EL GOBIERNO DEL CONGRESO *
Estudio sobre la organización política americana
Woodrow Wilson
[1885]
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INDICE 1° PARTE
PRÓLOGO
CAPÍTULO I
Introducción
CAPÍTULO II
La Cámara de Representantes
CAPÍTULO III
La Cámara de Representantes, Rentas y Subsidios
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PRÓLOGO
El objeto de este libro no es ofrecer de una manera completa la crítica del gobierno de los Estados Unidos; es, simplemente, poner de relieve los rasgos característicos de la práctica del sistema federal. Tomando al Congreso como poder central y predominante del sistema, el objeto de este libro es ilustrar todo lo que al Congreso atañe.
Todo el mundo ha visto, e innumerables críticos han dicho, que la forma de nuestro gobierno es particular, que posee un carácter enteramente propio; pero es bien cierto que muy pocos han visto con exactitud en qué difiere más esencialmente esa forma de los demás gobiernos del mundo. Han existido y aún existen otros sistemas federales semejantes por completo; difícilmente se hallaría un principio legislativo o administrativo de nuestra Constitución que fuese nuevo, ni aún en el día en que fue elaborada. Nuestro mecanismo legislativo y administrativo es el que hace de nuestro gobierno una cosa esencialmente diferente de todos los demás grandes sistemas de gobierno.
El contraste más marcado de la política moderna es el que existe, no entre el gobierno presidencial y el gobierno monárquico, sino entre el gobierno del congreso y el gobierno parlamentario. El gobierno congreso, es el gobierno por los comités; el gobierno parlamentario, es el gobierno por un Consejo de Ministros responsables. Son esos los dos tipos principales que hoy se ofrecen al estudio de los publicistas: el primer tipo, es la administración por agentes ejecutivos, medio independientes, que obedecen las órdenes de una legislatura, ante la cual no son responsables; el segundo, es la administración por agentes ejecutivos, que son los dos leaders reconocidos y los servidores responsables de una legislatura virtualmente soberana en todo. Por esto, mi principal deseo en este libro ha sido mostrar lo más claramente posible el contraste que hay entre estos dos tipos de gobierno, y poner en plena luz las condiciones actuales de la administración federal. En resumen, lo que presento al público, no son unos comentarios; es una exposición de los principales hechos que pueden ser fuente de reflexiones prácticas.
Woodrow WILSON
CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN
Poca cosa hacen las leyes: Organizad el gobierno como queráis; seguramente, en su mayor parte, ese gobierno dependerá del ejercicio de los poderes, que por lo general se dejan a la prudencia y a la integridad de los ministros. Y aún de ellos dependerá toda la utilidad y todo el poder de las leyes. Sin ellos, nuestra república no es más que un plano sobre el papel; no es una organización viviente, activa, efectiva.BURKE
El gran error de los publicistas, es fijarse harto estrictamente en las formas del sistema de Estado que tienen que explicar o que examinar. Se detienen en la anatomía de nuestras instituciones; no penetran el secreto de su funcionamiento.John MORLEY
Parece como si una fortuna caprichosa hubiera presidido la historia de la Constitución de los Estados Unidos, puesto que esa gran carta federal ha sido alternativamente violada por sus amigos y defendida por sus enemigos. Desde luego, se obtuvo laboriosamente su establecimiento; con dificultad triunfó de las vigorosas fuerzas de oposición que se hallaban ligadas contra ella. Mientras estaba discutiéndose su adopción, las voces de la crítica fueron numerosas y llenas de autoridad; las voces de la oposición, resonantes y de una extensión amenazadora; y, finalmente, los federalistas no vencieron, sino a fuerza de penosas luchas contra enemigos formidables a la vez en número y habilidad. Pero la victoria fue completa, notablemente completa. Una vez establecido, el nuevo gobierno no tuvo que temer más que el celo de sus amigos. En realidad, después de organizarse, sólo muy poco se oyó hablar del partido de la oposición; desapareció tan totalmente de la política, que se siente uno inclinado a pensar, transportándose a la historia de los partidos de aquella época, que debe haber sido no sólo conquistado, sino convertido. Hubo un consentimiento casi universal al nuevo orden de cosas. No todo el mundo se declaró federalista, pero todo el mundo se conformó con la práctica federalista. Hubo, naturalmente, celos y rencillas en el nuevo Congreso de la Unión; no hubo plan de partido; y las divergencias que indudablemente prepararon e hicieron estallar tormentas en el primer gabinete de Washington, tuvieron un carácter personal, más que político. Si Hamilton y Jefferson se separaban uno de otro, no era tanto por haber sido el uno amigo ardiente, y el otro tibio partidario de la Constitución; era más bien por ser tan diferentes de carácter y de inclinaciones, que hubieran llegado a dividirse y a ponerse en guerra abierta en todas partes donde en cualquier forma se hubieran hallado en contacto. Había heredado el uno caliente sangre y audaz sagacidad, mientras en el otro, una filosofía negativa corría, naturalmente, a través de sus frías venas. No habían nacido para ser compañeros.
Hubo menos antagonismo en el Congreso, sin embargo, que en el gabinete; y en ninguna de las controversias que se suscitaron, aparecieron disposiciones serias a criticar la Constitución misma. Nadie profirió la amenaza de una protesta, si bien no tardó en manifestarse un sentimiento tendente a limitar la obediencia a la letra sola de los nuevos mandamientos, y a condenar toda tentativa a ejecutar lo que no estaba claramente enunciado en las tablas de la ley. Quedó reconocido que no era tiempo ya de hablar contra la Constitución; pero todos los hombres no podían ser del mismo sentir, y los partidos políticos empezaron a formarse en el seno de las escuelas antagónicas, cuyo objeto era la interpretación de la Constitución. Entonces se alzaron inmediatamente dos sectas rivales de fariseos políticos, profesando cada cual una ortodoxia más perfecta y afectando mayor “inocencia ceremonial” que la otra. Los mismos hombres que habían combatido con vigor y fuerza la adopción de la Constitución, se convirtieron, con la nueva división de los partidos, en sus campeones, presentándose como los partidarios de una interpretación estricta, rígida y literal.
En ello eran asaz consecuentes, porque era enteramente natural que su temor momentáneo de un gobierno central poderoso, se cambiase en terror de una expansión más amplia todavía de los poderes de aquel gobierno, por una interpretación excesivamente lata de su carta; más lo que yo quiero hacer resaltar, no son los motivos para la política de la conducta de los partidos, sino el hecho de que la oposición a la Constitución, como tal Constitución, cesó casi inmediatamente después de haberse ésta adoptado; y no sólo cesó, sino que cedió el puesto a un culto no razonado y casi ciego por sus principios, por aquel sistema delicado de dualismo en la soberanía, y por aquel plan complicado de administración dualista que estableciera. La admiración por aquel cuerpo de leyes tan discutido en otro tiempo, se hizo la gran moda y la crítica se paró. Desde los comienzos, y todavía hasta la época que precede inmediatamente a la guerra, el plan general de la Constitución no recibió ningún ataque, la nulificación misma no llevó siempre su verdadera cubierta, que era la soberanía de los estados independientes; a menudo se disfrazó bajo la forma de un derecho constitucional; y las más violentas políticas cuidaron de mostrarse llenas de deferencia, cuando menos en las formas, para la venerable ley fundamental. El derecho divino de los reyes no recorrió nunca una carrera más brillante que aquella no disputada prerrogativa de la Constitución de recibir el homenaje de todos. La convicción de que nuestras instituciones eran las mejores del mundo, más aún, el modelo con que todos los estados civilizados habían de conformarse, antes o después, no pudo quebrantarse por las risas de los críticos extranjeros, ni sernos arrancados por los más rudos sacudimientos del sistema.
Ahora, naturalmente, no hay en todo esto nada que sea inexplicable, ni notable siquiera; cada cual puede ver sus razones y sus ventajas sin ir a buscarlas muy lejos; pero el punto interesante de notar es que nosotros, los de la presente generación, estamos en el primer periodo de la crítica libre, en voz alta, sin presión. Somos los primeros norteamericanos que oímos a nuestros propios conciudadanos preguntarse si la Constitución es todavía apropiada para los fines a que debiera servir; los primeros que concebimos dudas serias sobre la superioridad de nuestras instituciones, comparadas con los sistemas de Europa; los primeros que pensamos en modelar de nuevo la máquina administrativa del gobierno federal, y en imponer nuevas formas de responsabilidad al Congreso.
La explicación evidente de ese cambio de actitud respecto a la Constitución, es que el rudo choque de la guerra y los subsiguientes desarrollos de la política nos han enseñado que ha habido una gran alteración en las condiciones del gobierno; que los frenos y los contrapesos que en otro tiempo existían, no son ya efectivos; y que, en realidad, vivimos bajo una Constitución esencialmente diferente de lo que hemos venerado por tanto tiempo como nuestra propiedad particular e incomparable. En suma, ese gobierno modelo no se conforma ya a su tipo de origen. Mientras lo poníamos al abrigo de la crítica, se ha deslizado de nuestras manos. La noble carta fundamental que se nos dio por la Convención de 1787, es todavía nuestra Constitución; pero es hoy nuestra forma de gobierno, más bien de nombre que de hecho; la forma de la Constitución consiste en balanzas ideales, delicadamente puestas en equilibrio, mientras que la forma actual de nuestro gobierno presente es simplemente un sistema de supremacía del Congreso. La legislación nacional saca su fuerza, hoy como al principio, de la autoridad de la Constitución; pero fácil sería contar por veintenas los actos del Congreso, que no se pueden, en forma alguna, conciliar con la teoría evidente de aquel gran instrumento. Continuamos pensando, es cierto, según las fórmulas constitucionales largo tiempo aceptadas, y es todavía políticamente heterodoxo apartarse, en las discusiones graves, de la fraseología del tiempo viejo; pero está claro, para los que las examinan, que la mayor parte de las opiniones comúnmente recibidas, acerca de los contrapesos de la Constitución federal y de la organización administrativa, se hallan varios años retrasadas de las actuales prácticas del gobierno de Washington, y que estamos más lejos de lo que la mayor parte de nosotros se figura, de la época y la política de los autores de la Constitución. Es una observación vulgar de los historiadores que, en el desarrollo de las Constituciones, los nombres persisten mucho más tiempo que las funciones a que eran originariamente aplicados; que las instituciones sufren constantemente alteraciones esenciales en su carácter, mientras conservan los nombres que les fueron dados en su primer estado; y la historia de nuestra propia Constitución no es más que una ilustración nueva de ese principio universal de cambio en las instituciones. Ha habido un desarrollo constante de la práctica legislativa y administrativa, y un constante aumento de precedentes en la gestión de los negocios federales, que han ensanchado la esfera y alterado las funciones del gobierno, sin afectar sensiblemente al vocabulario de nuestro lenguaje constitucional. Nuestro sistema es, casi tanto como el de los ingleses, un sistema vivo y fecundo. No hunde, a decir verdad, tan profundamente sus raíces en el suelo oculto de la ley no escrita; al menos, su eje es la Constitución; pero la Constitución no es hoy, como la carta magna y el Bill of Rights, más que el centro de un sistema de gobierno mucho más considerable que el tronco del que han brotado sus ramas; es un sistema cuyas formas, en su mayor parte, no tienen más que embriones muy indecisos y rudimentarios en la sustancia simple de la Constitución y que ejerce muchas funciones enteramente extrañas, en apariencia, a las propiedades primitivas de la ley fundamental.
La Constitución misma no es un sistema completo; no hace más que recorrer los primeros pasos en la vía de la organización. Hace un poco más que sentar principios. Provee todo lo brevemente posible al establecimiento de un gobierno que tiene, a título de ramas distintas, Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Inviste del Poder Ejecutivo a un primer magistrado único, cuya elección y elevación regula cuidadosamente, y cuyos privilegios y prerrogativas define con sucinta claridad; otorga, enumerándolas expresamente, facultades de legislación a un incomparable Congreso representativo; bosqueja la organización de las dos cámaras de ese cuerpo, y provee, en forma definida, a la elección de sus miembros, cuyo número regula al mismo tiempo que fija las condiciones de su elección; establece un tribunal supremo con amplias facultades de interpretación constitucional, prescribiendo de qué manera serán nombrados sus jueces y en qué condiciones llenarán sus funciones oficiales. Y con esto acaba la obra de organización de la Constitución, y el hecho de que no intente nada más es su fuerza principal. Para ella, ir más allá de las disposiciones elementales sería perder algo de su elasticidad y de su facilidad en hacerse adoptar. El crecimiento de la nación y el desarrollo que resulta del sistema gubernamental harían pedazos una Constitución que no pudiera adaptarse a las nuevas condiciones de una sociedad en progreso. Si no pudiera extenderse según las necesidades de una u otra época, habría de ser rechazada y echada a un lado como un anticuado expediente; y no se puede, en consecuencia, discutir que nuestra Constitución se ha revelado duradera, a causa de su sencillez. Es una piedra angular, no una construcción completa; o más bien, volviendo a la anterior figura, es una raíz, no es una completa viña.
El hecho principal de nuestra historia nacional es, pues, que de su tronco vigoroso ha brotado un vasto sistema constitucional —un sistema que se ramifica y se despliega en statutes y decisiones judiciales, tanto como en precedentes no escritos—; y uno de los hechos más chocantes, a mi parecer, de nuestra historia política, es que ese sistema no haya sido sometido nunca a una crítica completa y competente de parte de ninguno de nuestros escritores constitucionales, aun los más sutiles. Ellos lo miran por detrás, digámoslo así. Sus pensamientos son dominados, según parece, por aquellas páginas incomparables de El Federalista, que, aunque no hayan sido escritas más que para influir sobre los votantes de 1788, forman aún, con una persistencia de poder extraña, el cuadro de la crítica constitucional actual, eclipsando en gran parte la práctica constitucional que se ha desarrollado después. La Constitución en acción es manifiestamente algo muy diverso de la Constitución de los libros. “Un observador que considere la realidad viviente, se asombrará del contraste que presenta con la descripción que de ella lea. Verá en la vida muchas cosas que no están en los libros, y buscará, en vano, en la práctica brutal, muchas elegancias de la teoría literaria”. [1] Es, pues, una tarea difícil, para el que hoy quiere hacer un estudio práctico y crítico de nuestro gobierno nacional, escapar a las teorías y fijarse en los hechos, sin dejarse desconcertar por el desconocimiento de lo que aquel gobierno se proponía ser, ni correrse a conjeturas sobre lo que algún día puede llegar a ser; debe esforzarse en prescribir sus fases actuales y fotografiar el delicado organismo en todas sus partes características, exactamente tal como es hoy; esta obra es tanto más ardua y de un resultado tanto más incierto, cuanto es preciso emprenderla sin ser guiado por ningún escritor de reconocida autoridad.
La primer cosa que hay que preguntarse, en el examen de todo sistema de gobierno, es, naturalmente, cuáles son, en primer término, los depositarios reales y el mecanismo esencial del poder. Hay siempre un centro del poder: ¿dónde esta colocado ese centro? ¿En qué manos se halla depositada la autoridad suprema, la que se basta a sí misma, y por qué intermediarios habla y obra esa autoridad? Las respuestas que se obtienen a esas preguntas y otras análogas, consultando los manuales llenos de autoridad, que explican la Constitución, no son satisfactorias, sobre todo, porque están contradichas por hechos evidentes. Se dice que no hay fuerza única ni central en nuestro sistema federal; no la hay en ese sistema; no hay más que una balanza de poderes y un ajuste delicado de fuerzas que actúan unas sobre otras, como todos los libros lo declaran. ¿Qué hay de esto, sin embargo, en la conducta práctica del gobierno federal? En ella, sin contradicción, la fuerza que domina y fiscaliza, la fuente de toda potencia motriz y de todo poder regulador, es el Congreso. Se ha pasado por encima de todas las reglas delicadas de restricción constitucional y hasta por encima de muchos amplios principios de limitación constitucional; se ha establecido un sistema perfectamente organizado de fiscalización por el Congreso, que da un violento mentís a ciertas teorías de equilibrio y a algunas construcciones de distribución de los poderes, pero que concuerda perfectamente con los hechos, y no hace violencia a ninguno de los principios de self government, contenidos en la Constitución.
Sin embargo, este hecho, aunque asaz evidente, no está en la superficie. No se impone a la observación del mundo. Circula en las corrientes inferiores del gobierno, y no toma forma más que en los canales inferiores de la legislación y de la administración que no están expuestos a la vista de todos. Allí donde se le puede discernir más pronto, es cuando se compara la “teoría literaria” de la Constitución, ya con el mecanismo actual de la legislación, particularmente en los puntos en que ese mecanismo regula las relaciones del Congreso con los departamentos ejecutivos, ya con la actitud de las cámaras frente al tribunal supremo en aquellas ocasiones, felizmente poco numerosas, en que lo legislativo y lo judicial se han encontrado frente a frente en formal antagonismo. La “teoría literaria” es bien clara; las descripciones sobre el papel de la Constitución son familiares a todo norteamericano. Lo que hay más pronunciado en esas pinturas son los frenos y las balanzas teóricas del sistema federal, que pueden verse escritos hasta en las obras más recientes, en términos idénticos, en sustancia, a los que empleaba en 1814 John Adams en su carta a John Taylor.
¿Hay en la historia —escribe Mr. Adams— una Constitución más complicada de balanzas que la nuestra? En primer lugar, dieciocho estados y algunos territorios contrapesan al gobierno nacional; en segundo lugar, la Cámara de Representantes contrapesa al Senado, y el Senado contrapesa a la cámara. En tercer lugar, la autoridad ejecutiva contrapesa, en cierta medida, a la autoridad legislativa. En cuarto lugar, el Poder Judicial contrapesa a la cámara, al Senado, al Poder Ejecutivo y a los gobiernos de estados. En quinto lugar, el Senado contrapesa al presidente en todos los nombramientos para funciones públicas y en todos los tratados... En sexto lugar, el pueblo tiene en sus manos la balanza contra sus propios representantes, por elecciones bienales... En séptimo lugar, las legislaturas de los diferentes estados contrapesan al Senado por elecciones sexenales. En octavo lugar, los electores secundarios contrapesan al pueblo en la elección del presidente. Hay en ello una complicación sutil de balanzas, que, en cuanto yo recuerde, es una invención nuestra propia, y nos es particular. [2]Todas estas balanzas se reconocen como esenciales en la teoría de la Constitución; pero ninguna es tan esencial como la que existe entre el gobierno nacional y los gobiernos de estados, y es la cualidad fundamental del sistema; ella indica su característica principal, que es una característica federal. El objeto de esa balanza de treinta y ocho estados “y algunos territorios” contra los poderes del gobierno federal, como también de varias de las balanzas enumeradas, no es, debe observarse, prevenir la invasión, por las autoridades nacionales de esas provincias, de la legislación expresa e implícitamente reservada a los estados, tal como la reglamentación de las instituciones municipales, el castigo de los crímenes ordinarios, el derecho de aprobar las leyes relativas a las sucesiones y a los contratos, la organización y el mantenimiento del sistema general de educación y la fiscalización de otras materias semejantes, de economía social y de administración diaria; su objeto es moderar y dirigir la política nacional sobre las cuestiones nacionales; hacer salir al Congreso del sendero de las incursiones peligrosas en los terrenos intermediarios o dudosos de la competencia; mantener bien clara, cuando está a punto de oscurecerse, la línea de demarcación trazada entre los privilegios nacionales y los de los estados; restablecer el equilibrio de la competencia cada vez que uno de los platillos, federal o de los estados, amenace alzarse. Nunca hubo gran verosimilitud de que el gobierno nacional se ocupase en arrebatar a los estados sus prerrogativas bien definidas; pero siempre hubo fuertes probabilidades de que ganase, acá y allá, algo en las fronteras, cuando el territorio, semejante al suyo propio, le invitaba a apropiárselo; y fue para defender mutuamente esa zona fronteriza para lo que se dio a los dos gobiernos el derecho de echarse el alto uno a otro. El fin era guardarse, no de la revolución, sino del ejercicio ilimitado de poderes discutibles.
En qué medida se contaba con el poder restrictivo de los estados en tiempo de la Convención y de la adopción de la Constitución, es lo que se halla ilustrado en sorprendente forma en varios de los más célebres artículos de El Federalista; y no hay medio mejor de darse cuenta de la diferencia que existe entre la Constitución actual y la Constitución ideal, que colocarse en el mismo punto de vista que los hombres públicos de 1787-1789. Se hallaban disgustados de la Confederación impotente y digna de lástima, que sólo tenía fuerzas para orar y deliberar; les faltaba el tiempo de salir de las egoístas disensiones “de estados separados en discordia y en guerra”, y todas sus esperanzas consistían en el establecimiento de una unión sólida y duradera, tal, que pudiera asegurar aquel concierto y facilitar a aquella acción común que sólo podría procurar la seguridad y la amistad. Sin embargo, no estaban seguros, en modo alguno, de poder realizar sus esperanzas; no sabían cómo podrían llevar a cabo la reunión de los estados en una Confederación más perfecta. Las últimas colonias no habían sido organizadas, hasta una época reciente, en estados autónomos; se mantenían aparte con un poco de tiesura; eran un grupo de soberanías llenas de suficiencia, celosas de mantener sus prerrogativas adquiridas a precio de sangre, prontas, en fin, a desconfiar de todo poder que se estableciera sobre ellas o se arrogara la intervención de sus voluntades indóciles. No había que contar con que los hombres resueltos, confiados en sí mismos, de una habilidad superior, que habían conquistado la independencia para sus colonias nativas, pasando a través de las llamas de la batalla y a través de los fuegos igualmente violentos de la pérdida y de la ruina financiera, transportaran con gusto su afecto y su obediencia desde los estados nuevamente creados, que eran sus patrias, al gobierno federal, que no debía ser más que una creación puramente artificial, y que no podía ser para ninguno igual que el gobierno de su patria. En el estado aparente de las cosas, parecía inútil recelar de una disminución demasiado grande de los derechos de los estados; había fuertes razones, en cambio, para temer que la unión, sobre cuya formación pudiera llegarse a un acuerdo, carecería de vitalidad, y al mismo tiempo sería incapaz de conservar su dominio contra las reivindicaciones celosas de las repúblicas soberanas, sus miembros. Hamilton no hacía más que expresar la opinión común de todos los pensadores de aquel tiempo cuando decía: “Será siempre más fácil a los gobiernos de los estados usurpar atribuciones de las autoridades nacionales, que al gobierno nacional usurpar las de las autoridades de los estados”; y parecía dar a esta opinión un apoyo sólido cuando añadía que:
...la demostración de esa proposición reposa sobre la mayor influencia que los gobiernos de estados, si administran sus negocios con rectitud y prudencia, poseerán generalmente sobre el pueblo; esta circunstancia nos enseña al mismo tiempo que existe en todas las Constituciones federales una causa de debilidad que les es inherente y propia; y que no cabe tomarse demasiado trabajo en organizarlas, de suerte que se les dé toda la fuerza compatible con los principios de libertad (El Federalista, núm. 17.)Leídas a la luz del día en que vivimos, tales apreciaciones constituyen el más notable de todos los comentarios sobre nuestra historia constitucional. Manifiestamente, los poderes reservados a los estados estaban destinados a servir de freno muy real y muy potente contra el gobierno federal; y no obstante, podemos ver hoy con bastante claridad que esa balanza de los estados contra las autoridades nacionales se ha revelado, entre todos los frenos constitucionales, como el menos eficaz. La calidad del pudding se prueba comiéndolo; y no podemos descubrir hoy nada de aquel sabor pronunciado de soberanía de los estados que los cocineros creían poner en él. Más bien tiene gusto a omnipotencia federal, que sólo pensaba que ponían en cantidades muy pequeñas y sabiamente pesadas. Por la fuerza misma de las cosas, como dice Cooley, era imposible que los poderes reservados a los estados pudieran constituir un freno contra el aumento del poder federal en la medida en que al principio se esperaba. El gobierno federal fue hecho, necesariamente, juez final de su propia autoridad y ejecutor de su voluntad; el freno efectivo a la extensión gradual de su jurisdicción hay que buscarlo, por consecuencia, en la manera como los administradores de ese gobierno interpretan las concesiones de prerrogativas que les hace la Constitución y en el sentimiento que tienen de sus deberes constitucionales.
Y como la verdadera línea de demarcación entre los poderes federal y de Estado ha sido objeto desde el principio de disputas y de serias divergencias de opiniones, debe ocurrir a menudo que el partido que esté en el poder se imagine, avanzando sobre un terreno disputado y ocupándolo, cumplir así simplemente un deber constitucional.
Durante los primeros años del nuevo gobierno nacional, la voluntad de los estados fue, sin duda, muy fuerte; si los dos poderes, federal y de los estados, se hubieran encontrado entonces frente a frente, antes de que el Congreso y el presidente hubieran tenido tiempo de sobreponerse a su inexperiencia y a su timidez primeras, y de descubrir los caminos más seguros de su autoridad y el medio más eficaz de ejercer su poder, es probable que las prerrogativas de los estados hubieran triunfado. El gobierno central, hay que recordarlo, no prometía en su origen tener larga vida.
Había heredado algo del desprecio que se tenía al Congreso, tan débil de la Confederación. Dos de los trece estados se mantuvieron separados de la Unión, hasta que estuvieron seguros de su estabilidad y su buen éxito; muchos, entre los restantes, habían entrado en ella con repugnancia, todos con un vivo sentimiento de sacrificio, y no puede decirse que hubiera una creencia muy extendida ni muy segura de que ella sobreviviera definitivamente.
De igual modo, los miembros del primer Congreso se reunieron muy tardíamente y sin espíritu muy cordial ni muy confiado de cooperación; una vez reunidos, estuvieron, durante largos meses, cruelmente embarazados, no sabiendo cómo ni sobre qué asuntos ejercer sus nuevas funciones, aún no experimentadas.
El presidente se vio denegar el primer puesto por el gobernador de Nueva York, y hubo de sentirse él mismo inclinado a dudar de la importancia de su situación oficial, cuando advirtió que entre las principales cuestiones en que tenía que ocuparse las había que no concernían nada más que a puntos mezquinos de etiqueta y de ceremonial: por ejemplo, el punto de saber si bastaba un día por semana para recibir las visitas de cortesía, “y lo que se diría, si se mostrase en apacibles tés (tea parties)” .
Más aquella debilidad primera del nuevo gobierno no fue más que una fase transitoria de su historia; las autoridades federales no empeñaron lucha directa con los estados, antes de que hubieran tenido tiempo de reconocer sus recursos y de aprender a maniobrar con holgura.
Antes de que Washington dejara el sillón presidencial, el gobierno federal se había organizado a fondo, fue ganando prontamente en fuerza y en confianza, a medida que se empleaba de año en año en el arreglo de los negocios extranjeros, en la defensa de las fronteras del oeste y en el mantenimiento de la paz interior. Durante veinticinco años no tuvo ocasión de pensar en esas cuestiones de política interior que más tarde debían incitarlo a extender su jurisdicción. El establecimiento del crédito público; el renacimiento del comercio y los estímulos a la industria; la dirección, primero, de una ardiente controversia y, finalmente, de una guerra desigual con Inglaterra; el cuidado de evitar, al principio un amor demasiado grande, más tarde un odio demasiado violento respecto a Francia, tales son, con otros asuntos análogos, las cuestiones de gran peso y de grave importancia que dieron al gobierno federal harta tarea para dejarle tiempo de meditar en los puntos delicados de teoría constitucional, tocante a sus relaciones con los estados.
No obstante, aún en aquellos tiempos activos de controversia internacional en que la lúgubre luz de la Revolución francesa eclipsaba todas las demás, en que los espíritus estaban llenos de aquellos fantasmas del 76, que tomaban las formas de agresiones británicas, sin que la diplomacia conociera encanto que pudiera disiparlos —aún en aquellos tiempos tan llenos de otras ocupaciones, había habido signos precursores de la lucha desigual que debía estallar entre las autoridades federales y de estados—.
La compra de la Louisiana había dado una forma nueva y una significación marcada a la afirmación de la soberanía nacional. Las leyes sobre los extranjeros y sobre la sedición habían provocado las protestas brutales y solemnes del Kentucky y de la Virginia, y el embargo había exasperado a la Nueva Inglaterra, hasta tal punto, que amenazaba con una secesión.
Y aquel hecho, de parte del gobierno nacional, de apoderarse abiertamente de prerrogativas discutibles, no era la indicación más significativa ni menos equívoca de un aumento cierto del poder federal. Hamilton, como secretario del Tesoro, había tenido cuidado, desde el comienzo mismo, de dirigir la política nacional por vías que conducían inevitablemente a una extensión casi indefinida de la esfera de la legislación federal. Sintiendo que tenía necesidad de ser guiado en aquellas cuestiones de administración financiera que pedían evidentemente su atención inmediata, el primer Congreso de la Unión se colocó prontamente, por su propio movimiento, bajo la dirección de Hamilton. “Es muy entretenido —dice Mr. Lodge— observar con que diligencia el Congreso, que se había batido hábil y honradamente con las rentas públicas, con el comercio y con mil detalles, embarazado como estaba por la torpeza inherente a los cuerpos legislativos, se volvió hacia el nuevo secretario para pedirle su ayuda”. Su opinión fue solicitada y seguida en todo, y su habilidad como jefe de partido allanó muchos senderos difíciles del nuevo gobierno. Pero tan pronto como las facultades de aquel gobierno se empezaron a ejercer bajo su dirección, empezaron también a desarrollarse. En su famoso informe sobre las manufacturas se sentaron las bases de aquel sistema de tarifas protectoras, que estaba destinado a suspender todas las industrias del país de las faldas del poder federal y a hacer todo comercio y toda industria del territorio sensibles a todos los vientos de partido que pudieran soplar en Washington; en su informe, igualmente célebre, a favor del establecimiento de un banco nacional, fue utilizada por primera vez aquella poderosa doctrina de los “poderes tácitos” de la Constitución, que después ha sido siempre el principio dinámico capital de nuestra historia constitucional. “Esta gran doctrina, que presta cuerpo al principio de la interpretación liberal, fue, según Mr. Lodge, el arma más formidable del arsenal de la Constitución; y cuando Hamilton la empleaba, él sabía y sus adversarios sentían que había en ella algo que podía conferir al gobierno federal facultades casi ilimitadas”. Sirvió, en primer lugar, para hacer aceptar la Carta del Banco de los Estados Unidos-Institución, que era el pilar central de la maravillosa administración de Hacienda de Hamilton, y en cuyo alrededor, más tarde como entonces, brillaron en tan gran número los relámpagos de la lucha de los partidos. Pero el Banco de los Estados Unidos, aunque importante, no fue la más grande de las creaciones de aquella vigorosa y seductora doctrina.
Provista, por fin, de la sanción del tribunal supremo, conteniendo, en su carácter evidente de doctrina de prerrogativa legislativa, un principio muy vigoroso de aumento constitucional, pronto hizo del Congreso el poder dominante, ¡qué digo! el poder irresistible del sistema federal, y relegó algunas de las balanzas principales del Congreso a un papel insignificante en la “teoría literaria” de nuestras instituciones. Tuvo varios efectos sobre la situación de los estados en el sistema federal. En primer lugar, puso a las constituciones de los estados en una situación muy desfavorable, puesto que no había en ellas principio semejante de acrecimiento. Su soberanía estacionaria no podía, de ninguna manera, seguir el progreso rápido de la influencia federal en las nuevas esferas que así le eran abiertas. La doctrina de las facultades tácitas era, evidentemente, a la vez, fácil e irresistible. Contenía el derecho del Poder Legislativo nacional de apreciar él mismo la extensión de sus atribuciones políticas; podía, pues, eludir todos los obstáculos de la intervención judicial; porque el tribunal supremo, desde muy temprano, se declaró sin autoridad para discutir el privilegio de la legislatura de determinar la naturaleza y la extensión de sus propias facultades en la elección de los medios destinados a dar efecto a sus prerrogativas constitucionales; está desde hace largo tiempo establecido, como regla reconocida de acción judicial, que los jueces serán muy lentos en oponer su opinión a la voluntad legislativa, en los casos en que no esté demostrado claramente que ha habido verdadera violación de un principio constitucional indiscutible o de una disposición constitucional expresa.
