julio 16, 2011

"El Gobierno del Congreso. Estudio sobre la organización política americana" Woodrow Wilson (1885) -2° parte-

EL GOBIERNO DEL CONGRESO
Estudio sobre la organización política americana
Woodrow Wilson
[1885]

[2/2]
INDICE 2° PARTE
CAPÍTULO IV
El Senado
CAPÍTULO V
El Poder Ejecutivo
CAPÍTULO VI
Conclusión
_____
CAPÍTULO IV
EL SENADO
Esto es un Senado, un Senado de iguales, de hombres individualmente respetables, cada uno de los cuales tiene un carácter personal y una independencia absoluta. No conocemos amos, no obedecemos a dictadores. Es esta una sala en que nos consultamos mutuamente, en que discutimos juntos, y no una liza para mostrar campeones.
Daniel WEBSTER
El Senado de los Estados Unidos ha sido alabado de un modo extravagante o denigrado en exceso, según las ideas preconcebidas y el humor de sus diversos críticos. A los ojos de algunos tiene una grandeza de carácter, una superioridad de prerrogativas, y en general, una sabiduría práctica que no posee ningún otro cuerpo deliberante; mientras que, según otros, no es hoy, sea lo que quiera lo que antes haya podido ser, más que una sociedad, un poco escogida, de hinchazones ociosas, entre las cuales los pocos hombres de carácter, resueltos a realizar grandes cosas, no encuentran ningún estímulo ni casi nada de lo que les convendría. Ahora que, naturalmente, ninguna de esas opiniones extremas se parece a la exacta verdad, ni tampoco se puede llegar a la verdad mezclando juiciosamente las ideas menos exageradas que contienen. La verdad es aquí, como en muchos otros casos, algo enteramente sencillo y ordinario. El Senado es, exactamente, lo que debe ser, según el modo de su elección y las condiciones de la vida pública en este país. Sus miembros son escogidos en las filas de los políticos activos, conforme a una ley de selección natural a que obedecen, en general, las legislaturas de todos los países; y, por consiguiente, es probable que posea los hombres mejores que nuestro sistema llama a la política. Si estos hombres mejores no son buenos, es porque nuestro sistema de gobierno no atrae a los mejores por las recompensas que ofrece, y no porque el país no produzca o no pueda producir mejores elementos.
Se ha supuesto con frecuencia que el Senado era, exactamente, lo que la Constitución quería que fuese; que siendo muy elevada su posición en el sistema federal, el objeto y el carácter de sus miembros son igualmente muy elevados; que siendo muy larga su duración, su previsión debe ser también muy grande; que no siendo hecha la elección directamente por el pueblo, la demagogia no puede vivir en su palacio. Pero el Senado no es, en realidad, más que una parte considerable, es verdad, de los servicios públicos, y si las condiciones generales de esos servicios reducen a los hombres de Estado a morirse de hambre y crean demagogos, el Senado estará lleno de estos últimos, simplemente porque son los únicos que se presentan. No puede haber una raza especial de hombres públicos educados para el Senado. Preciso es que se reclute entre las ramas inferiores del sistema representativo, de que no es más que la parte más elevada. El arroyo no es más puro que su fuente. El Senado no puede poseer hombres mejores que los mejores hombres de la Cámara de Representantes; y si ésta no atrae más que a talentos inferiores, el Senado se ve obligado a contentarse con el mismo género de talentos. Yo creo poder decir que si el Senado no es tan bueno como se quisiera, es tan bueno como puede serlo en estas circunstancias. Contiene lo que nuestra política produce más perfecto.
Para apreciar y comprender al Senado, hay que conocer las condiciones de la vida pública en este país. ¿Cuáles son esas condiciones? Desde luego no son lo que eran durante los primeros años del gobierno federal; no son ya lo que eran hace veinte años; porque para esto, como para otras cosas, la guerra entre los estados termina un periodo y abre otro. Entre los grandes hombres de Estado de los días de la revolución, que han construido un gobierno, y los políticos de 1860, que lo han reconstruido, ha entrado una gran familia de jurisconsultos constitucionales en la vida pública, y ha ejercido una influencia sobre las leyes.
Las cuestiones que tenían que resolver nuestros hombres de Estado mientras la Constitución estaba en estudio, eran cuestiones políticas en el sentido más amplio; pero las que dominaron la vida pública después que el gobierno federal se hubo formado con éxito, eran cuestiones de interpretación legal que sólo los jurisconsultos podían resolver. Todas las cosas de la política, todas las dudas sobre la legislación, y hasta las dificultades diplomáticas, eran consideradas según las reglas que presidían a la interpretación de la Constitución. Casi todos los asuntos de interés público se relacionaban con algún principio constitucional en los laboratorios de las escuelas que estaban en lucha sobre el sentido que había de darse a las leyes constitucionales. Las cuestiones constitucionales formaban siempre la marea de la política; las cuestiones de administración no formaban más que sus remolinos.
Los republicanos, en tiempo de Jefferson, sacaban su alimento de sus ideas sobre la Constitución, tanto como los federalistas. Los whigs y los demócratas de la época siguiente vivían de un alimento esencialmente el mismo, aunque fuera servido bajo formas ligeramente diferentes; y los partidos de nuestros días retornan con gusto a aquellos cocineros del tiempo antiguo, cuantas veces desean un buen alimento para fortalecerlos contra su debilidad. Las grandes cuestiones que suscitaban la admisión de nuevos estados en la Unión, y la anexión de un territorio extranjero, tanto como las controversias que acompañaron a la lucha sobre la esclavitud y las facultades reservadas a los estados, eran cuestiones esencialmente constitucionales. Por otra parte, ¿cuáles eran entonces las cuestiones vivas, fuera de aquellas cuyas raíces se encontraban en las facultades implícitas de la Constitución, acerca de las cuales tan fuertemente se disputaba? Debe recordarse que pocos publicistas se oponían a las obras públicas, por ejemplo, por razón de que fueran no razonables o inútiles. Todos los que estudiaban el caso como hombres de Estado se hallaban forzados a ver que la apertura de grandes vías fluviales, la construcción de caminos, la horadación de canales y todas las obras públicas que facilitan el comercio entre los estados y hacen rápidas y fáciles las relaciones entre las diversas partes de la Unión, eran conformes a los consejos de la sabiduría y a una política a la vez nacional en su espíritu y universal en sus beneficios. No se preguntaba, pues, lo que había mejor y más sabio que hacer, sino lo que las leyes permitían hacer; y los principales adversarios de los planes de obras públicas hacían descansar su oposición a ellos en un estudio atento del lenguaje de la Constitución. Si ella no aprobaba completamente sus actos, no querían moverse, aun cuando hubieran debido permanecer inmóviles toda su vida.
Tales eran también los principios que se ponían por delante cuando se ocupaban en las tarifas de aduanas. Esta cuestión de las tarifas pasó de repente al primer lugar en 1833. No era un gran movimiento de libre cambio anticipándose a la misión de Cobden y de Bright, sino una lucha entre el principio de los impuestos, de la Federación y los privilegios constitucionales de los estados. Los estados agrícolas creían ser aplastados bajo el talón de hierro de la política proteccionista que ellos mismos habían hecho triunfar, y esperaban escapar de ella con ayuda de la Constitución. El gobierno tenía el derecho, que ellos admitían por otra parte, de establecer impuestos sobre las importaciones; la ley fundamental le otorgaba ese derecho. Pero, ¿quería eso decir que pudieran establecerse derechos de Aduana para otra cosa que para procurarse rentas legítimas? ¿Permitía la Constitución gravar con impuestos a la Carolina del Sur para proteger las industrias de la Nueva Inglaterra?
A aquella gran controversia sobre las tarifas sucedió entonces la lucha espantosa sobre el derecho de secesión y sobre la abolición de la esclavitud; y todavía aquí, como anteriormente, el partido que se veía estrechado de cerca buscó un refugio en la Constitución. Era todavía, al comienzo al menos, una cuestión de jurisprudencia. Más tarde escapó a la intervención de los jurisconsultos, y fue la guerra, con sus procedimientos crueles y salvajes, la que hubo de arreglarla. Pero permaneció en manos de los jurisconsultos mientras pudo, y hubiera permanecido hasta el fin si no hubiera sido ella misma más grande que la Constitución y no hubiera estado mezclada a intereses y pasiones que superaban a la intervención de la legislatura o de los tribunales de justicia.
Estos ejemplos del carácter que han tomado hasta ahora las cuestiones políticas en este país, bastan para recordar al que lee nuestra historia cuáles han sido los rasgos principales de nuestra política, y pueden servir para esclarecer el punto sobre que deseo insistir. Se comprende en qué sentido ha debido influir el curso de la política sobre los hombres de Estado y los jefes de partido. Cuando las cuestiones que se referían a la interpretación justa de la Constitución eran las cuestiones principales y las que había que resolver más pronto, se pedían jurisconsultos eminentes; y jurisconsultos se presentaban, en efecto, para responder a aquella necesidad. En un país como el nuestro, en que el pleiteo es facilitado por el establecimiento de numerosos tribunales de justicia accesibles e imparciales, se encuentran grandes abogados en número más considerable que grandes administradores, a menos que se creen medios extraordinarios para estimular a los talentos administrativos. En consecuencia, hemos tenido siempre excelentes abogados, mientras que hemos tenido que contentarnos con administradores pasaderos; y parece que estamos destinados a la desgracia de no poseer jamás en el porvenir hombres de Estado capaces de construir alguna cosa.
Las cuestiones constitucionales de los primeros tiempos eran tan importantes y tan urgentes, que atrajeron a grandes abogados, a pesar de la tendencia que tenía nuestro sistema a privar a los jefes de toda autoridad. En presencia de cuestiones que afectaban a la estructura y el poder del gobierno federal, los partidos se vieron obligados a reunirse con un objeto definido y a aceptar una doctrina precisa. Cuando el mantenimiento o la abolición de la esclavitud hubo dejado de ser una cuestión de derecho constitucional, y se convirtió en un objeto de lucha entre el sentimiento y los derechos adquiridos, entre el interés y la pasión, hubo, naturalmente, una lucha ardiente y enérgica entre dos ejércitos compactos, y se vieron aparecer de repente jefes de partido poderosos.
Los tres periodos de desarrollo nacional que precedieron a la guerra entre los estados, crearon cada cual una clase especial de jefes políticos. Durante el periodo de la fundación hubo grandes arquitectos y grandes constructores; durante el periodo de interpretación constitucional hubo, lejos del pueblo, grandes eruditos políticos que pesaron y explicaron la letra de la ley, y más cerca del pueblo, grandes abogados constitucionales que hicieron entrar en la política las doctrinas de los eruditos; y durante el periodo de la agitación abolicionista hubo grandes maestros en el arte de conmover y grandes guías de los deseos del pueblo. Los publicistas del segundo periodo quedaron encargados de tratar la cuestión de la esclavitud, según he dicho, mientras pudieron, y fue muy a disgusto cómo cedieron el puesto a los oradores contra la esclavitud y a los campeones de ésta, que debían, con sus palabras, inflamar los sentimientos del pueblo hasta producir la guerra. Pero se necesitaban, naturalmente, para un movimiento nuevo jefes nuevos. Ese movimiento era esencialmente revolucionario por el tono y por las intenciones, y escapaba completamente a los principios de acción que habían dirigido la política de la antigua escuela. Su objeto era cambiar la Constitución y no defenderla. Sus jefes no hablaban para aconsejar, sino para expresar su cólera o para dar órdenes. Era una cruzada y no una campaña; el movimiento impetuoso de un proceso, no el examen de una medida que se discute. Y como todas las grandes causas apasionantes, tenía jefes, jefes cuya autoridad reposaba en el afecto y la simpatía del pueblo más que en una sabiduría reconocida o en sus éxitos de hombres de Estado. La guerra fue obra de filántropos; y la reconstrucción que siguió a la guerra fue la obra demasiado rápida de aquellos caballeros mal equilibrados de la cruzada, llenos de sentimientos atrevidos, pero desprovistos de un juicio tranquilo y previsor.
El movimiento antiesclavista hizo surgir jefes, que, por la naturaleza de sus profesiones, eran más pintorescos que ninguno de los que habían figurado en la escena nacional desde que el famoso drama de la Revolución había abandonado las tablas; pero sus principales actos no fueron mejor compuestos que los del drama, que inmediatamente lo había precedido. Cuando la Constitución de un pueblo autónomo se forma deliberadamente con ayuda de precedentes numerosos, durante los primeros periodos de su existencia, debe haber doctrinas opuestas, bastante precisas, bastante fuertes y bastante activas, para tener cabida en los programas de partidos enérgicos, cada uno de los cuales obedece a los defensores más eminentes de sus principios preferidos. La época de nuestro desarrollo constitucional vio, pues, al frente de nuestros asuntos nacionales un grupo tan hermoso de hombres como los que hemos tenido después para dirigir la política civil del país; y aquéllos cedieron el puesto a hombres resueltos a hacer frente a las luchas de los tiempos nuevos, y bien a propósito para resolver las dificultades de una nueva serie de acontecimientos.
Desde la guerra, sin embargo, hemos entrado en un cuarto periodo de la vida pública, y estamos inquietos al ver que una clase nueva de hombres de Estado no ha aparecido para responder a las necesidades del gobierno presente, cuyas condiciones han cambiado. El periodo de la construcción federal ha pasado desde hace largo tiempo; las cuestiones de interpretación de la Constitución no son ya consideradas como urgentes; la guerra está ya acabada, y las cenizas de sus batallas se encuentran hoy casi extinguidas; no nos queda más que el trabajo, poco excitante, pero muy importante, sin embargo, del desarrollo apacible y diario de una administración juiciosa. Al cumplimiento de esta obra es a lo que debe dedicarse toda nación llegada a la edad madura, y debe hacerlo con toda la sabiduría, toda la energía y toda la prudencia de que es capaz. No puede decirse que esos nuevos deberes hayan hecho nacer hombres eminentemente formados para cumplirlos. No ha habido grandes administradores desde el comienzo de este periodo reciente, y no se descubre ninguna señal precursora del advenimiento de hombres de este género. Las formas del gobierno en este país han sido siempre desfavorables a la elevación fácil del talento, hasta una autoridad preponderante; y estas formas, hoy cristalizadas, permiten menos que nunca, a un pequeño número de hombres, tomar la dirección de los negocios, porque las cuestiones que están en primer término en política no son propias para hacer surgir y atraer a la arena a campeones hábiles y dignos de confianza, como la hacían las cuestiones constitucionales y la agitación revolucionaria de los antiguos días. Son asuntos demasiado pacíficos, demasiado pedestres para conmover o para despertar el entusiasmo.
Es, pues, muy enojoso que sólo los sentimientos o el entusiasmo puedan hacer nacer jefes de partido aceptados y reconocidos. No hay funciones especiales para un gran jefe de partido en nuestro gobierno. El poder del presidente de la Cámara de Representantes está demasiado rodeado de trabas y demasiado oculto; los privilegios de los presidentes de las principales comisiones permanentes son demasiado limitados en extensión; el presidente es demasiado silencioso y demasiado inactivo, demasiado poco semejante a un presidente de gabinete, y demasiado parecido a un superintendente. Si hay un hombre a quien todo un partido, o una gran mayoría nacional, pida una dirección o un consejo, preciso es que dirija sin estar en funciones, como Daniel Webster, o a pesar de sus funciones, como Jefferson y Jackson. Es preciso que un acontecimiento o que las cuestiones del día impulsen a grandes abogados, o a grandes administradores, a ponerse a la cabeza de los partidos políticos, no oficialmente, sino por los derechos que les da, en las más grandes acciones de su vida, un principio a la vez vital y generalmente amado o detestado, o porque su elocuencia sin rival les permite dar una voz a ese principio viviente. Se necesita, para permitir elevarse, una causa más poderosa que las trabas de las formas gubernamentales, una causa que, por la autoridad de su voz imperiosa, haga de sus abogados los jefes de la nación, sin darles por eso un título oficial, aun sin que tengan necesidad de un título oficial. Nadie está llamado a dirigir, en virtud de una situación oficial conocida de nuestro sistema. No damos a nuestros jefes reales más que sus nombres: Mr. Webster fue siempre Mr. Webster, y nunca primer ministro.
En un país que se gobierna por medio de una Asamblea pública, Congreso o Parlamento; en un país cuya vida pública es representativa, la sola dirección real es la dirección de la confección de las leyes; el predominio en la Asamblea pública, lo que lo decide todo. Los jefes, si los hay, son los que sugieren las ideas y regulan las acciones del cuerpo representativo. No tenemos, pues, en este país un verdadero jefe, porque nadie tiene el derecho de dirigir la marcha del Congreso, y no se puede gobernar al país más que por el Congreso, que es supremo. El presidente de un gran comité, como el del presupuesto de las Vías y Medios, está, es cierto, en la fuente de una corriente importante de la política, puede desviar su corriente a su agrado o mezclar lo que le plazca a sus aguas; pero hay provincias enteras de la política que no dependen en forma alguna de su autoridad. No puede ni dirigir ni influir sobre los demás presidentes que dirigen los otros asuntos importantes del gobierno. Ese hombre, que es el mayor de los presidentes, tan poderoso quizá como el que más en el gobierno, no está en modo alguno al frente del gobierno. No es, como todos los días lo siente, más que una gran rueda en medio de otras ruedas, algunas de las cuales son tan grandes como él, y que están todas, como él, impulsadas por fuegos que él no enciende ni vigila.
En una palabra, no tenemos ministerio ejecutivo supremo como el “gran ministerio de la Corona” del otro lado del océano, en cuyas manos reposa la dirección general de la legislación, y, por consecuencia, no podemos ofrecer como gran recompensa ese título de primer ministro, que es propio para estimular a los hombres de gran talento a ponerse en evidencia y a prestar grandes servicios públicos. El sistema de los comités es, como ya he mostrado, todo lo opuesto. Todos los premios para los hombres que llegan a primera fila son pequeños, y este sistema no da nunca el poder a un pequeño número. En tiempo ordinario, y en ausencia de cuestiones que apasionen, es eso un gran inconveniente, y hace las funciones legislativas poco atractivas para los espíritus de primer orden, para quienes la esperanza de una elevada posición y del poder, al frente de la Asamblea gubernamental o del consejo supremo de la nación, sería lo más atractivo. Si se pudiera pretender la presidencia, si se pudiera obtenerla por servicios distinguidos en el Congreso, entraría sin duda en la cámara un número considerable de hombres de talento, el tono se elevaría y los métodos de trabajo serían mejorados; y sin embargo, la presidencia está lejos de ser igual al papel de primer ministro en un gran país.
Hay, lo sé, un género particular de dirección legislativa que es muy poco deseable; y, sin embargo, esta objeción no es suficiente para que sea preferible quedar sin dirección. Es la dirección de los oradores; es el ascendiente que toman los que tienen el genio de la palabra. A los ojos de los que no les gusta, parece ser ésta una dirección de hábiles dialécticos, un éxito de fabricantes de frases, una victoria de declamadores fogosos, un gobierno dirigido no por sabios consejeros políticos, sino por lenguas siempre prontas a moverse.
Macaulay ha expuesto por su fuerza habitual el hecho que obsesiona a los que aceptan esas objeciones. El poder de la palabra, dice:
...tan estimado por los políticos en un gobierno popular, puede existir en el más alto grado sin juicio, sin firmeza, sin el talento de leer los caracteres de los hombres o las señales de los tiempos, sin ningún conocimiento de los principios de la legislación o de la economía política, sin ninguna habilidad en la diplomacia o en la administración de la guerra. ¡Qué digo! Puede hasta suceder que esas cualidades intelectuales que dan un encanto particular a los discursos de un hombre público, sean incompatibles con las calidades que lo harían apto para hacer frente con prontitud y con firmeza a un acontecimiento imprevisto. Tal era el caso de Carlos Townshend. Tal era el caso de Windham. Era una felicidad escuchar a esos oradores perfectos e ingeniosos. Mas, en un periodo de crisis, hubieran sido inferiores, como gobernantes, a hombres tales como Cromwell, que no decía más que absurdos, o Guillermo el Silencioso, que no decía nada en absoluto.
Sin embargo, debe observarse que ni Windham ni Townshend se elevaron a los más altos puestos de confianza en la Asamblea que sirvieron y encantaron con el interés y la elocuencia de sus discursos, y que Cromwell hubiera sido tan impropio para gobernar otra cosa que una república autocrática, como Guillermo el silencioso para ser otra cosa que un gobernante holandés. El pueblo no tenía, en realidad, ningún derecho a hacerse oír en el gobierno de Cromwell. Este era absoluto. Hubiera estado tan fuera de lugar en un gobierno representativo como un toro en una tienda de loza fina. Nosotros no querríamos tener un Bismarck, aunque pudiéramos.
Cada género de gobierno tiene los defectos de sus cualidades. El gobierno representativo es un gobierno de alegaciones, de discusión, de persuasión; y una gran multitud abigarrada que vota, es engañada a menudo por alegaciones falsas y arrastrada por malos consejos. Pero si se quisieran elegir ejemplos un poco más variados que los de Macaulay y sin partido preconcebido, sería fácil citar un gran número de oradores de nuestra raza, que han unido a su genio de la palabra una extraordinaria sagacidad en la administración de los asuntos públicos.
En todos los casos, los hombres que han dirigido a las asambleas populares han sido con frecuencia, como Hampden, dotados de un juicio, de una previsión y de una firmeza raras; como Walpole, extraordinariamente prontos y penetrantes “para leer los caracteres de los hombres y comprender las señales de los tiempos”; como Chatham, hábiles en dirigir las conquistas y la política del mundo; como Burke, versados en el conocimiento de los principios más abstrusos de la política; como Canning, sutiles diplomáticos; como Pitt, firmes durante las revoluciones; como Peel, prudentes en materia de Hacienda; o como Gladstone, hábiles en todos los ramos de la ciencia política y a la altura de todos los acontecimientos.
