LA CONSTITUCION INGLESA
Walter Bagehot
(1867)
[1° Parte]
ÍNDICE 1° PARTE
PROLOGO
CAPÍTULO PRIMERO
El gabinete
CAPITULO SEGUNDO
El gobierno de gabinete. Sus condiciones previas: su forma especial en Inglaterra
CAPÍTULO TERCERO
La monarquía
CAPÍTULO CUARTO
La monarquía (continuación)
CAPÍTULO QUINTO
La Cámara de los Lores
PROLOGO
La Constitución inglesa en un ensayo escrito por Walter Bagehot (1826-1877), originalmente escrito en forma de artículos para la revista The Fortnightly Review entre los años 1865 y 1867.
Efectúa un paralelismo entre el sistema presidencialista norteamericano y el parlamentarismo, y sostiene la superioridad y estabilidad de este último fundado en la comunidad con el desarrollo del país, la estricta observancia de la división de poderes y la estrecha unión de los poderes a través del gobierno de gabinete.
Su lectura es necesaria para todo aquel interesado en la historia del derecho constitucional.
CAPÍTULO PRIMERO
EL GABINETE
Dice Mr. Mill, que siempre queda algo que decir acerca de los grandes problemas, siendo esta verdad muy particularmente de la Constitución inglesa. Las obras que acerca de ella se han escrito son numerosísimas; forman un contingente enorme. Sin embargo, cuando se la considera en la realidad y como en vivo, sorprende el contraste que ofrece con la imagen que de la misma se traza sobre el papel. Muchas cosas consagradas por el uso no están en los libros; y no se tropieza en la práctica rigurosa con ciertos refinamientos del comentario escrito.
Era natural, quizá inevitable, que semejante vegetación de ideas parásitas germinase alrededor de la Constitución británica. El lenguaje es cosa de la tradición de los pueblos; cada generación describe lo que ve; pero emplea los términos recibidos del pasado. Cuando una gran entidad, como la Constitución británica, ha podido conservar exteriormente una apariencia uniforme, a pesar del trabajo latente de transformación íntima que en ella se ha efectuado durante varios siglos, lega a cada generación una serie de palabras impropias, de máximas verdaderas en otros tiempos, pero que cesan o han cesado de expresar la verdad. Al modo como la familia de un hombre que ha llegado a la edad madura repite maquinalmente las frases incorrectas cuyo origen, sin embargo, se remonta a hechos que ha observado exactamente cuando estaba en su primera juventud, así, cuando una Constitución que tiene una historia ha llegado a su pleno desenvolvimiento y que está en plena actividad, aquellos que le están sometidos repiten las fórmulas exactas de los tiempos de sus padres e inculcadas por éstos, pero que ya no son la expresión de la verdad. O mejor aún, si se nos permite hablar así, una Constitución antigua, y que se modifica continuamente, se parece al anciano que persiste en llevar vestidos cuyo corte estaba de moda en su juventud; lo que de él se ve, presenta siempre el mismo aspecto; lo que no se ve, ha cambiado por entero.
Dos maneras de explicar la Constitución inglesa han ejercido un influjo muy serio, aun cuando sean erróneas. La primera establece como principio del sistema político seguido en Inglaterra, que el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial están completamente separados; que cada uno de esos poderes está confiado especialmente a una persona o a una asamblea de personas que, en manera alguna, pueden injerirse en el ejercicio de las funciones respectivas. Se ha desplegado gran elocuencia para explicar cómo el rudo genio del pueblo inglés, aun en la Edad Media en que era particularmente grosero, ha verificado y puesto en práctica, esta preconcebida división de los poderes que los filósofos habían elaborado en sus escritos, pero que no podían esperar ver realizada en ninguna parte.
En segundo lugar, suele afirmarse que la excelencia propia de la Constitución inglesa se debe al equilibrio de los tres poderes unidos. Se dice que el elemento monárquico, el elemento aristocrático y el elemento democrático tienen cada uno su parte en la autoridad suprema, y que el concurso de esos tres poderes es indispensable para el ejercicio de la soberanía. La monarquía, los Lores y los comunes, he ahí, según esta teoría, lo que caracteriza, no sólo la forma exterior, sino la esencia íntima y la vitalidad de la Constitución. Una gran teoría, que se denomina la teoría de los frenos y de los contrapesos, domina en la mayoría de los escritos políticos; como ejemplo y en apoyo de semejante teoría, se ha invocado ampliamente la experiencia de Inglaterra. La monarquía, se dice, tiene algunos defectos, algunas tendencias malas, la aristocracia tiene otras, la democracia también; pero Inglaterra ha demostrado que hay manera de construir un gobierno en el cual esas malas tendencias marchen perfectamente unas contra otras, y se destruyan; de este modo, resulta un conjunto aceptable no sólo a pesar, sino merced a los mismos defectos opuestos que radican en las partes constitutivas.
A partir de ahí, se afirma que los principales caracteres o propiedades de la Constitución inglesa, son inadaptables a los países donde no existen materiales para una aristocracia. Así, se la estima como la sistematización más completa y más prudente, y sabia de los elementos políticos legados por la Edad Media a la gran mayoría de los Estados de la Europa moderna. Se cree que con esos materiales ninguna constitución podría ser mejor que la Constitución inglesa; pero al propio tiempo se admite que las partes esenciales de esta Constitución no habrían podido edificarse sin ellos. Ahora bien; esos elementos no se encuentran sino en cierta época de la historia y en una región determinada. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, no hubieran podido convertirse en un país monárquico, aun cuando la Convención constituyente hubiera decretado esta forma de gobierno y los Estados la hubieran ratificado. Ese respeto místico, esa sumisión religiosa que forman la esencia de una verdadera monarquía, provienen de pensamientos y de sentimientos que ningún poder legislativo podría crear en ningún pueblo, fuera éste el que fuese. Ese afecto casi filial hacia el gobierno, es cosa de herencia en absoluto, como el verdadero sentimiento filial en la vida ordinaria. No es cosa más difícil adoptar un padre que una forma monárquica; nuestro sentimiento por uno es tan poco susceptible de ser desenvuelto arbitrariamente, como nuestro afecto hacia la otra.
Si la parte práctica de la Constitución inglesa no fuese más que la aplicación efectiva de materiales legados por la Edad Media, no tendría más que un interés puramente histórico, y su realización actual sería poco menos que imposible. Un conjunto de instituciones tal como la Constitución inglesa, que ha tardado varios siglos en desenvolverse, y cuyo influjo es aún preponderante en una porción notable del mundo civilizado, no puede ser convenientemente expuesto sino a condición de hacer de él una división previa, una selección con la naturaleza misma del asunto.
Las constituciones de ese género presentan siempre dos elementos distintos que no se pueden, ciertamente, separar con una rigurosa exactitud; porque las grandes concepciones se prestan poco al análisis. El primero de esos elementos comprende todo lo que produce y conserva el respeto de las poblaciones, lo que yo denominaría las partes imponentes; el segundo se compone de las partes eficientes, que dan a la obra el movimiento y la dirección. Hay dos grandes objetos que toda Constitución debe procurar conseguir, dos objetos maravillosamente logrados por todas las que han durado, y el renombre de las cuales ha llegado hasta nosotros. Una Constitución debe primero adquirir autoridad, y luego emplear esta autoridad; sólo cuando ha asegurado la fidelidad y la confianza de los hombres, es cuando debe sacar partido de ella para la obra gubernamental.
Ciertos espíritus positivos, es verdad, no quieren para partes imponentes el mecanismo político. Todo lo que pedimos, dicen, es obtener resultados; hacer obras prácticas; una Constitución es un conjunto de medios políticos con fines políticos; y si se admite que una parte cualquiera de la Constitución no es directamente práctica, o que una rueda más sencilla podría desempeñar la misma función, equivale esto a reconocer que esta parte de la Constitución, por imponente y venerable que sea, es en realidad inútil.
Otros, que encuentran esta filosofía demasiado grosera, han propuesto argumentos sutiles para probar que esas partes imponentes de los antiguos gobiernos, son los elementos principales que han movido el mecanismo, y obran a la manera de apoyos de utilidad esencial, con lo cual procuran disimular los sofismas que sus adversarios, más francos, no temen presentar al desnudo.
Pero esas dos escuelas están igualmente equivocadas. Las partes imponentes del gobierno son las que le dan fuerza y lo impulsan; las partes eficientes basta que sepan emplear esos recursos. Por su encanto fascinador, forman los primeros la parte esencial del gobierno cuya vitalidad garantizan. No tienen, es verdad, sino una importancia secundaria en la práctica, y podrían sin inconveniente ser reemplazados por un sistema más sencillo; pero forman, en cierto modo, los preliminares y la condición previa de la obra. No ganan la batalla, pero son quienes reclutan el ejército.
Sin duda, si todos los súbditos de un mismo gobierno no pensaran más que en lo que les es útil, si tuvieran todos la misma idea de lo útil, si todos se propusieran obtener la misma cosa por los mismos medios, los elementos eficientes de una Constitución les bastarían, y no serían en manera alguna necesarias las partes accesorias destinadas a impresionar los espíritus. Pero el mundo en que vivimos está organizado muy de otro modo.
El hecho más extraño, aunque sea el más cierto que hay en la naturaleza, es la desigualdad de desenvolvimiento de la raza humana. Lancemos una mirada retrospectiva sobre los tiempos primitivos de la humanidad, según ellos se nos presentan a través de las brumas de un pasado lejano; evoquemos la imagen de esas tribus miserables que habitaban las aldeas, lacustres o los ríos desolados, apenas capaces de atender a las más vulgares necesidades de la vida material, arrancando árboles mediante un trabajo lento y difícil con sus útiles de piedra, preocupados con la tarea de rechazar los ataques de los animales feroces y gigantescos, sin cultura, sin descanso, sin poesía, casi sin pensamiento alguno, sin ninguna noción de moral, sin otra religión que una especie de fetichismo; comparemos esta existencia, tal cual nos la imaginamos, con la vida actual de Europa; quedaremos sorprendidos con el contraste enorme que resulta, y experimentaremos gran dificultad para convencernos de que nuestra raza desciende de esas razas desaparecidas en tiempos tan apartados.
Había antes un prejuicio muy difundido, que aunque poco visible a primera vista, estaba muy arraigado en el fondo de los corazones, y cuyo influjo latente ha dominado largo tiempo en la filosofía política; creíase, generalmente, que al cabo de poco tiempo, en diez años acaso, los hombres podrían, sin recurrir a medios extraordinarios, llegar a un mismo nivel. Pero hoy que, con la dolorosa historia de la humanidad por delante, vemos de dónde venimos, y que fue preciso un trabajo prolongado, circunstancias favorables, esfuerzos acumulados, para que el hombre llegase a merecer en alguna pequeña medida el nombre de civilizado, y cuando medimos la marcha laboriosa de la historia, la lentitud de los resultados, nuestra inteligencia está mejor dispuesta a concebir la marcha lenta y gradual del progreso.
En el seno de un gran país, como Inglaterra, tenemos masas de gentes, cuya civilización no es superior a la mayoría de los individuos que componían la mayoría de los hombres dos mil años antes que nosotros: hay otras, más numerosas todavía, cuyo estado intelectual es análogo, o apenas superior, al de los espíritus cultivados que vivían hace siglos. En cuanto a las clases inferiores y a las clases medias, si se les compara con el tipo de educación que se proponen los diez mil miembros de la aristocracia, no ofrece más que la estrechez de espíritu, falta de inteligencia e indiferencia por el estudio.
Pero ¿a qué acumular observaciones abstractas? Quienes pongan en duda esas verdades no tienen más que ir a su cocina donde un hombre bien educado se esfuerza por exponer a su criada o criado lo que le parezca más evidente, más cierto y más palpable en el orden intelectual; presto advertirá que su lenguaje les parece ininteligible, confuso, erróneo; que sus oyentes le toman por un extravagante o un loco, siendo así que habla de cosas cuya fácil concepción le parece accesible al espíritu más vulgar y menos cultivado.
Los grandes Estados son como las grandes montañas, comprenden capas: hay en ellos las capas primitivas, secundaria y terciaria del progreso humano: los rasgos distintivos de las regiones inferiores tienen muchas más relaciones con la vida de los tiempos antiguos que con la vida actual de las regiones superiores. Y una filosofía que no la tuviese constantemente en la memoria, que no señalase continuamente las diferencias salientes de los papeles que desempeñan esos elementos diversos, no edificaría más que una teoría absolutamente falsa, porque no tendría en cuenta más que un hecho capital: semejante filosofía sería engañosa desde un principio, porque haría tener fe en resultados imaginarios e impediría prever la realidad.
Nadie ignora esas verdades, pero es preciso indicar su importancia política. Cuando un Estado está constituido como el nuestro, no está bien decir que las clases inferiores serán absorbidas por las clases útiles: las masas no quieren un ideal tan mezquino. Jamás un orador ha llegado a impresionar el espíritu de la multitud mostrándole con el dedo un interés material, a menos que no tuviera ocasión de alegar o de probar que la miseria del pueblo era imputable a la tiranía de otra clase. En cambio, mil veces se ha impresionado a la multitud meciéndola, como en un ensueño dulce, en la consideración de ideas tales como la gloria, la dominación, la nacionalidad. Las gentes más groseras, aquellas que están en el peldaño más bajo del progreso, sacrificarán con gusto todas sus esperanzas, todos sus bienes y su vida misma, por lo que se llama una idea, por alguna aspiración que parezca por encima de la realidad, que exalte la naturaleza humana ofreciéndole una contemplación más alta, más profunda y más amplia que la de la existencia ordinaria. Las gentes de esta clase no se interesan por lo que, según toda evidencia, debe ser el objetivo de un gobierno, no aprecian su importancia, no perciben en manera alguna el conjunto de los medios que es preciso emplear con ese fin. En su consecuencia, es muy natural que las partes que tienen mayor utilidad en la estructura gubernamental, no sean de ningún modo las que despierten mayor respeto. Los elementos que atraen el respeto con más facilidad son los que tienen un aire teatral, los que obran sobre los sentidos, que pretenden personificar las más grandes ideas del hombre, que se vanaglorian a veces de un origen sobrehumano.
Todo lo que afecta una apariencia mística o un origen oculto, todo lo que brilla ante los ojos y lo que se presenta con un resplandor vivo durante un momento para desaparecer en seguida, lo que no es visible sino de una manera intermitente, lo que es de pura apariencia, y que, sin embargo, despierta la curiosidad, lo que parece caer bajo la acción de los sentidos, y que, no obstante, hace como profesión de llegar a resultados que no alcanzan; he ahí, sean cuales fueren las variedades de la forma, sea cual fuere la aspiración o la descripción que se de de ella, el objeto, el único objeto que va derecho al corazón de las masas.
Lejos de mí la intención de pretender que las partes imponentes de una Constitución deben ser necesariamente las más útiles; es presumible, a juzgar por su influjo externo, que deben serio en el menor grado. No tienen otro fin, en realidad, que impresionar la imaginación de las clases inferiores, que son las menos aptas para discernir lo que es verdaderamente útil de lo que no es más que brillante.
Hay, en favor de las tradiciones, otro argumento que, en una vieja Constitución como la de Inglaterra, no tiene menos importancia. Los hombres más inteligentes se rigen, tanto por el hábito como por el raciocinio. La parte de la voluntad en las acciones humanas es muy escasa: si la voluntad no recobrase fuerzas y no fuese suplida por una especie de sueño que el hábito le permite, no produciría ningún resultado. No podríamos, en verdad, cumplir cada día, por nuestra parte, todo lo que tenemos que hacer. No acabaríamos, porque toda nuestra energía se consumiría en el detalle, en pequeños ensayos de perfeccionamiento. Además, unos abandonarían el camino trillado para marchar en una dirección, otros para seguir otra; de tal manera que en el momento de una crisis que exigiese la combinación de todas las fuerzas, no habría dos hombres bastante próximos uno de otro para obrar útilmente juntos. El hábito instintivo que la tradición da a la raza humana, es el que determina a la mayor parte de los hombres en sus acciones: he ahí el marco sólido, en el cual el nuevo artista debe colocar ese cuadro. Esta parte de la naturaleza humana, que depende de la tradición, debe con la fuerza etimológica del término, recibir la impresión y la acción con tanta mayor facilidad cuanto de más alto viene. Dadas las mismas condiciones, las instituciones de ayer son las que mejor convienen al día presente: son las más preparadas, las que tienen más influjo, y a las cuales se obedece con más facilidad, son las que tienen mayores probabilidades de conservar el derecho al respeto que han obtenido por herencia, mientras que toda institución nueva debe sufrir las pruebas indispensables para adquirir el mismo derecho.
Realmente, las instituciones humanas que imponen mayor respeto son las más antiguas; y, sin embargo, el mundo cambia tanto, es tan variable en sus exigencias, los mejores instrumentos de que dispone son tan susceptibles de perder su vejez interna, aunque sea conservando la apariencia de su fuerza, que no hay por qué esperar encontrar en las instituciones más antiguas necesariamente más eficacia. Todo objeto de veneración, consagrado por su antigüedad, adquiere sin duda influjo, gracias al carácter de dignidad que le es inherente; pero no puede emplear este influjo, como las creaciones nuevas, adaptadas al mundo moderno, impregnadas de su espíritu y estrechamente ligadas a su existencia.
Definamos ahora, en breves términos, el mérito característico de la Constitución inglesa. Las partes imponentes que conserva tienen mucha amplitud y no poco encanto; son muy antiguas y bastante venerables: en cuanto a las partes eficientes, en el caso, por lo menos, en que se trata de atender a una gran crisis, tienen un movimiento muy sencillo y un sello más moderno. Nosotros hemos hecho, o más bien hemos obtenido, por obra de la suerte, una Constitución que, aunque plagada de defectos en sus detalles, y aunque en ciertos detalles sea la menos artísticamente modelada de todas las constituciones humanas, no por eso deja de tener dos ventajas principales: primeramente tiene una parte eficiente, cuya sencillez es precisa en el momento preciso, y que, si hace falta, puede obrar con más facilidad y mejor que ninguno de los instrumentos políticos experimentados en el mundo hasta nuestros días. Además, esta Constitución tiene partes históricas, complejas, majestuosas, teatrales, que ha recibido por herencia del pasado, que fascinan la multitud; que, obrando de una manera insensible, pero omnipotente, llegan a determinar las relaciones de los súbditos. Su esencia es fuerte con la fuerza toda que le presta la sencillez de los procedimientos en la época moderna; su exterior es majestuoso como lo era el carácter gótico de una época más imponente. Su esencia, gracias a esa sencillez, podrá, con las modificaciones de rigor, aclimatarse en países muy diversos; pero en lo que se refiere a esta apariencia majestuosa que a los ojos de la multitud pasa por ser toda la Constitución, conviene tan sólo a las naciones que tienen con la nuestra, cierta analogía histórica y de tradiciones políticas.
La eficacia secreta de la Constitución inglesa reside, puede decirse, en la estrecha unión, en la fusión casi completa del poder ejecutivo y del poder legislativo. Según la teoría tradicional que se encuentra en todos los libros, lo que recomienda nuestra Constitución es la separación absoluta del poder legislativo y del poder ejecutivo; pero, en realidad, lo que constituye su mérito es precisamente el parentesco entre esos poderes. El lazo que los une es el Gabinete. Por este término nuevo entendemos un comité del cuerpo legislativo elegido para ser el cuerpo ejecutivo. La Asamblea legislativa comprende varios comités, pero este último es el más importante de todos; para formar ese comité principal, elige los hombres que le inspiran más confianza. No los elige directamente, es verdad, pero su elección es casi omnipotente, aunque sea indirecta. La Corona tiene todavía, hace más de diez años, el derecho real de elegir sus ministros, aunque no tuviese ya el de determinar la línea política que era preciso seguir. Durante su larga dominación, sir R. Walpole se vio obligado, mediante determinadas maniobras, a obtener el favor, no sólo del Parlamento, sino del mismo palacio; vióse obligado a cuidar de que una intriga de la corte no diera al traste con su posición. La nación era la que entonces señalaba la política de Inglaterra, pero la Corona era la que elegía los ministros ingleses. Éstos no eran sólo de nombre, como hoy ocurre, los servidores de la Corona, sino que lo eran de hecho. Aún quedan restos, y restos importantes de esa gran prerrogativa.
El favor arbitrario de Guillermo IV hizo de lord Melbourne el jefe del partido Whig, cuando semejante título se lo disputaban varios rivales. A la muerte de lord Palmerston, es muy probable que la reina hubiera podido elegir libremente entre dos o hasta entre tres hombres de Estado, pero por lo general, el poder legislativo es el que elige el personaje encargado de ser nominalmente el primer ministro: y ese personaje que, bajo un gran número de respectos, es realmente primer ministro, es el leader de la Cámara de los Comunes; y esto, por decirlo así, sin excepción. Casi siempre hay alguna individualidad que funcione como quien lleva la voz predominante en la Cámara de los Comunes: ahora bien; como esta Cámara predomina a su vez en el Parlamento, su jefe de partido es quien gobierna la nación. Inglaterra tiene un primer magistrado que es tan verdaderamente electivo como lo es en América el hombre a quien los electores hacen el primer magistrado del país. La reina o el rey está sólo a la cabeza de las partes imponentes que comprende la Constitución; el primer ministro está a la cabeza de las partes eficientes. Según el adagio bien conocido, la Corona es la fuente de los honores; pero la tesorería es la fuente de los negocios.
Sin embargo, nuestro primer magistrado difiere del primer magistrado americano en cuanto no es elegido directamente por el pueblo, sino por los representantes del pueblo. Trátase de un ejemplo de doble elección. Una asamblea, elegida en principio para hacer leyes, tiene, en realidad, por función principal crear y conservar el poder ejecutivo.
Después de elegido de ese modo, el primer ministro debe elegir a su vez sus colegas, pero su elección está circunscrita en un círculo fatal. La mayoría de los miembros que componen el Parlamento tienen en la posición obstáculos que le impiden entrar en el gabinete; algunos miembros, por el contrario, son llamados por su posición a formar parte de él. Entre la lista de aquellos que debe, casi obligatoriamente, tomar como colegas suyos, y la lista de aquellos que le es imposible denegar como tal, el primer ministro no goza, en cuanto a la formación de su gabinete, de una independencia de elección demasiado grande: esta independencia se ejercita más bien en la distribución de las funciones ministeriales, que es la elección de las personas. El Parlamento y la nación designan de una manera bastante clara qué hombres deben entrar en el gabinete, pero la designación no es tan clara en lo que se refiere al puesto que cada uno de ellos debe ocupar.
Esta atribución que tiene el primer ministro, le confiere un poder más considerable, aun cuando su ejercicio esté encerrado en límites imperiosos, y aunque la esfera sea menor de lo que parece en teoría o vista a distancia.
El gabinete, en suma, es una especie de centro de contención que el legislativo elige, entre las personas en quien tiene bastante confianza, y a quienes conoce lo suficiente para otorgarles el cargo de gobernar la nación.
En cuanto a la manera particular de elegir los ministros y a la ficción según la cual, en el sentido político, éstos son los servidores del rey, y a la regla limitativa que obliga a elegir los ministros entre los miembros del legislativo, son otros tantos detalles que en el fondo tienen poca influencia sobre la constitución del gabinete, y son independientes de su naturaleza.
El rasgo especial que lo caracteriza, es que el gabinete debe ser elegido por el legislativo de entre las personas de su agrado y que tienen su confianza. Naturalmente, la elección se inclina hacia sus propios miembros, pero no hay en esto un principio exclusivo.
Un gabinete en el cual entrasen hombres que no fueran miembros del Parlamento, podría muy bien desempeñar toda su tarea. Y de hecho, los Lores que en tan amplia medida forman parte de los gabinetes modernos, son los miembros de una asamblea, que hoy está sólo en segundo término. La Cámara de los Lores ejerce sin embargo, todavía, varias funciones útiles, pero el influjo directivo y la facultad de decidir, han llegado a ser cosa de la que, según el lenguaje de los antiguos tiempos, se llama aún Cámara baja, es decir, de una asamblea que, inferior a la primera en cuanto institución imponente, le es superior como institución eficiente. Una de las ventajas principales que posee la Cámara de Lores, es precisamente ser una especie de reserva para los ministerios. A menos que se llegue a modificar la composición de la Cámara de los Comunes, o bien a aflojar las reglas que obligan a elegir los ministros entre los miembros del Parlamento, sería sin duda difícil de encontrar, a falta de Lores, un número suficiente de personajes para los principales puestos del ministerio. Pero no es nuestro propósito, por el momento, trazar los detalles relativos a la composición de un gabinete, ni precisar el sistema empleado para elegirlo. Lo que por ahora nos preocupa, sobre todo, es definir el gabinete. No vamos a detenemos en los accesorios, antes de conocer lo principal y necesario. Un gabinete es un comité combinado de tal suerte, que sería como un lazo de unión, para acercar la parte legislativa a la parte ejecutiva del gobierno. Por su origen pertenece a una, por sus funciones a la otra. Uno de los puntos más curiosos de observación respecto del gabinete, es el de que se sepa tan poco lo que en él pasa. Sus reuniones no sólo son secretas en teoría, lo son en realidad. En el uso actual no se conserva acta oficial de ellas. Si se produjera en este respecto una nota de carácter privado, no encontraría poder ni ayuda. La Cámara de los Comunes, aun cuando desee obtener mayores noticias, y esto, en las circunstancias más agitadas, no permitiría leer una nota que se refiriese a la discusión del gabinete. Ningún ministro respetuoso, para con las cosas fundamentales de la práctica gubernamental, intentaría leer una nota semejante. El comité que reúne el poder de hacer la ley al poder encargado de ejecutarla, y que, en virtud de esta combinación, se encuentra con que es, mientras dura y se sostiene, el poder más considerable del Estado, en cuanto es enteramente secreto, jamás se ha dado de sus sesiones una relación exacta y auténtica. Se dice, es verdad, que a veces esas reuniones ofrecen un tanto el aspecto de las sesiones que tienen los consejos de directores, que todos hablan y que se escucha poco; pero no se sabe nada de eso [1]. Un gabinete, aun siendo como es comité de una asamblea legislativa, se encuentra revestido de poderes que jamás, a no ser por virtud del influjo de la tradición y de los resultados felices de la experiencia, hubiera osado una asamblea delegar en un comité. Ese comité puede disolver la asamblea que lo ha nombrado; tiene un veto suspensivo, y, aunque nombrado por un Parlamento, puede hacer un llamamiento a otro.
Cierto es que, teóricamente, el poder de disolver el Parlamento es un privilegio del soberano; y aun se duda, si en todos los casos en que el gabinete pide al soberano que disuelva el Parlamento, está obligado a hacerlo. Pero aparte las circunstancias de detalle y de excepción que provocan la duda, el gabinete que ha sido elegido por una Cámara de los Comunes, puede hacer un llamamiento a la Cámara de los Comunes que la sucede. Así, pues, el comité principal de un legislativo puede disolver la parte predominante del mismo, y de hecho, en ocasiones críticas, el legislativo. El sistema inglés no consiste, por tanto, en la absorción del poder legislativo por el poder ejecutivo, consiste en su fusión, o bien el gabinete hace la ley y la ejecuta, o bien puede disolver la Cámara. Es como una criatura que tiene el poder de aniquilar a sus creadores; es un poder ejecutivo que puede aniquilar el legislativo, a la vez que un poder ejecutivo que el legislativo ha elegido; y aunque de él provenga puede ejercer sobre él una acción destructiva.