Las autoridades federales son, por otro lado, en la mayor parte de los casos, los únicos jueces, y en todo caso los jueces en última instancia de las intrusiones cometidas en las facultades de los estados, tanto como en las facultades federales. Los estados se hallan absolutamente privados hasta de toda defensa efectiva de sus prerrogativas evidentes; porque no son ellos, sino los poderes nacionales, los que tienen la misión de determinar, con una autoridad decisiva e indiscutida, cuales son las facultades de Estado que, en el caso de cuestión o de conflicto, serán reconocidas. En resumen, uno de los privilegios que los estados han abandonado en manos del gobierno federal, es el privilegio que comprende a todos los demás, el de determinar lo que ellos mismos pueden hacer. Los tribunales federales pueden anular la acción de los estados, pero los tribunales de estados no pueden detener el acrecentamiento del poder del Congreso. [3]
Pero no es ese más que el aspecto doctrinal de la cuestión; es simplemente su exposición con un “sí” y un “pero”. El resultado práctico iluminó más vivamente aún la situación descompuesta y lánguida de los estados en el sistema constitucional. Un resultado muy práctico ha sido llevar el poder del gobierno federal a la puerta misma de cada ciudadano, como su señor inmediato, tanto exactamente como su mismo gobierno de Estado. Naturalmente, toda nueva provincia en que el Congreso ha entrado en virtud del principio de las facultades tácitas, ha necesitado para su administración un aumento más o menos considerable del servicio civil nacional; este último hoy, por medio de sus cien mil funcionarios, lleva a todas las comunidades del país el sentimiento de que el poder federal es el poder de los poderes; establece la autoridad federal, por decirlo así, en los hábitos mismos de la sociedad. No es un gobierno extraño, sino un gobierno familiar y doméstico aquel cuyo funcionario es vuestro vecino de puerta, con cuyos representantes tenéis que habéroslas diariamente en el correo y en la aduana, cuyos tribunales funcionan en vuestro propio estado, que envía a sus oficiales de policía a vuestra propia ciudad para detener en ella a vuestro conciudadano, o para llamaros a vos mismo por writ al banco de los testigos. ¿Y quién puede librarse de respetar a funcionarios que sabe están apoyados por la autoridad y por el poder de toda la nación, en el cumplimiento de los deberes en que se les ve empeñados diariamente? ¿Quién no siente que el Marshall (oficial de policía del gobierno federal) representa un poder más grande que el sheriff (oficial de policía de los estados), y que es más peligroso molestar a un correo de la mala que derribar a un agente de policía? Un contacto personal del ciudadano con el gobierno federal —contacto por el cual se siente ciudadano de un Estado más grande que el que interviene en sus asuntos cotidianos y autoriza el testamento de su padre— hace más que contrapesar su sentimiento de lealtad y de dependencia para con las autoridades locales; crea un lazo sensible de homenaje al poder que se presenta indiscutiblemente como el más considerable de los dos y más plenamente soberano. En la mayor parte de las materias, este lazo de homenaje no lo encadena tiránicamente, ni dolorosamente lo irrita; pero, en algunas materias, lo cohíbe en forma mucho más penosa.
Cuando los directores federales de correos son apreciados y los jueces obedecidos sin vacilar, cuando muy pocas gentes sienten el peso de los derechos de aduanas, y pocas quizá se quejan de las patentes de licencias sobre el whisky y el tabaco, todo el mundo ve, en cambio, con malos ojos a los interventores federales en las elecciones. Este país es, por excelencia, un país de elecciones frecuentes, y pocos estados se cuidan de aumentar su número separando las elecciones de los funcionarios de estados de las elecciones de los funcionarios federales. Resulta de ello que el interventor federal, que inspecciona el escrutinio para los representantes en el Congreso, inspecciona también, en la práctica, la elección de los funcionarios de estados; porque los funcionarios de estados y los miembros del Congreso son elegidos, generalmente, en el mismo tiempo y lugar por escrutinios que llevan en común una “lista de partido completa (party ticket)”; todo examen de esas papeletas después de haber sido depositadas, toda facultad perentoria de oponerse a los que intentan depositarlas, equivalen a una intervención en las elecciones de estados, no menos que en las elecciones federales. El poder del Congreso de reglamentar la elección de los representantes federales, es opresivo cuando se hace entrar así en él la vigilancia de las elecciones de estados que no están, ni aún en virtud de los poderes tácitos, dentro de la esfera de la prerrogativa federal. El interventor representa el lado más molesto de la supremacía federal, pertenece al ramo menos querido del servicio civil; pero su existencia es muy expresiva en cuanto al equilibrio actual de los poderes, y sus privilegios, más bien odiosos, deben, en el sistema actual de elecciones combinadas, tener por resultado debilitar el respeto de si mismos en los funcionarios de estados encargados de las elecciones, produciéndolos claramente el sentimiento profundo de su subordinación a los poderes que residen en Washington.
Un aspecto muy diferente y mucho más importante de la preeminencia federal, aparece en la historia de la política de las mejoras interiores. No tengo necesidad de explicar aquí esta política. Ella ha sido discutida con bastante frecuencia y comprendida desde hace bastante tiempo para que no tenga necesidad de explicación. Su práctica es sencilla, su persistencia indiscutible. Pero su acción sobre la situación y la política de los estados no es siempre advertida claramente ni indicada a menudo con precisión. Los principales resultados, naturalmente, han sido esa expansión de las funciones nacionales que implicaban, necesariamente, el empleo de fondos nacionales por empleados también nacionales, en la policía de los ríos y canales interiores y en la mejora de los puertos, y el establecimiento de ese precedente muy discutible, que consiste en gastar en localidades favorecidas el dinero producido por impuestos que pesan igualmente sobre los ciudadanos de todas las fracciones del país.
Pero la influencia de esa política no está limitada a estos resultados principales. Apenas son menos significativos o menos reales, por ejemplo, sus efectos morales: ella hace a las administraciones de los estados menos confiadas en si mismas y menos activas, menos prudentes y económicas; ella las acostumbra a aceptar de la caja federal subsidios para mejoras interiores, a contar con las rentas nacionales más que con su iniciativa o su energía propias para procurarse los medios de desarrollar esos recursos, cuyo avaloro y utilización debieran ser del dominio particular de la administración de Estado. Es, así lo supongo, poco dudoso, que gracias a la influencia moral de esa política, se ve hoy a los estados volverse hacia el gobierno federal para pedir su ayuda en materias tales como la educación. Aguardando ser ayudados, no quieren ayudarse ellos mismos. Es cierto que hay más de un Estado que, aunque asaz grandemente rico para hacer los gastos de un sistema de educación muy eficaz, descuida hacerlo y se contenta con expedientes imperfectos y temporales porque hay, cada año, excedentes considerables en el tesoro nacional que el rumor o promesas no autorizadas le dicen que pueden ser distribuidos a los estados como subvenciones a la educación. Si el gobierno federal tuviera mayor cuidado en mantenerse apartado de todo plan de mejora estrictamente local, esa política culpable y desmoralizadora de los estados podría difícilmente sobrevivir. Los estados perderían el deseo, porque perderían la esperanza de hacerse asalariados del gobierno de la Unión; se ejercitarían con diligencia en los deberes que les son propios, con gran ventaja, a la vez, de ellos mismos y del sistema federal. No es esto decir que la política de mejoras interiores deba ser evitada, siendo inconstitucional o imprudente, sino sólo que ha sido llevada demasiado lejos; y que, llevada demasiado lejos o no, debe, en todo caso, haber sido —se ve ahora que lo es— de un gran peso en el platillo federal de la balanza.
Aún otras facultades del gobierno federal se han desarrollado tanto más allá de sus primeras proporciones, que han inferido un ataque muy serio a la simetría de la teoría literaria de nuestro sistema federal; se han fortalecido a la sombra de las atribuciones que el Congreso ejerce sobre el comercio y el mantenimiento del servicio postal. Así, el tribunal supremo de los Estados Unidos ha declarado que las facultades reconocidas al Congreso por la Constitución, de regular el comercio y de establecer oficinas de correos y de rutas postales:
...siguen los progresos del país y se adaptan a los nuevos desarrollos que resultan de los tiempos o de las circunstancias. Se extienden desde el correo a caballo a la diligencia, del barco de vela al steamer, de la diligencia y del steamer al ferrocarril, y del ferrocarril al telégrafo, a medida que estas nuevas vías han sido puestas necesariamente en uso para responder a las demandas de la población y de la riqueza crecientes. Tienen por objeto dirigir la tarea a que se refieren en todo tiempo y en cualesquier circunstancias. Como han sido confiadas al gobierno general para el bien de la nación, no es solamente el derecho, es también el deber del Congreso velar por que las comunicaciones entre los estados y la transmisión de las noticias, no sean embarazadas o reprimidas inútilmente por la legislación de los estados.Esta decisión expresiva tenía por objeto sostener el derecho de una compañía de telégrafos de un Estado, creada por una carta, establecer su línea a lo largo de todas las rutas postales de los demás estados sin el consentimiento de éstos, y hasta contra su voluntad; pero es manifiesto que todas las compañías constituidas podrían, bajo la sanción de ese amplio principio, reclamar semejantes privilegios, a despecho de la resistencia de los estados; tales decisiones influyen mucho para dejar casi sin valor las facultades de incorporación de los estados, enfrente de las facultades de intervención del gobierno federal.
Marchando así al par con ese aumento de la actividad federal ha habido, desde el principio, un aumento constante y cierto del sentimiento nacional. Fue, naturalmente, el peso de la guerra el que finalmente y en forma decisiva rompió el equilibrio establecido entre los poderes federales y los poderes de estados; es evidente que muchas de las manifestaciones más marcadas de la tendencia centralizadora, han aparecido desde la guerra. Pero la historia de la guerra no es más que un relato del triunfo del principio de la soberanía nacional. La guerra era inevitable, porque ese principio se agrandó rápidamente; y el fin de la guerra fue lo que fue, porque ese principio se había hecho predominante. Aceptada primero como de imperiosa necesidad, la unión de forma y de legislación se había convertido en una unión de sentimiento, y estaba destinada a ser un día una unión de instituciones. Ese sentimiento de unidad nacional y de comunidad de destino que Hamilton había tratado de desarrollar, pero que era todavía débil en aquella época de largas distancias y de comunicaciones difíciles, en que el pulso de la nación era tan lento como la diligencia y el correo, se había hecho, a la muerte de Webster, bastante fuerte para regir al continente. La guerra entre los estados fue la lucha suprema y final entre aquellas fuerzas de disgregación que quedaban todavía en la sangre del cuerpo político, y aquellas otras fuerzas de salud, de unión y de fusión que habían dado a aquel cuerpo vigor y poder, a medida que el sistema pasaba de la juventud a la madurez, y que su Constitución se afirmaba y maduraba al avanzar en edad.
La historia de aquella política decidida de “reconstrucción” que siguió de cerca al fin de la guerra, y que fue a la vez su resultado lógico y su comentario significativo, contiene una viva pintura de la modificación del equilibrio en el sistema constitucional; es una especie de cuadrito exagerado, casi una caricatura de las tendencias constitucionales y de la política federal anteriores. La ola de las usurpaciones federales alcanzó probablemente su nivel más elevado con la legislación que dio a los tribunales federales el poder de castigar a un juez de Estado —por haber rehusado, en el libre ejercicio de sus funciones, inscribir a los negros entre los jurados de su tribunal— y con aquellos estatutos que atribuían a los tribunales federales competencia para las violaciones de las leyes de estados por funcionarios de estados. [4] Pero esa ola ha subido con frecuencia muy arriba, y aunque de tiempo en tiempo ha sufrido depresiones, durante muchos años los diques de los privilegios constitucionales de los estados se han visto casi sin resistencia contra ella; eso es tan cierto, que el juez Cooley puede afirmar, sin temor a ser contradicho, que:
...los frenos eficaces contra las intrusiones del poder federal sobre el de los estados deben buscarse, no en el poder de resistencia de los estados, sino en la elección de representantes, senadores y presidentes, que sostengan opiniones estrictamente constitucionales, y en un tribunal supremo federal competente para mantener a todos los departamentos y a todos los funcionarios en los límites exactos de su autoridad, en cuanto sus actos pueden llegar a ser de la competencia judicial.En verdad, es bien evidente que si el poder federal no es enteramente irresponsable, sólo el judicial federal es el contrapeso efectivo del sistema entero. Los jueces federales tienen en sus manos el destino de las facultades de los estados, y su autoridad es la única que puede tirar eficazmente de las riendas para moderar al Congreso. Así, pues, si sus facultades no son enérgicas, parece por desgracia que conviene unirse a los que se atienen a la “teoría literaria” de nuestra Constitución. Es la palabra del tribunal supremo la que debe mantener o hacer caer toda legislación, por tanto tiempo como la ley sea respetada. Pero, según ya he indicado, hay cuando menos una vasta comarca jurisdiccional en que el tribunal supremo, a despecho de las invitaciones que se le han dirigido, y aunque tal vez tuviera el derecho de apropiársela, ha rehusado, no obstante, entrar; al negarse a penetrar en ella, ha renunciado a guardar uno de los principales, de los más fáciles y de los más visibles caminos que conducen a la supremacía federal. Se ha declarado sin autoridad para intervenir cerca del poder político discrecional, ya del Congreso, ya del presidente, y ha rehusado hacer un esfuerzo cualquiera para obligar a esos departamentos coordinados a ejecutar ningún acto, hasta el más imperativamente mandado por la Constitución.
Es cierto que cuando el presidente se excede de los límites de su autoridad o usurpa la que pertenece a uno de los otros departamentos, sus órdenes, mandatos o decretos no protegen a nadie, y sus agentes se hacen personalmente responsables de sus actos. El freno de los tribunales consiste, pues, en su capacidad para mantener el ejecutivo en la esfera de su autoridad, rehusando sancionar como ley todo lo que puede traspasar sus límites, y conteniendo a los agentes o a los instrumentos de su acción ilegal en una estricta responsabilidad (Cooley).Pero esta pena infligida, no directamente al principal culpable, sino indirectamente a sus agentes, no puede imponerse sino después que el mal ha sido hecho. Los tribunales no pueden adelantarse al presidente e impedir que el daño se ejecute. No tienen ningún poder de iniciativa; deben esperar que la ley haya sido violada, y que pleitistas independientes hayan presentado una demanda; deben aguardar en nuestros días, meses, con frecuencia años, antes de que en el reparto regular de un índice voluminoso se llegue a esa demanda.
Aparte de ello, en tiempo ordinario no es del Ejecutivo del que hay que temer las usurpaciones más peligrosas.
La legislatura es el espíritu agresivo. Es el poder motor del gobierno, y, a menos que el judicial pueda tenerlo en jaque, los tribunales son relativamente de poca importancia, como contrapeso del sistema. Son las usurpaciones sutiles, furtivas, casi imperceptibles de la política, o de la acción política, las que constituyen los precedentes sobre que generalmente se han elevado las nuevas prerrogativas, y, sin embargo, esas usurpaciones mismas son de lo que es más difícil para los tribunales ocuparse, y acerca de las cuales, en consecuencia, se han declarado los tribunales federales sin autoridad para hacer conocer una opinión. Ellos no tienen nada que decir sobre las cuestiones de política.
El Congreso mismo debe juzgar qué medidas pueden ser empleadas legítimamente para extender o hacer efectiva su autoridad reconocida, cuáles son las leyes “necesarias y propias para dar efecto a las facultades que le son particulares”, y todas las demás facultades confiadas por la Constitución al gobierno de los Estados Unidos, o a cualquier departamento o funcionario de ese gobierno, los tribunales, muy perspicaces y muy prontos en discernir las prerrogativas del poder político discrecional en los actos legislativos, son excesivamente lentos para emprender una distinción entre lo que es y lo que no es una violación del espíritu de la Constitución. Se necesita que el Congreso traspase en mucho caprichosamente los límites del sentido claro e indiscutible de la Constitución; se necesita que choque de frente directamente con todo derecho y todo precedente; se necesita que de coces contra el aguijón de los principios y de las interpretaciones bien establecidas, antes de que el tribunal supremo le dirija una censura formal.
Luego, además, el mismo tribunal supremo, por rectos e irreprochables que sean sus miembros, ha tenido, por lo general, y continuará teniendo, sin duda alguna, un matiz político marcado, que es el de la época en que su mayor parte ha sido elegida. Los miembros del tribunal que presidió John Marshall eran, como todos saben, firme y abiertamente federalistas en sus tendencias; pero durante los diez años que siguieron a 1835, los jueces federalistas fueron rápidamente reemplazados por demócratas y las tendencias del tribunal cambiaron en consecuencia. En verdad puede decirse sinceramente que, considerando grande nuestra historia política, las interpretaciones constitucionales del tribunal supremo han cambiado lenta, pero seguramente, siguiendo las alternativas de los cambios de poder entre los partidos nacionales.
Los federalistas fueron sostenidos por un poder judicial federalista; el periodo de la supremacía de los demócratas fue testigo del triunfo de los principios democráticos en los tribunales, y la preponderancia de los republicanos ha separado del más alto tribunal del país a todos los representantes, excepto uno, de las doctrinas democráticas. Sólo durante periodos relativamente cortos de transición, cuando la opinión pública saltaba de una creencia política a otra, ha sido cuando las decisiones del judicial federal han sido claramente opuestas a los principios del partido político gobernante.
Más, aparte de esto, y sobre todo, los tribunales nacionales están, en su mayor parte, en poder del Congreso. El tribunal supremo mismo no escapa a su intervención, porque es privilegio del Legislativo aumentar, cuantas veces le agrade, el número de los jueces en el banco supremo “a fin de debilitar la Constitución”, como Webster lo dijo un día, “creando un tribunal que eluda sus disposiciones, interpretándolas”; y esto es lo que en una ocasión memorable le plugo hacer.
En diciembre de 1869 el tribunal supremo se pronunció contra la constitucionalidad de los Legal tender acts, queridos del Congreso; en el curso del mes de marzo siguiente se produjo oportunamente una vacante entre los jueces, y se creó un nuevo cargo para atender a las circunstancias imprevistas. El Senado dio a entender al presidente que ningún candidato desfavorable a los acts en discusión sería aceptado. Fueron nombrados dos jueces de la opinión del partido dominante; la mayoría hostil del tribunal fue destruida, y la decisión criticada se reformó.
La creación de nuevos puestos no es, sin embargo, el único medio que tiene el Congreso de hacer presión sobre el tribunal supremo, e intervenirlo. Puede prevenir una discusión contraria a sus miras, quitando sumariamente al tribunal competencia sobre el caso respecto al cual tema una decisión semejante, y eso aún estando ya pendiente el asunto; no hay, en efecto, más que una parte muy pequeña de la jurisdicción de los tribunales, hasta del tribunal supremo, que derive directamente de la Constitución. Está aquélla fundada, en su mayor parte, en el Judiciary Act de 1789; siendo éste pura y simplemente un act del Congreso, puede ser derogado en cualquier época que a éste le plazca derogarlo. De ese Judiciary Act dependen también, no sólo las facultades, sino hasta la existencia misma de los tribunales inferiores de los Estados Unidos, tribunales de circuito y de distrito; y su destino posible está trazado de antemano, en forma significativa, en aquel Act de 1802 por el que un Congreso demócrata barrió de arriba a abajo el sistema de los tribunales de circuito creados el año precedente, pero odiosos a los demócratas recientemente subidos al poder, porque habían sido compuestos de federalistas en las últimas horas de la administración de John Adams.
Esa balanza de lo judicial contra la legislatura y el Ejecutivo parece ser, por lo tanto, otra de esas balanzas ideales que se pueden hallar en los libros más que en la brutal realidad de la práctica actual, porque, manifiestamente, el poder de los tribunales no está a salvo sino durante los periodos de paz política, cuando las pasiones de los partidos no están despiertas o éstos no son empujados por las órdenes de mayorías irresistibles.
En cuanto a algunas de las otras balanzas constitucionales enumeradas en aquel pasaje de la carta de John Taylor que he tomado por texto, su ineficacia actual es en verdad harto evidente para que tenga necesidad de ser probada. Los colegios electorales pueden haber servido de contrapeso contra sus representantes en tiempo de Mr. Adams, porque no era aquella una época de asambleas primarias ni de “caucus” con su estricta disciplina. Las legislaturas de los estados también pueden haber sido capaces de ejercer una influencia apreciable sobre la acción del Senado en el tiempo en que la política era la consideración dominante que dirigía las elecciones para el Senado, en que la elección del legislativo no era siempre un asunto de intriga astuta, de pura consideración de personas y de cálculo de partido. Los electores presidenciales tuvieron, sin duda alguna, por algún tiempo cierta libertad en la elección del primer magistrado; pero antes de la tercera elección presidencial, algunos de ellos habían comprometido su voto; antes de que Adams escribiera su carta, la mayoría de aquellos electores estaban acostumbrados a obedecer las indicaciones de un “caucus congresional”; y durante los últimos cincuenta años han registrado simplemente la voluntad de las “Convenciones” de los partidos.
Es digno de nota que Mr. Adams, quizá porque había sido él mismo presidente, describe al Ejecutivo como constituyendo “en cierto modo” únicamente un freno contra el Congreso, aunque no usa de esta restricción respecto a las demás balanzas del sistema. Dejando a un lado la experiencia, se podía, sin embargo, contar razonablemente con que las prerrogativas del presidente hubieran sido una de las limitaciones más eficaces del poder del Congreso. Se hizo de aquél una de las tres grandes ramas coordinadas del gobierno; se concedió a sus funciones la más alta dignidad; se le dieron privilegios numerosos e importantes tan considerables, en efecto, que ha gustado a la fantasía de algunos escritores ponerlos de relieve como superando a los de la Corona británica. Hay pocas dudas de que, si el sillón presidencial hubiera estado ocupado siempre por hombres de un carácter imponente, de una habilidad reconocida y de una educación política sólida, habría continuado estando rodeado de la más alta autoridad y de la mayor consideración, siendo el verdadero centro del edificio federal, el verdadero trono de la administración, y con mucha frecuencia la cuna de la política. Washington y su gabinete eran atendidos por el Congreso y modelaban sus deliberaciones; Adams, aunque frecuentemente contrariado y contrarrestado, dio un sello particular al gobierno, y Jefferson, como presidente, no menos que como secretario de Estado, fue el irritable líder de su partido. Pero el prestigio del cargo presidencial declinó al mismo tiempo que el carácter de los presidentes. Y el carácter de los presidentes ha declinado a medida que se ha perfeccionado la táctica egoísta de los partidos.
Era inevitable que fuera así. Cuando la independencia del voto entre los electores presidenciales hubo dejado el puesto a la elección de candidatos a la presidencia por “Convenciones” de partidos, se hizo absolutamente necesario, a los ojos de los políticos de oficio, y cada vez más necesario a medida que se adelantaba, hacer de la oportunidad y de la utilidad las únicas reglas de esa elección.
De igual modo que cada partido, una vez reunido en “Convención”, no emitía más que las opiniones que parecían haber recibido la sanción del sufragio de todos, suprimiendo cuidadosamente en su “plataforma” todos los principios políticos impopulares, y omitiendo escrupulosamente mencionar toda doctrina que hubiera podido ser mirada como una característica y como una parte de un programa particular y original, así también cuando el candidato presidencial llegaba a ser elegido, se reconocía como de indispensable necesidad que tuviera un pasado político todo lo corto posible, y que fuera irreprochable y puro de toda significación. “Señores —decía un distinguido hombre público americano—, yo haré un excelente presidente, pero muy mal candidato”.
Una carrera decisiva, que dé a un hombre un puesto bien definido en la opinión pública, constituye una incapacidad radical para la presidencia, porque la candidatura debe preceder a la presidencia; y los escollos de la candidatura no pueden franquearse más que por un barco ligero que lleve poco flete y que pueda virar rápidamente para evitar las dificultades del paso.
Me veo inclinado a pensar, sin embargo, que la decadencia observada en el carácter de los presidentes, no es la causa, sino tan solo la manifestación corolario de esa decadencia del prestigio del cargo presidencial. Ese elevado cargo ha decaído de su primer estado de dignidad, porque su poder ha decrecido; y su poder ha decrecido, porque el del Congreso ha llegado a ser preeminente.
Los primeros presidentes eran, ya lo he dicho, hombres de tal temple, que, cualesquiera que fueran las circunstancias, habrían hecho sentir su influencia. Pero tuvieron ocasiones excepcionales. Al mismo tiempo que disputaba y luchaba con Inglaterra, que compraba la Louisiana y la Florida, que construía diques para desviar la ola de la Revolución francesa y que desembarazaba al país de incesantes discusiones con las repúblicas sudamericanas, el gobierno estuvo constantemente ocupado, según he indicado ya, durante los veinticinco primeros años de su existencia, en el arreglo de las relaciones extranjeras; y en esas relaciones extranjeras, naturalmente, los presidentes lo tenían que hacer todo, puesto que era a ellos a quienes pertenecía la dirección de las negociaciones.
Aparte de eso, relativamente también a la política interior, aquellos tiempos no eran como los nuestros. El Congreso era algo torpe en ejercer sus facultades, todavía no experimentadas; su mecanismo era nuevo; no tenía ese buen espíritu que después lo ha hecho perfecto en su género. No habiendo aprendido aún el arte de gobernarse lo mejor para sus intereses, y no poseyendo esa facilidad de legislación que ha adquirido después, la legislatura era feliz con obtener consejos e inspiraciones políticas del Ejecutivo.
Pero ese estado de cosas no duró largo tiempo. El Congreso fue muy pronto y muy apto para aprender lo que podía hacer y para ponerse en excelente estado de cumplirlo.
Muy prontamente se dividió en comités permanentes, a los que proveyó de privilegios extensos y bien determinados de iniciativa y de intervención legislativa, y se puso, por su medio, a administrar el gobierno. El Congreso no es —(para adoptar la definición del Parlamento de Mr. Bagehot)—
...ni mucho menos, sólo una vasta asamblea de gentes más o menos ociosas. En la proporción en que le deis el poder, hará informaciones sobre todo, arreglará todo, se mezclará en todo. En un despotismo ordinario, las facultades del déspota están limitadas por su capacidad física y por las exigencias del placer; no es más que un hombre, no tiene más que doce horas del día y no está dispuesto a consagrar más que una pequeña parte de ellas al trabajo molesto; guarda el resto para la Corte, el harem o la sociedad.Pero el Congreso “es un déspota que tiene un tiempo ilimitado, que tiene una vanidad ilimitada, que tiene o cree tener una capacidad ilimitada, cuyo placer está en la acción, cuya vida es el trabajo”.
En consecuencia, ha entrado cada vez más en los detalles de la administración, hasta que ha tomado virtualmente en sus manos todas las facultades sustanciales del gobierno. No domina al presidente, pero hace de los secretarios sus humildes servidores. No vacilaría, llegada la ocasión, en habérselas directamente con el primer magistrado mismo; pero es poco solicitado a ello, porque nuestros presidentes de la época actual viven por procuración; son el Ejecutivo en teoría; pero los secretarios son el Ejecutivo de hecho. Desde la primera legislatura misma del Congreso se hicieron gestiones para repartir el trabajo ejecutivo entre varios departamentos, siguiendo una división de trabajo entonces suficientemente completa; y si el presidente de aquel tiempo no era capaz de dirigir los detalles de la administración, naturalmente, el presidente de hoy lo es infinitamente menos todavía; debe contentarse con la vigilancia general que pueda tener tiempo de ejercer. Está cubierto, en todos los asuntos ordinarios, por la responsabilidad de sus subordinados.
No cabe decir, que este cambio haya realzado al gabinete en dignidad o en poder; no ha hecho más que alterar su relación con el plan de la Constitución. Los miembros del gabinete del presidente han sido siempre predominantes en la administración; y ciertamente los primeros gabinetes no fueron menos poderosos en influencia política que lo son los gabinetes de nuestra época; pero entonces no eran más que los consejeros del presidente, mientras que hoy son más bien sus colegas. El presidente ahora apenas es el Ejecutivo; es el jefe de la Administración; designa al Ejecutivo. Naturalmente, esto no es un principio, no es más que un hecho. En teoría legal, el presidente puede intervenir en toda acción de cualquier departamento de la rama ejecutiva del gobierno; pero de hecho no es posible para él hacerlo, y una limitación de hecho es tan poderosa como una prohibición legal.
Pero si los jefes de los departamentos ejecutivos no son ya simplemente los consejeros del presidente, si han venido a ser, en un sentido muy real, miembros del Ejecutivo, su poder directo en la marcha de los negocios, en vez de aumentar, ha disminuido constantemente; y es que mientras que se les hacía partes integrantes del mecanismo de la administración, el Congreso extendía su esfera propia de actividad, tomaba la costumbre de examinarlo todo y de gobernarlo todo. El Ejecutivo perdía y el Congreso ganaba en importancia; y la posición que el gabinete alcanzó finalmente, fue la de un poder debilitado y que seguía debilitándose. No hay tendencia más clara en la historia del Congreso que la tendencia a someter todos los detalles de la administración a la vigilancia constante de los comités permanentes, y toda la política a su vigilante intervención.
Me siento, pues, inclinado a pensar que el desarrollo de las facultades del Congreso es el fruto de un considerable aumento de eficacia en la organización y del crecimiento de actividad que resulta de la facilidad de acción obtenida por esa organización, más bien que de un plan definido y constante de usurpación consciente. Puede decirse con confianza que el Congreso tuvo siempre el deseo de poner mano en todos los asuntos del gobierno federal; pero sólo progresivamente halló los medios y la ocasión de satisfacer ese deseo; su actividad, extendiendo sus límites por todas partes donde su perfeccionamiento en la realización de la obra del Congreso ofrecía una perspectiva favorable, se ha crecido tan natural y tan silenciosamente que ha parecido recibir casi siempre una extensión normal; nunca, salvo quizá durante dos o tres periodos de extraordinaria perturbación política, ha parecido excederse en mucho de su esfera constitucional reconocida.
Sólo en el ejercicio de aquellas funciones de consulta y de cooperación públicas y precisas con el presidente —que son cargo particular del Senado— es donde el poder del Congreso ha tomado la ofensiva contra el concepto popular de lo que es constitucional; en efecto, sólo en el ejercicio de semejantes funciones es donde el Congreso se ve obligado a ser franco y categórico en sus reivindicaciones de la soberanía. La Cámara de Representantes ha hecho muy pocas demostraciones ruidosas de su derecho usurpado de supremacía, no por ser tímida o no tener ambición, sino porque podía mantener y extender sus prerrogativas de manera igualmente satisfactoria, sin hacer ruido; la política agresiva del Senado, en cambio, ha sido, en los actos realizados durante sus “sesiones ejecutivas”, necesariamente patente, a despecho del secreto de la sesión; y es que cuando ha obrado como consejo del presidente en la satisfacción de los tratados y el nombramiento de los funcionarios, su lucha por el poder ha sido más clara y más directamente una lucha contra el Ejecutivo que lo eran aquellos actos legislativos, en realidad más insignificantes, con los cuales, en unión con la cámara, ha forzado habitualmente a los jefes de los departamentos ejecutivos a observar la voluntad del Congreso a cada vuelta importante de la política. De ahí resulta que, para quien mira superficialmente, sólo el Senado parece haber sido violento en sus intrusiones en los privilegios del Ejecutivo. No es fácil a menudo ver el verdadero alcance constitucional de la acción estrictamente legislativa; pero es asaz manifiesto para el observador más superficial que en materia de nombramiento de funcionarios, por ejemplo, los senadores se han excedido con frecuencia de su derecho legal de otorgar o rehusar su consentimiento a los nombramientos, insistiendo en ser antes consultados también sobre las presentaciones; han hecho así depender su consentimiento constitucional a los nombramientos de una intervención inconstitucional en las presentaciones.
