar, uno de éstos manifestó a Perseo las muchas faltas que había cometido, causando su ruina. Se volvió a él Perseo, y le dijo: “¡Traidor, has esperado a decírmelo cuando no podía remediarlas!” Y seguidamente con sus propias manos le mató. Así sufrió el castigo de haber callado cuando debía hablar, y de haber hablado cuando debió callar, no evitando el peligro con omitir el consejo. Creo, pues, que se debe observar la conducta que he propuesto.
Capítulo XXXVI
Motivos porque se dijo de los galos y se dice de los franceses que son más que hombres al comenzar la batalla, y menos que mujeres al terminarla
La audacia de aquel galo que a orillas del río Anio desafiaba a cualquier romano para combatir personalmente y la lucha que tuvo con Tito Manlio, me recuerda lo dicho por Tito Livio muchas veces de que los galos eran al empezar la batalla más que hombres, y durante el combate llegaban a ser menos que mujeres.
Investigando la causa de ello, suponen muchos que consista en su temperamento. Opino lo mismo; pero creo también que esta disposición natural a empezar la lucha con tanto valor, podría mantenerse con la organización y disciplina hasta el término del combate.
Para probarlo, distinguiré tres clases de ejércitos; unos que tienen valor y disciplina, porque la disciplina mantiene el verdadero valor, como sucedía en los ejércitos romanos. La historia refiere muchas veces la buena organización de los ejércitos de Roma y la disciplina a que estaban sujetos. En un ejército bien organizado nadie debe hacer más que lo que está dentro de sus atribuciones, y en el romano, que debe servir de ejemplo a todos los demás, porque venció al mundo entero, ni se comía, ni se dormía, ni se aprovisionaba, ni se hacía ningún acto militar ni civil sin orden del cónsul. Los ejércitos organizados de otro modo no son verdaderos ejércitos, y si alcanzan alguna ventaja, débese a ciega impetuosidad, no a verdadero valor.
Cuando el valor está sujeto a la disciplina, se emplea a propósito y en la forma conveniente, sin que pueda abatirlo ni desalentarlo ningún obstáculo. Con el buen orden renacen las fuerzas y el aliento y la esperanza en el triunfo, que nunca falta mientras aquél se mantiene.
Lo contrario sucede en la segunda clase de ejércitos. En ella domina el furor y no la disciplina, y así eran las tropas de los galos, cuyo ardor desaparecía durante el combate; porque si no alcanzaban la victoria al primer choque, faltándoles la disciplina, que sostiene el valor, y no teniendo cosa alguna que los inspirara confianza, salvo el furor con que empezaban la batalla, cuando se enfriaba el primer ardimiento eran vencidos. No sucedía esto en los ejércitos romanos. Tranquilos ante el peligro por su buena organización, sin desconfiar de la victoria, firmes en sus posiciones, con igual valor y tenacidad combatían al principio que al fin de la batalla, y el ardor del combate aumentaba su esfuerzo.
La tercera clase de ejércitos es aquella en que las tropas no tienen valor natural ni disciplina militar, como sucede a los ejércitos italianos de nuestros tiempos, los cuales son completamente inútiles, y sólo vencerán en el caso de que cualquier imprevisto accidente ponga en fuga al enemigo. Sin necesidad de alegar ejemplos, bien a la vista están las diarias pruebas de que carecen de todas las virtudes militares.
Para que con el testimonio de Tito Livio comprenda todo el mundo la diferencia que hay entre un buen ejército y uno malo, copiaré las palabras de Papirio Cursor, cuando quería castigar a Fabio, general de la caballería: “No temer a los hombres ni a los dioses; no observar las órdenes de los generales ni los auspicios; por carecer de provisiones, ir errantes los soldados a tomarlas indistintamente en las comarcas amigas o enemigas; olvidando los juramentos, faltar a ellos cuando se quiera; la frecuencia en desertar de las banderas, en no acudir a la orden; el pelear sin distinguir el día de la noche; el lugar favorable del desventajoso, con o sin orden del general; no ser fieles ni a la ordenanza ni a la bandera, constituye una fuerza ciega y confusa semejante a gavilla de ladrones y no a solemne y majestuoso ejército.”
Con este texto a la vista fácilmente se comprende si la milicia de nuestros días es fuerza ciega y confusa o sagrada y solemne, lo que le falta para semejarse a lo que se puede llamar buen ejército, y cuánto dista de ser valerosa y disciplinada como la romana, o impetuosa como la de los galos.