Esta función del poder ejecutivo y del poder legislativo, puede parecer a quienes no han reflexionado lo bastante, demasiado simple y demasiado mezquina, para explicar el mecanismo latente y la eficacia secreta de la Constitución británica; pero no puede apreciarse su importancia real, sino observando algunos de sus efectos principales, y comparando ese sistema con el gran sistema rival, cuya marcha parece, si no se tiene cuidado, destinada a adelantarse a la suya en el mundo.
El sistema rival a que me refiero, es el sistema presidencial.
El rasgo característico de este sistema es el de que el presidente es elegido por el pueblo de una cierta manera, y la Cámara de Representantes de otra. La independencia mutua del poder legislativo y del ejecutivo, es la cualidad distintiva del gobierno presidencial, mientras que, por el contrario, la fusión y la combinación de sus poderes sirve de principio al gobierno de gabinete.
Ante todo comparemos esos dos gobiernos en los momentos de calma. En un periodo de civilización, las necesidades de la administración exigen que se hagan continuamente leyes. Uno de los objetos principales de la legislación, es la fijación de los impuestos. Los gastos de un gobierno civilizado varían sin cesar; deben variar si el gobierno cumple con su deber. Los diversos estados o cómputos del presupuesto inglés, presentan gran número de artículos que varían según las necesidades del momento. La instrucción, la disciplina de las prisiones, las artes, las ciencias, una porción de detalles del servicio civil, requieren más o menos dinero cada año. Los gastos de defensa, los de la marina y del ejército, varían más aún, según que el peligro de un ataque parezca más o menos inminente, según que los medios de evitar ese peligro resulten más o menos costosos. Si las personas encargadas de atender a todas esas necesidades no son las que hacen las leyes, habrá antagonismos entre las unas y las otras. Los que deberán señalar el tanto de las tasas, estarán de seguro en conflicto con los que reclamaran su establecimiento. Y habrá así una parálisis en la acción del poder ejecutivo falto de las leyes necesarias, y error en la del legislativo, pero no tener responsabilidad; el ejecutivo no es ya digno de ese nombre, desde el momento en que no pueda ejecutar lo que decida; el legislativo, por su lado, resultará desmoralizado por su misma independencia, que le permite tomar ciertas decisiones, capaces de neutralizar las del poder rival.
En América se ha reconocido tan bien esta dificultad, que se ha producido un lazo de unión entre el legislativo y el poder ejecutivo. Cuando el secretario del tesoro del gobierno federal necesita un impuesto, consulta al efecto al presidente del comité financiero del Congreso. No puede acudir él mismo al Congreso y proponer el establecimiento del impuesto que le es necesario; únicamente puede dirigirse por escrito a aquél. Pero obra de suerte que el presidente del comité financiero sea un partidario del impuesto; por medio del presidente procura que el comité lo recomiende, y por medio del comité se esfuerza por obtener que la Cámara adopte el impuesto que desea.
Semejante cadena de intermediarios está muy expuesta a soluciones de continuidad; puede ser suficiente para un impuesto aislado en circunstancias favorables; pero difícilmente resistirá en el caso de un presupuesto complicado. Sin referirnos por el momento a los tiempos de guerra o de rebelión, ya que nos limitamos ahora a comparar el sistema de gabinete y el sistema presidencial en los momentos de calma, ¿qué ocurrirá en los momentos de crisis financieras?
Jamás dos inteligencias, aun siendo de las escogidas, se han puesto de acuerdo acerca de un presupuesto. Tenemos la prueba de esto actualmente, en la manera como un canciller del Echiquier indio, trata la hacienda inglesa en Calcuta, y aquella como un canciller del Echiquier inglés, trata de la hacienda india en Inglaterra. Jamás concuerdan sus cifras, y sus ideas son rara vez las mismas. Se ha suscitado entre ellos una controversia muy agria, que ha divertido a las gentes, y hay seguramente otras no menos interesantes, escondidas en el vasto conjunto de nuestra correspondencia anglo-india.
Relaciones de ese género tienen que existir por necesidad entre el jefe de un comité financiero y el legislativo y un ministro de Hacienda elegido por el ejecutivo [2]. No pueden menos de encontrarse en conflicto, y el resultado de este conflicto no puede, en verdad, aprovechar a ninguno de ellos. Por otro lado, cuando los impuestos no producen todo lo que se esperaba ¿quién será el responsable? Quizá el secretario del Tesoro no ha podido conquistar al presidente del comité por la persuasión: quizá éste no ha podido convencer al comité; acaso el comité no ha logrado persuadir a la Asamblea. ¿A quién, pues, castigar, quién responde cuando los recursos no alcanzan? Sólo puede ser censurada una Asamblea legislativa, reunión numerosa de personas diversas, que es difícil castigar y que están adornadas a su vez con el derecho de castigar.
La parte financiera de una administración no es la única que en una época civilizada necesita ser auxiliada constantemente y acompañada por una legislación para desempeñar fácilmente su tarea. Todas las partes de la administración están en el mismo caso. En Inglaterra, en un momento grave, el gabinete puede forzar la mano al legislativo, con la amenaza de dimitir o con la disolución: pero ninguno de esos dos medios es practicable en un gobierno presidencial.
En efecto; en este sistema el legislativo no puede ser disuelto por el ejecutivo, y no tiene nada que ver con la dimisión; porque no es el encargado de encontrar un sucesor al dimisionario. Así, cuando surge una diferencia de opinión entre ellos, el poder legislativo está obligado a combatir al ejecutivo y el ejecutivo a combatir al legislativo: y la lucha debe durar, probablemente, hasta el día en que expiren sus funciones respectivas [3].
Sin embargo, hay una circunstancia en la cual ese cuadro, aunque bastante aproximado a la verdad, no tiene una exactitud absoluta: ocurre ella cuando no hay ningún objeto motivo de conflicto posible. Antes de la rebelión en América, gracias a la distancia que separaba a los distintos Estados, gracias también a la feliz condición económica del país, había pocos asuntos capaces de motivar conflictos importantes: pero si un gobierno de ese género hubiera tenido que pasar por las pruebas que la legislación inglesa ha sabido sufrir en los treinta últimos años, el antagonismo de los dos poderes, cuya cooperación constante es necesaria en el mejor gobierno, no hubiera dejado de producirse con mucha más fuerza.
Y no es ese el peligro peor. Los gobiernos de gabinete son educadores de los pueblos: los gobiernos presidenciales no lo son, y además, pueden corromperlos. Se ha dicho que Inglaterra había inventado la fórmula aquella de La oposición de Su Majestad; fue el primero de los Estados que había reconocido que el derecho de criticar la administración, es un derecho tan necesario en la organización política como la administración misma. Esta oposición que tiene el encargo de hacer la crítica, acompaña necesariamente al gobierno de gabinete. ¡Qué teatro más magnífico para los debates, qué maravillosa escuela de instrucción popular y de controversias políticas ofrece a todos una Asamblea legislativa!
Un discurso pronunciado por un hombre de Estado eminente, un movimiento de partido que produce una gran combinación política, he ahí los mejores procedimientos conocidos hasta el día para despertar, animar e instruir a un pueblo. El sistema de gabinete engendra de seguro tales debates, porque constituye un medio para que los hombres de Estado se señalen para el porvenir, o bien que sirva para fortificar la posición que ocupan en el gobierno. Ese sistema excita a los hombres de talento a tomar la palabra, y les proporciona ocasiones de hablar. Las peripecias que deciden de la suerte de un gabinete consisten en votaciones precedidas de hermosas discusiones. Todo lo que merece ser dicho, todo lo que se debe decir, no dejará de ser expuesto. Los hombres de convicción se creen obligados a persuadir a los otros; los egoístas gustan de presentarse de modo que se les vea: el país oye así forzosamente exponer a las dos partes, y quizás a todas las partes, de la cuestión que le interesa. Y escucha con gusto esto, deseoso de instruirse. Por su naturaleza, el hombre desdeña los argumentos largos cuando no conducen a nada, los grandes discursos que no van seguidos de ninguna resolución, las disertaciones abstractas que no tocan en los hechos y los deja inmóviles. Pero se buscan y gustan los grandes resultados, y el cambio de una administración es seguramente un gran resultado. Ese resultado tiene una porción de ramificaciones, todo el cuerpo social está penetrado por ella, hay en el cambio materia de esperanza para los unos, de decepciones para los otros. Es uno de esos acontecimientos graves que, por su grandeza dramática, ejercen en el espíritu una impresión a veces demasiado fuerte. Ahora bien; los debates que tienen un desenlace tal o que pueden tenerlo, ¿no es seguro que llamarán la atención pública y que penetrarán profundamente en el espíritu nacional?
Los viajeros que en América han recorrido los mismos Estados del Norte, es decir, el gran país donde obra por excelencia el gobierno presidencial, han observado que la nación no siente un gusto muy pronunciado por la política, y que no hay allí una opinión pública trabajada con todo el tacto y la perfección que se advierte en Inglaterra.
Muchos escritores se han apresurado a poner ese defecto a cargo de la raza yanqui o del carácter americano; pero el mismo pueblo inglés, si no tuviese un motivo serio para seguir la política, no se ocuparía en ella tanto como se ocupa. Esto es un fin práctico por lo que llama la atención actualmente, porque participa en la solución de las crisis, ya sea para retrasarlas, ya para precipitarlas. La caída o la conservación de un gobierno se decide con los debates seguidos de una votación en el Parlamento, y la opinión de fuera, cuyas decisiones penetran allí de una manera secreta, tiene un influjo grande en la votación misma. La nación advierte qué opinión importa, y se esfuerza por juzgar sanamente; y logra su propósito, porque los debates y las discusiones la procuran los hechos y los argumentos.
Ahora bien; bajo un gobierno presidencial, un pueblo sólo tiene su parte de influencia en el momento de las elecciones; en el resto del tiempo, como no tiene el recurso de votar, no tiene fuerza alguna hasta el día en que el voto lo convierta de nuevo en dueño absoluto. Nada hay que excite a un pueblo tal a formarse una opinión ni a educarse, como ocurriría bajo un gobierno de gabinete. Sin duda un legislativo es un teatro para los debates; pero esos debates son como prólogos no seguidos de dramas; no conducen a ningún desenlace, porque no puede cambiarse la administración; no estando el poder en manos del legislativo, nadie presta atención a los debates legislativos. El ejecutivo, ese gran centro del poder y de los empleos, persiste inquebrantable. No se le puede modificar llegado el caso. El modo de enseñanza que por la educación de nuestro espíritu público prepara nuestras resoluciones y aclara nuestros juicios, no existe bajo ese sistema. Un país presidencial no necesita formar a diario opiniones reflexivas, y no tiene medio de hacerlo.
Podría creerse que las discusiones de la prensa suplen los defectos de la Constitución: que, sobre todo, en un pueblo que lee, es preciso vigilar con cuidado la conducta del gobierno y formarse una opinión de sus actos tan exacta, tan justa y tan madura bajo un gobierno presidencial como bajo un gobierno de gabinete. Mas para la acción de la prensa existe una dificultad no menos insuperable que para la del legislativo; no puede hacer nada. Es imposible modificar la administración, porque habiendo sido elegido el ejecutivo por cierto número de años, debe durar todo ese tiempo. Sorprende que en un pueblo tan ilustrado como el de América, donde hay más lectores que en cualquier otro pueblo, y donde hay tantos periódicos, la prensa periódica sea de tan mala condición. Los diarios de ese país no valen lo que los de Inglaterra, porque no tienen ocasión de ser tan buenos como estos últimos. En el momento de lo que se llama una crisis política, es decir, cuando el destino de una administración vacila, y depende de algunos votos todavía no decididos acerca de una cuestión flotante e indecisa, los artículos serios y meditados publicados en los grandes periódicos tienen una importancia considerable.
The Times ha hecho varios ministerios. Cuando se suceden, como a veces ha ocurrido, una larga serie de gobiernos, cada uno de los cuales no dispone de una mayoría material, y los cuales necesitan de una fuerza moral para sostenerse, el apoyo del periódico más influyente como órgano de la opinión de Inglaterra, no deja de ser decisivo.
Si en Washington un periódico hubiera podido derribar a un Mr. Lincoln, hubieran salido en los periódicos de Washington hermosos artículos y buenos argumentos. Pero la prensa de Washington no puede derribar un presidente, como The Times no podrá derribar el lord corregidor durante el año de sus funciones. Nadie se preocupa con los debates del Congreso, porque no conducen a nada, y nadie lee los artículos largos, porque no tienen ningún influjo sobre los acontecimientos. Los americanos se limitan a pasar la vista por los sumarios de las noticias y a recorrer rápidamente las columnas de sus periódicos. No toman parte en la discusión: la idea de hacerlo no se les ocurre siquiera, porque seria trabajo perdido.
Después de haber dicho que la división del poder legislativo y del poder ejecutivo en los gobiernos presidenciales debilita al poder legislativo, puede parecer contradictorio afirmar que esa división debilita también al ejecutivo. Pero no hay aquí contradicción alguna.
La división indicada priva al gobierno de toda su fuerza de agregación, toda la fuerza que tiene el conjunto de la soberanía: así, pues, debilita las dos mitades. Que el ejecutivo se debilita, es cosa evidente. En Inglaterra, un gabinete sólido, obtiene el concurso del legislativo en todos los actos que tienen por objeto facilitar la acción administrativa: por decirlo así, vienen a ser como el mismo legislativo. En cambio, un presidente puede tropezar con el obstáculo del legislativo, y tropieza de un modo casi inevitable. La tendencia natural de los miembros de todo legislativo es la de imponer su personalidad. Quieren satisfacer una ambición laudable o censurable, quieren favorecer las medidas que juzgan más útiles para el bien público, y sobre todo quieren dejar huella de la propia entidad en los negocios públicos. Todas esas distintas causas los comprometen en una oposición contra el ejecutivo. No son más que los instrumentos de sus ideas si les prestan ayuda, hacen triunfar sus propias opiniones si le ponen trabas; tienen el primer papel si logran vencerle, se limitan a ser sus auxiliares si le apoyan. La debilidad del ejecutivo en América era de ordinario el asunto principal de todas las criticas antes de su sublevación de los Estados confederados. El Congreso y los comités del Congreso constituían el obstáculo al ejercicio del poder ejecutivo siempre que la presión del sentimiento público no los contuviese, obligándolos al respeto.
El sistema presidencial no sólo suscita al poder ejecutivo el antagonismo del poder legislativo y lo debilita por tanto, sino que además lo debilita disminuyendo su valor intrínseco. Un gabinete se elige por un Parlamento, y cuando este Parlamento se compone de personas capaces, ese medio de elegir el ejecutivo es el mejor de todos. Es como un ejemplo de elección de segundo grado, en las únicas condiciones en que una elección semejante es preferible a una elección directa. De ordinario, en un país electoral, quiero decir, en un país en el cual la vida política es fuerte y que sabe servirse de las instituciones populares, la elección de los candidatos encargados de elegir nuevos candidatos es una pura comedia. Tal pasa con el colegio electoral en América. Al establecerlo, se había querido dejar a los diputados de que debía componerse, el ejercicio de un poder discrecional y una verdadera independencia para elegir presidentes. Pero los electores de primer grado toman sus medidas; el diputado que designan lo es con el encargo de elegir a Lincoln o a Breckenridge: el diputado se limita a recibir una papeleta de voto que introduce luego en la urna. Jamás hace en rigor una elección, jamás se le ocurre tal cosa. No es un mensajero, un intermediario: los que deciden de la elección que debe hacer, son los mismos que lo han elegido a él, Y que lo han elegido precisamente porque sabían cómo habría de obrar.
La Cámara de los Comunes se encuentra, sin duda, sometida a las mismas influencias. Sus miembros, en su mayoría, son elegidos porque se proponen votar por cierto ministerio; eso es lo que hace que se les nombre, más bien que otras consideraciones de orden puramente legislativo. Sin embargo, y he ahí una diferencia capital: las funciones de la Cámara de los Comunes son importantes y además continuas. Esta Cámara no hace como el colegio electoral en los Estados Unidos, no se disuelve luego que ha elegido al ejecutivo. Vigila los negocios, hace leyes, levanta y derriba ministerios, y eso mediante un trabajo de todos los días. Es, pues, un verdadero cuerpo electoral.
El Parlamento de 1857, más que ningún otro Parlamento entre los que le precedieron durante mucho tiempo, había sido nombrado para sostener su primer ministro de antemano conocido; ese Parlamento que había sido elegido, según la expresión americana, con arreglo al Palmerston-ticket, no tenía aún dos años de vida, cuando derribó a lord Palmerston. Por más que había sido nombrado para sostener un ministerio particular, derribó al ministerio.
Nada mejor, en verdad, que un buen Parlamento, para hacer una buena elección. Si es capaz de crear leyes para el país, es preciso que la mayoría represente el término medio de la inteligencia del pueblo; los diversos miembros que lo componen representan, sin duda, los distintos sistemas de naturaleza especial, las opiniones y los prejuicios que hay en él: semejante Parlamento debe comprender un abogado de cada doctrina particular y debe constituir con vasto cuerpo cuya neutralidad entre las doctrinas presenta, en la homogeneidad, la imagen nacional misma. Ese cuerpo, cuando en él concurran esas condiciones, es, para elegir los miembros del poder ejecutivo, el mejor que pueda imaginarse. Está lleno de actividad política, está enteramente mezclado en la vida social, comprende la responsabilidad de los negocios, por decirlo así, ambientes; reúne toda la inteligencia que se contiene en el medio de donde emane. He ahí, después de todo, lo que Washington y Hamilton querían crear componiendo un colegio electoral con lo mejor de la nación.
El medio más adecuado para apreciar las ventajas de cada sistema es verlos en acción. En principio, la nación misma, es el verdadero cuerpo constituyente: ahora bien; según la teoría y la experiencia, aparte raras circunstancias, ese cuerpo ejerce mal su poder. Lincoln, en su segunda elección, fue elegido cuando todos los Estados federales estaban unidos de corazón, en un sólo objetivo; así, pues, fue elegido por la voluntad nacional expresada con conocimiento de causa, por la nación misma. Personificaba el pensamiento que absorbía a todos los espíritus. Pero quizá es la única elección presidencial de quien eso puede decirse. En casi todos los casos la elección de presidente, se efectúa mediante el empleo de maniobras y de combinaciones demasiado complicadas, para que pueda formarse de ellas una idea exacta, y demasiado conocidas, para que sea útil esbozarlas aquí. No es el elegido de la nación, es el designado por los manipuladores electorales. Un vasto cuerpo constituyente, en los tiempos de calma, está necesaria, y puede decirse que legítimamente, sometido a la acción de los movimientos electorales; un simple elector no puede estar seguro de su voto útilmente, si no forma parte de alguna gran organización; y si forma parte de ella, abdica de su capacidad electoral a favor de aquellos que dirigen la asociación. La nación llamada a elegir por sí misma, sería, hasta cierto punto, poco hábil para la empresa, pero sí ocurre que no eligiendo directamente por sí misma, vota a voluntad de agitadores ocultos, se parece entonces a un hombre corpulento y perezoso cuyo espíritu es estrecho y viciado; este hombre marcha lenta y pesadamente, pero su marcha le lleva a la ejecución de algún mal designio: su espíritu tiene pocas ideas, pero entre ellas las hay malas.
Aparte de que la nación es menos apta para hacer una elección que el Parlamento, la materia sobre la cual esa elección puede recaer, es también de calidad inferior. Se ha censurado mucho a los poderes legislativos americanos del siglo XVIII por no haber consentido a los ministros del presidente ser miembros del Congreso; pero, desde su punto de vista, semejante decisión indicaba previsión y cordura. Querían mantener una separación absoluta entre el poder legislativo y el poder ejecutivo; creían que era esto necesario para la existencia de una buena constitución; pensaban que una distinción tal existía en la constitución inglesa, que los más hábiles de ellos consideraban como la mejor de todas las constituciones. Y para mantener bien semejante separación, es preciso necesariamente excluir de la Asamblea legislativa a los ministros del presidente. Si no se les excluye se convierten en el ejecutivo y eclipsan al presidente mismo. Una Cámara legislativa es por naturaleza ambiciosa; domina hasta donde puede a los demás poderes y les hace todas las menos concesiones que le sean posibles. Las pasiones de sus miembros son las que la dirigen; la facultad de hacer las leyes, que en materia de gobierno, es la más comprensiva de todas, le sirve de instrumento; se apoderará, si le es posible, de la administración. Por consiguiente, según ese principio, los fundadores de los Estados Unidos han tenido razón para prohibir a los ministros la entrada en el Congreso.
Pero aunque esta exclusión sea indispensable en el sistema presidencial, no deja de ser un gran mal. Entraña la degradación de la vida pública. Un miembro del legislativo debe tener otro horizonte más amplio que el que supone el simple placer de pronunciar algunos discursos: a menos de estar excitado por la esperanza de tomar parte en la política activa y a no sentirse responsable, un hombre de primer orden no sentirá gran satisfacción en sentarse en una Asamblea, o bien hará en ella bien poca cosa. Pertenecer a una sociedad de debates literarios que es sencillamente el apéndice de un poder ejecutivo -y es esto una imagen aproximada de un Congreso bajo la constitución presidencial- he ahí un objeto que no sirve gran cosa para provocar una noble ambición, he ahí una situación propia para suscitar la pereza. Los miembros de un Parlamento, si resultan excluidos de los negocios políticos, no pueden ponerse en línea de comparación, ni, mucho menos, marchar a la par, con los miembros de ese Parlamento cuando éstos pueden ser llamados a intervenir en la vida de la administración.
Por su naturaleza misma, el gobierno presidencial divide la vida política en dos mitades distintas, la una puramente ejecutiva, la otra legislativa. Esta división hace que una y otra no merezcan que un hombre se consagre a ellas como a una carrera continuada, y que absorban, como ocurre en el gobierno de gabinete, toda su alma.
Los hombres de Estado, entre los cuales la nación tiene derecho a elegir bajo el gobierno presidencial, son de una calidad muy inferior a aquella con que los ofrece el sistema de gabinete; y el cuerpo electoral, encargado de elegir la administración, es también mucho menos esclarecido.
Todas esas ventajas tienen mucha más importancia en los momentos críticos, porque la acción gubernamental tiene entonces un interés de mayor gravedad. Una opinión pública bien formada, un legislativo respetable, hábil y disciplinado, un ejecutivo convenientemente elegido, un Parlamento y una administración que no se molestan mutuamente, sino más bien cooperan juntos, son grandes ventajas, cuya importancia es más grande aún, cuando se tienen entre manos graves negocios, que cuando se trata sólo de asuntos de poca entidad; más grande cuando se tiene mucha tarea, que cuando se trata de una tarea de carácter fácil. Pero añádase, además, que un gobierno parlamentario, en el cual hay constituido un gabinete, posee todavía otro mérito particularmente útil en los tiempos muy tempestuosos; tiene a su disposición lo que puede llamarse una reserva de poder muy bien preparada, para obrar cuando lo exijan circunstancias extremas.
El principio del gobierno popular es que el poder supremo, capaz de determinar las corrientes políticas, reside en el pueblo, no necesaria ni ordinariamente en el pueblo todo entero, ni en la mayoría numérica, sino en el pueblo elegido y puesto aparte. Así ocurre en Inglaterra y en todos los países libres.
Bajo un gobierno de gabinete, en una ocasión extraordinaria, ese pueblo puede elegir un hombre a la altura de las circunstancias. Es posible, y hasta probable, que semejante hombre no haya sido llamado al poder hasta entonces. Esas grandes cualidades, el dominio de la voluntad, la energía decisiva, la rapidez en el golpe de vista, que tanto importan e influyen en los instantes críticos, no son necesarias y hasta pueden no convenir en los tiempos normales. Un lord Liverpool sirve mejor para la política de todos los días que un Chatham, un Luis Felipe que un Napoleón. El mundo está hecho de una manera tal, que cuando sobreviene una tempestad peligrosa, es preciso cambiar de timonel, sustituir el piloto de los tiempos de calma por el de los tiempos tempestuosos. En Inglaterra hemos tenido tan pocas catástrofes, después que nuestra Constitución ha llegado a su madurez, que apenas si nos damos cuenta de esta excelencia latente. No hemos tenido necesidad, para dirigir una revolución, de un Cavour, si se me permite citar como modelo este hombre, hecho como ninguno a la altura de las circunstancias; y por un medio natural y legal hemos vuelto al orden.
Pero aun en la misma Inglaterra, en el momento que en estos últimos años hemos estado más próximos a una gran crisis, en el momento de los asuntos de Crimea, hemos acudido a ese recurso. Hemos derribado el gabinete Aberdeen, el mejor quizá que ha habido después del acta de reforma, y que era un gabinete, no sólo conveniente, sino eminentemente apropiado a todo género de situaciones difíciles, aun la que había que resolver entonces; un gabinete que para la paz era excelente, y al cual no faltaba más que un poco de malicia, y se elevó al poder a un hombre de Estado que tenía el mérito necesario para el caso; un hombre que se siente firmemente apoyado por Inglaterra, y advierte que la potencia va detrás de él, marcha sin vacilación y pega sin detenerse. Como entonces se decía hemos dejado al cuákero y tomado al luchador.
Bajo un gobierno presidencial, nada semejante es posible. El gobierno americano se vanagloria de ser el gobierno del pueblo soberano; pero cuando llega una crisis inesperada, circunstancia en la cual el uso de la soberanía es absolutamente necesario, no se sabe dónde encontrar al pueblo soberano. Hay un Congreso elegido por un período fijo, que puede dividirse en fracciones dadas, cuya duración no se puede ni retrasar ni precipitar; hay un presidente elegido por un período de tiempo fijo, e inamovible durante todo ese tiempo; todos los arreglos y acomodamientos están previstos de una manera determinada. Nada de elástico hay en todo eso; antes por el contrario, todo está especificado y señalado. Ocurra lo que ocurra, no puede precipitarse nada ni puede detenerse nada. Es un gobierno de antemano impulsado, y que venga bien o no, que cumpla o no las condiciones queridas, la ley obliga a conservarlo.
En un país que tuviera relaciones extranjeras complicadas con esa fijeza de gobierno, ocurriría la mayoría de las veces que durante el primer año de una guerra, es decir, durante el año más crítico, se tendría un jefe de gabinete nombrado para la época de paz, y que el primer año después del establecimiento de la paz, estaría en el poder un jefe de gabinete elegido para el período de la guerra. En uno y otro caso el período de transición sería dirigido fatalmente por un hombre elegido, no para sostener el orden de cosas que inaugura, sino para el tiempo contrario; este hombre de Estado habría sido nombrado para seguir una política, el abandono de la cual, se le impondría por los acontecimientos, y no para seguir la que prevalece con su administración.
Toda la historia de la guerra civil en América, historia que viene a aclarar el mecanismo de un gobierno presidencial en las coyunturas en que el arte de la guerra tiene más importancia, no es más que una vasta y larga serie de pruebas en apoyo de esas reflexiones. Sin duda sería absurdo atribuir en principio al gobierno presidencial la excepcional anomalía, que ha procurado el advenimiento del vicepresidente Johnson a la presidencia, confiando así a un hombre elegido para una sinecura, las funciones administrativas más importantes del mundo político. Semejante defecto, aun cuando revela al propio tiempo el verdadero pensamiento de los que han hecho la Constitución [4] y el lado débil del mecanismo, no es más que un accidente propio de esta variedad de gobierno presidencial, y no un elemento esencial del sistema.
Pero, en cambio, la primera elección de Lincoln no tenía esta particularidad. Dicha elección ha mostrado, de una manera saliente y notable, el juego natural del sistema en un momento excepcional. Lo sucedido puede resumirse con estas palabras: se estaba ante una personalidad desconocida. Casi nadie en América tenía la menor idea de lo que podría ser Lincoln ni de lo que podía hacer.