Esta usurpación especial ha descansado en una base legal muy sólida, gracias a aquel acto sobre la dependencia de los empleos, que quitó al presidente Johnson en una hora de fiebre y de pasión de partido el libre poder de destitución de los funcionarios que la Constitución le había confiado, pero de que había hecho un uso que exasperó a un Senado hostil a su manera de ver. Pero aunque esta molesta facultad del Senado en materia de patronato federal sea asaz contraria a la teoría primitiva de la Constitución, perderá verosímilmente todo valor, gracias a esa política de reforma de los servicios civiles, que ha obtenido un punto de apoyo tan firme y quizá tan duradero en nuestra legislación nacional. En ningún caso la intervención del patronato por el Senado habría desequilibrado el sistema federal más seriamente que este último puede estarlo un día por el ejercicio irresponsable de los poderes semiejecutivos de este cuerpo sobre la política exterior del gobierno. Más de un pasaje en la historia de nuestras relaciones exteriores esclarece este peligro. Durante la única legislatura del Congreso de 1868-1869, por ejemplo, la facultad del Senado de estropear los tratados, se ejerció de un modo que hizo muy visible la debilidad comparativa del Ejecutivo y dio a presagiar graves resultados; aquello hizo ver que el Ejecutivo estaba en su derecho, pero era débil e irresoluto; mostró al Senado imperioso, aunque sin tener razón. Se había pedido a Dinamarca que cediese la isla de San Tomás a los Estados Unidos; Dinamarca había rechazado al principio todas las condiciones, no sólo porque le acomodaba poco el precio, sino también, y sobre todo, porque una venta como la que se proponía era contraria a la política establecida de las potencias occidentales de Europa, en cuyo favor deseaba Dinamarca mantenerse; sin embargo, al fin, a fuerza de negociaciones constantes y apremiantes, había sido persuadida a ceder; se había firmado un tratado y se envió al Senado; la población de San Tomás había significado su consentimiento a la cesión por una votación formal, y la isla había sido en aquel momento confiada a un agente oficial de nuestro gobierno; los ministros daneses creían, en efecto, que nuestros representantes no habrían cometido la ligereza de celebrar una transacción importante sin estar ciertos de tener el poder necesario para concluirla. Pero el Senado dejó al tratado dormir en la carpeta del comité, sin ocuparse en él: transcurrió el plazo convenido para la confirmación; el gobierno danés, queriendo escapar a la humillación ridícula que hubiera seguido al fracaso de la operación en aquella fase avanzada, prorrogó el plazo y envió a uno de sus más eminentes ministros de Estado para precipitar las negociaciones por todos los medios razonables; pero el Senado no se preocupaba en modo alguno de los sentimientos de Dinamarca, y podía, así pensaba, menospreciar al presidente Grant y a Mr. Fish; en la legislatura siguiente rechazó el tratado y dejó a los daneses recobrar la posesión de la isla que, echadas nuestras cuentas, habíamos decidido no comprar.
Fue durante la misma legislatura de 1868-1869 cuando el Senado molestó al Ejecutivo, poniendo todos los obstáculos posibles a la confirmación del tratado, mucho más importante, celebrado con la Gran Bretaña, acerca de las reclamaciones relativas al Alabama: comprometió casi seriamente uno de los éxitos más satisfactorios de nuestra política exterior reciente. No es necesario insistir largo tiempo sobre estos incidentes bien conocidos de nuestra historia de estos últimos años, tanto más cuanto que esos no son más que dos de los innumerables ejemplos que permiten decir con seguridad que, desde cualquier punto de vista que se consideren las relaciones del Ejecutivo y de la legislatura, es evidente que el poder de esta última se ha acrecido constantemente a expensas de las prerrogativas del primero, y que sólo en una medida muy insignificante una de esas grandes ramas del gobierno contrapesa a la otra.
En el ejercicio de su facultad de veto, que es naturalmente sin igual, que constituye su prerrogativa más formidable, el presidente obra, no como Ejecutivo, sino como tercera rama de la legislatura. Como decía Oliverio Ellsworth en la primera sesión del Senado, el presidente no es, en lo que concierne al voto de las leyes, más que una parte del Congreso, y no puede, como miembro del órgano legislativo, estar dotado de acción y de autoridad más que en los periodos de calma, cuando no hay mayorías indomables para pisotear el veto que les sea desagradable.
Aunque rápido, este bosquejo de los dos cuadros, de la teoría y de la práctica actual de la Constitución, ha sido suficiente para hacer ver los puntos de diferencia más marcados entre ambas y para dejar aparecer el interés de este atento estudio que voy a emprender sobre el gobierno del Congreso como gobierno real de la Unión. Las balanzas de la Constitución no son, en su mayor parte, más que ideales. En todas las cuestiones prácticas, el gobierno nacional es soberano sobre los gobiernos de estados, y el Congreso predominante sobre las que se dicen sus ramas coordinadas. Mientras que el Congreso al principio no echaba su sombra ni sobre el presidente ni sobre el judicial federal, hoy los gobierna, llegada la ocasión, a ambos con mano fuerte, con una potencia de dominación indiscutible; mientras que cada estado guardaba en tiempos pasados sus prerrogativas con un orgullo celoso y hombres capaces en gran número preferían un adelanto político bajo los gobiernos de las grandes comunidades a una función federal, hoy los puestos de las legislaturas de los estados no son ya codiciados más que como posibles escaleras para los asientos del Congreso, y hasta los gobernadores de estado consideran y trabajan su elección para el Senado nacional como una promoción, una recompensa de los servicios más humildes que han prestado en sus gobiernos locales.
Lo que hace que sea todavía más importante comprender el mecanismo actual del gobierno nacional y estudiar los métodos de dominación del Congreso a una luz no oscurecida por la teoría, es el ser evidente en absoluto que la extensión del poder federal irá continuando; hay, por consiguiente, necesidad manifiesta de que se sepa lo que habrá que hacer y cómo habrá que hacerlo cuando haya llegado el tiempo para la opinión pública de asumir la alta inspección de las fuerzas que hoy alteran la Constitución. Hay voces en el aire sobre las cuales no cabe engañarse. Parece favorable el momento para una centralización de funciones gubernamentales, cuya posibilidad no podía llegar a la mente de los autores de la Constitución. Desde el día en que ofrecieron su obra al mundo, la faz entera de este mundo ha cambiado. La Constitución se adoptó cuando había seis días de duro viaje de Nueva York a Boston, cuando cruzar el East river era correr el riesgo de una peligrosa travesía, cuando los hombres se creían felices con tener correos hebdomadarios, cuando la extensión del comercio del país se evaluaba, no en millones, sino en millares de dólares; cuando el país no conocía más que un pequeño número de ciudades y sólo estaba al comienzo de las manufacturas; cuando los indios invadían las fronteras vecinas; cuando no había líneas telegráficas ni compañías monstruos. Indisputablemente, los problemas a la orden del día conciernen a la reglamentación de nuestros vastos sistemas de comercio y de industria, la inspección de las sociedades gigantes, la restricción de los monopolios, el perfeccionamiento de los arreglos fiscales, el cuidado de facilitar los cambios económicos y muchos otros asuntos nacionales análogos, entre los cuales se puede contar quizá la cuestión del matrimonio y del divorcio; los más importantes de esos problemas no entran en la esfera, aún ensanchada, del gobierno federal; algunos de ellos no pueden ser comprendidos en su competencia por ningún esfuerzo posible de interpretación, y la mayoría de ellos no podría serlo sin torturar la Constitución, para plegarla a usos extraños y no imaginados aún.
Sin embargo, hay un movimiento cierto a favor de la intervención nacional en todas las cuestiones de política que reclaman manifiestamente una uniformidad de tratamiento y un poder de administración que no pueden obtenerse por la acción separada y no concertada de los estados: parece probable a muchas gentes que, ya por enmienda constitucional, ya por nuevos extravíos de interpretación, se asignará un día poco lejano, un campo más amplio al gobierno federal. Viene a ser, pues, de la más alta importancia, a la vez para los que quieran contener esa tendencia y para los que, aprobándola o favoreciéndola, quieran dejarla libre curso, proceder a un examen crítico del gobierno sobre el que, según todas las apariencias, es de presumir que ha de echarse ese nuevo peso de responsabilidad y de poder; así, su capacidad, a la vez para la obra que ejecuta hoy y para la que puede ser llamado a realizar, podrá apreciarse definitivamente.
El juez Cooley, en su admirable obra sobre los Principios del derecho constitucional americano, después de haber citado la enumeración hecha por Mr. Adams de los frenos y balanzas del sistema federal, añade a la conclusión de Mr. Adams la reflexión de que este sistema es una invención que nos es propia.
La invención, no obstante, nos fue sugerida por la Constitución inglesa en la cual funcionaba entonces un sistema dispuesto casi con tanto cuidado. En su forma exterior, ese sistema subsiste aún; pero hay, desde hace más de un siglo, un cambio gradual en el sentido de una concentración de los poderes Legislativo y Ejecutivo en manos de la Cámara popular del Parlamento; tanto, que se dice hoy alguna vez del gobierno, sin alejarse mucho de la realidad, que es un gobierno por la Cámara de los Comunes.Pero el juez Cooley no ve, o si lo ve, no hace resaltar el hecho de que nuestro propio gobierno ha sido sometido casi en la misma medida a “un cambio gradual en el sentido de una concentración” de todos los poderes sustanciales del gobierno en manos del Congreso; de suerte que hoy, aunque sea alejarse mucho de la forma de las cosas, no es “alejarse mucho de la realidad” pintar a nuestro gobierno como ejercido por los comités permanentes del Congreso. Se puede, sin embargo, deducir este hecho de numerosísimos pasajes de los escritos del juez Cooley, porque él se da bien cuenta de esa extensión de los poderes del gobierno federal y de esa cristalización de su método que, bajo el punto de vista práctico, ha hecho caer en desuso las primeras teorías constitucionales y hasta la teoría modificada que él mismo parece sostener. Él ha hecho la prueba, por los hechos actuales, del delicado ajuste de las balanzas teóricas, y ha expuesto cuidadosamente sus resultados; pero en ninguna parte ha sintetizado éstos en una sola y vasta perspectiva que pudiera servir de cuadro claro y satisfactorio de la Constitución de nuestros días; tampoco él, ni ningún otro escritor competente, ha examinado minuciosamente y por entero la organización interior del Congreso, y, sin embargo, ella es la que determina su método de legislación, la que regula sus medios de gobernar los departamentos ejecutivos, la que contiene el mecanismo entero por el cual es dirigida, en todos sus puntos, la política del país, y es, por consiguiente, una rama esencial del estudio constitucional. Lo mismo que la Cámara de los Comunes es el objeto capital de todo estudio de la Constitución inglesa, así también lo debe ser el Congreso en todo estudio de la nuestra.
Quien no esté familiarizado con lo que el Congreso hace actualmente y con la manera como lo realiza, con todas sus funciones y todas sus ocupaciones, con todos sus procedimientos de administración y todos sus recursos de poder, está muy lejos de tener el conocimiento del sistema constitucional bajo el cual vivimos; en cambio, para quien se halle instruido de esas materias, ese conocimiento está próximo.
CAPÍTULO II
LA CÁMARA DE REPRESENTANTES
Nunca se expresó una verdad más esencial que ésta: la libertad y las instituciones libres no pueden ser mantenidas largo tiempo por un pueblo que no comprenda la naturaleza de su gobierno.
Como en un vasto cuadro repleto de personajes de igual importancia y completamente lleno de detalles muy acabados e importunos, así es difícil, de una sola ojeada y desde un solo punto, ver el Congreso de modo satisfactorio y apreciarlo. Sus formas complicadas y su compleja estructura hacen su visión confusa; disimulan el sistema que se esconde bajo su composición. Este es demasiado complejo para que se le pueda comprender sin esfuerzo, sin un método atento y sistemático de análisis. En consecuencia, muy pocas gentes lo comprenden y sus puertas están cerradas, en la práctica, a la inteligencia del público.
Si el Congreso tuviera algunos líderes de autoridad, cuya imagen fuese bien clara y muy célebre a los ojos del mundo, que pudieran representar a la legislatura y figurar por ella en el pensamiento de esa clase numerosísima —y por otra parte muy respetable— de gentes que no pueden pensar más que bajo una forma específica y concreta cuando piensan, de esas gentes que pueden comprender algo de los hombres, pero nada o casi nada de las generalizaciones abstractas, entonces sería posible, para la mayoría de la nación, seguir la marcha de la legislación sin fatigarse demasiado la mente. Casi todos aquellos, supongo yo, que, hoy mismo (1884) presten alguna atención a la política de la Gran Bretaña, en lo que concierne a la reforma de la franquicia y otras cuestiones estrictamente legislativas, piensan en Mr. Gladstone y en sus colegas más que en la Cámara de los Comunes, de que éstos son servidores. La cuestión no es: ¿qué hará el Parlamento?, sino, ¿qué hará Mr. Gladstone? Sin duda alguna también, es más fácil y más natural considerar los proyectos legislativos de Alemania como encerrados tras las espesas cejas de Bismarck, que figurárselos dependiendo de las decisiones del Reichstag; y sin embargo, en realidad, el consentimiento de éste es indispensable, aun para los planes del canciller imperioso y dominante.
Por el contrario, no hay ministro ni ministerio ilustre para representar en el pensamiento popular la voluntad y la existencia del Congreso. El speaker de la Cámara de Representantes se acerca mucho a la cualidad de leader; pero su voluntad, como poder imperativo y creador en legislación, no va mucho más allá del nombramiento de los comités que deben dirigir a la cámara y hacer su trabajo; no es, por consiguiente, una satisfacción completa para el espíritu público hacer remontar a él toda la legislación. Puede tener en la proposición de esta última un poder de inspección, pero se mantiene demasiado tranquilo en su asiento; y es harto evidente que no está en el mismo piso que el cuerpo que preside, para que parezca probable al juicio popular que él tome una parte muy inmediata en la legislación, una vez puesta en marcha. Todos saben que él es, franca y redondamente, un hombre de partido, y que le gusta allanar, cuando puede, los senderos legislativos de su partido; más no parece probable que todas las medidas importantes emanen de él o que sea el autor de toda política determinada. Y, en realidad, no lo es. Es un gran jefe de partido; pero, como una barrera que lo rodea, su situación oficial de funcionario presidente le impide llenar el papel de leader activo. Nombra a los leaders de la cámara; no es él mismo su leader.
Los leaders de la cámara son los presidentes chairmen de los principales comités permanentes. En verdad, para ser absolutamente exactos, la cámara tiene tantos leaders como asuntos hay de legislación, porque hay tantos comités permanentes como clases principales de legislación; en el examen de cada materia, la cámara es guiada por un leader especial en la persona del presidente del comité permanente encargado de dirigir las medidas de la clase particular a que esa materia pertenece. Y esa multiplicidad de leaders, esa dirección de varias cabezas, es la que hace la organización de la cámara harto compleja para ofrecer a las gentes sin instrucción y a los observadores inhábiles una clave fácil de sus métodos de dominación. Porque los presidentes de los comités permanentes no constituyen un cuerpo cooperativo como un ministerio. Ellos no se consultan; no concurren a la adopción de medidas homogéneas destinadas a ayudarse mutuamente; no hay idea alguna de una acción concertada. Cada comité sigue su propio camino, a su propio andar. Es imposible descubrir ninguna unidad ni ningún método en la acción desunida, y por consecuencia, no sistemática, confusa y deshilvanada de la cámara, ni objeto alguno común en las medidas que sus comités preconizan de tiempo en tiempo.
Y no es tan sólo al espíritu incapaz de análisis, al observador vulgar que considera a la cámara desde el exterior, al que sus actos parecen marchar a la desbandada y sin regla comprensible; no es fácil comprenderlos a primera vista, cuando uno se limita a examinarlos en su progreso diario en el curso de las sesiones, desde el interior de la cámara. El miembro nuevamente elegido que penetra en ella por primera vez y sin conocer más sus reglas y sus usos que los más inteligentes de sus electores, experimenta siempre una gran dificultad para poner sus ideas preconcebidas de la vida congresional de acuerdo con las condiciones extrañas e imprevistas de que se encuentra rodeado, después que ha prestado juramento y ha venido a ser una rueda de la gran máquina administrativa. En verdad, hay muchas cosas que se refieren a su nueva carrera en Washington para disgustar y desalentar, si no afligir, al nuevo miembro. En primer término, su reputación local no lo sigue a la capital federal. Tal vez los miembros de su estado lo conocen y lo reciben con completo compañerismo; pero nadie más lo conoce, a no ser como un adherido a tal o cual partido, o como un recién llegado de tal o cual estado. Encuentra su posición insignificante y su personalidad borrada. Pero esta humillación social que experimenta en los círculos, en que el hecho de ser miembro del Congreso no confiere por sí mismo distinción, porque sólo es ser uno entre muchos, no puede indudablemente compararse con la pena y el desencanto que acompañan al descubrimiento inevitable que hace de que está igualmente sin autoridad y sin influencia en la misma cámara. A ningún hombre, cuando ha sido elegido como miembro de un cuerpo dotado de amplios poderes y de prerrogativas elevadas, le gusta ver su actividad reprimida, sentirse él mismo suprimido por reglas imperativas y precedentes que parecen haber sido imaginados con el deliberado objeto de impedir a los miembros individuales llegar a hacerse útiles. Y sin embargo, tales son los reglamentos y los precedentes de la cámara para el nuevo miembro. Él no repara, porque no está patente en la superficie de las cosas, si esos reglamentos y esos precedentes son el producto, no de un designio premeditado de restringir los privilegios de los nuevos miembros como tales, sino simples necesidades del trabajo; no ve más que un hecho; y es que sufre con su freno; sólo cuando “la costumbre ha creado en él una cualidad de flexibilidad”, se somete a ellos con algo que se asemeja a buena voluntad.
Naturalmente, los nuevos miembros no sufren todos del mismo modo con esa disciplina penosa; no son, en efecto, todos los nuevos miembros los que ganan su sillón con el proyecto bien decidido de trabajar honradamente de una manera aplicada y desinteresada. Hay numerosas mañas y subterfugios, pronto aprendidos y fácilmente empleados, gracias a los cuales los miembros más perezosos y más indulgentes para sí mismos pueden inmediatamente hacer tal ostentación de diligencia ejemplar, que los electores de Buncombe quedarán plenamente satisfechos, si no quedan positivamente encantados. Pero el número de los miembros, que procuran no hacer nada y fingen, de propósito deliberado, cumplir sus deberes, es probablemente pequeño. La gran mayoría, sin duda, tiene un sentimiento bastante vivo de su deber y un deseo suficientemente firme de cumplirlo; se puede admitir sin temor que el celo de los nuevos miembros está, por lo general, lleno de calor y de insistencia. Si ese calor les falta al principio, lo adquirirán rozándose con los reglamentos, porque tales hombres deben, inevitablemente, irritarse con las trabas con que los aprisionan las inexorables prácticas de la cámara.
Con frecuencia, el nuevo miembro va a Washington como representante de una línea particular de política, elegido, por ejemplo, como abogado del librecambio o como campeón del proteccionismo; y es, naturalmente, su primer cuidado, al entrar en funciones, buscar una ocasión inmediata de expresar sus miras, y el medio inmediato también de darlas una forma precisa y de imponerlas a la atención del Congreso. Su desencanto es, por consecuencia, muy vivo cuando descubre que, a la vez, le faltan la ocasión y el medio. Puede presentar su bill; pero eso es todo lo que puede hacer y debe hacerlo en un momento especial y de una manera especial; eso es probable que una dura experiencia se lo enseñe, si no tiene la prudencia de informarse de antemano de los detalles de la práctica. Es probable que haga un debut temerario, en la suposición de que el Congreso observa las reglas ordinarias de la práctica parlamentaria a que se ha acostumbrado en las discusiones familiares en su adolescencia, y en las reuniones públicas que su experiencia más reciente le ha hecho conocer. Su bill está dispuesto, sin duda, para ser presentado muy al comienzo de la legislatura; así algún día, aprovechándose de una parada en los trabajos de la Asamblea, cuando parece que no hay ningún asunto ante la cámara, se levanta para leerlo y proponer su adopción. Pero descubre que obtener la palabra es una empresa difícil y precaria. Es cierto que hay otros que lo desean tanto como él; y su indignación se halla excitada por el hecho de que el speaker no se digna siquiera volverse hacia él, aunque debe haber oído su petición; es a algún otro al que designa sin vacilación y como una cosa muy natural. Si es estrepitoso y se obstina en sus gritos de “señor speaker”, puede ser que obtenga por un instante la atención de este alto funcionario, pero únicamente para oirse decir que se sale de las reglas y que bill no puede ser presentado en aquel periodo más que con el consentimiento unánime de la Asamblea; inmediatamente se elevan, articuladas mecánica, pero enérgicamente, exclamaciones de protesta, y se ve forzado a sentarse, confuso y desconcertado. Se ha atravesado, sin saberlo, en el camino “del orden regular de las ocupaciones”; en consecuencia, ha sido atropellado, sin darse cuenta bien exactamente del modo como le ha ocurrido el accidente. Obligado por la amargura y la decepción de esa primera experiencia a respetar, si no a temer, los reglamentos, el nuevo miembro se dedica, estudiando o informándose, a descubrir, si es posible, la naturaleza de sus privilegios y las ocasiones que tiene de ejercerlos. Llega a saber que el único día que para él no es peligroso es el lunes. Ese día se llama por lista de estados, y los miembros pueden presentar bills a medida que son nombrados los estados. El lunes, pues, se mide de nuevo con los reglamentos, seguro de no tener esta vez nada que temer; pero es tal vez, por su parte, una imprudencia, y por desgracia una presunción. Porque si imagina, como es su deseo natural, que después que haya enviado su bill para ser leído por el clerk podrá decir algunas palabras en su favor, y con tal esperanza entra en los comentarios que largamente ha madurado, será aplastado por los reglamentos, tan seguramente como lo fue la primera vez, cuando obtuvo por un instante la palabra. El golpe seco de la varita del señor speaker es decisivo, inmediato y perentorio. Lacónicamente se le informa de que los reglamentos no autorizan ningún debate; el bill sólo puede ser enviado al comité competente.
En verdad, eso es para desalentar; es su primera lección sobre el gobierno por los comités, y la varita del maestro causa un dolor acerbo; pero cuanto antes aprenda las prerrogativas y las facultades de los comités permanentes, antes penetrará en los misterios de los reglamentos y evitará el dolor de punzarse de nuevo con sus espinas. Los privilegios de los comités permanentes son el comienzo y el fin de los reglamentos. La Cámara de Representantes y el Senado dirigen una y otro sus asuntos, por lo que podría llamarse de modo figurado, pero no sin exactitud, un medio raro de disgregación. La cámara virtualmente delibera y legisla por pequeñas secciones. Le faltaría tiempo para discutir todos los bills que le son llevados, porque éstos en cada legislatura se cuentan por millares; y es dudoso que, aun cuando el tiempo lo permitiera, el procedimiento ordinario de debates y de enmiendas pudiera bastar para separar la paja del grano en los montones de bills apilados cada semana sobre la mesa del clerk. Así, no se ha hecho ninguna vana tentativa para efectuar algo de ese género.
El trabajo es distribuido, en su mayor parte, a los cuarenta y siete comités permanentes que constituyen la organización regular de la cámara; en parte, también a comités elegidos, nombrados para un objeto especial y temporal. Cada uno de los bills casi innumerables que llegan a montones los lunes, es “leído por primera y segunda vez” —leído simplemente por forma, es decir, por su título, por el clerk, y admitido en sus primeras disposiciones por asentimiento tácito, con el fin de llevarlo a la fase oportuna para su envío al comité;— luego enviado sin debate al comité permanente a que compete. En la práctica, ningún bill se escapa al envío —no hay excepción, naturalmente, más que para los bills presentados por los comités, y también para un pequeño número que pueden ser puestos a examen, gracias a una suspensión de los reglamentos acordada por el voto de las dos terceras partes de los miembros—; por otra parte, el carácter exacto de un bill no es siempre fácil de definir, no es una cosa completamente natural. Además del gran Comité de Vías y Medios del Comité no menos importante de Apropiaciones, hay comités permanentes para los negocios de banca y circulación monetaria, para las reclamaciones, para el comercio, para el dominio público, para los correos y las vías postales, para la justicia, para los gastos públicos, para las manufacturas, para la agricultura, para los asuntos militares, para los asuntos navales, para las minas y su explotación, para la educación y el trabajo, para las patentes y para una multitud de otros ramos de la legislación. Por más cuidadosa y precisa que sea la división de las materias legislativas, representada por los títulos de esos comités, no se ve siempre con evidencia a que comité debe ir cada bill. Muchos bills conciernen a asuntos que se pueden considerar lo mismo de la jurisdicción de uno de los comités que de otro; en efecto, ningún límite bien marcado y firme separa las diferentes clases de asuntos que los comités tienen la misión de estudiar. Sus jurisdicciones se superponen en muchos puntos, y debe ocurrir frecuentemente que se lean bills que pertenecen justamente a ese terreno común. En el momento del envío de esos bills, se producen vivas e interesantes escaramuzas. Hay una rivalidad activa con tal motivo; la rutina ordinaria, tranquila, que preside al envío cuando éste se impone, es interrumpida por mociones rivales que tratan de dar soluciones muy diferentes respecto a lo que se hará de esos bills.
¿A qué comité debe enviarse un bill para fijar y establecer el máximum de las tarifas de los Ferrocarriles Unión-Pacífico y Central Pacífico? ¿Será al Comité del Comercio o al Comité de los ferrocarriles del Pacífico? Un bill que prohíbe el despacho por el correo de ciertas categorías de cartas o de circulares, ¿debe ir al Comité de Correos y Vías Postales porque se refiere al transporte de cartas, o al comité de lo judicial porque propone crear un delito con toda transgresión de esta prohibición? ¿Cuál es el destino que debe darse a un bill que parece hallarse así en la jurisdicción de dos comités distintos?
El destino de los bills enviados al comité no es, por lo general, incierto. Por regla general, un bill enviado es un bill condenado. Cuando va del pupitre del clerk a la sala del comité, pasa un puente de los suspiros parlamentarios y cae en las sombrías prisiones del olvido, de las que nunca volverá. La causa y la época de su muerte son desconocidas, pero sus amigos no lo volverán a ver. Naturalmente, ninguno de los comités permanentes tiene el privilegio de tomar por su cuenta los plenos poderes de la cámara que representa, y desechar de modo formal y decisivo el bill que le es enviado; su desaprobación, si lo desaprueba, debe ser objeto de un dictamen a la cámara, bajo la forma de recomendación “de que no se apruebe” el bill. Pero es fácil, y, por consiguiente, es lo que se hace por lo común, dejar transcurrir la legislatura sin dar dictamen en absoluto sobre los bills que se juzgan criticables o sin importancia, y sustituir a los dictámenes que de ellos se hubieran dado algunos bills de la elucubración misma del comité; de suerte que millares de bills expiran al expirar cada Congreso; no han sido desechados, sino simplemente olvidados. No se ha tenido tiempo de dar dictamen sobre ellos.
Dicho se está, naturalmente, que el efecto práctico de esta organización de los comités de la cámara es transferir a cada uno de los comités permanentes la entera dirección de la legislación sobre las materias que por su naturaleza están sometidas a su examen. En esas materias, la iniciativa le pertenece, y toda la acción legislativa, en lo que les concierne, está bajo su dirección. Él da a las determinaciones de la cámara, dirección y forma. En un punto, sin embargo, su iniciativa es limitada. Un comité permanente no puede dar dictamen sobre un bill cuyo asunto no ha sido sometido a su examen por la cámara “en virtud de los reglamentos o de otro modo”; no puede ofrecer espontáneamente su opinión sobre cuestiones acerca de las cuales no se ha pedido esa opinión.
Pero esa no es una limitación seria, ni siquiera eficaz, a sus funciones de inspiración y de dirección; es una cosa muy sencilla, en efecto, obtener que se le someta una cuestión que desee presentar a la atención de la cámara. Su presidente, o uno de sus miembros directores, elabora un bill englobando el punto sobre que el comité desea inspirar la legislación; lo presenta, a calidad de miembro privado, el lunes, cuando el llamamiento de los estados; lo hace enviar a su comité y le procura así la ocasión de dar el dictamen deseado.
Por esa autoridad imperiosa de los comités permanentes es el miembro nuevo detenido y contrariado, cada vez que procura tomar una parte activa en los trabajos de la cámara. Hacia cualquier lado que se vuelva, encuentra en su camino algún privilegio de los comités. Los reglamentos se han establecido de tal suerte, que colocan todos los asuntos bajo su acción; y uno de los descubrimientos que el nuevo miembro está seguro de obtener, después de muchas experiencias dolorosas y muchas aventuras calmantes, cuando la primera legislatura toca a su fin, es que, bajo su autoridad, la libertad de los debates no existe, y que su discurso, largo tiempo retardado, no verá la luz. En efecto, una legislatura del Congreso, aun larga, es demasiado corta para que se puedan examinar completamente todos los dictámenes de los cuarenta y siete comités; el debate acerca de ellos debe ser estrictamente reprimido, y aun excluido totalmente, si se quiere que una parte considerable del indispensable trabajo quede acabada antes de la suspensión de sesiones. Hay asuntos a que la cámara debe dar siempre una pronta atención; por eso los dictámenes de los Comités de Imprenta y de Elecciones están siempre a la orden del día; hay cuestiones para las que habrá siempre que probar un examen cuidadoso; por eso el Comité de Vías y Medios y el Comité de Apropiaciones están investidos de privilegios extraordinarios; las leyes de Hacienda serán objeto de dictamen y se examinarán generalmente en todo tiempo. Pero esos cuatro comités son los únicos que gozan de un favor especial. Los demás deben tomar su turno en el orden establecido, en el cual son llamados por el speaker, contentándose con las migajas de tiempo que caen de las mesas de los cuatro comités privilegiados.
El senador Hoar, de Massachusetts, cuya larga experiencia del Congreso da a sus palabras una gran autoridad, calcula que, “suponiendo que las dos legislaturas que forman la vida de la cámara duren diez meses”, la mayor parte de los comités no tienen a su disposición, durante cada Congreso, más que dos horas cada cual para “dar su dictamen, para discutir y decidir todos los asuntos de legislación general confiados a sus cuidados”. Porque, naturalmente, se derrocha mucho tiempo. Ningún Congreso se pone inmediatamente al trabajo desde su primera reunión. Tiene que elegir su mesa, y después de su elección es preciso que transcurra algún tiempo antes de que su organización sea completada finalmente por el nombramiento de los comités. Queda en suspenso también por las vacaciones, y generalmente se evita largas sesiones. Aparte de eso, muchas cosas vienen a interrumpir el llamamiento de los comités, a que están subordinados la mayor parte de los asuntos. Ese llamamiento no puede hacerse más que durante las horas de la mañana, las que siguen inmediatamente a la lectura del “diario” —los martes, miércoles y jueves—; aun entonces puede ser aplazado, porque la tarea interrumpida de la víspera tiene derecho, ante todo, a la atención de la cámara. El llamamiento no puede hacerse los lunes, porque la mañana del lunes está invariablemente consagrada al llamamiento de los estados para la presentación de bills y resoluciones; ni los viernes, porque el viernes es el día de los bills privados, y es absorbido siempre por el Comité de Reclamaciones o por otros autores de bills que se cuentan en la “lista privada” private calendar. El sábado rara vez tiene la cámara sesión.