Es natural que los oradores sean los jefes de un pueblo que se gobierna él mismo. Puede haber hombres hábiles y seductores en sus discursos, como se encuentran, sin duda, en la mitad de los colegios de abogados del país, sin estar equipados, ni aun medianamente, para las elevadas funciones del hombre de Estado; pero un hombre puede difícilmente ser un orador sin esa fuerza de carácter, esa prontitud de ingenio, esa claridad de visión, ese poder de inteligencia, ese valor en las convicciones, esa firme voluntad en las resoluciones, ese instinto y esa capacidad para dirigir, que son los ocho caballos que arrastran el carro triunfal de todos los jefes, de todos los gobernantes de hombres libres. Nosotros no nos opondríamos a ser gobernados una vez más por hombres como Henry u Otis o Samuel Adams; pero ellos eran el fruto de la Revolución. Estaban inspirados por las grandes causas de su época; y el gobierno que crearon no nos ha dejado medios ordinarios y pacíficos de atraer a la vida pública a hombres semejantes a ellos. Quisiéramos tener más como ellos, pero es pagar demasiado caro para tenerlos soportar las violencias de una revolución. Debe desearse un alimento menos picante para dar la salud a nuestro sistema legislativo. Debiera haber un tónico suave y eficaz, un estimulante ligero, tal como la esperanza cierta de llegar a las funciones más altas y más honrosas, para hacer que entrasen los hombres de un gran talento en la vida pública.
He ahí, pues, las condiciones de la vida pública que hacen de la Cámara de Representantes lo que ella es, una masa disgregada de elementos hostiles, y al Senado lo que es él, una pequeña Cámara de Representantes escogida y ociosa. Se estaría tal vez más cerca de la verdad diciendo que tales son las circunstancias y tal es el cuadro de gobierno de que las dos cámaras forman parte. Si el Senado no estuviera formado, sobre todo, de miembros procedentes de la cámara —es decir, si se compusiera de hombres especialmente preparados para sus funciones particulares—, sería probablemente más activo en el cumplimiento de su gran función, que consiste en examinar y discutir seriamente las cuestiones públicas, porque sus funciones son bastante diferentes de las de la cámara para que se las llame particulares. Hombres que han adquirido su manera de estudiar las medidas legislativas en la Cámara de Representantes, donde el trabajo de los comités lo es todo, y la discusión una simple “conversación dirigida al país”, no son todavía más que simples declamadores cuando entran en el Senado, donde los miembros de comités tiránicos no vienen a interrumpirlos con la cuestión previa, y donde, por consecuencia, todos tienen el derecho de hablar libremente. [11]
Sólo un talento superior, que se encuentra en pequeño número de hombres, puede permitir a un representante formado en la cámara desembarazarse de todos sus hábitos al entrar en el Senado. La mayor parte de los hombres no son buenos más que para una esfera en la vida; y cuando han sido estirados o comprimidos según la medida de esa esfera, flotarán o se encontrarán estrechos si se quiere ponerlos en otra. Sin embargo, siempre se adaptan más o menos. Si un nuevo senador tropieza por todos lados, porque está demasiado flotante en medio de los espacios no ocupados de los reglamentos de ese augusto cuerpo, algunas de las esquinas más grandes se romperán y sus ángulos serán redondeados; si está apretado y molesto en medio de sus nobles cortesías y de las maneras meticulosas de la alta Cámara, con el tiempo, con tal que permanezca en ella mucho, a fuerza de revolverse, se usará y acabará por poder moverse más o menos a sus anchas.
Pero es preciso decir que si el Senado estuviera formado de elementos mejores que lo son los miembros escogidos entre los representantes de la cámara, no podría probablemente hacer más eficaz nuestro sistema de legislación. Porque él tiene los mismos defectos radicales de organización, que hacen la debilidad de la cámara. Sus funciones están, como las de la cámara, ahogadas en los privilegios de numerosos comités permanentes. [12] Bajo este punto de vista, el Congreso es todo de una pieza. No existen más ocasiones en el Senado que en la cámara de obtener ese poder de jefe de partido reconocido, que elevaría a un hombre dándole el sentimiento del poder y que lo haría más sabio y más tranquilo dándole el sentimiento de su gran responsabilidad. A pesar de los dos o tres rasgos particulares que lo hacen más moderado y con frecuencia más razonable que la cámara, el Senado no tiene cualidad que de ésta lo separe y haga de él un cuerpo de diferente naturaleza. Su manera de obrar tiene la mayor parte de los rasgos que caracterizan el sistema de los comités. [13] Sus decisiones son sugeridas, ya por un primer grupo, ya por un segundo o un tercero. Este uso tiene por resultado, como en la cámara, privarle de esa dirección, que es preciosa, no sólo para dar un fin determinado a la legislación, sino también para concentrar la responsabilidad de los partidos, para atraer a los hombres de talento y fijar el interés público.
Se ven, es cierto, senadores de una inteligencia más vasta y de una moral más seguras que sus colegas; y no es raro que ciertos miembros se conviertan en personajes eminentes, cuantas veces una gran cuestión viene a deliberarse ante el Senado. El público escoge de tiempo en tiempo a un senador que parece obrar y hablar con el verdadero instinto del hombre de Estado y que merece, sin duda alguna, la confianza de sus colegas y del pueblo. Pero ese hombre, por eminente que sea, no es nunca más que un simple senador. Nadie es el senador. Nadie puede hablar en nombre de su partido tanto como en su propio nombre; nadie tiene la confianza de un jefe de partido reconocido y aceptado. El Senado es simplemente un cuerpo de críticos individuales que representan los tipos muy poco numerosos de una sociedad en el fondo muy homogénea; y el peso de una crítica expresada en la cámara depende del peso del crítico que la expresa, sin que su conexión con el programa de un partido organizado con ese objeto la dé más importancia. Yo no puedo insistir demasiado sobre este defecto del gobierno del congreso, porque es evidentemente radical. La dirección de un gran partido gubernamental con autoridad sobre ese partido, es una recompensa propia para atraer grandes contrincantes, y en un gobierno libre es la única recompensa que los atraerá. Se encuentran en el funcionamiento del sistema británico numerosos ejemplos de esa atracción. En Inglaterra, donde los miembros del gabinete, que es un comité de la cámara, son los amos del imperio, los hombres del mayor talento desean vivamente entrar en la Cámara de los Comunes, porque es el mejor medio, el único medio de llegar a ser miembro del gran comité. Un papel en la vida del Congreso es, sí, la mejor carrera abierta por nuestro sistema a los hombres ambiciosos; pero no lleva otra recompensa que ofrecer que el título de miembro de uno de los numerosos comités. Hay, sí una elección, es cierto, entre esos comités, porque unos tienen mucha mayor jurisdicción que otros, pero ninguno posee la supremacía en política ni el derecho reconocido de hacer otra cosa que proposiciones. La presidencia de esos comités es el puesto más elevado en el Senado como en la Cámara de Representantes.
En un discurso pronunciado recientemente en la ciudad de Birmingham el 3 de noviembre de 1882, en su calidad de presidente del Birmingham and Midland Institute, Mr. Fronde dice, con mucha razón, a propósito de la forma del gobierno inglés y, por consiguiente, de todos los sistemas de gobierno popular:
En el gobierno por los partidos, la vida de los partidos viene a ser una especie de tribunal. El pueblo es el juez, los políticos son los abogados que, añade, con más ironía que verdad, no expresan sino rara vez y por casualidad sus verdaderas opiniones.
Los oradores políticos verdaderamente grandes, exclama, son los ornamentos de la humanidad, los ejemplos más bellos de los nobles sentimientos y de la perfección en la expresión de las ideas; pero han comprendido rara vez su época. Sienten con pasión, y por tal motivo, no pueden juzgar con calma.
Si aceptamos estos juicios de Mr. Fronde, teniendo en cuenta la reputación que tiene de pensar un poco excesivamente, sin preocuparse de los hechos, debemos felicitarnos de haber encontrado en este país un sistema que, llegado a su perfecto desarrollo, no deja más que poca o ninguna ocasión al político de hacer falsas declamaciones o al orador de inventar bellas frases para no expresar más que sentimientos. Esto no puede hacerse sino fuera de las salas del Congreso, en los estrados de las reuniones públicas, donde no se esperan más que palabras.
Parece que el hombre perspicaz está más favorecido que el orador en las reuniones de los comités, y entre nosotros son los comités los que gobiernan a la cámara legislativa. Los discursos pronunciados en la cámara no tienen influencia sobre los proyectos elaborados por los comités, porque esos proyectos se elaboran antes que los discursos se pronuncien. Esto es absolutamente cierto para las discusiones de la cámara; pero hasta los discursos del Senado, que parecen, sin embargo, libres, completos, sinceros, se hacen, por decirlo así, fuera de tiempo, no para producir resultado, sino para esparcir por fuera las opiniones de la Asamblea.
Sin embargo, es una de las grandes ventajas del Senado gozar de una libertad mucho más grande de discusión que la cámara. Él se permite, en sesión pública, hablar mucho de lo que hace, y dice, en general, cosas muy sensatas. [14] Es bastante poco numeroso para poder conceder a sus miembros una libertad completa y para tener al mismo tiempo en su procedimiento el orden y el sentido de la proporción que caracteriza a las pequeñas Asambleas, tales como los consejos de administración de los colegios o las reuniones de los directores de una casa de comercio. Estos, en efecto, saben que están reunidos para arreglar asuntos, no para pronunciar discursos, y dicen todo lo que es necesario, sin hacerse enojosos, y hacen todo lo que están llamados a hacer, sin tener necesidad de reglamentos que los obliguen a apresurarse. Los reglamentos, bien lo comprenden, son propios de las grandes Asambleas, que no tienen imperio sobre sí mismas. Naturalmente, se habla más en el Senado que en un consejo de administración, porque las corporaciones que el Senado representa son estados políticamente compuestos de colegios electorales, para los que los senadores están obligados, como los representantes, a hacer discursos que, si no se dirigieran más que a sus colegas del Senado, serían inútiles, si no impertinentes y fuera de lugar, pero que suenan bien en los oídos del pueblo, para el cual se hacen. Discursos pronunciados, por decirlo así, en nombre de los asuntos del Senado, son generalmente más útiles para la campaña electoral, que discursos electorales. Se aparenta que uno hace su deber, respecto de su partido, cuando dice vulgaridades de partido o lanza desafíos a sus adversarios en la sala del Senado o de la cámara.
Naturalmente, se ve uno menos tentado a hacer semejantes discursos en el Senado que en la cámara. La cámara conoce los terribles peligros de ese género, que se le reservarían si permitiera a sus trescientos veinticinco miembros discutir libremente, hoy que los frecuentes correos y las lenguas infatigables del telégrafo ponen a todas las circunscripciones al alcance de la voz de Washington. Por ello procura limitar lo poco de discusión que se permite, y confiarlo solamente a los pocos miembros de los comités que están encargados de los asuntos de todos los días. Pero el Senado es pequeño, tiene hábitos apacibles y no tiene semejante espantajo para atormentarlo. Puede pasarse sin la clausura ni la cuestión previa. Ningún senador querrá, ciertamente, hablar sobre todos los asuntos de la legislatura, ni preparar más discursos que los que pueda oportunamente pronunciar antes que se acerque la suspensión. Puede también estar cierto de que la cámara perderá bastante tiempo para dejar ocios al Senado.
Los debates que hay durante cada legislatura en el Senado son, sin duda alguna, de una importancia muy alta. El talento que se despliega en esas discusiones se eleva con frecuencia a la altura de esas controversias que tenemos la costumbre de llamar grandes, porque han dado ocasión de mostrar su genio a hombres tales como Webster, Calhoun y Clay, que no tienen hoy iguales por el saber o por la elocuencia. Si los debates actuales están escondidos en los in folios del Record, no es porque no contengan discursos que merezcan ser notados y conocidos, sino porque no tratan de cuestiones que apasionen o que interesen a la existencia nacional, como se encontraban en los debates de los primeros años; es, además, porque nuestro sistema oculta y mezcla de tal modo los partidos en la legislación, que no deja ver nada muy interesante al público sobre las discusiones del Senado o de la cámara. ¿Qué hay de pintoresco o de importante a los ojos del hombre de partido en esas luchas verbosas con motivo de una ley que se trata de hacer? ¿Cómo saber que el porvenir de un partido será modificado por lo que se dice cuando los senadores discuten, o por lo que vote después de sus largos debates?
Sin embargo, aunque no se les atienda, las discusiones del Senado son muy útiles para escudriñar y expurgar los proyectos que vienen de la cámara. Las facilidades que ofrece el Senado de discutir pública y libremente, así como su procedimiento sencillo y desembarazado de toda formalidad, le permiten evidentemente llenar con mucho éxito sus elevadas funciones de cámara de revisión.
Cuando se ha probado y aceptado este hecho, queda todavía por examinar si dos cámaras igualmente poderosas fortalecen, haciéndolo más sabio, o debilitan, complicándolo, un sistema de gobierno representativo como el nuestro. No se ha puesto nunca en duda seriamente la utilidad y la excelencia del sistema de las dos cámaras en nuestro país; pero Mr. Turgot se burla un poco desdeñosamente de nuestra afectación en copiar la Cámara de Lores, sin tener lores; y en nuestros días, Mr. Bagehot, que es mucho más competente sobre este capítulo que lo era Mr. Turgot, ha puesto seriamente en duda las ventajas prácticas de dos cámaras legislativas, independientes una de otra. Aprecia mucho la Cámara de los Lores, porque no es, como parece serlo teóricamente, de igual orden que la Cámara de los Comunes, ni igual a esa Asamblea, sino simplemente “una cámara de revisión moderadora”, que tiene por misión cambiar lo que la Cámara de los Comunes ha hecho de prisa y a la ligera, y algunas veces rechazar “bills en que la cámara no tiene todavía mucho interés, acerca de los cuales la nación no tiene aun ideas bien fijas”. Hace observar que la Cámara de los Lores no ha tenido nunca, en los tiempos modernos, como cámara, un poder igual al de la Cámara de los Comunes. Antes del bill de reforma de 1832 los pares eran omnipotentes en materia de legislación; no, sin embargo, porque eran miembros de la Cámara de los Lores, sino porque nombraban a mayor parte de los miembros de la Cámara de los Comunes. Desde esta reforma perturbadora han tenido que contentarse con funciones en que nunca han brillado bien, es decir, funciones de la Asamblea deliberante. He ahí, según Mr. Bagehot, los hechos que han permitido a la legislación hacer progresos fáciles y satisfactorios con un sistema que, en teoría, conducía a las dos ramas de la legislatura suprema a un fatal atolladero.
Los inconvenientes de dos cámaras iguales le parecen evidentes.
La mayor parte de las Constituciones, dice, han evitado este error. Se le encuentra en las dos instituciones republicanas más notables del mundo. En las Constituciones de los Estados Unidos y de Suiza, la Cámara alta tiene tanta autoridad como la otra; ella podría oponer un obstáculo insuperable, detener los asuntos, si quisiera; si no lo hace, es gracias a la discreción de sus miembros, porque la Constitución legal no lo prohíbe. Los partidarios de esas dos Constituciones defienden esa dualidad peligrosa con ayuda de un razonamiento particular... Dicen que hace falta en un gobierno federal una institución, una autoridad, una asamblea que posea el derecho de veto, y ante la cual los diversos estados de que se compone la confederación, sean todos iguales. Confieso que esta doctrina no me parece evidente por sí misma; que se le afirma, pero que no se le prueba. El estado de Delaware no es igual en poder y en influencia al estado de Nueva York; y no lo haréis tal por darle el mismo derecho de voto en una Cámara alta. La historia de esta institución se comprende muy naturalmente. Un pequeño estado quiere y debe querer ver una señal, encontrar una huella de su antigua independencia en la Constitución que ha destruido esa independencia. Pero una institución no sólo debe ser natural, es preciso también que sea útil. Si es verdad que un gobierno federal no puede pasarse sin una alta Cámara del mismo orden que la otra, y gozando de una autoridad suprema, ese es un defecto más añadido a los numerosos defectos de tal gobierno. Esa imperfección es quizá necesaria, pero no deja de ser una imperfección.
Sería muy imprudente rechazar a la ligera las conclusiones a que ha llegado Mr. Bagehot, cuando se considera ese campo de exposición crítica en que es maestro consumado, quiero decir, el análisis filosófico de la Constitución inglesa; y cualquiera que lea el pasaje que he citado, advierte inmediatamente que él ve bien y con precisión, hasta cuando mira del otro lado de los mares, instituciones que repugnan a su modo de pensar. Pero en el caso presente puede decirse que no lo ha visto todo, y que se ha engañado sobre la verdadera naturaleza de nuestro sistema legislativo federal. Su error es evidente, no cuando sólo consideramos los hechos que ha anotado, sino cuando consideramos otros que ha ignorado. Es verdad que la existencia de dos cámaras semejantes es un mal, cuando esas dos cámaras son de diferente naturaleza, como ocurría bajo la Constitución de comienzos del reinado de la reina Victoria, a que Mr. Bagehot hace referencia para darnos un ejemplo. Bajo esa Constitución, todos los asuntos legislativos quedaban a veces suspendidos a causa de una diferencia de opinión inconciliable entre la alta Cámara, que representaba a los ricos criadores de ganado lanar de la colonia, y la Cámara baja, que representaba a los pequeños criadores de ganado lanar y al pueblo que no lo criaba en absoluto. La Cámara alta era, en otros términos, una cámara de clase, y así estaba muy alejada del principio representado por nuestro Senado, que no es una cámara de clase, más que lo es la Cámara de Representantes.
Las prerrogativas del Senado hacen, es cierto, nuestro sistema legislativo más complejo, y, por consecuencia, más difícil de hacer funcionar tal vez que el sistema británico; porque nuestro Senado tiene más poder que la Cámara de los Lores. Él tiene el derecho, no sólo de discutir y de detener una decisión de la Cámara de Representantes, sino que puede, además, con toda seguridad tomar él mismo una decisión y contradecir a la cámara hasta el fin del conflicto más largo y más violento. Es tan libre en sus actos como cualquier otra Asamblea gubernamental, y está igualmente cierto de que sus actos serán tomados en consideración. Pero lo que debe confortarnos y tranquilizarnos es que el Senado no tiene nunca el deseo de llevar su resistencia a la cámara, hasta el punto de que esta resistencia interrumpa la marcha de la legislación. Hay, en efecto, una “unidad latente” entre el Senado y la cámara, que hace casi imposible, o al menos muy poco probable, un antagonismo prolongado entre las dos Asambleas. El Senado y la cámara tienen un origen diferente, pero son, en realidad, cuerpos de igual naturaleza. El Senado es menos democrático que la cámara, y, por consiguiente, menos sensible a las fluctuaciones de la opinión pública; pero sabe muy bien, como la cámara, que finalmente tendrá que dar cuenta de sus actos al pueblo, y, por tanto, obedece él también a los juicios permanentes e imperiosos de la opinión pública. No es arrastrado tan rápidamente por todas las ideas nuevas, pero puede ser arrastrado bastante pronto. Tiene también, como la cámara, que pensar en su propio interés en el momento de las elecciones.
Gracias a su forma de elección y al más largo plazo de su mandato, el Senado escapa casi completamente a la tentación de obedecer servilmente a los caprichos de las circunscripciones populares, que con frecuencia determina los actos de la cámara; tiene más valor para hacer su deber. Pero los hombres de que se compone el Senado son del mismo orden que los miembros de la Cámara de Representantes, y representan clases igualmente diversas. En nuestros días, muchos senadores son muy ricos, es cierto, y ha causado muchas preocupaciones su inmensa fortuna y las pretendidas tendencias aristocráticas que puede engendrar. Pero no puede decirse que aun los senadores ricos representen una clase, como si todos fueran opulentos criadores de ganado lanar o grandes propietarios de tierras. Su riqueza se compone de toda clase de valores, de toda clase de máquinas, de toda clase de construcciones, de posesiones de todo género en un país en que se encuentra un comercio muy activo y ricas manufacturas. Han adquirido su dinero de cien modos diferentes, o lo han recibido en herencia de padres que lo habían ganado en empresas demasiado numerosas para que se pueda enumerarlas; y lo han colocado por todas partes, en esto, en aquello, en todo. Su riqueza no representa intereses de clase, sino todos los intereses del mundo comercial. Representa, en una palabra, a la mayoría de la nación; se puede, pues, esperar que no descuiden una categoría de intereses por otra; que no despojen al comerciante para favorecer al granjero, o al granjero para favorecer al criador de ganado lanar, o a éste en interés del criador de ganado vacuno. Al menos, el Senado merece, bajo este punto de vista, tanta confianza como la Cámara de Representantes.
El Senado está así por fuerza de los intereses de una clase, y representa tanto a la nación en su conjunto como la Cámara de Representantes. Ahora, que es menos sensible a los movimientos inconsiderados y a las pasiones de la opinión pública, y eso es lo que constituye su valor como moderador, como peso destinado a mantener el equilibrio en nuestro sistema muy democrático. Nuestros primos de Inglaterra se han creado un maravilloso sistema de gobierno, desembarazando poco a poco a su monarquía de sus caracteres monárquicos. Han hecho de ella una república, afirmada por una honrosa aristocracia, y cuyo eje es un trono sólido. Y lo mismo que el sistema inglés es una monarquía limitada por la Cámara de los Comunes y por el gabinete, puede decirse que el nuestro es una democracia limitada por el Senado. Cuando ese plan ha sido puesto a prueba, se ha reconocido que ésta era la principal ventaja de la Cámara alta, que había sido sustituida al principio, sobre todo, como prenda de la igualdad duradera y de la soberanía de los estados. En todos los casos, esta ventaja del Senado en nuestro sistema es la más evidente, y será de cierto la más permanente. Es tanto más precioso en nuestra democracia cuanto menos democrático es. El análisis filosófico de todos los gobiernos autónomos que han tenido buen éxito y que han sido benéficos, nos muestra que el único medio de obtener un equilibro eficaz es tener una mezcla de elementos, una combinación de principios políticos en apariencia contradictorios; que el gobierno inglés es tanto más perfecto cuanto menos monárquico, y el nuestro tanto más seguro cuanto menos democrático; en fin, que el Senado nos salva con frecuencia de una intolerable tiranía popular.
“El valor, el espíritu, la esencia de la Cámara de los Comunes —decía Burke—, es ser la imagen exacta de los sentimientos de la nación”; pero la Constitución de un gobierno libre no debe reflejar sólo los sentimientos de la nación. Nos hace falta, además de la Cámara de los Representantes, que está completamente penetrada del sentimiento popular, un cuerpo como el Senado, que rehúsa seguirlo cuando no lo aprueba; un cuerpo que tenga bastante tiempo y bastante seguridad para hacerle frente, aunque no sea más que de tiempo en tiempo y por corto plazo, hasta que el pueblo haya tenido espacio para reflexionar. El Senado es apto para cumplir seriamente y bien sus principales funciones, que consisten en la revisión de los proyectos de ley, porque su posición de representantes de la soberanía de los estados le confiere una gran dignidad y le asegura un respeto sincero, y porque las reclamaciones populares no llegan a él en forma de proyectos definidos e importantes, sino después de haberse debilitado pasando por los sentimientos y las conclusiones de las legislaturas de Estado, que son los únicos colegios electorales inmediatos del Senado.