Capítulo XXXVII
Si es preciso que a una batalla general precedan combates parciales; y, caso de querer evitarlos, que debe hacerse para conocer las condiciones de un enemigo con quien por primera vez se pelea
Parece que en las acciones de los hombres, como ya hemos dicho, además de las dificultades naturales cuando se quieren llevar las cosas a la perfección. Se encuentra siempre algún mal inmediato al bien, y tau unido a éste, que es imposible obtener el uno sin el otro. Esto se ve en cuanto los hombres hacen, y por ello es difícil conquistar el bien si no ayuda la fortuna, de suerte que con sus fuerzas venza el citado obstáculo natural y ordinario. Me recuerda esta verdad el combate entre Manlio Torcuato y el galo, del cual dice Tito Livio: “Tan decisiva fue esta acción para el éxito de la guerra, que el ejército de los galos, abandonando precipitadamente su campamento, se retiró del lado de Tibur, y desde allí a la Campania.”
Primeramente considero que un buen general debe evitar cuanto sea de escasa importancia y puede causar mal efecto en su ejército siendo temerario empeñar un combate donde no se emplee toda la fuerza y se arriesgue toda la fortuna, como ya lo dije al hablar de la guarda de los desfiladeros.
En segundo lugar, creo que un general prudente, cuando va al encuentro de un ejercito nuevo y bien reputado, necesita, antes de empeñar una batalla decisiva, provocar algunas escaramuzas para que sus soldados conozcan al enemigo y se acostumbren a combatirlo, perdiéndole el miedo que su fama los haya inspirado. Este deber es esencial y casi indispensable para un general, pues evidentemente caminará a segura pérdida si no procura por el indicado medio destruir el terror que la fama del enemigo infunda a sus soldados.
Enviaron los romanos a Valerio Corvino al frente del ejército contra los samnitas, con quienes combatían por vez primera, pues anteriormente no habían medido sus armas estos pueblos, y dice Tito Livio que Valerio comenzó por acostumbrar a sus soldados con algunas escaramuzas a combatir a sus nuevos enemigos: “Para que una nueva guerra y un enemigo desconocido no los asustara.” Se corre, sin embargo, el peligro de que, vencidos los soldados en estas escaramuzas, aumente su temor y abatimiento, siendo el efecto contrario al propósito de quien las provoca con ánimo de alentarlos. Esta es una de las cosas en que lo malo se encuentra tan unido a lo bueno, que es fácil, al buscar el provecho, encontrar el daño.
A este propósito digo que un buen general debe evitar con gran cuidado todo lo que por cualquier accidente desanime a su ejército. Lo que más puede desalentarle es comenzar la campaña con algún fracaso, y por ello las escaramuzas no debe empeñarlas sino con grandísima ventaja y fundada esperanza de victoria, ni procurar la guarda de desfiladeros donde no quepa el desarrollo de todas sus fuerzas, ni defender más fortalezas que aquellas cuya pérdida produciría su ruina, y éstas defenderlas de suerte que, en caso de asedio, pueda socorrerlas con todo su ejército, renunciando a auxiliar las demás plazas fuertes; porque la pérdida de lo que se abandona, cuando el ejército está intacto, ni desprestigia, ni disminuye la esperanza de vencer; pero es un fracaso cuando lo perdido se quería conservar, conociendo todos el empeño en la defensa. Entonces ocurre lo que sucedió a los galos; por un contratiempo de escasa importancia se pierde la campaña.
Filipo de Macedonia, padre de Perseo, que para su tiempo tenía grandes condiciones de militar, al ser atacado por los romanos comprendió que no podía defender gran parte de su territorio, y lo devastó y abandonó. Como general prudente, juzgó pernicioso perder su fama empeñándose en guardar lo que no tenía defensa, y prefirió dejarlo a discreción del enemigo, como cosa que se abandona. Cuando los romanos se vieron en tan gran apuro después de la derrota de Canas, se negaron a auxiliar a muchos de sus aliados y súbditos, recomendándoles que se defendieran lo mejor que pudiesen. Dicha determinación es preferible a la de intentar defensas y no poder realizarlas, porque en este caso se pierden amigos y fuerza, y en aquél solamente amigos.
Volviendo a las escaramuzas, digo que si un general se ve obligado a intentar algunas contra un enemigo nuevo, debe hacerlo en condiciones tales que no tenga peligro de perderlas, o seguir el ejemplo de Mario (que es la mejor determinación), el cual al ir contra los cimbrios, que bajaban a asolar a Italia causando terror a su paso por su barbarie, su número y el haber derrotado ya a un ejército romano, juzgó necesario, antes de venir con ellos a las manos, hacer algo para desvanecer el temor que inspiraban a sus soldados, y como experimentado general situó su ejército en lugar por donde el de los cimbrios había de pasar, para que, parapetados en sus atrincheramientos, pudieran los romanos verles, acostumbrándose a mirar cara a cara al enemigo, y enterándose de que era una multitud desordenada, con enorme impedimenta, desarmada en parte y en parte mal armada, cuyo espectáculo había de tranquilizarles y hacerles desear la batalla. Esta hábil determinación de Mario deben imitarla otros para no exponerse al peligro antes mencionado y no hacer lo que los galos, “A quienes el temor producido por tan pequeña causa los hizo retirarse del lado de Tibor y a la Campania.”