Se hacen imprimir los dictámenes que se dan durante esas escasas horas de la mañana, para ser examinados por su turno, y los bills presentados por los comités quedan en la lista conveniente para ser puestos a la orden del día en la época debida. Cuando, por la mañana, ha transcurrido una hora, la cámara se apresura a ocuparse en los asuntos que están sobre la mesa del speaker.
Esos son algunos de los puntos más claros de los reglamentos. Los hay que están llenos de complejidad y confusión para el profano, y la confusión en la práctica es mayor todavía que en los reglamentos. El orden regular de los asuntos es interrumpido constantemente, en efecto, por la admisión de resoluciones presentadas “por consentimiento unánime” y de bills, que se dejan penetrar a favor de una “suspensión de los reglamentos”. Sin embargo, es evidente que hay un principio que domina a todas las fases del procedimiento, y que no es desconocido ni derogado nunca: el principio de que los comités gobiernan sin obstáculo y sin traba. Y ese es un principio de una potencia creadora considerable. Es la sustancia de toda la legislación. En primer lugar, el despacho rápido de los asuntos, bajo la dirección de los comités, determina el carácter y la importancia de la discusión a que la legislación se somete. La cámara tiene conciencia de que el tiempo apremia. Sabe que, por prisa que se dé, apenas podrá llevar a su término la octava parte de los asuntos admitidos para la legislatura, y que detenerse en un largo debate es dejar acumularse los atrasados. Aparte de eso, la mayor parte de los miembros tienen individualmente la preocupación de apresurar la acción sobre todos los asuntos pendientes, porque cada uno de los miembros de la cámara es miembro también de uno o de varios de los comités permanentes; está, pues, deseoso, como es natural, de que los bills preparados por sus comités, y en los que está necesariamente interesado, en particular, con motivo de la atención especial que se ha visto obligado a darles, obtengan ser escuchados y votados lo antes posible.
Debe, en consecuencia, ocurrir invariablemente que el comité que tiene la palabra en un momento dado, es el comité cuyas proposiciones desea examinar la mayoría de la cámara, tan sumariamente como las circunstancias lo permitan, a fin de que aquellos de los otros cuarenta y dos comités no privilegiados a que pertenece la mayoría, puedan obtener una ocasión más pronta y mayor de ser oídos. Un comité informante, además, tiene, por lo general, tanto placer en ser apremiado, como la mayoría en apremiarlo. Tiene probablemente varios bills, que ha madurado y desea verlos discutir, antes que las breves horas que la ocasión le ofrece hayan pasado y huido. [5]
En consecuencia, es costumbre establecida en la cámara conceder la palabra, por una hora, al miembro del comité informante que está encargado del asunto puesto a deliberación; esa hora viene a ser la hora principal del debate. El miembro informante del comité emplea rara vez él mismo, si la emplea alguna vez, la totalidad de la hora para su exposición del asunto sometido a la cámara; emplea una parte y dispone de la porción que resta; pues, por un privilegio no discutido, le corresponde decidir si conservará o no la palabra él mismo. Ninguna enmienda se admite durante esa hora, a menos que él consienta en su presentación; y, naturalmente, no cede su tiempo indistintamente a cualquiera que desee hablar. Deja lugar, en realidad, como la equidad se lo impone, a los adversarios, tanto como a los partidarios de la medida que le está confiada; pero, en general, nadie ve que se le conceda una parte de ese tiempo, si, de antemano, no ha obtenido promesa de ello; los que hablan no deben traspasar el número de minutos que él ha consentido en otorgarlos. Guarda así cuidadosamente, bajo su propia vigilancia, la dirección del debate y de las enmiendas como buen táctico, y antes de dejar definitivamente el puesto a la expiración de su hora, es seguro que propondrá la moción previa. Descuidar hacerlo sería perder toda inspección sobre el asunto que tiene en su mano, porque, a menos que se ordene la cuestión previa, el debate puede extraviarse, y la probabilidad que tenía su comité de ver discutidas sus medidas, desaparecer totalmente; eso sería nada menos que su descrédito. Sería tanto más de censurar, cuanto que no tenía más que pedir la cuestión previa para evitarlo. Como ya he dicho, la cámara está impaciente por apresurar la tarea, tanto como él mismo puede estarlo, y satisfará casi todas las peticiones que él pueda hacer con la mira de restringir la discusión; sin embargo, indudablemente, si él le soltara las riendas, correría libremente según su capricho y despreciando al conductor. Una vez ordenada la cuestión previa, se descartan todas las enmiendas; queda una hora para el resumen del mismo comisario privilegiado, antes de que se proceda a la votación final y se decida de la suerte del bill.
Tales son las costumbres que desconciertan, embrollan y asombran al nuevo miembro. En esos precedentes y en esos usos, cuando a la larga llega a comprenderlos, descubre el novicio la explicación del hecho, en tiempos pasados tan desconcertador y en apariencia tan inexplicable, de que, cuando se lanzaba a pedir la palabra, otros miembros que, sin embargo, se levantaban después que él, eran preferidos fríamente y sin piedad por el speaker. Evidentemente, harto claro está que el señor speaker sabía de antemano a quienes había aceptado ceder la palabra el representante del comité informante, y era inútil para cualquier otro pedir a grandes gritos que se le concediera. Cualquiera que deseara hablar habría debido, a ser posible, hacer un arreglo con el comité, antes de que el asunto se pusiera a discusión, y habría debido notificar al señor speaker que se le concedería la palabra por algunos instantes.
Ese, sin disputa, a más de muy interesante, es un método muy nuevo y significativo para restringir el debate y apresurar la acción legislativa: método de muy seria importancia y fértil en consecuencias constitucionales de gran alcance. Las prácticas de debate que prevalecen en su asamblea legislativa son manifiestamente de la más alta importancia para un pueblo que se gobierna él mismo; en efecto, esa legislación, que no es discutida reposadamente por el cuerpo legislador, es prácticamente una legislación hecha a escondidas. Es imposible, para el Congreso mismo, hacer sabiamente lo que hace con tanta premura; y los electores no pueden comprender que el Congreso no se detenga a examinar los bills que se le presentan. Las prerrogativas de los comités representan algo más que una simple división cómoda del trabajo. Sólo en una parte de su tarea se ocupa, en cuerpo, el Congreso; y es la parte que comprende la materia privilegiada de rentas y subsidios. La cámara no acepta nunca las proposiciones del Comité de Vías y Medios o del Comité de Apropiaciones sin una madura deliberación; pero autoriza a casi todos los otros comités permanentes a legislar de hecho por ella. En la forma, los comités no hacen más que clasificar los diferentes asuntos presentados por sus miembros individualmente, y prepararlos con cuidado y después de una minuciosa investigación para la deliberación y la acción finales de la cámara; en realidad, ellos dictan la marcha que hay que seguir, no contentándose con indicar a la cámara las decisiones que se han de tomar, sino midiendo, a su voluntad, las ocasiones que se le den de discutir y de deliberar. La cámara se reúne en sesión, no para discutir seriamente, sino para sancionar lo más pronto posible las conclusiones de sus comités. Ella legisla en las salas de comités, no por las decisiones de las mayorías, sino por las resoluciones de minorías, que tienen comisión especial; de suerte que no está lejos de la verdad decir que el Congreso en sesión es el Congreso en exhibición pública, mientras que el Congreso en sus salas de comité es el Congreso trabajando.
La costumbre se forma pronto, aun en el americano libre de preocupaciones; y la naturaleza de la Cámara de Representantes ha sido modelada por una larga costumbre, según el espíritu de sus reglamentos. Los representantes, por una rigurosa disciplina para consigo mismos, se han adaptado perfectamente a la ley, bajo la cual viven y han arrojado de sus corazones, lo más completamente posible, todo deseo de hacer lo que esa ley tiene por principal objeto prohibir, renunciando a una vana pasión por la discusión pública. Esa falta absoluta del espíritu de discusión y el hecho de que la idea de combatir una proposición por medio de argumentos les parezca extraña, fueron ilustrados recientemente por un incidente que fue dolorosamente cómico. La mayoría demócrata de la Cámara del Congreso cuarenta y ocho deseaba el voto inmediato de un pension bill de una importancia hasta colosal; la minoría republicana condenaba, en cambio, el bill con gran calor; cuando éste fue presentado por el Comité de Pensiones a una hora avanzada de la tarde, en medio de una cámara poco numerosa, una vez que se hubieron suspendido los reglamentos y se hubo fijado un día próximo para el examen del bill, los republicanos recurrieron a una obstrucción determinada y persistente para impedir la acción. Desde luego se negaron a votar, dejando a los demócratas sin quórum suficiente para obrar; luego, durante toda la noche, mantuvieron a la cámara en llamamientos sobre mociones dilatorias y obstructivas; la tristeza de las horas que se arrastraban así, era atenuada de tiempo en tiempo, divirtiéndose en oír las excusas de un miembro que había tratado de deslizarse hacia su lecho, o por la emoción de una disputa llena de cólera entre los leaders de los dos partidos, que se hacían mutuamente responsables de aquella completa detención. Hasta que la mañana hubo impulsado a los culpables a reforzar las filas de los demócratas, la tarea no avanzó un paso. El hecho que es de notar en aquella notable escena, es que la minoría no maniobraba para tener la ocasión o el tiempo necesario para un debate, a fin de que el país fuera informado de la verdadera naturaleza del bill que condenaba; no hacía más que combatir una moción preliminar por una obstrucción silenciosa y obstinada. Cuando había empleado la noche entera en oponerse a toda acción, se dice que la cámara no tuvo “humor para entregarse al debate de treinta minutos, autorizado por los reglamentos”; hubo una votación final después de haberse dicho tan sólo una o dos palabras. Se creyó más fácil y más natural, según se ha visto, llamar la atención sobre el carácter discutible de lo que intentaba la mayoría, haciendo una “escena” en cierto modo escandalosa de que todo el mundo hablaría, que haciendo discursos que no leería nadie. Fue un expresivo comentario de los métodos característicos de nuestro sistema de gobierno del congreso.
Un resultado muy notable de este sistema es el de transportar del Congreso al secreto de las salas de comité el teatro de los debates sobre la legislación. Los señores de provincias que leen los despachos de la Asociación de la prensa en sus periódicos, al tiempo de desayunarse en el café, se ven sin duda cruelmente embarazados por varias de las noticias que aparecen alguna vez en las breves notas telegráficas de Washington. ¿Qué pueden comprender de esto, por ejemplo? “El Comité de Comercio ha oído hoy los argumentos de la delegación del Congreso de “tales o cuales estados”, en favor de las apropiaciones para las mejoras de los ríos y puertos que los miembros desean ver inscribir en el bill de apropiaciones de los ríos y puertos.” No comprenderán, probablemente, que hubiera sido inútil para los miembros que no son del Comité del Comercio, aguardar una ocasión de exponer sus ideas ante el Congreso, que ha puesto la medida a que desean hacer adiciones bajo la imperiosa intervención del comité y donde no podrían, en consecuencia, obtener ser oídos sino gracias a la cortés tolerancia del miembro relator de éste. Todo lo que hay que hacer, debe hacerse por mediación de los comités o por ellos mismos.
Parece, pues, que prácticamente el Congreso, o en todo caso la Cámara de Representantes, delega en los comités permanentes no sólo sus funciones legislativas, sino también sus funciones deliberativas. El pequeño debate público que se suscita en virtud de los reglamentos estrictos y apremiantes de la cámara, es un debate de fórmula más que una discusión efectiva; la discusión que se hace en los comités es la que da forma a la legislación. Sin duda alguna, ese tamizar de las cuestiones legislativas por los comités es de gran valor; permite a la cámara obtener “consejos libres de toda oscuridad” y opiniones inteligentes que emanan de una fuente autorizada. Toda conversación sobria, llena de observaciones prácticas sobre las cuestiones de política pública, ya tenga lugar ante el Congreso o simplemente ante los Comités del Congreso, es de gran valor; y las controversias que nacen en las salas de los comités, a la vez, entre los miembros de los mismos comités y entre los que comparecen ante ellos como defensores de medidas especiales, sólo pueden contribuir a dar claridad y verdadera consistencia a los informes sometidos a la cámara.
Hay, sin embargo, varias razones muy evidentes que explican por qué el examen más profundo de un asunto por los comités, la discusión más completa y más juiciosa de sus detalles en su seno, no pueden reemplazar ni tener toda la utilidad que la enmienda y la discusión por el Congreso en sesión pública. En primer lugar, las sesiones de los comités son privadas y sus discusiones no se publican. El principal, e indiscutiblemente el más esencial objeto de toda discusión sobre los asuntos públicos, es ilustrar la opinión pública; y naturalmente, puesto que no puede oír los debates de los comités, la nación no puede recibir de ellos una gran enseñanza. Hay una objeción decisiva a la publicación de las deliberaciones de los comités, objeción que todos los jurisconsultos parlamentarios reconocen que resulta de las circunstancias mismas, y es que esas deliberaciones no tienen ningún valor mientras no son confirmadas por la cámara. Un comité ha recibido la misión, no de instruir al público, sino de instruir y guiar a la cámara.
A la verdad, no está en uso en los comités abrir con frecuencia sus puertas a los que desean ser oídos sobre los asuntos pendientes; y nadie puede reclamar una audiencia como si tuviera derecho a ella. Al contrario, los comités tienen el privilegio y el hábito de mantener sus sesiones en un secreto absoluto. Se considera como una violación del reglamento, de parte de un miembro, hacer referencia ante la cámara a lo que ha pasado en el seno del comité, “a menos de estar a ello autorizado por un dictamen escrito sancionado por la mayoría del comité”; no hay tampoco sitio en el orden regular de los asuntos, para una moción ordenando a un comité que haga su información a puerta abierta. Así, pues, sólo gracias a la buena voluntad de los comités, pueden presentarse argumentos ante ellos.
Por otra parte, cuando permiten acercarse a ellos, extienden su autorización a más personas que sus colegas del Congreso. El Comité de Comercio consiente en escuchar a los funcionarios principales de los ferrocarriles sobre la reglamentación de los gastos y de las tarifas de transportes; y centenares de personas interesadas se informan por telegrama, cerca del presidente del Comité de Vías y Medios, de la época en que les será permitido presentar sus observaciones sobre la revisión de la tarifa. Los discursos pronunciados ante los comités durante sus sesiones públicas, son apenas, por consecuencia, de naturaleza propia para instruir al público, y que valgan por tal título ser publicados. Son, por regla general, alegatos de litigantes privados, argumentos de abogados. No hay nada en ellos del carácter penetrante, crítico, humorístico, que pertenece al orden superior del debate parlamentario, en que dos hombres se ponen en pugna uno con otro en condiciones de igualdad, y excitados a una ardiente disputa y a una lucha gigantesca bajo el aguijón de un principio político o de la ambición personal, enmedio de la rivalidad de los partidos y de la competencia entre los diversos programas políticos. Ellos representan una justa entre intereses contrarios, y no un combate de principios. Apenas podrían instruir o educar la opinión pública, aun en el caso de que obtuvieran su atención.
Para instruir o educar la opinión pública, en lo que concierne a los asuntos nacionales, se necesita algo más que alegatos particulares sobre privilegios especiales. Se necesita una discusión pública de naturaleza particular, una discusión por el cuerpo legislativo mismo, una discusión en que todos los detalles de cada punto debatido sean distintamente puestos de relieve, y todos los argumentos importantes llevados hasta su último grado de evidencia por leaders reconocidos de aquel cuerpo; y por encima de todo, una discusión de que deba depender alguna cosa, alguna cosa importante o de gran interés, alguna cuestión apremiante de administración o de derecho el destino de un partido o el éxito de un político de renombre. Sólo a una discusión de este género prestará atención el público; ninguna otra hará impresión sobre él. De aquí que cualquiera que juzgue un poco, como hombre de Estado, de las condiciones esenciales de un self government inteligente, llega, por desgracia, a esta averiguación, que es la que deben hacer inevitablemente todos los que examinen francamente nuestro sistema congresional; y es que bajo ese sistema, semejante discusión es imposible. Hay, para empezar, razones físicas y arquitecturales que hacen que sea imposible un debate práctico sobre los asuntos públicos en la Cámara de los Representantes. Para los que visitan las galerías de la Sala de los Representantes durante una sesión de la cámara, esas razones son tan claras como sorprendentes. Sería natural esperar que un cuerpo que se reúne públicamente para la discusión y la deliberación, tuviera sus sesiones en una sala bastante pequeña para permitir un cambio fácil de miras y un acuerdo rápido en la acción, en que sus miembros estuvieran en contacto estrecho, simpático; y es muy sorprendente ver que se extiende con libertad a través de los vastos espacios de una sala como el hall de la Cámara de Representantes; no hay, en efecto, multitud colaborando en apretadas filas; al contrario, cada miembro tiene un pupitre espacioso y un cómodo sillón giratorio; amplias naves se extienden y se prolonga, y vastos espacios, cubiertos de espesas alfombras, rodean los pupitres del speaker y de los clerks; galerías profundas se remontan de las líneas exteriores de los amplios pasajes, que se extienden más allá del bar; es una sala inmensa, espaciosa, que desarrolla libremente sus gigantescas dimensiones bajo el gran techo de vigas planas, a través de cuyas claraboyas de cristal entra a oleadas la luz del día. La impresión más viva que tiene el visitante al contemplar ese vasto hall, es la impresión del espacio. Un orador debe tener necesariamente una voz como la de O’Connel —piensa el visitante práctico en el momento en que se sienta en la tribuna— para llegar a llenar los espacios silenciosos de esa sala; cuanto más todavía para dominar los ruidos tumultuosos que zumban o resuenan a través de aquella sala, cuando los representantes están allí reunidos; debe tener una voz clara, sonora, dominante como el toque de un clarín. El que hable allí con la voz y los pulmones del común de los mortales, debe contentarse con hacerse oír por los miembros que están a su inmediata vecindad, cuyos oídos fatiga violentamente con sus vehementes esfuerzos para conseguir la atención de los que están sentados más lejos, y que, por lo tanto, no pueden más que resignarse a escucharlo.
Esa extensión del hall de los representantes es lo que hace tan significativos esos telegramas que hablan de un discurso interesante o ingenioso que ha ganado al orador oyentes de todos los lados de la cámara. Como decía uno de nuestros más célebres hombres de ingenio, un miembro debe hacer necesariamente el viaje de un día de sábado para ponerse al alcance de la voz de un orador que habla en la cámara a la parte opuesta del hall; porque, aparte del espacio, hay los ruidos que se interponen; el ruido de las conversaciones en alta voz y de las palmadas para llamar a los ujieres, hacen la tarea del orador “muy semejante a la que consistiría en dirigirse a los viajeros de los ómnibus desde el borde de la acera que está delante del Hotel Astor” .
Pero estas restricciones físicas a los debates, serias y reales, son de las menos importantes, porque son de las menos insuperables. Si las discusiones públicas, eficaces y prácticas fueran consideradas como indispensables por el Congreso, por lo menos como deseables, la sala actual podría ser prontamente dividida en dos halls: el uno formaría un salón de lectura cómoda, en que los miembros podrían hablar y escribir a sus anchas, como lo hacen ahora en la misma cámara; del otro se haría una sala más pequeña, adecuada para los debates y para el trabajo serio. Esto, en realidad, ha sido propuesto varias veces, pero la cámara no ve que haya urgencia en facilitar los debates; no ve, en efecto, ningún motivo de desear un aumento del número de los discursos, puesto que, a pesar de todas las restricciones introducidas en la discusión, su trabajo avanza con muy excesiva lentitud. Los primeros congresos tenían tiempo de discurrir; los congresos de hoy no lo tienen. Antes de que se hubiera construido aquella ala del capitolio, en que se encuentra al presente la Sala de los Representantes, la cámara tenía sus sesiones en la pieza mucho más pequeña, que hoy está vacía y no contiene más que la exposición de escultura, a que está consagrada; y allí, todos los días, se pronunciaron muchos discursos: Calhonn, Randolph, Webster y Clay ganaron allí su reputación de hombres de Estado y de oradores. Tan serios e interesantes eran los debates de aquella época, que los principales discursos pronunciados en el Congreso parecen haber sido reproducidos ordinariamente por entero en los diarios metropolitanos. Pero, aun entonces, el número y lo largo de los discursos eran vivísimamente deplorados; desde 1828, un redactor de la North American Review condena lo que llama “el hábito del debate congresional”, con el aire de alguien que habla de un abuso que todo el mundo reconoce ser un azote. Once años más tarde, un colaborador de la Democratic Review declaraba que se había hecho contra Mr. Samuel Cushman, entonces miembro del vigésimo quinto Congreso por New Hampshire, “la acusación de plantear la cuestión previa”. “En verdad”, continúa el autor del artículo, “la plantea, y ese es un servicio que, aun cuando no hubiera hecho nunca otra cosa, le valdría la erección de un monumento como bienhechor público. Un hombre que puede detener un debate fastidioso, interminable, faccioso, que hace perder tiempo, vale por cuarenta que puedan provocarlo o prolongarlo. Exige algún valor moral, alguna energía y algún tacto también plantear la cuestión previa, y plantearla además juntamente en el momento oportuno”.
Esa ardiente y generosa defensa de Mr. Cushman contra la odiosa acusación de proponer la cuestión previa, sería, sin duda alguna, extremadamente divertida para el presidente de uno de los Comités del Congreso cuadragésimo octavo, para quien la cuestión previa parece ser una de las necesidades más comunes de la vida. Pero, después de todo, no debería reírse del publicista ingenuo, porque no era entonces el reinado de los reglamentos; éstos no hacían más que servir a la cámara, no la gobernaban como tiranos. No tenían entonces la ocasión de dominar, que resulta de la insuficiencia de tiempo que apremia a la cámara y del peso de los negocios que la oprime; tenían más que sufrir de una sala en que la elocuencia era posible, que de una vasta pieza en que la voz del orador es ahogada en medio de los ruidos de una inatención tumultuosa. Hoy, los pretendidos debaters son fácilmente expulsados del Congreso y compelidos a recurrir a la prensa; deben contentarse con hablar en las páginas del Congressional Record, en vez de hablar desde sus asientos en medio de la cámara. Algunas personas que viven muy lejos de Washington, pueden imaginarse que los discursos que se extienden libremente en las columnas del Congressional Record, o que su diputado les envía en forma de folletos, han sido realmente pronunciados ante el Congreso; pero todos los demás saben que no lo han sido; que el Congreso da constantemente a sus miembros la autorización de insertar en las relaciones oficiales de las deliberaciones discursos que no ha oído nunca y que no tiene interés en oír, pero a cuya impresión no se opone, si es deseable que los electores y el país entero los lean. No estorbará las relaciones de un miembro con sus electores, en tanto que le sea posible contentar al uno y satisfacer a los otros, sin inconveniente para sí mismo y sin daño serio para los recursos del Tesoro. El impresor público no se opone a ello.
Pero hay otras razones, además, más importantes que éstas, que hacen que los debates del Congreso no puedan en nuestro sistema actual tener el objeto serio de pesar los méritos de los diversos programas políticos, ni ese fin definido y determinado que es el de los partidos —o si queréis, de los hombres de partido— y sin el cual esos debates no pueden ser de ningún efecto para instruir a la opinión pública o purificar la acción política.
La principal de estas razones, porque es la fuente de todas las demás, consiste en que no hay en el Congreso leaders investidos de una autoridad que sean los voceros reconocidos de sus partidos. El poder no está concentrado en parte alguna; está más bien, a propósito y deliberadamente, desparramado entre varios pequeños jefes. Está dividido, por decirlo así, en cuarenta y siete señorías, en cada una de las cuales un comité permanente es el tribunal de los barones, y su presidente el señor. Estos pequeños barones, algunos de los cuales no dejan de tener un gran poder, pero sin que ninguno se aproxime a la dominación absoluta, pueden a voluntad ejercer una autoridad casi despótica en sus condados, y a veces trastornar el reino mismo; pero sus mutuos celos, tanto como el pequeño número y la brevedad de las ocasiones que se les ofrecen, les impiden entenderse, y cada uno de ellos está muy lejos de las funciones de leader común.
Bien sé que ese plan de distribución del poder y de desintegración de la autoridad parece a algunos una combinación excelente, que nos permite escapar al peligro del “poder de uno solo” y a una enojosa concentración de funciones; son muy fáciles de comprender y de apreciar las consideraciones que hacen tan popular esta opinión sobre el gobierno por comités; está ella fundada en un temor muy saludable y muy justo de un poder irresponsable, y los que la sostienen más resueltamente, se colocan siempre en el terreno de que es difícil limitar las funciones de leader, por motivo de su extensión y de la fuerza de las prerrogativas que a ella van unidas, y que dividirlas es facilitar su fiscalización. Afirman, además, que, cuanto menos que hacer tiene un hombre —es decir, cuanto más confinado está en una tarea sencilla y con detalles definidos—, más inteligente y concienzudo será su trabajo. Les gustan los comités, precisamente porque son numerosos y débiles, aceptando muy a gusto que sean despóticos en sus estrechas esferas.
Parece evidente, sin embargo, cuando se considere la cuestión desde otro punto de vista, que, como resalta de la experiencia de los hechos, cuanto más dividido está el poder, más irresponsable se hace. Un barón poderoso, que puede poner la mitad del país sobre las armas, es vigilado con mayor recelo, y, por lo tanto, contenido con más vigilancia que la que nunca se concede al débil dueño de un simple castillo solitario. El uno no puede salir de su casa sin llamar la recelosa atención del país entero; el otro puede molestar y atormentar a todos sus vecinos sin miedo de impedimento ni obstáculo. Siempre los zorros pequeños son los que roban las uvas. De cualquier modo que sea, para volver de los ejemplos a los hechos de la cuestión, es asaz evidente que la poca importancia de las funciones de leader en los comités asegura su despotismo, privando a esas funciones de todo interés. El Senado casi siempre discute los asuntos que le conciernen con notable cuidado; la cámara, al contrario, ya por acuerdo unánime, ya con motivo de una obstrucción tan persistente de parte de la minoría, que obliga al comité informante y a la mayoría a abrir paso a los discursos, se detiene alguna vez a discutir extensamente los dictámenes de los comités; pero nadie, salvo quizá los editores de periódicos, halla interés en la lectura de esos debates.
¿Cómo ocurre que numerosas personas inteligentes y patriotas de este país, desde Virginia a California, personas que indisputablemente tienen a su estado y a la Unión mayor afecto que a nuestros vecinos de ultramar, se abonen a periódicos de Londres para devorar los debates parlamentarios, mientras que ni sueñan en tomarse el trabajo de recorrer penosamente un solo ejemplar del Congressional Record? ¿Es porqué son cautivados por la dignidad viejo continente de la real Inglaterra, con su aristocracia y la pompa de su corte, o porque tienen el deseo asaz vulgar de parecer más versados que sus vecinos en los asuntos del exterior y de afectar un gran conocimiento de los hombres de Estado ingleses? No, ciertamente no. Es porque aquellos debates parlamentarios son interesantes, y los nuestros no lo son. En la Cámara de los Comunes inglesa, las funciones y los privilegios de nuestros comités permanentes están todos concentrados en manos del ministerio, que tiene además privilegios de dirección leadership que nuestros comités mismos no poseen; resulta de ello que esas funciones y privilegios envuelven una entera responsabilidad al mismo tiempo que un gran poder, y que todos los debates presentan un intenso interés en cuanto a las personas y en cuanto a los partidos. Toda discusión importante es un acto de acusación de la mayoría por la minoría; y toda votación de importancia es la derrota de un partido y el triunfo de otro. Toda la guía del gobierno reposa en lo que se dice en los Comunes, porque las revelaciones que salen del debate cambian con frecuencia los votos y un ministro pierde el poder cuando pierde la confianza de los Comunes. Ese gran comité permanente hace dimisión cada vez que contraría la voluntad de la mayoría. Por estas razones, bien sencillas y bien claras, es por lo que los debates del Parlamento británico son leídos de este lado del mar con preferencia a los debates del Congreso. Ellos conciernen a los ministros, que son personas muy visibles, y por las que, en consecuencia, el mundo inteligente entero se interesa; ellos determinan, en fin, el curso de la política en un gran imperio. El día fijado para un debate parlamentario es un gran día de batalla, en que los liberales y los conservadores se oponen unos a otros con todas sus fuerzas, y gusta acechar el resultado del combate.
Nuestros debates en el Congreso, por el contrario, no tienen la décima parte de ese interés, porque no tienen la décima parte de esa significación y de esa importancia. Los dictámenes de los comités que dan margen a los debates no son sostenidos ni por uno ni por otro partido; representan pura y simplemente las recomendaciones de un pequeño cuerpo de miembros que pertenecen a los dos partidos; puede muy bien suceder que dividan los votos del partido a que pertenece la mayoría, como también puede ocurrir que encuentren oposición del otro lado de la cámara. Si son adoptados, no es eso el triunfo de un partido; si son rechazados, tampoco es su derrota. No son más que las proposiciones de un comité mixto; pueden éstas ser desechadas sin desventaja política para uno u otro partido, sin censura para el comité, así como pueden ser adoptadas sin alabanza para el comité ni ventaja política para uno de los dos partidos. Ni uno ni otro de éstos ha jugado gran cosa en la controversia. La única importancia que puede darse a la votación depende de la relación que puede tener con la próxima elección general. Si el dictamen toca a una cuestión que cautive la atención del público, hasta el punto de que toda acción que con ella se relacione deba verosímilmente ser anotada por éste para recordarle el día de la elección popular, los partidos tienen cuidado de votar todo lo firmemente posible del lado que juzgan ha de ser el más fuerte; pero respecto de los demás dictámenes, se resuelve sin pensar mucho en la influencia que pueden tener sobre el destino de elecciones lejanas, porque esa influencia es remota y problemática.
En una palabra, los partidos nacionales no obran bajo la presión que impone el sentimiento de una responsabilidad inmediata. La responsabilidad está dispersa, y ninguna votación ni debate puede reunirla. Reposa menos sobre los partidos que sobre los individuos, y no reposa sobre los individuos de un modo que permita reprocharles, con justicia y eficacia, la iniquidad de un acto legislativo. De considerar al gobierno desde un punto de vista práctico y de negocios, más bien que desde un punto de vista teórico y absolutamente moral —es decir, de tratar los negocios de gobierno como negocios—, parece indisputable y altamente de desear que toda la legislación represente distintamente la acción de los partidos en cuanto partidos. Bien sé que reformadores entusiastas, pero bastante poco prácticos, han propuesto suprimir los partidos por un juego de manos de reforma gubernamental, acompañado y completado por la restauración, que debe desearse sinceramente, de las virtudes que dominan menos de ordinario en la naturaleza humana; pero me parece que sería más difícil y menos de desear que lo suponen esas amables personas, dirigir un gobierno popular por medio de otro sistema que el de la organización de partidos, y creo que la gran necesidad es, no desembarazarse de los partidos, sino hallar y emplear una combinación que permita dirigirlos y someterlos día por día al juicio de la opinión pública. Francamente, este resultado no puede alcanzarse castigando de tiempo en tiempo a un miembro del Congreso que haya votado por un “bill de apropiación” manifiestamente contrario a la probidad o por una medida culpable relativa a las tarifas. A menos que el castigo pueda extenderse al partido —si lo hay bien marcado— con el cual han votado esos miembros, ninguna ventaja resultará del self government, ningún triunfo se habrá obtenido por la opinión pública. Sería de desear que los partidos obrasen como organización precisa, siguiendo principios reconocidos bajo la dirección de lideres visibles, a fin de que los votantes pudieran hallarse en condiciones de manifestar por sus votos, no sólo su desaprobación a una política pasada, retirando su apoyo al partido que de ella es responsable, sino también, y sobre todo, su voluntad en cuanto a la administración futura del gobierno, llevando al poder al partido que persiga el triunfo de una política aceptable.