El Senado experimenta, en general, los mismos sentimientos que la cámara; pero no los experimenta tan pronto, por decirlo así. Tiene al menos la probabilidad de ser la imagen exacta de las ideas de la nación, que son más lentas y más moderadas que sus sentimientos.
He ahí lo que hace del Senado “la segunda Cámara más poderosa y eficaz que existe”; [15] y eso es lo que hace de sus funciones un freno eficaz, un equilibrio real en nuestro sistema. Sin embargo, su papel parece bien insignificante si se considera la letra y la teoría de la Constitución, donde el poder del estado sobre las autoridades federales, de las prerrogativas del Ejecutivo sobre las cámaras legislativas, y del Poder Judicial sobre el presidente y sobre el Congreso, figura en primer término, semejante al personaje de la virtud triunfando del personaje del vicio en nuestra moralidad política nueva y original. Pero ese poder del Estado queda, en realidad, sin efecto, porque está debilitado en gran parte por muchos “sí” y “pero”.
Lo que disminuye mucho la utilidad del Senado, es que rara vez está seguro de conservar más de los dos tercios de sus miembros durante más de cuatro años seguidos. Para que no haya interrupción en su existencia, se renueva por tercios cada dos años. Cada tercio es renovado sucesivamente o cambiado por su turno. Este sistema debilita, naturalmente, de un modo muy apreciable la fuerza legislativa del Senado, porque esta Asamblea mezcla los partidos en la composición de sus comités, como la cámara y esos comités son sometidos a modificaciones cuantas veces las elecciones bienales traen hombres nuevos que vienen de la cámara o de las oficinas del gobierno. Hay que buscarles inmediatamente un puesto en los grupos ocupados en estudiar los asuntos en las salas de los comités. No es el mandato del Senado el que dura seis años, sino solamente el de cada senador. Contando, a partir del año en que es elegido un tercio del Senado, la duración del mandato del mayor número, de los dos tercios a que no concierne la elección, será todavía, por término medio, de dos o de cuatro años. No hay nunca un momento en que dos tercios del Senado tengan más de cuatro años de funciones ante sí. Esta necesidad de cambiar constantemente, perjudica de un modo material a la política del Senado. El tiempo con que puede contar con certeza para llevar a cabo una empresa política en que se ha empeñado, pasa rara vez de dos años, es decir, de la duración del mandato de la cámara. Él no está menos modificado e influido que la Cámara baja por las elecciones bienales, aunque los cambios introducidos entre sus miembros no sean la obra directa del pueblo, sino la obra indirecta y más lenta de la acción de la opinión pública por medio de las legislaturas de los estados.
Cuando se aprecia el valor del Senado como rama de la legislatura nacional, hay que ver las ventajas al lado de los defectos. Por un lado, el sistema de los comités, que suprime toda dirección y disgrega al Senado, y sus elecciones parciales, que lo sujetan a recibir cada dos años nuevos elementos, cuya llegada interrumpe su política y sus planes; por otro lado, ventajas que compensan esos inconvenientes, el hábito de las discusiones públicas y libres que esclarecen sus ideas, y hasta cierto punto las del público, sobre los asuntos de la nación, y hacen la legislación precisa y acorde consigo misma, y además, varias circunstancias que aumentan mucho su eficacia, tales como la práctica de un procedimiento lento y sabio, la elección en segundo grado, que le da independencia, y, en fin, el origen racional y augusto de su existencia.
Cuando consideramos al Senado en sus relaciones con el Poder Ejecutivo, no es ya una cámara legislativa, sino un consejo ejecutivo y consultivo. Y aquí debe notarse una interesante diferencia entre las relaciones del Senado con el presidente, y sus relaciones con los ministerios que, según la letra de la Constitución, no hacen más que uno con éste. Él está en relaciones directas con el presidente, y ejerce cierta influencia sobre los nombramientos y sobre los tratados. Se reúne en sesión ejecutiva (executive session) para discutir, sin ceremonias, los actos del primer magistrado. Sus relaciones con los departamentos son, en cambio, indirectas, como las de la cámara. Sus funciones legislativas, no sus funciones ejecutivas, son el látigo de que se sirve para imponerse a los secretarios. Su voluntad es la ley suprema en las oficinas del gobierno; y sin embargo, él no se dirige directamente a los departamentos para darles órdenes. No consulta ni negocia con ellos como con el presidente, su jefe titular. Los agentes inmediatos, los comités, no son los superiores constitucionales y reconocidos del secretario A o del interventor B; pero esos funcionarios no pueden mover un dedo o preparar otra cosa que pequeños detalles, sin asegurarse de que obedecen los deseos de esos señores extraños, irresponsables, sin mandato, y que tienen, sin embargo, la autoridad y el derecho de mandar.
Esta parte del poder del Senado sobre el Ejecutivo no debe detenernos particularmente; porque esa autoridad sobre los departamentos no es especial del Senado, es un poder que posee en común con la Cámara de Representantes, poder inherente al absolutismo de una legislatura suprema y de que es parte inseparable. Lo que merece un estudio especial es el papel del Senado como consejo del presidente en algunas grandes y muchas pequeñas cuestiones. Su tiranía general sobre los ministerios se relaciona más bien con lo que diré dentro de poco, cuando estudie el gobierno del congreso desde el punto de vista del Poder Ejecutivo.
El mayor privilegio consultivo del Senado —el mayor en dignidad, si no en resultados para los intereses del país— es el derecho de tener voz preponderante en la ratificación de los tratados con las potencias extranjeras. He hecho ya referencia a este privilegio, a fin de mostrar el peso que ha tenido en muchos casos para destruir el equilibrio ideal que se supone existir entre el poder del Congreso y las prerrogativas constitucionales del presidente; pero no me he detenido a discutir las razones orgánicas que han hecho imposible toda consulta real entre el presidente y el Senado sobre cuestiones de esta naturaleza, y que hacen que ese sistema, según toda probabilidad, deba producir luchas y desacuerdos. Yo no consulto al perito comprobador que examina mis cuentas cuando le someto mis libros, mis resguardos y una relación escrita de los asuntos que he negociado. No tomo su parecer, ni pido su consentimiento; no pido más que su visto bueno o acepto su condena. No busco su cooperación, me anticipo a sus críticas. Y la analogía entre mis relaciones con mi perito comprobador y las del presidente con el Senado no es muy remota. El presidente no tiene voz en las decisiones del Senado acerca de sus transacciones diplomáticas o acerca de las materias sobre que lo consulta; y sin embargo, si no se tiene voz en la decisión, no hay consulta. Cuando cierra sus puertas y se reúne en “sesión ejecutiva”, el Senado cierra sus puertas al presidente lo mismo que al resto del mundo. No puede éste responder a las objeciones que hace el Senado a sus determinaciones, más que por el medio embarazoso e insuficiente de un mensaje o por los buenos oficios de un senador que se preste a ofrecerle su concurso, pero que no tiene autoridad. Y aun con mucha frecuencia, el presidente no puede saber cuáles han sido las objeciones del Senado. Se ve obligado a acercarse a esa Asamblea como un criado que conferencia con su amo y que naturalmente está lleno de respeto para éste. El único poder que tiene para forzar al Senado a obedecerlo, es su derecho de iniciativa en materia de negociaciones. Este poder le procura la ocasión de comprometer al país en dificultades tales, que éste se halla obligado a seguir a los ojos del mundo cierta línea de conducta y el Senado vacila en atraer sobre él una apariencia de deshonor rehusando ratificar promesas inconsideradas o aprobar las amenazas imprudentes del departamento de Estado.
El mecanismo de la consulta entre el Senado y el presidente es, naturalmente, el mecanismo del comité. El Senado envía los tratados a su comité permanente de negocios extranjeros, que examina los mensajes del presidente, anejos a los tratados, y se esfuerza en comprender la situación con ayuda de todos los informes que puede tener.
Si el presidente desea servirse de un modo de comunicación más satisfactorio que esos mensajes ceremoniosos, su único intermediario es el comité de negocios extranjeros. El secretario de Estado no puede conferenciar con su presidente o con sus miembros más influyentes. Pero ese género de relaciones da al presidente mucha menos autoridad que si tuviera voz consultiva en las deliberaciones del Senado mismo, o si se hallara frente a frente de esa Asamblea en una libre discusión y tomara parte en sus debates como uno de sus miembros. Eso se parece tanto a las negociaciones con una potencia extranjera, como las negociaciones que preceden a un tratado. Ello debe predisponer al Senado al papel de inspector. [16]
Sin embargo, no tenemos todos los días tratados que concluir, y un asunto excepcional puede producir, en los senadores, un sentimiento de responsabilidad excepcional e inducirlos a desear vivísimamente ser tranquilos y justos.
La ratificación de los tratados es una cosa mucho más seria que el examen de los nombramientos que constituye, durante cada legislatura, una diversión constante a los más importantes asuntos de la legislación. Son, sin embargo, los nombramientos los que acarrean más desacuerdos entre el presidente y su señor, el Senado. Uno de los ejemplos más notables de la mala táctica que puede nacer de esas relaciones, es el caso de aquel Mr. Smythe, que era, en aquel momento, director de Aduanas en el puerto de Nueva York, y a quien el presidente Grant nombró, en 1869, embajador en la corte de San Petersburgo. Como concernía al servicio diplomático, este nombramiento fue sometido al comité de negocios extranjeros, de que Mr. Carlos Sumner era entonces presidente. Este comité se negó a aprobar el nombramiento; pero Mr. Smythe tenía una influencia muy grande y era uno de los hombres más hábiles en el arte de la política de pasillos. Consiguió así tener bastantes defensores en el Senado para convertirse en un terrible perro del hortelano. No llegó a hacerse nombrar, pero, durante cierto tiempo, impidió que se nombrara a otro y paralizó todos los asuntos del Senado.
Smythe mismo está olvidado; pero los que observan las condiciones actuales del poder senatorial no pueden menos de ver la alta lección que resalta de aquel caso, porque no es en modo alguno un caso aislado. Ha habido otros ciento tan malos como aquél, y nada prueba que no tengamos en el porvenir centenares más, si no se hubiera producido un movimiento en favor de una reforma radical del servicio civil para que los nombramientos representen, no las preferencias personales del presidente o las intrigas de otras personas, sino el mérito honrado y cierto. El Senado se verá probablemente forzado a aceptar esa reforma cuando haya sido aplicada a las más altas funciones.
Cuando se examinan las relaciones del Senado con el servicio civil y los abusos que acompañan a esas relaciones, se discute una fase del gobierno del congreso, que promete ser pronto un simple recuerdo histórico. ¡Es lo que debe ardientemente desearse! y sin embargo, es lo cierto que nuestra política perderá así un rasgo característico muy notable y, en un sentido, muy interesante. No hay en los trabajos del Congreso muchas cosas que el pueblo se tome la pena de observar con algún cuidado, y hay que confesar que los hechos escandalosos que pasaban en el Senado a propósito de los nombramientos, estaban entre las raras cosas que el país observaba y de que hablaba con el más vivo placer y el mayor interés. El elemento personal era lo que nunca resultaba trivial. Cuando el senador Conkling dio su dimisión porque no podía hacer nombrar director de Aduanas en Nueva York, al candidato de su elección, el país se frotó las manos de gusto; y cuando ese mismo senador autoritario quería hacerse reelegir para justificar esa intervención ilegal de los nombramientos que se disfrazaba bajo el nombre de “cortesía del Senado”, el país halló un sabor particular a la discusión de sus probabilidades de éxito, y se rió de todo aquel asunto con verdadera alegría. Era una gran lucha que valía la pena de verla. Hubiera sido una lástima no verla.
Antes de que el movimiento en favor de una reforma se hubiera hecho bastante poderoso para refrenarlo un poco, ese abuso de los privilegios consultivos del Senado en materia de nombramientos había tomado tales proporciones, que algunos lo consideraban como el defecto más escandaloso de nuestro sistema político. Hubiérase dicho que era la coyuntura más endeble de nuestro sistema federal y, al mismo tiempo, la que se fatigaba más, y a la que se pedían más esfuerzos. Si había de producirse una ruptura, ¿no sería en aquel sitio donde había mayor desgaste? Aquellos malos hábitos parecían tanto menos desarraigables cuanto que se habían desarrollado de la manera más natural. El presidente se hallaba forzado, como para los tratados, a obtener la sanción del Senado sin tener el derecho de hacerse oír y de dar su opinión ante la Asamblea; se formó bien pronto en las reuniones secretas de la “sesión ejecutiva” una inteligencia, según la cual los deseos y el parecer de cada senador que fuera del partido del presidente, debían tener más peso que la opinión de la mayoría misma, para decidir de la aptitud y el valer de las personas a que se proponía nombrar en el estado de aquel senador. Esta inteligencia era mantenida bastante secreta para que el público no pudiera condenar los actos que engendraba; el presidente mismo era mantenido siempre aparte, y no conocía más que los resultados, la votación final.
En todas las relaciones directas del Senado con el presidente, se halla de nuevo el mismo rasgo característico; el Senado da órdenes y no es responsable. El presidente puede fatigar al Senado con su resistencia obstinada, pero no puede tratar con él de igual a igual. No puede ir en persona ante el Senado; su poder no va más allá de un derecho general de hacer proposiciones. El Senado tiene siempre la última palabra. Nadie querría que el presidente tuviera el derecho de desechar las conclusiones del Senado, de tratar con las potencias extranjeras, de nombrar miles de funcionarios públicos, sin otra cosa que una vaga responsabilidad ante el pueblo que lo ha elegido; pero es ciertamente enojoso para nuestro gobierno que el Congreso gobierne sin tener relaciones directas y confidenciales con los funcionarios, por cuyo medio gobierna. Él da órdenes a otra rama del gobierno que estaba formada para ser su igual y hallarse colocada a la misma altura, y sobre la cual no tiene la autoridad legal de un amo, sino sólo la autoridad de un gran accionista que tuviera el monopolio de todos los privilegios y de todas las fuerzas del gobierno. Es como si los departamentos del Ejército y de la Marina fueran puestos sobre una base de igualdad, pero la posesión y la intervención de todas las municiones y del material de guerra se dieran a uno de los dos y se negaran al otro. El Ejecutivo está asociado a la legislatura para negar salarios, y no tiene el derecho de dar su opinión en la marcha del negocio. Está simplemente encargado de vigilar a los funcionarios.
Apenas había diferencia en otro tiempo, cuando el presidente iba en persona a leer su mensaje como una exposición ante el Senado y la cámara reunidos, y el Senado marchaba en corporación al palacio del Ejecutivo para llevarle la respuesta. La exposición era la comunicación formal de un extraño tanto como el mensaje de hoy, y la respuesta del Senado no era un documento menos formal, porque el Senado dejaba a un lado sus asuntos ordinarios para prepararlo. Este encuentro frente a frente no era una consulta. El Parlamento inglés no consulta con el soberano cuando se reúne para oír el discurso del trono.
No sería oportuno, sin duda, no decir una palabra del presidente del Senado en un estudio sobre el Senado; y sin embargo, hay muy poca cosa que decir del vicepresidente de los Estados Unidos. Su posición es extraordinariamente insignificante y muy insegura. En apariencia, y estrictamente hablando, no forma parte de la legislatura —no es evidentemente miembro de ella— y, sin embargo, no es tampoco un funcionario del Ejecutivo. Lo que hay de notable en cuanto a él, es que en un estudio sobre el gobierno es difícil encontrar el sitio en que de él se pueda hablar. Se halla en el Senado, al cual está unido; pero no tiene allí más que muy poca importancia. Es simplemente un funcionario judicial encargado de regular los actos de una Asamblea cuyos reglamentos se han hecho sin su parecer y no se cambian siguiendo su opinión. Su importancia oficial no tiene nada comparable a la del speaker de la Cámara de Representantes. Mientras es vicepresidente, es oficialmente inseparable del Senado; su importancia es debida al hecho de que puede dejar de ser vicepresidente. Su principal dignidad, después de la presidencia del Senado, le viene de que espera la muerte o la incapacidad del presidente. Y lo que hay más embarazoso en el examen de sus funciones, es que al mostrar que hay poca cosa que decir por su cuenta, se ha dicho evidentemente cuanto hay que decir.
CAPÍTULO V
EL PODER EJECUTIVO
Toda Constitución política en que cuerpos diferentes comparten el poder supremo, sólo puede existir gracias a las concesiones de aquellos entre los cuales está distribuido ese poder.
Lord John RUSSELL
La sencillez lógica no es el fin que hay que proponerse en política, sino más bien la libertad y el orden, con sostenes para resistir a la presión del tiempo, a la arbitrariedad y a las crisis que de repente estallan.
Theo WOOLSEY
Parece cierto, en cuanto se examina la cuestión un poco seriamente, que cada género de gobierno debe tener una administración en relación con su legislatura.
BURKE
Es a la vez curioso e instructivo ver cómo nos hemos visto obligados a enmendar nuestra Constitución en la práctica sin enmendarla constitucionalmente. La manera legal de cambiar la Constitución es tan lenta y tan penosa, que nos vemos forzados a adoptar una serie de ficciones cómodas que nos permiten conservar las formas sin obedecer laboriosamente al espíritu de la Constitución, que se ensanchará a medida que la nación se agrande. Parece que ningún otro motivo que la salvación del país, que ninguna fuerza menos poderosa que una revolución, pueden hoy poner en movimiento el mecanismo complicado del artículo 5o., que atañe a la revisión formal de la Constitución. Sería necesario un extraordinario movimiento de opinión para arrastrar a los dos tercios de cada una de las Cámaras del Congreso y al pueblo de las tres cuartas partes de los estados. Mr. Bagehot ha demostrado que una consecuencia de ese mecanismo, casi imposible de poner en movimiento, “es que no se pueden remediar rápidamente los más evidentes males”, y que, por tanto:
...la política de un pueblo práctico se halla embarazada por curiosos detalles técnicos que entorpecen su funcionamiento. Los argumentos prácticos y las disertaciones legales en América —añade— se parecen a los de ejecutores testamentarios que hacen ejecutar un testamento mal redactado; el sentido de sus discursos es razonable, pero no pueden hacerlo comprender completamente sin defenderlo con sencillez, porque está enredado en los viejos términos de un testamento viejo.
Pero la consecuencia más importante es que hemos recurrido, sin darnos cuenta de la significación política de nuestros actos, a medios extra-constitucionales para modificar el sistema federal en las partes en que el equilibrio de los poderes era demasiado delicado para servir a usos prácticos en que ese sistema no convenía al principio esencial de su creación, es decir, al gobierno por el pueblo por medio de sus representantes en el Congreso.
Nuestra manera de elegir los presidentes es un sorprendente ejemplo de esas observaciones. La diferencia entre el modo actual y el modo constitucional, es la que existe entre una elección ideal sin espíritu de partido y una elección hecha bajo la influencia de los partidos; es la diferencia entre una elección hecha por electores independientes, libres de toda promesa, obrando separadamente en los estados, y una elección hecha por una convención nacional de partido. Nuestro Ejecutivo, como los poderes ejecutivos de Francia y de Inglaterra, es elegido por una Asamblea representativa y deliberante; pero en Inglaterra y en Francia la elección está intervenida por una Cámara legislativa permanente, mientras que aquí lo está por una Asamblea [17] elegida con tal objeto y que desaparece una vez alcanzado éste. En Inglaterra, el gabinete entero es prácticamente electivo. Las Cámaras francesas eligen, siguiendo ciertas formas, al presidente, jefe titular del gobierno, y el presidente toma en consideración la voluntad de la cámara cuando nombra al primer ministro, que es el jefe activo del gobierno y que, a su vez, se rodea de colegas que tienen la confianza de la legislatura. Los franceses no han hecho más que copiar la Constitución inglesa, que hace del ministerio ejecutivo el representante del partido que tiene mayoría en la Cámara de los Comunes. Entre nosotros, por el contrario, el presidente es elegido por una Asamblea representativa que no tiene nada que hacer con él después de su elección, y el gabinete es aprobado por otra Cámara representativa que no tiene ya ninguna relación directa con él después de su nombramiento.
Naturalmente, no quiero yo decir que la reunión de una Convención nacional constituya exactamente una elección. La Convención no designa nada más que un candidato. Pero este candidato es el único hombre por quien pueden votar los electores de su partido; y así la preferencia que expresa la Convención del partido dominante es prácticamente equivalente a una elección, y podría asimismo ser llamada una elección por una persona que expone los hechos importantes y no hace distinciones sutiles. En Inglaterra el soberano escoge al hombre que debe ser su primer ministro, pero se ve obligado a escoger al que está indicado por la Cámara de los Comunes; y así es más sencillo y perfectamente cierto decir que la Cámara de los Comunes elige el primer ministro. Mi agente no escoge el caballo determinado que yo le ordeno comprar. En realidad, los electores son los agentes de las convenciones nacionales, y este hecho constituye más que una enmienda al sistema primitivo que quería que todos los electores fuesen lo que fueron los primeros electores, hombres dignos de confianza que tenían carta blanca para votar por quien querían, depositando sus papeletas en trece capitales de estados, con la esperanza de que la mayoría llegaría a entenderse.
Bueno es también hacer notar otra particularidad de este sistema de elección. Hay en las asambleas una minoría audaz que hace hacer nuestras elecciones. Del otro lado del océano, un primer ministro liberal no es elegido más que por los representantes de los liberales que residen en circunscripciones liberales; los que habitan en otra parte en minoría, en un distrito conservador, no tienen voto evidentemente en esa elección. De igual modo un primer ministro conservador no debe nada a los conservadores que no han podido enviar un miembro al Parlamento. Para él son liberales, puesto que su representante en la Cámara de los Comunes es liberal. Los Parlamentos que eligen a nuestro presidente son todos, por el contrario, del mismo partido. Ningún distrito de estado puede tener bastantes pocos republicanos para que no tenga derecho a un representante en la Convención Nacional Republicana, y ese representante será igual al del distrito más completamente republicano del país; y un estado republicano está tan bien representado en la Convención demócrata como los estados más demócratas.