Bajo el gobierno de gabinete, por el contrario, los principales hombres de Estado son familiarmente conocidos de todos, no sólo por sus nombres, sino por sus ideas. No siempre resulta con una semejanza fiel, pero sí resulta siempre grabado de un modo profundo en el espíritu público el retrato de hombres como Gladstone o Palmerston.
Ni imaginamos siquiera que pueda confiarse el ejercicio de la soberanía a un desconocido. Sólo la idea de designar a gentes desconocidas, que pudieran ser medianías, para atender a las eventualidades desconocidas que acaso alcancen importancia, nos parece sencillamente ridícula.
Ciertamente, Lincoln resultó ser un hombre, si no de gran capacidad, a lo menos de muy buen sentido. Tenía un fondo de naturaleza puritana que era el fruto de algunas pruebas y que no dejaba de tener sus encantos. Pero el éxito de la lotería no es argumento en pro de los juegos de azar. ¿Qué probabilidades había para que un hombre de los antecedentes de Lincoln y elegido en las condiciones que lo había sido, diera de sí todo cuanto luego dio de sí?
Y sin embargo, este estado de incertidumbre es lo ordinario en el gobierno presidencial.
El presidente se nombra en él por un procedimiento que hace imposible la elección de personajes conocidos, fuera de determinadas circunstancias particulares y en los momentos en que el espíritu público excitado se decide y manifiesta imperiosamente. Por lo tanto, si sobreviene una crisis inmediatamente después de la elección presidencial, se tiene lo desconocido por gobierno y el cuidado de conjurar esta crisis se deja a lo que nuestro gran satírico hubiera llamado el hombre de Estado X. Aun en los mismos tiempos de calma, el gobierno presidencial, por las razones diversas que dejamos enumeradas, es inferior al gobierno de un gabinete; pero la dificultad que puede presentarse entonces, no es nada en comparación de lo que pueda ella ser en los tiempos de agitación. Los defectos relativos de un gobierno presidencial son mucho menores en la vida normal y corriente, que lo serán en momentos de perturbación inesperados y repentinos la falta de elasticidad, la imposibilidad de la dictadura, la total falta de una reserva revolucionaria.
Este contraste explica por qué la cualidad saliente que poseen los gobiernos de gabinete tiene una importancia tan preponderante. Voy ahora a indicar qué naciones pueden tener un gobierno de ese género y bajo qué forma existe en Inglaterra.
CAPÍTULO SEGUNDO
EL GOBIERNO DE GABINETE. SUS CONDICIONES PREVIAS: SU FORMA ESPECIAL EN INGLATERRA
El gobierno de gabinete es una cosa rara, porque necesita un gran número de condiciones previas. Exige la coexistencia, en una nación, de varios caracteres que no se encuentran con frecuencia en el mundo, y el análisis de los cuales debería hacerse con algún mayor cuidado del que suele emplearse.
Imaginase que una cierta inteligencia y algunas virtudes simples son las condiciones que bastan para el caso. Sin duda, esas cualidades intelectuales y morales son necesarias, pero hay muchas otras cosas necesarias también. Un gobierno de gabinete es el gobierno de un comité elegido por un legislativo, por lo que debe reunir condiciones de dos órdenes: primeramente las que son esenciales, por su naturaleza, a todo gobierno electivo; y en segundo lugar, las que reclama ese género particular de gobierno electivo. Hay condiciones previas comunes al género y otras condiciones particulares a la especie.
La primera condición previa que supone un gobierno electivo es la confianza mutua de los electores. Acostumbrados a aceptar por gobernantes ministros elegidos, nos inclinamos a pensar que el mundo entero recibirá o aceptará disposiciones análogas. El estado de nuestros conocimientos y la civilización, han hecho en nosotros bastantes progresos para que instintivamente y sin razonar, casi sin tener de ello conciencia, concedamos a un cierto número de personas el derecho de elegir nuestros gobernantes. No parece esto la cosa más sencilla del mundo. Y, sin embargo, es una de las más graves.
Lo que particularmente indica el estado de semibarbarie en un pueblo es el sentimiento general de desconfianza y la tendencia a sospechar que en él se advierten. Los hombres, aparte circunstancias felices de tiempo y de país, tienen fuertes raíces en el suelo natal: piensan como en él se piensa, y no pueden sufrir otra manera de pensar. La misma parroquia cercana es para ellos un objeto de sospechas: sus habitantes tienen usos que, por tener diferencias imperceptibles, comparadas con los suyos, se estiman diferentes: tienen su acento particular, emplean ciertas palabras que les son propias, la tradición les atribuye una fe equívoca. Y si la parroquia vecina suscita de un modo tales sospechas, el condado próximo se presta a muchas más todavía. Señálanse en los comienzos como de máximas nuevas, de pensamientos nuevos, de nuevos hábitos; este límite, que de tiempo inmemorial separa los dos condados, hace presentir la existencia de un mundo extraño.
Si respecto del condado vecino hay todas esas prevenciones, respecto de los condados lejanos la desconfianza es absoluta. De allí vienen los vagabundos; he ahí todo lo que de ello se sabe, y no se conoce nada más. Los habitantes del Norte hablan un dialecto que no se parece al dialecto de los del Sur: tienen otras leyes, otra aristocracia, otra vida, en suma. En las épocas en que la idea de los países lejanos no ofrece nada al espíritu, donde la vecindad es cosa de sentimiento y la localidad objeto de una verdadera pasión, no puede concertarse una cooperación entre países lejanos unos de otros, aun para intereses vulgares. Los habitantes de esos países no tienen entre sí la mutua confianza suficiente en la buena fe, en el buen sentido y en el buen juicio de sus vecinos; no pueden, en rigor, contar unos con otros.
Si no cabe esperar esta cooperación para los asuntos ordinarios, tampoco se puede contar, con mayor razón, con ellos para el acto más serio de la vida política; esto es, para la elección del poder ejecutivo. Imaginar que el Northumberland del siglo XII hubiera consentido en aliarse con el condado de Somerset para elegir un magistrado único es una idea absurda: esos dos países apenas se hubieran puesto de acuerdo para elegir un verdugo. Hoy mismo, si el objeto que se persigue tuviera algo de ostensible, ninguno de los distritos separados lo aceptaría. Pero en una elección de condado no se dice:
El objeto de nuestra reunión es elegir un delegado para representarnos en ese cuerpo particular, que los americanos llaman un colegio electoral, en la Asamblea que debe nombrar nuestro primer magistrado, que hace entre nosotros las veces de los presidentes. Los representantes del condado se reunirán con los de otros condados y burgos, para elegir nuestros gobernantes.
Una explicación tan categórica hubiera sido en otro tiempo imposible, y se la estimaría hasta como extraña y excéntrica si se diera hoy. Por fortuna, el procedimiento electoral es tan indirecto, tan disimulado; la introducción de un procedimiento se ha hecho de una manera tan gradual y tan latente, que apenas si se advierte cuán grande es el grado de confianza política que nos concedemos unos a otros. El crédito comercial más amplio parece, a quienes le otorgan, cosa natural, sencilla y ordinaria: no se lo razona, ni se piensa en él; el crédito público, más amplio, tiene algo de análogo: ponemos nuestra confianza en nuestros compatriotas, sin pensar en ello.
Otra rara, y muy rara, condición del gobierno electivo es la calma del espíritu nacional; esto es, aquella disposición del ánimo que permite atravesar, sin perder el equilibrio, por todo lo que suponen las agitaciones necesarias y las peripecias de los acontecimientos.
Jamás en el estado de barbarie o de semicivilización ha poseído un pueblo esta cualidad. La masa de gentes sin educación no podría hoy, en Inglaterra, escuchar pacífica estas sencillas palabras: Id, elegid vuestros gobernantes; semejante idea los trastornaría y les haría pensar en un peligro quimérico; una tentativa de elección llevaría forzosamente a alguna usurpación de poderes. La ventaja incalculable de las instituciones imponentes en un país libre, es que impiden esta catástrofe. Si el nombramiento de nuestros gobernantes se hace sin disturbios, es gracias a la existencia aparente de un gobierno no sometido a elección. Las clases pobres e ignorantes, las que están más sometidas a las agitaciones y a las dificultades que les siguen, se imaginan con plena conciencia que la reina gobierna. Imposible explicarles la diferencia que hay entre reinar y gobernar: las palabras necesarias para expresarla no existen en su lengua, y las ideas necesarias para penetrar su sentido no existen en los espíritus. Esta distinción establecida entre el poder supremo y el rango supremo es un refinamiento que no pueden siquiera ni concebir. Imagínanse estar gobernadas por una reina hereditaria, siendo así que en realidad están gobernadas por un gabinete y un Parlamento compuestos de hombres de su propia elección y que salen de sus filas. Los rasgos salientes de la dignidad imponen respeto, y a menudo, individualidades que sin eso no tendrían crédito alguno, se aprovechan de ellas para gobernar al abrigo de ese sentimiento.
Por último, la tercer condición de todo gobierno electivo es la que puede llamarse la razón instintiva. Entiendo por tal una facultad que implica la inteligencia, pero que, sin embargo, es distinta. Un pueblo entero llamado a elegir sus gobernantes debe ser capaz de representarse claramente los objetos lejanos. De ordinario el carácter divino que se atribuye al rey no consiente que se forme de su persona una idea exacta. Se imagina que el ser a quien se rinde homenaje tiene una superioridad natural tanto como de posición: se le deifica por el sentimiento como antes se le deificaba por la doctrina. Esta ilusión ha sido y es aún de una ventaja incalculable para la raza humana. Le impide, es verdad, elegir sus gobernantes, porque los hombres no pueden ilusionarse hasta el punto de otorgar ese tributo de su sentimiento a un hombre que era ayer su igual y que puede volver a serio mañana, a un hombre que, en definitiva, ellos han elegido para ser lo que es. Pero aunque esta superstición impida la elección directa de los gobernantes, hace posible la existencia de los gobernantes que no son elegidos. Un pueblo ignorante se imagina que su rey ciñendo corona augusta, consagrado en Reims con el óleo santo, o perteneciente a la raza de los Plantagenets, es un ser diferente de aquellos que no descienden de una casa real, que no tienen ni corona ni carácter sagrado. Cree firmemente que ese ser tiene un derecho místico a su obediencia; y a ese título le obedece. Sólo más adelante, cuando el mundo ha variado, cuando la experiencia de los pueblos ha aumentado, y cuando tienen éstos más sangre fría para pensar, es cuando la autoridad de un gobierno elegido de una manera visible, puede obtener su pleno ejercicio.
Esas condiciones restringen mucho el dominio de los gobiernos electivos. Pero las condiciones previas que exige un gobierno de gabinete son aún más raras. Semejante gobierno, fuera de que necesita entrañar las condiciones arriba mencionadas, debe además encontrar un buen poder legislativo, es decir, capaz de elegir una administración hábil.
Ahora bien; una asamblea legislativa capaz es una cosa rara. Todo legislativo permanente, todo mecanismo cuya acción constante tiene por objeto hacer o derogar las leyes, aunque a nuestros ojos sea una institución muy natural, no se libra por eso de la acción de las ideas tradicionalmente admitidas por la humanidad. La mayoría de las naciones se forman de la ley un ideal que la presenta como un don divino, por lo tanto invariable, y como el efecto de un hábito fundamental, legado del pasado, que es preciso transmitir intacto al porvenir. El Parlamento inglés, cuyas funciones principales consisten en hacer leyes, no tenía este carácter en otros tiempos. Era más bien un cuerpo encargado de conservar la ley. La costumbre del reino, esta ley original transmitida por los antepasados, esta ley confiada a los cuidados de los jueces, no podía modificarse sin el consentimiento del Parlamento: había, pues, seguridad de que no sufriría un cambio sino en circunstancias graves y en los casos muy especiales. Se estimaba que el Parlamento no tenía por objeto tanto modificar las leyes como oponerse a su modificación. Tal era, en efecto, su empleo real.
En las sociedades primitivas importa más tener leyes fijas que tener leyes buenas. Toda ley hecha en un pueblo, en los tiempos de ignorancia, encierra necesariamente muchos errores y entraña muchas consecuencias falsas, malas. Los perfeccionamientos de la legislación no se encuentran, ni son siquiera útiles, en una sociedad grosera, trabajosamente ocupada y con miras limitadas y estrechas. Más bien entonces, lo que se necesita imperiosamente es estabilidad. Que el hombre pueda recoger los frutos de su trabajo, que se reconozcan las leyes acerca de la propiedad, sobre el matrimonio, que toda la vida se deslice suavemente por un carril señalado de antemano, tal es el soberano bien de las sociedades primitivas y el deseo supremo de la humanidad en las épocas de semicivilización. Semejantes tiempos gustan más de la fijeza de las leyes que de su mejoramiento. Las pasiones tienen entonces una violencia tal, la fuerza es tan absorbente y el lazo social es tan débil que, para impresionar la vista con un espectáculo augusto, nada hay que equivalga a la inalterabilidad de la ley necesaria para mantener el orden.
No debe olvidarse que, en las primeras edades de las sociedades humanas, todo cambio se mira como funesto, y lo es, en efecto, la mayoría de las veces. Las condiciones de la vida son tan sencillas y tan invariables, que un buen conjunto de reglas basta, siempre que los hombres se den buena cuenta de ellas. La costumbre es el primer obstáculo de la tiranía. Esta fijeza rutinaria de los usos sociales, que tanto irrita a los innovadores modernos, porque se opone y dificulta los perfeccionamientos, sirve de dique a las usurpaciones. La idea de las necesidades políticas no ha hecho aún su aparición, no se conciben las abstracciones de la justicia sino de una manera débil y vaga: se persiste obstinadamente adherido, como a un molde, a los usos transmitidos; es ésta una necesidad para conservar intacta y en buen estado la vida frágil que en el molde se moldea.
En semejantes tiempos, un legislativo ocupado constantemente en hacer y en derogar las leyes, sería una anomalía y se reputaría un peligro. Pero en el estado actual del mundo civilizado, esas dificultades desaparecen. Las aspiraciones de los Estados civilizados les llevan a reclamar que se adapten las leyes o las costumbres, que se adapte la legislación del pasado a las nuevas necesidades de un mundo que hoy cambia todos los días. Ya no es necesario conservar leyes malas, porque se ha hecho necesario tener leyes. La civilización es bastante fuerte para que pueda permitirse ingerir en ella perfeccionamientos por medio de leyes. Sin embargo, considerada en su conjunto, la historia demuestra que si los buenos gabinetes son raros, es porque hay todavía menos Legislativos cuya acción sea continua.
Otras condiciones limitan además el dominio donde puede encontrarse un gobierno de gabinete.
No basta que haya un poder legislativo; es preciso que este legislativo sea capaz, que quiera elegir y conservar un buen poder ejecutivo. Y no es la cosa muy fácil. No se crea que ahora nos proponemos la empresa de estudiar la organización laboriosa y complicada, cuyo ejemplo se encuentra en la Cámara de los Comunes, y el desenvolvimiento libre de lo que se ha trazado con más detalles en los proyectos ideados para mejorar esta Cámara. No pensamos en este momento ni en la perfección ni en lo que puede ser excelente, limitándonos sólo a investigar las condiciones de capacidad.
Esas condiciones son dos: primeramente es necesario tener un buen poder legislativo; luego es preciso conservarlo bueno. Esos dos problemas no tienen un enlace tan íntimo como pudiera creerse a primera vista. Para conservar una Asamblea legislativa en todo su valor, es preciso darle un trabajo serio como ocupación. Que se emplee la mejor de las Asambleas en no hacer nada, y los miembros de tal Asamblea discutirán sobre nada. Cuando se zanjan las grandes cuestiones, comienzan los pequeños partidos. Y así el Estado más feliz, si tiene pocas leyes nuevas que hacer, pocas leyes antiguas que derogar y relaciones extranjeras poco complicadas, tropezará con dificultades graves para dar un buen empleo a su legislativo.
Como éste no tenga nada que decretar, ni nada que regular, corre el riesgo, a falta de mejores asuntos que ventilar, de entregarse a disputas y querellas acerca de la parte de su tarea que a las elecciones se refiera. Ocuparán todo su tiempo las discusiones relativas a los ministerios, y ese tiempo podrá ser muy mal empleado: una serie continua de administraciones débiles, incapaces de gobernar y muy poco adecuadas para el manejo de los intereses públicos, he ahí lo que surgirá en lugar de lo que un gobierno de gabinete debe procurar cuando funciona bien, es decir, un número suficiente de hombres capaces que se mantienen en el poder el tiempo necesario para desplegar sus facultades.
No es tarea fácil determinar la suma de asuntos que, sin tener que ver con las elecciones, deben confiarse a un Parlamento, encargado de elegir el Ejecutivo. No hay ni cifras ni estadísticas en la teoría de las Constituciones. Todo lo que puede decirse, es que un Parlamento, si tiene pocos asuntos de que tratar, no puede ser tan bueno como un Parlamento en el cual los asuntos son numerosos; merece que no sea aquél mejor que este último en todos los demás respectos. Un Parlamento mediano mejora mucho en el roce de los asuntos, pero si no tienen negocios importantes en que ocuparse, debe ser intrínsecamente de una naturaleza perfectamente superior, para no señalar su existencia de una manera deplorable.
Si es difícil conservar una Asamblea legislativa en buen estado, es evidentemente más difícil obtenerla tal desde luego. Dos clases de naciones son aptas para elegir un buen Parlamento. Figura, en primer lugar, la nación donde el pueblo es inteligente y goza de bienestar. Allí donde no hay lo que se llama la pobreza honesta, allí donde la educación está difundida y donde la inteligencia política es común, nada más fácil para la masa popular que elegir una buena Asamblea legislativa. Los rasgos principales de este ideal se presentan en las colonias inglesas de la América del Norte y en todos los Estados libres de la Unión. Esos países no conocen la pobreza honesta: el bienestar material se obtiene allí en un grado que nuestros pobres de Inglaterra no se imaginan, y se obtiene fácilmente con salud y trabajando. La educación está muy extendida y se difunde rápidamente. Los emigrantes que parten del viejo mundo, ignorantes, al llegar a su nueva patria, tienen a menudo ocasión de apreciar las ventajas intelectuales de que ellos mismos están desprovistos, y sufren las consecuencias de su inferioridad en un país en el cual sólo la educación elemental es común.
La mayor dificultad que se experimenta en regiones tan nuevas, consiste únicamente en cosas que provienen de la geografía; en general, la población está diseminada, y dondequiera que la población está diseminada la discusión resulta difícil. Pero aun en un país muy grande como los que contamos en Europa, un pueblo realmente inteligente, realmente bien educado, que goce realmente de bienestar, formaría pronto una buena corriente de opiniones. No puede ponerse en duda que algunos Estados de Nueva Inglaterra, si constituyesen un país separado, tendrían una educación, una capacidad política y una inteligencia medias, tales como no ha poseído jamás la mayoría en un pueblo tan numeroso. En un Estado de ese género, donde el pueblo es capaz de elegir una Asamblea legislativa, es posible y acaso hasta fácil elegir una. Si los Estados de Nueva Inglaterra formasen una nación separada con un gobierno de gabinete, lograrían consolidar en el mundo, por su sagacidad política, una reputación igual a la que tienen ya, en virtud de su prosperidad general.
La estructura de esos Estados está ciertamente fundada en el principio de la igualdad, y es imposible que ningún Estado de ese género pueda satisfacer por entero y de una manera segura a un teórico político. En todos los Estados del antiguo mundo, la igualdad no es más que una ficción legal casi siempre en desacuerdo con los hechos. Teóricamente, todos los hombres tienen los mismos derechos políticos y no pueden ejercitarlos más que si tienen una prudencia igual. Pero en los comienzos de una colonia agrícola, esta hipótesis está tan cercana a la verdad cuanto lo exigen las necesidades de la política. En un país de ese género, no hay grandes propiedades ni grandes capitales ni clases aristocráticas, cada cual tiene su bienestar y su vida sencilla, y nadie es superior a su vecino. La igualdad no se ha establecido artificialmente en una colonia nueva: ha surgido por sí misma. Cuéntase que entre los primeros colonos de la Australia occidental, algunos, que eran ricos, arrendaron obreros y pretendieron darse el lujo de tener coches para pasearse. Pero pronto tuvieron que plantearse el problema de si podrían arreglarse de manera que tuvieran que vivir en sus carruajes. Antes de que las casas de sus amos hubieran sido construidas, los obreros se habían marchado; edificaban casas para sí mismos y cultivaban por sí mismos sus tierras. Ignoro si el hecho ha pasado tal como se cuenta; en todo caso, hechos de ese género han ocurrido miles de veces.
A menudo se ha intentado trasplantar a las colonias, con sus diversas clases, la imagen de la sociedad inglesa; y siempre se ha fracasado desde el primer momento. Las clases groseras, bajas, pronto han sentido que eran iguales a las clases colocadas en lo alto de la escala o bien que les eran superiores; han cambiado de posición dejando a las otras arreglárselas a su modo; y faltando así la base de la pirámide, lo alto se venía a tierra inmediatamente, desapareciendo. En la infancia de una colonia agrícola, tenga o no una democracia política, hay necesariamente una democracia social; la naturaleza se encarga de crearla con el concurso del hombre. Pero con el tiempo, con el aumento de riqueza, la desigualdad comienza. A y sus hijos son industriosos y prosperan: B y los suyos son holgazanes y fracasan. Si se establecen grandes manufacturas y la mayoría de los pueblos jóvenes tienden a establecerlas aun por medio de derechos protectores, la tendencia a la desigualdad aumenta más y más. Sólo el capitalista llega a conseguir una gran fortuna; sus obreros, en cambio, forman la muchedumbre que tiene escasos recursos.
Después de algunas generaciones bien formadas se crean varias diversidades de clases, surgiendo un millar de aristócratas o algunas docenas de mil que componen una clase cuya educación es superior, en medio de un gran pueblo cuya educación es ordinaria. En teoría, es deseable que esta clase que tiene más riqueza y dispone de más tiempo, tenga un influjo grande: una Constitución perfecta encontrará un hábil recurso para conceder a las ideas delicadas de esta clase una acción potente sobre las ideas más groseras de la muchedumbre, pero en la marcha presente del mundo, cuando toda la población de un país está tan instruida y es tan inteligente como ocurre en el caso que he supuesto, no tiene por qué preocuparse con resolver semejante problema.
Los grandes Estados, casi nunca, como no sea en los momentos de transición, han sido gobernados por la aristocracia del pensamiento; y si se consigue que se dejen gobernar por un pensamiento de una capacidad conveniente, ya hay motivo para felicitarse. Se habrá conseguido más de lo que podía esperarse, y aún se pudiera esperar más. En todo caso, un Estado isocrático, es decir, donde todos votan y donde todos votan de la misma manera, puede, si la educación es sólida y la inteligencia está difundida, ofrecer cierta materia para un gobierno de gabinete. Cumple con la condición esencial del sistema, porque tiene un pueblo capaz de elegir un Parlamento encargado de elegir a su vez el poder ejecutivo.
Supongamos el caso en que la masa del pueblo no es capaz de elegir el Parlamento, que es lo que ocurre en la mayoría de las naciones, pues la excepción de esta regla es muy rara: ¿cómo entonces ha de ser posible un gobierno de gabinete? Entonces es posible sólo a los pueblos que yo llamaría respetuosos. Se ha mirado el hecho como extraño, pero es una gran verdad que hay naciones en las cuales la multitud, menos hábil políticamente que el pequeño número de privilegiados, debe ser gobernada por ellos. La mayoría numérica, sea por hábito, sea con propósito deliberado, no importa, está dispuesta hasta con gran calor a delegar el poder de elegir un gobernante a una minoría escogida. Abdica en favor de esta minoría escogida, y obedece sin esfuerzo a quienes tienen la confianza de esta aristocracia intelectual. Reconoce, como sus electores de segundo grado, encargados como tales de elegir sus gobernantes, los miembros de una minoría bien educada capaz y que no encuentra resistencia; otorga una especie de mandato a algunas personas que le son superiores, que pueden elegir un buen gobierno y a las cuales no se hace oposición. Una nación en circunstancias tan felices, presenta medios singularmente ventajosos de organizar un gobierno de gabinete. Tiene los mejores ciudadanos para elegir una Asamblea legislativa, y, por consiguiente, se puede con razón esperar que le elegirán buena y capaz a su vez de elegir una buena administración.
Inglaterra es el tipo de la nación respetuosa, y la manera cómo lo es y cómo ha llegado a serlo, es cosa curiosa en extremo. Las clases medias, es decir, la mayoría de las gentes que tienen educación: he ahí cuál es la fuente del poder en Inglaterra. La opinión pública hoy, es la opinión del gran burgués que usa el ómnibus. No es, en modo alguno, la opinión de las clases aristocráticas como tales, ni las de las clases que tienen más educación y más gusto; es sencillamente la opinión de la masa ordinaria que ha recibido una cierta instrucción, pero que no por eso deja de ser bastante vulgar.
Observad, si no, los colegios electorales; tienen poca cosa de interesantes, y si pasáis vuestra mirada por el interior de la escena, para ver allí las gentes que maniobran y dirigen el movimiento electoral, quizá resultará para vosotros el espectáculo menos interesante aún. La Constitución inglesa en la plena verdad de su forma tangible, se reconoce de este modo: la masa del pueblo obedece a un cierto número de individuos, y cuando se examina a esos individuos, se advierte que no son de la última clase, pero, sin embargo, son individuos bastante toscos y groseros; son, si se les pasara revista, los últimos en quienes una gran nación pensaría para otorgarles una preferencia exclusiva.
De hecho, la masa del pueblo inglés tiene una gran obediencia a algo que es cosa muy distinta de sus gobernantes. Lo que respeta, es lo que pudiera llamarse la pompa teatral de la sociedad. Que se presente ante sus ojos como una ceremonia imponente, un cortejo de grandes personajes, un cierto espectáculo de mujeres elegantes, o cualquiera de esas representaciones en las cuales se despliega el lujo y la riqueza, y tendremos a esa masa profundamente impresionada. Su imaginación se ve como dominada, siente su inferioridad ante el aparato que de ese modo se revela. Las cortes y las aristocracias tienen una gran superioridad para dominar a la multitud, y aunque los filósofos no lo vean, estriba ello en su brillo y en su solemnidad.
Las gentes de la corte pueden hacer lo que a otros sería imposible. Un hombre de pueblo que se propusiera rivalizar en la representación escénica con los actores, fracasaría lo mismo que si intentase rivalizar con los miembros de la aristocracia en el desempeño de su papel. El gran mundo visto desde afuera es una especie de teatro, donde los actores dominan las tablas como los espectadores no sabrían hacerlo. El drama se representa en todos los distritos. Un hombre del campo reconoce que su casa no se parece al castillo o palacio del lord, su vida no es la vida del lord, su mujer no tiene el aspecto de My Lady. Y la última palabra del drama es la reina; nadie supone que su hogar propio se parezca a la morada de la corte, que la vida de la reina tenga nada que ver con la vida de un particular, ni, por fin, que las órdenes dadas por él se asemejen a las ordenanzas reales.
Hay en Inglaterra un espectáculo encantador que fascina a la multitud y que se apodera de su imaginación dominada. Así como un campesino al llegar a Londres se encuentra ante un grande e inmenso conjunto de objetos que le aturden, por el incomprensible misterio de su construcción mecánica, así la constitución de nuestra sociedad lo pone frente a frente de una porción de objetos políticos que jamás ha podido imaginarse ni fabricar, y con los cuales su espíritu no encuentra nada parecido.