Puesto que hemos citado las frases de Valerio Corvino, quiero mostrar con sus palabras en el capitulo siguiente lo que debe ser un general.
Capítulo XXXVIII
Cualidades que debe tener un general para inspirar confianza a su ejército
Enviado Valerio Corvino con un ejército, según hemos dicho, contra los samnitas, enemigos nuevos del pueblo romano, para infundir confianza a sus soldados y hacerles conocer al adversario, empeñó algunas escaramuzas; y además quiso arengarles antes de la batalla, mostrándoles eficazmente el poco aprecio que se debía hacer de tales enemigos, dado el valor de sus soldados y el suyo propio.
Las palabras que Tito Livio pone en su boca explican las condiciones que debe tener un general para inspirar confianza a sus tropas; dicen así: “Mirad, además, bajo que dirección y con que auspicios se empeña la lucha; si el jefe no es más que un brillante orador, bueno sólo para ser oído, bravo sólo en palabras, inexperto en la guerra, o es hombre que sabe manejar las armas, marchar al frente de las banderas, meterse donde más empeñada es la lucha. Mis hechos, y no mis palabras, quiero que imitéis. No me pidáis sola ti mente órdenes, sino también ejemplos. Por este brazo mío he obtenido tres consulados y toda mi gloria.”
Estas palabras, bien comprendidas, enseñan las cualidades necesarias para ser buen general, y a los que carezcan de ellas, si la fortuna o la ambición los lleva a desempeñar dicho cargo, en vez de honor le ocasionará desprestigio; porque no son los títulos los que honran a los hombres, sino éstos a los títulos.
Téngase también en cuenta que, si como hemos dicho al principio de este capítulo, los grandes capitanes han empleado medios extraordinarios para inspirar confianza a un ejército de veteranos frente a un enemigo desconocido, con mayor razón deben emplearse cuando se manda un ejército de bisoños que no ha visto la cara al adversario; porque si el enemigo nuevo infunde temor a tropas veteranas, con mayor motivo debe infundirlo a un ejército de reclutas cualquier otro con quien haya de medir sus armas.
Sin embargo, no pocas veces se ha visto a buenos generales vencer todas estas dificultades con suma prudencia, como lo hicieron el romano Graco y el tebano Epaminondas, de quienes hemos hablado anteriormente, y que con tropas bisoñas vencieron a soldados veteranos y ejercitadísimos. Para ello los adiestraban durante algunos meses en combates simulados, acostumbrándolos a la obediencia y al orden, y después los empeñaban con la mayor confianza en las verdaderas batallas. Ningún general debe desconfiar de tener buen ejército cuando no le falten hombres. El príncipe que tiene muchos hombres y carece de soldados, debe atribuirlo no a la cobardía de los hombres, sino a su indolencia y falta de habilidad.
Capítulo XXXIX
El general debe conocer el terreno donde opera con su ejército
Necesita entre otros conocimientos un general de ejército el de la comarca donde opera y conocerla detalladamente, porque sin ello no puede intentar cosa alguna de provecho. Si en todas las ciencias es indispensable la práctica para saberlas bien, ésta exige práctica grandísima, y el conocimiento detallado de los terrenos se adquiere mejor con la caza que con ningún otro ejercicio; por eso dicen los antiguos escritores que los héroes que gobernaron entonces el mundo se educaban en los bosques y en la caza. Esta ocupación, además del detalle del terreno, enseña infinitas cosas que en la guerra son necesarias.
Refiere Jenofonte en la vida de Ciro que, estando éste para atacar al rey de Armenia, hablaba con los que le seguían de la próxima batalla, y los decía iba a ser como una de las cacerías que con frecuencia habían hecho juntos. Comparaba a los destinados a emboscarse en los montes con los cazadores que ponían las redes, y a los que debían recorrer la llanura con los ojeadores que levantan las reses de sus guaridas para que den en las redes. Citase este ejemplo a fin de demostrar cuánto la caza, según Jenofonte, se parece a la guerra; por lo cual es para los grandes hombres ejercicio honroso y necesario, y el mejor y más cómodo para adquirir el conocimiento de los terrenos, porque los obliga a saber detalladamente la comarca donde se ejercitan, y, bien familiarizados con ella, con facilidad conocen otras regiones, porque todas en conjunto y en detalle tienen alguna semejanza, y la práctica adquirida en una sirve para las demás.