Hemos atravesado varias fases de desarrollo antes de llegar al sistema de elección por las convenciones. Para las dos primeras elecciones presidenciales, los electores fueron libres de votar, según su conciencia y los deseos de la Constitución; porque la Constitución los invitaba a votar por el que juzgasen que era el mejor, y no se necesitaba mucha sabiduría para votar por el general Washington. Pero cuando el general Washington no fue ya candidato y nuevos partidos disputaron el campo a los federalistas, los jefes de partido se vieron bien obligados a preocuparse por los votos de los electores, y algunos de los que fueron nombrados para escoger al segundo presidente se comprometieron de antemano a votar por tal o cual candidato. Después de la tercera elección presidencial, el Congreso se ocupó de la cuestión. De 1800 a 1824 hubo una serie no interrumpida de “caucus” de los miembros republicanos del Congreso para dirigir a los electores de su partido; y la presentación de un candidato por el “caucus” no desapareció sino cuando el partido republicano hubo llegado a ser virtualmente el único partido importante —el único partido en cuyo nombre podía presentarse un candidato con alguna esperanza de éxito—, y entonces la opinión pública clamó contra las instrucciones secretas de ese monopolio. En 1796, los federalistas del Congreso habían tenido un “caucus” poco importante para entenderse sobre la elección próxima; pero en lo sucesivo se abstuvieron de ese género de reuniones, y se contentaron de tiempo en tiempo con una especie de convención hasta que no tuvieron ya partidarios que convocar. En 1828, las legislaturas de los estados presentaron una multitud de candidatos, y en 1832 se reunieron las primeras convenciones nacionales para presentar un candidato. Había, pues, una forma de gobierno del congreso que había fracasado. Era muy lógico que un gobierno dirigido por los partidos, presentara a los electores por un “caucus” del Congreso el candidato a la primera magistratura del país; pero esta manera de obrar no era bastante franca. La Cámara francesa no escoge los primeros ministros en un “caucus” secreto de los miembros de la mayoría. La Cámara de los Comunes tampoco. Ellas escogen, después de una larga prueba pública en los debates y en la dirección de los asuntos, a los hombres en quienes han descubierto más tacto para dirigir, más habilidad para preparar proyectos de reformas, más autoridad para gobernar. No dicen por medio de una votación: dadnos a Mr. Ferry, dadnos a Mr. Gladstone; pero su majestad sabe tanto como sus súbditos que Mr. Gladstone es el único hombre a quien obedecerá la mayoría liberal; y el presidente Grevy, ve que Mr. Ferry es el único hombre al que seguirán las cámaras. Cada uno de estos hombres se ha elegido él mismo subiendo al primer puesto en su partido. La elección se ha hecho públicamente poco a poco, durante años, y es muy diferente de la votación secreta de un “caucus” sobre un extraño que va a sentarse, no en el Congreso, sino en el palacio del Ejecutivo; que no es su hombre, sino el del pueblo.
La presentación de un candidato por las legislaturas de los estados, no respondería tampoco al objeto. Naturalmente, cada estado tendría o creería que tenía —lo que viene a ser lo mismo— un ciudadano digno de ser presidente, y sería el colmo de la confusión tener tantos candidatos como estados. Una lucha tan general entre “hijos bien amados”, habría llevado con tanta frecuencia la elección a la Cámara de Representantes, que el “caucus” de presentación habría sido reemplazado por un “caucus” encargado de la elección.
La elección virtual del gabinete, que es el verdadero ejecutivo, o al menos del primer ministro, jefe del Ejecutivo, por la Cámara de los Comunes en Inglaterra, nos suministra más bien un contraste que un paralelo con la elección de nuestro primer magistrado, jefe del Ejecutivo, por una asamblea deliberante representativa, a causa de la diferencia de funciones y del derecho de permanecer en ellas entre nuestros presidentes y los primeros ministros ingleses. William Pitt fue elegido para dirigir a la Cámara de los Comunes; John Adams, para defender la Constitución contra las Cámaras del Congreso y mantener el equilibrio. El uno era el jefe de la legislatura; el otro, el colega, por decirlo así, de la misma. Aparte de esto, la Cámara de los Comunes no sólo hace ministerios, también los derriba; por el contrario, las Convenciones sólo pueden ligar a su partido con la presentación de un candidato, y se necesita para derribar a un presidente una acusación, lo que es casi imposible, o una duración de cuatro años. Como ha dicho sutilmente un crítico, nuestro sistema es esencialmente astronómico. La utilidad de un presidente se mide, no con arreglo a sus servicios, sino conforme a los meses del calendario. Se cuenta con que si es bueno, lo será durante cuatro años. Un primer ministro necesita conservar el favor de la mayoría; un presidente, no tiene más que continuar viviendo.
En otro tiempo, las funciones de elector presidencial eran muy augustas. El elector hablaba en nombre del pueblo; el pueblo debía aceptar su decisión. Preciso era que fuese además por las cualidades que atraen la confianza, lo que era el más grande de los electores del imperio, por el poder que inspira el terror. Hoy no es ya más que una máquina de registrar, más que una especie de polichinela de música en manos de la Convención de su partido. Ella le aprieta y él suena. Es, pues, evidente que la parte de la Constitución que fija sus funciones es letra muerta. Un progreso muy sencillo y muy natural en la organización de los partidos, que ha tomado forma primero en los “caucus” del Congreso y ha venido a parar después en las Convenciones que escogen el candidato, ha cambiado radicalmente una Constitución que declara que no puede ser enmendada más que por la voluntad de dos tercios del Congreso y de las tres cuartas partes de los estados. Los sagaces autores del Pacto Constitucional de 1787 esperaban, ciertamente, que su obra fuese cambiada, pero no podían esperar que lo fuera de una manera tan irregular.
Las condiciones que determinan la elección de una convención encargada de nombrar un presidente, son diversas por completo de las condiciones que facilitan la elección de una Cámara representativa que se escoge un primer ministro. “Entre las grandes ventajas de un Parlamento nacional —dice Mr. Parton— hay las dos siguientes: primero, se forman en él, por la práctica, hombres de Estado; y en segundo lugar, se muestra a esos hombres al país, de suerte que cuando se necesitan hombres capaces, se puede hallarlos, sin entregarse a penosas investigaciones o a ensayos peligrosos”.
En los gobiernos que son administrados por un comité ejecutivo de la Asamblea legislativa, se forma y se hace conocer constante y completamente a los hombres de Estado. La carrera que lleva a las funciones de ministro, es una carrera en que uno mismo se expone. Un hombre se revela a sí mismo en los debates y se revela al mismo tiempo a la nación y al Ministerio del día, que busca reclutas capaces, y a la Cámara de los Comunes, que distingue pronto la voz que consentirá en escuchar los conocimientos que podrán interesarla. Pero en los gobiernos como el nuestro, en que las funciones ejecutivas y las legislativas están completamente separadas, esa educación es incompleta y esa exposición falta casi por entero. Una convención que escoge un candidato no va a examinar las listas de los archivos del Congreso para elegir a un hombre que la convenga; y si lo hiciese, no lo encontraría, porque el Congreso no es una escuela en que se preparen administradores, y lo de creer que la convención no busca un miembro de comité experimentado, sino un probado hombre de Estado. La prueba que le hace falta no es la que se aplica a los miembros del Congreso. Ellos hacen las leyes, pero no tienen que hacerlas ejecutar. Tienen mucha experiencia para dirigir, pero ninguna absolutamente para ser dirigidos. Su cuidado es votar proyectos de ley, pero no hacerlos funcionar constantemente una vez que se han convertido en leyes. Pasan su vida sin ocuparse directamente en la administración, aunque la administración dependa de las medidas que adopten.
Si una convención presidencial escoge a un hombre que es o ha sido miembro del Congreso, no lo escoge a causa de su experiencia en el Congreso, sino porque le supone talentos que no ha tenido que desplegar allí. Andreu Jackson había sido miembro del Congreso, pero fue elegido presidente porque había ganado la batalla de Nueva Orleans y arrojado a los indios de la Florida. Se pensó que su genio militar hacía esperar el genio administrativo. Los hombres cuya fama no es debida más que a laureles ganados en el Congreso, han tenido rara vez más suerte que Webster y Clay en su candidatura a la presidencia. Washington era un soldado; Jefferson no desempeñó más que un papel muy obscuro en los debates; Monroe era diplomático; se han necesitado largas investigaciones para saber lo que habían sido varios de nuestros presidentes antes de ser candidatos a la presidencia; y la distinción en las funciones legislativas siempre ha sido un medio muy inseguro de adelanto.
Durante estos últimos años, se ha podido observar una tendencia a hacer del puesto de gobernador de los principales estados el cargo más cercano a la presidencia; hay que confesar que existe mucha razón en esta tendencia. El gobierno de un estado se parece mucho a una pequeña presidencia, o mejor la presidencia se parece mucho al gobierno de un estado muy grande. El hábito de las funciones del uno prepara para las funciones de la otra. Es la única posición inferior que lleva a la posición más elevada. En los gobiernos de gabinete, las promociones se hacen todavía de un modo más natural. El ministerio es un ministerio legislativo, sale de la legislatura, desde donde los hombres de más talento llegan siempre a entrar en el ejecutivo. Una larga carrera en el Parlamento asegura al menos un largo contacto con la práctica del gobierno, y en las condiciones más favorables, un largo aprendizaje de las funciones y de los deberes ordinarios del hombre de Estado.
Pero, entre nosotros, no hay relaciones tan íntimas entre las funciones del Poder Legislativo y las del Ejecutivo. El solo ascenso natural es el paso de la administración de un estado a la esfera mucho más vasta de la administración federal. Preciso es reconocer que este hecho está en armonía con el plan general de la Constitución. Las ocupaciones del presidente, muy importantes alguna vez, no se elevan las más de las veces por encima de la rutina. Por regla general, no son más que la administración, la obediencia pura y simple a las indicaciones de los dueños de la política, es decir, de los comités permanentes. Si el derecho de oponer su veto no hiciera de él una parte de la legislatura, el presidente podría, con facilidad, ser un funcionario permanente; sería el primer empleado de un sistema de funciones civiles dispuestas jerárquicamente con cuidado y reguladas de un modo imparcial, y el más joven empleado, pasando por elección por toda la serie de promociones, podría elevarse hasta la primera magistratura. Es más bien una parte del mecanismo administrativo que del mecanismo político del gobierno, y sus deberes piden más bien aprendizaje que genio. Si se puede encontrar, en las funciones civiles de los estados, una posición inferior en que se formen hombres ventajosamente para las funciones presidenciales, tanto mejor. Los estados tendrán mejores gobernadores, la Unión mejores presidentes, y se habrá suplido a una de las necesidades más importantes que la Constitución había olvidado: la necesidad de una escuela especial para formar administradores federales.
La administración es una cosa que los hombres se ven obligados a aprender; no brilla en esas funciones de nacimiento. Los americanos se lanzan a todos los negocios más naturalmente que cualquier otra nación, y las funciones ejecutivas del gobierno constituyen un género superior de negocios; pero los americanos mismos no son presidentes desde la cuna. No cabe tener demasiada instrucción preparatoria y experiencia para ocupar tan elevada legislatura. Es, pues, difícil ver qué razones serias pueden hacer valer los que sostienen que las funciones de presidente deben ser de corta duración para que sean esencial y completamente republicanas. Si el republicanismo está fundado sobre el sentido común, una cosa tan alejada del sentido común no puede formar parte de él. En una república, tanto como en una monarquía, no puede concederse la confianza a un funcionario público, sino en cuanto es capaz de desempeñar como conviene los deberes de su cargo; ahora, un sistema que arroja de su puesto, después de un corto periodo, a los hombres capaces tan inexorable y tan seguramente como a los incapaces, no es menos contrario a la sabiduría republicana que a la sabiduría monárquica. Por desgracia, los Estados Unidos no aceptan este principio. El presidente es relevado casi tan pronto como ha aprendido a conocer los deberes de su cargo, y un hombre que ha pasado seis años en el Congreso es una curiosidad. Estamos excesivamente inclinados a creer que todo hombre razonable y enérgico puede hacer en seguida, sin preparación, el trabajo de legislador o de administrador. Nadie imagina que el comercio de tejidos o de quincalla, ni siquiera el oficio de zapatero, pueda llevarse con buen éxito por otros que los que han hecho, penosamente y sin ganar nada, su aprendizaje, y que han consagrado su vida a perfeccionarse como comerciantes o como zapateros. Pero se cree que la legislación está al alcance de todos los hombres llegados a la edad madura y dotados de un poco de sutileza; que un abogado puede, de tiempo en tiempo, encontrar ventaja con ocuparse en legislación sin abandonar su clientela; que todo joven inteligente puede adquirir con facilidad el arte de hacer las leyes. La administración es igualmente una cosa que se puede confiar a un antiguo soldado, a un antiguo diplomático o a un político popular; se cree que esos hombres nacen administradores. Todos los que tienen talento, pueden lisonjearse con la esperanza de que han nacido para ser candidatos a la presidencia.
Son verdaderamente extraordinarias esas conclusiones que un pueblo eminentemente práctico ha aceptado; y puede considerarse como un despertar del sentido común el deseo real que hoy muestra la nación de formar y preparar los presidentes en puestos inferiores, pero parecidos, tales como el gobierno de los grandes estados. Para tener los presidentes que necesita el gobierno federal, tal como está organizado, lo mejor es escogerlos entre los gobernadores de estados más capaces y más experimentados.
He ahí en cuanto a la presentación y la elección; pero después de la elección, ¿qué pasa? El presidente no es todo el Ejecutivo. No puede gobernar sin los hombres que nombra con el consentimiento y según la opinión del Senado, y que son realmente partes integrantes de esa rama del gobierno que representa por sí él solo. El carácter y la experiencia de los secretarios son casi tan importantes como su talento y sus antecedentes; de suerte que el nombramiento que hace, confirmado por el Senado, debe añadirse al mecanismo de la presentación por las convenciones y de la elección por electores automáticos, para completar la enumeración de los diversos acontecimientos que se suceden en la formación del Poder Ejecutivo.
Los primeros congresos parecen haber considerado al attorney general y a los cuatro secretarios [18] que constituían los primeros gabinetes, como algo más que los lugartenientes del presidente. Antes de la reacción republicana que siguió a la supremacía de los federalistas, los jefes de los departamentos se presentaban en persona ante la cámara para dar los informes pedidos y para hacer las proposiciones que juzgaban necesarias, de igual modo que el presidente iba a leer él mismo su “mensaje”. Eran unidades reconocidas en el sistema gubernamental, y no simples ceros colocados tras la cifra presidencial. La voluntad de cada uno de ellos se contaba como una voluntad independiente.
Parece, sin embargo, que los límites de esta independencia no estuvieron nunca claramente definidos. Era el presidente el que, según su carácter, decidía si debía o no tomar el parecer de los colegas que él mismo había nombrado. He aquí, por ejemplo, un rumor que corrió en 1862:
No pretendemos conocer los secretos de estado, decía el Evening News de Nueva York, pero sabemos de buen origen que no hay ni inteligencia, ni unidad, ni deliberación, en nuestra administración; que la voluntad bien marcada del presidente de asumir toda la responsabilidad, ha neutralizado completamente la idea de una responsabilidad común; y que se dan órdenes y se ordenan movimientos de que los secretarios llegan a saber la existencia como todo el mundo, o que desaprueban y hasta censuran, lo que es peor. Luego cada secretario dirige su propio departamento poco más o menos como le place, sin consultar, ya al presidente, ya a sus coadjutores, y con frecuencia contra las determinaciones tomadas por los demás.
He ahí un cuadro que nos recuerda a cierto primer ministro muy imperioso, el que fue nombrado en su vejez conde de Chatham. Aquellos ruidos acaso eran verdaderos, o bien no eran más que un simple rumor; pero muestran un estado de cosas perfectamente posibles. No hay otra influencia que el ascendiente o el tacto del presidente que pueda mantener la armonía en el gabinete y obtener que los ministros obren de común acuerdo. Sería, pues, muy difícil decir de una manera precisa cuáles son los elementos que constituyen el Ejecutivo. No se pueden determinar esos elementos más que para una administración a la vez, y sólo cuando ha tenido fin; y es un hombre que conoce sus secretos el que ha tenido a bien comunicarlos.
Pensamos en Mr. Lincoln más que en sus secretarios, cuando nos trasladamos al periodo de la guerra; pero pensamos en Mr. Hamilton más que en el presidente Washington, cuando examinamos la política de la primera administración. Daniel Webster era más poderoso que el presidente Fillmore, y el presidente Jackson más poderoso que el secretario Mr. Van Buren. Es el carácter, la experiencia, la situación anterior de los miembros del gabinete, los que hacen que éstos manden o no en la administración; de igual modo, los talentos y la preparación anterior del presidente hacen que sea o no sea una simple figura de abogado. Un presidente débil puede mostrarse más sabio que la convención que lo ha elegido, rodeándose de un gabinete de hombres de valer.
Por la fuerza misma de las cosas, el presidente no puede ser omnipotente en materia de administración; lo es sólo como el presidente de la Cámara de Representantes es omnipotente en materia de legislación, porque nombra a los que son omnipotentes en los diversos ministerios. El presidente debe, sobre todo, su poder a su derecho de veto; es poderoso, en otros términos, como rama de la legislatura más que como jefe titular del Ejecutivo. Casi todas las funciones realmente ejecutivas están confiadas a los secretarios de los departamentos. Por más que un presidente sea laborioso y deseoso de bien obrar, no podrá mantener a la marina en buen estado si tiene un secretario corrompido e incapaz en el departamento de Marina; no podrá impedir al ejército caer en la desmoralización si el secretario de la Guerra carece de inteligencia, de experiencia o de conciencia; habrá prácticas corrompidas en el departamento de Justicia, haga lo que quiera para cambiar los métodos de un attorney general que engañe o sea engañado; no podrá obtener la equidad y la imparcialidad respecto de las tribus indias si el secretario del Interior quiere burlar sus planes, y el Secretario de Estado puede hacer a su espalda tanto mal como el Secretario del Tesoro. Puede estudiar detalladamente y fiscalizar la administración de su departamento, pero le es imposible vigilarlos todos con cuidado. Todo lo que sabe de los actos pasados o presentes de los secretarios, le viene de los secretarios mismos, naturalmente, y sus mensajes anuales al Congreso no son, en gran parte, más que la recapitulación de las principales cosas contenidas en las memorias detalladas que los jefes de los departamentos someten al mismo tiempo a las cámaras.
Es, sin embargo, fácil exagerar el poder del gabinete. Después de lo que hemos dicho, es evidente que los secretarios difieren de los funcionarios permanentes en que no son permanentes. Se hace depender la duración de sus funciones de la suposición de que esas funciones son más bien independientes que subordinadas. Se hace de ellos los representantes de un partido, porque se reputa que dirigen la política. En realidad, el primer interventor del Tesoro tiene tanto poder en la dirección de los asuntos de su departamento como el secretario mismo; y en la práctica sería tan útil cambiar ese funcionario, que teóricamente es permanente, a cada cambio de administración, como no aplicar esa regla más que a su jefe oficial. Las oficinas permanentes, los empleados de los departamentos, consideran a los secretarios como “coronamientos movibles”; pero probablemente sería tan cómodo en la práctica tener una tapadera estable como una tapadera movible. He mostrado bastante que los secretarios no son realmente los directores de la política ejecutiva del gobierno, cuando he hecho ver que los comités permanentes del Congreso quieren vigilar de una manera completa la administración hasta en sus menores detalles.
Con la intervención actual de los asuntos nadie puede hacer nada, si no está autorizado a ello por los comités. Los secretarios de los departamentos podrían, ciertamente, en muchos casos, obrar con más sabiduría que los comités, porque conocen más íntimamente que ningún comité el funcionamiento y las necesidades de esos departamentos. Pero los comités quieren gobernar como ciegos mejor que no gobernar de modo alguno, y los secretarios se encuentran de hecho ligados, en todo lo que no es la rutina, por leyes que se han hecho para ellos y que no tienen ningún medio legal de modificar.
Naturalmente, los secretarios están sometidos a los statutes, y todos sus deberes consisten en obedecer estrictamente al Congreso. El Congreso los ha hecho y puede deshacerlos. Al Congreso deben dar cuenta de la marcha de la administración. El jefe de cada departamento está obligado a hacer todos los años una relación detallada de los gastos de su departamento, a dar cuenta minuciosa del trabajo y de la división de funciones en ese departamento, dando el nombre de cada uno de sus empleados. Los principales deberes de un miembro del gabinete nos harán comprender los deberes de sus colegas. Incumbe al secretario del Tesoro:
...preparar proyectos para introducir mejoras en la percepción y el empleo de las rentas, y para favorecer el crédito público, hacer reglamentos para la teneduría y rendición de las cuentas públicas; conceder las autorizaciones necesarias para sacar del Tesoro las sumas abonadas por el Congreso; comunicar al Congreso o a la cámara, en persona o por escrito, las noticias que se refieren a sus funciones; hacer todos los trabajos que se le pidan sobre las cuestiones de Hacienda. Está obligado a enviar todos los años al Congreso, el primer lunes de junio, una memoria sobre los resultados de los trabajos realizados y de los datos reunidos por la oficina de estadística sobre el estado de las industrias, del comercio interior, de los valores, de los bancos de los estados y de los territorios.
Hace un reglamento para el territorio de Alaska y para los ríos vecinos, sobre la caza de las nutrias, de las martas, de las cibelinas y de los demás animales de pieles.
Debe también presentar al Congreso, en cada legislatura, los informes de las comprobaciones en que se muestra cómo se han gastado los créditos concedidos a los departamentos de Guerra y de Marina, y también resúmenes y cuadros que muestran separadamente las sumas producidas por los ingresos interiores.
Es, naturalmente, de la más alta importancia que un secretario que tiene el derecho de presentar proyectos de segundo orden para la administración de los ingresos del Estado y para el mantenimiento del crédito público, sea escogido entre los hombres más hábiles en la administración de Hacienda y más experimentados en los negocios. Pero no es más necesario que el hombre a quien se confían esas funciones difíciles sea un político activo, encargado de dirigir su departamento, mientras el presidente que lo ha nombrado continúe en funciones y le atestigüe su confianza, de lo que lo es tener a un hombre esencialmente político para hacer leyes sobre la caza en Alaska y en los ríos de Alaska. Los animales de pieles no tienen ninguna relación con los partidos políticos, a menos que sea como “despojos”. Hasta es una real desventaja tener un secretario que ha sido elegido conforme a tal principio. No puede tener los conocimientos ni, por consiguiente, ofrecer las ventajas de un funcionario permanente que está fuera de las luchas de partido, y que se ha elevado a las más altas funciones de su departamento por una serie de promociones ganadas después de largos servicios. La política general del gobierno en materia de Hacienda, todo lo que se refiere a las grandes operaciones del Tesoro, depende de la legislación y está completamente en manos de los Comités de Vías y Medios y de Hacienda; de suerte que es contrario al sentido común hacer un cargo esencialmente político del puesto del funcionario que vigila tan sólo detalles administrativos.