Es, pues, un hecho de la más seria importancia que nuestro sistema de gobierno del congreso no ofrece ningún medio parecido de intervenir en la legislación. Fuera del Congreso, la organización de los partidos es bien determinada y tangible; nadie podría desear, muy pocos podrían imaginar que lo fuese más; pero en el interior del Congreso es obscura y no es tangible. Nuestros partidos dirigen a sus adeptos con la más estricta disciplina para el fin de apoderarse de los puestos; pero su disciplina es floja y flotante en sus funciones de legisladores. Al menos, no hay en el interior del Congreso organización de partido visible, susceptible, por tanto, de ser fiscalizada. El único lazo de cohesión es el “caucus”, que reúne a veces a un partido para una acción común, justamente por el tiempo necesario para la emisión del voto sobre una cuestión crítica. Hay siempre, es cierto, una mayoría y una minoría; pero la legislación elaborada durante una legislatura, no representa la política de la una ni de la otra; no es más que un agregado de bills presentados por comités compuestos de miembros que pertenecen a los dos grupos de la cámara; sabido es que ordinariamente no son la obra de los miembros de la mayoría influyendo en los comités, sino el resultado de un convenio; llevan el matiz o el tinte de las opiniones y de los votos de color diferente de cada uno de los miembros de los dos partidos que componen el comité.
Evidentemente, el hecho de que los dos partidos están representados en los comités, impide que la responsabilidad de los partidos esté bien determinada, y hace imposible una acción organizada de éstos. Si los comités estuvieran compuestos enteramente de miembros de la mayoría y resultaran así constituidos por representantes del partido que se hallara en el poder, el curso entero de las operaciones del Congreso tomaría indiscutiblemente muy diverso aspecto. Habría ciertamente entonces una oposición compacta para hacer frente a la mayoría organizada. Se consideraría a los dictámenes de los comités como representación de las miras del partido que estuviera en el poder; en vez de la oposición desordenada, sin armonía, sin plan ni leaders, que hoy suscita a veces contra las proposiciones de los comités obstáculos y retrasos vejatorios, se suscitaría un debate bajo la guía de los hábiles jefes de la oposición; éstos podrían ejercitar a sus partidarios en una guerra eficaz y dar forma y significación a los proyectos de la minoría. Pero, naturalmente, no puede haber una repartición tan precisa de las fuerzas, mientras que el mecanismo eficaz de la legislación se encuentre en manos de los dos partidos a la vez, mientras que los partidos se hallen mezclados y reunidos bajo el mismo arnés en una organización común.
Puede decirse, pues, que muy pocas medidas llevadas ante el Congreso, son medidas de partido. Llevan el refrendo de cuerpos elegidos, compuestos de miembros escogidos a fin de que constituyan una junta de examen imparcial para la apreciación jurídica y completa de todos los asuntos de legislación; ninguno de los miembros de esos comités tiene el derecho de revelar los desacuerdos que en ellos reinen, y la proporción de los votos emitidos; ni aun se sueña en dar el colorido de que los dictámenes presentados tengan por objeto favorecer los intereses de un partido. En verdad, basta con un examen muy ligero de las medidas que tienen su nacimiento en los comités, para advertir que la mayor parte de ellas están concebidas de suerte que facilitan su adopción, dándole un carácter todo lo neutral e inofensivo posible. El objeto manifiesto es acomodarlas al gusto de todas las facciones.
En esas condiciones, ni la caída ni el éxito de una política inaugurada por uno de los comités pueden ser legalmente imputados a uno u otro de los partidos. El comité ha obrado honradamente, sin duda alguna, y ha hecho lo que ha juzgado mejor; no hay seguridad, naturalmente, de que retirando al partido que compone principalmente el comité, la mayoría de que goza en el Congreso, pudiera obtenerse un comité que obrara mejor o diversamente.
La conclusión de todo esto es, pues, que la opinión pública no puede ser instruida ni formada por los debates del Congreso, no sólo porque hay pocos debates emprendidos seriamente por el Congreso, sino sobre todo porque nadie, fuera de aquellos a quienes su profesión interesa en el curso diario de la legislación, se cuida de leer lo que dicen los debaters, cuando el Congreso se detiene a discutir, tanto más cuanto que nada depende del resultado de la discusión.
El común de los ciudadanos no puede ser incitado a prestar una gran atención a los detalles, ni siquiera a los grandes principios de confección de las leyes, a menos que algo más interesante que la ley misma se halle contenido en la decisión pendiente de los legisladores. Si la suerte de un partido o el poder de un leader político distinguido están en juego en la votación final, prestará oído con la más viva atención a todo lo que los actores principales puedan tener que decir y se instruirá grandemente al hacerlo; pero si no hay nada de ese género en los platillos de la balanza, no se apartará de sus negocios para escuchar; si el verdadero punto en litigio no es puesto en claro en luchas políticas vehementes que atraen su atención a causa de su interés personal inmediato; si hay que buscarlo en una información que no se puede hacer completa, sino leyendo una veintena de periódicos, no los buscará ciertamente, ni siquiera se cuidará de ello, y hay poca utilidad en imprimir un record que él no leerá.
No sé cómo pudiera describirse mejor nuestra forma de gobierno en una sola frase, que llamándola un gobierno por los presidentes de los comités permanentes del Congreso. Ese ministerio desagregado, tal como figura en la Cámara de Representantes, tiene muchas particularidades. En primer lugar, está compuesto de los decanos de la Asamblea; porque en virtud de la costumbre, la antigüedad en el servicio congresional determina el otorgamiento de las principales presidencias; en segundo lugar, está constituido por elementos egoístas y que se combaten; porque luchan, presidente contra presidente, por el empleo del tiempo en la Asamblea, aunque la mayor parte de ellos sean inferiores al presidente de Vías y Medios, y todos estén subordinados al del Comité de Apropiaciones; en tercer lugar, en vez de estar compuesto por leaders asociados del Congreso, comprende los jefes disgregados de cuarenta y ocho “pequeñas legislaturas” (tomando del senador Hoar el nombre adecuado que da a los comités); en cuarto lugar, en fin, es instituido por nombramiento del speaker, el cual es, de propósito, el primer funcionario judicial, más bien que el primer funcionario político de la cámara.
Es muy interesante anotar el poder extraordinario que resulta al speaker de esta importante prerrogativa de nombrar los comités permanentes de la cámara. Ese poder es, por decirlo así, el defecto y la anomalía centrales y característicos de nuestro sistema constitucional; bajo ese aspecto, excita a la vez la curiosidad y el asombro del que estudia las instituciones políticas. Los más estimados entre los autores que han escrito sobre nuestra Constitución, han olvidado observar no sólo que los comités permanentes son el mecanismo más esencial de nuestro sistema gubernamental, sino también que el speaker de la Cámara de Representantes es el funcionario más poderoso de ese sistema. Tan completa es su soberanía en la vasta esfera de su influencia, que todavía se desea un conocimiento exacto de la extensión actual de su poder. Pero las facultades del speaker no pueden ser conocidas exactamente, porque varían con la persona del speaker. Todos los speakers han sido, principalmente desde hace algunos años, poderosos factores en legislación; pero algunos, por razón de su mayor energía o menores escrúpulos, se han servido más que otros de las ocasiones que se les ofrecían.
El privilegio del speaker de nombrar los comités permanentes, es casi tan antiguo como el Congreso mismo. Al principio, la cámara ensayó la votación secreta para sus comités más importantes, decidiendo, en abril de 1789, que el speaker no nombraría más que los comités que no comprendieran más de tres miembros; pero una experiencia de menos de un año parece haber probado suficientemente que este método de organización era impracticable; en enero de 1790 se adoptó la regla siguiente: “todos los comités serán nombrados por el speaker, a menos que, por una disposición especial, la cámara ordene otra cosa”. Los reglamentos de una Cámara de Representantes no son los reglamentos de la siguiente. Un reglamento no sobrevive sino mediante una readopción bienal. Toda cámara nuevamente elegida se halla sin reglamentos que la gobiernen, y uno de los primeros actos de su primera legislatura es, generalmente, adoptar la resolución de que los reglamentos de la cámara precedente serán los suyos propios, a reserva, naturalmente, de las revisiones que pueda juzgar útil hacer de tiempo en tiempo. El poder de designación del speaker espera, para tener nacimiento, la adopción de esta resolución; pero no aguarda nunca en vano, porque ninguna cámara, por insensata que fuera bajo otros aspectos, ha sido bastante insensata todavía para tratar de nuevo de elegir sus comités. Ese método puede convenir al Senado, tranquilo y desahogado de tiempo; pero no a una cámara turbulenta y que trabaja siempre de prisa.
Naturalmente, debe haber parecido siempre extraordinariamente apetecible a los hombres que reflexionan y que tienen experiencia, que el speaker no fuera más que el guía judicial y el moderador de los debates de la cámara, manteniéndose fuera de las ardientes controversias de la guerra de los partidos, y no ejerciendo más que una influencia imparcial sobre el curso de la legislación; y sin duda, cuando fue por primera vez investido del poder de nombramientos, se creyó posible que pudiera ejercer esa alta prerrogativa sin permitir a sus opiniones personales, sobre las cuestiones políticas, inspirar o aun guiar su elección. Pero bien pronto debió aparecer que era esperar demasiado de un hombre que tenía en sus manos la dirección de los negocios, pensar que subordinaría toda consideración al cuidado de esa dirección, y que haría todos los nombramientos abriendo los ojos sobre las preferencias de cada cual y cerrándolos sobre las suyas propias; y cuando esto se hizo evidente, se mantuvo sencillamente la regla, sin duda alguna, porque no se pudo descubrir otra mejor. Aparte de esto, en los primeros años de la Constitución, los comités se hallaban muy lejos de tener el poder que hoy poseen. Los asuntos no eran empujados precipitadamente en su discusión, y la cámara tenía la costumbre de examinar los dictámenes de los comités mucho más escrupulosamente que como lo hace hoy. Ella deliberaba en sesión pública tanto como en las salas privadas de los comités, y el funcionario que nombraba éstos era simplemente el elector de los consejeros de la cámara, y no, como lo es hoy el speaker, el elector de sus jefes.
Claro, pues, resulta que el cargo de speaker de la Cámara de Representantes es, en el presente estado, un fenómeno constitucional de la primera importancia que merece un examen crítico muy profundo. Si he logrado, con lo que ya va dicho, hacer conocer claramente el extraordinario poder de los comités, puede ser innecesario decir ahora que el que nombra esos comités es uno de los autócratas más poderosos. No puede haber prueba más marcada del gran poder político, unido a las altas funciones del speaker, que la lucha ardiente que cada dos años se traba para su elección, y el intenso interés que excita en todo el país la designación que se va a hacer. En estos últimos años, los periódicos han tenido casi tanto que decir sobre los candidatos que aspiran a esas funciones, como sobre los candidatos a la presidencia misma; han llegado a considerar la elección efectuada como un seguro indicio de la futura política legislativa.
El speaker es elegido, naturalmente, por el partido que tiene mayoría en la cámara; a veces, el esfuerzo de miembros intrigantes, egoístas, de esa mayoría, ha sido asegurar la elevación de alguno de sus amigos o de sus instrumentos a esas funciones, desde cuya altura puede prestarles los servicios más considerables y más útiles. Pero, aunque esas intrigas hayan llevado a veces a hacer elegir a una persona de capacidad insignificante y de reputación dudosa, la elección, generalmente, ha recaído sobre un representante, hombre de partido, de antecedentes claramente conocidos y de opiniones claramente confesadas; porque la cámara no puede soportar, ni se resuelve a ello buenamente, el inconveniente intolerable de un speaker débil; la mayoría es impulsada por el respeto de sí misma y por todas las consideraciones más graves de oportunidad, tanto como por atención a los intereses de los asuntos públicos, a colocar en el sillón del speaker a uno de sus leaders acreditados. Si hay divergencias de opiniones en el partido, una elección entre los leaders viene a ser una elección entre las diversas políticas, y reviste la mayor importancia. Se espera del speaker que constituya los comités según sus propias miras políticas, y este o aquel de los candidatos es preferido por su partido, no en modo alguno a causa de una presunta superioridad en el conocimiento de los precedentes y de las leyes de la práctica parlamentaria, sino a causa de sus opiniones más populares sobre las cuestiones dominantes del momento.
Igualmente, el speaker usa, por lo general, de sus facultades de un modo tan libre y tan autoritario cual se esperaba verle usar de ellas. Obra sin vacilación como jefe de su partido, organizando los comités en interés de tal o cual política, no secretamente y a escondidas, como el que hace algo de que se avergüenza, sino abiertamente y con seguridad, como el que hace su deber. Sus relaciones oficiales con los comités no cesan después de su nombramiento. Él tiene cuidado de facilitar su alta inspección de los asuntos de la cámara, no concediendo la palabra, durante el examen de un dictamen, sino únicamente a los miembros con que el ponente del comité ha consentido en dividir su tiempo, y haciendo respetar, por todos los que se dirigen a la cámara, la letra más estricta de los reglamentos en cuanto a lo largo de los discursos; igualmente aplica todas las demás restricciones que prohíben la acción independiente de los miembros tomados individualmente. Él debe velar por que los comités tengan su libertad de acción. Obrando así, no ejerce facultades arbitrarias que las circunstancias y los usos de la Asamblea le permitan arrogarse con toda seguridad; da simplemente efecto a la letra clara de los reglamentos y satisfacción a su evidente espíritu.
Un erudito, dedicado al estudio del derecho romano y de las instituciones romanas, que mirase los reglamentos de la Cámara de Representantes a través de cristales acostumbrados a no buscar más que antigüedades, sería excusable, por pretender haber hallado en las costumbres de la cámara una sorprendente reproducción de los métodos legislativos de Roma. No pudiendo la Asamblea romana, nos recordaría, votar y discutir al mismo tiempo, no tenía el derecho de enmienda; debía adoptar toda ley en globo o desecharla en globo; ningún miembro en particular tenía el derecho de presentar un proyecto de ley, porque eso era prerrogativa exclusiva de los magistrados. Pero, aunque pudiera establecer un paralelo satisfactorio para el mismo entre los magistrados de Roma y los comités de Washington, y anotar las leyes de la antigua República, que no se podían discutir sin enmendar, y las leyes de la República moderna, que tampoco se pueden enmendar ni discutir, podría encontrar difícilmente en el último sistema la ventaja compensadora que los eruditos han anotado por dar a la legislación romana una claridad y una perfección técnica que no se puede hallar de nuevo en ninguno de los códigos modernos. Como las leyes romanas no podían ser enmendadas cuando se las votaba, como debían ser claramente comprendidas por la inteligencia del vulgo, se consideró de primera necesidad una redacción clara y breve en la elaboración de las medidas que debían, primero, conquistar la aprobación popular; luego, conseguir o no sus fines, según se revelaban eficaces o impracticables.
Ninguna comparación semejante entre otros sistemas y el nuestro puede, sin embargo, encontrar favor cerca de cierta categoría de americanos que se alaban de no ser nada más que patriotas, y que juzgan, en consecuencia, que el mayor elogio que se puede hacer de la organización particular del gobierno por los comités, es el ser de nuestra propia invención. “Es cosa fea, caballero, pero muy mía”. Nadie creerá buenamente, sin embargo, que los miembros del Congreso —aún aquellos que pertenecen a esa clase obediente— alimenten una admiración muy grande por la disciplina a que hoy están sometidos. Según ha declarado el distinguido bibliotecario del Congreso, puede decirse:
...que la convicción general es que con la gran intervención que sobre la legislación ejercen el speaker y el poderoso Comité de Apropiaciones, y a lo que, además, hay que agregar el rigor de los reglamentos de la cámara, hay cada vez menos ocasión para los miembros individuales de influir sobre la legislación. La independencia y la capacidad son reprimidas por la tiranía de los reglamentos, y en la práctica, las facultades de la rama popular del Congreso están concentradas en la persona del speaker y en un pequeño —muy pequeño— número de parlamentarios expertos.Y naturalmente, los miembros del Congreso ven ese estado de cosas.
No tenemos más que tres fuerzas en esta cámara —exclamaba un diputado burlón de la costa del Pacífico, los brahmines del Comité de Vías y Medios—, no los cerebros (brains), sino los brahmanes de la cámara; los mandarines de botón blanco del Comité de Apropiaciones; la poderosa oligarquía que se llama el Comité de Reglamentos; el speaker de la cámara, y el ilustre diputado de Indiana.Naturalmente, todos los hombres de espíritu independiente se irritan por las restricciones arbitrarias de tal sistema, y sería mucho más filosófico concluir que lo dejan de pie porque no pueden combinar uno mejor, que pretender que se adhieren a sus prácticas incómodas a causa de la admiración que lo tienen como invención americana.
Sea de ello lo que quiera, el número de los que maltratan los reglamentos es mayor que el de aquellos que se esfuerzan en reformarlos. Uno de los más sorprendentes abusos que pasan es la adopción precipitada de bills en virtud de una suspensión de los reglamentos; ese es un procedimiento “por cuyo medio, dice el senador Hoar, son adoptados una vasta proporción, si no la mayoría, de los bills que vota la cámara”. Podrá comprenderse con mucha claridad esta práctica, si se sigue a Mr. Hoar en sus explicaciones:
Todos los lunes, después de la hora de la mañana, y en cualquier momento durante los últimos diez días de la legislatura, se ponen a la orden del día proposiciones dirigidas a suspender los reglamentos. Todo miembro puede proponer entonces suspender los reglamentos y aprobar cualquier bill propuesto. Se necesitan los dos tercios de los miembros votantes para adoptar semejante moción. Ella no puede dar origen a ningún debate ni a ninguna enmienda. De esta suerte, si los dos tercios de los miembros están de acuerdo, su bill, por una simple votación, sin discusión y sin cambio, atravesará todas las fases del procedimiento y llegará a ser ley, en cuanto la Cámara de Representantes puede realizar esa transformación; así centenares de medidas de vital importancia reciben, hacia el fin de una legislatura extenuante, sin ser discutidas, modificadas, impresas ni comprendidas, el asentimiento constitucional de los Representantes del pueblo americano.Un comentario que se hace fácilmente sobre un procedimiento tan manifiestamente pernicioso, es que nada podía ser más natural con reglamentos que reprimen la acción individual con severidad tanta. Luego también es sabido que los molinos de los comités muelen lentamente; además, es un procedimiento cómodo y rápido de desembarazarse de los pequeños detalles de la tarea el de dejar a los bills particulares, de sentido inocente en apariencia o de intención laudable, seguir su curso sin enviarlos a los comités. Se necesita también que haya alguna salida por donde se puedan hacer correr las aguas que se acumulan de la tarea atrasada, cuando una legislatura toca a su fin. Los miembros que saben apoderarse de la cámara en esos momentos de indulgencia y hacer en pocas palabras de su proposición un asunto de primera importancia, pueden obtener siempre una suspensión de los reglamentos.
Hablando francamente, es asombroso que bajo tal sistema de gobierno la legislación no sea incoherente con más frecuencia que lo es en la actualidad. Los intereses infinitamente variados y variables de cincuenta millones de ciudadanos activos serían ya bastante difíciles de poner de acuerdo y de proteger, así puede pensarse, si los partidos estuvieran eficazmente organizados para la realización de políticas definidas, sostenidas, firmes; es, por lo tanto, sencillamente estupendo descubrir cuan pocas tonterías verdaderamente gruesas y fatales, cuan pocos actos malos o desastrosos se han realizado por medio de nuestros métodos de disgregación legislativa. Los comités de la cámara a que se envían los principales asuntos de legislación, son en número de más de treinta. Somos gobernados por una treintena de “pequeñas legislaturas”. Nuestra legislación es aglomerada, no es homogénea. Los actos de un solo y mismo Congreso son insensatos en parte, y sabios en otras. Jamás pueden, a no ser por accidente, tener rasgos comunes. Algunos de los comités están compuestos de hombres enérgicos; la mayoría de ellos, de hombres débiles; y los hombres débiles tienen tanta influencia como los hombres enérgicos. El país no puede obtener los consejos y la dirección de sus representantes más capaces sino sobre uno o dos asuntos; para los demás, debe contentarse con los servicios impotentes de los más endebles. Sólo una pequeñísima parte de su más importante tarea puede hacerse en forma satisfactoria. El sistema está organizado para que el resto de la tarea se haga de modo lastimoso, y que todo, tomado en conjunto, sea, en cierto modo, abandonado al azar. No puede haber problema más interesante en el estudio de los efectos del azar que calcular las probabilidades que tiene la legislación de una legislatura que se abre, de expresar por varios rasgos diversos un mismo principio. Hay en ello un cálculo que hacer, que podría ilustrar y distraer los ocios de algún ingenioso matemático.
Fueron probablemente reflexiones de ese género las que sugirieron la proposición, hecha poco tiempo a la cámara, de nombrar, al lado de los comités permanentes ordinarios, un nuevo comité, designado con el nombre de Comité Ejecutivo de la cámara; él tendría facultad de examinar y clasificar todos los bills que hubieran sido objeto de un dictamen favorable de parte de los demás comités permanentes, y de presentarlos en el orden que le pareciese conveniente a su importancia; ese comité, en suma, dirigiría los asuntos pendientes y guiaría a la cámara en la distribución de su tarea. Más puede dudarse sinceramente de que tal adición a la organización actual haga otra cosa que reforzar la tiranía de los comités y restringir todavía más la libertad del debate y de la acción. Un comité encargado de vigilar a los comités, aumentaría muy poco el poder de acción de la cámara, y no contribuiría ciertamente en nada a unificar la legislación, a menos que el nuevo comité debiera recibir el poder, en que todavía no se piensa, de revisar el trabajo de los comités permanentes actuales. Tal Comité Ejecutivo no es enteramente la rueda que convendría.
Según parece, el gobierno por los comités no es más que uno de los numerosos experimentos hacia la realización de una idea, que Stuart Mill, como me lo han mostrado mis lecturas, expresa muy bien; por otra parte, se asemeja demasiado a otros experimentos, para ser por entero tan original y tan único como algunas personas lo quisieran creer. Hay, dice Mr. Mill, “una distinción que establecer entre la tarea de hacer las leyes, para lo cual una asamblea numerosa es radicalmente impropia, y la de obtener la confección de buenas leyes, que es su deber propio, y no puede cumplirse en forma satisfactoria por ninguna otra autoridad”; hace falta, en consecuencia, “como parte permanente de la Constitución de un país libre, una comisión legislativa, compuesta de un pequeño número de ingenios políticos bien ejercitados, a la que sería conferida, cuando el Parlamento hubiera decidido hacer una ley, la confección de esa ley, guardando aquel la facultad de aprobar o de desechar el bill una vez redactado, pero no el de alterarlo de otro modo que por el envío de proposiciones de enmiendas, cuya suerte regularía la Comisión”. Parece, según ya he dicho, que el gobierno por los comités es una forma del esfuerzo que hoy hacen todos los pueblos que se gobiernan ellos mismos para establecer una Comisión Legislativa de ese orden; y el Comité Ejecutivo propuesto podría parecer a algunos una ligera aproximación hacia esa forma que simbolizan las funciones legislativas del gabinete inglés. No puede sostenerse, por otra parte, que las cuarenta y ocho comisiones legislativas de la Cámara de Representantes respondan siempre al fin perseguido, cuando la cámara desea obtener la confección de buenas leyes, sin que cada una de ellas consista invariablemente en “un pequeño número de ingenios políticos bien ejercitados”; pero todo el mundo advierte que sería exagerar la crítica pretender que son completamente impotentes para realizar ese ideal.
Digo yo que nuestro gobierno por los comités tiene, en germen, algunos de los rasgos del sistema inglés, en que los ministros de la Corona, el gabinete, son escogidos entre los leaders de la mayoría parlamentaria, y obran, no sólo como consejeros del soberano, sino también como el gran comité permanente o “Comisión Legislativa” de la Cámara de los Comunes, encargado de dirigir su trabajo y de preparar los asuntos un poco graves de legislación. Pero entendámonos bien; quiero solamente decir con ello que esos dos sistemas demuestran la necesidad común de constituir aparte un pequeño cuerpo o varios pequeños cuerpos de guías legislativos, por los que una numerosa asamblea puede hacer confeccionar las leyes. La diferencia entre nuestro sistema y el de los ingleses, es que nosotros tenemos, para el examen de todos los asuntos de legislación, comités permanentes, sacados de los dos partidos, mientras que nuestros vecinos los ingleses no tienen más que un solo comité permanente encargado de la iniciativa de las leyes, comité compuesto de los hombres reconocidos como los leaders del partido dominante en el Estado, y cuyos miembros llenan al mismo tiempo el cargo de jefes políticos de los departamentos ejecutivos del gobierno.
El sistema inglés es el gobierno de partido perfeccionado. No se trata en los Comunes, como se hace en la Cámara de Representantes respecto a la composición de comités, de dar a la minoría una parte en la confección de las leyes. Nuestras minorías están fuertemente representadas en los comités permanentes; la minoría en los Comunes no está, de modo alguno, representada en el gabinete. Este rasgo del gobierno de partido estrechamente organizado, gracias a lo cual la responsabilidad en materia de legislación es adoptada por la mayoría, es lo que, conforme he indicado ya, da a los debates y a la acción del Parlamento un interés totalmente rehusado a los actos del Congreso. De toda la legislación, los partidos hacen una lucha por la supremacía, y si la legislación toma mal giro, o si la mayoría se descontenta del curso de la política, el único resultado es que los ministros deben dimitir y dejar el puesto a los leaders de la oposición, a menos que una elección nueva reclute para ellos nuevos partidarios. Con semejante sistema, no puede tratarse de votar silenciosa, pura y simplemente; el debate es una necesidad primordial. Pone a los representantes del pueblo y a los ministros de la Corona frente a frente. Las principales medidas de cada legislatura emanan de los ministros y dan cuerpo a la política de la administración. Los dictámenes de nuestros comités permanentes se considera que deben ser simplemente la sustancia digerida de los bills más sensatos entre los que presentan los miembros individualmente; por el contrario, los bills presentados a la Cámara de los Comunes por el gabinete, dan cuerpo a los planes definidos del gobierno; y el hecho de que el ministerio está compuesto de los leaders de la mayoría y representa siempre los principios de su partido, vuelve a la minoría tanto más atenta para encontrar una ocasión de criticar sus proposiciones. El gobierno de gabinete es una combinación para poner de acuerdo y hacer colaborar las ramas ejecutiva y legislativa, sin reunir ni confundir sus funciones. Es como si la mayoría de los Comunes delegase a sus leaders para aconsejar a la Corona y vigilar los asuntos públicos, a fin de que tengan la ventaja de conocer y de practicar la administración cuando inspiren la legislación y cuando dirijan las leyes por someter al Parlamento. Esta disposición alista a la mayoría en provecho de una administración, sin dar a los ministros ningún poder para forzar o influir arbitrariamente en la acción legislativa. Cada sesión de los lores o de los Comunes se convierte en una gran información sobre los asuntos del imperio. Los dos estados funcionan, en cierto modo, en comité para la gestión de los asuntos públicos, funcionan a puerta abierta y no se ahorran ninguna fatiga para asegurar a todos los intereses representados una audición completa, leal e imparcial.
La razón que hace del debate público el aliento mismo de la vida para tal sistema es evidente. El mantenimiento del ministerio depende del éxito de la legislación que sostiene. Si alguna de sus proposiciones es rechazada por el Parlamento, los ministros se ven obligados a considerar su derrota como un aviso de que su administración no conviene ya al partido que representan; se exige entonces que hagan dimisión o que apelen, si lo prefieren, al veredicto del país, ejercitando su privilegio de aconsejar al soberano la disolución del Parlamento y la convocación de los electores. Es, pues, inevitable que el ministerio sea objeto de los ataques y de las críticas más vivas de parte de la oposición, sea puesto cada día en el caso de justificar su conducta y de fijar de nuevo sus derechos a la confianza de su partido. Sustraerse a la discusión, sería confesar su debilidad; sufrir ser batido en la discusión, sería poner en serio peligro su poder. Los ministros deben, pues, velar, no sólo porque su política sea defendible, sino también porque sea valerosamente defendida.
Para el ministerio no es, como se puede comprender muy bien, una tarea fácil la que consiste en dirigir a la cámara. Sus proyectos están bajo un fuego incesante de críticas que vienen de los dos lados de la cámara; hay, en efecto, guerrilleros independientes detrás de los ministros, lo mismo que baterías gruesas ante ellos; hay muchos, entre los que se llaman sus partidarios, que dan ayuda y asistencia al enemigo. Luego vienen también, siempre renovadas, lluvias de preguntas parecidas a pinchazos, tanto de los amigos como de los enemigos —grandes y pequeñas, directas e indirectas, oportunas e importunas, concernientes a todos los detalles de la administración, a todas las tendencias de la política.
Si la iniciativa de las leyes y la dirección general de los trabajos del Parlamento son las prerrogativas indiscutibles del “gobierno”, según se llama al ministerio, él no tiene, por otra parte, a su disposición todo el tiempo entero de la cámara. Durante la legislatura, ciertos días de cada semana están reservados para la presentación y la discusión de bills presentados por miembros privados; éstos, al abrirse la legislatura, sortean para establecer la prioridad, en la orden del día de la cámara, de sus bills o de sus mociones. Si hay muchos que entran en el sorteo, aquellos a quienes la suerte ha designado para elegir los últimos su hora, ven la legislatura tocar a su término, y las medidas gubernamentales atrasadas absorber los días reservados a los miembros individuales antes de que se les presente una ocasión; deben contentarse con esperar para el año siguiente mejor fortuna; sin embargo, se encuentra tiempo, por lo general, para examinar plena y lealmente un gran número de bills de iniciativa parlamentaria, y ningún miembro ve que se le niegue la probabilidad de emitir ante la cámara sus opiniones favoritas, o de probar la paciencia de sus colegas por repeticiones anuales de la misma proposición.
Sin embargo, los miembros descubren generalmente, por una larga experiencia que pueden ejercer sobre la legislación, una influencia más marcada presentando enmiendas a los proyectos del gobierno y que pueden obtener resultados más inmediatos y más satisfactorios, teniendo siempre al ministerio al corriente de ciertos movimientos de la opinión pública; esa influencia no podrían esperar ejercerla, esos resultados no podrían obtenerlos proponiendo ellos mismos medidas a las cuales su partido podría vacilar en unirse. En un sistema que muestra al ministerio que la política más prudente es conceder la más completa libertad de discusión, todo miembro puede tomar en las operaciones de la cámara una parte tan considerable como sus capacidades se lo permitan. Si tiene que decir algo que no sea insignificante, ocasiones repetidas tendrá de decirlo; porque los Comunes no envían a paseo más que a los fastidiosos y a los que hablan por el gusto de hablar.