Pero el que no la adquiere bien en una región, difícilmente y sólo después de largo tiempo se entera de otra. Quien, al contrario, tiene esta práctica, con una mirada comprende la posición de llanuras y montañas, la extensión de un valle y todo lo demás que ha observado en otros parajes. La verdad de esta afirmación la demuestra Tito Livio con el ejemplo de Publio Decio. Era tribuno militar en el ejército que el cónsul Cornelio mandaba en la guerra contra los samnitas, y estando el cónsul metido en un valle donde los romanos podían ser fácilmente encerrados por los samnitas, al verse en tanto peligro, le dijo Decio: “¿Ves, Aulo Cornelio, aquella altura sobre el campo enemigo? Allí está la esperanza de nuestra salvación si la ocupamos pronto, ya que los samnitas cometen la torpeza de no apoderarse de ella.” Y antes de referirse de referir estas palabras de Decio, dice Tito Livio: “Publio, Decio, tribuno militar, vio sobre el campamento enemigo una colina de difícil subida para un ejército que marcha con bagajes, pero fácil de ocupar por tropas ligeras.” Enviado por el cónsul con tres mil soldados para ocupar la altura, salvó al ejército romano, y, deseando aprovechar la noche para salvarse él y sus soldados, los habló de esta manera: “Seguidme; aprovechemos lo que queda de día por ver dónde sitúa su campamento el enemigo y porque sitio podremos retirarnos. Y temiendo que le conocieran por el traje de oficial, se puso uno de soldado para el reconocimiento.”
Quien lea atentamente este pasaje verá cuan útil y aun necesario es a un general conocer la naturaleza del terreno. De no tener Decio este conocimiento, imposible le hubiera sido juzgar lo útil que era al ejército romano apoderarse de aquella colina, ni advertir desde tan lejos si ésta era o no accesible; y, después de ocupada, al querer partir para unirse al cónsul, rodeándole los enemigos, tampoco acertara a distinguir a gran distancia el camino que le quedaba abierto y los puntos guardados por los samnitas. Preciso fue, que Decio tuviera perfecto conocimiento de las localidades, y por ello, apoderándose de la colina, salvó al ejército romana y supo después, estando cercado, encontrar medio de librarse él y los suyos.
Capítulo XL
De como el uso de engaños en la guerra merece elogio
Aunque el engaño sea en todo Io demás reprensible, en la guerra es cosa laudable y digna de elogio, y lo mismo se alaba a quien, por medio de él, vence al enemigo, como a quien lo rechaza por fuerza. Bien se ve esto en las apreciaciones hechas por los que han escrito la vida de los grandes hombres, cuando elogian a Aníbal y a otros generales que fueron notabilísimos en el empleo de este recurso. Siendo tantos y tan frecuentes los ejemplos, no citaré ninguno, y sólo diré que no considero glorioso el engaño cuando consiste en romper la fe a los tratados, porque esto, aunque haya producido alguna vez la conquista de estados y reinos, jamás, como he dicho en otra ocasión, reportará gloria. Me refiero al engaño o ardid empleado contra el enemigo que se fía de ti y que constituye propiamente el arte de la guerra; como fue el empleado por Aníbal cuando fingió huir junto al lago de Trasimeno para encerrar al cónsul y al ejército romano, y cuando, para escapar de las manos de Fabio Máximo puso fuego en los cuernos de sus bueyes. Semejante a estos engaños fue el que empleó el general samnita Poncio para encerrar al ejército romano en los desfiladeros de las Horcas Caudinas. Ocultó su ejército detrás de los montes y envió a la llanura muchos soldados vestidos de pastores, con bastante ganado, del cual se apoderaron los romanos, preguntando a aquéllos dónde estaba el ejército samnita. Todos respondieron, conforme a las órdenes de Poncio que en el asedio de Nocera. Les creyeron los cónsules y entraron en el desfiladero de Caudium, donde los atacaron los samnitas.
Esta victoria, conseguida por medio de un ardid fuera gloriosísima para Poncio si hubiese seguido el consejo de su padre, quien quería que todos los prisioneros romanos fueran muertos o puestos en libertad; pero adoptó un término medio, “que no da amigos ni quita enemigos”; término pernicioso siempre en los asuntos de estado, como anteriormente probamos.
Capítulo XLI
La patria debe ser siempre defendida, sea con ignominia, sea con gloria, porque de cualquier modo la defensa es indispensable
Estaban, como he dicho en el capítulo anterior, cercados por los samnitas los cónsules y el ejército romano, y propusieron aquéllos a éstos las condiciones más ignominiosas, como eran pasar bajo el yugo y ser enviados a Roma sin armas. Al saberlas los cónsules quedaron atónitos y el ejército desesperado; pero Lucio Léntulo, legado romano, dijo que en su opinión no debía rechazarse ningún medio de salvar la patria, porque consistiendo la vida de Roma en la existencia de este ejército, debía procurarse su salvación a cualquier precio; añadió que la defensa de la patria es siempre buena de cualquier modo que se la defienda, o con ignominia o con gloria, porque salvándose aquel ejército, siempre tendría tiempo Roma de vengar la afrenta y, no salvándose, aunque muriera gloriosamente, Roba y su libertad estaban perdidas. Su consejo fue aceptado.