Y esta observación parece aplicarse con más fuerza aun a los demás secretarios. Ellos tienen para ejercitar su energía un campo menos vasto que el del secretario del Tesoro. Debe haber en cualquier sistema un poder considerable en manos del funcionario que recibe y distribuye sumas inmensas, aun cuando las reciba y distribuya según las órdenes de sus superiores. El dinero, en sus idas y venidas, pone en movimiento a mucha gente. No puede cambiar de lugar en gran cantidad sin mover a una gran parte del mundo comercial. La dirección de los detalles de la Hacienda basta para trastornar los mercados del dinero. El secretario del Tesoro es, pues, menos que sus colegas, un empleado principal; y si sus funciones no son en realidad políticas, las de ellos tampoco lo son ciertamente.
A propósito de esa particularidad que tienen los secretarios de ser nombrados, teniendo en cuenta sus ideas políticas, y tratados después como funcionarios, es interesante ver lo que representan y a quiénes representan. Se reputa, sin duda alguna, que representan al partido político a que pertenecen; pero ocurre a menudo que les es imposible hacerlo. Algunas veces se ven obligados a obedecer al partido contrario. Tenemos la costumbre de hablar del partido a que se ha adherido públicamente el presidente, y que tiene la intervención de los nombramientos para los cargos civiles, como del “partido en el poder”; pero es evidente que la intervención del mecanismo ejecutivo no es todo el poder, que no es siquiera más que una pequeña parte del poder en un país gobernado como el nuestro. A calidad de funcionario del Ejecutivo, el presidente es el servidor del Congreso; y los miembros del gabinete que no tienen más que funciones ejecutivas, son completamente los servidores del Congreso. Sin embargo, aparte de sus funciones de jefe titular del Ejecutivo, el presidente forma, gracias a su derecho de veto, una tercer rama de la legislatura, y el partido que él representa está en el poder, como lo estaría si tuviera de su parte a la mayoría de los miembros de una de las otras dos ramas del Congreso. Si la cámara y el Senado son de un partido, y el presidente con sus ministros de otro, apenas puede decirse que su partido esté en el poder, porque no le queda más que el derecho de veto para impedir o retardar ciertas medidas. Los demócratas estaban en el poder durante las sesiones del 25°. Congreso, porque tenían la mayoría en el Senado y a Andrés Jackson en la Casa Blanca; pero los presidentes que han venido después que él, han tenido contra ellos a la cámara y al Senado. [19]
Esta posibilidad constante de la diferencia de partido entre el presidente y el Congreso, es la que complica mucho nuestro sistema de gobierno por los partidos. La historia de las administraciones no es necesariamente la historia de los partidos. Las elecciones presidenciales pueden hacer inclinar a un lado la balanza del poder para un partido, y las elecciones del Senado en segundo grado pueden hacerla inclinar al otro. Es rara vez posible tener una administración fuerte, concentrada en manos de un partido que tenga una organización política, única y reconocida, que retenga todas las energías del estado y tenga, gracias a ese poder, toda la responsabilidad. Estamos así privados del verdadero gobierno de partido, tal como lo deseamos y tal como debe ciertamente desearse en un gobierno como el nuestro. El gobierno de partido no puede existir más que si la intervención absoluta de la administración, el nombramiento de los funcionarios y la dirección de sus recursos y de su política, se confían directamente a esa rama del gobierno que posee el poder supremo, es decir, al cuerpo representativo.
Roger Sherman, uno de los hombres más perspicaces y más sabios de la gran Convención de 1787, expuso y demostró audazmente este hecho, y propuso se aceptara francamente. Comprendía que era forzosamente necesario hacer omnipotente al Congreso nacional que la Convención iba a crear; afirmó, además, que “consideraba a la magistratura ejecutiva únicamente como una institución destinada a hacer ejecutar la voluntad de la legislatura; que la persona y las personas que constituyeran el Ejecutivo, debían ser nombradas por la legislatura y responsables ante ésta, que es la depositaria de la voluntad suprema de la sociedad”.
El Ejecutivo era tan completamente a sus ojos el servidor de la voluntad legislativa, que quería que la legislatura fuese juez del número de personas de que el Ejecutivo debía componerse.
Parece que varios otros miembros de la convención, eran, poco más o menos, de su parecer sobre estas cuestiones. Lo que impidió a la mayoría aceptar esas miras fue, según parece, el deseo de crear, para la balanza de los poderes, muchos de esos contrapesos que adornan hoy la “teoría literaria” de la Constitución.
La anomalía que ha resultado es, sobre todo, sorprendente en las relaciones de partido que existen entre el presidente y su gabinete. El presidente es un hombre de partido —es elegido por esa razón—, y sin embargo, anula con frecuencia las leyes votadas por el partido que representa; puede decirse que, en nuestros días, es raro hallar un gabinete compuesto de hombres que representen realmente a un partido. Son los hombres de su partido a los que el presidente prefiere, pero no son necesariamente o siempre a los que prefiere su partido. La reputación de algunos de los gabinetes recientes ha caído tan bajo, aun a los ojos de sus amigos políticos, que los críticos de nuestros principales periódicos no vacilan en expresar abierta y libremente el desprecio que sienten por los miembros de esos gabinetes. “Cuando M. ha sido nombrado secretario —dice mofándose La Nación, de New York— todo el mundo ha estado seguro de que trataría a su ministerio como ‘despojos’; así nadie ha quedado desencantado. Es uno de esos hombres de Estado que no conciben que una rama de la Administración pública no tenga despojos”.
El gabinete no tiene ninguna influencia sobre su partido, no tiene tampoco su dirección, que parece, sin embargo, correspondería a su situación oficial: tales son los resultados de nuestro sistema constitucional, como nos lo muestra el hecho de que el gabinete haya llegado a ser cada vez más insignificante en su partido a medida que ha envejecido el sistema. Las relaciones que existían entre los primeros gabinetes y los primeros congresos se parecían mucho a las que existen entre los jefes y su partido. Hamilton y Gallatin dirigieron a las cámaras más que las obedecieron, y durante largo tiempo, las proposiciones de los secretarios de los departamentos recibieron de los comités legislativos una acogida respetuosa y benévola. Pero a medida que los comités adquirieron poder e influencia, la autoridad del gabinete perdió terreno. El Congreso se apoderó del gobierno en cuanto se hubo hecho su propio amo; en nuestros días, un secretario no puede ya prevalerse de sus funciones para ponerse a la cabeza de un partido. El Congreso considera como una verdadera impertinencia todo consejo que no le viene de uno de sus miembros.
Es al mismo tiempo evidente que el Congreso no tiene más que medios muy limitados e insuficientes para intervenir y vigilar minuciosamente los departamentos, como querría hacerlo. Las relaciones con el presidente se reducen a mensajes ejecutivos, y sus relaciones con los departamentos se reducen a las consultas particulares poco fáciles entre los comités y los funcionarios del Ejecutivo, a entrevistas irregulares de los ministros con los miembros del Congreso, a cartas que los secretarios del gabinete envían de tiempo en tiempo a los presidentes de las dos cámaras en épocas fijas, o a una respuesta cuando se ha decidido formalmente una petición de información. El Congreso está, haga lo que quiera, casi por fuera de los ministerios. De tiempo en tiempo, en esos esfuerzos espasmódicos que hace para disipar o confirmar sospechas de malversación o de corrupción desvergonzada, ordena informaciones especiales, enojosas, desagradables; y esas informaciones mismas no le dan más que una idea muy superficial del interior de una pequeña provincia de la Administración federal. Funcionarios hostiles o astutos pueden siempre mantenerlo a distancia por un subterfugio o un disimulo hábil. Puede enturbiar violentamente, pero rara vez puede examinar hasta el fondo las aguas del mar en que nadan y engordan los grandes peces de los servicios civiles. Las redes agitan el fondo sin limpiarlo. A menos que haya al frente de los departamentos hombres capaces y animosos, al corriente de lo que él quiere y enteramente de acuerdo con sus proyectos, puede, cuando más, asustar a esos funcionarios que no tienen otros acusadores que su conciencia.
Es fácil ver cómo pueden los agentes ejecutivos evitar el obedecer las órdenes del Congreso y eludir sus preguntas. Los comités mandan, pero no pueden vigilar la ejecución de sus órdenes. Los secretarios no son bastante libres para tener una política independiente, pero lo son para ser mediocres servidores, porque el Congreso no puede gobernarlos. Una vez instalados, la posesión de sus funciones no depende de la voluntad del Congreso. Si agradan al presidente y se entienden con sus colegas, no tienen que preocuparse seriamente del desagrado de las cámaras, a menos que se expongan locamente por un crimen a ser juzgados por el Congreso. Si sus locuras no son demasiado evidentes, demasiado extravagantes, pueden conservar su puesto hasta que la tierra haya hecho cuatro veces su viaje anual alrededor del sol. Pueden cometer todos los días desaciertos en la administración, falta sobre falta en sus asuntos, contrarrestar los designios del Congreso por mil pequeños enredos y frotarse las manos de gusto al ver su descontento. Se les ha negado la satisfacción de poseer un poder real, pero tienen el placer de gozar con toda seguridad de una mezquina independencia que los hace astutos e intrigantes. Hay varios modos de obedecer, y si el Congreso no está contento, ¿qué les importa? No es el Congreso quien les ha dado su puesto, y difícilmente puede quitárselo.
Sin embargo, continúa siendo verdad que todos los asuntos importantes de los departamentos se llevan con arreglo a la dirección de los comités permanentes. El presidente presenta, y con la aprobación legislativa, nombra para las funciones más importantes del gobierno; los miembros del gabinete tienen el privilegio de darle su opinión sobre las cosas para que no pueda tomar una decisión definitiva sin el asentimiento del Senado; pero los principios de la política se dejan todos a la decisión de la legislatura y no a la del Ejecutivo. Es una satisfacción bien pequeña para un hombre poseer el privilegio estéril de proponer los mejores medios de despachar los asuntos corrientes de las diversas oficinas, mientras que los grandes proyectos que ese trabajo cotidiano debe hacer realizar se le dan por otros hombres colocados por encima de él.
Si un hombre ha recibido la orden de ir acá o allá, y está obligado a ir, quiéralo o no, apenas apreciará la libertad que se le deje de ir a pie o a caballo. La sola cuestión importante es saber, sí o no, si el Congreso puede ejercer una intervención real y eficaz y ofrecer garantías suficientes de responsabilidad a los que representa, y, en fin, si esa disposición puede producir un buen gobierno.
Nadie controvierte, así lo supongo al menos, el principio de que los representantes del pueblo poseen la autoridad suprema en todas las cuestiones de gobierno, mientras que la administración es simplemente la parte del gobierno que está confiada a empleados. La legislación es la fuerza creadora; ella fija lo que se hará; y si el presidente no quiere o no puede detener una ley, en virtud de su poder extraordinario, como parte de la legislatura, tiene el deber evidente, cierto, de obedecer al Congreso. Y si es deber suyo obedecer, con mayor razón lo es de sus subordinados. El poder de hacer las leyes es natural y esencialmente el de dirigir, y ese poder pertenece al Congreso. Este principio no consiente ninguna reserva; está en perfecto acuerdo con todos los usos anglosajones; la dificultad, si la hay, reside en la elección de los medios que hay que emplear para dar eficacia a ese principio. El medio natural consiste, al parecer, en dar a la Asamblea representativa el derecho de vigilar constante y seriamente a los servidores ejecutivos, y de hacerlos absolutamente responsables; en otros términos, concederles el privilegio de relevarlos cuantas veces sus servicios dejen de ser satisfactorios. Ese es el privilegio natural de todos los señores. Si el Congreso no lo posee, puede decirse que su autoridad suprema está trabada, pero que la posee, a pesar de todo. Los funcionarios del Ejecutivo no dejan de ser sus servidores; la única diferencia está en que, si se muestran negligentes, o incapaces o engañadores, el Congreso se ve obligado a contentarse con sus servicios tales cuales son, esperando que el principal administrador, el presidente, tenga a bien nombrar mejores secretarios. No puede hacerlos dóciles, aunque pueda obligarlos a obedecer en todas las cosas importantes. El Congreso es el amo cuando se trata de hacer leyes; pero cuando hay que aplicarlas, no es más que magistrado. Manda con una autoridad absoluta; pero no puede castigar a los que desobedecen más que usando un procedimiento judicial, regular y lento.
Maquiavelo declara que, “en interés de la estabilidad del Estado, es muy importante que la Constitución otorgue todas las facilidades para acusar a los que se sospeche que han cometido una mala acción”. El autor de un artículo de la Westminster Review hace sobre esta declaración el siguiente juicioso comentario:
Las ventajas de esta facilidad son de dos clases: primero, el miedo saludable del día próximo, en que se verán probablemente obligados a dar cuenta de sus actos, impedirá a ciertos hombres malos y egoístas entregarse a sus culpables maquinaciones; en segundo lugar, la vía legal de la acusación ofrece una salida a las viciosas inclinaciones del cuerpo político, inclinaciones que arruinarían completamente la Constitución si fueran estorbadas o rechazadas...; no hay ya distinción entre la acusación y la calumnia.
He ahí las ventajas que quería obtener nuestra Constitución federal por medio de sus reglas sobre la acusación. Ningún servidor del Estado, ni aun el presidente, debía estar libre de una acusación por la Cámara de Representantes y de un juicio por el Senado. Pero las condiciones requeridas para una acusación, como las que son necesarias para enmendar la Constitución, son muy difíciles de reunir, y es difícil también sacar partido de ellas. Se necesita pasión para producir semejantes acontecimientos, y sólo los crímenes más groseros contra las leyes del país pueden hacerlas producir un efecto rápido y completo. Una indignación bastante grande, para hacer olvidar los intereses de partido, puede garantizar una condena; nada menos poderoso puede hacerlo.
Si se juzga por el pasado, la acusación no es más que una vana amenaza. La Cámara de Representantes es un gran jurado muy lento en obrar, y el Senado un tribunal de justicia muy inseguro.
Además, los grandes crímenes que pueden dar margen bastante rápidamente a una acusación, no son frecuentes en los servicios públicos más relajados. Una opinión pública vigilante impide generalmente que se produzcan. Lo que de ordinario molesta y pone trabas a un buen gobierno, es la tontería y la incapacidad de los ministros de Estado. Por eso el derecho de acusar, de juzgar y de castigar por un crimen público, es menos necesario que el derecho y el privilegio de despedir a los ministros por causa de incapacidad. La acusación atañe a otra cosa que a la administración. Un negociante no querría, aunque la ley se lo permitiera, fusilar a un empleado que no pudiera aprender a hacer el comercio. Logra igualmente su objeto despidiéndolo, y es menos cruel para su empleado. El defecto irritante de nuestro sistema es que la autoridad constitucional, que tiene la prerrogativa de dirigir la política y de vigilar la administración, tiene menos autoridad para obtener que su trabajo sea bien hecho, que el más humilde ciudadano para hacerse ayudar en sus empresas. La autoridad que está más interesada en los nombramientos y los deberes de los funcionarios civiles no tiene casi que ocuparse en los nombramientos, y todavía menos en los relevos. El presidente nombra con la sanción del Senado, y no puede relevar a sus consejeros sin el consentimiento legislativo; sin embargo, en realidad los ministros sirven, no al presidente, sino al Congreso, y el Congreso no puede ni nombrarlos ni relevarlos. En otros términos, corresponde al presidente tomar la iniciativa para las dos cosas, aunque no sea el señor real; y el Congreso, que es el señor real, no tiene en esas importantes cuestiones más que una voz consultiva, que puede expresar por su Cámara alta, pero sólo cuando el presidente pide su parecer. Yo consideraría mis empresas como desesperadas, si mi principal empleado debiera ser nombrado por una tercera persona, y encargado después, sin que yo tuviera un derecho de inspección sobre él, de escoger él mismo y dirigir a sus subordinados, no conforme a mis órdenes, sino pidiendo tan sólo mi consentimiento.
Las relaciones que existen entre el Congreso y los departamentos son fatalmente desmoralizadoras para el uno y para los otros. No hay ni puede haber entre ellos nada que se asemeje a la confianza y a una colaboración completa. Se puede excusar a los departamentos de la actitud hostil que toman algunas veces respecto del Congreso, porque es un sentimiento humano el que impulsa al servidor a temer y a engañar al amo, que no considera como amigo, sino que recela que espía sus movimientos con desconfianza. El Congreso no puede fiscalizar a los secretarios del Ejecutivo sin deshonrarlos. El único instrumento que posee con ese objeto es la información, la inspección semijudicial de los rincones que se suponen sucios. Se ve obligado a atraer las miradas del público, confesando que tiene sospechas; luego engruesa y aumenta el escándalo, lanzando sus comités para interrogar a subordinados espantados y a ministros desabridos. Después que todo está terminado y la falta descubierta, no se hace de ordinario nada absolutamente. Los culpables, si los hay, continúan con frecuencia en sus puestos, deshonrados a los ojos del público, arruinados en la estimación de las gentes honradas, pero recibiendo siempre su sueldo y aguardando cómodamente que el público, cuya memoria es corta, los olvide. ¿Para qué desenterrar el cadáver si no querés hacerlos desaparecer?
Luego los departamentos se quejan con frecuencia de las exigencias constantes del Congreso respecto a ellos. Murmuran porque están siempre ocupados —dicen— en satisfacer su curiosidad y en responder a las peticiones de su actividad inquieta. A los empleados les cuesta trabajo poder tener al corriente los asuntos de sus departamentos; pero el Congreso les pide sin cesar informes que están obligados a ir a sacar laboriosamente de toda clase de fuentes, unas accesibles, otras muy lejanas. Un gran discurso en el Senado puede costarles horas de trabajo y de preocupación; porque el senador que lo hace no deja de presentar de antemano una moción pidiendo a uno de los secretarios una estadística sobre tal o cual asunto que quiere tratar en su discurso. Si quiere hablar de Hacienda, necesita cuadros comparativos de los impuestos; si se trata del comercio o de las tarifas de aduanas, no puede pasarse sin las menores cifras que figuren en las cuentas del Tesoro; cualquiera que sea su asunto, los datos oficiales son siempre la base más segura para su edificio. De ordinario, el Senado no vacila en aprobar la moción que debe poner a su servicio a todos los empleados de la administración. Y naturalmente, la cámara hace ella también innumerables preguntas a que deben responder, hasta en sus últimos detalles, los empleados pacientes y los secretarios descontentos. He ahí lo que los funcionarios ministeriales llaman con mal humor la tiranía del Congreso, y ningún hombre imparcial puede, razonablemente, prohibirles que se sirvan de esa palabra.
No conozco nada más difícil de exponer claramente y quedando en los justos límites, que la manera cómo la nación interviene la política, a pesar de esas rarezas y ese juego de escondite de la autoridad. Cabe preguntarse, en efecto, si inspecciona todos los senderos y todos los rodeos que puedan tomar la responsabilidad legislativa y la responsabilidad ejecutiva. Se ve obligada a seguir al Congreso un poco a ciegas; sabido es que el Congreso obedece a sus comités sin comprenderlos bien; y los comités confían el cuidado de poner sus proyectos en ejecución a funcionarios que tienen muchas ocasiones de engañarlos. Después de todos esos actos hechos ciegamente, ¿es muy probable que la autoridad suprema, el pueblo, vea claramente lo que se ha hecho o lo que lo será otra vez? Tomad, por ejemplo, la política de Hacienda; es un ejemplo bien escogido, porque, según he mostrado, se habla más en el Congreso de las diversas etapas legislativas de la política de Hacienda, que de cualquier otro asunto, y es, por lo tanto, un ejemplo extremo. Después que la cámara ha acabado por entenderse lentamente, a consecuencia de numerosos proyectos y de numerosas discusiones, sobre la aplicación de los créditos y la fijación de los impuestos, los consejos imperativos y la insistencia obstinada del Senado llevan tan bien la confusión a todo ese trabajo, que las comisiones de conferencia mismas no ven muy claramente cuáles han sido los resultados de esos desacuerdos. Luego, cuando ese compromiso está votado y ha adquirido fuerza de ley, la manera de hacerlo ejecutar escapa a la intervención de las cámaras y se deja a los departamentos. ¿Cómo la inteligencia del pueblo, no digo la voluntad, puede ejercer una intervención sobre el curso de los asuntos en semejantes condiciones? No hay tornillo de responsabilidad que pueda apretarse sobre la conciencia o sobre los pulgares oficiales de los Comités del Congreso encargados especialmente de esos trabajos. Los Comités del Congreso no son nada para la nación; no son más que las piezas del mecanismo interior del Congreso. Para el Congreso son permanentes o no. Y como apenas éste tiene seguridad de ser el amo con ellos, es poco probable que los colegios electorales puedan gobernarlos. En cuanto a los departamentos, es más fácil al Congreso que al pueblo obtener de ellos una obediencia dócil y servicios suficientes. El Congreso es y debe ser, en esas cuestiones, los ojos y la voz de la nación. Si no puede ver lo que va mal y no puede hacerse obedecer cuando manda, la nación es igualmente ciega y muda.
Ese es, para hablar sin embajes, el resultado práctico del desmenuzamiento de la autoridad, del despedazamiento que se ha imaginado en nuestro sistema político. Cada rama del gobierno ha recibido una pequeña parcela de responsabilidad, a que la conciencia de cada funcionario puede sustraerse fácilmente. Todo culpable, sospechoso de un entuerto, puede hacer recaer su responsabilidad sobre sus camaradas. ¿Es acusado el Congreso de haber hecho leyes corrompidas, imperfectas o insensatas? Puede responder que está obligado a seguir precipitadamente a sus comités o a no hacer más que hablar; nada puede, si un comité lo empuja, sin de ello darse cuenta, a empresas injustas o absurdas. Si la administración comete errores y se precipita en toda clase de dificultades, los secretarios se apresuran a dar como excusa las órdenes no razonables e imprudentes del Congreso, y el Congreso critica a los secretarios. Los secretarios afirman que todo el mal se habría evitado si hubieran estado autorizados para proponer las medidas necesarias; y los hombres que han votado las medidas existentes confiesan, a su vez, que desesperan de tener un buen gobierno, mientras se vean obligados a confiar la ejecución de sus leyes a la incompetencia y a la torpeza de hombres nombrados por otro hombre y responsables ante él. ¿Cómo el maestro de escuela, quiero decir, la nación, puede saber cuál es el discípulo al que se debe azotar?