Que los filósofos supriman esta superstición, no por eso dejará de tener resultados inapreciables. Gracias al espectáculo de esta sociedad imponente, la multitud ignorante obedece a un pequeño número de electores nominales, es decir, a los hacendados con 10 libras en los burgos y a los mismos con 50 libras en los condados.
Y, sin embargo, esas gentes no tienen en sí nada de imponentes, nada propio para atraer las miradas o seducir la imaginación. Lo que impresiona a la multitud no es el pensamiento, sino los resultados del pensamiento; y el más grande de esos resultados es el maravilloso espectáculo, siempre mudo y siempre el mismo, en el cual los accidentes pasan y la esencia persiste, donde una generación perece y otra la reemplaza, como si se tratase de pájaros enjaulados o de animales en una granja; observando esta sociedad admirable, es un lenguaje demasiado metafórico decir de sus diversas partes que son como los miembros pertenecientes a un ser eterno, con tal tranquilidad se efectúan los cambios, tal identidad existe entre la vida que anima este año al cuerpo social y aquella que lo ha animado el año anterior.
Los personajes que gobiernan en apariencia a Inglaterra, son como los que figuran más ostensiblemente en una procesión, son los que atraen las miradas de la muchedumbre y que provocan sus aclamaciones. Los que en realidad gobiernan están encerrados en los carruajes de segunda clase, nadie repara en ellos ni pide sus nombres, pero se les obedece implícita e intuitivamente en virtud del esplendor desplegado por aquellos que les eclipsan y les preceden.
Es verdad que un sentimiento producido por la imaginación se apoya en un fondo de satisfacción política. No puede decirse que la masa del pueblo inglés es, en definitiva, extremadamente feliz. Hay clases enteras que no tienen idea alguna de lo que las clases superiores llaman bienestar, no tienen ni las condiciones indispensables de la existencia moral, no viven la vida que conviene a la dignidad humana. Sin embargo, las más miserables no imputan su miseria a la política.
Si un agitador, dirigiéndose a los campesinos del Yorkshire, intentase excitar en ellos la desafección política, más bien resultaría lapidado que llevado en triunfo: es lo más probable. Esos seres miserables apenas conocen al Parlamento; jamás han oído hablar del gabinete: pero, a pesar de todo lo que les hubiera hecho oír, exclamarían al final: ¡Después de todo, la reina es buena!
Revelarse contra la organización política sería para ellos revelarse contra la reina, que gobierna la sociedad, cuyos más imponentes caracteres, aquellos que ellos conocen, tienen una expresión suprema en su persona.
La masa del pueblo inglés está políticamente satisfecha y es políticamente respetuosa.
Un pueblo respetuoso, aunque las clases inferiores sean poco inteligentes, conviene mucho más al gobierno del gabinete que un país democrático, porque proporciona más seguros medios de llegar a la excelencia política. Las clases elevadas pueden gobernar. Ahora bien; las clases elevadas tienen más habilidad política que las otras. Una vida de trabajo, una educación incompleta, una ocupación monótona, una carrera que ocupe mucho los brazos y poco el espíritu, no pueden permitir tanta flexibilidad de espíritu, tanta aplicación de la inteligencia, como una vida libre, de largos estudios, una experiencia variada, una existencia que ejercite, sin cesar, el juicio y que continuamente lo perfecciona. Un país donde hay pobres respetuosos, aunque puede ser menos próspero que los países donde no los hay, es, sin embargo, mucho más propio que estos últimos para la existencia de un buen gobierno. Es posible utilizar los mejores ciudadanos en un Estado respetuoso; en cambio, en un Estado donde todo hombre se cree igual a sus conciudadanos, sólo se emplean los más peligrosos.
Es, en verdad, cosa evidente, que nada hay tan difícil como crear una nación respetuosa. El respeto es obra de la tradición: se concede, no a lo que es bueno, sino a lo que, por su antigüedad, es venerable. Ciertas clases, en ciertos pueblos, conservan de un modo señalado el privilegio de ser preferidas para las funciones políticas, porque siempre han poseído ese privilegio, y porque reciben, a modo de herencia, cierto prestigio que les da una especie de dignidad. Pero en una colonia nueva, en un Estado donde las capacidades tienen la probabilidad de ser iguales, donde no hay signos tradicionales para señalar el mérito y las aptitudes, mucho se siente que no se pueda conceder respeto político a la superioridad intelectual, sino cuando esté bien probado que existe y, luego, que tiene un valor político. Es casi imposible procurar pruebas propias y suficientes para convencer a los ignorantes. En el porvenir, en un siglo mejor, quizá se podrá llegar ahí, pero hoy los elementos más sencillos faltan para eso; si se abriese una discusión en serio y un debate adecuado, no se llegaría fácilmente a obtener de la multitud que motive, por un argumento racional, su aquiescencia al dominio del pequeño número que compone la gente bien educada. Ese pequeño número gobierna por la fuerza que tiene, no sobre la razón de la muchedumbre, sino sobre sus prejuicios y sus hábitos; sobre la manera como se representa la cosa lejana, que no conoce en manera alguna, y sobre el conocimiento moral que tiene de los objetos cercanos y familiares.
Un país respetuoso, donde la masa del pueblo es ignorante, está, por consiguiente, en esta situación que, en mecánica, se llama de equilibrio inestable. Este equilibrio, una vez perturbado, nada hay que lo restaure; por el contrario, todo conspira a alejarlo. Un cono colocado sobre su vértice es un equilibrio inestable, porque si lo movéis, por poco que sea, se alejará más y más de su posición hasta caer en tierra. Lo mismo ocurre con los Estados donde las masas son ignorantes, pero respetuosas; si consentís una vez a la clase ignorante tomar el poder en sus manos, adiós respeto para siempre. Los demagogos declararán, y los periódicos repetirán, que el poder del pueblo vale más que el dominio de la aristocracia caída. Un pueblo rara vez está en situación de oír discutir los dos lados de una cuestión que le interese; los órganos populares adoptan el lado que place a la multitud, y los periódicos populares son de hecho los únicos que penetran hasta las masas. Un pueblo no se deja jamás criticar. Jamás nadie le dirá que la minoría bien educada a quien ha derrocado, gobernaba mejor y más cuerdamente que él. Jamás una democracia, a no ocurrir grandes catástrofes, consentirá en retroceder respecto de lo que se le hubiere concedido, porque obrar así sería reconocer su incapacidad, y esta es una cosa de que sólo las más graves calamidades podrán convencerle.
CAPÍTULO TERCERO
LA MONARQUÍA
El papel de la reina, como poder imponente, es de una utilidad incalculable. Sin la reina el gobierno actual de Inglaterra se vendría abajo y no podría existir. A menudo, cuando se lee que la reina ha paseado por la pradera de Windsor o que el príncipe de Gales ha asistido al derby, se imagina que eso es dar una atención excesiva y demasiada importancia a minucias. Pero no hay tal, y conviene explicar cómo los actos de una viuda aislada y de un joven desocupado pueden ofrecer tanto interés.
Lo que hace de la monarquía un gobierno fuerte, es que es un gobierno inteligible. La masa de los hombres comprende esta forma de gobierno y casi nadie en el mundo comprende ninguna otra. Se dice comúnmente que los hombres se dejan llevar por su imaginación; sería más exacto decir que se les gobierna gracias a lo débil de su imaginación. La naturaleza de una Constitución, la acción de una Asamblea, el juego de los partidos, la formación invisible de una opinión directora, son otros tantos hechos cuya complejidad presenta al espíritu dificultades y se presta al error. En cambio, la unidad de acción, la unidad de resolución, son ideas fáciles de coger, todas se dan pronto cuenta de ellas y jamás se las olvida. Preguntar a la masa de los hombres si quieren ser gobernados por un rey o por una Constitución, es darlos a elegir entre un gobierno que comprenden y otro que no comprenden. La cuestión se ha propuesto después de todo a los franceses; se les ha preguntado: ¿Queréis ser gobernados por Luis Napoleón o por una Asamblea? Y el pueblo francés ha respondido: Para gobernarnos queremos un hombre de quien nuestro espíritu tenga una imagen precisa, y no una muchedumbre de gentes sin poder representarnos.
El mejor medio de darse cuenta de la naturaleza de los dos gobiernos es examinar un país donde los dos se hayan sucedido en un espacio de tiempo relativamente corto.
La situación política, según M. Grote, tal como se ofrece en la Grecia legendaria a nuestra consideración, difiere de una manera notable, en sus rasgos principales, del estado de cosas universalmente aceptado entre los griegos en la época de la guerra del Peloponeso. La historia nos muestra que la oligarquía y la democracia estaban de acuerdo para admitir un cierto sistema de gobierno, el cual comprendió en principio los tres elementos con sus atribuciones especiales, pues los funcionarios designados por un término dado y dependientes en último término bajo una forma u otra de una asamblea general de ciudadanos, componían ya sea el Senado y el Cuerpo legislativo, ya los dos juntos. Había, por descontado, numerosas diferencias y muy notables entre esos gobiernos, en el respecto de las cualidades exigidas para ser ciudadano, de las atribuciones y de los poderes conferidos a la Asamblea general, de la admisibilidad en las funciones, etc., y a menudo un individuo tenía ocasión de criticar la manera como se trataban esas cuestiones en su propio país. Pero en el espíritu de todos, una regla o sistema, algo, en fin, análogo a lo que se llama en los tiempos modernos una Constitución, era de una necesidad indispensable para un gobierno, a fin de que éste fuese mirado como legítimo y capaz de inspirar a los griegos el sentimiento de obligación moral de donde se origine la obediencia.
Los funcionarios a quienes estaba confiado el ejercicio de la autoridad, podían ser más o menos competentes y populares, pero la estimación personal que por ella se tenía se perdía ordinariamente en el afecto o repugnancia que provocaba el conjunto del sistema. Si un hombre enérgico lograba, a fuerza de audacia o de astucia, derribar la Constitución y establecer de una manera permanente su dominación arbitraria, aunque llegase a gobernar bien, perfectamente, jamás obtuvo del pueblo una sanción moral; su cetro estaba como tocado de ilegitimidad desde el origen; y el mismo asesinato de un amo tal, lejos de estar prohibido por el sentimiento que en cualquier otra circunstancia hacía condenable semejante acto de derramamiento de sangre, se consideraba en ese caso especial como un hecho meritorio; sólo un nombre se encontraba en el idioma (palabra griega que nos resulta imposible transcribir) -esto es, tirano- para calificar a ese hombre, nombre que servía para señalarle a la vez como un objeto de terror y de odio.
Si dirigimos nuestra mirada de la Grecia histórica a la Grecia legendaria, ésta nos presenta un espectáculo opuesto. Vemos allí en el gobierno poco o nada de previo acuerdo o sistema, y menos aún la idea de una responsabilidad ante los gobernados; en cambio, la obediencia del pueblo toma su origen en los sentimientos personales de respeto que el jefe inspira. Advertiremos en primer lugar, y por encima de todo, el rey; luego un número limitado de reyes o jefes subordinados; después la masa de los hombres libres, tanto guerreros como agricultores, artesanos, aventureros, etc., etc., y por último, por debajo de ellos, los jornaleros libres y los esclavos comprados. No hay barrera alguna amplia e infranqueable que separe al rey de los otros jefes, a los cuales el título de Basilios se aplica como a él mismo; la supremacía de que goza le viene por herencia de sus antepasados, y la transmite por herencia, de ordinario, a su hijo mayor; es un privilegio concedido a la familia por el favor de Zeus. En tiempo de guerra el rey conduce sus guerreros, se señala por sus hazañas y dirige todos los movimientos militares; en tiempo de paz, es el protector supremo de los débiles y de los oprimidos: además ofrece al cielo, en nombre del público, las plegarias y los sacrificios destinados a lograr para el pueblo el favor de los dioses. Un amplio dominio otorgado en goce al soberano, le permite consagrar en parte el producto de sus campos y sus rebaños a una hospitalidad muy grande, aunque muy sencilla. Además, se le hacen muchos regalos, sea para desarmar su enemistad, ya para comprar su favor, ya para paliar las exacciones, y cuando se ha conseguido un botín al enemigo, se empieza por reservar una parte considerable, en la cual se encuentra de ordinario la más hermosa cautiva, y esta parte se deja al rey, fuera de la distribución general.
Tal es la posición que el rey ocupa en los tiempos legendarios de Grecia: si se exceptúan los heraldos y los sacerdotes, que tienen un rango especial y secundario, sólo el rey se presenta ante los ojos como revestido de una autoridad individual, y todas las funciones, entonces poco numerosas, cuyo ejercicio es útil a la sociedad, se desempeñan bajo su cuidado y mediante sus órdenes. Su ascendiente personal, que proviene de la protección divina dispensada a su persona o a su raza, y quizá, además, de que se le cree descendiente de los dioses, es el rasgo que pueda estimarse como principal del cuadro: el pueblo escucha su voz, adopta sus proposiciones, obedece sus órdenes; no sólo no encuentra la menor resistencia, sino que no se le dirige la menor crítica en son de censura; jamás se tropieza con un ejemplo de esto, como no sea aisladamente, o en algunos príncipes subordinados.
El rasgo característico de la monarquía inglesa consiste en que conservando siempre el prestigio sobre el cual se apoyaba la autoridad, en los tiempos heroicos, reúne para gobernar la fuerza moral con que las Constituciones han adornado más tarde el poder en Grecia en un tiempo más civilizado. Somos un pueblo más mezclado que el de Atenas, y probablemente que todos los demás pueblos de la Grecia política. Nuestro progreso ha marchado con un paso más desigual que el suyo. Los esclavos, en otros tiempos, formaban una clase separada, con leyes distintas y pensamientos diferentes de los hombres libres. No había por qué ocuparse de ellos haciendo una Constitución: no se sentía la necesidad de mejorar su suerte para hacer el gobierno posible. Un legislador griego no tenía por qué abarcar en la economía de sus obras gentes como los jornaleros del condado de Somerset y espíritus distinguidos a lo M. Grote. No tenía que organizar una sociedad en la cual los elementos pertenecientes a la barbarie primitiva sirvan de base al edificio de la civilización. Para nosotros, el caso cambia mucho. No tenemos esclavos a que es necesario contener con los terrores de una legislación especial. Pero, en cambio, tenemos clases enteramente incapaces de hacerse a la idea de una Constitución, incapaces de experimentar el menor acatamiento a las leyes abstractas. Muchas personas, sin duda, en estas muchedumbres, saben bien de una manera vaga que hay, además de la reina, otros poderes establecidos, y que hay leyes para dirigirlas en el gobierno. Pero la masa se preocupa más con la reina que con todo el resto, y he ahí lo que da al papel de la reina un valer tan precioso. La República sólo tiene ideas difíciles de coger en su teoría gubernamental: la monarquía constitucional tiene, por el contrario, la ventaja de ofrecer una idea simple, encierra un elemento que puede ser comprendido por la multitud de los cerebros vulgares, aunque sea presentando los problemas más complejos de sus leyes y de sus principios a la curiosidad de una minoría.
Una familia sobre el trono tiene también su utilidad, en cuanto sirve para llevar los rayos de la soberanía hasta las profundidades de la vida común. Nada más pueril, en apariencia, que el entusiasmo de los ingleses con el matrimonio del príncipe de Gales. Se dio las proporciones de un gran acontecimiento político a un hecho que en sí mismo no tenía sino escasa importancia. Pero ningún sentimiento está más en armonía con la naturaleza humana tal como ella es, y como será siempre probablemente. Las mujeres, que componen en una mitad al menos la raza humana, se preocupan cien veces más con un matrimonio que con un ministerio. Todas, salvo algunos espíritus enfermos, gustan de contemplar el encanto de una novela bonita, mezclarse en las escenas austeras de la vida seria. Un matrimonio de príncipes es la expresión brillante y llamativa de un hecho usual, y a este título llama la atención general. Se nos ocurrirá sonreír leyendo el Boletín de la corte, pero ¡pensemos cuántos serán los que leen ese boletín! Su utilidad proviene, no tanto de lo que en él se encuentra, como del público a quien se dirige. Los americanos, se dice, han acogido con más satisfacción la carta de la reina a Lincoln que cualquier otro acto del gobierno inglés. Este acto espontáneo, comprendido por todos, ha iluminado con una luz generosa la marcha confusa y fatigosa de los negocios. He ahí de qué manera la existencia de una familia real dulcifica los hechos de la política, introduciendo en ella la gracia y el encanto cuando se presente la ocasión. Ciertamente, hay episodios en la vida política, pero son de los que hablan al corazón de los hombres y ocupan sus pensamientos.
En resumen: la monarquía es una forma de gobierno que concentra la atención pública sobre una persona cuya acción nos interesa a todos, mientras que esta atención, bajo la República, se divide entre muchas personas, cuyos actos privados no son interesantes. Por lo tanto, en tanto que la raza humana tenga mucho corazón y poca razón, la monarquía será un gobierno fuerte, porque concuerda con los sentimientos difundidos por todas partes, y la República un gobierno débil, porque se dirige a la razón.
Segunda consideración.
La monarquía, en Inglaterra, añade a la potencia del gobierno la fuerza del sentimiento religioso. No es fácil dar la razón de esto. Todo teólogo instruido afirmaría que se debe, cuando se ha venido al mundo bajo una República, obedecer a esta República, al modo como el individuo que ha nacido bajo una monarquía debe obediencia al monarca.
Pero no es esa precisamente la opinión del pueblo inglés, que, tomando a la letra el juramento de fidelidad, cree de su deber obedecer a la reina, y no se imagina sino de un modo imperfecto que esté obligado a obedecer a las leyes si no hubiese monarquía. En otro tiempo, cuando nuestra Constitución era aún incompleta, esta manera de atribuir a un solo poder el derecho sagrado de ser obedecido, no dejaba de tener sus efectos perniciosos. Todos los poderes estaban en lucha, pero los prejuicios populares sólo concedían a la monarquía los medios de aumentar a su gusto, sin que se permitiese a los demás poderes crecer por encima de ella. El partido de los caballeros, todo él, tenía como máxima que se debía obedecer al rey, a pesar de todo; le otorgaban una obediencia pasiva y no se creían obligados a obedecer a ninguna otra autoridad. El rey, para ellos, era el ungido del Señor y ningún otro poder tenía un carácter sagrado. El Parlamento, las leyes, la prensa, no eran más que instituciones humanas, mientras que la monarquía era una institución divina; de este modo, concediendo atribuciones exageradas a uno de los poderes establecidos, se dificultaba el progreso del conjunto.
Después de la revolución, ese prejuicio funesto no tardó en aminorarse. El cambio de dinastía le dio un golpe decisivo. Si alguno, en efecto, tenía una especie de investidura divina, debió ser evidentemente Jacobo II; si había una obligación moral de los ingleses de obedecer a un soberano a pesar de todo, él era quien en rigor tenía el derecho a ser obedecido; si la soberanía era una especie de privilegio hereditario, era el rey, al hijo de los Stuards, a quien la Corona correspondía por su nacimiento, y no al rey de la revolución, que sólo tenía la Corona gracias a un voto del Parlamento.
Durante todo el reinado de Guillermo III hubo; empleando los términos vulgares, un rey hecho por los hombres y otro rey que Dios había hecho. El rey que gobernaba, en realidad, no podía contar con la fidelidad que la religión impone de un modo sagrado, aunque para el soberano de hecho había en Francia, según la teoría del derecho divino, otro rey que debía gobernar. Pero era difícil para el pueblo inglés, con su buen sentido y su espíritu positivo, conservar por largo tiempo su sentimiento de veneración por ese aventurero extranjero que vivía bajo la protección del rey de Francia, no haciendo más que cosas absurdas, y no revelando más que en lo que dejaba de hacer alguna chispa de cordura. Inmediatamente después que la reina Ana ocupó el trono, efectuose un cambio en los espíritus; las antiguas creencias de la monarquía sagrada se fundieron en ella. Había muchas dificultades que hubieran hecho detenerse en el camino a muchos; pero el inglés marcha de corazón, y no se acobarda fácilmente.
La reina Ana tenía su hermano y su padre, ambos vivos, y que, según todas las reglas de sucesión, sus derechos eran superiores a los suyos.
Pero, en general, se aceptó una manera de ser que salvaba esos obstáculos. Díjose entonces que Jacobo II, al huir, había abdicado por el hecho mismo de huir. Sin embargo, no había huido sino bajo la acción del miedo, y forzado, por tanto; y constantemente recordaba a sus súbditos el juramento de fidelidad. El pretendiente, se afirmaba, no era un hijo legítimo, aunque la legitimidad de su nacimiento resultase probada por testimonios que cualquier Tribunal de Justicia habría aceptado. Por último, el pueblo inglés, después de haberse librado de una monarquía revestida con el carácter sagrado, hizo grandes esfuerzos para reconstruir otra análoga. Pero los sucesos tomaron otro rumbo. Se había consentido con gusto en tomar a la reina Ana para engendrar un mundo dinástico; se habían pasado en silencio los derechos de su padre y los de su hermano; pero en el momento crítico aquel, no le quedaban hijos. Había tenido trece en otros tiempos; pero les había sobrevivido, y era preciso, o volver a los Estuardos, o crear un nuevo rey por un acto del Parlamento.
Con arreglo a la ley de sucesión adoptada por los whigs, la Corona pasó a los descendientes de la princesa Sofía de Hannover, hija menor de una hija de Jacobo I. Había antes que ella Jacobo II, su hijo, los descendientes de una hija de Carlos I y la hija de más edad de su propia madre. Pero los whigs prescindieron de ellos porque eran católicos, y eligieron a la princesa Sofía, que por lo menos tenía el mérito de ser protestante.
Seguramente, semejante elección era una buena política; pero no podía ser muy popular. Imposible declarar que era un deber para todo inglés obedecer a la casa de Hannover, sin admitir los principios que reconocen al pueblo el derecho de elegir sus gobernantes, y no hacen descender a la monarquía de la esfera aislada en donde recoge majestuosamente los homenajes para colocarla en el rango mismo de tantas otras instituciones que tienen sencillamente su utilidad. Si un rey no es más que un funcionario público útil que se puede cambiar y reemplazar, no exijáis que se tenga hacia él una veneración profunda. Aun durante todo el reinado de Jorge I y Jorge II, los sentimientos de fidelidad que la religión impuso se negaron a apoyar a la Corona. La prerrogativa real no tuvo partidarios; los tories, que de ordinario la sostenían, no gustaban demasiado de la persona del rey, y los whigs no se sentían inclinados, por sus ideas mismas, a amar a la monarquía. Hasta el advenimiento de Jorge III, la Corona encontró sus más vigorosos adversarios entre los nobles del campo, que son, sin embargo, sus amigos naturales, y entre los representantes de los distritos rurales, donde la fidelidad monárquica tiene su predilecto asilo. Pero cuando Jorge III subió al trono, el sentimiento público revivió como en los tiempos de la reina Ana. Los ingleses consintieron en ver en la juventud del nuevo príncipe el germen de una rama sagrada, como en otro tiempo habían hecho respecto de la vejez de una mujer que era prima, en segundo grado, de su tatarabuelo.
Y he ahí donde estamos. Preguntad a la inmensa mayoría de los súbditos ingleses cuáles son los títulos de la reina para gobernar: jamás os dirán que reina en virtud de un acto del Parlamento, dictado en el año sexto de la reina Ana, cap. VIII; os responderán que reina por la gracia de Dios, y se creen obligados, por un deber religioso, a obedecerla. Cuando su familia subió al trono era casi un crimen de traición pretender que la transmisión hereditaria de la soberanía en una rama es inalienable, porque eso equivaldría a decir que otra familia tenía derechos superiores a los de la familia reinante; pero hoy, por un singular renacer de las cosas, su sentimiento es el apoyo más seguro y el mejor de la reina.
Sin embargo, seria un grave error creer que al advenimiento de Jorge III, el instinto de fidelidad monárquica haya tenido tanta utilidad como hoy. Lo que entonces comenzaba a dejarse sentir era el vigor de este instinto, no su influjo beneficioso. Mezclábanse tantas y tales trabas con el bien producido por ese sentimiento nuevo, que puede preguntarse verdaderamente si en definitiva era útil o perjudicial.
Durante la mayor parte de su existencia, Jorge III fue para la política inglesa una especie de oráculo sagrado. Todo cuanto hacía, tenía una cualidad santa que no poseían los actos de ningún otro poder: desgraciadamente resultaba que, en general, sus acciones eran malas. Sin duda, sus intenciones eran bastante buenas, y se ocupaba en los negocios de su país con tanta asiduidad como un empleado que necesitase del empleo para ganarse la vida, y tuviera, por tanto, que no distraerse en el desempeño de su tarea. Pero su espíritu era débil, su educación mediana, y además vivía en una época agitada. Así se manifestó siempre adversario de las reformas y protector de los abusos. Hizo una oposición funesta, pero potente por su carácter sagrado, a la mitad de sus ministros; y cuando la Revolución francesa suscitó el horror universal y lanzó sobre la democracia la mancha del sacrilegio, la piedad de Inglaterra concentró todas sus adhesiones alrededor del rey, agrandando así de una manera extraordinaria su autoridad.
La monarquía, hoy, extiende su sanción religiosa sobre todo el orden político; en la época de Jorge III, sólo se servía de ella para su propio uso. Ahora da un gran vigor a todo el sistema constitucional, asegurándole, por los lazos de la fe, la obediencia de masas muy numerosas; pero antes, manteniéndose apartada, absorbía para sí misma el beneficio de ese carácter sagrado, dejando al resto del cuerpo político el papel de instrumento de su voluntad.
Uno de los motivos principales que permiten a la monarquía dar una tan buena consagración al mecanismo gubernamental, es esta particularidad de nuestro sistema que suele ser un mero objeto de burla para los americanos y para un gran número de utilitarios. Se ríe de este extra, como los yankis dicen, de este elemento aislado en su potencia. Se cita la palabra de Napoleón, diciendo que no quería étre mis a l'engrais cuando negaba el título de gran elector que la constitución de Sieyes había creado para una función que, según Thiers, estaba tomada con razón de la monarquía constitucional. Pero esas objeciones son completamente erróneas. Sin duda era absurdo, de parte de Sieyes, proponer una institución nueva desprovista de todo respeto tradicional y de toda consagración religiosa, para ocupar el lugar ocupado por un rey constitucional en las naciones cuya historia es monárquica. Semejante institución, lejos de ser bastante augusta para extender alrededor suyo una especie de respeto por acción refleja, tiene un origen demasiado reciente y demasiado artificial, para que pueda llegar a ser imponente: y además, si lo absurdo de la idea pudiera aún acentuarse, sería mediante la oferta de una sinecura inútil, pero que se suponía sagrada, a Napoleón, es decir, al hombre más activo de Francia, al hombre que teniendo en el más alto grado el genio de los negocios, pero en manera alguna el carácter sagrado, parecía hecho exclusivamente para la acción.
El error de Sieyes, después de todo, no sirve más que para poner más en claro la excelencia de la monarquía real. Si un monarca puede hacer la felicidad de un pueblo, lo mejor que puede hacerse es colocarle fuera del alcance de todo ataque. Es preciso admitir como un axioma, que no puede hacer el mal y no rebajarle en las proporciones mezquinas de la realidad. Su puesto debe ser elevado y solitario. Como la monarquía inglesa no tiene más que funciones latentes, cumple esta condición. Parece mandar, pero jamás parece luchar. Ordinariamente ésta, como oculta tras el velo del misterio, a veces atrae las miradas como un gran espectáculo, pero jamás se mezcla en los conflictos. La nación se divide en partidos, la Corona permanece extraña a todos. Su aislamiento aparente de los negocios la pone a cubierto de las hostilidades y de las profanaciones, la conserva un encanto misterioso, y la permite reunir a la vez el afecto de los partidos contrarios, y ser como el símbolo visible de la unidad para las gentes, cuya educación, incompleta aún, todavía no puede pasar sin símbolo.