Este suceso debe tenerlo en cuenta todo ciudadano que se encuentre en el caso de aconsejar a su patria, porque cuando hay que resolver acerca de su salvación, no cabe detenerse por consideraciones de justicia o de injusticia, de humanidad o de crueldad, de gloria o de ignominia. Ante todo y sobre todo, lo indispensable es salvar su existencia y su libertad.
Los franceses observan este principio en sus dichos y en sus hechos, al defender la majestad de su rey y el poder de su reino.
Lo que más los molesta es oír decir que tal o cual determinación es ignominiosa para el rey, porque aseguran que cualquier partido que tome, en la buena o en la mala fortuna, no puede ser vergonzoso. Vencedor o vencido, cuanto hace es, en su sentir, cosa propia de un rey.
Capítulo XLII
Las promesas hechas por fuerza no deben ser cumplidas
Cuando volvieron a Roma los cónsules y el ejército desarmados, después de la afrenta sufrida, el primero en sostener en el senado que no se debía observar la paz hecha en Caudium fue Espurio Postumio, asegurando que el pueblo romano no estaba obligado a cumplir lo convenido, sino él y los que con él hicieron el convenio; y si quería librarse Roma de toda obligación, le bastaba para ello entregar a los samnitas como prisioneros a él, y a los que con él habían convenido la paz.
Tan obstinadamente defendió esta proposición, que el senado la aprobó, protestando de nulidad al acuerdo hecho, y devolviendo a los samnitas los prisioneros. Favorable fue entonces la fortuna a Postumio, pues los samnitas le dejaron volver a Roma, resultando entre los romanos más gloriosos con haber perdido, que Poncio entre los samnitas, habiendo triunfado.
En este suceso hay que observar dos cosas; una, que con cualquier acción se puede adquirir gloria; porque con la victoria siempre se logra, y con la derrota también si se demuestra que no fue por culpa del vencido, o ejecutando inmediatamente después alguna acción preclara que la haga olvidar; otra, que no es indigno dejar sin cumplir lo que por fuerza se promete. Las promesas forzadas que se refieren al interés público, cuando desaparece la fuerza que las impuso, se rompen sin deshonor para quien deja de observarlas. De esto hay muchos ejemplos en la historia, y diariamente se están presentando. Entre los príncipes no sólo no se observan las promesas hechas por fuerza, cuando ésta desaparece, sino tampoco las demás promesas, cuando dejan de existir los motivos por que se hicieron. No diremos ahora si esto es digno de elogio o de censura, y si los príncipes deben o no deben observar tal conducta, porque ya lo examinamos extensamente en nuestro tratado El Príncipe.
Capítulo XLIII
Los naturales de un estado tienen casi constantemente el mismo carácter
Suelen decir las personas entendidas, y no sin motivo, que quien desee saber lo porvenir consulte lo pasado, porque todas las cosas del mundo, en todo tiempo, se parecen a las precedentes. Esto depende de que, siendo obras de los hombres, que tienen siempre las mismas pasiones, por necesidad han de producir los mismos efectos. Verdad es que sus actos son más virtuosos, ora en un país, ora en otro; pero esto depende de la educación dada a los pueblos y de la influencia que ésta tiene en las costumbres públicas.
Lo que facilita prever lo venidero por el conocimiento de lo pasado, es observar cuan largo tiempo conserva una nación las mismas costumbres, siendo constantemente avara o pérfida o mostrando de continuo algún otro vicio o virtud.
Quien lea la historia de nuestra ciudad de Florencia o examine los sucesos de estos inmediatos tiempos, encontrará a los pueblos alemán y francés avariciosos, soberbios, crueles y pérfidos, porque con la práctica de estas cuatro condiciones han ofendido mucho en diversas épocas a nuestra ciudad. Respecto a la falta de fe, todos saben cuántas veces se ha dado dinero al rey Carlos VIII, prometiendo él en cambio entregar a Florencia la ciudadela de Pisa, y jamás lo hizo, mostrando así su mala fe y su avaricia.
Pero dejemos estos sucesos recientes. Todo el mundo habrá oído lo que ocurrió cuando la guerra entre Florencia y los Visconti, duques de Milán. Privados de recursos los florentinos, pidieron al emperador que viniera a Italia para que con su reputación y sus fuerzas dominara la Lombardía. Prometió el emperador venir con numerosas tropas, declarar la guerra al duque de Milán y defender a los florentinos, a condición de que éstos le dieran cien mil ducados al ponerse en marcha y otros cien mil cuando entrara en Italia. Aceptaron los florentinos la petición, entregando inmediatamente el dinero del primer plazo, y después el del segundo; pero desde Verona volvió a su patria sin intentar ninguna empresa, alegando que los que habían faltado al compromiso eran los florentinos. Si Florencia no hubiese estado obligada por la necesidad o arrastrada por la pasión, y hubiera leído y conocido las antiguas costumbres de los bárbaros, ni en ésta, ni en otras muchas ocasiones se dejara engañar por los que siempre han hecho lo mismo en todas las cosas y con todos los pueblos.