La Cámara de los Comunes, exactamente como nuestra Cámara de Representantes, tiene sus comités y hasta sus comités permanentes; pero son de la forma antigua, que consiste en hacer simplemente informaciones y dictámenes, y no del nuevo tipo americano, es decir, de los que preparan y dirigen la legislación. No son tampoco nombrados por el speaker. Son escogidos con cuidado por un “Comité de Elección” compuesto de miembros de los dos partidos. El speaker es cuidadosamente tenido apartado de la política en el ejercicio de sus funciones, obra como el presidente imparcial, judicial de la Asamblea. “Dignidad de actitud, elegancia de maneras, gran resistencia física, valor e imparcialidad en los juicios, tacto consumado y conocimiento profundo, adquirido por la experiencia de toda una vida, de las leyes escritas y no escritas de la cámara”, tales son las cualidades del speaker ideal. Cuando toma posesión de su sillón renuncia a las alianzas de partido, sirve igualmente a los dos partidos en la misma medida. Las tradiciones de estas funciones son tales, que el que las ocupa se siente obligado a juzgar tan imparcialmente como el primer juez del reino; y ha llegado a ser una cosa asaz común, para un speaker de probada habilidad, presidir varios Parlamentos sucesivos, ya permanezca o no en el poder el partido a que debe su elección. Sus principios políticos no comprometen su aptitud para llenar esas funciones judiciales.
Los Comunes en sesión ofrecen un espectáculo interesante. Constreñidos por el género de sus debates a colocarse cómodamente para hablar, los diputados se oprimen en un hall dimensiones un poco restringidas. Parece ser un lugar propicio para las luchas cuerpo a cuerpo. Los bancos, provistos de cojines, en que se sientan los miembros, se elevan en apretadas filas a cada lado de una calle central a que dan frente. A una de las extremidades de esa calle se alza el asiento del speaker; por bajo y frente a ese asiento, en el espacio libre, están los pupitres de los secretarios, cubiertos con pelucas y revestidos de togas. En los bancos de delante, los más cercanos al speaker, y a su derecha se sientan los miembros del gabinete, los jefes del gobierno; enfrente, en los bancos de delante, a la izquierda del speaker, se sientan los jefes de la oposición. Detrás, y a la derecha del ministerio, está reunida la mayoría; detrás, y a la izquierda de sus jefes, la minoría. Más allá de los últimos bancos, y por encima de las galerías exteriores de la cámara, más lejos que el bar, se hallan en derredor amplias tribunas desde las que el público puede contemplar las luchas ardientes de los dos partidos que se sientan así frente a frente, separados tan sólo por la calle de en medio. Desde lo alto de esas tribunas, los que han tenido la suerte de penetrar en ellas escuchan las palabras de los leaders, cuyos nombres llenan los oídos del mundo entero.
La organización de la Asamblea francesa es, en sus grandes rasgos, semejante a la de los Comunes en Inglaterra. Sus jefes son los funcionarios ejecutivos del gobierno; son elegidos en las filas de la mayoría parlamentaria por el presidente de la República, de un modo que se parece mucho al que emplean los soberanos ingleses para componer el gabinete. También ellos son responsables de su política y de los actos de su administración frente a la cámara que dirigen. Ellos también, como sus prototipos ingleses, forman el Comité Ejecutivo del cuerpo legislativo; en fin, de la voluntad de este último depende su mantenimiento en funciones.
No se puede decir, sin embargo, que lo que pasa en la Cámara francesa se parezca muy de cerca a lo que ocurre en los Comunes ingleses. En la sala de los diputados no hay bancos reunidos y dándose frente; no hay tampoco dos partidos homogéneos para disputarse la preeminencia. Hay partidos de partidos, facciones de facciones, grupos de grupos. Hay bonapartistas y legitimistas, republicanos y clericales, conservadores ariscos y fogosos radicales, reaccionarios estúpidos y anarquistas violentos. Se oye hablar del centro, del centro derecho y del centro izquierdo, de la derecha, de la izquierda, de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Algunas de ellas son, por otra parte, puras facciones, simples grupos de irreconciliables; pero varios de ellos son, por el contrario, partidos numerosos y potentes, y de sus simpatías o antipatías mutuas dependen la formación, la autoridad y la duración de los gabinetes.
Naturalmente, también hay en un cuerpo así compuesto, una gran cantidad de materia combustible que la más ligera chispa basta para encender con una llama repentina. La Asamblea no sería francesa, si no fuera siempre excitable y a veces tumultuosa. El desorden completo es una eventualidad tan probable en su organización, que se ha provisto el remedio por un medio muy sencillo y prontamente aplicable. Cuando los diputados pierden la cabeza por completo y se hacen ingobernables, el presidente puede ponerse el sombrero, y a esa señal, a menos que la calma se restablezca inmediatamente, se suspende la sesión por una hora; hay motivo para esperar que a la expiración de ese plazo, los miembros puedan reanudar sus ocupaciones en un estado de espíritu más tranquilo. Hay otras reglas de procedimiento observadas en la cámara, que parecen a primera vista muy nuevas a los extraños, pero que un examen más atento hace aparecer diferentes de las prácticas de nuestra Cámara de Representantes en su forma, mucho más que en su esencia. En Francia, la libertad de la palabra concedida a los diputados es más grande que lo permitiría un gobierno por los comités; sin embargo, no se da al primero que sube a la tribuna y llama la atención del presidente, como acontece en la Cámara de los Comunes, donde nadie, salvo los ministros, goza de un derecho de prioridad en la obtención de la palabra. Los que desean hablar sobre un asunto en discusión, “inscriben” sus nombres de antemano en una lista que lleva el presidente, y el debate se circunscribe ordinariamente entre los miembros que se han “inscrito”. Cuando se ha agotado la lista, el presidente consulta a la cámara si se declara cerrado el debate. La cámara no tiene necesidad de aguardar, sin embargo, a oír a todos los diputados que se han hecho inscribir. Si una porción notable de la cámara se fatiga antes de finalizar la discusión, ella se juzga suficientemente informada, sin tener necesidad de escuchar a todos los que desean instruirla; puede pedir que se ponga término al debate. Naturalmente, tal demanda no será tomada en consideración, si no emana más que de un pequeño número de miembros aislados, y hasta una porción notable no puede interrumpir a un orador con ese llamamiento perentorio que nosotros llamaremos la cuestión previa, pero que el parlamentario francés llama la clausura. Una petición de clausura no está sujeta a debate. Se puede hablar contra ella, pero no en su favor. A menos que encuentre una resistencia muy poderosa, se cuenta con que triunfará por su propio peso. La clausura misma debe ceder, sin embargo, si un miembro del ministerio invoca su derecho a la palabra, porque un ministro debe siempre ser oído, y además, después que ha hablado, debe autorizarse un discurso de respuesta. La clausura no puede decretarse tampoco, si no está presente cierta mayoría de diputados; y en caso de duda sobre la voluntad de la cámara, después de haberse efectuado dos votaciones sin revelar un asentimiento indudable y que reúna el quórum, continúa la discusión por consentimiento tácito.
Estas reglas no son tan enteramente coercitivas e inexorables como las que rigen a nuestros comités permanentes; no parecen tampoco bastante enteramente imperativas para contener eficazmente a diputados exuberantes en el momento en que están más excitados; pero son un poco más rígidas que era de esperar hallarlas en un sistema de responsabilidad ministerial, en que la pureza de la atmósfera depende tan directamente de la libertad de los debates. Están hechas para una Asamblea que tiene hábitos particulares y ardiente temperamento, una Asamblea a la que las palabras de un presidente apasionado hacen con frecuencia saltar y gritar, que a cada instante es arrebatada por borrascosas perturbaciones, y que se deja llevar al menor soplo de agitación que pasa. Hasta en los puntos secundarios, la cámara es esencialmente lo contrario del genio inglés. Los miembros no hablan desde sus puestos, como es costumbre por parte de los miembros de nuestras asambleas públicas, sino desde la tribuna, edificio bien en evidencia, erigido cerca de los pupitres del presidente y de los secretarios, parecido a una caja y muy semejante a esos púlpitos estrechos de raro estilo que pueden verse aún en algunas de las más viejas de nuestras iglesias de América. Y como antes de poder hablar deben conquistar los diputados la cima dominante, hay, según parece, palpitantes luchas de velocidad para alcanzar ese puesto ventajoso. Alguna vez ocurren escenas muy inconvenientes, cuando varios diputados, todos igualmente impacientes por conquistar aquel sitio codiciado, llegan a las estrechas gradas en el mismo momento y se disputan la preferencia, sobre todo si sus amigos acuden numerosos en su socorro.
La Cámara de los Comunes inglesa y la Cámara francesa, tan desemejantes en los elementos que las componen y tan diferentes en sus modos de proceder, aparecen fácilmente semejantes en que tienen la misma significación constitucional y se encuentran ligadas en estrecho parentesco por el principio del gobierno de gabinete, que ambas reconocen y ambas aplican con sus más completas consecuencias. En Inglaterra como en Francia, un ministerio compuesto de los principales funcionarios de los departamentos ejecutivos se halla instituido a la vez como guía de la legislación y jefe responsable de la administración, es el lazo que une las ramas legislativa y ejecutiva del gobierno. Bajo este aspecto, esos dos sistemas presentan un violento contraste con el nuestro. Ellos reconocen y consagran un gobierno de partido sencillo, leal, desprovisto de artificio, con un comité permanente de jefes de partido responsable que pone juntos a la legislatura y al Ejecutivo en una colaboración íntima, pero todo se hace a plena luz; nosotros, por el contrario, prefiriendo tener al Congreso y al ejecutivo separados uno de otro, no permitimos a las mayorías de partido gobernar sino menos directamente, y refrenamos la acción de los partidos por un mecanismo legislativo complejo de cuarenta y ocho comités compuestos, semiministeriales. Los ingleses separan sus partidos claramente; nosotros los mezclamos.
Hay otro aspecto, sin embargo, bajo el cual son semejantes esos tres sistemas. Lo son en su objeto esencial, que es permitir a una Asamblea muy numerosa de representantes conservar la alta dirección sobre la administración y obtener la confección de buenas leyes. El Congreso no está con el Ejecutivo en relaciones tan directas como lo están los Parlamentos inglés y francés, y por consecuencia, no puede ejercer sobre él una intervención tan efectiva; hay mucho rozamiento en las numerosas ruedas del gobierno por los comités; pero en el conjunto del movimiento, el Congreso es tan omnipotente como la Cámara de los Diputados o la Cámara de los Comunes; y ya existan cuarenta comités con funciones sobre todo legislativas, ya exista uno sola con funciones semilegislativas, semiejecutivas, siempre tenemos, bajo una u otra forma, algo como la “Comisión Legislativa” de Mr. Mill.
CAPÍTULO III
LA CÁMARA DE REPRESENTANTES, RENTAS Y SUBSIDIOS
La ciencia del gobierno, para sus obras más elevadas, requiere estas tres cosas: un gran poder del ministerio, el deseo de darle consejo y apoyo, un Parlamento capaz de apreciar sus proyectos y de decidir de su suerte.SEELEY
Cuando los hombres no tienen el conocimiento recíproco de sus principios ni la experiencia de sus talentos respectivos; cuando no están en modo alguno acostumbrados a unir sus esfuerzos, no subsistiendo entre ellos ninguna confianza personal, ninguna amistad, ningún interés común, es evidentemente imposible que puedan representar un papel público con uniformidad, perseverancia o eficacia.BURKE
“Se necesita mucho tiempo —dice Mr. Bagehot— para formarse una opinión”; y si se juzga por la experiencia legislativa de algunas naciones muy ilustradas, se necesita más tiempo para formarse una opinión en materia de Hacienda que sobre cualquier otro asunto. En todo caso, muy pocas naciones han tenido tiempo de formarse opiniones correctas sobre este punto. Los gobiernos que no consultan nunca a los gobernados, se contentan ordinariamente con métodos de tributación miserables, de cortas miras; usan todos los métodos, cualesquiera que sean, con tal que procuren sin gran trabajo las rentas deseadas: en cuanto a los agentes de un pueblo que se gobierna él mismo, están muy ciertamente demasiado ocupados en las elecciones y la organización de los partidos para tener holgura para mejorar mucho las prácticas de los autócratas sobre este punto importante de administración. Y sin embargo, esta materia de Hacienda parece ser asaz interesante en un sentido. Es uno de los lugares comunes de nuestra historia que, mucho antes de haber atravesado el océano, nos hemos visto más inclinados a luchar con motivo de la tributación que de cualquier otra cosa, o mejor dicho, que con motivo de muchas otras cosas tomadas en su conjunto. Hay varias manchas tristemente sangrientas en la historia de la Hacienda de nuestra raza. Sin embargo, podría mostrarse probablemente, si se tuviese cuidado en tomarse tiempo para ello, que es fácil indignarse contra la mala administración de Hacienda sin conocer la forma de administrarla mejor. Lo que no nos gusta es ser sujetos a tributo y no el serlo de una manera estúpida. No tenemos necesidad de ser economistas para irritarnos; y cuando nos hemos irritado en lo pasado, nuestros gobiernos no se han tomado el trabajo de estudiar la economía política para descubrir el mejor medio de apaciguarnos. Por lo general, han transportado simplemente la carga desde los hombros de los que se quejaban y podían hacer desagradable la situación, a los hombros de los que podrían quejarse; pero no se encontraban en estado de causar grandes perturbaciones. Hay, por otra parte, tributos que son más odiosos que otros, y que deben, por tal motivo, establecerse con más circunspección. Todas las contribuciones directas son cordialmente detestadas por todos los que tienen que pagarlas; son también cordialmente denigradas por todo el mundo, excepto por los que no han poseído nunca una onza de bienes o una pulgada de tierra y no han visto nunca una hoja de repartimientos. El corazón del ciudadano, en general, las mira con una aversión innata. ¡Son tan brutales y tan perentorias en sus demandas! No suavizan sus exigencias por ninguna consideración, por ligera que sea. El recaudador de impuestos no es considerado nunca, por consiguiente, como un hombre amable. Sus medios son demasiado bruscos, sus facultades demasiado odiosas. Viene a nosotros, no con un “si gustáis”, sino con un “debéis”. Los requerimientos nos dejan siempre con los bolsillos más ligeros, con los corazones cargados de mayor peso. No podemos, en toda nuestra vida, excusarnos de pensar, cuando doblamos un recibo y lo dejamos a un lado, que el gobierno, tal como hoy se dirige, es un lujo excesivamente costoso, y que aquel recibo es la prueba documental indisputable de un insoportable aumento. Lo que no nos figuramos es que se quitaría a la vida una de sus principales satisfacciones si se nos privara de esta ocasión de refunfuñar.
Las contribuciones indirectas, al contrario, no molestan casi a nadie. Es uno de los secretos conocidos de Hacienda que, en casi todo sistema de impuestos, las contribuciones indirectas superan en varios millones a las directas, y tienen, para hacer tributar a los recursos mínimos de personas sin fortuna, un chic que las contribuciones directas no han adquirido jamás. Ellas saben, con marrullerías, sacar dinero de personas pobres cuyos nombres no han figurado nunca en los registros del recaudador. Son muy astutas, y tienen a su disposición mil afortunados disfraces. Son las tarifas elevadas o complicadas las que les ofrecen las ocasiones más frecuentes y fructíferas. La mayor parte de las gentes tienen ideas muy cortas, que no se extienden más allá del fenómeno inmediato de la visión directa, de suerte que no reconocen la mano del gobierno en los precios elevados que se les reclaman en las tiendas. Muy pocos de nosotros encuentran en su azúcar el gusto de la tarifa, y yo supongo que, aún los bebedores, muy inclinados a reflexionar, no perciben la patente en su whisky. No hay, por lo tanto, que extrañarse de que los hacendistas hayan sido siempre tímidos frente a las contribuciones directas, y, en cambio, se hayan sentido llenos de confianza y con las manos libres en el establecimiento de las contribuciones indirectas.
Se puede, pues, considerar como una de las ventajas tradicionales de nuestro gobierno federal sobre los gobiernos de los estados, que él ha sacado casi siempre, en tiempo ordinario, sus rentas enteras de contribuciones indirectas, prontas y fáciles de percibir, mientras que los estados han tenido que vivir de los ingresos, suministrados con lentitud y de mala gana, que procura una contribución directa. Desde el día que hemos tenido que sostener dos gobiernos, se ha resuelto sabiamente que no se nos dejaría sentir, por el mayor tiempo posible, más que el peso de uno solo de los dos, de aquel que puede alcanzarnos más pronto, y que podemos al mismo tiempo más fácil y rápidamente intervenir con nuestros votos. Es un reparto de competencia sencillo, cómodo, y en totalidad satisfactorio, aunque la responsabilidad que hace pesar sobre las legislaturas de Estado sea más abrumadora y más vejatoria que la que impone al Congreso. Mr. Gladstone, el más grande de los hacendistas ingleses, decía un día, bromeando, que las contribuciones directas e indirectas eran dos hermanas, hijas de la necesidad y de la invención, “no diferenciándose más que como pueden diferenciarse unas hermanas..., siendo una de ellas más libre y más franca; la otra, un poco más tímida, reservada e insinuante”; y reconocía francamente que, fuese o no por consecuencia de “un vago sentimiento de obligación moral”, pensaba, como canciller del Exchequer, “que era, no sólo un derecho, sino un deber, hacer la corte a ambas”. Pero nuestros cancilleres del Exchequer, los presidentes del Comité de Vías y Medios, están ligados por otras tradiciones en cuanto a la forma de hacer su corte, y aparte de ello, no se han mostrado nada sensibles a los encantos de la mayor de las dos hermanas, la joven de maneras bruscas y francas. Han permanecido constantes, aunque de tiempo en tiempo un poco caprichosos, en su adhesión a la más joven. Supongo que nadie ha encontrado jamás los senderos de la Hacienda menos espinosos y menos difíciles que nuestros hombres de Estado nacionales. Si se compara su tarea a la de los hacendistas europeos e ingleses, es fácil ver que ellos han tenido la mejor suerte. Casi desde el comienzo mismo han tenido recursos sin límite de que poder servirse, y, ciertamente, plena libertad en estos últimos tiempos de gastar rentas ilimitadas para toda prodigalidad que les pasaba por la cabeza. Hemos acabado por tener mucho más trabajo en gastar nuestra inmensa renta nacional, que en percibirla. Los principales embarazos han provenido, no de déficits, sino de excedentes. Es muy venturoso que tal haya sido el caso, porque para que la administración de Hacienda de una nación sea la mejor posible, cuando las rentas son escasas y la economía se impone, es absolutamente necesario colocar la administración de Hacienda en manos de un pequeño número de hombres muy ejercitados y hábiles, sometidos a una responsabilidad muy estricta, y es precisamente lo que no permite nuestro sistema de gobierno por los comités. Lo mismo que para los demás asuntos de legislación, tenemos, en materia de Hacienda, numerosos señores que obran bajo una responsabilidad muy confusa e ineficaz. Naturalmente, con tal administración, nuestra política financiera ha sido siempre inestable y se ha apartado mucho con frecuencia de las vías de la sabiduría y de la prudencia; porque aun cuando la renta es superabundante y la prodigalidad fácil, métodos de tributación y de gastos que consagran la irresponsabilidad y excluyen la economía y la moderación, deben causar un mal infinito. La única diferencia está en que, en esas épocas, la nación no es tan sensible a los malos efectos de una política negligente. La mala administración no es, en general, censurada mientras que un gran número de gentes no la han descubierto sintiéndose heridas por ella. Entretanto, sin embargo, no es menos interesante y menos importante estudiar nuestro gobierno, a fin de apreciar sus cualidades y medir exactamente sus aptitudes para su buen o mal servicio; su estudio puede ser hoy llevado más imparcialmente, puesto que no hemos sido todavía seriamente heridos por una administración inestable e insensata. Se aprecia mucho más fácilmente la fuerza del viento cuando sopla como brisa que cuando se desencadena sobre nosotros en huracán.
La renta nacional está intervenida por un comité de la cámara y por un comité del Senado; los gastos del gobierno son regulados por quince comités de la cámara y cinco comités del Senado; la circulación monetaria está confiada a los cuidados de dos comités de la cámara y de un comité del Senado; de todo ello resulta que la administración de Hacienda del país está en manos de veinticinco Comités del Congreso —he ahí un mecanismo que comprende numerosas funciones importantes y mínimas, bastante complejo para merecer un estudio profundo, demasiado complejo quizá para ser estudiado directamente sin que uno tenga para ayudarse el conocimiento de un sistema más sencillo con el que pueda compararse. Se puede seguir más fácilmente nuestro propio presupuesto a través de todas las vicisitudes que le hace sufrir el examen de los comités y las variadas fortunas a que lo somete la acción de esos comités cuando se ha reseñado el procedimiento más sencillo a que está sometido otro presupuesto en otro sistema de gobierno.
El sistema inglés es tal vez en sus grandes líneas el más sencillo que existe. Es además el modelo sobre que han sido dibujados los sistemas de Hacienda de los principales gobiernos de Europa y que hemos copiado nosotros mismos en cierta medida; de suerte que haciendo preceder el estudio de los demás sistemas por un examen cuidadoso del de Inglaterra, puede emprenderse el camino con la gran ventaja de conocer las características de lo que puede llamarse, con razón, el sistema tipo. El Parlamento británico, pues, en primer lugar, no hace más que intervenir las medidas de administración de Hacienda; no toma su iniciativa. Obra por medio y bajo la dirección de los ministros de la Corona. Muy temprano, en cada legislatura anual, se someten las Estimaciones Presupuestarias a los Comunes que, para oír esas exposiciones, se reúnen en comité de la cámara entera, conocido con el nombre de Comité de Subsidios. Los estimaciones vienen ante la cámara bajo una forma verdaderamente formidable. Cada departamento las presenta en un enorme volumen in quarto, “repleto de cifras y de indicaciones minuciosas en cuanto a las sumas requeridas para el año futuro”. Pero no es la cámara misma la que tiene que digerir esa masa variada y abrumadora de cifras. Esta tarea se realiza por los jefes oficiales de la cámara. “Los ministros encargados de los servicios naval y militar depositan ante el Comité de Subsidios sus exposiciones respectivas de las sumas requeridas para la marcha de esos servicios; un poco más tarde, en la legislatura, le es presentado igualmente una estimación presupuestaria común para los diversos servicios civiles”.
Esas exposiciones son, por decirlo así, sumarios condensados de los detalles contenidos en el in quarto; se hacen a fin de dejar enteramente clara para la cámara, reunida en la forma no solemne de comité, la política de los gastos propuestos y la exactitud de los cálculos que les sirven de base. Todo miembro puede dirigir al ministro que hace la exposición todas las preguntas que le plazca, de suerte que nada de lo que pida un esclarecimiento pueda pasar sin una explicación completa. Cuando la exposición ha sido desarrollada a satisfacción del comité, se vota a propuesta del ministro sobre cada artículo de gastos, y la tarea del Comité de Subsidios queda cumplida.
Los estimaciones presupuestarias son presentados siempre “bajo la responsabilidad colectiva del gabinete entero”. Las del ejército y de la marina han sido, por regla general, examinados y fijados en consejo de gabinete antes de ser sometidos a la cámara; en este caso, la responsabilidad colectiva del ministerio no es, pues, sólo aparente, es “real”. Si son criticados y desechados por el comité, los ministros, naturalmente, hacen dimisión. “No pueden prestar su aquiescencia a la negativa del Parlamento a sancionar gastos que ellos han tomado la responsabilidad de declarar necesarios a la marcha del gobierno civil y al mantenimiento del crédito público en el interior”. Los votos del Comité de Subsidios tienen, pues, una influencia capital en la historia de cada administración; son considerados como indicaciones ciertas del grado de confianza que la cámara otorga al gobierno.
Pero las votaciones en Comité de Subsidios no son más que los primeros pasos en la intervención anual de la Hacienda pública por el Parlamento. Son simplemente votaciones de gastos. Para examinar los medios de sacar las sumas necesarias para cubrir los gastos sancionados por el Comité de Subsidios, la cámara se forma en comité de la cámara entera bajo el nombre de Comité de Vías y Medios. A este comité es al que el canciller del Exchequer presenta cada año su presupuesto, el 5 de abril lo más tarde; es la fecha a que se hacen las cuentas nacionales, terminando el año económico el 31 de marzo. A fin de preparar su presupuesto, el canciller, naturalmente, debe haber tomado previamente conocimiento de las estimaciones presupuestarias formadas para los diferentes servicios. Varios meses, pues, antes de que las estimaciones hayan sido depositados ante la cámara reunida en Comité de Subsidios, los diferentes departamentos son invitados por la Tesorería a enviar el extracto de las sumas requeridas para atender a los gastos del año corriente; el canciller examina cuidadosamente esas evaluaciones, no sólo a fin de mantener, como es su deber, los gastos en los límites de la economía, sino también a fin de determinar qué ingresos tendrá que facilitar para cubrir los gastos previstos que juzga convenientes. Debe poner en balance la apreciación de las necesidades y la apreciación de los recursos, e indicar a la cámara reunida en Comité de Vías y Medios las medidas que hay que tomar para que la tributación procure una renta suficiente. En consecuencia, apela al concurso de los jefes permanentes de los Servicios de Hacienda (revenue departments), que le facilitan “sus evaluaciones de las rentas públicas para el año siguiente, partiendo de la hipótesis de que se cambie la tributación”.
Cuando, con su concurso, ha formado su presupuesto, el canciller va ante el Comité de Vías y Medios para suministrarle un claro bosquejo histórico de la administración de Hacienda del año que acaba de transcurrir, y someterle planes determinados para regular los impuestos y proveer a los gastos previstos del año que se abre. Precedentes de una política sabia y muy curiosa, le prohíben proponer la exacción de recursos más considerables que lo exija absolutamente la marcha del gobierno y el sostén del crédito público. No pide, pues, nunca al comité que establezca impuestos que produzcan un excedente considerable. Procura obtener solamente un excedente de rentas suficiente, para poner al gobierno a cubierto de esos errores ligeros que provienen de una evaluación demasiado débil de los gastos probables o de una evaluación demasiado fuerte de los recursos también probables; esa es una cosa que la más prudente de las administraciones se ve obligada a hacer. Si en la apreciación que se hace, los recursos pasan con mucho de los gastos, propone reducciones de impuestos, susceptibles de restablecer el equilibrio de la balanza tan exactamente como lo permita la prudencia; si los gastos previstos pasan de la cifra de los ingresos esperados, pide el establecimiento de ciertos nuevos tributos o el aumento de ciertos tributos ya existentes; si la balanza entre las dos cuentas previstas está bastante cercana al equilibrio, para que el platillo de los ingresos sea apenas más pesado, se contenta con sugerir tal cual retoque de los tributos existentes, que es verosímil distribuya más equitativamente la carga del impuesto entre los contribuyentes o facilite la percepción, simplificando los sistemas de repartimiento y de imposición.
Tal es la exposición del presupuesto que la Cámara de los Comunes escucha en Comité de Vías y Medios. Ese comité puede tratar las proposiciones del canciller del Exchequer con un poco más de libertad que la que tiene el Comité de Subsidios en el examen de las estimaciones presupuestarias. El ministerio no insiste con tanta rigidez para obtener del Parlamento la aprobación de los gastos que propone. Se juzga comprometido a no pedir más dinero que aquel de que tiene necesidad honradamente; pero no hace más que consultar a la cámara sobre el mejor medio de levantar ese dinero. Insiste con una minuciosidad quisquillosa en que se le concedan los fondos que pide; no es por entero tan exigente en cuanto a las vías y medios de procurárselos. Sin embargo, ningún ministerio podría mantenerse en el poder si el presupuesto fuera desechado de plano, o si sus peticiones, relativas al medio de llenar un déficit, encontraran una negativa formal, sin que fuera sugerida ninguna alternativa por la oposición. Tales votaciones serían una declaración precisa de una falta de confianza en el ministerio; éste se vería forzado, por consecuencia, a dimitir.
El Comité de Vías de Medios da, pues, efecto, bajo la dirección del canciller del Exchequer a las resoluciones del Comité de Subsidios. Las votaciones de este último autorizando los gastos marcados en las estimaciones presupuestarias, toman cuerpo en “una resolución propuesta en Comité de Vías y Medios, tendente a dar una autorización general de extraer del fondo consolidado, a fin de facilitar los subsidios otorgados a su majestad”; y esta resolución, para poder ser sometida al examen de la Cámara de los Lores y de la Corona, es modelada después por la cámara en forma de un bill que sigue el procedimiento ordinario, y, siguiendo el necesario curso, se convierte en ley. Las proposiciones del canciller del Exchequer, tocante a las modificaciones que han de hacerse en la tributación, toman cuerpo de igual modo en las resoluciones del Comité de Vías y Medios, y son adoptadas más tarde por la cámara, en vista del dictamen del comité, bajo la forma de bills. “Los bills de vías y medios” pasan generalmente sin dificultad en la Cámara de los Lores. La intervención absoluta de los Comunes en materia de ingresos y de subsidios se halla establecida desde hace tanto tiempo, que la Cámara alta no sueña siquiera en disputársela; y como el poder de los Lores no es más que el derecho de aceptar o de desechar un bill rentístico en globo, sin enmienda, los pares tienen por costumbre dejar pasar esos bills sin examinarlos muy de cerca.
Hasta aquí, no he hablado más que de esa parte de la intervención de la Hacienda por el Parlamento, que concierne al porvenir. Los bills de vías y medios miran a los gastos futuros y a los ingresos en perspectiva. Los gastos del pasado son examinados de otra suerte. Hay un procedimiento doble de comprobación de cuentas; un departamento especial de comprobación de cuentas del servicio civil (Audit Department of the Civil Service), que forma parte, por otro lado, de la organización permanente de la administración, y que tiene por misión “examinar las cuentas y documentos justificativos del total de los gastos”; hay, en segundo lugar, un comité especial, nombrado cada año por la cámara “para revisar las cuentas del Departamento de Comprobación de Cuentas”. Este comité está compuesto generalmente de los hombres de negocios más experimentados de los Comunes; ante él, a todas las cuentas del año económico ultimado se les pasa “revista”.
A veces, se hacen por él minuciosas informaciones sobre las razones que han motivado ciertos artículos de gastos; él discute los pedidos de indemnizaciones, de asignaciones y de gastos especiales que vienen como suplemento de los gastos ordinarios del departamento; obra sobre todo, cierto es, con arreglo a los informes y los pareceres de los departamentos mismos; pero tiene, sin embargo, cierta independencia de miras y de juicio, que debe tener su valor.La exactitud y la precisión con que son llevadas las cuentas públicas facilitan mucho, por otra parte, el procedimiento de comprobación. El balance que se hace el 31 de marzo es de los mejor determinados. No tiene en cuenta más que los ingresos y los pagos efectuados durante el año final transcurrido. En esa fecha todos las asignaciones presupuestarias no gastadas quedan anulados. Si el gasto de ciertas sumas ha sido sancionado por el voto del Parlamento, y si una parte de los fondos concedidos no ha salido de las cajas cuando llega el mes de abril, no puede emplearse más que después de una nueva autorización dada por los Comunes. No hay, pues, cuentas abiertas para obscurecer la vista de las autoridades encargadas de comprobarlo. Las contribuciones y los créditos tienen el mismo periodo bien definido, y no hay atrasos ni sumas no gastadas para embrollar los asientos de los libros. La gran ventaja de semejante sistema, “que es servir de obstáculo a los derroches que, sin él, serían posibles, aparece cuando se le compara al sistema que se aplica en Francia; en la contabilidad pública de este último país los atrasos de impuestos de un año se añaden a los de otros años”, y “los créditos antiguos codean a los créditos nuevos”, de suerte que puede decirse que transcurren “siempre tres o cuatro años antes que la nación pueda conocer exactamente cuáles son los gastos efectuados en el curso de un año dado”.