No puede negarse que la autoridad así desmenuzada, la responsabilidad así disimulada, son propias para paralizar grandemente al gobierno en caso de peligro. Hay pocas o no hay ninguna determinación importante que pueda tomarse por una rama del gobierno sin el consentimiento o la cooperación de otra rama. El Congreso obra por medio del presidente y de su gabinete; el presidente y su gabinete se ven obligados a conformarse con la voluntad del Congreso. No hay jefe supremo —sea magistrado, sea Asamblea representativa— que pueda decidir, de seguida y con una autoridad completa, lo que debe hacerse en el momento en que se haya de tomar una decisión, y eso inmediatamente. Naturalmente, ese defecto se hace sentir en todos los instantes, tanto cuando se trata del despacho de los asuntos corrientes, como en las horas de crisis; pero si surgiera una dificultad repentinamente, tal defecto podría ser fatal; o causaría la ruina del sistema, o no permitiría luchar contra esas circunstancias críticas. [20] La política no puede ser ni pronta ni franca, cuando está obligada a servir a varios señores. Busca equívocos, vacila o fracasa completamente. Puede salir del Congreso con designios muy claros y ser después extraviada o mutilada por el Ejecutivo.
Si hay un principio perfectamente evidente, es éste: en todo negocio, ya sea gubernamental o comercial, es necesario fiarse de alguien, a fin de que se sepa, si las cosas van mal, quien debe ser castigado. A fin de hacer marchar vuestro comercio con la rapidez y el buen éxito que deseáis, os véis obligado a fiaros, sin segunda intención, de vuestro principal empleado, a darle los medios de arruinaros, porque le facilitáis así motivos de serviros. Su reputación, su honor o su vergüenza, todas sus esperanzas comerciales, dependen de vuestro buen éxito. La naturaleza humana es poco más o menos la misma en el gobierno que en el comercio de tejidos. El poder y la responsabilidad absoluta para el uso que de él se hace, son los elementos esenciales de un buen gobierno. El sentimiento de la más elevada responsabilidad, los sentimientos nobles y elevados que nos da la confianza de los demás para con nosotros, la conciencia de estar en una posición oficial de tal modo visible, que el cumplimiento fiel del deber será necesariamente reconocido y recompensado, y todo abuso de confianza descubierto y castigado; he ahí las influencias, las únicas influencias que producen los hombres de Estado prácticos, enérgicos y honrados. Los mejores gobernantes son siempre aquellos a quienes se dan muchas facultades, haciéndoles comprender que serán honrados y recompensados con abundancia si hacen buen uso de ellas, y que nada podrá ponerlos al abrigo de los castigos más severos si de ellas abusan.
Es, pues, un defecto radical en nuestra Constitución ese desmenuzamiento del poder y ese desmigajamiento de la responsabilidad. Diríase que la Convención de 1787 se propuso, ante todo, cometer esa gruesa falta. La “teoría literaria” de los contrapesos y del equilibrio da una idea muy exacta de lo que quisieron hacer los autores de la Constitución, y esos contrapesos y ese equilibrio han sido cada vez más perjudiciales a medida que han llegado a ser más reales. Puede decirse, sin temor de engañarse, que si los miembros de aquella Convención extraordinaria estuvieran reunidos hoy para contemplar la obra de sus manos a la luz del siglo que la ha puesto a prueba, serían los primeros en admitir que el único resultado del desmenuzamiento del poder ha sido hacerlo irresponsable. He ahí lo que ha retardado la reforma de los cargos civiles en este país y lo que hace dudar de que se realice jamás. Estamos exactamente en el caso en que estaba Inglaterra antes de hacer la reforma por que hoy luchamos. La fecha de esta reforma en Inglaterra no es menos significativa que el hecho mismo. No ha sido cumplida hasta el día que los ministros de la Corona han llegado a ser, realmente y de una manera cierta, responsables ante un solo señor. He ahí la lección más conmovedora y más sugestiva que encontramos en la interesante y preciosa historia de Mr. Eaton, sobre los cargos civiles en la Gran Bretaña. La reforma se hizo en 1853 por el gabinete de Lord Aberdeen. Fue aconsejada por los funcionarios encargados de hacer lo nombramientos, y el ministerio la hizo votar a pesar de la oposición de la Cámara de los Comunes, porque aunque esto parezca paradójico, él había llegado a tener conciencia de su responsabilidad ante la Cámara de los Comunes, o más bien ante la nación, que está representada por la cámara.
Los progresos considerables que se han realizado en los servicios públicos del Imperio británico desde la época de Walpole y de Newcastle, han ido a la par con el perfeccionamiento de ese sistema que se designa hoy con el nombre de gobierno por un gabinete responsable. Este sistema no ha llegado a la perfección sino poco a poco y lentamente. Sólo mucho tiempo después de Walpole fue cuando se acabó por aceptar como un principio constitucional la responsabilidad del gabinete entero, esa unidad de responsabilidad que le hace considerar a la Cámara de los Comunes como su único señor.
Cuando era costumbre constituir los gabinetes con nombres cuyas ideas políticas eran diferentes, los miembros de esos gabinetes no consideraban ni podían considerar esa responsabilidad ante el Parlamento como una e indivisible. La dimisión de un miembro importante, o hasta del primer ministro, no era mirada como causa para producir la retirada simultánea de todos sus colegas. En la época de la caída de Sir Roberto Walpole, cincuenta años después del cambio de dinastía que siguió a la revolución (era el primer ejemplo de una dimisión por deferencia a una votación parlamentaria hostil), vemos al rey rogar al sucesor de Walpole, Pulteney, “que no desarreglara el gobierno haciendo demasiados cambios enmedio de una legislatura”; y Pulteney le respondió que quedaría satisfecho con tal que “los principales fuertes del gobierno”, es decir, los principales ministerios estuvieran en sus manos. Sólo cuando el ministerio de Lord North fue reemplazado por el de Lord Rockingham en 1782, fue cuando un ministerio entero, a excepción del Lord Canciller, se retiró a consecuencia de una votación por la cual la Cámara de los Comunes le retiraba su confianza. Desde entonces, la dimisión del jefe del gobierno, por deferencia a un voto hostil de la Cámara popular, ha ido seguida siempre de la dimisión de todos sus colegas.
Pero, aun después de este precedente, transcurrieron todavía muchos años antes de que los ministros fuesen libres de no agradar más que a la Cámara de los Comunes, libres también para seguir su propia política, sin tomar el parecer del soberano. Hasta la muerte de Jorge IV sintieron que debían obediencia al rey, al mismo tiempo que a la Cámara de los Comunes. La composición de los ministerios dependía mucho todavía del capricho real, y sus actos eran embarazados por la necesidad de navegar hábil y atentamente entre el desagrado del Parlamento y el descontento de su majestad. El siglo presente había transcurrido en parte, y estaba próximo el reinado de la reina Victoria, cuando fueron por primera vez libres de obedecer únicamente a los representantes del pueblo. Cuando hubieron llegado a ser responsables ante la Cámara de los Comunes, sólo y casi inmediatamente que estuvieron seguros de su nueva posición de servidores del pueblo, se inclinaron a hacer tentativas casi aventuradas para reformar los empleos civiles.
Sentían que todo el peso y toda la responsabilidad del gobierno descansaban sobre sus hombros, estaban atentos a los intereses de su partido, querían dejar un nombre sin mancha, y por consiguiente, hacer votar buenas leyes; así fueron los primeros en proponer y sostener un sistema mejor para los nombramientos en los servicios de que eran jefes reconocidos. Declararon inmediatamente que era “el deber del Ejecutivo asegurar el funcionamiento eficaz y armónico de los servicios civiles”, que no podían traspasar “este deber a otro cuerpo mucho menos competente que ellos mismos, sin infringir un gran principio constitucional, que había sido ya infringido demasiado a menudo, con gran detrimento de los servicios públicos”. Resolvieron, pues, ellos mismos inaugurar el sistema de elección con arreglo al mérito, sin aguardar el asentimiento del Parlamento, abandonando su derecho de nombramiento en los diversos departamentos a una Comisión de examen imparcial. Esperaban que la opinión pública obligaría al Parlamento, una vez hecha la cosa, a votar los créditos necesarios para hacer se lograra su plan. Y no contaron sin la huéspeda. Los miembros de la Cámara de Comunes habían ejercido desde tiempo inmemorial, por medios poco recomendables, un patronato nacional, que se consideraban dichosos con poseer, y que hacía su poder. A pesar suyo fue como consintieron en abandonar ese patronato; pero no tuvieron la audacia de confesar su repugnancia sospechosa en presencia de la honrada proposición de un ministerio que tenía su confianza y que estaba sostenido en su proyecto por todas las gentes honradas de la nación. El mundo tuvo entonces la alegría de ver el dulce, pero raro espectáculo de jefes de partido que sacrificaron libre y espontáneamente, para tener un buen gobierno, los “despojos” de sus empleos tanto tiempo queridos de su partido y de la Asamblea a que ellos representaban y servían.
En nuestro país la reforma se ha hecho de una manera enteramente opuesta. Ni el Ejecutivo ni el Congreso la han comenzado. Es el pueblo el que la ha reclamado imperiosamente; la opinión pública la ha pedido al Congreso y ha formulado su petición varias veces, insistiendo cada vez más, antes de que el Congreso se haya ocupado en ello. Esta reforma se ha abierto camino: la multitud se ha convencido desde luego de su utilidad, y hoy un pequeño número de hombres se propone hacerla llevar a cabo. Entre las principales dificultades que la han cerrado el camino y que impiden esté completamente realizada, se halla ese principio intrínseco de nuestra Constitución, de que acabo de hablar, y que la penetra enteramente: el principio de los poderes divididos. Antes de introducir una reforma real y duradera de los servicios civiles en un país en que la autonomía da a los cargos públicos una forma especial, es necesario trazar una línea de demarcación muy precisa entre los cargos que son políticos y los que no lo son. Para todos los cargos cuyo titular no tiene que elegir entre varios partidos políticos, se deben escoger los candidatos según su conocimiento de los negocios, según su mérito, y darles el ascenso que han ganado con su trabajo. En cuanto a los funcionarios que tienen el privilegio de elegir las ideas políticas a cuyo servicio deben poner su administración, sólo los partidos pueden elegirlos o despedirlos, recompensarlos o castigarlos. Estos funcionarios son poco numerosos bajo cualquier gobierno. Se dice que no hay más que cincuenta, cuando más, en los servicios civiles de la Gran Bretaña; pero esos cincuenta entran y salen, según el gobierno pasa de un partido a otro. Para nuestros servicios civiles sería, creo, muy difícil trazar la línea de demarcación. En todos los altos cargos, esa distinción particular es enteramente vaga. Se está en la duda acerca del gabinete mismo. ¿Los secretarios son o no son funcionarios políticos? Parece que no son exclusivamente ni lo uno ni lo otro. Son al menos semipolíticos. Por un lado, son simplemente los servidores del Congreso, y, sin embargo, por otro lado tienen bastante libertad para desfigurar y para colorear, si no para escoger, un objeto político. Pueden hacer fracasar proyectos, si no pueden hacerlos. ¿Debe hacerse de ellos funcionarios permanentes porque son simples secretarios, o bien la duración de sus funciones debe depender de la fortuna de los partidos, porque tienen muchas ocasiones de prestar servicios a los partidos? Y si debe aplicárseles una de las dos reglas, ¿a cuántos y a cuáles de sus subordinados habrá que extenderla? Si no son real o necesariamente hombres de partido, que sufran exámenes y se sometan a las pruebas ordinarias para mostrar su capacidad, que las últimos ordenanzas trabajen para elevarse hasta el puesto de secretario, sino que sean estricta, absolutamente responsables ante su partido. He ahí el punto principal de una reforma práctica de los servicios civiles.
Esta duda sobre la posición exacta de los principales ministros de Estado en nuestro sistema hace comprender bien el sistema mismo. Este sistema completo es lógico y sencillo; pero no se le encuentra completo más que en teoría. En la realidad sorprende y presenta misterios a cada cambio de punto de vista. El observador práctico, que investiga los hechos y examina su organización actual, se ve a menudo muy embarazado para descubrir los verdaderos métodos de gobierno. Encuentra lazos por todos lados. Si jurisconsultos constitucionales de principios severos llenaran el Congreso y estuvieran a la cabeza de los departamentos, obedecerían formalmente todas las cláusulas de la Constitución, y sería tan fácil saber exactamente y de antemano a qué se parecerá el gobierno interiormente mañana, como lo es saber a qué se parecía ayer exteriormente. Pero ni la ciencia ni la conciencia aproximan a la Constitución a los políticos de oficio; y de los políticos tenemos que ocuparnos hoy cuando estudiamos el gobierno.
Todo gobierno es, en gran parte, lo que son los hombres que lo constituyen. Si su carácter y sus opiniones cambian de tiempo en tiempo, la naturaleza del gobierno cambia con ellos; y como su carácter y sus opiniones cambian con frecuencia, es muy difícil hacer del gobierno un cuadro del que se pueda decir que era perfectamente fiel ayer y que probablemente será exacto todavía mañana. Añadid a esas dificultades, que se pueden llamar las dificultades de la naturaleza humana, otras que encierra nuestro sistema, la dificultad de las distinciones legales sutiles, un bello plan teórico trazado con líneas delicadas e imperceptibles, exigencias legales que se presentan rara vez y que es fácil y natural eludir y descuidar, y tendréis una idea completa de las dificultades que se encuentran cuando se quiere explicar de una manera práctica lo que se hace realmente en la Administración federal. No es imposible indicar lo que debía ser el Ejecutivo, lo que ha sido alguna vez o lo que podría ser; se puede también, con trabajo y atención, descubrir las principales condiciones que lo adaptan a las formas de la supremacía del Congreso, pero no puede esperarse descubrir otra cosa.
CAPÍTULO VI
CONCLUSIÓN
Preciso es que la filosofía política analice la historia política; que distinga lo que es debido a las cualidades del pueblo y lo que es debido a la superioridad de las leyes; que determine con cuidado el efecto exacto de cada parte de la Constitución, a riesgo de destruir varios ídolos de la multitud y de descubrir que la causa secreta de su utilidad no ha sido advertida más que por un pequeño número de hombres.
BAGEHOT
El Congreso se apresura siempre, mientras puede, para hacer leyes. El primer objeto de sus reglamentos es facilitar la legislación. Sus usos son el fruto de la diligencia que pone en hacer leyes. Ya se ocupe en cosas pequeñas o grandes, frívolas o serias, su objeto es tener siempre una ley en el telar. Su carácter es esencialmente legislativo. Si no puede arreglar todas las cuestiones que se le someten cada semana, desdicha suya es y no culpa; porque sus facultades están limitadas por la naturaleza, pero sus deseos son sin límites. Si su sistema de comités es incapaz de hacer votar más de 1 por 100 de los proyectos de ley que se le presentan, es, sin embargo, cierto que el móvil de todos los actos de su vida es el deseo de examinar rápidamente todos esos proyectos. Por eso, si la legislación fuera el principal objeto a que debe consagrar su tiempo, sería forzoso admirar esos reglamentos, bien hechos para el despacho precipitado de los negocios, y esas costumbres inexorables, cuyo objeto es facilitar la confección de las leyes. Pero preguntáos solamente si el Congreso debe o no limitarse a la legislación, y esta pregunta os bastará para poner en duda su organización como máquina de fabricar rápidamente leyes.
En nuestra época, en que todos los pueblos se gobiernan ellos mismos, la filosofía política tiene, sin embargo, más que una duda que oponer a la utilidad de una Asamblea representativa que se limita a hacer leyes, con exclusión de todas otras funciones. Buckle ha declarado que la legislación de nuestra época debía su principal utilidad y su valor al poder que tiene de poner remedio, cuando se presente la ocasión, a las faltas de la legislación del pasado; que no era benéfica sino cuando llevaba la curación en sus alas; que la derogación de antiguas leyes hacía más dichosos que la promulgación de leyes nuevas. Y es verdad, ciertamente, que la mayor parte de la labor de la legislación consiste en llevar las cargas que los antepasados brava y descuidadamente han echado sobre sus lomos en los tiempos pasados, cuando el animal que hoy es un toro no era más que un becerro, y en completar, si son susceptibles de serlo, las tareas emprendidas en tiempos pasados bajo forma de humildes proyectos que parecían asaz inocentes al principio. Una vez lanzado el legislador en esa vía, le es muy difícil, si no imposible, salir de ella. La organización industrial moderna, que comprende los bancos, las corporaciones, las sociedades por acciones, las combinaciones de Hacienda, las deudas nacionales, el papel moneda, los sistemas nacionales de impuestos, es en gran parte creación de la legislación (no en sus orígenes históricos, sino en su existencia actual y en su autoridad), y está reglamentada por la legislación. El capital es el soplo de la vida para esta organización, y a medida que ella se hace cada vez más compleja y delicada, es una locura cada vez más grande atacar el capital y el crédito. Es al mismo tiempo evidente que el legislador tiene necesidad de más experiencia y de más juicio para abrazar con una sola ojeada el sistema entero y para adaptar sus reglamentos, de tal suerte, que el juego de las instituciones civiles no cause daño al juego de las fuerzas económicas. Y luego, cuanto más grandes son la complicación y la delicadeza del sistema industrial, más numerosas son las probabilidades de codicia, cuando la codicia va acompañada de la astucia; así, se hace de día en día más difícil la tarea del legislador que quiere oponerse a las tentativas de la codicia y hacerlas fracasar. [21]
La legislación engendra indudablemente la legislación. Puede decirse que cada ley ha sido precedida de una larga progenie de leyes; y cabe preguntarse, para cada ley tan bien como para los antepasados de cada legislador, si esa progenie es honrosa o si tiene mala reputación. Cada ley, a su vez, tiene una numerosa posteridad, y sólo el tiempo y las circunstancias nos dirán si sus retoños serán para ella un honor o una vergüenza. Si os lanzáis en la danza de la legislación, estáis obligados a agitaros a través de sus dédalos tanto como podáis, y a precipitaros hasta el fin, con tal que tenga un fin.
No es, pues, sorprendente que la promulgación, la revisión, la reforma, la derogación de las leyes, ocupen la atención y acaparen toda la energía de un cuerpo como el Congreso. Es, sin embargo, fácil ver cómo podría ocuparse más útilmente, o al menos, cómo podría agregar, con gran provecho del gobierno, otras funciones a esa función predominante. La legislación no es más importante que una atenta vigilancia de la administración; es todavía menos importante que la instrucción y la dirección política que el pueblo podría recibir de una asamblea que discutiera públicamente y a plena luz todos los asuntos nacionales. No existe legislatura semejante a la nuestra que se dedique exclusivamente, como lo hace nuestro Congreso, a la obra de la legislación. Ya he dicho que vigila hasta cierto punto la administración con ayuda de un derecho de información judicial, cuyos límites e insuficiencia son manifiestos. Pero otras legislaturas nacionales dirigen la administración y merecen su nombre de “Parlamentos” porque hacen conocer al público por sus discursos los actos oficiales. Las Convenciones extraconstitucionales de nuestros partidos, que son, sin embargo, efímeras y poco poderosas, constituyen el único mecanismo que tenemos para ejercer sobre el Ejecutivo esa intervención, que consiste en recompensar o en castigar a los que retienen el poder. He ahí el hecho principal que diferencia al Congreso de la Cámara de Diputados francesa y del Parlamento británico, y que lo priva de esas útiles funciones cuyo ejercicio lo elevaría en utilidad y en dignidad.
Una Asamblea representativa, eficaz, dotada del poder de gobernar, no debería, al parecer, contentarse con expresar la voluntad de la nación por palabras, como lo hace el Congreso; debiera también hacerla ejecutar, dar una voz a sus ideas, y reemplazar los ojos del país vigilando todo lo que se refiere al gobierno —lo cual no hace el Congreso—. Las discusiones que hay en el Congreso no tienen objeto preciso. Algunas veces sí recaen sobre el punto sensible, a propósito de tal o cual medida; pero, según he dicho, no hay dos proyectos que tengan el mismo objeto o el mismo carácter, y así los debates se apartan tanto uno de otro como los proyectos que se discuten. Puesto que no hay casi nada común entre las leyes que se adoptan, no hay casi nada común tampoco entre los debates.
No hay política que atacar ni que defender, sino sólo una o dos docenas de proyectos diferentes. Esas discusiones no interesan a los que las siguen, ni pueden instruir a nadie. Hay algunas veces escándalo e inconvenientes, pero también hay ventajas infinitas en someter constantemente todos los asuntos administrativos al examen de la Asamblea que representa al país. La principal utilidad de ese examen no es la dirección de esos asuntos en un sentido que dé satisfacción al país (aunque eso sea, naturalmente, cosa enteramente importante), sino que es la instrucción del pueblo, la cual es siempre su consecuencia cierta. Pocos hombres son incapaces de hacer frente a un peligro que vean y de que se den cuenta; todos los hombres retroceden ante una amenaza obscura e ininteligible, todos experimentan sospechas sobre lo que se hace detrás de una cortina. Si el pueblo pudiera tener por el Congreso una idea de todos los actos importantes del gobierno, una vista de todo lo que hoy parece escondido y mantenido en secreto, su confianza en el Ejecutivo, con tanta frecuencia quebrantada hoy, no tardaría, así lo creo, en existir de nuevo. Porque la falta de honradez puede ocultarse detrás del velo de que los empleados administrativos tienen hoy el derecho de rodearse, se tiene injustamente por sospechosas muchas cosas que son honradas y puras. El descubrimiento de una falta en una oficina, hace que se ciernan dudas sobre la honradez de un departamento. Como nada se hace bastante a plena luz para que la concusión y el fraude sean fácil y rápidamente descubiertos, la honradez está también demasiado oculta para ser reconocida y defendida públicamente como lo merece. El aislamiento y la soledad que impiden descubrir aquéllos, arrebatan a ésta su recompensa.