De igual modo se portaron antiguamente con los etruscos, quienes, no pudiendo resistir con sus propias fuerzas a los romanos que los habían derrotado varias veces, convinieron con los galos cisalpinos darles una suma de dinero por que unieran sus ejércitos a los de los etruscos para combatir a los romanos. Los galos tomaron el dinero y no quisieron después tomar las armas para defender a los etruscos, diciendo, para excusar su conducta, que no habían convenido hacer la guerra a los romanos, sino abstenerse en correrías y devastaciones en Etruria. De esta suerte la avaricia y mala fe de los galos privó a los etruscos de su dinero y del auxilio que de ellos esperaban.
Estos ejemplos relativos a los antiguos y modernos habitantes de la Toscana prueban que galos y franceses se han portado siempre de igual modo, y la ninguna confianza que los príncipes deben tener en las promesas de Francia.
Capítulo XLIV
Con el ímpetu y la audacia se consigue muchas veces lo que con los procedimientos ordinarios no se obtendría jamás
Atacados los samnitas por los romanos, comprendieron que con sus propias fuerzas no podían resistir a las de Roma en campo abierto, y, dejando guarnecidas sus fortalezas, determinaron pasar con todo su ejército a la Etruria, que estaba entonces en tregua con Roma. El objeto de esta determinación fue ver si podían inducir con la presencia de sus tropas a los etruscos a empuñar de nuevo las armas, a pesar de haberlo negado a los embajadores de Samnio. En los discursos que los samnitas dirigieron a los etruscos, sobre todo en la demostración de los motivos que los habían obligado a emprender la guerra, emplearon frases notables, como la de que: “Se rebelaron porque la paz con la servidumbre era más pesada carga, que la guerra con la libertad.”
Con sus persuasiones en parte y en parte con la presencia de su ejército, obligaron a los etruscos a auxiliarles en la guerra.
Se deduce de aquí que cuando un príncipe desea obtener algo de otro, debe, si las circunstancias lo permiten, no dejarle tiempo para pensarlo, sino obrar de modo que éste comprenda la necesidad de decidirse prontamente, como sucederá si ve que negándose o no decidiéndose, puede ocasionar súbita y peligrosa indignación. Este recurso lo han empleado bien en nuestros tiempos el papa Julio II con los franceses y monseñor de Foix, general del rey de Francia, con el marqués de Mantua.
Quiso el papa Julio expulsar a los Bentivoglio de Bolonia, y juzgando que para esta empresa necesitaba el auxilio del ejército francés y la neutralidad de los venecianos, solicitó ambas cosas, sin obtener más que respuestas dudosas y evasivas. En vista de ello los obligó a acceder a sus deseos, no dejándoles tiempo para otra determinación. Al efecto partió de Roma con cuantos soldados pudo reunir, dirigiéndose a Bolonia. A los venecianos los dijo que permanecieran neutrales, y al rey de Francia que le enviase tropas. No teniendo tiempo aquéllos ni éste para meditar el partido que más los conviniera, y temerosos de la indignación del Papa por su negativa o falta de decisión, accedieron a lo que pedía, dándole el rey ejército y permaneciendo neutrales los venecianos.
Estaba monseñor de Foix con su ejército en Bolonia, cuando supo la rebelión de Brescia. Para ir a recobrar esta plaza tenía dos caminos: uno por tierra del rey, largo y fatigoso; otro corto por las posesiones del marqués de Mantua. Necesitaba pasar por éste, y le convenía hacerlo por unas calzadas entre los lagos y pantanos que inundan aquella región, calzadas en que había fortificaciones y otros medios de defensa. Resuelto Gastón de Foix a seguir este camino, para vencer toda dificultad y no dejar tiempo de reflexionar al marqués, entró con su ejército por aquella vía y pidió al marqués las llaves de todos los pasos. Sorprendido éste por tan repentina determinación, se las envió, cosa que no hiciera si Foix hubiese precedido con menos rapidez y energía, porque el marqués tenía dos motivos justificados para negarlas; uno su entrada en la liga con el Papa y los venecianos, y otro estar uno de sus hijos en manos del Papa. Pero la súbita decisión de Foix, no dejándole tiempo para reflexionar, le obligó a conceder lo que pedía.
Por idéntica causa los etruscos, en presencia del ejército de Samnio, empuñaron las armas que poco tiempo antes rehusaban tomar.
Capítulo XLV
Si la determinación de esperar en una batalla el ataque del enemigo, y, rechazado, atacarle, es preferible a la de comenzar impetuosamente el combate
Los cónsules romanos Decio y Fabio, con sendos ejércitos, guerreaban, el uno contra los samnitas y el otro contra los etruscos. Al mismo tiempo les libraron batalla, y con tal motivo conviene examinar cuál de los dos procedimientos que emplearon es preferible.