Para completar este bosquejo de la Administración de Hacienda, bajo la intervención de los Comunes, es necesario añadir una exposición muy precisa de lo que llamaré la accesibilidad de los funcionarios de Hacienda del gobierno. Ellos están siempre presentes para recibir las preguntas. El Departamento de la Tesorería está, como conviene a su importancia, excepcionalmente bien representado en la cámara. El canciller del Exchequer, jefe activo del departamento, es invariablemente miembro de los Comunes “y puede ser llamado por moción o interrogación para suministrar explicaciones sobre todas las materias que conciernen a la Tesorería”, es decir, poco más o menos, sobre “la esfera entera de la disciplina y de la economía del gobierno ejecutivo”. La Tesorería tiene, en efecto, amplios poderes de vigilancia sobre los demás departamentos para todas las materias que pueden, de alguna suerte, acarrear una salida de caudales públicos.
Y no sólo la presencia invariable del canciller del Exchequer en la Cámara de los Comunes hace particularmente efectiva la representación de ese departamento, sino que además, por medio del secretario de la Tesorería, y para ciertas materias del departamento, por medio de los junior lords, posee la cámara facilidades particulares para afirmar y expresar su opinión sobre los detalles de la Administración de Hacienda.Ella tiene siempre ante sí a sus servidores responsables, puede echar tantas ojeadas como le plazca sobre el trabajo interior de los departamentos que desea fiscalizar.
Precisamente es en este punto en el que difiere nuestro sistema de Administración de Hacienda más especialmente de los sistemas de la Inglaterra del continente y de las posesiones coloniales inglesas. El Congreso no entra en contacto directo con los funcionarios de Hacienda del gobierno. El Ejecutivo y la legislatura están separados por una línea precisa y profunda que los pone, alejados uno de otra, en lo que debía ser la independencia; pero ha acabado por ser el aislamiento. Las relaciones entre ellos se efectúan por medio de comunicaciones escritas, que, como todos los escritos de forma ceremoniosa, son vagas, o por medio de audiencias de funcionarios en sesiones de comité, a que la cámara entera no puede asistir. Ninguno de cuantos han leído documentos oficiales tiene necesidad de que se le diga cuán fácil es ocultar la verdad esencial bajo las frases, en apariencia llenas de sinceridad y de entera franqueza, de un informe voluminoso y detallado; cuán diferentes son esas respuestas, dirigidas por escrito desde una oficina privada, a las respuestas orales dadas por un orador que mira enfrente a una Asamblea. Claro es también que las decisiones llamando a un funcionario a declarar ante un comité son un medio mucho más torpe y menos eficaz de hacer brotar la luz, que lo es un fuego graneado de preguntas dirigidas a ministros que están siempre en sus puestos en la cámara para responder públicamente a todas las interrogaciones. Es, pues, razonable concluir que la Cámara de Representantes está mucho menos al corriente de los detalles de los asuntos del Tesoro federal, que una asamblea como la Cámara de los Comunes, lo está de la administración de un Tesoro que interviene, por una comunicación directa y constante con los principales funcionarios de ese Tesoro.
Ese es el gran inconveniente de nuestro sistema, porque —consecuencia más remota de su separación completa del Ejecutivo— el Congreso está obligado a elaborar y confeccionar él mismo su presupuesto. No tiene el recurso de oír las exposiciones substanciales, analizadas en estimates por funcionarios hábiles que, por ser su propio interés, han hecho su oficio del conocimiento profundo de aquello de que hablan; no tiene tampoco la ventaja de ser guiado por un hacendista experimentado, práctico, cuando tiene que resolver cuestiones de Hacienda. El Tesoro no es consultado sobre los problemas relativos a la tributación, y las proposiciones de créditos son votadas o rechazadas sin que los departamentos hayan facilitado otras noticias que un extracto, por artículos, de las sumas exigidas por los gastos regulares del ejercicio que se va a abrir.
En la contabilidad federal, el año económico se cierra el 30 de junio. Varios meses, sin embargo, antes de la espiración del año, las estimaciones presupuestarias para los doce meses siguientes son puestos en estado de ser utilizados por el Congreso. En el otoño, cada departamento, cada oficina del servicio público, evalúa sus necesidades pecuniarias para el año fiscal, que comenzará el 1o. de junio siguiente (redactando notas explicativas, e intercalando, aquí y allá, una petición para algún gasto no acostumbrado, entre columnas de cifras), y envía el documento al secretario del Tesoro. Estos informes, comprendiendo, naturalmente, las estimaciones de las diferentes oficinas de su propio departamento, los imprime el secretario en un grueso volumen in quarto, de cerca de trescientas veinticinco páginas, que, por una u otra razón, que no se ve muy bien, es llamado:
Carta del secretario del Tesoro, transmitiendo las evaluaciones de las “apropiaciones” requeridas para el año fiscal que acaba el 30 de junio... y que se alaba por hacer una clasificación muy clara bajo los rubros: establecimiento civil, establecimiento militar, establecimiento naval, asuntos de las Indias, pensiones, obras públicas, servicio postal, etcétera.Hay allí un sumario cómodo de los principales artículos y un índice completo.
En diciembre aquella “carta”, como parte del informe anual del secretario del Tesoro al Congreso, es dirigida al speaker de la Cámara de Representantes inmediatamente después de la reunión de aquella Asamblea; luego es enviada al comité permanente de apropiaciones. La cámara no oye por sí misma la lectura de las estimaciones presupuestarias; no hace más que pasar el grueso in quarto al comité; pueden, sin embargo, obtenerse y examinarse copias de él por los miembros deseosos de estudiar aquellas negras páginas en que se alinean columnas de cifras, con el laudable objeto de tener a la vista el uso que se hace de las rentas públicas. El Comité de Apropiaciones (o de Asignaciones Presupuestarias) toma esas estimaciones en consideración y hace de ellos el fundamento de los general appropriation bills que debe, según los reglamentos, presentar a la Cámara “dentro de los treinta días que siguen a su nombramiento, en cada legislatura del Congreso, comenzando el primer lunes de diciembre”, a menos que pueda expresar por escrito motivos satisfactorios de no hacerlo. Los general appropriation bills proveen separadamente a los gastos legislativos, ejecutivos y judiciales; a los diversos gastos civiles; a los gastos diplomáticos y de los consulados; a los gastos del ejército y de la marina, del departamento de las Indias; del servicio de las pensiones de inválidos y otros; a los gastos necesarios de la academia militar, a las fortificaciones, al servicio de correos y de los correos trasatlánticos.
Sólo gracias a los esfuerzos de un tardío espíritu de vigilante economía, fue adoptada la práctica de inscribir las “apropiaciones” para cada uno de los diferentes ramos del servicio público en un bill distinto. Durante los primeros años de la Constitución, prevalecieron métodos muy laxos de apropiación. Todos los fondos necesarios para el año eran concedidos en un bill único llamado “act fijando los créditos para la marcha del gobierno”; y no se ensayaba en modo alguno especificar el objeto a que debían quedar afectos. El empleo de la suma total concedida se dejaba a la discreción de los departamentos ejecutivos; y esa suma era siempre bastante fuerte para dejar a las gentes del poder una gran libertad en el establecimiento de nuevos sistemas de administración y en el aumento del número de funcionarios, según su grado. Sólo fue en 1862 cuando se llegó a la práctica actual de especificar bastante minuciosamente el empleo de los fondos, aunque el Congreso, desde hacía muchos años, se hubiera ido acercando a ello lentamente y por grados. La historia de las “apropiaciones” muestra “que hay una tendencia creciente a limitar la libertad de los departamentos ejecutivos, y a poner de modo más directo el detalle de los gastos bajo la fiscalización anual del Congreso”; esta tendencia se ha manifestado particularmente desde el fin de la guerra reciente entre los estados.
En esta materia, como en muchas otras, la sed del poder se ha desarrollado en el Congreso, al mismo tiempo que su administración se perfeccionaba hasta el punto de hacer posible la realización de su deseo. En este punto de los créditos, sin embargo, el cuidado más grande que se tiene ha dado por resultado indiscutible restringir la prodigalidad de los departamentos, aunque el Congreso haya atestiguado con frecuencia por las reducciones un ardor ciego que no estaba lejos de la mezquindad. Se habría guardado de ello si medios suficientes de comunicar francamente con los departamentos ejecutivos le hubieran permitido conocer sus necesidades reales, y distinguir entre la verdadera economía y esos créditos mezquinas que no pueden menos de dar nacimiento a déficits y que, aún en las circunstancias más felices, no pueden hacer subsistir largo tiempo la impresión que generalmente tienen por objeto crear, a saber: que el partido que está en el poder es el partido de las economías y de la honradez, indignado por la corrupción y la prodigalidad de sus predecesores, y deseoso de tomar el camino recto de la sabiduría y del ahorro.
Hay algunas partes de los gastos públicos que no se votan cada año por el Congreso, sino que se establecen por la ley una vez por todas sin fijar duración. Es lo que se llama “los créditos permanentes” (the permanent appropriations). Ello comprende, por un lado, cargas indeterminadas, tales como los intereses de la deuda pública, las sumas pagadas anualmente a la caja de amortización, los gastos de reembolso, los intereses de las obligaciones emitidas para los ferrocarriles del Pacífico; y de otro lado, esas cargas especiales tales como el sostenimiento del servicio de la milicia, los gastos de percepción de los derechos de aduana y los intereses del legado hecho a la Smithsonian Institution. Su suma total constituye una parte importante de los gastos públicos. En 1880, en un presupuesto total de cerca de 307 millones de dólares, los créditos permanentes no eran inferiores a los créditos anuales más que en cerca de 16 millones y medio.
En estos últimos años, sin embargo, la proporción ha sido más débil; uno de los principales artículos del presupuesto, los intereses de la deuda pública, van continuamente decreciendo a medida que el capital de la deuda se amortiza; además, hay otros artículos del presupuesto que han pedido menores sumas, al mismo tiempo que las cifras de los créditos anuales han subido más bien que bajado.
El Comité de Apropiaciones no tiene evidentemente que ocuparse en esos créditos permanentes; más, sin embargo, la evaluación de las sumas que esa autorización permanente permite gastar es sometida a su examen en la “carta” del secretario del Tesoro, al mismo tiempo que las previsiones de gastos para que se piden créditos especiales. Son estas últimas previsiones las que sirven de base para establecer el presupuesto general de gastos. La comisión puede presentar su dictamen sobre esos bills en cualquier momento durante las deliberaciones de la cámara, a condición de no interrumpir a un diputado que tenga la palabra, y una votación de la mayoría puede poner esos bills a la orden del día en cualquier momento desde que se presente el dictamen. Naturalmente, el examen de esos bills es la cosa más importante de la legislatura. Se necesita que sean votados antes de finalizar el mes de junio, si no, los departamentos (ministerios) se verían completamente sin recursos. El presidente del Comité de Apropiaciones tiene, por consecuencia, un poder muy grande y una gran autoridad en la cámara. Él puede forzarla, o poco menos, cuando quiere, a ocuparse en los asuntos de su comité; y no dando su dictamen más que cuando la legislatura está muy adelantada, puede hacer descartar todas las demás cuestiones. Se pasa, en efecto, mucho tiempo en la discusión de cada uno de los general appropriation bills. El gasto del dinero es una de las dos cosas que detiene de modo invariable al Congreso y que son discutidas largamente; la otra es la fijación de los ingresos.
La discusión se efectúa siempre en comité de la cámara entera, porque la cámara se transforma en comisión del presupuesto desde que se trata de ocuparse en la aplicación de los créditos. Mientras son miembros de esa comisión, que se puede llamar al Comité de Subsidios de la Cámara, los representantes tienen la ocasión más favorable de la legislatura, fuera de los trabajos de su propio comité, para ejercer su autoridad, para hacerse útiles o para inmiscuirse en todos los asuntos. Es verdad que “la regla de los cinco minutos” da a cada orador de la cámara formada en comisión plena, poco tiempo para exponer sus miras; además, la cámara puede rehusar a su otra yo, a la cámara reunida en comisión, la libertad de los debates, fijando el tiempo que ésta debe consagrar a las cuestiones que se le someten, o estipulando que, después de haber votado sin debate sobre todas las enmiendas ya presentadas o que puedan serlo, estará dispensada de examinar todo bill que se le envíe. Pero, en general, cada miembro puede presentar las observaciones que quiera sobre las cuestiones de aplicación de créditos, y se pasan muchas horas discutiendo seriamente y enmendando todos esos proyectos de ley, punto por punto y artículo por artículo. La cámara logra, bastante bien, conocer lo que hay en cada uno de esos appropriation bills, antes de enviarlo al Senado.
Pero, por desgracia, la conducta del Senado, cuando se trata de bills de Hacienda, hace inútiles los esfuerzos laboriosos de la cámara.
El Senado posee, por precedente, el derecho de enmienda más completo para esas leyes, tanto como para todas las demás.
La Constitución no dice en qué cámara deben ser propuestos primero los proyectos de ley para la aplicación de los créditos. Dice simplemente que todos los proyectos de ley para la fijación de los ingresos deben venir de la Cámara de Representantes, y que, en el examen de esos proyectos, el Senado puede proponer o aceptar enmiendas como para las demás leyes (artículo 1o., sección VII); mas “por una práctica tan antigua como el gobierno mismo, la prerrogativa constitucional de la cámara ha sido considerada aplicable a todos los general appropriation bills”, [6] y se han concedido al Senado los derechos de enmienda más extensos.
La Cámara alta puede adicionar lo que quiera; puede apartarse por completo de las estipulaciones de la cámara y adicionar a ellas disposiciones legislativas de un carácter enteramente nuevo, que cambien, no sólo el importe, sino el objeto de los gastos, y que formen, con los materiales que les ha enviado la cámara popular, cosas de un carácter muy diferente. Los appropriation bills, salen tal cual de la Cámara de Representantes, proveen a gastos muy inferiores a los créditos pedidos en las estimaciones presupuestarias; cuando vuelven del Senado proponen créditos de varios millones más, porque esa Asamblea, menos sensible, ha elevado los gastos casi, sino por completo, al nivel de la cifra de las estimaciones.
Después de haber sufrido la prueba de un examen riguroso en el Senado, los appropriation bills vuelven a la cámara con nuevas cifras. Pero cuando vuelven es demasiado tarde para que la cámara los vuelva a poner en el crisol del comité de la cámara entera. El Comité de Apropiaciones de la cámara no presenta sus bills antes de mediados de la legislatura, de eso se puede estar seguro; una vez llegados al Senado se someten al comité correspondiente; el dictamen de esa comisión se discute con la lentitud que caracteriza el modo de proceder de la alta Cámara; de suerte, que no están lejos los últimos días de la legislatura, cuando son devueltos los bills a la cámara con todas las modificaciones que el Senado les ha hecho sufrir. La cámara no está dispuesta a aceptar los cambios importantes introducidos por el Senado, pero no se tiene ya tiempo de empeñar una disputa con la alta Cámara, a menos de tomar el partido de prolongar la legislatura hasta mediados de los calores del verano, o de rechazar el bill, aceptando todas las molestias de una legislatura extraordinaria. Si es la legislatura corta, que termina, según la Constitución, el 4 de marzo, no se tiene más que la alternativa, todavía más desagradable, de dejar regular las apropiaciones por la nueva cámara.
He ahí por qué es costumbre arreglar esos conflictos por medio de una conferencia entre las dos cámaras. La cámara desecha las enmiendas del Senado sin leerlas; el Senado se niega enérgicamente a ceder; se sigue una conferencia dirigida por una comisión de tres miembros de cada cámara; se llega a un convenio amalgamando proposiciones contrarias, de suerte que no dé la victoria a ninguno de los dos partidos, y en general, se conceden créditos muy inferiores a los que reclamaban los diversos ministerios. Por lo común, la Comisión de Conferencia se compone, por la cámara, del presidente del Comité de Apropiaciones, de otro miembro importante de ese comité y de un miembro de la minoría. Sus dictámenes tienen derecho a las más grandes prerrogativas. Pueden ser presentados hasta cuando un miembro está en la tribuna. Vale más interrumpir a un orador que retardar un solo instante, en ese momento de la legislatura, la cuestión apremiante, suprema, de los créditos destinados a proveer a las necesidades del gobierno. Por eso se vota inmediatamente sobre el dictamen en globo, y se le adopta generalmente sin discusión. Se apremia tanto, que se vota sobre el dictamen antes de que sea impreso, y sin dar, a quienquiera que sea, excepto a los miembros de la Comisión de Conferencias, el tiempo de comprender lo que contiene. No hay ningún medio de hacer observaciones o de proponer una enmienda. El dictamen es adoptado inmediatamente o desechado por entero; y hay muchas probabilidades de que sea adoptado, pues el desecharlo traería una nueva conferencia y nuevos retrasos.
Es, pues, evidente, que después de los serios y completos debates y las enmiendas del comité de la cámara entera, y después de todas las deliberaciones del Senado a que son sometidos los créditos generales, acaban éstos por ser adoptados en un estado de caos. Contienen una multitud de puntos que no agradan ni a la cámara ni al Senado, son enteramente vagos e ininteligibles para todos, excepto para los miembros de la Comisión de Conferencias. Parece que el tiempo que se ha pasado estudiando concienzudamente el presupuesto al principio, es un tiempo completamente perdido.
El resultado de la costumbre que ha tomado desde hace largo tiempo el Congreso de conceder asignaciones insuficientes en el momento en que examina las estimaciones presupuestarias, es la votación de un nuevo bill que debe adicionarse a la ley de Hacienda del año. Regularmente, desde que se abre la legislatura anual, se tiene que discutir un bill de déficit. Sin duda, el déficit proviene frecuentemente de cálculos erróneos o de los dislates de los ministerios; pero el déficit más importante es el que resulta de la parsimonia del comité de la cámara entera y del convenio por el cual las Comisiones de Conferencia arrancan reducciones al Senado. Por esto todos los años, en el mes de diciembre, al mismo tiempo que las estimaciones para el año económico siguiente, o más tarde, en comunicaciones especiales, vienen estimaciones por los déficits comprobados en los créditos del año corriente, y las aparentes economías hechas en los créditos del año precedente, quedan destruidas por el inevitable bill de déficit. Es como si el Congreso se hubiera impuesto como principio votar en dos veces los gastos. En cada legislatura, vota una parte de las sumas que se gastarán después del 1o. de julio siguiente, y las sumas necesarias para pagar los gastos que se han hecho desde el 1o. de julio del año anterior. Distribuye los abonos por cantidades a cuenta, a sus pupilos los departamentos.
Es costumbre que los Comités de Apropiaciones de las dos cámaras, en el momento en que preparan los bills anuales, tomen el parecer de los jefes de los departamentos en cuanto a los diversos gastos que serán realmente necesarios para los servicios públicos. Como no es permitido a esos jefes penetrar en la sala de la cámara, y les es, por consiguiente, imposible hacer una exposición completa de sus estimaciones presupuestarias, los jefes de servicios de los diversos departamentos ejecutivos deben contentarse con comunicaciones particulares dirigidas a los comités de la cámara y del Senado. Ellos se presentan en persona ante esos comités o se dirigen a ellos por escrito, y allí explican y reclaman las sumas pedidas en la “carta” que contiene las estimaciones. Aunque no dirigidas más que al presidente de uno de los comités, sus comunicaciones escritas llegan frecuentemente hasta el Congreso mismo, porque son leídas en sesión pública por un miembro del comité para legitimar o explicar los créditos especiales propuestos en el bill en discusión. Con frecuencia también, el jefe de un departamento se esfuerza por obtener las sumas deseadas a fuerza de negociaciones con diversos miembros del comité y por reclamaciones múltiples y apremiantes dirigidas a su presidente.
Sólo una pequeña parte de las relaciones entre el comité y los departamentos, está fijada por los reglamentos. Cada vez que las estimaciones vienen a discusión, los comités deben pedir datos y una opinión, o bien los departamentos deben ofrecerlos de nuevo. Sin embargo, en general, no es el comité el que pide un consejo, sino más bien los secretarios los que lo ofrecen. En los primeros años del gobierno, es probable que con frecuencia el presidente de los comités de gastos buscara a los funcionarios de los ministerios para obtener los esclarecimientos necesarios sobre los misterios de las estimaciones presupuestarias, aunque fuera más fácil pedir esos esclarecimientos que obtenerlos. Se halla un ejemplo divertido de las dificultades que asediaban entonces a un presidente de comité en busca de esos datos, en la correspondencia privada de John Randolph de Roanoke. Hasta 1865, el Comité de Vías y Medios de la cámara, que es uno de los comités más antiguamente establecidos, estaba encargado de las apropiaciones; era, pues, el deber de Mr. Randolph, en su calidad de presidente de aquel comité, en 1807, examinar las estimaciones, y cuenta en una carta interesante y muy característica a su corresponsal y amigo íntimo, Nicholson, la triste experiencia que había sacado al cumplir ese deber:
He ido hace algún tiempo a las oficinas de la Marina, para pedir explicaciones sobre ciertos artículos de créditos reclamados para este año. El secretario se ha dirigido a su principal empleado, que no sabía más que su superior sobre aquel punto. Yo he hecho una pregunta al jefe del departamento; él se ha vuelto hacia su empleado como un niño que no sabe la lección y busca un auxiliar con aire suplicante; el empleado, con mucho aplomo, ha soltado algunas frases triviales a que no he podido atribuir un gran valor; he pedido una explicación, y ambos se han quedado mudos. Esta pantomima se ha repetido a propósito de cada artículo, hasta que disgustado de la degradación de aquel jefe y avergonzado por él, me he despedido sin perseguir mi objeto, que veía no poder alcanzar. ¡No hay una sola pregunta relativa a su departamento, a que el secretario de Estado haya podido responder!Debe esperarse que los secretarios de hoy estén un poco más versados en los asuntos de sus departamentos que lo estaba el respetable Roberto Smith, o en todo caso, que tengan jefes de sección que puedan suministrar a los presidentes, deseosos de informarse, algo mejor que una charla vulgar que ningún hombre inteligente puede tomar por informes serios; y es por entero probable, que una escena como la que acabo de describir, sería hoy absolutamente imposible. La contabilidad ha sido en estos últimos años, mucho más seria y más estricta que lo era en la infancia de los departamentos; las estimaciones presupuestarias, mucho más completamente detalladas; la división minuciosa del trabajo en cada departamento entre un número muy grande de empleados, permite a los jefes de sección conocer fácil, exactamente y muy pronto, los detalles de la administración. Por eso, en general, no esperan a que el comité vaya a interrogarlos; al contrario, trabajan para hacerse oír por los miembros del comité, y sobre todo para asegurarse la influencia de los presidentes, a fin de obtener créditos suficientes.
Estas comunicaciones irregulares entre los Comités de Apropiaciones y los jefes de los departamentos toman la forma de alegatos, dirigidos en particular por los secretarios a los diversos miembros del comité, o bien de cartas cuidadosamente redactadas y que se insertan en los dictámenes presentados al Congreso. Ellas reemplazan en nuestro sistema a las exposiciones de Hacienda anuales que hacen los ministros al Parlamento en Inglaterra en circunstancias que permiten dar explicaciones públicas, completas y satisfactorias, y responden con entera libertad a las preguntas que a ello se refieran. Si tales son los rasgos invariables de la vigilancia de la Hacienda por la Cámara de los Comunes, nuestros ministros, al contrario, hacen sus exposiciones a las dos cámaras indirectamente y a trozos, por medio de los comités. No son más que testigos, y no son claramente responsables de los créditos anuales. Su sostenimiento cierto en funciones durante cuatro años, no está afectado en modo alguno por la forma en que el Congreso trate las estimaciones. Ver a nuestros funcionarios ministeriales dar su dimisión porque se les han rehusado todos los créditos reclamados en la “carta” del secretario del Tesoro, sería cosa tan nueva como entre nuestros primos de Inglaterra el espectáculo de un ministro de la Corona que permaneciera en funciones en circunstancias semejantes. Si nuestros ministros hicieran depender su situación de la manera como el Congreso vota las peticiones de créditos que se le someten, tendríamos probablemente el enojoso inconveniente de dimisiones anuales. Porque hasta cuando los jefes de los departamentos han logrado, gracias a su energía y a su habilidad persuasiva, obtener de los comités créditos ampliamente suficientes, la cámara, reunida en comisión plena, los reduce, según su costumbre, el comité del Senado los adiciona como antes, y la Comisión de Conferencia lleva la balanza, adoptando un convenio que acarrea un déficit según su costumbre antigua.
Hay en la cámara un Segundo Comité de Apropiaciones aparte del Comité de Apropiaciones. Es el Comité de Ríos y Puertos, creado en 1883 por el Congreso 48 para repartir las prerrogativas demasiado grandes del Comité del Comercio. Este comité representa naturalmente la permanencia recientemente adquirida por la política, hoy en favor, de las obras públicas. Hasta 1870, esa política había tenido una existencia muy precaria. Los presidentes estrictamente constitucionales de los primeros años rehusaban en absoluto tolerarla; así, no podía mostrarse abiertamente bajo la forma de créditos especiales que habrían ofrecido una presa fácil al veto vigilante. Debía, pues, deslizarse bajo el disfraz modesto de los créditos generales, y pasar así bajo el manto de artículos vecinos muy respetables. No se ha permitido nunca al presidente oponer su veto a puntos particulares de los acts que se le sometían. Madison y Monroe mismos, que eran, sin embargo, rígidos e inflexibles en la afirmación de las opiniones que les dictaba su conciencia y en el cumplimiento de lo que consideraban sus deberes constitucionales, y que creían que la Constitución no permitía conceder créditos para obras locales o para obras públicas en los estados, Monroe y Madison preferían dejar pasar, de tiempo en tiempo una asignación de dinero de ese género sin oponerla su veto, a rechazar la ley de Hacienda a que iba anejo ese crédito.
Sin embargo, el Congreso no hizo un uso frecuente o exagerado de esta astucia, y los proyectos de obras interiores desaparecieron completamente en presencia de la enérgica oposición del presidente Jackson. Durante varios años, el congreso autorizó a los estados marítimos a establecer un impuesto en sus puertos para las obras de esos puertos; pero no se encargó él mismo de los gastos de las obras públicas más que en los territorios que eran propiedad real de los Estados Unidos. Pero, más tarde, la oposición presidencial se hizo menos fuerte, luego se admitieron en la unión nuevos estados, que se hallaban lejos del mar y no querían pagar tarifas para construir los puertos de sus vecinos del Este, sin obtener para su país, donde no había puertos, ventajas parecidas. Eso es lo que hizo renacer los proyectos que los vetos de los antiguos tiempos habían descartado, y comenzaron a otorgarse con gran liberalidad créditos sacados de las cajas nacionales para la apertura de grandes canales y el perfeccionamiento de los puertos marítimos del comercio. Los estados del centro se callaron porque recibieron una parte de los beneficios de los créditos nacionales. No siendo ya indirecta la asistencia nacional, no quedó restringida a la sanción de las tarifas de Estado, de que sólo las comunidades marítimas podían aprovecharse, cuando todos los consumidores tenían que pagarlas.
El mayor aumento de los gastos de esta naturaleza ha ocurrido inmediatamente después de 1870. Desde esta época han ocupado un lugar muy importante en la legislación. Han llegado, desde 12 millones en la legislatura de 1873-1874, pasando por cifras variables en más o en menos, hasta 18 millones y 700,000 dólares en la legislatura de 1882-1883; han formado durante esa década la principal ocupación del Comité de Comercio, y, finalmente, se ha creado un comité especial permanente para inspeccionarlos. Han llegado a su punto culminante con el punto culminante de las tarifas protectoras; y lo que se ha llamado el “sistema americano” de las tarifas protectoras y de las obras públicas, ha llegado, al fin, a su perfecto desarrollo. Se han concedido a ese nuevo Comité de Apropiaciones las mismas prerrogativas que al gran comité que se ocupa de los estimaciones. Puede dar sus dictámenes en cualquier momento, cuando no hay orador en el uso de la palabra, y de sus dictámenes se trata como de los bills sobre los créditos anuales. Es un comité de gastos que tiene su llave del Tesoro.
Pero los Comités de Apropiaciones, que son, en el sentido estricto de la palabra, los únicos Comités de Subsidios, ven aumentada y completada su obra por numerosas comisiones que consagran su tiempo y su energía a crear gastos para el Tesoro. Hay en los estimaciones presupuestarias una lista de pensiones cuyo pago prevé todos los años el Comité de Apropiaciones; pero el Comité de Pensiones dirige constantemente peticiones nuevas. [7] Hace falta encontrar dinero para construir los barcos que reclama el dictamen del Comité de Marina y para hacer frente a los gastos que exigen el equipo del ejército y las reformas reclamadas por el Comité de Ejército. Hay innumerables dedos en el pastel del presupuesto.
Sobre todo en la aplicación de los créditos es donde ocurre lo que se llama en la jerga política el logrolling [8] (el engranaje). Naturalmente, el principal escenario de ese juego es la sala de reunión del Comité de Ríos y Puertos, y las horas más conmovedoras y más excitantes son las que se consagran a la discusión y votación del bill sobre los ríos y los puertos. El logrolling es un cambio de favores. El diputado A quisiera obtener un crédito para realizar un pequeño río de su distrito, y el diputado B quisiera llevar a cabo sus planes a fin de procurar dinero a los empresarios de su circunscripción, mientras que el diputado C viene de una ciudad marítima, cuyo modesto puerto está descuidado a causa de la pérfida barra de su embocadura, y el diputado D ha sido criticado por no haberse movido bastante a fin de hacer adoptar los planes de obras y presupuestos por los ciudadanos emprendedores de su país natal. Nada impide a esos señores juntarse y entenderse para votar en comité de la cámara entera los créditos deseados por los demás, para mantener la promesa que éstos les han hecho de gritar “sí” cuando sus créditos llegan a discutirse. No es imposible hacerse escuchar por el comité que da el dictamen, y se puede lograr que se hagan muchas pequeñas adiciones al bill antes que llegue a manos de la Cámara. Las intrigas de los pasillos (lobbying) y el logrolling marchan cogidos de la mano.
He ahí lo que pasa con las estimaciones y las apropiaciones. Todas las cuestiones de ingresos están, en su primer periodo de estudio, en manos del Comité de Vías y Medios de la cámara, y en el final, en la del Comité de Hacienda del Senado. El nombre del comité de la cámara está tomado evidentemente del lenguaje del Parlamento inglés. Sin embargo, la Comisión inglesa de Vías y Medios es la Cámara de los Comunes misma, reunida en comisión plena para examinar la exposición y las proposiciones del canciller del Exchequer, mientras que la nuestra es un comité permanente de la cámara, compuesto de once miembros y encargado de preparar las leyes que se refieren a la fijación de los ingresos y a los medios de proveer a la marcha del gobierno. Para servirnos de una expresión parlamentaria inglesa, hemos transformado en Comisión nuestra cancillería del Exchequer. El presidente del comité es nuestro ministro de Hacienda, pero, en realidad, no representa más que a la comisión de los once que persigue.
Todos los informes del departamento del Tesoro se someten a ese Comité de Vías y Medios que tiene también, de tiempo en tiempo, como el Comité de Apropiaciones, relaciones más directas con los funcionarios de las oficinas de ingresos. Los informes anuales del secretario del Tesoro están generalmente llenos de datos minuciosos sobre los puntos que se relacionan más de cerca con los particulares deberes del comité. Son explícitos en lo que concierne a la percepción y la salida de los caudales públicos, al estado de la deuda pública y al funcionamiento de todas las leyes que rigen la política rentística de los departamentos. Son, por decirlo así, el balance anual que muestra los ingresos y los gastos del gobierno, lo que debe y lo que tiene (el debe y el haber). Estos informes contienen también observaciones generales sobre el estado de la industria y del mecanismo de Hacienda del país; resumen los datos reunidos por la oficina de estadística sobre el estado de las manufacturas y del comercio interior, tanto como sobre el estado de la circulación monetaria y de los bancos nacionales. Son, naturalmente, distintos de las “cartas” del secretario del Tesoro, que contienen las previsiones de gastos y que van, no al Comité de Vías y Medios, sino al Comité de Apropiaciones.