La curiosidad no es ninguna parte tan audaz, tan emprendedora, tan irreprimible como en una Asamblea popular que tiene el derecho de hacer preguntas, y medios fáciles y numerosos de obtener una respuesta. Ningún interrogatorio es más escudriñador que aquel a que se somete a un ministro de la Corona por los miembros en extremo curiosos de la Cámara de los Comunes. “Sir Roberto Peel pidió una vez que se le escribieran con cuidado una serie de preguntas que se le dirigieron un día sucesivamente en la cámara. Hubiérase creído que era una lista de todo lo que podía ofrecerse en el imperio británico, o presentarse en el cerebro de un miembro del Parlamento”. Si no se considerase más que la fatiga que impone a los ministros de Estado esa plaga, las preguntas incesantes, se podría desear que su vida no se desgastara así por la obligación de dar sin cesar explicaciones; pero no se puede valorar demasiado alto la inmensa ventaja que hay de poder conocer fácilmente todo lo que pasa en las esferas donde reina la autoridad. La conciencia de cada uno de los representantes está al servicio de la nación. Lo que se siente obligado a saber, puede descubrirlo; y lo que descubre, llega hasta los oídos del país. La pregunta es suya, la respuesta es a la nación. Y la curiosidad de Asambleas como el Congreso, es la mejor fuente de noticias. El Congreso es el único cuerpo que tiene motivo fundado para informarse, y es también el único cuerpo que tiene la facultad de sacar partido para el bien del país de las cosas que aprende. La prensa es simplemente curiosa, o bien defiende un partido. El pueblo está disperso y no está organizado. Pero el Congreso es, por decirlo así, el pueblo constituido, el intérprete de su voluntad. Es la sola delegación soberana que puede hacer preguntas con dignidad, porque tiene la autoridad y el poder de obrar.
El Congreso se convierte rápidamente en el cuerpo encargado de gobernar la nación, y sin embargo, el único poder que posee perfectamente es un poder que no es más que una parte del gobierno, el poder de hacer las leyes. La legislación no es más que el aceite del gobierno. Es lo que lubrifica sus vías y hace andar sus ruedas, lo que disminuye el roce y facilita el movimiento. Quizá se admitirá que he encontrado una comparación todavía más exacta y mejor apropiada, si digo que la legislación es semejante a un jefe que se hubiera puesto a la cabeza de las fuerzas del gobierno. Ella da las órdenes que otros obedecen. Ella dirige, ella reprende, pero no hace el penoso trabajo real del gobierno. Un buen jefe, es cierto, pone mano en la obra que dirige; y he ahí por qué nuestra legislación no puede ser comparada más que a un jefe mediocre, porque permanece enteramente apartada de la obra que está encargada de conseguir que haga convenientemente. No se debe, sin embargo, censurar demasiado severamente a los miembros del Congreso que no impiden las prácticas culpables del Ejecutivo. Se les han negado los medios de hacerlo pronta y eficazmente. Cualesquiera que hayan sido las intenciones que han presidido a los convenios contenidos en la Constitución de 1787, el resultado ha sido darnos, no un gobierno por la discusión, que es el solo género de gobierno aceptable para un pueblo que trata de gobernarse a sí mismo, sino una legislación por la discusión, que no es más que una pequeña parte del gobierno por la discusión. Los debates no son más indispensables en los problemas de la legislación que en las cuestiones de administración. Aún es más importante saber como se construye la casa, que saber como ha concebido el arquitecto sus planes y ha calculado los diversos materiales de que tiene necesidad.
Vale más tener un trabajo bien hecho, paredes sólidas, bóvedas que no se resquebrajen, vigas que no se comben, ventanas que cierren con seguridad el paso “al soplo del invierno”, que tener sobre el papel un hermoso dibujo que excite la admiración de todos los artistas del país. La disciplina de un ejército depende tanto del carácter de las tropas como de las órdenes del día.
Es el deber esencial de una asamblea representativa examinar con cuidado todos los asuntos del gobierno y hablar mucho de lo que ve. Ella está allí para reemplazar a los ojos y la voz, para representar la sabiduría y la voluntad de los electores. A menos que el Congreso tenga y emplee todos los medios para conocer los actos y el carácter de los empleados administrativos del gobierno, el país es incapaz de saber cómo está servido; y a menos que el Congreso examine y expurgue esas cosas con ayuda de todas las formas de la discusión, el país está obligado a permanecer en una ignorancia molesta y penosa de los asuntos que tiene un interés muy grande en comprender y dirigir. El Congreso prestaría más servicios ilustrando al país que haciendo leyes. Yo no digo sólo que una administración sobre la cual se discute y a la cual se interroga es la única administración honrada y eficaz; yo añado que un pueblo no se gobierna realmente él mismo, sino cuando discute sobre su administración y la interroga. Los discursos del Congreso que nosotros condenamos con justo título, son las disputas de palabras estériles a propósito de proyectos de ley frívolos o de egoístas cuestiones de partido. No se puede hablar demasiado largamente ni demasiado a menudo de las medidas prácticas y de los actos del gobierno. Cuando son llevadas seriamente y con un objeto determinado, esas discusiones ilustran el espíritu público y preparan las demandas de la opinión pública.
El Congreso no puede tomarse demasiado trabajo en ese género de discusión; mientras que fácilmente se toma excesivo trabajo para hacer leyes. Y con frecuencia hace demasiadas. Él envía ya a sus comités millares de proyectos que ni siquiera tienen tiempo de examinar a la ligera; pero sus numerosos comités y la ausencia de todas otras funciones aparte de la legislación, le hacen devorarlo todo; tanto apetito tiene por los nuevos motivos de estudio. Está ávido de probar todos los platos posibles que pasan por su mesa, como “extra” al menú constitucional. Este temperamento es tanto más notable cuanto que está menos obligado a precipitarse y a agobiarse por la legislación que las demás grandes legislaturas nacionales. El Congreso no es a la vez una legislatura de Estado y una legislatura nacional como la Cámara de los Comunes en Inglaterra y las Cámaras francesas. Como el Reichstag de nuestros primos de Alemania, no tiene que ocuparse más que en cuestiones que conciernen al imperio. Todos sus pensamientos están reservados para los intereses nacionales. No tiene que perder su tiempo en examinar los asuntos locales. Hasta se halla privado de abordar el vasto terreno de las leyes sobre la propiedad, sobre las relaciones comerciales y sobre los crímenes ordinarios. Y aun cuando se trata de los intereses nacionales, encuentra un camino muy fácil de seguir y que existe desde el principio. No hay instituciones feudales embarazosas para molestarlo. No tiene que desarraigar los antiguos usos de una tiranía legal o real; no tiene que quitar viejos escombros de ninguna clase; nada viene a retardarle en el ejercicio de su poder razonable sobre una nación enteramente moderna y amiga del progreso. Es fácil creer que los proyectos de ley tendrían un carácter más claro y más sencillo, si el Congreso se dedicase al mismo tiempo a comprender, estudiar y dirigir la administración de una manera concienzuda. Esta intervención importantísima le serviría para corregir las leyes.
Si los representantes autorizados del pueblo no se encargan de esas funciones, y si, identificándose con la obra real del gobierno, no se levantan entre él y los críticos irresponsables y mal informados, ¿a qué tormentos no se verá expuesto el Ejecutivo? La prensa no teme nada, porque es anónima; sus críticas ardientes son con frecuencia prematuras e irreflexivas; pero si el gobierno quisiera moderarla y dirigirla, podría ser disciplinada y prestar servicios con sus juicios y sus explicaciones. Su energía y su sagacidad podrían ser atemperadas por la discusión y fortalecidas por el saber. Una de nuestras más grandes dificultades constitucionales viene de que, en los casos en que se debe informar y guiar a la opinión pública, la libertad de la prensa es más grande que la libertad del Congreso. Es como si los periódicos se sustituyeran al consejo de administración para informar a los accionistas de una sociedad. Consultamos las cartas de los corresponsales, y no los extractos de las sesiones del Congreso, para saber lo que se hace y lo que se prepara en los departamentos. El Congreso está excluido de la inteligencia con que se pronuncia la prensa sobre lo que es el Ejecutivo; y son las Convenciones de los partidos nacionales las que deciden lo que el Ejecutivo será. Los redactores de los periódicos se han convertido en nuestros guías, y los delegados de los “caucus” dirigen nuestro gobierno.
Puesto que ese esparcimiento de las funciones y la creación de un mecanismo de gobierno frágil y extraconstitucional son el resultado de la separación completa entre la legislatura y el Ejecutivo, separación que es entre nosotros particular y esencialmente constitucional, es interesante investigar e importante comprender por qué los autores de la Constitución insistieron sobre esa separación. Se ha reprochado severamente a Hamilton en nuestros días, y en otro tiempo también, “haber dicho que el gobierno británico era el mejor modelo conocido”.
En 1787, eso era una verdad evidente.
Cualquiera que fuesen los disentimientos de los hombres de aquella época, estaban todos de acuerdo para despreciar la Constitución a priori y los gobiernos perfectos bajo el punto de vista ideal que salían de los cerebros de entusiastas visionarios, como se vieron brotar vigorosamente del suelo de la Revolución francesa. La Convención de 1787 se componía de hombres muy capaces, pertenecientes a la raza que habla inglés. Ellos tomaron el sistema de gobierno que les era familiar, lo perfeccionaron, lo adaptaron a las circunstancias en que se encontraban y consiguieron hacerlo funcionar. El plan de Hamilton se parecía, pues, como los demás, al modelo británico, y en los detalles no difería esencialmente del que fue adoptado finalmente.
Conviene, sin embargo, recordar, acerca de esto, lo que hemos dicho en otra parte, es decir, que cuando aquella Convención copiaba la Constitución inglesa, ésta se encontraba en un estado de transición y no había desarrollado aún los rasgos que hoy la caracterizan más particularmente. Mr. Lodge tiene razón en decir que la Convención, en su adaptación, hizo una Constitución mejor que la Constitución inglesa que conocían sus miembros: la de Jorge III y de Lord North, la Constitución que no había podido romper Bute. No puede decirse con igual confianza que nuestro sistema, tal como entonces fue creado, era más perfecto que esa idea de un gobierno por un gabinete responsable, que causa hoy la admiración del mundo; pero era, ciertamente, superior a un Parlamento de pensionistas y de hombres nombrados por el rey, y a un gabinete secreto de “amigos del rey”. La Constitución inglesa de entonces contenía varias cosas que no podían ser imitadas por una república. Se sospechaba, sin tener certeza de ello, que los ministros que se sentaban en el Parlamento no eran más que los instrumentos de un ministerio de favoritos del rey, que se escondían tras la confianza absoluta de la corte. Todo el mundo sabía que los parlamentos inferiores de aquella época representaban las propiedades y el dinero de los pares y la influencia del rey, más bien que la inteligencia y los deseos de la nación. La “forma y la opresión” de esa época explican demasiado la idea siniestra de Lord Bute, que decía que “las formas de un gobierno libre no son de ningún modo incompatibles con un poder arbitrario”. Era, pues, perfectamente natural que el espectáculo de un monarca despótico, que ponía los privilegios y los usos del self government al servicio de sus designios inmoderados, sirviera de ejemplo y de lección a los norteamericanos. Estos no dejaron de prestar a ello atención, porque eran los que más habían sufrido por los abusos existentes. Era, pues, más que natural que la Convención de 1787 deseara crear un Congreso que no fuera esclavo y un Ejecutivo que no pudiera ser despótico. Creyeron, como también debía esperarse, que una separación absoluta entre aquellas dos ramas del sistema era el único medio eficaz de alcanzar el objeto deseado. No podían creer que la legislatura y el Ejecutivo pudiesen estar unidos por las relaciones estrechas de la colaboración y de la confianza mutua, sin verse tentados a obrar en connivencia, aun cuando no fuesen invitados a hacerlo. ¿Cómo podía guardar cada uno de los dos su independencia de acción, si la Constitución no ponía sus dominios absolutamente al abrigo de toda invasión, y sus prerrogativas al abrigo de toda reclamación? “Se negaron a poner en parte alguna el poder soberano. Tuvieron miedo de que engendrase la tiranía; Jorge III había sido un tirano para ellos, y no querían por nada del mundo crear un Jorge III” . Ese poder, que no se atrevían a poner en unas solas manos, serían sus dueños repartiéndolo.
La Constitución inglesa, en una palabra —dice Bagehot, nuestro sutil crítico inglés—, tiene por principio elegir una sola autoridad soberana y hacerla buena; el principio de la Constitución norteamericana es tener varias autoridades soberanas, con la esperanza de que su número compensará su inferioridad. Los norteamericanos alaban hoy sus instituciones, y se privan así de los elogios que les son debidos. Pero si no tuvieran el genio de la política, si no tuvieran en sus actos una moderación muy curiosa en un país en que las palabras superficiales son tan violentas, si no tuvieran para la ley un respeto que no ha mostrado nunca ningún otro gran pueblo y que se está lejos de encontrar entre nosotros, la multiplicidad de las autoridades creadas por la Constitución norteamericana habría, desde hace mucho tiempo, causado la ruina de esa Constitución. Yo he oído decir a un procurador malicioso que accionistas razonables saben sacar partido de cualquier acta de sociedad; creo que los habitantes del Massachusetts sabrían sacar partido de cualquier Constitución.
No es necesario dar asentimiento a las críticas de Mr. Bagehot; pero es imposible no reconocer la exactitud penetrante de esa crítica. Para ser justo para con la memoria de los grandes autores de nuestra Constitución, debe recordarse que cuando se sentaban en la Convención, en Filadelfia, la Constitución inglesa que copiaron no era el sencillísimo sistema que Mr. Bagehot tenía ante sus ojos al escribir su libro. La única autoridad soberana no era entonces una Cámara de los Comunes dos veces reformada después, representante realmente de la nación y dirigida por un ministerio responsable que la obedece sin vacilar. La soberanía jugaba a la báscula entre el trono y el Parlamento, y el extremo de la viga en que se hallaba el trono era generalmente el más elevado. La estratagema de los poderes separados, individualizados, era muy superior a aquella soberanía nominal de la Cámara de los Comunes, a que venía a sobreponerse, sin oposición, por la fuerza, el fraude o la astucia, la soberanía real o el rey. La Constitución inglesa era, en realidad, muy inferior a la nuestra en aquella época, y si hoy le es superior, consiste en que su crecimiento no ha sido estorbado o impedido por los lazos demasiado apretados de una ley fundamental escrita.
La tendencia natural, inevitable, de todos los sistemas de gobierno del país por el país, como el nuestro y como el de la Gran Bretaña, es elevar la Asamblea representativa, el Parlamento del pueblo, a la supremacía absoluta. Esta tendencia, según creo, ha sido más acentuada en nuestra historia constitucional que en la de ningún otro país; pero su fuerza ha sido neutralizada hasta cierto punto, y su desarrollo paralizado en parte, por esa negación de supremacía que representamos, porque está escrita en nuestras leyes constitucionales. La ley política, escrita en nuestros corazones, difiere aquí de la que la Constitución ha tratado de establecer. Una Constitución escrita puede ser y es a menudo violada en su espíritu y en su letra por un pueblo dotado de un poderoso talento político y del vivísimo instinto del desarrollo práctico progresivo. Pero mientras ese pueblo se apegue a tal Constitución, mientras el mecanismo gubernamental que ella ofrece sea el único mecanismo que ese pueblo se atreva a permitirse emplear por respeto a las leyes y a su conciencia, su desarrollo político debe estar estrechamente limitado en varios sentidos por falta de vías libres y suficientes. Como todas las constituciones que ponen en manos de una Asamblea popular el derecho de hacer leyes y el deber de fiscalizar los gastos públicos, la nuestra otorga en la práctica a esa asamblea la autoridad soberana para el gobierno de una nación. Pero al separarla de sus agentes ejecutivos, la priva del medio y de la ocasión de hacer su autoridad completa y fácil de ejercer. El mecanismo constitucional es tal, que fuerzas menos grandes que las del Congreso pueden entrar en lucha con éste y perjudicarlo, aunque sean demasiado débiles para dominarlo o para ocupar su puesto. Resulta de aquí, naturalmente, un rozamiento desagradable, fatigoso, que se podría fácilmente evitar con ayuda de algunos arreglos mejores y que ofrecieran la misma seguridad.
El Congreso se arrastra y se agita todavía en medio de aquellas trabas que hacían de la Cámara de los Comunes una cosa incómoda para ella misma y para todo el mundo, inmediatamente después que el cambio de dinastía que siguió a la Revolución la hubo prometido, de una manera cierta, la supremacía. El paralelo es maravillosamente exacto.
En apariencia, la Revolución de 1688 no había hecho más que trasladar la soberanía sobre Inglaterra de Jacobo a Guillermo y María. En realidad, había dado un impulso poderoso y decisivo al gran progreso constitucional, que hacía pasar la soberanía del rey a la Cámara de los Comunes. Desde el día en que el Bill of Rights estableció que sólo la cámara tendría el derecho de fijar los impuestos de la nación, y en que la cámara votó una ley por la cual decidía no conceder a la corona más que créditos anuales, la Cámara de los Comunes se convirtió en el supremo poder del Estado. Pero aunque el cambio constitucional fuera completo, el mecanismo del gobierno estaba lejos de haberse adaptado a las nuevas condiciones de la vida política que tal cambio debía producir. Por poderosa que fuera la voluntad de la Cámara de los Comunes, no tenía los medios de hacerla obrar directamente para la intervención de los asuntos públicos. Los ministros que estaban encargados de éstos no eran sus servidores, sino los servidores de la Corona; al rey era a quien pedían una dirección, y ante el rey se consideraban responsables. Por una acusación o por medios más indirectos, la Cámara de los Comunes podía forzar al rey a separar a un ministro que contrarrestaba su voluntad; pero no tenía ningún poder constitucional que la permitiera reemplazar al ministro caído por otro que ejecutara su voluntad.
El resultado fue la formación en la Cámara baja de un estado de espíritu que causaba la desesperación de Guillermo. Se volvió tan corrompida, tan celosa de poder, tan inconstante en sus decisiones y facciosa por su humor, como se vuelven siempre las asambleas en que la conciencia del poder que poseen no está combinada con la conciencia de las dificultades prácticas o de la responsabilidad moral que acarrea su poder. Ella se quejaba y hacía recaer sobre la Corona y sobre sus ministros todas las causas de sus quejas. Pero era difícil saber qué política o qué medidas habría preferido. Ella cambiaba de humor a cada instante, como Guillermo se lo reprochaba. Las cámaras se hallaban, en realidad, privadas de la dirección de jefes reconocidos, de datos suficientes y de esa organización que sólo es capaz de producir una política definida. (Green: Historia del Pueblo Inglés).
El remedio que Sunderland tuvo la sagacidad de proponer contra ese estado de cosas y Guillermo la sabiduría de aplicar, fue la interposición entre el rey y la Cámara de los Comunes de un gabinete que representara a la mayoría de la Cámara popular. Tal fue el primer paso, muy largo, pero decisivo, que condujo a la formación de un gobierno por un gabinete responsable. Yo no me propongo hoy investigar si tal remedio es posible o deseable en nuestro caso. Muestro hechos, indico remedios, sin ordenarlos. Lo que quiero decir es que no cabe evitarse el quedar sorprendidos por la gran semejanza que existe entre las enfermedades nacientes de los primeros Parlamentos de Guillermo y de María, y las enfermedades plenamente desarrolladas que se advierten claramente en la Constitución del Congreso. Aunque éste sea honrado y activo, es revoltoso e ineficaz; y es revoltoso e ineficaz, por las mismas razones que hicieron a los Parlamentos ingleses postrevolucionarios torpes e inconstantes, es decir, “porque está privado de la dirección de jefes reconocidos, de datos suficientes y de esa organización que sólo es capaz de producir una política definida”.
Los peligros de estos defectos de nuestro mecanismo gubernamental no han sido aún claramente demostrados, hasta el día, por la experiencia; pero hoy, su fin, largo tiempo retardado, parece próximo. Existe una tendencia evidente que conduce a la centralización de todas las facultades importantes del gobierno en manos de las autoridades federales y a la confirmación práctica de esas prerrogativas de autoridad suprema que el Congreso se ha arrogado poco a poco.
El gobierno central se hace cada vez más fuerte y más activo, y el Congreso se apodera de la autoridad soberana en ese gobierno. Bajo el punto de vista teórico y, en general, en la práctica de los tiempos pasados, nuestro gobierno ha sido lo que Mr. Bagehot llama un sistema “compuesto”. A más de las autoridades federales y de las de los estados que se han disputado la soberanía ha habido, en el sistema federal mismo, poderes rivales e irreconciliables. Pero, poco a poco, los débiles son sometidos por los fuertes. Si cabe fiarse en las señales de los tiempos, nos acercamos muy pronto a un arreglo de la soberanía tan sencillo como puede desearse. El Congreso no conservará solamente la autoridad que posee, sino que, con mucha frecuencia, se verá obligado a hacer frente a las peticiones que se dirijan a su energía, a su sabiduría, a su conciencia; tendrá que aceptar funciones cada vez más extensas y responsabilidades más grandes, sin tener un momento ocasión de apartarse del arado que dirige con sus manos.
La esfera y la influencia de la administración nacional y de la legislación nacional se extienden rápidamente. Nuestra población se aumenta tan de prisa, que causa asombro cuando se cuentan los millones de seres humanos que vivirán y trabajarán en este continente antes que haya transcurrido el corto periodo de cincuenta años. El este no será siempre el centro de la vida nacional. El mediodía acumula rápidamente las riquezas y recobrará aún más deprisa su influencia. El oeste ha adquirido ya un poder indisputable y tiene en reserva una potencia de desarrollo futuro de que nadie puede tener una idea. ¿Obrarán estas partes de concierto o estarán en disentimiento? Eso depende enteramente de los métodos y de la política del gobierno federal. Si ese gobierno no tiene cuidado de permanecer en su esfera, si no es bastante sabio para regular su política sobre los intereses del bienestar nacional, debe haber y habrá escisiones. Los ciudadanos de una parte del país pueden mirar con ojos recelosos y hasta con sentimientos de odio a sus compatriotas de la otra parte; y entonces las facciones desgarrarán y las disensiones dividirán a un país que la providencia ha querido hacer feliz, y sobre el cual el hombre hará caer la maldición. Es necesario que el gobierno de un país tan vasto y tan diverso sea fuerte, pronto para obrar, fácil para dirigir y eficaz. Su fuerza debe ser el resultado de la seguridad y de la uniformidad de sus designios, de su acuerdo con el sentimiento nacional, de su acción enérgica y de la honradez de su objeto. Es preciso que se haga sabio y digno de aprobación por una administración franca que se muestre sumisa a los juicios permanentes de la opinión pública; y es preciso, además, que sus únicos agentes activos, las Cámaras representativas, obtengan otra cosa que el poder de hacer las leyes.