Dedo atacó al enemigo con el mayor ímpetu y con todas sus fuerzas. Fabio se limitó a resistir el primer choque, juzgando que el ataque metódico es mucho más útil, y reservó el esfuerzo de sus soldados para después que el enemigo perdiese el primer arrojo. El éxito fue mucho más favorable a Fabio que a Decio. Este agotó el vigor de sus soldados en el primer ataque, y viéndoles más dispuestos a huir que a continuar la ofensiva, para conquistar con su muerte la gloria de que le privaría la pérdida de la batalla, a imitación de su padre, se sacrificó por las legiones romanas. Cuando lo supo Fabio, por no conquistar menos gloria viviendo, que su colega muriendo, empleó contra el enemigo todas las fuerzas que en el primer momento, había reservado y consiguió señalada victoria.
El método de Fabio, por consiguiente, más seguro y digno de imitación.
Capítulo XLVI
Porque se conserva el mismo carácter en una familia durante largo tiempo
No solamente en las instituciones y costumbres difieren unas ciudades de otras haciendo que el carácter de sus habitantes sea duro o afeminado, sino que dentro de una misma población nótase gran diferencia entre las familias. Todas las ciudades justifican esta verdad, y la de Roma presenta numerosos ejemplos, porque los Manlios eran siempre duros y tenaces: los Publicolas benignos y amantes del pueblo; los Apios ambiciosos y enemigos de la plebe, y así sucesivamente, cada familia tenía peculiares dotes de carácter, que la diferenciaban de las demás.
Esta distinción no pude nacer sólo de la sangre, porque ha de variar a causa de las distintas alianzas matrimoniales, sino de la diversa educación en el seno de las familias. Cuando un niño oye expresar desde sus primeros años tales o cuales juicios que impresionan vivamente su entendimiento, estos juicios se convierten en reglas de conducta para toda su vida. De no ser así resultaría imposible que los Apios tuvieran siempre los mismos deseos y las mismas pasiones, como lo advierte Tito Livio en muchos pasajes especialmente cuando dice que siendo censor uno de ellos, su colega en la censura dejó el cargo por haber transcurrido el término legal de dieciocho años, y Apio no quiso hacerlo, sosteniendo que podía desempeñarlo cinco años más, conforme a la primera ley relativa a la censura.
Y aunque sobre esto hubo bastantes asambleas y no pocos tumultos, no fue posible vencer la obstinación de Apio, que continuó siendo censor contra la voluntad del pueblo y de la mayoría del senado.
Quien lea el discurso que pronunció contra el tribuno de la plebe Publio Sempronio, notará toda la insolencia de los Apios, que forma contraste con la respetuosa obediencia a las leyes y a los auspicios de su patria de otros infinitos ciudadanos.
Capítulo XLVII
El amor a la patria debe hacer olvidar a un buen ciudadano las ofensas privadas
El cónsul Manlio mandaba un ejército contra los samnitas. Herido en un combate, para que este accidente no fuera peligroso al ejército, juzgó el senado indispensable enviar a Papirio Cursor como dictador, en sustitución de Manlio. Pero era preciso que la dictadura se la concediera Fabio, que estaba con su ejército en Etruria, y en la duda de que quisiera hacerlo porque era enemigo de Papirio, el senado le envió dos embajadores para rogarle que depusiera su enemistad personal en beneficio de la patria e hiciera el nombramiento. Lo hizo Fabio por amor a la patria, si bien su silencio y otras muchas pruebas demostraron cuan enojoso le era nombrar dictador a su enemigo.
Cuantos deseen la reputación de buenos ciudadanos, deben imitar este ejemplo.
Capítulo XLVIII
Cuando se ve que el enemigo comete una gran falta, debe sospecharse que intenta un ardid
Quedó Fulvio de legado en el ejército que los romanos tenían en Etruria mientras el cónsul fue a Roma con objeto de asistir a algunas ceremonias religiosas. Para ver los etruscos si caían en una celada, emboscaron tropas en sitio próximo al campamento romano, y algunos soldados, con trajes de pastores, llevaron mucho ganado a la vista de los romanos, acercándose hasta el campamento atrincherado que éstos ocupaban. Un atrevimiento tan poco natural admiró al legado y le hizo descubrir la celada, siendo vano el intento de los etruscos.
Este suceso prueba que el general de un ejército no debe fiarse de cualquier error evidente que cometa el enemigo, porque siempre ocultará alguna estratagema, no siendo razonable tanta imprudencia. Pero el deseo de vencer ciega a los hombres hasta el punto de no distinguir las verdaderas faltas de las simuladas, juzgándolas todas favorables a sus designios.