En tercer lugar, la monarquía sirve de cabeza a la sociedad. Si no existiese, el primer ministro sería el primer personaje del país. Él y su mujer serían los que tendrían que recibir los embajadores, y a veces a los príncipes extranjeros, ofrecer las más grandes fiestas al país, dar el ejemplo de la vida lujosa, representar a Inglaterra ante el extranjero, y al gobierno de Inglaterra a los ojos de los ingleses.
Es fácil imaginar un mundo donde en cambio no tendría malas consecuencias. Es un país donde el pueblo no tenga en el afán de las pompas exteriores, ni el gusto del aparato teatral, y mire, por tanto, al fondo de las cosas, eso seria una bagatela. Que lord y lady Derby sean los encargados de recibir a los embajadores extranjeros, o bien que desempeñen este deber lord y lady Palmerston, poco importa en ese caso, y la superioridad de unos o de otros en la organización de sus fiestas, cosa es que sólo interesaría a sus invitados. Una nación de filósofos austeros no se preocuparía en manera alguna con tales detalles. El nombre del director de escena no tiene valor más que para quien se interesa por la representación teatral.
Pero quizá no hay nación que comprenda menos número de filósofos que la nuestra. Entre nosotros seria un asunto de los más serios lo de cambiar cada cuatro o cinco años la cabeza visible de nuestra sociedad. Si no nos distinguimos por una ambición extraordinaria, es preciso reconocernos una tendencia muy notable hacia esa pequeña especie de ambición que está vecina de la envidia. La Cámara de los Comunes está llena de miembros cuyo único fin, al entrar en ella, no ha sido otro que el de figurar en sociedad, como suele decirse, y obtener para ella y para sus familias el derecho de participar en ceremonias en las que, de otro modo, no podrían intervenir. Esta parte de los privilegios parlamentarios es codiciada por miles de personas, aunque sólo sean puras frivolidades para el pensador.
Si el puesto más en evidencia de la vida pública fuese entregado a las luchas y a la competencia, los sentimientos a que aludimos, de ambición y de envidias, aumentarían de un modo espantoso. Las seducciones del orden político son demasiado deslumbradoras para nuestra pobre humanidad: puestas al alcance de las almas bajas, llegarían a ser la presa de los hábiles, los cuales tendrían sus rivales en los tontos. Aun hoy existe un peligro en la distinción que se concede a lo que se denomina exclusivamente la vida pública. Los periódicos constantemente presentan a diario el cuadro de un cierto mundo: glosan a cuenta de los personajes que éste encierra, los analizan en todos sus detalles, estudian sus intenciones y por adelantado anuncian lo que les ocurrirá. Conceden a esas gentes un predominio sobre todos los demás, predominio con el cual no honran a ninguna otra clase de personas. El mundo de la literatura, el de la ciencia y el de la filosofía, no sólo no se elevan a la altura del mundo político, sino que apenas existen en comparación con éste. No se le menciona en la prensa, no se intenta siquiera hacerlo. A tales periódicos, tales lectores. Éstos, a consecuencia de una inmutable asociación de ideas, llegan a creer que los personajes cuyos nombres constantemente figuran en los periódicos, son más hábiles, más capaces, y en todo caso, superiores a los otros.
He escrito libros durante veinte años, decía un escritor, y yo no era nadie; he ido al Parlamento, y antes mismo de intervenir en sus tareas era yo un personaje. Los personajes políticos de Inglaterra ocupan por sí solos el pensamiento del público inglés, son los actores que están en escena y es difícil a los espectadores no dejarse arrastrar por su admiración; hasta imaginan que el actor admirado les es superior. En nuestra época y en nuestro país, sería muy peligroso aumentar en medida alguna la fuerza de una tendencia ya por sí demasiado peligrosa. Si el puesto más elevado de la sociedad pudiera ser disputado en la Cámara de los Comunes, habría entre nosotros un número de aventureros injustamente más considerable, con deseos y ambiciones de que no es posible formar una idea.
Débese a una singular combinación de motivos la existencia de un rasgo característico en la Constitución inglesa, ya que la Edad Media había legado a Europa entera un sistema social a la cabeza del cual se encontraban los soberanos. El gobierno se puso al frente de la sociedad, de las relaciones sociales, de la vida social: todo dependía del soberano, todo se distribuía alrededor del soberano: cuanto más cerca de él se iba más se aumentaba, y según que de él se alejaba se hacía uno más pequeño.
La idea de que el gobierno es la cabeza de la sociedad se encuentra arraigada en el espíritu popular; sólo para algunos filósofos es esto un mero accidente histórico, y profundizando la materia se encuentra que su opinión es cierta y evidente.
En primer lugar la sociedad, en tanto que sociedad, no tiene por su naturaleza ninguna necesidad de una cabeza. Dejada a sí propia, se constituye no monárquica sino aristocráticamente. La sociedad, en el sentido que nosotros le damos, es una reunión de personas que se juntan para distraerse y conversar. Si se pactan matrimonios, no es, por decirlo así, más que por incidente; el fin general, el fin principal que en ella se persigue, es la conversación y el placer. No hay en eso nada que exija una sola cabeza; se obtienen esos resultados sin que una sola persona deba dominar de una manera necesaria. Naturalmente, si una aristocracia de diez mil miembros se crease, un cierto número de personas y de familias que tengan la misma cultura intelectual, los mismos recursos, el mismo espíritu, llegan al mismo nivel y ese nivel es muy elevado. Su iniciativa valiente, su educación, su conocimiento del mundo los coloca por encima de los otros, y forman así las primeras familias, poniéndose todas las demás por debajo de ellas. Pero esas primeras familias tienden a conservar entre sí cierto nivel, ninguna de ellas es considerada ni por todos ni por varios como si tuviesen una superioridad por encima de las otras.
He ahí, en verdad, cómo se ha formado la sociedad en Grecia y en Italia, he ahí cómo se forman hoy en las nacientes ciudades americanas o de las colonias. Eso de que es preciso que una sociedad tenga una cabeza, lejos de ser una idea necesaria, en ciertas épocas no hubiera tenido ningún sentido inteligible. Si se la hubiese formulado a Sócrates, no la habría comprendido. Hubiera dicho: ¿Pretendéis que uno de mis semejantes deba ser el primer magistrado y que yo estoy obligado a obedecerle? Muy bien; os comprendo y habláis muy bien. Decidme además que siendo aquel otro sacerdote debe ofrecer a los dioses los sacrificios que ni yo ni ningún otro profano podemos ofrecerles; también os comprendo y os aplaudo. Pero si afirmáis que hay en algún ciudadano un encanto secreto que hace que sus palabras sean mejores que mis palabras, su cara mejor que la mía, entonces no os entiendo y será preciso que os expliquéis.
Aun cuando la existencia de una cabeza de sociedad fuese una idea natural, no por eso habría derecho a afirmar que esta cabeza debe necesariamente ser la de gobierno civil. La sociedad, por sí misma, no depende más del gobierno civil que de la jerarquía eclesiástica. La organización de hombres y mujeres con un fin de placer no tiene una identidad necesaria con su organización política, mayor que la que puede tener con la organización religiosa: no mira más hacia el Estado que hacia la Iglesia.
Las facultades que hacen a un hombre eminentemente propio para el gobierno, no son las que gustan en sociedad; se ha visto a algunos hombres de Estado impenetrables como Cromwell, o bruscos como Napoleón, o bien groseros y bárbaros como sir Roberto Walpole.
Entre las futilezas del salón y los graves intereses de gabinete, hay toda la diferencia que puedan soportar los asuntos humanos. ¿Es, según esto, tan natural unirlos? De esta unión siempre puede resultar que se coloque a la cabeza de la sociedad a un hombre que desde el punto de vista social, puede tener muy grandes defectos sin tener cualidades eminentes.
No hay mejor comentario para estas observaciones que la historia de la monarquía inglesa. No se ha notado lo bastante que se ha efectuado en la estructura de nuestra sociedad, un cambio análogo al que se ha producido en nuestra política. La República se ha deslizado entre nosotros bajo el color de monarquía. Carlos II era realmente la cabeza de la sociedad; el palacio de Whitehall, en su tiempo, era un centro donde se concentraban las más encantadoras conversaciones, la elegancia más rebuscada y las intrigas de amor más refinadas. Seguramente semejante rey no contribuía a moralizar la sociedad, pero daba el tono a quienes buscaban el lado agradable de la vida. Concentraba a su alrededor todos los espíritus alegres y bromistas de alta sociedad que había en Londres, y la ciudad de Londres concentraba en sí misma todo lo que había de más frívolo en el gran mundo de Inglaterra. La corte era un foco de donde irradiaban todas las fascinaciones y donde se juntaban todas las seducciones. Whitehall era un club sin rival, que tenía además una sociedad femenina selecta, la más hábil y más picante.
Ahora bien; todo eso, como es sabido, ha cambiado mucho. El palacio de Buckingham se parece muy poco, lo menos posible, a un club. La corte vive retirada, fuera del mundo que brilla en Londres, no tiene sino muy débiles relaciones con la parte agradable del mundo. Los dos primeros Jorges no conocían el inglés, y eran perfectamente incapaces de dirigir como jefes la sociedad inglesa. Ambos preferían la sociedad de uno o dos alemanes de mala reputación a todo cuanto Londres pudiera ofrecerles de atractivo y de seductor. Jorge III no tenía vicios sociales, pero tampoco tenía cualidades sociales. Era un buen padre de familia, un hombre de negocios, y que después de haber trabajado durante todo el día, prefería comer un jigote con nabos, antes que dedicarse a los placeres del mundo elegante y a la más entretenida de las conversaciones. Así la sociedad de Londres, aunque persistió formalmente bajo el dominio de la corte, formó desde entonces una orientación natural hacia la oligarquía.
Esta sociedad ha llegado a ser la aristocracia de los diez mil, bien conocida, y, de hecho, el influjo monárquico no se ha hecho sentir en ella más de lo que se hace sentir en la sociedad de Nueva York. Las grandes damas dan el tono, no menos independientemente de la corte que en América. En cuanto a los hombres, el mundo elegante de los clubs y lo que con él se enlaza, tanto se preocupa, en la vida ordinaria, de Buckingham- Palace, como de las Tullerías. Se ha conservado la costumbre de las presentaciones y de las visitas en la corte. El levantarse y el tocado de la reina son denominaciones que sostienen aún el recuerdo del soberano de los tiempos en que el dormitorio del soberano y el tocador de la reina eran un centro para la alta sociedad de Londres, pero eso ya no forma parte de las ceremonias oficiales, a las cuales, por otra parte, todas las personas de consideración pueden hoy ser admitidas si lo desean. Los mismos bailes de la corte, donde, por lo menos, podría razonablemente esperarse algún placer, pasan en Londres inadvertidos; se dan en pleno Julio. Hace ya tiempo que observadores atentos han advertido esos cambios, pero todos han podido notarlo muy bien después de la muerte del príncipe consorte. A partir de ese momento, toda la vida parece que ha sido como suspendida en la corte, y, durante algún tiempo, no ha pasado nada en ella. La sociedad no por eso se detiene; sigue su curso ordinario. Algunas personas que no tenían hijas que casar o que poseían pocas rentas se aprovecharon de la ocasión para dar menos reuniones, y las que no tenían en rigor dinero, se quedaron en el campo; pero, en definitiva, la diferencia con lo pasado fue poco sensible. La reina de las abejas se había retirado, pero la colmena marcha.
Se ha dirigido recientemente a la corte de Inglaterra de nuestros días la crítica sutil y original de que despliega poco esplendor. Se le ha comparado con la corte de Francia, cuyo fasto llama la atención de todos y cuya magnificencia es un espectáculo sin igual en el país. Se ha dicho que, en otros tiempos, la corte de Inglaterra tomaba del pueblo demasiado dinero y lo gastaba mal, mientras que ahora, cuando se puede tener confianza en su discreción, no emplea todos los recursos que la nación podría otorgarle. Puede sostenerse que no debe haber corte; puede sostenerse también que debe haber una corte, y una corte magnífica, pero es imposible sostener que una corte deba ser mezquina. Vale más gastar un millón para aturdir a las gentes, cuando se juzgue esto necesario, que consagrar las tres cuartas de un millón en intentar la cosa sin maravillar a nadie.
Quizá hay algo de verdad en esta crítica, porque la corte de Inglaterra no es tan suntuosa como debería serlo. Pero que no se la compare con la corte de Francia. El emperador representa una idea distinta de la de la reina. No es la cabeza del Estado, es el mismo Estado. La teoría sobre la cual descansa su gobierno es la de que todos los franceses son iguales, y que el emperador personifica el principio de la igualdad. Engrandeciéndole, se achica y, por consiguiente, se pone bajo el nivel de igualdad al resto de Francia. Elevar al emperador es un medio de rebajar todas las otras individualidades.
La monarquía inglesa tiene como base el principio contrario. Así como en política perdería todo su prestigio si se encerrase en sí mismo, así, desde el punto de vista social, si se excediese, llegaría a ser un peligro. Ya tenemos bastante lujo voluntario en Londres; antes de que sea necesario fomentarlo y aumentarlo, más bien convendría detener o restringir sus progresos. Nuestra corte no es más que la cabeza de una aristocracia, cuyos miembros rivales no son igualmente ricos; el esplendor de la corte no contendría a nadie en los límites prudentes, y excitaría la ambición de ciertos individuos. La monarquía es útil en tanto que sirve para alejar las ambiciones del rango supremo, y mientras cabe su reserva en esta situación aislada. Pero sería funesta si añadiese un nuevo alimento al gasto ruinoso de la clase opulenta, si diese la sanción majestuosa de un ejemplo a los que luchan en el terreno de la prodigalidad.
Cuarta consideración. Miremos ahora la corona como modelo de moralidad. Las virtudes de la reina Victoria y las de Jorge III han emocionado profundamente el corazón del pueblo. Hemos llegado a creer que un soberano es de un modo natural virtuoso, y que el trono da a las virtudes domésticas tanta facilidad como brillo para producirse. Pero un poco de experiencia y la más pequeña reflexión demuestran que los reyes no se distinguen por la excelencia de sus costumbres domésticas.
Ni Jorge I, ni Jorge II, ni Guillermo IV fueron ejemplo en este respecto; Jorge IV era más bien todo lo contrario. La verdad es que si los otros monarcas se sienten arrastrados a no proceder bien, porque están rodeados de seducciones, un rey constitucional está más expuesto que nadie a caer, porque tiene en rigor menos cosas en que emplear su tiempo que los demás soberanos. El mundo entero con sus pompas, sus atractivos y sus incentivos, he ahí lo que un príncipe de Gales tiene siempre y tendrá delante de sus ojos. ¿Se puede razonablemente esperar que la virtud va a presentarse en todo su esplendor allí donde las tentaciones más atractivas se ejercen en la edad más y mejor dispuesta a las debilidades?
Si las ocupaciones de un rey constitucional son graves, serias e importantes, jamás apasionan; no son las más propias para agitar la sangre, despertar la imaginación y distraer el pensamiento. En los hombres que, como Jorge III, tienen el gusto innato de los negocios, los deberes prácticos de un rey constitucional pueden ciertamente tener un influjo calmante y saludable. La enajenación mental contra la cual luchó, y a menudo con éxito, durante varios años, se hubiera manifestado frecuentemente si no hubiera sido detenida por la regularidad de una vida laboriosa. Pero ¡qué pocos príncipes tienen en un grado tan singular el amor al trabajo, y cuán raro es encontrarlo, aun en los otros que no sean príncipes! ¡Qué poco a propósito es la educación de los príncipes para empujarlos hacia ese lado, y qué poco debe contarse con ese instinto para que sirva como de remedio contra las seducciones que les rodean! Los soberanos de espíritu serio y circunspecto pueden aportar algunas virtudes domésticas a un trono constitucional; pero hasta éstos tienen a veces sus debilidades, y en cuanto a pretender que los soberanos cuyo temperamento es más ardiente, den de ordinario el ejemplo de las virtudes, es pedir peras al olmo.
Por último, la monarquía constitucional tiene aquella función respecto de la cual he insistido más arriba, y que, aunque con mucho, la más importante, no se presta, por mi parte, a nuevos desenvolvimientos. Tal función es que viene a ser un paliativo. Permite a los que gobiernan realmente, sucederse sin que el vulgo lo advierta. Las masas, en Inglaterra, no son propias para un gobierno electivo; si se dieran buena cuenta de lo cerca que estamos de esta forma de gobierno, quedarían sorprendidos y casi temblando.
En definitiva, y casi por la misma razón que es un excelente paliativo, la monarquía constitucional es un bien precioso en los momentos de transición. Lo que mejor facilita la sustitución de un gobierno de gabinete por un gobierno absoluto, es el advenimiento de un rey favorable al sistema constitucional y decidido a sostenerlo. Un gobierno de gabinete, dada su novedad, no tiene fuerza en los tiempos de agitación. El primer ministro, ese jefe de quien todo depende, y que, si hay alguna responsabilidad que asumir, debe tomarla sobre sí mismo y emplear la fuerza si hace falta recurrir a ella, no tiene garantía alguna de estabilidad. No ocupa su puesto, por la naturaleza misma del gobierno de gabinete, más que de una manera precaria. En un pueblo muy acostumbrado a esta forma de gobierno, semejante funcionario debe tener gran firmeza: su apoyo, si no lo encuentra en el Parlamento, debe buscarlo en la nación que lo comprenda y lo estime. Pero cuando el gobierno este es de creación reciente, le es difícil al primer ministro tener la firmeza necesaria; su tendencia se inclina demasiado a contar con la razón humana y a olvidar los instintos de las masas. Entonces es cuando el prestigio con que la tradición rodea a su monarca hereditario es de una utilidad incalculable.
Inglaterra jamás hubiera podido atravesar felizmente los primeros años que siguieron a 1688, sin la admirable habilidad de Guillermo III; jamás Italia hubiera llegado a obtener y a conservar su independencia sin Víctor Manuel; ni la obra de Cavour, ni la de Garibaldi, eran más necesarias que la obra de su monarca. La caída de Luis Felipe, ocurrida porque no supo servirse del poder reservado a un rey constitucional, es una enseñanza que prueba de la manera más concluyente la importancia de este poder reservado. En Febrero de 1848, M. Guizot era débil porque no se sentía seguro en el ministerio. Luis Felipe hubiera debido asegurarlo. Inmediatamente se hubiera podido conceder la reforma parlamentaria a la opinión bien informada, pero era preciso no conceder nada a la muchedumbre. Se hubiera debido resistir al pueblo de París, según deseaba Guizot. Si Luis Felipe hubiera sido un rey capaz de introducir en Francia el gobierno libre, hubiera fortificado con todo su apoyo a los ministros en el momento en que se trataba de entablar el orden, salvo prescindir de ellos cuando el restablecimiento del orden hubiera permitido entregarse a las discusiones políticas. Pero el rey era uno de esos hombres en quien el sentido de la previsión se apagaba a medida que envejecía; aunque tuvo una gran experiencia y una habilidad consumada, llegó a tener un momento de debilidad y cayó por no haber mostrado un poco de aquella energía que, en semejante crisis, un hombre resuelto jamás hubiera dejado de desplegar.
He ahí, en sus detalles principales, los motivos que justifican la institución de la monarquía por el influjo exterior que ejerce en la muchedumbre de los hombres; y en el estado actual de la civilización inglesa tiene aquella ventaja preciosa. En cuanto a la tarea particular del soberano, es decir, al trabajo real de que la reina está encargada, será el objeto del capítulo que sigue.
CAPÍTULO CUARTO
LA MONARQUÍA
(CONTINUACIÓN)
La Cámara de los Comunes ha hecho investigaciones acerca de la mayor parte de las cuestiones, pero jamás ha tenido un comité de la reina. Ningún blue book trata de lo que hace la reina; tal investigación no podría efectuarse, y sin embargo, si se consintiera hacer, probablemente ahorraría a la reina muchas molestias ordinarias, y la pérdida de un tiempo que emplea trabajosamente en una tarea inútil.
En la teoría admitida generalmente sobre la Constitución inglesa, hay dos errores respecto del soberano. El primero es que, en otro tiempo al menos, se le miraba como un Estado del reino, es decir, como si tuviera la autoridad con el mismo título que la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. Y, en efecto, el soberano de otros tiempos tenía esta autoridad; su poder era hasta muy superior al del Parlamento, pero ya no es así. El ejercicio de semejante autoridad supone en el monarca un derecho de veto en los actos legislativos. Sería preciso que le fuese posible rechazar los bills, si no a la manera de la Cámara de los Comunes, a lo menos como la Cámara de los Lores.
Pero la reina no tiene por arma el veto. Se vería obligada a firmar su propia sentencia de muerte si las dos Cámaras se pusieran de acuerdo para someterla a su firma. Sólo en virtud de una ficción del pasado se le atribuye el poder legislativo. Hace mucho tiempo que no posee ni una sola partícula de semejante poder.
En segundo lugar, la teoría antigua pretende que la reina es el poder ejecutivo. La Constitución americana ha sido el fruto de discusiones muy detenidas cuando fue hecha, y entonces se admitió como verdad que el rey era en la Constitución inglesa un administrador supremo; y se acordó, en definitiva, que la primer necesidad era la creación de un administrador análogo sin la herencia, es decir, un presidente. Viviendo más allá del Atlántico, y dejándose arrastrar por las doctrinas corrientes, los hábiles autores de la Constitución federal, a pesar de toda su atención y cuidado, no han visto que el primer ministro tiene como suya la parte principal del poder ejecutivo en la Constitución inglesa, mientras que el monarca era una simple rueda del mecanismo político. Cierto es que pueden muy bien encontrar disculpa los legisladores americanos en la historia de aquella época. La idea que tenían de nuestra Constitución, se la habían formado según lo que habían tenido ocasión de advertir. En los tiempos en que lord North se estimaba que administraba el país, era Jorge III quien en realidad gobernaba. lord North no era hechura suya, sino su agente. Si el ministro proseguía una guerra que desaprobaba con todas las fuerzas de su alma, es porque esta guerra tenía la entera aprobación del rey. De donde se sigue de un modo inevitable, que los miembros de la Convención americana han debido ver el verdadero ejecutivo en el rey, cuyos actos les perjudicaban, y no en un ministro que no les había hecho daño alguno.
Si, dejando a un lado la teoría de las gentes ilustradas, examinamos nuestra antigua legislación no derogada, verdaderamente sorprende todo lo que puede hacer el soberano. Hace algunos años la reina quiso con mucha razón nombrar pares del reino vitalicios; los miembros de la Cámara alta cometieron el gran error, en contra de sus mismos intereses, de oponerse a ese deseo. Pretendieron que el derecho reivindicado por la reina había caído en desuso, que en otro tiempo sin duda la monarquía lo había poseído, pero que por prescripción lo había perdido.
Léase el Digesto de Comyn o cualquier otro libro de este género: en el epígrafe Prerrogativa real se encontrará que la reina tiene cien derechos de ese género, los cuales no se podrá decir si existen aún o si han caído en desuso, y que darían lugar a largas e interesantes discusiones si la reina intentase ejercerlos. Sería bueno que un buen jurisconsulto escribiese una obra encaminada a distinguir entre esos derechos los que están en vigor y los que no lo están, merced a la prescripción. No hay en verdad noticias más auténticas acerca de lo que la reina puede hacer, que sobre lo que en realidad hace.
Desde el punto de vista estrictamente superficial de la teoría, hay en esto, en nuestras libres instituciones, un defecto evidente. En un gobierno popular, todo poder debe estar definido. La idea dominante de ese gobierno, es que el mundo político, el que gobierna, da a los negocios la dirección que juzga conveniente. Todos los actos de una administración se aquilatan con gran cuidado: se inspeccionan esos actos para saber si son buenos, y para oponerse a ellos de una manera o de otra si parecen malos. Pero no se puede juzgarlos más que con conocimiento de causa, no es posible ponerlos en orden si se ignora la extensión de esos distintos derechos. Una prerrogativa secreta es una anomalía. Y, sin embargo, ese carácter secreto es indispensable a la monarquía inglesa hoy para que pueda ser todo lo útil posible. Ante todo, la monarquía quiere ser respetada, y si se quiere excavar en el dominio de sus prerrogativas, es imposible respetarla. Desde el momento en que se estableciese un comité especial de la reina desaparecería todo el encanto fascinador de la monarquía. Este encanto existe merced al misterio. La magia no se concibe en plena luz. No se debe llevar a la monarquía al terreno político, so pena de dejar de ser respetada por los combatientes; no será más que un combatiente como los otros.
Si la existencia de ese poder secreto es desde el punto de vista puramente abstracto un vicio de nuestra Constitución política, se trata de un vicio inherente a una civilización como la nuestra, en la cual es necesario tener poderes augustos y, por consiguiente, desconocidos, a la vez que esos poderes dependan de un uso ordinario.
Si para apreciar el funcionamiento de ese poder secreto se acude a los testimonios de aquellos que, entre los muertos o los vivos, lo han tenido más cerca, se observa una extraña diferencia entre sus opiniones. Como los cortesanos de Jorge III, los hombres de Estado que van a la corte de la reina Victoria están unánimes en lo de afirmar la extensión de la influencia real. Uno y otros admiten que la Corona hace mucho más de lo que parece hacer. Pero hay esa misma divergencia de opiniones en lo que concierne al valor de los actos que ejecuta. Mr. Fox no sentía escrúpulo alguno en calificar severamente el influjo latente de Jorge III: veía en él las maniobras ocultas de un espíritu infernal.
Los actos de la Corona, en la época a que nos referimos, inspiraban temor y terror a los liberales; hoy los liberales más avanzados hablan así: Jamás, por nuestra parte, podremos saberlo, pero cuando la historia se haya escrito, podrán nuestros hijos saber todo lo que debemos a la reina y al príncipe Alberto. El misterio de la Constitución, que aturdía tanto en otros tiempos a los hombres de Estado más serenos, más reflexivos y más instruidos, es un objeto de amor y de respeto para sus sucesores.
Antes de procurar explicar ese cambio, hay una parte de los deberes de la reina que se pretende poner fuera de discusión; es la parte rutinaria. Es preciso que la reina de su asentimiento y su firma a una porción innumerable de documentos oficiales que nada tienen que ver con la política, cuyo contenido es insignificante, y que el empleado más modesto podría firmar como ella. Jorge III tenía la costumbre de leer una gran cantidad de documentos antes de firmarlos: cesaba de leerlos cuando lord Thurlow le declaraba que era absurdo examinar documentos que no se podían comprender. Pero la peor clase de documentos es la de las comisiones del ejército. En virtud de un acto aprobado hace sólo tres años, la reina debió firmar todas las comisiones militares, y aún hoy firma todas las comisiones nuevas. Por una consecuencia natural e inevitable, esas comisiones estaban y están retrasadas por nulas. Se ha visto muchas veces oficiales que no reciben sus comisiones por primera vez sino años después de haber dejado el servicio. Si la reina fuese un funcionario ordinario, se habrían hecho oír las quejas desde hace mucho tiempo, y desde hace mucho tiempo se le habría librado de un trabajo tan absorbente.