Aunque el Comité de Vías y Medios tiene el deber, como el canciller del Exchequer en Inglaterra, de vigilar el empleo de los caudales públicos, la línea política seguida por el Comité de Vías y Medios es muy diferente de la que el ministro británico se siente obligado a seguir. Como ya he dicho, el objeto que éste se propone constantemente es el equilibrio en el balance anual. Procura percibir justamente el dinero necesario para hacer frente a los créditos concedidos por el Comité de Subsidios y para dejar un excedente adecuado destinado a cubrir los errores posibles en las previsiones y las fluctuaciones probables en el rendimiento de los impuestos. Nuestro Comité de Vías y Medios sigue una política muy diferente. Los ingresos que fiscaliza se perciben con doble objeto. Representan, no sólo los ingresos del gobierno, sino también una política comercial cuidadosamente elaborada a la que, durante años, han sido consagrados en parte los ingresos del gobierno. Deben a la vez proteger las industrias de la nación y cubrir los gastos de la administración federal. Si en la política seguida para la fijación de los impuestos no hubiere otro propósito que sostener el gobierno y mantener el crédito público, se emplearía, sin duda, un método muy diferente. Durante la mayor parte de la existencia del gobierno actual, el rasgo principal de esta política ha sido un sistema complejo de derechos de entrada sobre las importaciones, difíciles y costosos de percibir, pero que dejan, con las patentes que recientemente se han agregado a ellos, inmensos excedentes que no han podido agotar las extravagancias de la Comisión de gastos. Derechos de aduanas poco numerosos, poco elevados y poco costosos de percibir, darían ingresos más que suficientes para la marcha del gobierno y permitirían hacer economías en la administración de la Hacienda. Naturalmente, si se tienen inmensos ingresos, a pesar de las barreras de una tarifa exorbitante, se tendrían ingresos ampliamente suficientes con derechos de entrada sencillos y moderados. Sin embargo, el objeto de nuestra política de Hacienda no ha sido equilibrar los ingresos y los gastos, sino alentar a las industrias del país. El Comité de Vías y Medios no se ha preocupado, pues, en fijar los ingresos del gobierno (sabe que serán sin duda alguna más que suficientes), sino en proteger a las industrias a que tocan las tarifas. Los recursos del gobierno dependen así de los capitales que los ciudadanos comprometen en la industria.
Esto constituye, evidentemente, una diferencia muy importante entre las funciones del canciller del Exchequer y las de nuestro Comité de Vías y Medios. En la política de aquél, el sostenimiento del gobierno lo es todo; en la de nuestro comité, el interés de las industrias del país es la causa y el fin de los derechos de aduanas. A los ojos del Parlamento británico, enormes diferencias representan una mala administración de parte del ministro, y si estas diferencias se reproducen varios años seguidos, es derribado el gabinete y el canciller del Exchequer deshonrado para siempre. Por el contrario, para el Congreso, excedentes importantes no significan nada de particular. Ellos muestran con evidencia que las aduanas producen ingresos abundantes; pero el único objeto no es percibir sumas considerables, es hacer prósperas las industrias. Los intereses del comercio son la consideración esencial; los excedentes de ingresos son relativamente indiferentes. Los puntos de vista de los dos sistemas son, pues, enteramente opuestos; el Comité de Vías y Medios subordina sus deberes de ama de casa económica a los asuntos más vastos que están por fuera del gobierno; el canciller del Exchequer lo subordina todo a la administración económica.
En eso está con evidencia el sentido de la importancia preponderante que fácilmente toman, en la Cámara de los Representantes, las cuestiones de créditos sobre las cuestiones de ingresos. Es necesario conceder fondos para el sostenimiento del gobierno, pero se pueden retrasar sin inconveniente las cuestiones de reformas en los impuestos. Las dos cosas no van necesariamente juntas, como en la Cámara de los Comunes. Los dictámenes del Comité de Vías y Medios gozan del mismo privilegio que los del Comité de Apropiaciones, pero en modo alguno tienen igual probabilidad de ser examinados y votados por la cámara. No están unidos de un modo inseparable a los créditos anuales; llegarán los subsidios necesarios sin que se reformen los impuestos para hacer frente a las peticiones de fondos, porque, desde el primer momento, no se han fijado los impuestos con arreglo a los gastos que habrán de pagarse con lo que produzcan.
Si fueran las funciones del Comité de Vías y Medios como los del canciller del Exchequer, igualar los ingresos y los gastos, sus dictámenes serían una parte tan esencial de la legislatura como lo son los del Comité de Apropiaciones. Pero esas proposiciones ocupan en la legislación un lugar muy diferente; así es que pueden ser descartadas exactamente como las proposiciones de los demás comités, a petición del presidente del gran Comité de las Apropiaciones. Las cifras de los créditos anuales no se acercan bastante a los ingresos anuales para que dependan en forma alguna de los bills que se refieren a éstos.
Parece que la vigilancia que ejerce el congreso sobre los gastos es más completa que la que ejerce la Cámara de los Comunes en Inglaterra. En 1814, la cámara creó un Comité Permanente de Gastos Públicos, con la misión de examinar el estado de los diversos departamentos, y particularmente la ley sobre los créditos, y de decir en un dictamen si los créditos abonados se habían gastado con arreglo a esas leyes. Debía también proponer, de tiempo en tiempo, los arreglos que pudieran ser necesarios para lograr se hiciesen economías en los diversos ministerios, y para hacer más completa la responsabilidad de los funcionarios. Pero este comité no representó sólo el papel de Comité de Comprobación de Cuentas más que durante dos años. No fue abolido entonces, pero sus atribuciones fueron repartidas entre otros seis comités de gastos de los diversos departamentos, a los que se agregó otro séptimo en 1860 y otro octavo en 1874. Hay así un comité especial para la revisión de las cuentas de cada uno de los departamentos ejecutivos, aparte del Comité único de Gastos Públicos, creado al principio, y que continúa encargado de las funciones que se le pueden haber dejado en la distribución general. [9]
Las atribuciones de esos ocho comités están minuciosamente especificadas por los reglamentos. Ellos tienen que examinar el estado de las cuentas y de los gastos que les están respectivamente sometidos, que investigar y que decir:
... si los gastos de los diversos departamentos están aprobados por la ley; si las peticiones de indemnización, pagadas de tiempo en tiempo por los diversos departamentos, están apoyadas en títulos suficientes que determinen que la posición y la suma abonada son justas; si esas indemnizaciones se han pagado con fondos asignados a tal objeto, y si todas las sumas se han desembolsado conforme a las leyes de apropiaciones; si es necesario adoptar reglamentos y cuáles, para que las rentas públicas se gasten bien y para que el Estado quede al abrigo de peticiones injustas y exorbitantes.A más de esa minuciosa comprobación de las cuentas, los comités tienen el deber de “proponer de tiempo en tiempo” las economías que pueden parecerles realizables en interés de la Hacienda o las medidas que les puedan parecer necesarias para producir una administración mejor o para hacer a los departamentos más responsables de sus actos ante el Congreso; deben descubrir los abusos desde que nazcan, velar por que no haya en los ministerios oficinas inútiles ni funcionarios pagados con exceso o demasiado poco.
Pero aunque esos comités sean numerosos y armados de un gran poder, es fácil ver que hay en los departamentos más abusos que los que pueden descubrir con todos sus ojos. El Senado, que, sin embargo, no tiene semejantes comités permanentes, ha descubierto algunas veces abusos que se habían escapado por completo a la vigilancia de los ocho comités de la cámara; y aun a veces esos ocho comités, gracias a un esfuerzo especial, hacen la luz sobre operaciones que jamás habrían sido descubiertas por los procedimientos habituales. Es un comité del Senado el que durante la legislatura del Congreso 47 descubrió que el “fondo para gastos imprevistos” (contingent fund) del departamento del Tesoro se había gastado en reparar el hotel particular del secretario, en pagar comidas ofrecidas a sus amigos políticos, limonada que hiciera las delicias del secretario mismo, bouquets para sus partidarios más activos, alfombras que nunca habían sido entregadas, hielo que no había sido consumido y servicios que no se habían prestado. [10]
Sin embargo, eran secretos sobre que las honradas formas de los documentos justificativos presentados en apoyo de las cuentas no dieron la menor indicación.
Es difícil ver cómo podía haber algo satisfactorio y cierto en la comprobación anual de las cuentas públicas, excepto durante los últimos años de este sistema de comprobación por comités. Antes de 1870, nuestra contabilidad nacional se parecía mucho a la que todavía está en boga en Francia. Una vez concedidos, los créditos subsistían indefinidamente hasta quedar agotados. Había siempre sumas no gastadas para embrollar las cuentas; y cuando los primeros créditos se habían concedido con demasiada generosidad, lo que era caso frecuente, se acumulaban los excedentes de año en año, de suerte que dejaban inmensas sumas, a veces algunos millones, de que no se daba cuenta alguna, y que, por consecuencia, daban ocasión a toda suerte de desbarros y de acusaciones. En 1870 ese abuso fue corregido en parte por una ley que limitó tal acumulación a un periodo de dos años y se apoderó, en beneficio del Tesoro, de 174,000,000 de dólares de excedentes no gastados que se habían acumulado en los diversos departamentos. Pero hasta 1874 no se estableció un reglamento de gastos y de cuentas que hiciera posible una comprobación inteligente de parte de los comités, limitando el tiempo durante el cual podrían utilizarse créditos sin tener necesidad de ser renovados.
Tal es la exposición general, en algunas palabras y sin detalles, de los principales caracteres de nuestro sistema de Hacienda; de la actitud del Congreso frente a las cuestiones de ingresos, gastos y subsidios. El contraste que ofrece este sistema con los del viejo mundo, de los cuales el sistema británico es el tipo más perfeccionado, es por extremo notable. El uno es lo opuesto de los otros. Por un lado, se tiene una política de Hacienda regulada por un ministerio compacto, homogéneo; bajo la dirección de una cámara representativa; y por el otro, una política de Hacienda dirigida por la misma Asamblea representativa, con ayuda de los agentes del Poder Ejecutivo.
En nuestro sistema, en otros términos, los comités son los verdaderos ministros, y los ministros titulares no son más que empleados de confianza. No hay concurrencia ni alianza nominal entre las diversas secciones de ese ministerio de comités, aunque sus funciones sean evidentemente casi de la misma naturaleza y dependan también evidentemente unas de otras. Ese carácter de separación en la dirección de los negocios penetra, según ya he demostrado, en toda nuestra legislación; pero es cierto que tiene consecuencias mucho más serias en la administración de Hacienda que en la dirección de los demás asuntos del Estado.
De hecho nuestros ingresos no se fijan directamente conforme a los gastos que el gobierno se ve obligado a hacer. Sin ello está fuera de duda que este método de gastar, según las proposiciones de un cuerpo del Estado y de imponer tributos según las sugestiones de otro cuerpo enteramente distinto, nos conducirá muy pronto a serias dificultades. Fracasaría si se tratara de considerar los ingresos y los gastos como partes que deben concordar juntas en un sistema único, uniforme y razonable. No se puede examinarlas así más que cuando están bajo la dirección de un solo cuerpo, y todos los arreglos financieros tienen por base los planes preparados por algunos hombres experimentados que tienen los mismos principios, que se entienden bien y que tienen entera confianza unos en otros. Cuando los impuestos son considerados como una fuente de ingresos y el principal objeto de la gestión de Hacienda es regular los gastos por los ingresos, se necesita que los ingresos y los créditos pasen bajo los mismos ojos para que se establezca bien el equilibrio, o al menos se necesita que los que fijan la cifra de las sumas por percibir vean los libros de los que las gastan y los tomen por guías.
No cabe, pues, extrañarse de que nuestra política de Hacienda haya sido inconsecuente e incoherente y sin progreso continuo. No se descubre un objeto y un plan más que en los pocos caracteres que le fueron impresos durante los primeros años del gobierno, cuando el Congreso dejaba a hombres como Hamilton y Gallatin el cuidado de guiarle para dar una forma a la Hacienda del país. Los raros caracteres invariables que posee y cuyo origen se puede descubrir, son todos obra de los hombres sagaces que estuvieron al frente del departamento del Tesoro. Desde que se halla en manos de los comités del Congreso ha pasado tan caprichosamente de un papel a otro, ha cambiado tan fácilmente de principios de acción y de formas para adaptarse al temperamento y a los gustos de la época, que el que la estudia no ha acabado de formar conocimiento de un periodo de diez años, cuando ya advierte que difiere de los diez años que le han precedido y de los diez que le siguen.
Casi en cada legislatura el Congreso ha hecho un esfuerzo más o menos enérgico para cambiar el sistema de impuestos en alguna parte esencial, y ese sistema no ha permanecido nunca diez años sin sufrir algún retoque importante. Si los ingresos se hubieran fijado conforme a la suma comparativamente constante de los gastos, hubieran sido estables y fáciles de calcular; pero como dependen todavía de una política industrial muy discutida y siempre flotante, se han fijado con arreglo a un plan que ha atravesado fases tan numerosas como las vicisitudes y los caprichos del comercio y de la táctica de los partidos.
Esto es tanto más notable, cuanto que el Congreso da pruebas de mucha reflexión y atención en todas las cuestiones fiscales. La legislación de Hacienda ocupa de ordinario, si no siempre, el primer lugar entre los asuntos de la legislatura. Si se desembarazan de las demás cuestiones en momentos perdidos, de prisa y a la ligera, en cambio se conceden siempre a las cuestiones de ingresos y gastos debates completos. La Cámara de Representantes, en virtud del reglamento de que he hablado, que le permite, por decirlo así, plantear la cuestión previa a la cámara, reunida en comisión plena, descargándola del examen de todos los bills de ley que están depositados o que pueden serle sometidos, después que las enmiendas “propuestas, o que pueden serlo”, son adoptadas o desechadas sin discusión, la cámara, digo, vacila rara vez en rehusar al comité de la cámara toda libertad de discusión, y en consecuencia, toda autoridad sobre las determinaciones que ha de tomar; pero rara vez pone ese freno en la boca del comité de la cámara entera, cuando se trata de examinar los bills de apropiaciones o tarifas, a menos que la discusión se extravíe o se aleje completamente de la medida que se estudia, caso en el cual la cámara interviene para poner término a la inútil charla. Los bills de apropiación tienen, sin embargo, según he mostrado, un privilegio mucho más grande que los que se refieren a las tarifas, y no faltan ejemplos en que el presidente del Comité de Apropiaciones se ha arreglado de suerte que ha empleado el tiempo de la cámara en hacer votar las medidas preparadas por su comité, y en impedir así completamente toda discusión sobre importantes bills presentados por el Comité de Vías y Medios, después de deliberaciones serias y laboriosas. No se discuten nunca sus prerrogativas, cuando se trata de elegir entre el examen de un bill de subsidios y bill de ingresos, porque esos dos puntos no van en nuestro sistema juntos necesariamente. Se pueden y se deben votar los bills de Vías y Medios, pero hay necesidad de votar los bills de subsidios.
Conviene observar acerca de este punto que, si el Congreso habla mucho de cuestiones fiscales, cuantas veces se lo permite el egoísta Comité de Apropiaciones, sus palabras no preocupan al mundo, fuera de las paredes de la cámara. El hecho digno de notar, sobre que ya he llamado la atención, de que hasta los debates más completos en el Congreso no consiguen despertar un sentimiento de interés sincero y vivo en el espíritu del pueblo, se ha presentado, sobre todo, de una manera enteramente sorprendente en el curso de nuestra legislación de Hacienda, porque, aunque las discusiones que ha habido en el Congreso sobre las cuestiones de Hacienda hayan sido muy frecuentes, muy prolongadas, muy completas, y hayan ocupado una parte muy grande del tiempo de la cámara cada año, parecen no haber hecho casi ninguna impresión sobre el espíritu público. La ley de 1873 sobre la acuñación de moneda (the Coinage Act), que desmonetizó la plata, había estado ante el país durante años antes de ser adoptada. Había sido estudiada muchas veces por los comités del Congreso, impresa y discutida muchas veces bajo una forma u otra, y finalmente fue aceptada, sin duda a fuerza de persistencia y de importunidad. La Ley de Re-asunción de 1875 (the Resumption Act) había tenido también una marcha semejante; había sido examinada varias veces por el Congreso, varias veces impresa y discutida una vez por el Congreso completamente; eso no impidió, cuando el Bland Silver Bill (el bill de Bland sobre la plata), en 1878, acabó por pasar a través de los molinos de la legislación, que algunos de los principales periódicos del país declarasen con seguridad que la Ley de Reasunción había sido adoptada sin discusión y precipitadamente, casi en secreto; de igual modo varios miembros del Congreso se habían quejado antes de la Ley de Desmonetización de 1873, afirmando que se la había hecho pasar subrepticiamente; que se había engañado al Congreso, para hacérsela aceptar, y que él la había adoptado sin saber lo que hacía.
Esta indiferencia del país por lo que se dice en el Congreso muestra claramente que, aunque los comités guíen a la cámara en materia de leyes, la guían sin inteligencia entre sí y sin responsabilidad, y no guían a nadie en particular, es decir, a ningún partido organizado y compacto, que pueda ser hecho responsable de su política. Ella muestra también el carácter y la capacidad de los colegios electorales. La duda y la indecisión que deben necesariamente existir en el espíritu de la gran mayoría de los electores sobre la mejor forma de ejercer su voluntad, influyendo sobre la manera de obrar de una Asamblea, cuya organización es tan compleja, cuyos actos son en apariencia el efecto del azar, y en que la responsabilidad es tan ligera, echan a las circunscripciones en brazos de los políticos locales, que son más visibles y más tangibles que los miembros eminentes del Congreso. Esa duda engendra también, al mismo tiempo, una profunda desconfianza respecto del Congreso, al que se considera como un cuerpo cuyas acciones no se pueden prever de antemano, conforme a las promesas hechas en las elecciones o conforme a los programas expuestos por las Convenciones de los partidos. Los colegios electorales pueden ver y comprender a algunos agitadores ligados entre sí, que muestran ventajas evidentes y que obran sobre ellos con prontitud; pero no pueden ni vigilar ni comprender a cuarenta comités permanentes caprichosos, cada uno de los cuales sigue su camino y hace lo que puede, sin preocuparse de los compromisos adquiridos por los partidos a que pertenecen sus miembros. En una palabra, no tenemos en nuestra vida política los elementos más esenciales para formar una opinión pública, activa y real.
El rasgo característico de una nación capaz de tener una opinión pública —dice Mr. Bagehot, el más perspicaz de los críticos políticos—, es que tenga... partidos organizados; en cada partido habrá un jefe, algunos hombres hacia los cuales se dirijan las miradas, y muchos hombres que vuelvan sus miradas hacia ellos; la opinión del partido será formada y sugerida por un pequeño número, y será criticada y aceptada por el gran número.Esta organización de los partidos es la que no tenemos. Nuestros partidos tienen jefes titulares en las elecciones en la persona de los candidatos, y profesiones de fe nominales en las resoluciones de las Convenciones; pero no tienen un pequeño número de jefes escogidos a quienes puedan dar su confianza como a guías en la dirección de la legislación, o a quienes puedan dirigirse para tener una opinión. ¿Qué hombre o qué grupo de hombres puede hablar en nombre del partido republicano o del partido demócrata? Cuando nuestros políticos más visibles y más influyentes dicen alguna cosa de la legislación futura, nadie supone que hablan en nombre de su partido, como alguien que tiene una gran autoridad. Es sabido que hablan por sí y por un pequeño número de colegas y de amigos íntimos.
Las relaciones actuales entre el Congreso y la opinión pública nos recuerdan la época del reinado de Jorge III, en que “la masa del pueblo inglés era incapaz de dirigir la marcha del gobierno inglés”, en que el gobierno se separaba de “la masa del sentimiento nacional, la sola que puede servir de base sólida a un gobierno”. Entonces fue cuando la opinión pública inglesa:
...despojada de todo poder real y privada así del sentimiento de responsabilidad que lleva consigo la conciencia del poder, se hizo ignorante e indiferente al progreso general del siglo; pero se hizo al mismo tiempo hostil al gobierno, porque era el gobierno, desleal a la Corona, enemigo del Parlamento. Por primera y última vez... el Parlamento fue impopular y sus adversarios estuvieron seguros de la popularidad. (Green, Historia del Pueblo Inglés).El Congreso, en nuestra época, se ha separado de la “masa del sentimiento nacional”, porque no existe medio para registrar en la legislación los movimientos de ese sentimiento nacional. Cambiando constantemente para complacer a toda clase de comités compuestos de toda clase de hombres —unos pocos inteligentes, otros muy sutiles; unos capaces, otros astutos; unos honrados, otros negligentes—, el Congreso escapa al juicio por la incoherencia de sus planes de acción. Los colegios electorales no pueden decir con alguna certidumbre si las obras de un Congreso dado han sido buenas o malas; al comienzo de sus sesiones, no ha habido nunca política determinada que pudiera servir de guía, y al fin no había concluido ningún plan que pudiera servir de modelo. Durante su corta vida, los dos partidos han podido flotar y extraviarse, las ideas políticas han podido cambiar y errar a la ventura, el Congreso ha podido hacer mucho mal y un poco de bien; pero cuando todo se pasa en revista, es a menudo casi imposible distribuir la censura y el elogio. La obstinación de algunos miembros de los comités ha sido tal vez la causa de todo el mal que se ha hecho; pero esos hombres no representan a su partido, y el elector no ve cómo puede mejorar su voto los hábitos del Congreso. Desconfía del Congreso, porque siente que no puede dirigirlo.
El elector siente también que su desconfianza respecto al Congreso está justificada por lo que oye decir de las prácticas corrompidas de ciertos hombres que preparan, en los pasillos de la cámara, leyes en su provecho. Oye hablar de enormes créditos pedidos y obtenidos; de pensiones obtenidas por comisión por individuos que hacen su oficio de solicitar pensiones; de apropiaciones hechas en interés de empresarios bribones; y no se puede censurarle porque deduzca que esos son males inherentes a la naturaleza del Congreso, porque es cierto que el poder del hombre de pasillo (del lobbyist) reside en gran parte, si no completamente, en la facilidad que le da el sistema de los comités. Tiene muy naturalmente las ocasiones más favorables de llegarse a los grandes comités, que distribuyen los fondos. Le serían imposible preparar sus planes en el vasto campo de la cámara entera; en cambio, entre los miembros de un comité encuentra algunos que son tratables. Si puede hacerse escuchar por el comité o sólo por una parte influyente del comité, tiene prácticamente la aprobación de la cámara misma; si sus planes llegan a ser adoptados en el dictamen de un comité, tienen probabilidades de escapar a la crítica, y en todo caso será difícil hacerlos desaparecer. Esta facilidad con que los extraños tienen acceso cerca de los comités, permite a las influencias ilegales alcanzar a todas las partes de la legislación; pero esas influencias se ejercen con la mayor frecuencia y con los efectos más desastrosos sobre los comités que están encargados de la alta inspección de los caudales públicos. Son, naturalmente, entre los comités, aquellos cuyo favor se busca más a menudo, con más persistencia y perfidia. Ninguna descripción de nuestro sistema de ingresos, de aplicación de créditos, de gastos, sería completa si no se dijese una palabra de los industriales que cultivan el favor del Comité de Vías y Medios, de las personas interesadas que hacen la corte al Comité de Ríos y Puertos, y, en fin, de los empresarios averiados y de los buscadores de subsidios que hacen la corte al Comité de Apropiaciones.
El último punto de mis comentarios sobre nuestro sistema de administración de Hacienda lo tomaré de un sutil crítico de los métodos del Congreso, que escribía las líneas siguientes a uno de los principales periódicos de los Estados Unidos:
Mientras que el lado débito de las cuentas nacionales sea intervenido por un grupo de hombres, y el lado crédito por otro grupo; mientras los dos grupos trabajen separadamente y en secreto, sin ninguna responsabilidad pública y sin ninguna intervención de parte del ministro, que es nominalmente responsable; en tanto que esos grupos, que se componen en gran parte de hombres nuevos cada dos años, no se ocupen en los asuntos más que durante las sesiones del Congreso y pasen así en preparar bills el tiempo que debieran pasar discutiendo en público planes ya maduramente estudiados —de suerte que se vote en ocho o diez días sin discusión un inmenso presupuesto—; en tanto que las cosas pasen así, la Hacienda irá de mal en peor, cualquiera que sea el nombre del partido que se halle en el poder. Ninguna nación en la tierra intenta ni podría intentar algo parecido sin precipitarse en grandes dificultades, porque no debemos nuestra salvación más que a enormes ingresos y a gastos militares casi insignificantes.Esta crítica recae evidentemente sobre un punto importante. El Congreso pasa su tiempo preparando proyectos en comités, en vez de consagrarse al trabajo mucho más útil y que conviene evidentemente mucho mejor a una gran Asamblea, es decir, al estudio y a la discusión de los proyectos preparados de antemano para ella por un comité de hombres experimentados, habituados desde largo tiempo a la política y a la confección de las leyes, cuya existencia oficial es distinta del Congreso y depende, sin embargo, de su voluntad. He ahí, en otros términos, otro dedo que nos señala el problema de Mr. Mill sobre “la mejor Comisión legislativa”. Nuestros comités no tienen la mejor forma que puede revestir una comisión, no sólo porque son demasiado numerosos, sino también porque son partes integrantes del cuerpo directivo y no tienen vida fuera de ese cuerpo. Probablemente, la mejor comisión de trabajo sería la que preparase proyectos de gobierno, independientemente del cuerpo de los Representantes, y permaneciendo en contacto inmediato con los asuntos prácticos de la administración, pero que se dirigiera siempre a la cámara para hacerlos aprobar y fuera responsable de su éxito cuando se aplicaran.
/Continúa en la 2° parte…
* Woodrow Wilson no sólo fue político y Presidente de los Estados Unidos. También fue un influyente académico en la disciplina de la ciencia política (y la administración pública). Esta es su obra clásica sobre la naturaleza del gobierno del Congreso de los Estados Unidos.
Publicado originalmente en 1885 en inglás, editorial Peuser publico una versión en castellano en 1902. El Gobierno del Congreso de Woodrow Wilson constituye una de las primeras y más importantes críticas al régimen de poderes separados. Con Wilson nos remontamos a los orígenes de la crítica a ese sistema constitucional donde las ramas de gobierno tienden a volverse “rivales e irreconciliables”, prisioneros de una “doble soberanía” -entre los poderes ejecutivo y legislativo - que caracteriza los regímenes que hoy identificaríamos como “presidenciales”.
[1] Estas palabras son de Mr. Bagehot, acerca del sistema constitucional inglés.
[2] Las palabras y frases omitidas en la cita contienen las opiniones de Mr. Adams sobre el valor de las diferentes balanzas; juzga que unas son de dudosa utilidad y denuncia sin vacilación a las otras como enteramente perniciosas.
[3] El siguiente pasaje de William Maclay (Sketches of Debate in the First Senate of the US, pp. 292 y 293) hace ver bien con que claridad fueron previstos, desde el principio, los resultados de aquella situación por hombres perspicaces. “El sistema propuesto por esos señores (los federalistas), o más bien el desarrollo de los designios de un partido, ha sido el siguiente: El poder general de llevar a efecto la Constitución por una explicación interpretativa se extenderá a todos los casos en que el Congreso pueda juzgarlo necesario o útil... Las leyes de los Estados Unidos serán tenidas por superiores a toda ley, título o hasta Constituciones de estados. El poder supremo de decidir en esta cuestión como en cualquier otra, pertenece al gobierno federal, porque los estados se han olvidado de asegurarse un árbitro o un modo cualquiera de decisión para el caso de divergencia entre ellos. No hay tampoco un artículo en la Constitución que puedan invocar. Pueden ellos dar una opinión, pero las opiniones del gobierno general deben prevalecer... Todo acto directo y libre sería llamado usurpación. Más, en cuanto a saber si la influencia creciente y las intrusiones del gobierno general no pueden gradualmente absorber a los gobiernos de estados, esa es otra cuestión”.
[4] Igualmente extensiva de los poderes federales, es la decisión de “legal tender” (Juilliard V. Greenman) de marzo de 1884, que para establecer la existencia de un derecho a emitir papel no reembolsable, invoca el reconocimiento por la Constitución de otros derechos característicos de soberanía, y la posesión de un derecho idéntico por los demás gobiernos. Pero esa decisión no lleva consigo ninguna restricción de las facultades de los estados, y tal vez se debiera poner en contraste contra ella otra decisión (varios casos, octubre de 18 que rehúsa la sanción constitucional al Civil Rights Act.
[4] Igualmente extensiva de los poderes federales, es la decisión de “legal tender” (Juilliard V. Greenman) de marzo de 1884, que para establecer la existencia de un derecho a emitir papel no reembolsable, invoca el reconocimiento por la Constitución de otros derechos característicos de soberanía, y la posesión de un derecho idéntico por los demás gobiernos. Pero esa decisión no lleva consigo ninguna restricción de las facultades de los estados, y tal vez se debiera poner en contraste contra ella otra decisión (varios casos, octubre de 18 que rehúsa la sanción constitucional al Civil Rights Act.
[5] Ningún comité tiene el derecho, cuando es llamado, de ocupar más que las horas de la mañana de dos días consecutivos con las medidas que ha preparado; sin embargo, si la hora de su segunda mañana expira mientras que la cámara está ocupada en examinar uno de sus bills, esa sola medida puede ser aplazada para una nueva hora de la mañana, hasta que haya recaído acuerdo.
[6] Artículo del senador Hoar, citado ya varias veces.
[7] Una vez votó la Cámara 37 bills de pensiones en una sola sesión. El Senado, por su parte, y por consentimiento unánime, discutió y votó en diez minutos próximamente siete bills para la construcción de edificios públicos en diferentes estados, disponiendo en algunos instantes de una suma de 1,200,000 dólares. Una nueva proeza de la cámara es la de haber votado en globo una ley concediendo1,300 indemnizaciones con motivo de la guerra. Este bill comprendía 119 páginas llenas de pequeñas reclamaciones, que en conjunto se elevaban a 291,000 dólares; y un miembro que suplicaba a la cámara no criticase ese arreglo, dijo que el comité había recibido diez grandes sacos llenos de reclamaciones parecidas, sobre las que habían resuelto los empleados de la Tesorería, y que era materialmente imposible examinarlas. N. I. Sun, 1881.
[8] “Logrolling” es el intercambio de apoyo entre legisladores para la aprobación de distintas iniciativas de legislación. "Tome y daca".
[9] El Congreso, que crea constantemente nuevos comités, no suprime nunca los antiguos, aunque se hayan hecho completamente inútiles y no les quede ya ninguna atribución. Así, no sólo hay el Comité de Gastos Públicos, ya reemplazado por otros, sino también el Comité de Manufacturas. Este, cuando formaba parte del Comité de Comercio y de Manufacturas, tenía mucho que hacer; pero desde la creación de un comité distinto de Comercio, no tiene ya ninguna razón de ser, porque los reglamentos no le atribuyen ya ninguna función, igual que al Comité de Agricultura y de asuntos indios. Veremos si el Comité de Comercio sufre un eclipse semejante, hoy que se han confiado sus principales atribuciones al Comité de Ríos y Puertos.
[10] Véase el dictamen de este comité, que tenía por presidente al senador Windam. Un ejemplo de lo que pueden encontrar los Comités de la Cámara, gracias a un esfuerzo especial, son las revelaciones de la información sobre los gastos de los famosos “Star Route Trials” (Proceso de la Star Route), información del Comité de Gastos del Congreso 48 relativa al Departamento de la Justicia.
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