Vencieron los galos a los romanos junto a Allia; llegaron después a Roma, encontrando abiertas y sin guardias las puertas de la ciudad, y estuvieron un día y una noche sin entrar en ella, por temor a una celada y porque los era incomprensible que los romanos fueran tan cobardes e insensatos que los abandonaran la patria.
Cuando en 1508 fueron los florentinos a sitiar a Pisa, un pisano que tenían prisionero, Alfonso de Mutolo, los prometió, si le daban libertad, entregar una de las puertas de dicha plaza al ejército de Florencia. Se la dieron y, con pretexto de convenir los medios de ejecución, salió varias veces a conferenciar con los que para este objeto nombraron los comisarios. A dichas conferencias no acudía en secreto, sino públicamente y acompañado de algunos pisanos, de quienes sólo se apartaba al hablar con los florentinos. Podía muy bien conocerse la doblez de su ánimo, porque no era creíble, si trataba de buena fe, que lo hiciera tan al descubierto; pero el deseo de tomar a Pisa cegó de tal suerte a los florentinos que, conforme al aviso de Mutolo, avanzaron hacia la puerta de Luca, perdiendo allí, por la doble traición de éste, muchos jefes y soldados y sufriendo vergonzosa derrota.
Capítulo XLIX
La república que quiere conservar su libertad debe tomar cada día nuevas precauciones. Servicios que valieron a Quintio Fabio el calificativo de Máximo
Ya hemos dicho que en una gran ciudad republicana ocurren con frecuencia dolencias que hacen necesario el médico, y que su sabiduría sea proporcionada a la gravedad del mal. En ninguna ciudad hubo tantos y tan inesperados accidentes como en Roma; por ejemplo, el complot de las mujeres romanas para matar a sus maridos, que llegó a vías de realización, porque algunas los envenenaron y otras tenían ya preparado el veneno; la conspiración de las Bacanales descubiertas en tiempo de la guerra con Macedonia, en la que estaban comprometidos muchos miles de hombres y mujeres, y que, de no descubrirse, hubiera sido peligrosísima para Roma, como también si los romanos no estuvieran, como estaban, acostumbrados a castigar a los delincuentes, cualquiera que fuese su número, pues aunque no hubiera otras infinitas pruebas de la grandeza de aquella república y de la energía de sus determinaciones bastaría la del modo como castigaba los delitos. Nunca dudó hacer matar por vía de justicia a una legión o a todos los habitantes de una ciudad o desterrar ocho o diez mil hombres, en condiciones tales, que para uno solo serían difíciles, y para tantos parecían imposibles. Así lo hizo, por ejemplo, cuando desterró a Sicilia a los soldados que tan infortunadamente combatieron en Canas, imponiéndoles además las penas de no habitar en poblados y de comer de pie. Pero el más terrible de estos castigos consistía en diezmar los ejércitos, matando, por sorteo, un hombre de cada diez. No cabía pena más espantosa para castigar una multitud, porque cuando ésta delinque sin haber autor conocido, no es posible imponer pena a todos los que la forman, a causa de su gran número, Castigar a unos y dejar a otros impunes es ser sobradamente severos con aquellos y alentar a éstos para que repitan las faltas; pero si matan la décima parte por sorteo, cuando todos merecen la misma pena, el castigado lamenta su mala suerte y el que queda libre teme que en otro sorteo le toque morir, y se guarda de ejecutar actos culpables.
Fueron, pues, castigadas las envenenadoras y las Bacanales cual merecían sus delitos. Aunque estas dolencias produzcan en una república malísimos efectos, no son mortales, porque siempre hay medios de curarlas. Pero no sucede lo mismo con las que atacan a los fundamentos de las instituciones, las cuales, si no las corrige a tiempo un hombre hábil, arruinan el estado. Por la liberalidad con que los romanos concedían el derecho de ciudadanía a los extranjeros aumentaron considerablemente en Roma las familias nuevas y empezaron éstas a influir grandemente en las elecciones, con lo cual comenzaron los cambios en el gobierno, perdiendo la participación en él los hombres que antes lo desempeñaban y no realizándose los efectos a que estaban acostumbrados.
Lo advirtió Fabio Máximo, que era entonces censor, y formó con las nuevas familias que ocasionaban este daño cuatro tribus, para que, limitadas así su influencia, no pudiera ser nociva a toda la ciudad. Fabio comprendió muy bien la índole del mal y le puso, sin ocasionar disturbios, el remedio oportuno.
Su conducta fue tan elogiada por los ciudadanos, que le pusieron el sobrenombre de Máximo.

[1] La batalla de Mariñán.
[2] Ardea, ciudad del Lacio, más antigua que Roma, y después colonia romana, estuvo situada a cinco leguas del mar y veinte de Roma y se llamó así, según Marcial, por el excesivo calor que allí hacia.
[3] Cesar Borja (o Borgia), duque de Valentino. (Nota del traductor.)


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