Se pretende que un hombre de Estado un tanto despreocupado en su manera de tomar estas cosas, ha encontrado el medio de defender el indicado abuso diciendo: Puede ocurrir que un tonto suba al trono, y en ese caso, sería bueno reservar las muchas ocupaciones de una naturaleza tal que no puede hacer con ella mayores daños. Pero es una cosa poco seria acumular tanta tarea rutinaria en manos de un soberano a quien su título condena al desempeño de una infinidad de deberes oficiales en la sociedad. Se trata aquí de un rastro del tiempo pasado, cuando Jorge III quería conocer por sí mismo los detalles más vulgares y no dar sino un asentimiento motivado a las medidas más insignificantes. Dejemos, pues, fuera de toda discusión esas labores impuestas por la rutina. No proporcionan al soberano ningún influjo ni para mal ni para bien.
El medio mejor de apreciar todo lo que debemos a la reina, es hacer un vigoroso esfuerzo de imaginación para ver cómo nos arreglaríamos sin ella. Despojemos al gobierno de gabinete de sus accesorios, reduzcámosle a sus dos elementos esenciales, es decir, una Asamblea de representantes llamada Cámara de los Comunes, y un gabinete elegido por esta Asamblea; veamos lo que podríamos hacer con eso sólo. Se está tan poco acostumbrado a analizar la Constitución, se tiene tal hábito de atribuir al conjunto de la Constitución la totalidad de sus efectos que, en la opinión de muchos, no es posible para una nación prosperar o siquiera vivir con esos dos elementos solos.
Sin embargo, de ahí es de donde depende la posibilidad de imitar las formas generales del gobierno inglés. Un monarca realmente capaz de inspirar respeto, una Cámara de los Pares que posee la misma cualidad: he ahí accidentes históricos casi especiales de nuestra isla, y que, en todo caso, sólo hay en Europa.
Un país nuevo, si quiere adoptar el gobierno de gabinete y no arrojarse en brazos del gobierno presidencial, está obligado a crear un gabinete con sus propios recursos, porque no tiene a su disposición la vieja ruta del antiguo mundo.
Cabe imaginar varios sistemas para conseguir de un Parlamento en apariencia, lo que nuestro Parlamento nos asegura en realidad; la facilidad de elegir un primer ministro. Por mi parte me inclinaría al modo más sencillo. De esta manera se tendrá de seguro el esqueleto del sistema, se mostrará en qué difiere del sistema monárquico, y se podrá eludir la censura de haber rodeado de encantos y de seducciones ilusorias el primero de esos sistemas para sustituirle con el otro.
Supongamos, pues, que la Cámara de los Comunes, existente sola y por sí misma, debe elegir al primer ministro como los accionistas de una compañía de ferrocarriles nombran su director, que en el momento de cada vacante causada, sea por muerte, sea por dimisión, los miembros de los Comunes tengan el derecho de nombrar el sucesor del ministro; que pasado cierto tiempo, tal como lo exigen de ordinario las crisis ministeriales, v.gr.: una quincena de días o diez días, los miembros de los Comunes votan por el candidato que prefieren: que el speaker hace el recuento de votos, y que el candidato que sume el mayor número de votos es elegido primer ministro; semejante medio de elegir primer ministro pondría la elección en manos de los partidos organizados absolutamente como ocurre entre nosotros, con la diferencia que produce el derecho de intervención reservado a la Corona. Jamás será nombrado un candidato independiente, porque el considerable número de votos de que cada uno de los grandes partidos dispone se impondrá a las pequeñas minorías temporales. El primer ministro no seria elegido por un tiempo fijo, sino por todo el tiempo que su conducta agrade al Parlamento. Con las modificaciones naturales y las diferencias que quedan por señalar, todo marcharía entonces como hoy. Entonces, como hoy, el primer ministro debería formular su dimisión después de un voto que indicase que ha perdido la confianza del Parlamento; pero la voluntad del Parlamento se ejercitaría por medio de un acto evidente y sencillo, que sería la elección de un sucesor, en tanto que hoy dicha voluntad predomina de una manera indirecta.
Para aclarar la discusión, será bueno dividida en tres partes. La marcha de un gobierno representativo tiene tres períodos: el primero abraza la formación de un ministerio, la segunda su ejercicio, la tercera su fin o término.
Examinemos con cuidado cuál es el papel de la reina en cada uno de esos períodos; veamos en qué difiere nuestra forma actual de gobierno en cada uno de ellos, sea en bien, sea en mal, de esa otra forma más sencilla que tendría un gobierno de gabinete que existiese sin la reina.
Al principio de una administración no habrá mucha diferencia entre la forma monárquica y la forma no monárquica, en lo que a los gobiernos de gabinete se refiere, si hubiera sólo dos grandes partidos en el Estado, y si todos los miembros que componen el más importante de esos dos partidos se entendiesen perfectamente para reconocer el mismo jefe parlamentario y elegir, por consiguiente, el mismo ministerio. El soberano debe actualmente aceptar el jefe así reconocido tal, y, en el caso de que fuera la Cámara de los Comunes quien eligiera directamente al primer ministro, no podría elegir más que un jefe. El partido principal, obrando unido y de acuerdo, impondrá todas sus decisiones en la Cámara sin resistencia seria, y quizá sin lucha aparente. Un partido preponderante, que no estuviese dividido, tendría una autoridad absoluta. En semejantes circunstancias, el gobierno de gabinete marcharía sin tropiezo alguno, con o sin la reina. El mejor soberano no añadiría ventaja alguna, ni el soberano más malo podría hacer ningún daño.
Las dificultades son mucho más grandes cuando los miembros del partido preponderante no se entienden para la elección de su jefe. En una monarquía, del soberano es de quien depende la elección, y eso de hecho; pero bajo una forma de gobierno no monárquico, ¿a quién corresponderá la elección en ese caso? Será preciso celebrar mítines, como los de Willis Rooms; será necesario que la mayoría del partido ejerza sobre la minoría la especie de despotismo que obligaba a lord John Russell, en 1855, a prescindir de sus pretensiones que ponía en segundo término, para servir como segundo en el ministerio de lord Palmerston. La presión tácita que un partido ganoso del poder ejerce sobre los jefes que dirigen sus fuerzas, tendrá y deberá tener entonces su propio empleo. En cuanto a lo de saber si en ese caso, ese partido elegirá siempre al hombre más capaz, puede ponerse en duda. Una vez que un partido se divida, nada más difícil y trabajoso que reunir la unanimidad de sufragios en la persona que un espectador desinteresado recomendaría. Se despiertan toda clase de rivalidades y celos, y es siempre difícil, cuando no imposible, apagarlos. Pero, aunque entonces ese partido pueda no elegir el mejor jefe, tiene los más graves motivos para elegir, por lo menos, un jefe muy conveniente. Sólo a ese precio puede conservar su influjo. Bajo el gobierno presidencial, las reuniones preliminares para la designación del presidente, no tienen que preocuparse con las facultades que podrá desplegar más tarde el candidato de su elección. Lo que buscan es un candidato capaz de juntar los sufragios: poco importa su capacidad. Si elige un hombre mediocre, no por eso dejará de gobernar mientras dure el periodo constitucional de su mandato; y, aun cuando diese las pruebas más grandes de capacidad, a la aspiración de su mandato habrá, según las prescripciones constitucionales, otra elección.
En cambio, un gobierno ministerial no está sometido a un límite de existencia tan formal. Ese gobierno es siempre revocable, la duración de su existencia depende de su conducta. Si el partido que es dueño del poder comete la falta de elegir como su jefe a un hombre insuficiente, su partido pierde todo su crédito. La habilidad es su condición de vida. Supongamos que en 1859 el partido Whig se hubiera decidido a rechazar a lord Palmerston y a lord Russell para poner en su lugar a una medianía; los whigs, probablemente hubieran caído del poder en el momento en que se presentó la cuestión del Schleswig-Holstein. La nación los hubiera abandonado, el Parlamento hubiera hecho lo mismo; no se hubiera soportado que una negociación secreta, de la cual dependía la solución de un grave problema, a saber, si habría guerra o paz, estuviera confiada a las manos de un ministro insuficiente, de un ministro que hubiera debido su nombramiento a ser una medianía y que no hubiera sido respetado ni aun por sus amigos.
Por otra parte, un gobierno ministerial obra a la luz del día, toma su fuerza en la discusión. Un presidente puede ser un hombre mediocre, y sin embargo, si tiene buenos ministros hasta el fin de su administración, puede no revelar que es un mediocre sin dejar en duda la cuestión de saber si es un hombre inteligente o incapaz. En cambio, un primer ministro debe mostrarse tal cual es, es preciso que se mezcle en los debates de la Cámara de los Comunes, es preciso que guíe a esta Asamblea en el manejo de los negocios, es preciso que en toda ocasión la aconseje y que la dirija en los momentos agitados. Su entera personalidad está sometida a la prueba de las investigaciones, y si no sabe resistir a ellas, deberá abandonar el poder.
Ningún partido consentiría investir a un hombre que fuese una medianía, con las graves funciones que un gobierno de gabinete pone en manos del primer ministro. Este personaje, aunque designado por el Parlamento, puede disolver el Parlamento. Los representantes cuidarán de un modo natural, de que ese derecho de poner fin a su mandato, tan codiciado, no caiga en manos que no sean hábiles. No irán a confiar a manos inhábiles el ejercicio de un derecho que, perjudicando a la nación, pueda arruinarles a ellos mismos. Puede, pues, estarse seguro de que, aun en el caso de que el partido preponderante esté dividido, un gobierno de gabinete, si no hay monarca, no dejará de encontrarse en el Parlamento un jefe hábil y capaz, no dejará de presentar un buen primer ministro, ya que no el mejor posible. Mas, se dirá: ¡es que bajo la monarquía, un gobierno puede resultar mejor!
Sí, así lo creo, pero con una sola condición.
Si el monarca constitucional está dotado de una rara penetración, si no tiene prejuicios, si ha procurado acumular vastos conocimientos políticos, puede hasta llegar él mismo a elegir en las filas de un partido dividido el jefe mejor, cuando precisamente ese partido, entregado a sus propios instintos, no sabría elegirlo. Cuando el soberano está en situación de desempeñar el papel de aquel espectador muy inteligente y muy desinteresado que ocupa un puesto tan hermoso en las obras de ciertos moralistas, puede elegir mejor que sus mismos súbditos el ministro que les conviene. Pero si el monarca no está libre de prejuicios, si no tiene un maravilloso discernimiento, según todas las probabilidades, no sabrá hacer una elección mejor que la haría un partido dividido. Evidentemente no tiene los mismos motivos que ese partido para conducirse sabia y prudentemente en su elección. Su posición está asegurada, ocurra lo que ocurra, mientras que la caída de un partido puede producirse a causa de la incapacidad desplegada por el ministro elegido.
Es muy razonable temer que el soberano obedezca a prejuicios. Durante más de cuarenta años las antipatías personales de Jorge III paralizaron las administraciones que en el poder se sucedieron. Casi al principio de su carrera prescindió de lord Chatham, y casi al fin de su reinado, no consintió a Mr. Pitt entenderse con Mr. Fox. Sintió siempre una gran debilidad por las medianías; en general, no le agradaban las gentes hábiles y mostró siempre una gran repugnancia y alejamiento hacia las grandes ideas. Si los monarcas constitucionales resultan ser hombres que tienen una experiencia limitada y una inteligencia común, y no hay derecho alguno a suponerles por obra de un milagro cualidades superiores, las elecciones de esos soberanos tendrán, la mayoría de las veces, menos valor que las de un partido dividido; el peligro que se deberá siempre correr en esos casos, es que el soberano prefiera un servidor obsequioso y vulgar, como Addington, a un hombre de talento poco común, pero independiente como Pitt.
Llegaremos a una conclusión análoga examinando la manera de elegir un primer ministro bajo los dos sistemas de gobierno si se supone el caso más crítico, esto es, el caso en que haya tres partidos. Es este el caso en el cual el gobierno de gabinete corre más riesgo de poner de relieve sus defectos, y está en las mejores condiciones de desplegar sus buenas cualidades.
Lo que caracteriza principalmente el gobierno de gabinete, es que el poder ejecutivo es elegido por la Asamblea legislativa; pero cuando hay tres partidos es imposible hacer una elección satisfactoria. No hay seguridad de obtener una elección realmente buena, más que cuando una gran mayoría se decide en pro de un hombre y le concede su confianza. Pero cuando hay tres partidos, nada análogo puede ocurrir. El partido más débil numéricamente, al dar el apoyo de sus votos, determina la elección del candidato. Su conducta, en ese caso, no está sometida a ninguna sanción; renunciando al derecho de votar por su propio interés, ese partido se limita a no intervenir de una manera decisiva en favor de uno de los candidatos de los otros, en cuyo beneficio sacrifica el suyo. Cuando la elección de un ministro descanse en un acto de tal abnegación, no puede tener solidez; esa elección puede ser rectificada en cualquier momento. Los acontecimientos de 1858, aunque no sean propios para proporcionar un ejemplo perfecto en apoyo de mi pensamiento, lo explican, sin embargo, de una manera suficiente. En esta época, el partido radical, separándose de los liberales moderados, consintió en mantener en el poder a lord Derby. Y en su virtud, el partido más avanzado estimó conveniente coaligarse con el partido de la inmoralidad.
Uno de los radicales expresaba con más claridad que delicadeza sus ideas, diciendo: Perseguimos mejor lo que nos proponemos con esas gentes, que con otras, dejando entender que, en su opinión, los tories se prestarían mejor al planteamiento de las ideas radicales que los whigs. Pero era evidente que la unión de partidos tan opuestos no podía ser duradera. Los radicales habían vendido sus votos en pro de personajes cuyos principios les eran perfectamente hostiles, y los conservadores los habían pagado consintiendo medidas perfectamente contrarias a sus doctrinas. Pasado un breve intervalo, los radicales volvieron hacia los whigs moderados, que son sus aliados naturales, si bien ofreciéndoles de una manera natural ciertos motivos de acritud. Se sirvieron, pues, del peso decisivo que entonces tenían sus votos, primero para un cierto gobierno, luego para un gobierno de opinión opuesta.
No tengo por qué censurar esta política. Me limito a citarla para apoyar mi pensamiento, y añado que si, por hipótesis, ese juego volviera a repetirse con exceso y se prolongara demasiado, el gobierno parlamentario sería imposible. Cuando hay tres partidos, entre los cuales no hay dos que coaliguen sus esfuerzos de una manera duradera, si ocurre que el más débil, oscilando rápidamente entre los otros dos, les otorga, por turno, su preferencia, ya a uno ya a otro, la condición elemental que exige el gobierno de gabinete falta por completo. No hay en el Parlamento un cuerpo capaz de elegir: no es posible contar con que su elección creará un poder ejecutivo con suficientes probabilidades de duración, porque entonces no hay fijeza ni en las ideas ni en los sentimientos de aquellos que deben elegir el gobierno.
Bajo todas las formas que puede tener el gobierno de gabinete, con o sin monarquía, sólo hay un remedio contra ese mal. Es preciso que los espíritus moderados de todos los partidos se unan para sostener el gobierno que, en suma, convenga mejor al conjunto. Por ese medio es por donde la administración de lord Palmerston se ha sostenido en su tiempo, y como ese ministerio, aunque insuficiente en diversos respectos, tenía una política extranjera excelente, y desplegaba en el interior su actividad con mayor éxito que lo han hecho la mayoría de los ministerios ingleses. Los conservadores moderados y los radicales moderados lograron mantener firmemente esta administración, consintiendo en prestar su apoyo en una medida suficiente a los whigs moderados. Que haya o no haya rey, esta abnegación saludable es la fuerza principal con la cual debe contar para asegurar su funcionamiento regular un gobierno parlamentario en las circunstancias indicadas, que para él constituyen una crisis temible. Ahora bien; ese espíritu de moderación ¿lo favorece o lo contraría la forma monárquica? ¿Tendrá un efecto más beneficioso bajo la forma real del gobierno ministerial que bajo la otra forma? ¿Será este efecto funesto?
Si el soberano lleva su penetración hasta el genio, su existencia podrá, en semejante crisis, ser de una utilidad inmensa. Tomará como ministro y conservará en el ministerio, si es posible, al hombre de Estado en el cual el partido moderado deberá, en definitiva, fijar su elección, pero que aún busca por medio de sucesivos tanteos; siendo el soberano un hombre de sentido, de experiencia y tacto, sabrá ver cómo puede establecerse el equilibrio y cuál es la fracción política a la cual vendrán a unirse más tarde los espíritus moderados que hay en los otros partidos. Por medio de variaciones sucesivas y de la incertidumbre general, el monarca tendrá probablemente varias ocasiones de hacer una elección. De él dependerá llamar al poder a A, B, o bien a X, V y experimentarles. El estado agitado de los partidos no permite tener fijeza, pero es muy favorable a una especie de tolerancia provisional. Vese que es útil tener alguna cosa, sin saber precisamente lo que se desea, y se acepta provisionalmente todo lo que se presenta, para examinar si eso es lo que en rigor se necesita y qué resultado dará el ensayo.
Durante la larga sucesión de gobiernos débiles, que comienza con la dimisión del duque de Newcastle en 1762 y termina con el advenimiento de Mr. Pitt en 1784, la voluntad enérgica de Jorge III tuvo efectos extremadamente importantes.
En momentos en que la mezcla de los partidos presenta complicaciones prolongadas, como debe ocurrir a menudo durante largos períodos, bajo un gobierno parlamentario, cuya existencia es ya antigua, si el poder real ejerce hábilmente su influjo, prestará al orden político servicios incalculables.
Pero ¿se ejercerá ese poder con un tacto hábil? Un soberano constitucional, en la práctica ordinaria, no es, en general, un hombre cuyas facultades son ordinarias. Tengo, en realidad, mucho miedo, considerando la decrepitud precoz de las dinastías donde el poder se transmite hereditariamente, que el soberano sea un hombre hasta de capacidad muy débil. La teoría y la experiencia están de acuerdo para enseñarnos que la educación de un príncipe no puede ser sino mediana, y que una familia real tiene, en general, menos talento que las demás.
Siendo esto así, ¿hay derecho a esperar que los soberanos pertenecientes a una dinastía cualquiera puedan transmitirse a perpetuidad ese tacto exquisito, que no es más que una especie de genio, y que, por serio, es tan raro, por lo menos, como el genio mismo?
De una manera general puede afirmarse que la prudencia y sabiduría más profundas quizá, de un monarca constitucional, deberán mostrarse bajo la forma de una inacción estudiada. En las circunstancias tan complejas de los años 1857 a 1859, la reina y el príncipe Alberto se han abstenido con toda su prudencia de imponer jamás su propia elección al Parlamento. Si hubieran elegido un primer ministro, quizá no hubieran elegido a lord Palmerston. Pero debieron ver, a lo menos puede creerse así, que el mundo político podía prescindir de su injerencia, y que introduciendo en la corriente regular de los negocios un elemento extraño, no harían más que retrasar el momento en el cual las fuerzas íntimas del Parlamento llegarían a organizarse según el orden más ventajoso.
Después de todo, hay un motivo que, por sí solo, debería inclinar aun al soberano más hábil y más seguro de su habilidad a no hacer caso de ella, sino muy a la larga, y es que está bien que el Parlamento se de cuenta de su responsabilidad. Cuando un Parlamento se imagina que el soberano debe elegir la administración, llega hasta no saber encontrar los elementos para ello. La forma real del gobierno ministerial es la peor de todas; se llega a poner una rueda accesoria donde está una principal, y a hacer que una Asamblea se desentienda de sus funciones supremas para confiar su cumplimiento a otro poder.
Para hacer la necesaria justicia al gobierno de gabinete bajo una República, notaremos en él la falta de uno de los vicios más graves y más salientes que se ven bajo la forma monárquica. Allí donde no hay corte, no se puede temer al mal influjo que una corte puede ejercer. En qué consiste este influjo, todos lo saben, aunque nadie, ni el observador más atento, puede precisar con seguridad la inmensidad de sus efectos. Sir Roberto Walpole, empleando un lenguaje muy fuera de las costumbres modernas, declaraba, después de la muerte de la reina Carolina, que no tenía por qué preocuparse de las hijas del rey -esas doncellas, como él decía-, y que se apoyaría exclusivamente en la señora de Walmoden, la querida del rey. El rey, dice un escritor de los tiempos de Jorge IV, el rey nos es favorable y, lo que vale aún más, la marquesa de Conyngham está por nosotros. Nadie ignora a qué género de influencias se han atribuido ciertos cambios que se han producido en el gobierno, en Italia, después de la unidad italiana. Esos influjos malos tienen, naturalmente, el más grande efecto en los momentos de perturbación, es decir, cuando pueden ser más peligrosos.
Una querida del rey tan audaz y tan inclinada al mal como se la supone, en vano formaría complots contra una administración invulnerable; pero la intriga elegiría para obrar el momento en que estando el Parlamento indeciso, y encontrándose los partidos divididos, las probabilidades de éxito serán más numerosas y las acciones perversas más fáciles de cometer; entonces, en una palabra, es cuando el gobierno de gabinete tropieza con las mayores dificultades para su ejercicio.
Es muy importante ver que una buena administración puede organizarse sin monarca; varios importantes hombres de Estado que se han ocupado en el asunto en nuestras colonias lo dudan: Admito, se dice, que un ministerio puede llegar tan lejos sin un director, una vez lanzado; pero me parece imposible prescindir de él para crear el ministerio. Hasta se ha emitido la idea de que si una colonia se separase de Inglaterra y se viese obligada a organizar su propio gobierno, haría muy bien en elegir un director de por vida para confiarle únicamente el encargo de nombrar los ministros; sería esta una función análoga a la del gran elector en el sistema de Sieyes. Pero al crear una función de ese género, la colonia no haría más que procurarse un obstáculo artificial. Ese jefe sería inevitablemente un hombre que tendría las pasiones del partido. El puesto más imponente del Estado no dejaría de procurar materia suficiente para rivalidades entre los hombres de opiniones diferentes, que dividen ordinariamente todo país donde la vida política es activa. Esos hombres de los partidos se preocupan y se mezclan en todo; jamás consentirían en confiar el puesto de más honor, el más en evidencia, más que a uno de los suyos. Se diría, por otra parte, que el gran elector, designado para elegir ministros, podría, en el momento de una crisis importante, mostrarse como amigo celoso de los unos, enemigo peligroso de los otros. El partido más fuerte elegiría, dado esto, un jefe que tuviese de su lado cuando hiciera falta decidir, que se inclinaría a su favor cuando se tratase de manifestarse favorable; en suma, un auxiliar constante para sí mismo, y al mismo tiempo un obstáculo continuo para sus adversarios. Es absurdo elegir por medio de elecciones disputadas un hombre de Estado para darle la misión de elegir imparcialmente los ministros.
Pero es durante el periodo de vida de un ministerio, más bien que en el momento de su formación, cuando las funciones del soberano interesan a mayor número de personas, y cuando, en general, se les atribuirá por el público mayor importancia. Declaro que yo mismo soy de esa opinión. Es posible, creo yo, mostrar que el puesto del soberano reinante sobre un pueblo que es inteligente y está penetrado del espíritu público en una monarquía constitucional, es precisamente el puesto que más gustaría ocupar a un hombre sensato; se le ofrecerían en él las mejores ocasiones y medios de estimular el talento, y de oponerse a las malas tendencias del espíritu humano.
Respecto de la manera como la reina entienda sus deberes mientras dura una administración, tenemos un precioso fragmento escrito por su propia mano. En 1851, Luis Napoleón había realizado su golpe de Estado; en 1852, lord Russell dio el suyo para derribar a lord Palmerston. Mediante una muy útil derogación de la etiqueta, dio lectura en la Cámara de los Comunes del memorandum siguiente dirigido por la reina al primer ministro: La reina desea primeramente que lord Palmerston le manifieste claramente lo que se propone hacer en una circunstancia dada, a fin de que ella sepa bien en qué medida puede otorgarse la sanción real. En segundo lugar, cuando esta sanción se conceda a una medida, es preciso que esta medida no se someta arbitrariamente a cambios o a modificaciones por el ministro, pues de otro modo la reina debe considerar esta conducta como falta de sinceridad para con la Corona, y ejercer en ese caso el derecho constitucional que tiene de pedir la dimisión al ministro. Cuenta que la tendrá al corriente de todo lo que ocurriese entre él y los embajadores extranjeros antes de tomar decisiones importantes fundadas en esas conferencias, cuenta recibir los despachos extranjeros en tiempo oportuno, y que el texto de los proyectos de ley que deban ser aprobados por ella, le serán presentados con tiempo suficiente para que ella pueda enterarse antes de despacharlos.
Fuera de la intervención que ejerce la reina respecto de cada uno de sus ministros, y especialmente respecto del ministro de Negocios Extranjeros, la reina tiene una cierta acción de intervención respecto del gabinete. El primer ministro, como es sabido, le da noticias auténticas acerca de todas las decisiones más importantes, más lo que ella misma pueda conocer por sí leyendo los periódicos, con las indicaciones que suponen los principales votos del Parlamento. Es cosa obligada cuidar de que esté enterada de todo lo que merece la pena que sepa y deba ser conocido en la política corriente del país. El uso le otorga formalmente el derecho de quejarse cuando no se le da cuenta de un acto importante del ministerio, no sólo antes de cumplido, sino con tiempo suficiente para que pueda examinarlo y oponerse a que se ejecute.
En resumen: el soberano, bajo una monarquía constitucional como la nuestra, goza del triple derecho de ser llamado a dar su opinión, a animar, y por último, a hacer sus advertencias. Un rey prudente y cuerdo no debería desear otros derechos. Reconocería que la privación misma de los demás derechos le colocará en situación de ejercer éstos de una manera singularmente eficaz. Diría a sus ministros: Sobre vosotros recae la responsabilidad de esas medidas. Es preciso hacer todo lo que juzguéis bueno, y todo lo que juzguéis bueno de hacer tendrá mi pleno y completo apoyo. Pero debéis advertir que por esta o aquella razón ese proyecto es malo; por este o aquel motivo sería mejor lo que no proponéis; no me opongo al cumplimiento de esa medida, pues es mi deber no oponerme a ella; pero notad que os llamo la atención acerca del caso. Supongamos que el rey tenga razón, y que posee el don que los reyes tienen a menudo, el don de persuadir; sus palabras no dejarán de hacer efecto en el ministro. Sin duda, no siempre lograrán cambiar su determinación, pero casi siempre producirán en su ánimo una cierta turbación.
En el curso de un largo reinado, un rey sagaz logrará conseguir un grado de experiencia que pocos ministros tendrán. El rey podrá decir: ¿Recuerda usted acaso lo que ocurrió bajo tal o cual ministerio, hace catorce años, si no estoy equivocado? Puede de ello sacarse una enseñanza para las malas consecuencias que tendrá en efecto ese proyecto. En aquellos tiempos no ocupaba usted en la vida política el rango que ahora tiene, y es posible que su memoria no le represente por completo todas las luchas de entonces. Le invito a suspender la cosa y discutir el asunto con sus colegas de más edad que tomaron parte en el otro caso. No sería prudente volver a repetir una política cuyos resultados han sido entonces tan malos.
El rey, en tal supuesto, tendrá la ventaja que un subsecretario permanente tiene sobre su superior el secretario de Estado, miembro del Parlamento. Semejantes asuntos han ocupado su actividad durante su existencia, han entretenido su pensamiento; acaso le habrán causado inquietud; quizá le han procurado hasta placer; acaso su resolución se habrá decidido contra su parecer, o bien con su aprobación. El secretario miembro del Parlamento tiene tan sólo un vago recuerdo de que se ha hecho algo parecido en tiempo de uno de sus predecesores, cuando no conocía, o, por lo menos, no tenía interés alguno en esta parte de los negocios públicos. Es necesario que se ponga a estudiar trabajosamente y sin esperanza de conocer perfectamente todo lo que el secretario permanente ve desde el primer instante, y sin esfuerzo alguno de su memoria.