Tal como hoy está constituido, el gobierno federal carece de fuerza, porque sus facultades están divididas; carece de prontitud, porque los poderes encargados de obrar son demasiado numerosos; es difícil de manejar, porque no procede directamente; carece de eficacia, porque su responsabilidad es vaga y su acción sin dirección competente. Es un gobierno en que cada funcionario puede hablar de los deberes de los demás funcionarios sin verse obligado a explicar rigurosamente por qué no ha hecho su deber él mismo, en que los servidores se oponen a los señores y los contradicen. Mr. Lowel lo ha llamado el “gobierno por la declamación”. Nada obliga a los miembros del Congreso a ser moderados en su lenguaje y a poner sus acciones en relación con sus palabras. No hay día de ajuste de cuentas por las palabras que han pronunciado. Los oradores de la mayoría del Congreso pueden, sin exponerse a quedar en ridículo o desconsiderados, condenar lo que hacen sus propias comisiones, y los representantes de la minoría pueden proponer todas las medidas contrarias que quieran, con la certidumbre absoluta de que lo que digan será completamente olvidado antes de verse obligados a obrar en consecuencia. Nadie sale garante de la política del gobierno. Una docena de hombres la crean; una docena de convenios la deforman y la alteran; una docena de oficinas, cuyos nombres apenas son conocidos fuera de Washington, hacen ejecutar las órdenes recibidas.
He ahí el defecto sobre el cual vuelvo sin cesar, como ha podido verse; al que vuelvo siempre, porque todo estudio del sistema, en cualquier lugar que se empiece, conduce ahí inevitablemente como a un retiro central. Es el defecto que explica todos los demás, porque es su común producto. Lo que lo muestra bien es el hecho extraordinario de que los artículos de la prensa tienen más peso y encuentran más crédito, aunque la prensa hable sin autoridad, que los discursos del Congreso, aunque el Congreso posea toda la autoridad. Se escuchan más las habladurías de la calle, que las palabras de los legisladores. El director de un periódico dirige la opinión pública; el miembro del Congreso la obedece. Cuando una elección presidencial está próxima, sin embargo, se pone atención durante cierto tiempo en las palabras del orador político. Se le reconoce autoridad en la palestra, se le considera como un crítico competente para discutir los puntos fuertes y los puntos débiles, y para calcular de antemano las probabilidades de los adversarios. Hay un punto especial que examinar, y se sabe que lo ha estudiado bajo todos sus aspectos. Es uno de los administradores, y se juzga que conoce bien la administración. Habla “dentro de su terreno”. Pero que hable, no ya de los candidatos, sino de los proyectos o de la política del gobierno, y sus observaciones caen al nivel de la expresión individual de una opinión, a que sus ocupaciones políticas no parecen dar mucho valor. Está universalmente admitido que habla sin autoridad de cosas que su voto puede contribuir a arreglar, y para las que otros varios centenares de hombres tienen un voto igual al suyo. La legislación no es una cosa que pueda ser conocida de antemano. Depende de las conclusiones de diversos comités permanentes. No es un producto simple, contiene varias cosas reunidas. Es imposible decir cuántas opiniones e influencias han entrado en su composición. Es hasta imposible determinar, según las leyes hechas este año, a qué se parecerán las leyes que se hagan el año próximo.
Puesto que habla sin autoridad, el orador político habla, en consecuencia, bastante inútilmente cuando habla de legislación. Los periódicos no dan cuenta exacta de sus discursos, y los artículos del redactor en jefe toman rara vez colorido de sus argumentos. La prensa, que es anónima y representa una inmensa fuerza de curiosos averiguadores de noticias, es mucho más poderosa que el hombre político, sobre todo porque es impersonal y parece representar un orden más vasto y más completo de informes. A mal andar, todavía puede ser igual por lo menos a cualquier individuo ordinario. La opinión de un periódico será considerada tan digna de atención como cualquier otra opinión individual. Y además, la prensa es casi por todas partes bastante poderosa para negarse a hacer circular los discursos de individuos de que no le interesa hablar. El periódico va a sus oyentes; el orador se ve obligado a aguardar que sus oyentes vengan a él. El periódico puede hacerse oír en todas las casas; el orador no puede hacerse oír más que desde lo alto de una plataforma o en las elecciones. El público no pide en este país que los periódicos den in extenso los discursos políticos. Al contrario, la mayor parte de los lectores se indignarían de ver así ocupadas sus columnas favoritas. Sólo con dar de ese discurso una cuenta un poco detallada, un redactor corre el riesgo de ser tratado de pesado. Y yo creo que la posición de la prensa americana es, bajo este punto de vista, enteramente particular. Los periódicos ingleses están tan lejos de ser potencias independientes y que se basten a sí mismas —de ser su propia ley—, que se ven obligados de bueno o mal grado a rendir homenaje al orador político. Los redactores de periódicos conservadores se ven obligados a ostentar por entero ante sus lectores, no sólo los discursos de los jefes de su propio partido, sino también los principales discursos de los grandes oradores del partido liberal; y los periódicos liberales tienen también que imprimir cada sílaba de los discursos públicos importantes pronunciados por los jefes conservadores. La nación quiere saber lo que tienen que decir sus hombres públicos, aun cuando esté menos bien dicho que el informe que los periódicos hayan dado.
Sólo dos cosas pueden dar a un hombre el derecho de esperar que toda la nación lo escuche cuando habla; el genio y la autoridad. Probablemente, nadie discutirá que Sir Stafford Northcote era orador, y hasta un buen orador. Más por su carácter sin tacha, por servicios públicos asiduos, concienzudos e inteligentes, se ha elevado hasta ser el jefe reconocido de su partido en la Cámara de los Comunes; y es tan sólo porque habla con autoridad —y no como los escribas de la prensa— por lo que está tan seguro de ser escuchado con atención como Mr. Gladstone; cuyo genio y noble elocuencia se agregan a la autoridad del jefe de partido reconocido. Para elevarlos por cima de la prensa anónima, los jefes de la vida pública inglesa tienen más que su valer personal, que el prestigio de su experiencia y de sus servicios, que la autoridad de sus opiniones individuales. Tienen una autoridad, un poder definido en la intervención real del gobierno. Están directamente encargados de intervenir la política de la administración. Son considerados en el país, en el Parlamento y fuera del Parlamento como los jefes responsables de su partido. Es asunto suyo dirigir esos partidos, y los colegios electorales tienen la costumbre muy natural de hacer recaer sobre los partidos los castigos merecidos por las faltas de esos jefes. Son a la vez los servidores y las víctimas propiciatorias de su partido.
He ahí sus responsabilidades y sus privilegios bien sentados, gracias a los cuales se consideran sus discursos como dignos de ser oídos como acreedores a ser oídos y meditados. Los discursos públicos son los programas de su partido. Lo que promete el jefe, el partido está dispuesto a hacerlo, si llega al poder. La certidumbre de ser escuchado y creído da sabor a lo que esos jefes tienen que decir, y eleva el tono de todos sus discursos. Evitan, generalmente, hacer promesas que sea difícil transformar en leyes. Fácil es ver las grandes ventajas que les dan sobre nuestros hombres públicos su situación y su influencia. No tenemos jefes de partido responsables a este lado del océano; vacilamos mucho en dar mucha autoridad a alguien; de suerte que se necesita que un hombre de Estado, entre nosotros, tenga genio para adquirir el derecho universalmente reconocido de ser oído, y para obtener que se desee oírle cuantas veces hable, no de candidatos, sino de medidas que adoptar. Los oradores extraordinarios, tales que no siempre se ve uno en cada generación, serán siempre escuchados por el pueblo, porque lo encantarán. Pero el genio y la elocuencia son demasiado raros para que se cuente con ellos para instruir y guiar a las masas; y puesto que nuestros políticos no gozan del crédito que dan la autoridad y la responsabilidad, preciso es que cedan el puesto, excepto en el momento de las elecciones, a la prensa, que se encuentra por todas partes, que está generalmente bien informada y que habla siempre.
Es necesariamente “un gobierno de declamadores” y de redactores de periódicos.
Es probablemente también esa falta de dirección la que da a nuestros partidos nacionales su carácter curioso, conglomerado. No se exageraba sin duda mucho, al decir que no son homogéneos más que de nombre. Ninguno de los dos principales partidos tiene ideas políticas homogéneas. Cada uno tolera en sus filas opiniones muy diferentes y aspiraciones muy variadas. Cada cual pretende tener el mismo objeto y permite a los miembros de su partido expresar ideas contrarias a ese objeto. No están agrupados alrededor de jefes legislativos cuyo talento haya sido probado y cuyas opiniones acepten lealmente. Se asemejan a ejércitos sin oficiales, lanzados en una campaña sin tener una gran causa que defender. Lo que los retienen juntos son sus nombres y sus tradiciones, pero no sus esperanzas ni su política.
A este hecho, tanto como a la corta duración del mandato de los representantes, que no permite que las diferencias se acentúen, debe atribuirse el acuerdo fácil de las mayorías en el Congreso. En las demás Asambleas similares, la armonía de las mayorías está constantemente expuesta a perturbaciones. Los ministros pierden sus partidarios y ven a sus amigos alejarse a la mitad de una legislatura. Pero no ocurre lo mismo en el Congreso. Allí, aunque la mayoría no esté con frecuencia más que conglomerada, compuesta de fracciones bastante numerosas y llevando en su seno todos los gérmenes de discordia, la armonía del voto de los partidos es rara vez interrumpida. En cuanto puede juzgarse desde fuera, la legislación no encuentra obstáculos en general, la mayoría hace fácilmente lo que quiere, obrando con una especie de unanimidad completamente natural, sin una apariencia siquiera de libertad de acción individual. Cualesquiera que sean las revueltas que han amenazado estallar o han estallado en las filas del partido en el momento de la votación fuera de la cámara, su poder queda siempre intacto en el interior de ésta. Esto es debido, en parte, al hecho de que no hay libertad de discusión en la cámara; pero cierto es también que se debe, sobre todo, al hecho de que los debates no tienen objeto, porque la legislación no tiene enlace. La legislación es conglomerada. La ausencia de toda inteligencia entre los comités no deja casi huellas de las ideas de los partidos en la legislación. No hay dos proyectos que marchen de acuerdo. Si existe una coincidencia de principios entre varios proyectos de ley de la misma legislatura, es generalmente accidental; y la confusión de ideas políticas que impide toda colaboración inteligente, impide también todas las divergencias inteligentes y todos los votos sensatos. El poder no pasa nunca de un partido a otro durante una legislatura, porque ese cambio no tendría sentido. La mayoría conserva las mismas opiniones mientras vive el Congreso, porque sus opiniones se determinan de una manera muy vaga, y por consecuencia no le es posible apenas preparar una escisión. Esa mayoría no tiene un plan común, y si lo tuviera, no está armada para sacar partido de él. Es llevada por veinte o cuarenta comités, cuya composición debe quedar siendo la misma hasta el fin; y esos comités son demasiado numerosos y están demasiado separados unos de otros para que sea posible luchar contra ellos. Permanece en un lado porque apenas sabe donde se encuentran los límites de ese lado, o de qué forma se les podría franquear.
Además, hay en el mecanismo del Congreso una pieza muy conocida que se ha inventado desde hace mucho tiempo y de que se han servido particularmente para mantener la unión en la mayoría tanto como en la minoría. El “caucus” legislativo representa, en nuestro sistema, un papel casi tan importante como los comités permanentes, y merece ser estudiado con la misma seriedad. Se comprenden mucho más fácilmente sus funciones, bajo todos sus aspectos, que las de los comités, porque son mucho más sencillas. El “caucus” tiene por objeto servir de antídoto a los comités. Está destinado a suministrar el principio de cohesión que la multiplicidad y la independencia recíprocas de los comités tienden a destruir. No teniendo primer ministro con quien puedan conferenciar sobre la política del gobierno, como lo hacen los miembros del Parlamento británico, los miembros del Congreso conferencian juntos en “caucus”. Antes que exponer imprudentemente ante el país las divergencias de opinión que amenazan producirse o que ya se han producido entre sus miembros, cada partido se apresura a descartar las discusiones que pudieran acarrear una escisión en las sesiones públicas del Congreso, donde los oradores estarían dispuestos a dejarse llevar demasiado precipitadamente a la insubordinación; cada partido se junta en pacíficas reuniones secretas en que se pueden aquietar los escrúpulos despertados o curar los desacuerdos con el bálsamo de un convenio, o calmarlos mostrando las ventajas políticas de la Unión. El “caucus” es el terreno de ejercicio de los partidos. Allí es donde se fortalece y renueva la disciplina; allí es donde el paso y la actitud se hacen uniformes. Las votaciones y los discursos de la cámara no son, generalmente, más que los movimientos de una especie de parada a que se preparan con los ejercicios del “caucus”. Fácilmente se ve cuán difícil sería a un partido marchar unido en medio de esas idas y venidas de los comités en todos sentidos, si no se reunirá de tiempo en tiempo en “caucus” para darse cuenta de sus opiniones y comprometerse de nuevo a estar eternamente de acuerdo.
El mérito de haber inventado esta estratagema es, probablemente, debido a los demócratas. Parece que ellos hicieron uso de ella desde la segunda legislatura del octavo Congreso.
Hablando de esta legislatura, un hombre digno de fe dice:
Durante esa legislatura del Congreso se han visto menos discusiones libres e independientes sobre las medidas propuestas por los amigos del gobierno, que otras veces se veían en las dos ramas de la legislatura nacional. Parece que, para los asuntos más importantes, la línea de conducta adoptada por la mayoría era el resultado de una inteligencia establecida en “caucus”, o en otros términos, que esa línea de conducta había sido fijada de antemano en reuniones secretas tenidas por los demócratas. Así, la legislación del Congreso ha estado influida por un partido que obedecía a sentimientos y a compromisos mucho más que a la sana razón y a una convicción personal.
La censura contenida en esta última frase ha podido parecer merecida en una época en que esos compromisos adquiridos en “caucus” eran vistos con malos ojos y considerados como nuevas trabas; pero los políticos prácticos de nuestros días se negarían a aceptarla como justa. Preferirían probablemente expresarse así: “Las palabras de plata pronunciadas en ‘caucus’ aseguran el silencio de oro que reina después en la sala de sesiones del Congreso, y hace a cada partido rico por la concordia y feliz por la colaboración”.
El hecho que hace esta apología del “caucus” poco concluyente, es que está protegido contra toda responsabilidad por su carácter secreto y solapado. Su gran poder no está contrapesado por ninguna responsabilidad. Probablemente, la lectura de los debates del “caucus” sería interesante e instructiva para el público si fueran publicados; pero no se conocen más que por rumores repetidos con frecuencia, y también con frecuencia desmentidos. Se puede estar seguro de que son mucho más sinceros y penetran mucho más profundamente en las cuestiones políticas, que todo lo que se dice públicamente en el Congreso ante la tribuna de los reporteros. Abordan las cosas sin careta y las manejan sin guantes. Eso podría lastimarnos, pero no instruiría oírlos. Sin embargo, estamos, por desgracia, obligados a reconocer que pueden sobreponerse a la sana razón y a las convicciones personales. El “caucus” no puede reducir siempre al silencio y dominar a una gran minoría influyente de disidentes; pero su látigo consigue casi siempre someter a los descontentos y a los rebelados individuales. No hay sitio en las justas del Congreso para las lanzadas libres. El hombre que desobedece al “caucus” de su partido, es reputado infiel a éste. Cae en esa neutralidad peligrosa que degenera tan fácilmente en puro capricho, y que debe infaliblemente destruir su influencia, haciendo pesar sobre él la sospecha de ser un hombre con el cual no se puede contar, sospecha que hace siempre daño en la vida. Todo individuo o toda minoría poco numerosa o poco influyente, que tiene la temeridad de olvidar las decisiones del “caucus”, tienen la seguridad de ser arrojados del partido sin esperanza de ser aceptados de nuevo, si su ofensa se repite con frecuencia o si se comete una vez a propósito de una votación importante. Ahora, todo el mundo sabe que en política nada puede hacerse separándose de los demás. El solo privilegio que obtienen esos recalcitrantes, es el privilegio de la disidencia; y pierden para siempre el de la cooperación y de la confianza. Han optado por la impotencia de una facción.
Por enojosa que sea la necesidad que ha creado los poderes del “caucus”, esa necesidad existe y no se la puede olvidar. Parece que convendría inventar un elemento de cohesión enérgica para luchar contra las fuerzas fatales de tantos elementos que son propios para disgregar nuestros partidos. Cabe preguntarse si, en otra nación, habituada desde tan poco tiempo a la política, los partidos habrían podido remitir largo tiempo a las fuerzas centrífugas del sistema de los comités, sin otra fuerza de atracción que la del “caucus” para mantenerlos agrupados. Lo que me asombra es que, a pesar de la separación forzosa y poco natural de la legislación y de la administración, y aunque la legislación haya renunciado a vigilar y a preparar de una manera inteligente la política, no tengamos la plaga de esas numerosas facciones que causan el desorden en la política de Francia. Es una fortuna, pero es poco natural que no hayamos tenido ni tengamos todavía más que dos partidos políticos que tengan una importancia nacional y un poder real. Sus nombres están ahí para mostrar el hecho; pero no explican su causa.
Un hombre inteligente que ha estudiado nuestra política, ha declarado que hay en los Estados Unidos “una clase, compuesta de millares de hombres y de centenas de millares de hombres que creen que se puede gozar de los frutos de un buen gobierno sin hacer nada por tenerlos”. Todos los que han visto otra cosa que las apariencias exteriores de nuestra política, están obligados a admitir la verdad de nuestra observación. Explicándola, se enumeran todas las críticas serias que pueden dirigirse al gobierno del congreso. La opinión pública sólo difícilmente puede expresar sus juicios y obra por medios muy lentos. Nada es directo y sencillo en este sistema. La autoridad está subdividida y distribuida de una manera confusa, y la responsabilidad no se encuentra más que en rincones apartados. En suma, no es fácil hallar el medio de trabajar para tener un buen gobierno. Se puede excusar muy bien a la generalidad de los ciudadanos que creen que el gobierno es una cosa de azar, sobre la cual su voto y su influencia tendrán muy poco efecto.
¿Cómo la elección de un representante para el Congreso puede tener influencia sobre la política del país en las cuestiones que le interesan más, si la persona por quien va a votar no entra en el comité permanente que está encargado de esas cuestiones? ¿Qué importa el presidente que sea elegido? ¿Tiene mucha autoridad el presidente en materia de política activa? Parece casi imposible tener la seguridad de que la papeleta que el elector ponga en la urna tenga una influencia infinitesimal siquiera en la marcha esencial de la administración. Hay tantos cocineros ocupados en mezclar sus ingredientes en la sopa nacional, que parece inútil no cambiar más que un cocinero cada vez.
Se ha hecho uso por bastante tiempo del encanto de nuestro ideal constitucional para permitir a hombres reflexivos que no crean en la hechicería política, juzgar lo que ha realizado y lo que todavía puede realizar sin someterlo a nuevas pruebas. No se honra la Constitución dedicándole un culto ciego. A medida que nos hagamos más perspicaces, como nación, sobre sus defectos, y apliquemos más pronto, con el valor enérgico de la convicción, todos los expedientes completamente probados y bien estudiados que están reconocidos como necesarios para hacer, entre nosotros, del gobierno del pueblo un gobierno recto, en que el método sea sencillo, el poder único e ilimitado, y la responsabilidad clara, nos acercaremos más al buen sentido y al genio práctico de los grandes y respetables hombres de Estado de 1787. Y la crítica intrépida de ese sistema es el primer paso que tenemos que dar para libertarnos de la timidez y del falso orgullo que nos han llevado a querer prosperar a pesar de los defectos de nuestro sistema nacional, mejor que aparecer negando su perfección. Cuando hayamos examinado todas sus partes sin ideas preconcebidas y estudiado todas las funciones a la luz del sentido común práctico, habremos adquirido de nuevo el derecho de alabarnos de nuestra sagacidad política; no nos quedará más que obrar con inteligencia, según lo que nuestros ojos hayan visto, para probar lo bien fundado de nuestras pretensiones al genio político.

[11] Se ha tratado una vez de introducir en el Senado la cuestión previa, pero esta tentativa ha fracasado, y así, esa manera imperativa de cortar de pronto toda discusión, no ha encontrado felizmente sitio en el Senado.
[12] Para todo lo que concierne a las medidas financieras en el Senado, la vigilancia de los comités es completa. “Todas las enmiendas que proponen nuevas partidas presupuestarias que agregar a los general appropriations bills informados por los comités del Senado, deben ser enviados un día antes de la discusión al Comité de Apropiaciones, y todos los general appropriations bills deben ser sometidos a dicho comité. Todas las enmiendas a los bills de créditos para los ríos y los puertos, serán igualmente sometidos al comité que se ocupa de esas cuestiones”. Reglamento del Senado, 30.
[13] Las veintinueve comisiones permanentes del Senado son, sin embargo, elegidas y no nombradas por el vicepresidente que forma parte del Senado, pero no es miembro de él.
[14] “Ningún senador tomará la palabra más de dos veces en una discusión, el mismo día, sin la autorización del Senado”. Reglamento del Senado, 4.
[15] Son los propios términos de Lord Roseberry; y este testimonio viene de la segunda cámara más antigua y más célebre que existe.
[16] En un momento dado, hubo tendencia a obrar de otro modo y mejor. En 1813, el Senado quiso hacer revivir el antiguo uso, según el cual el presidente leía su mensaje él mismo, e invitó al presidente a asistir a una discusión sobre los negocios extranjeros; pero Mr. Madison rehusó presentarse.
[17] Una traducción mas moderna del sentido de Asamblea dado en el texto, sería lo que hoy conocemos como "Colegio Electoral".
[18] Estado, Tesoro, Guerra, Marina.
[19] “En América, el presidente no puede impedir la formación de las leyes; no puede sustraerse a la obligación de ejecutarlas. Su concurso sincero y celoso es sin duda útil, pero no es necesario para la marcha del gobierno. En todo lo que hace esencial, se le somete directa o indirectamente a la legislatura; donde es enteramente independiente de ella, no puede casi nada. Es, pues, su debilidad y no su fuerza la que le permite vivir en oposición con el Poder Legislativo. En Europa se necesita que haya acuerdo entre el rey y las cámaras, porque puede haber lucha seria entre ellos. En América, el acuerdo no es obligado, porque la lucha es imposible”. De Tocqueville, tomo I, pp. 212 de la 2a. ed., París, 1835.
[20] Estos “sí” están abundantemente justificados por los actos del Ejecutivo en el momento de la guerra. La Constitución se0dejó a un lado para que el presidente Lincoln pudiera obrar con toda la prontitud necesaria y seguir las circunstancias.
[21] Andrew Jackson, por el profesor Sumner (serie de los Hombres de Estado americanos), p. 226. En una palabra, añade Sumner, los métodos y el mecanismo del self government republicano demócrata —los “caucus”, las Comisiones, las Convenciones—, se prestan quizá más fácilmente que los otros métodos y los otros mecanismos a las intrigas de las pandillas egoístas que buscan la influencia política con un objeto interesado.


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