Bien sé que un secretario miembro del Parlamento puede, cuando quiera, reducir al silencio a su subordinado en virtud de la superioridad que su título le concede. Puede limitarse a decir: Todo eso, en mi sentir, no prueba gran cosa. Se han cometido muchas faltas en los tiempos de que usted me habla; no discutamos eso. Un personaje arrogante fácilmente desbarata las objeciones que dirigen los que están por encima de él.
Pero si un ministro puede muy bien obrar así con un subordinado, no ocurrirá lo mismo en su relación con su rey. La fuerza que le da la superioridad del rango social, y que le ha permitido derrotar a su subsecretario, no está entonces a su favor, sino en su contra. No se trata para él ya de tomar en consideración la opinión respetuosa de un subalterno, sino de responder a los argumentos de un superior a quien él debe respeto.
Jorge III conocía al detalle la marcha de los negocios públicos tan bien y mejor que cualquier hombre de Estado de su tiempo. Si a su capacidad y facultades como hombre de negocios y a su actividad hubiera sumado las cualidades más elevadas, que son las de un hombre de Estado clarividente, su influjo hubiera sido enorme. La antigua Constitución de Inglaterra daba seguramente a la Corona un poder que nuestra Constitución actual le niega. Mientras la mayoría del Parlamento fue principalmente comprada a costa de los favores reales, el rey participaba del mercado con o sin el ministro. Pero, aun bajo el imperio de nuestra Constitución actual, un monarca como Jorge III, teniendo grandes facultades, no dejaría de tener un influjo excelente. Toda Europa sabe que en Bélgica el rey Leopoldo ha tenido una autoridad inmensa con el empleo de medidas análogas a las que yo he descrito.
También es sabido, cuando se está al corriente de los acontecimientos de estos últimos tiempos en Inglaterra, que el príncipe Alberto ha alcanzado en realidad mucho influjo de la misma manera. Tenía las raras cualidades y aptitudes de un monarca constitucional; si hubiera podido vivir veinte años más, hubiera logrado tener una reputación en Europa, igual a la del rey Leopoldo. Durante su vida tuvo una gran desventaja. Los personajes más influyentes entonces en Inglaterra tenían una experiencia mucho más larga que la suya. Podía ejercer, y sin duda debió de ejercer un grave influjo, hasta un influjo absoluto sobre lord Malmesbury, pero no podía dirigir a lord Palmerston. El antiguo hombre de Estado que gobernaba a Inglaterra, a una edad en que la mayor parte de los hombres no son capaces siquiera de gobernar a sus familias, tenía el recuerdo de toda una generación política, desaparecida antes del nacimiento del príncipe Alberto. Lord Palmerston y el príncipe se diferenciaban por la edad y por el carácter. La estudiada delicadeza del príncipe alemán, delicadeza de espíritu que con razón se ha llegado a comparar con la de Goethe, era una cosa completamente extraña al hombre de Estado, mitad irlandés y mitad inglés. El valor un poco ruidoso que desplegaba en las dificultades secundarias, el empleo que sabía hacer, siempre con oportunidad, para matar la contradicción, de un lugar común, a veces un poco vulgar, podía molestar al príncipe Alberto, que unía a la circunspección del sabio el coraje de un estudiante. Nuestros nietos sabrán a qué atenerse acerca de esto, si nosotros no podemos darnos cuenta. El príncipe Alberto ha hecho mucho bien, pero ha muerto antes de haber podido extender su influjo sobre una generación de personas políticas menos experimentadas que él, y deseosas de recoger y aprovechar sus lecciones.
Sería pueril pensar que la conversación de un ministro con un soberano puede nunca tener el carácter de una discusión en forma. La divinidad que protege a los reyes inspira menos veneración que en otros tiempos, pero no deja de inspirarla todavía. Nadie, o casi nadie, sabe discutir en el gabinete de un ministro como en su propio gabinete, o como se discutiría en el gabinete de cualquier otro individuo. No se está allí tan a su gusto para formular sus razones y refutar los argumentos opuestos. Y la cosa es peor cuando se está en el gabinete de un monarca.
La prueba mejor de lo que decimos, nos la da el ejemplo de lord Chatham. Jamás hombre de Estado tuvo un aire más dictatorial, ni más empírico; además, fue quizá el primer personaje que llegó al poder contra la voluntad del rey y contra la de la nobleza; fue el primer ministro popular. Se podía muy bien creer que ese tan valiente tribuno del pueblo tendría grandes humos ante su soberano, y se presentaría ante el rey como ante cualquier otra persona. Pues bien; muy por el contrario, se dejaba dominar por su propia imaginación, y, dominado por una especie de encanto difundido místicamente alrededor de la persona real, no era el mismo hombre en presencia del rey. Una mirada, dice Burke, en el gabinete del rey, lo embriaga por completo y para el resto de su vida. Un bufón afirmaba, que al levantarse se inclinaba tanto hacia abajo, que la parte de la nariz aguileña podía verse por entre sus dos rodillas. Tenía la costumbre de arrodillarse junto al lecho de Jorge III cuando le hablaba de los negocios. Ahora bien; es evidente que un hombre no puede discutir cuando está de rodillas. El respeto supersticioso que le pone en esta actitud física, le impondrá en lo moral una disposición análoga al espíritu. No le permitirá refutar los malos argumentos de un rey, como lo haría si se tratase de un particular. No desenvolverá sus mejores razones con una fuerza y un alcance suficientes, cuando piensa que puede disgustar al soberano. Si se presenta un punto dudoso, el rey se impondrá, y en política muchos razonamientos de los más graves están llenos de puntos controvertidos. Todo lo que se ocurra en apoyo de la opinión real tendrá fuerza, todo lo que pueda decirse para apoyar la opinión del ministro, no se producirá sino habiendo perdido valor y fuerza.
El rey, por otra parte, está adornado de un poder del cual en teoría se le debe hacer caso en las circunstancias graves, pero que la ley le consiente ejercer en todas ocasiones. Tiene el derecho de disolución; puede decir a su ministro: Ese Parlamento le ha traído a usted aquí, pero yo quiero ver si no me es posible obtener del pueblo otro Parlamento, que me envíe a otro que le reemplace a usted.
Jorge III sabía muy bien que, para ejercitar ese derecho, era preciso escoger el momento favorable y no disolver el Parlamento sino a propósito de cuestiones que, según todas las apariencias, y, en todo caso, con alguna probabilidad, le procurarían el concurso del país. Se las arreglaba siempre de manera que tuviera un ministro que no le hiciera temer la sombra de un sucesor inmediato. La habilidad de que en estas materias estaba dotado, llegaba a un grado y alcance tales que, en su exageración, se encuentra en los locos. Aunque tuvo que habérselas en su lucha con los personajes más hábiles de su tiempo, casi nunca quedó debajo. Sabía admirablemente arreglárselas para reforzar un argumento un poco débil por medio de una amenaza tácita, sobre todo cuando se dirigía a un individuo dominado ordinariamente por el sentimiento del respeto.
He ahí los poderes que un hombre prudente gustaría de ejercitar, y aquellos de que menos temería estar armado. Querer ser un déspota, aspirar a la tiranía, como decían los griegos, es, en nuestros días, señal de un espíritu pequeño. Para estar en disposición semejante, es preciso no haber tenido en cuenta lo que Butler llama la incertidumbre de las cosas. Persuadirse de que se tiene en absoluto razón, imponer su voluntad o tener el deseo de imponerla a otro por la violencia, no parar la atención más que sobre sus ideas fijas, y atormentarse el espíritu para realizarlas, no prestar oídos a las opiniones ajenas, ser incapaz de pesar con buen sentido lo que tienen éstas de verdad, equivale a merecer el rango propio de las inteligencias groseras en el estado actual de nuestra civilización. No puede ignorarse que el dominio de los hechos es inmenso, que el progreso es cosa compleja, que las concepciones ardientes como germinan en los cerebros de los jóvenes, son la mayoría de las veces falsas y siempre incompletas. El ideal de un hombre de Estado, de mirada penetrante y de voluntad de hierro, que puede trazar planes para generaciones que aún están por nacer, ese ideal es una quimera engendrada por el orgullo del espíritu humano y que no tienen en su apoyo los hechos.
Los planes de Carlomagno han perecido con este emperador, los de Richelieu han abortado, los de Napoleón eran gigantescos hasta la demencia. Pero un monarca constitucional, verdaderamente grande en su prudencia y cordura, no se inclinará hacia esas vanidades grandiosas. No edifica castillos en el aire: su carrera es la del mundo positivo: se ocupa en proyectos realizables, proyectos el cumplimiento de los cuales es deseable, y que vale la pena pensar en ellos. Con los ministros que sucesivamente le serán enviados, usará este lenguaje: Creo esto o aquello, pensad y considerad si hay algo aprovechable en mis ideas: he hecho el asunto objeto de un memorandum que someteré a vuestro estudio. Sin duda la materia no está agotada, pero creo os dará ocasión para reflexionar acerca de ella.
Después de algunos años de discusión con cada uno de los ministros sucesivos, los mejores planes de un rey muy prudente acabarán por ser adoptados, y sus proyectos de un mérito inferior, los que son impracticables, serán rechazados y abandonados. Semejante monarca no se adelantará inútilmente a su época, porque estará obligado a convencer a los hombres distinguidos que mejor le representan. Y el mejor medio para él de probar que tiene buenas ideas sobre las cuestiones nuevas y poco conocidas, es que después de pasados años de discusión, lo repito, habrá probablemente llegado a tener consigo los personajes elegidos por el pueblo, es decir, personajes que no deban su posición más que a la conformidad de sus opiniones con las del público, y, por consiguiente, dispuestos a aceptar las concepciones nuevas y los pensamientos profundos. Un monarca constitucional, de una inteligencia sagaz y original, podrá, mejor que nadie, llegar a la tumba con la conciencia libre. Sabrá que sus mejores leyes están en armonía con las necesidades de la época, que gustan al pueblo para el cual están hechas, y que debe aprovecharse de ellas. Y su vida se habrá deslizado sin nubes. Habrá tenido siempre el gusto de haber sido escuchado; gracias a él, los que debían tener la responsabilidad de las medidas habrán reflexionado siempre antes de obrar; por fin, estará seguro de que los planes cuya ejecución habrá sugerido no podrán mirarse como puras salidas debidas al capricho de un individuo y que encierran la mayoría de las veces graves errores. Sus planes tendrán todas las probabilidades de ser excelentes, porque, después de haber tenido por autor a un hombre muy inteligente, habrán pasado por una larga prueba para al fin ser aceptados y puestos en práctica por gentes ordinariamente inteligentes.
Pero ¿es posible contar con la existencia de un rey así? O bien, porque este es el punto más importante, ¿puede esperarse que habrá una sucesión de monarcas semejante?
Conocida es de todos la respuesta del emperador Alejandro a Mad. Stael, un día que ésta acababa de ponderarle pomposamente los beneficios del despotismo: Sí, señora, le dijo; pero eso no es más que un feliz accidente. Sabía muy bien que las grandes capacidades y las buenas intenciones, cuya reunión es necesaria para que un déspota haga obra buena y útil, no aparecen con continuidad en una dinastía, cualquiera que sea; sabía que semejantes aptitudes están muy lejos de ser hereditarias en los hombres en general. ¿Puede esperarse que las cualidades necesarias al monarca constitucional se leguen más fácilmente? No; sin duda, no puede creerse.
Hemos visto que las cualidades requeridas en un monarca constitucional, cuando se trata de organizar una administración, trascienden mucho del alcance ordinario de la inteligencia que tienen los soberanos para llegar al trono por la herencia. Temo mucho que una investigación imparcial no nos conduzca a la misma conclusión, por lo que toca a la utilidad de esos monarcas, mientras dura una administración.
Si echamos una ojeada sobre la historia, advertiremos que sólo durante el actual reinado es cuando en Inglaterra se han sabido desempeñar bien los deberes de los monarcas constitucionales. Los dos primeros Jorges no conocían nada la política inglesa: eran enteramente incapaces de dirigirla, ni para bien, ni para mal. Durante varios años, en su tiempo, el primer ministro no sólo tenía que obtener el favor del Parlamento, sino además el de una mujer: a veces, ésta era la reina; otras, quien dirigía al monarca era una querida. Jorge III se mezcló constantemente en los negocios; pero siempre para hacerlo mal. Jorge IV y Guillermo IV jamás se dedicaron a guiar a sus ministros; eran para ello incapaces. En el continente, la monarquía constitucional jamás duró más de una generación. Luis Felipe, Víctor Manuel y Leopoldo son fundadores de sus dinastías. No es posible contar, ni en la monarquía constitucional, ni en la monarquía absoluta, con la transmisión hereditaria de las aptitudes que posee el jefe de la familia. Hasta donde la experiencia permite juzgar, no hay razón alguna para esperar que pueda existir una sucesión de soberanos que tengan las cualidades necesarias en el trono en una monarquía limitada.
Si consultamos la teoría, mostrará ésta más aún cuán poco debe contarse con lo que queda dicho. Un monarca no es útil más que en el caso en que pueda dirigir a sus ministros con provecho para el público; pero sus ministros deben necesariamente estar en el número de los personajes más capaces de su tiempo. Es preciso que hayan manejado los negocios y que sepan defender su conducta ante el Parlamento de modo que éste quede satisfecho. Esos actos y esos discursos exigen que un hombre tenga importantes facultades y diversas. Ese doble ejercicio es excelente para dar la experiencia de las gentes; y por otro lado, fuera de eso, ¿por qué género de educación magnífica no tiene que pasar un miembro del Parlamento antes de que llegue o sea reconocido como jefe? Es preciso que dispute con éxito un puesto del Parlamento; es preciso que se haga escuchar de la Cámara; es preciso que gane la confianza del Parlamento, y es necesario que además obtenga la confianza de sus colegas. Nadie llega a cumplir esas condiciones; nadie logra, lo que es más difícil, conservar el beneficio entero, cumpliéndolas, si no está dotado de un talento particular, admirablemente ejercitado por los detalles privados de la vida. ¿Qué motivo aparece cierto para que el monarca hereditario, tal cual la naturaleza lo ha hecho, tal como lo presenta la historia, pueda ser superior a un personaje, la educación y el nacimiento del cual son tan diferentes?
En primer lugar, el rey no puede ser más que un hombre como tantos otros; a veces será un hombre inteligente, y otras veces será un estúpido. Por lo general, no será ni lo uno ni lo otro; será el individuo simple y corriente, nacido para seguir trabajosamente los pasos de la rutina desde la cuna hasta el sepulcro. Su educación no alcanzará sino el nivel al cual se llega cuando no se ha tenido que luchar; estará al tanto de que nada tiene que conquistar, por estarle reservado el primer lugar sin discusión; jamás habrá tenido que conocer las necesidades de la vida. En vano querrá esperarse de un hombre nacido en la púrpura un genio como el de un hombre extraordinario, que ha visto la luz lejos de los palacios. Aquel a quien por adelantado se le ha señalado un puesto, ¿puede tener más juicio que otro que deba a su inteligencia la conquista del suyo? Aquel cuya carrera no pueda cambiar, ya tenga discernimiento, ya carezca de él, ¿puede tener la exquisita penetración del hombre que se ha elevado por su sabiduría, y que caerá si deja de ser sabio?
La principal ventaja de un rey constitucional está en lo permanente de su posición. Esta permanencia le proporciona la ocasión de adquirir sin cesar el conocimiento de los negocios; pero se limita a proporcionarle la ocasión. Es preciso que sepa aprovecharse de ella. No hay en política caminos o itinerarios reales: el detalle de los negocios es enorme, desagradable, complicado, mezclado. Para estar al igual de sus ministros en la discusión, es preciso que el rey trabaje como ellos; es preciso que, Como ellos, sea un hombre de negocios. No obstante esto, la verdad es que un príncipe constitucional es más inclinado al placer que atraído por el trabajo.
Un déspota debe saber que es como el eje del Estado, todo el peso de su reino descansa sobre su cabeza. Tanto como vale el hombre, vale su obra. Puede verse seducido por el atractivo de los placeres y abandonar todo lo demás, pero corre un riesgo evidente: el de perjudicarse y exponerse a una revolución. Si resulta incapaz de gobernar, algún otro más capaz que él conspirará contra su autoridad. En cambio, un rey constitucional no tiene nada que temer. Puede abandonar sus deberes sin que por ello se perjudique. Su situación es cosa por entero fija, sus negocios están seguros, las ocasiones de entregarse al placer son tan numerosas como se quiera. ¿A qué trabajar pues? Sin duda, perderá el beneficio del influjo posible y secreto que pasados años le procuraría su habilidad: pero un joven impetuoso, a quien el mundo le ofrece sus pompas y sus tentaciones, no se sentirá atraído por la perspectiva lejana de obtener un poco de influjo en cuestiones áridas. Podrá tomar muy buenas instrucciones y decirse: El año próximo me dedicaré a leer tales documentos; estudiaré el mundo político y me enteraré mejor de lo que en él pasa; no consentiré a esas mujeres que me hablen como me hablan. y: ellas le seguirán hablando como antes. La pereza más incurable es la que se mece en medio de los mejores proyectos. El lord del Tesoro, dice Swift, ha prometido que despachará el asunto esta misma tarde, y lo repetirá cien días seguidos. Es preciso no olvidar que el ministro cuyo poder resulta aminorado por la injerencia del rey en los negocios, no le apurará demasiado para que se dedique a ellos.
He ahí lo que ocurre cuando el príncipe sube al trono desde joven: pero el caso es aún peor cuando no llega a él sino ya viejo o en su edad madura. Entonces es incapaz de trabajar. Habrá pasado en la ociosidad toda su juventud y la primera parte de su edad viril; ¿es natural que sienta deseos de trabajar? Un príncipe ocioso y amigo de los placeres no se pondrá a trabajar a la mitad de su vida, como lo hacían Jorge III o el príncipe Alberto. El único hombre capaz de hacer un buen rey constitucional es el príncipe que comienza a reinar pronto, que durante su juventud haya sabido desdeñar los placeres para dedicarse al trabajo, y a quien la naturaleza haya concedido una gran penetración. Semejantes reyes son los grandes presentes del cielo, pero son además los más raros.
Un rey holgazán, un rey ordinario sobre el trono constitucional, no dejará huella alguna en la historia de su tiempo; pasará sin hacer bien ni mucho mal: bajo él, el gobierno de gabinete de forma monárquica funcionará como si no tuviera forma monárquica. Un cero no tiene valor puesto a la izquierda. Pero, es sabido, corruptio optimi pessima: un mal paso bajo la forma monárquica es infinitamente más peligroso que bajo la otra forma.
En efecto; puede fácilmente imaginarse que sube al trono constitucional un tonto, personaje activo y renovador, que quiere mostrarse siempre cuando no debe, y que no obra cuando haga falta, distrayendo a sus ministros del cumplimiento de las medidas más preciosas, y animándoles en la realización de las más deplorables. Igualmente se comprende que un rey de esta clase puede llegar a ser el instrumento de ciertas gentes: los favoritos podrán imponérsele, las queridas podrán corromperle y la atmósfera de una corte viciada envenenará el gobierno de un país libre.
Tenemos un terrible ejemplo de los peligros que puede ofrecer la monarquía constitucional: ocurrió cuando reinaba un rey loco. Durante la mayor parte de su existencia, Jorge III sintió que la razón no estaba firme y que se sobrexcitaba en cada crisis. Durante toda su vida, tuvo una obstinación rayana en la locura. Y fue muy fatal esa su obstinación; no era posible sustraerle al error; su posición elevada le permitía apartar lejos del buen camino a los ministros mejores que él, pero más débiles. Daba un excelente ejemplo de moralidad a sus contemporáneos; pero fue uno de esos hombres de quien puede decirse que el bien que ha hecho desaparecen con ellos, mientras que el mal subsiste, pues les sobrevive. Prolongó la guerra de América, quizá fue quien la causó, legándonos el odio de los americanos; se opuso a los sabios proyectos de Pitt, legándonos las dificultades de la cuestión irlandesa. No permitió hacer el bien en tiempo oportuno, y ahora nuestros esfuerzos con ese objeto son inoportunos y estériles. La monarquía constitucional bajo un monarca activo y medio loco es uno de los gobiernos más tristes. Semejante monarca es un poder secreto que se mezcla en todo y que despliega ordinariamente la obstinación; su poder se engaña a menudo, dirige a los ministros mucho más de lo que éstos creen, y se impone a éstos mucho más de lo que el público se imagina; no tiene ninguna responsabilidad porque es impenetrable, no puede tener trabas porque es invisible. Seguramente las ventajas que procura un buen monarca son infinitamente preciosas, pero los desastres que puede ocasionar un mal rey son casi irreparables.
Estas conclusiones las veremos confirmarse examinando los poderes y los deberes que un rey de Inglaterra está llamado a ejercer cuando una administración cae del ministerio. Pero el poder de disolver la Cámara de los Comunes y la prerrogativa de crear pares, dos atribuciones del monarca en el momento de crisis, tiene una importancia tal y abrazan cuestiones tan complejas, que es imposible hablar de ellas con detalles suficientes, al final de un capítulo tan largo como éste.
CAPÍTULO QUINTO
LA CÁMARA DE LOS LORES
En el precedente estudio he mostrado que a un rey constitucional le sería posible prestar, en todo caso, muy grandes servicios, tanto al principio como durante una administración, pero que de hecho hay pocas presunciones de que los preste. Sería preciso para eso ideas, hábitos y facultades muy superiores a las de un hombre ordinario, cosas éstas todas poco compatibles además con la educación habitual de los soberanos.
Los mismos argumentos son aplicables en lo que concierne al fin de una administración, de un gabinete. Pero en esta coyuntura entran en juego las dos más notables prerrogativas de un monarca inglés, a saber: el poder de crear nuevos pares y el poder de disolver la Cámara de los Comunes. Ahora bien; no se puede apreciar el uso o el abuso de los poderes sin haberse dado cuenta de lo que son los pares y de lo que es la Cámara de los Comunes.
La Cámara de los Lores, o más bien el orden de los Lores, es, por su lado imponente, de una utilidad grande. Sin que inspire tanta veneración como la monarquía, su autoridad es muy respetada. Una orden de nobleza tiene por función deslumbrar al vulgo no necesariamente para engañarle, y aún menos para perjudicarle, sino para imponerle opiniones que de otro modo no admitiría.
La imaginación de la multitud es en extremo débil; no puede concebir nada sin un símbolo visible y hay muchas veces que apenas comprende, aun con un símbolo. La nobleza es el símbolo de la inteligencia. Tiene la nobleza los caracteres distintivos que la muchedumbre tiene siempre costumbre de considerar como los atributos de la inteligencia y que a menudo también estima como tales. Que un plebeyo de talento vaya al campo, en manera alguna será objeto de veneración mientras que el anciano noble es allí venerado. Será acaso insolvente, y podrá estar, sabiéndolo todos, en la pendiente de la ruina, no importa; a los ojos de los campesinos será siempre más respetable que un rico improvisado. Aunque no dijera más que absurdos, la masa de los campesinos le escucharía con más sumisión que las indicaciones sensatas de este último. Un viejo lord conservará toda su veneración y respeto; y es en verdad un servicio el que ese personaje presta a su país imprimiendo la noción de la obediencia en esos cerebros groseros, macizos y estrechos de la multitud, que es incapaz de otros sentimientos y de otras ideas.
La nobleza es de una gran utilidad, no sólo por los resultados que produce, sino también por los que previene impidiendo el dominio de la riqueza y el culto del oro. El oro, como es sabido, es el ídolo familiar de los anglosajones. Nuestra raza busca sin cesar la manera de hacer fortuna, valúa todas las cosas en dinero, se inclina ante los grandes capitales y pasa con aire desdeñoso ante los pequeños; siente instintivamente una admiración por la riqueza.
Hasta cierto punto, ese sentimiento tiene su razón de ser. Mientras nos entreguemos con un entusiasmo vigoroso a la industria -y espero que lo haremos así durante largo tiempo, porque se necesitarían en nosotros grandes cambios para que nos sea posible tener una ocupación mejor- necesariamente debemos respetar y admirar a quienes vencen y desdeñar un poco a quienes fracasan en esa carrera. ¿Estamos en lo justo, si o no? Es inútil discutirlo; en cierta medida, ese sentimiento es involuntario: la moral no tiene que decidir si debemos o no debemos conservarlo; la naturaleza nos ha querido someter a él en proporciones moderadas.
Sin embargo, en algunos países, la admiración que por la riqueza se tiene, va mucho más lejos de los límites naturales; los que la admitan no se preocupan en manera alguna del talento que ha sido preciso desplegar para adquirirla: respetan la riqueza tanto en manos de un heredero como en las de aquel que ha creado la fortuna; su culto consiste únicamente en gustar del oro y desearlo por sí mismo. Nuestra aristocracia nos preserva de ese peligro. No hay país donde cualquier millonario esté menos a su gusto que en Inglaterra. A diario hay de ello experiencias; a cada instante tenemos la prueba de lo mismo; el dinero, el dinero puro y simple, no da acceso en la sociedad de Londres. Se le tiene en menos ante la superioridad de otro poder.
Se dirá, acaso, que no supone esto ventaja alguna; que, culto por culto, el fetichismo del dinero equivale perfectamente al del rango social. Admitiendo que sea así, aún hay una ventaja para la sociedad en lo de tener dos ídolos; cuando dos idolatrías están en lucha, hay alguna probabilidad de éxito para la verdadera religión. Pero no es verdad que el respeto por el rango social, a lo menos por el rango hereditario, sea de naturaleza tan degradante como el respeto por el dinero.
En todo tiempo, la cortesía de las costumbres ha sido el privilegio en algún modo hereditario de ciertas castas, y la cortesía de las costumbres es uno de los bellos atributos. Es el estilo de la sociedad: en las conversaciones ordinarias de la vida, la cortesía desempeña el papel que desempeña el arte de escribir en la correspondencia. Cuando se respeta a un hombre rico no es al hombre a quien se respeta, sino a su fortuna, cosa que no forma cuerpo con él; cuando se respeta la nobleza hereditaria de un hombre, el respeto se dirige a una gran cualidad que probablemente posee y que tiene la facultad de desplegar. La gracia natural puede encontrarse en las clases medias: la cortesía y las buenas maneras pueden surgir por todas partes, pero deben encontrarse en la aristocracia, y un miembro de la aristocracia no es como debe ser, si carece de ellas. Se trata como de un privilegio de raza que a veces puede no tener el individuo.
Hay una tercer idolatría de la cual nos preserva el fetichismo del rango social: es quizá la peor de todas, la idolatría de la función política. El fetiche más triste que puede adorarse es el de un empleado subalterno, y, sin embargo, en ciertos países civilizados es éste un culto que está muy extendido. En Francia y en la mayor parte del continente europeo domina esta superstición. En vano se dirá que los honorarios de los pequeños funcionarios están por debajo de lo que se gana en el comercio: que su trabajo es mucho más monótono que el de los comerciantes, que su inteligencia es menos útil y su vida es menos independiente. No por eso se deja de considerarlos como teniendo más importancia y más aptitudes y cualidades que éstos. Son condecorados: tienen el botoncito rojo en su levita, y eso basta.
En Inglaterra, gracias a la forma especial de nuestra sociedad, se alcanza el ideal deseable. Las grandes posiciones, ya fijas, ya dependientes del Parlamento, que exigen inteligencia, aseguran ahora un prestigio con exclusión de todos los demás. Un subsecretario de Estado, con dos mil libras esterlinas al año, es mucho más personaje que el director de una Compañía financiera con cinco mil libras esterlinas, y el país economiza la diferencia. Aparte, algunos empleos tales como el tesorero, que en otros tiempos estaban desempeñados por la aristocracia, y que, por consiguiente, han conservado un perfume de nobleza, las funciones subalternas no tienen ningún valor social. Un gran almacenista desprecia el empleo de la administración de impuestos, y lo que en otros países se estimaría como imposible, el empleado en la administración indicada envidia al comerciante. La riqueza sólida toma alto vuelo cuando no se otorga un buen aspecto artificial a los grados inferiores de las funciones públicas. Un simple funcionario del servicio civil no es absolutamente nada, y jamás logrará persuadir a nuestro público de que semejante empleado es un personaje.
Sin embargo, es preciso reconocer que nuestra aristocracia ha perdido buena parte de sus cualidades para servir de expediente público de esa manera. En general, el mejor mundo en Inglaterra está envuelto en una decoración que le da el aspecto un tanto oscuro. Sin duda esas gentes conservan su dignidad, se hacen obedecer, suelen ser buenas y caritativas con sus inferiores; pero no atienden para nada a la futileza del espíritu: no se dan cuenta de que el encanto de la sociedad depende de él. Esos nobles estiman la alegría como una cosa inútil y vieja, y temen siempre, equivocadamente, en verdad, que se suponga de otra manera. Esta tiesura de su dignidad está tan de moda, que los pocos ingleses en quienes el espíritu tiene cierta flexibilidad y viveza, privan ordinariamente a la sociedad de esas cualidades que reservan para el pequeño círculo de sus íntimos, para las personas capaces de apreciar esos matices. Ahora por un buen gobierno vale bien la pena soportar esos inconvenientes sociales. En una sociedad como la nuestra, donde la preeminencia pertenece a la antigüedad del rango más bien que a las gracias del espíritu, es inseparable de la dignidad una cierta frialdad. La preponderancia de los antiguos títulos tienen en cambio una utilidad real, que nadie puede desconocer y que compensa ese defecto.
El prestigio social de la aristocracia, todos lo saben, es, por otro lado, infinitamente menor hoy que lo era hace cien años, y hasta que hace cincuenta. Dos grandes movimientos, los más grandes que se han efectuado en la sociedad moderna, han contribuido a reducirle. Elevando las fortunas, la industria, bajo sus formas innumerables, ha creado una clase rival de la nobleza y que se sobrepondría a ella si poseyese un sello de suprema distinción que no se adquiere. Diariamente las compañías, los ferrocarriles, las obligaciones, los dividendos, tienden más y más a multiplicar alrededor de la aristocracia esas grandes vidas, que con el tiempo acabarán por eclipsarla. Y de otro lado, mientras ese movimiento se produce de abajo hacia arriba, otro movimiento precipita a la aristocracia de arriba hacia abajo. Los nobles, para dominar, tienen menos recursos que otras veces tenían. Lo que hace su poder es el despliegue teatral de su magnificencia. Pero la sociedad pierde de día en día más y más el hábito del aparato. Como ha hecho notar nuestro gran autor satírico, el último duque de San David cubría en otro tiempo con su acompañamiento el camino del Norte: los dueños de fondas y sus dependientes se inclinaban ante él. El duque actual sale de la estación fumando su cigarro en su brougham. La aristocracia no podría arrastrar el tren de otros tiempos, aun cuando así lo quisiera: un influjo más fuerte que ella se opone. Sus miembros obedecen a la tendencia que, en la sociedad moderna, eleva el nivel medio y rebaja comparativamente, quizá hasta de un modo absoluto, la cumbre. A medida que desaparecen el lado pintoresco y los colores vistosos de la sociedad, la aristocracia pierde lo que le servía para dominar.
Recordando de qué profundo respeto estaba antes rodeada la nobleza, sorprenderá ver que la Cámara de los Lores, como asamblea, haya ocupado siempre el segundo rango, que siempre haya sido como hoy, no la primera, sino la segunda de nuestras asambleas. Por de contado, no hablo de la Edad Media, no trato aquí ni del período embrionario por el cual ha debido pasar nuestra Constitución, ni de su infancia. La considero tan sólo en el estado adulto. Examinémosla en los tiempos de Roberto Walpole. Sir Roberto debía su título de primer ministro a su manera de manejar la Cámara de los Comunes; cayó del poder, por haber sido derrotado en la Cámara baja a propósito de una petición sobre asuntos electorales; no gobernó a Inglaterra más que porque gobernaba la Cámara de los Comunes. Y, sin embargo, la nobleza era entonces el poder preponderante en el país. En muchos distritos la palabra de un lord era la ley. El lord Lowther, el malo, como se decía, dejó en Westmoreland un nombre que ha inspirado terror hasta la generación actual. La mayoría de los diputados de los burgos y la mayor parte de los diputados de los condados, eran hechura de la aristocracia; se obedecía respetuosa y piamente. Como individuos, los pares eran los primeros personajes del país; pero como Cámara deliberante, la asamblea de los pares no era más que la segunda del Parlamento.
Diversas causas han contribuido a crear esta anomalía, pero la principal era perfectamente natural. Jamás en la Cámara de los Pares los principales nobles del país han desempeñado el papel más importante. La naturaleza se oponía a ello. Las cualidades que distinguen a un hombre en una asamblea deliberante no son hereditarias y no se legan con los grandes dominios. En medio de la nación, en las provincias, en su país, un duque de Devonshire o un duque de Bodford era, sin duda, un personaje más grande que lord Thurlow. Esos duques tenían a su disposición grandes propiedades, varios burgos, una muchedumbre de partidarios que componían una especie de corte. Lord Thurlow no tenía ni burgos, ni partidarios, vivía de sus sueldos. Mientras la Cámara de los Lores no estaba reunida, los duques eran no sólo más grandes personajes que él, sino que lo eran sin comparación posible. Inmediatamente que la Cámara estaba reunida, lord Thurlow se elevaba muy por encima de ellos. Tenía el don de la palabra y los duques no. Podía tratar en media hora de los asuntos que éstos no hubieran sido capaces de entender y tratar en un día, y eso en el supuesto de que aun así llegasen a conseguirlo. Cuando un par, enemigo de su influencia, era bastante tonto para aludir a su nacimiento, le imponía silencio diciendo que vale más deber su posición a sí mismo, que a sus antepasados, toda vez que la nobleza adquirida por nacimiento no es más que el accidente de un accidente.
Una Cámara así compuesta no estaba hecha para que gustase a los grandes personajes de la aristocracia. No podía convenirles desempeñar en su propia asamblea un papel que, sin embargo, habían tenido, un papel que les ponía por debajo del abogado recién llegado a los honores, de quien podría decirse que todos le conocieron sin pleitos que defender, hablando por ganar dinero y persiguiendo constante la moneda. Los principales pares no sacaban lustre alguno de su presencia en la Cámara, antes al contrario, perdían con ello su prestigio. Para salir de esta situación tuvieron que acudir a dos recursos. Primeramente inventaron las procuraciones, que los permitían votar sin estar presentes, sin exponerse a ser ofendidos por el vigor de las invectivas, sin correr el riesgo del ridículo, sin dejar sus posesiones o el palacio de la ciudad en que eran semidioses. Luego, y este recurso era más eficaz, buscaron la manera de ejercer en la Cámara de los Comunes el influjo que se les iba de la Cámara de los Lores.
En efecto; por este camino indirecto es como un señor poderoso en los campos, capaz de contribuir por mitad en la elección de dos representantes de condados y de nombrar dos representantes de burgos, procurando acaso sus puestos a los miembros partidarios del gobierno, disponiendo a veces hasta del que ocupaba el jefe de la oposición, se encontraba hecho un personaje más influyente que lo hubiera sido yendo a su propia Cámara a escuchar la palabra del canciller. Así, la Cámara de los Lores, aunque estaba compuesta de los primeros personajes del reino, no tenía ya más que un influjo secundario; porque los principales pares, los que tenían una importancia social, como tenían en casi todo su poder un influjo latente, pero enorme en realidad que ejercían en la Cámara de los Comunes, permanecían punto menos que indiferentes ante las discusiones de la Cámara alta.
Cuando se deja de considerar la Cámara de los Lores bajo su aspecto imponente para examinarla en su lado estrictamente útil, se encuentra que nuestra teoría constitucional, como la mayoría de las obras de este género, tiene muchas faltas. Según esta teoría, la Cámara de los Lores sería un Estado del reino del mismo orden y del mismo rango que la Cámara de los Comunes, sería la rama aristocrática del Parlamento, al modo como la Cámara de los Comunes es la rama popular, y esta última no tendría, en virtud del derecho constitucional, más que una autoridad igual a la de su rival. Esta doctrina es completamente falsa: se debe notar, por el contrario, y ésta es una de las ventajas particulares de la Constitución inglesa, que tenemos una Cámara alta, la autoridad de la cual, aunque real en definitiva, es siempre menor que la que tiene la Cámara de los Comunes.
Es, sin duda, un inconveniente tener dos Cámaras distintas con poderes iguales. Cada una de las dos tiene el derecho de oponer un obstáculo a la obra legislativa que, en un momento dado, puede ser muy necesaria. En este momento tenemos la mejor prueba posible: la Cámara alta de nuestra colonia de Victoria, en donde tienen su asiento los ricos productores de lana, está en desacuerdo con la Cámara baja de aquel país, y, por consiguiente, la mayoría de los asuntos están en suspenso. Sin el empleo de una simple estratagema, toda la máquina gubernamental dejaría de funcionar. La mayoría de las constituciones tienen ese vicio. Se observa esto en aquellas que siguen las dos principales Repúblicas del mundo. Según la Constitución de los Estados Unidos y según la Constitución de Suiza, la Cámara alta tiene tanta autoridad como la otra Cámara; podrá suscitarle dificultades extremas, y, si bien le parece, paralizarla por entero; si no lo hace, débese menos a la aplicación de las reglas constitucionales que a la prudencia de los miembros que componen la Cámara alta.
En las dos Constituciones que acabamos de mencionar, esta peligrosa división de los poderes se apoya en una doctrina particular en la cual no tengo por qué ocuparme en este momento. Se pretende que en un gobierno federal debe existir alguna institución, alguna autoridad, algún cuerpo que posea un derecho de veto y que represente sobre una base de igualdad a cada uno de los Estados que componen la federación. Declaro que esta doctrina no me parece evidente por completo, y que más bien está fundada en alegatos que en pruebas. El Estado de Delaware no tiene en realidad ni el mismo poder ni el mismo influjo que el Estado de Nueva York, y no se logrará igualarle con éste otorgándole un derecho igual de veto en la Cámara alta. Sin embargo, esta anomalía se explica refiriéndose al origen histórico de la Constitución. En efecto; era natural que los pequeños Estados procurasen introducir en la Constitución federal algún testimonio significativo, algún recuerdo de su antigua independencia. Pero cuando de una institución se trata hay que ver si satisface los sentimientos naturales y si responde a las necesidades políticas. Si es verdad que un gobierno federal debe contar con una Cámara alta que pueda, llegado el caso, tener la última palabra en ciertas cuestiones, no por eso deja de ser una causa de conflicto y de lucha, y un grave inconveniente que sumar a las ya bien numerosas imperfecciones que caracterizan esta forma de gobierno. Una imperfección, por necesaria que sea, no por eso deja de ser una imperfección. En toda Constitución, la autoridad debe residir en alguna parte. El poder soberano debe ser concedido a quien pueda ejercerlo. Eso es lo que han hecho los ingleses. La Cámara de los Lores, desde el momento del acto de reforma de 1832, estaba en tan mala actitud respecto de la Cámara de los Comunes como puede estarlo en Victoria la Cámara alta con relación a la Cámara baja; y, sin embargo, se vio obligada a ceder y a otorgarle su concurso. Como la Corona tiene derecho a crear nuevos pares, el rey entonces prometió a su ministerio hacer uso de esta prerrogativa. Para evitar este precedente, que no era muy de su gusto, la Cámara de los Lores consintió en adoptar el bill. No se hizo uso de la prerrogativa, pero se vio muy bien que era tan útil como enérgica. Del propio modo que le basta a un patrono saber que sus obreros pueden ponerse en huelga, para que les haga concesiones con el objeto de evitar la huelga, así bastó que la voluntad real, de acuerdo con la opinión popular, pudiese imponer a la Cámara alta nuevos miembros destinados a dominar su oposición, para que esta última se haya visto obligada a hacer concesiones.
Después del acto de reforma, las funciones que la Cámara de los Lores había tenido en la historia han sido muy modificadas. Antes de este acto si no era, propiamente hablando, una Cámara directiva, era, por lo menos, una Cámara de directores. Comprendía en su seno los miembros principales de la nobleza, cuyo influjo era preponderante en la Cámara. El influjo de la aristocracia era tan poderoso en esta última Cámara, que jamás se pudo temer que se rompiera el acuerdo entre las dos Cámaras del Parlamento. Cuando las dos Cámaras entraban en lucha, era, por ejemplo, en el gran problema del asunto de Aylesbury, sobre sus respectivos privilegios, y no a propósito de la política nacional. El influjo de la nobleza dominaba hasta un punto tal, que no le era necesario extenderse. Aunque muy diferente entonces en este punto de lo que es hoy, la Constitución inglesa no estaba tocada del vicio que se observa en la Constitución de Victoria, en la Constitución de Suiza. No exigía que las dos Cámaras tuviesen su origen distinto; ambas, por el contrario, procedían de la misma fuente, porque el elemento preponderante era el mismo en la una que en la otra, y todo peligro de conflicto se evitaba gracias a esta unidad latente.
La Cámara de los Lores se ha convertido después del acto de reforma en una Cámara de revisión que tiene una autoridad suspensiva. Puede modificar o rechazar los bills cuyo voto no es reclamado con insistencia por la Cámara de los Comunes, y acerca de la cual la opinión pública se muestra aún indecisa. El veto de los Lores es, por decirlo así, condicional. Cuando se oponen a una medida, es como si dijesen: Rechazaremos ese bill una vez, dos veces, hasta tres veces; pero si persistís en enviárnoslo, acabaremos por aceptarlo. Así, pues, la Cámara de los Lores no tiene bastante influjo para dirigir los negocios, ni aun siquiera de una manera latente, pero puede rechazar temporalmente o bien puede modificar las medidas propuestas.
El único título en que el duque de Wellington puede fundar su reputación de hombre de Estado, es haber presidido ese cambio. Quiso llevar a los Lores a su verdadera posición y logró hacerlo. En 1846, en el momento de la crisis provocada por la ley sobre los cereales, y cuando se preguntaba si la Cámara de los Lores resistiría o cedería, escribió a quien hoy se llama lord Derby:
Desde hace años, puede decirse que desde 1830, cuando dejé yo el poder, me he esforzado por dirigir la Cámara de los Lores según los principios que me parece que motivan su existencia en nuestra Constitución según los principios conservadores. Invariablemente me he opuesto a todas las medidas violentas y extremas, lo que no es, precisamente, el medio más adecuado para adquirir influencia en un partido político en Inglaterra, sobre todo en la oposición. Siempre apoyé al gobierno en las ocasiones más importantes; siempre he ejercitado mi influjo personal con el objeto de evitar el contratiempo de cualquier desacuerdo o conflicto entre las dos Cámaras. Voy a citar a este propósito algunos ejemplos: bastarán para caracterizar a los ojos de usted la dirección que yo he dado al Parlamento, y al propio tiempo le explicarán, hasta cierto punto, el poder extraordinario que yo he ejercido durante tantos años, sin tener para ello ningún derecho aparente.
En cuanto pude advertir las dificultades con que había de tropezar el difunto rey Guillermo, a causa de su promesa de crear nuevos pares, el número de los que aún no estaba determinado, me decidí a conseguir, y lo logré, que un gran número de los otros Lores no pareciesen por la Cámara durante las últimas discusiones relativas al acta de reforma, después de la ruptura de las negociaciones entabladas para formar un nuevo ministerio. Esta conducta produjo entonces no poco descontento en nuestro partido; a pesar de eso, creo que tal conducta salvó la existencia de la Cámara de los Lores y la Constitución del país.
Más tarde, en el período de 1835 a 1841, logré obtener de la Cámara de Lores el abandono de ciertos principios y de ciertos sistemas que habían dictado nuestras resoluciones y nuestros votos acerca de los diezmos y de las corporaciones de Irlanda, así como sobre otras medidas, lo que contrarió a muchas gentes. Pero recuerdo sobre todo una circunstancia, la relativa a la unión entre las provincias del alto y del bajo Canadá: yo había hecho en un principio la oposición a esta medida; hasta había protestado contra ella, y en las últimas discusiones conseguí obtener de la Cámara la aceptación y el voto del acto, para ahorrar al interés público el inconveniente de una lucha entre las dos Cámaras acerca de una cuestión de importancia tal.
Además apoyé las medidas de gobierno y protegí a uno de sus servidores en China: el capitán Elliot. Todo eso tendía a debilitar mi influencia cerca de algunos de los nuestros; otros, en cambio, quizá la mayoría, han aprobado mi conducta. Sabido es también, que, desde el comienzo de la administración de lord Melbourne, tuve con él relaciones continuas acerca de los asuntos militares en el interior y en el exterior. Lo mismo ocurrió con respecto a otros asuntos.
Naturalmente, mi influjo en el partido conservador disminuía un tanto, pero mi objeto era procurar facilidades y satisfacción al soberano y mantener el buen orden. Por último, llegó el momento en que el ministerio de sir Roberto Peel presentó su dimisión, en el mes de Diciembre último, y cuando la reina quiso encargar a lord John Russell de formar una situación, el 12 de Diciembre, la reina me escribió la carta de que envío copia adjunta bajo un sobre, con la copia de mi respuesta de la misma fecha: parece ser que usted no debió de leer nunca esas cartas, aun cuando yo las haya puesto inmediatamente en conocimiento de sir Roberto Peel. Me era imposible obrar de un modo distinto del que decía en mi carta a la reina. Soy servidor de la Corona y del pueblo. He recibido el premio y la recompensa de mis servicios y me considero como obligado; es preciso que yo sirva según mi deber lo exige, mientras yo pueda hacerlo con dignidad y mientras mi salud y mis fuerzas me lo permitan; pero es evidente que llegará, que debía llegar el fin de las relaciones de confianza que existían entre el partido conservador y yo, su consejero. Yo hubiera podido, sin faltar a la lógica, y hasta algunos creen que yo hubiera debido negarme a pertenecer al gabinete de sir Roberto Peel en la noche del 20 de Diciembre. Tengo la firme convicción de que si yo hubiera obrado así, el gobierno de sir Roberto Peel no hubiera podido organizarse, y nosotros hubiéramos tenido el poder al día siguiente y...
En todo caso, es muy evidente que cuando llegue el momento de tomar una determinación de ese género, lo que ocurrirá tarde o temprano, no tendré ya influjo alguno sobre el partido conservador, aun en el caso de que yo fuese bastante poco hábil para intentarlo. Encontrará usted, por tanto, el puesto libre, y no tendrá usted que ventilar ningún desacuerdo conmigo, cuando lo logre, porque en la carta que yo he dirigido a la reina el 12 de Diciembre, he roto por adelantado todo lazo entre el partido conservador y yo, para el día en que ese partido se colocase en oposición con el gobierno de su majestad.
En mi opinión, el puesto está destinado para usted: debe usted ejercer el influjo que yo he ejercido durante tan largo tiempo en la Cámara de los Comunes. Ahora, ¿cómo alcanzará usted ese objeto? ¿Será dirigiendo al partido en sus opiniones y en sus decisiones, o sometiéndose a él? Usted habrá notado que yo he procurado dirigirlo, y que lo he logrado en circunstancias muy importantes. Pero esto no lo he conseguido sin muchos esfuerzos.
En cuanto a la grave cuestión que hoy se presenta, trataré de conseguir que se evite el peligro de aumentar las dificultades del país provocando una diferencia de opiniones, quizá un conflicto entre las Cámaras, sobre un asunto que a menudo ha dado lugar a decir que sus señorías tenían en él un interés personal. Por falso que sea este aserto en lo que concierne a cada uno de los Lores en particular, tiene de verdad, no puede negarse, en lo que se refiere a los propietarios de inmuebles en general. Sé que es difícil conseguirlo, pero no desespero, sin embargo, de hacer que el bill se acepte. Usted será juez, mejor que yo, de la conducta que va a seguir y de la que es más verosímil que obtenga la aprobación de los Lores. Creo que usted debería comprometer a la Cámara para que vote en el sentido que puede ser más favorable a la conservación del orden y más beneficioso a los intereses inmediatos del país.
He ahí de qué manera la Cámara de los Lores ha llegado a ser lo que es ahora, esto es, una Cámara que, en la mayoría de los casos, tiene una especie de veto suspensivo y un poder de revisión, sin disponer de otros derechos ni de otros poderes. Todo lo cual me obliga a preguntar: Siendo las cosas como son, ¿cuál es entonces la utilidad de esta Cámara?
Evidentemente se engañan los que dicen, como es corriente decir, que la Cámara de los Lores es una defensa contra la revolución. Como cada línea de la carta del duque lo demuestra, los más prudentes de entre los Lores, los que dirigen la Cámara, saben muy bien que debe ceder al pueblo cuando el pueblo ha tomado una decisión. Esos dos ejemplos del acto de reforma y la legislación de cereales, son perfectamente concluyentes.
Para la mayoría de los Lores, la reforma era la revolución, el librecambio era la confiscación, y esas dos medidas juntas constituían la ruina. Si alguna vez han tenido ocasión de resistir al pueblo, fue en esas circunstancias; pero la verdad es que en vano se contaría con una Cámara secundaria, con una Cámara alta, para resistir a una Cámara popular, a una Cámara de la nación, cuando esta Cámara popular se pronuncie con fuerza y calor como la nación misma: no está armada con fuerza alguna para semejante lucha.
Toda Cámara reclutada en una clase privilegiada, toda Cámara que represente una minoría, por decirlo así, resulta muy débil y muy desarmada ante un movimiento nacional. En esos tiempos de revolución no hay más que dos poderes: el sable y el pueblo. Sabido es qué gran enseñanza dio Bonaparte al pueblo de París, y qué capítulo añadía a la teoría de la revolución con la jornada del 18 brumario. Un soldado enérgico puede servirse del ejército colocándose a su cabeza, pero una Cámara alta no puede hacer eso de ninguna manera. Es ésta una asamblea pacífica, compuesta de Lores tímidos, de jurisconsultos ancianos ya, o bien de literatos de mérito. Semejante asamblea no tiene fuerza para comprimir a una nación, y si la nación le impone una medida, no tiene más remedio que aceptarla.
Por otra parte, según ya se ha visto, la manera misma de componer la Cámara alta, según la Constitución inglesa, demuestra que es imposible que esta Cámara pueda impedir una revolución. La Constitución encierra una prerrogativa excepcional que le priva de toda acción. El poder ejecutivo, que es elegido por la Cámara popular y por la nación, puede crear nuevos pares, y cambiar de ese modo la mayoría en la Cámara de los Lores. Puede decir a los Lores: Es preciso que hagáis uso de vuestros poderes según nosotros lo entendemos; de no ser así, os privaremos de ellos. Encontraremos a otras personas para obrar en lugar vuestro; toda vuestra influencia se desvanecería si no la empleáis como deseamos, pues la destruiremos en cuanto nos plazca. Bajo una amenaza tal, una asamblea no puede ser un obstáculo, y nadie supone que pueda detener un poder ejecutivo, emprendedor y determinado.
La Cámara de los Lores, como Cámara, debe considerarse no como una defensa contra la revolución, sino como un signo indicador demostrativo de que la revolución no está a la puerta. Apoyada como lo está en los viejos sentimientos de respeto, cuyo homenaje secular se le ofrece, es la prueba de que esas convulsiones de las fuerzas nuevas, esas explosiones de novedades, que se llaman la revolución, son por el momento completamente imposibles. Mientras las viejas hojas se mantengan en los árboles en Noviembre, puede decirse que hay poco hielo y que no hay viento; del propio modo, mientras la Cámara de los Lores tenga mucho poder, puede afirmarse que no hay en el país ni descontentos extremos, ni influencias capaces de causar una gran perturbación.
Según un prejuicio largo tiempo imperante, la existencia de dos Cámaras, una para la revisión, la otra para la iniciativa de las medidas, es cosa indispensable en un gobierno libre. La primer persona que osaba atacar esta teoría abriendo en ella brecha, no era sospechosa de tendencias democráticas, ni de desdén por el influjo de la aristocracia; fue el actual lord Grey. Este hombre de Estado tuvo ocasión de poner mano en el asunto. Habiendo sido el primero entre los ministros de Inglaterra que se hubo de ocupar en introducir el sistema representativo en todas las colonias capaces de gozarlo, se vio frente a frente con una dificultad proveniente de que las colonias apenas si comprendían bastantes individuos capaces de figurar de un modo conveniente en una asamblea, y no había bastantes elementos para dos Cámaras. Dado esto, consideraba de un modo perfectamente natural, que una asamblea alta sería un peligro. O esta asamblea se elegía por la Corona, que entonces debía fijarse en las gentes instruidas de las colonias, o bien se elegía por los principales propietarios del país, que componen la clase más inteligente. En ambos casos se elegía lo más distinguido de la colonia para formar la Cámara alta. De donde resultaba, como consecuencia natural, que la asamblea popular no podía ya contar con tener a su cabeza los espíritus más aptos para dirigirla. Esas gentes distinguidas, confinadas en una Cámara aparte, se entregaban a discusiones inútiles, quizá a disputas: un ejemplo probaba que concentrando en ellas las fuerzas mejores se las neutraliza. No obstante su buen deseo, no conseguían hacer nada. En cuanto a la Cámara baja, privada de los miembros que habrían sido lo más a propósito para dirigida, obraba al azar. Más bien se había debilitado que fortificado la democracia aislándola de sus adversarios más prudentes, sin dar a éstos influencia. Desde el momento en que la experiencia reveló o parecía revelar esos defectos, la teoría según la cual dos Cámaras son indispensables para la marcha de un gobierno, se vió pronto reducida a la nada.
Con una Cámara baja que sea perfecta, para nada se necesitaría una Cámara alta. Si nuestra Cámara de los Comunes fuese un ideal, si representase perfectamente la nación, si se mostrase siempre moderada y alejada de las pasiones políticas, si, comprendiendo en su seno gentes libres, no omitiese nunca las formas lentas y regulares únicas que pueden conducir a un buen juicio, es seguro que podríamos prescindir de otra Cámara más elevada. Las medidas resultarían tan excelentemente tomadas, que sería inútil someterlas a un nuevo examen y a una revisión. Ahora bien; en política, todo lo que no es necesario es peligroso. Las cosas humanas tienen ya por sí mismas tanta complejidad, que toda sobrecarga superficial es seguramente perjudicial. Podrá muy bien no saberse en qué sitio de la máquina la rueda inútil estorbará a los múltiples engranajes necesarios, pero podrá decirse, sin temor de engañarse, que esa rueda engranará de un modo perjudicial en alguna parte y de cierto dañará la marcha del conjunto; hasta tal punto son frágiles y delicados los resortes generales.
Mas si es verdad que al lado de una Cámara de los Comunes que fuese el ideal, una Cámara de los Lores no tendría una razón de ser y resultaría funesta, al lado de la Cámara baja que tenemos, una Cámara de revisión que pueda examinar con detenimiento las medidas tomadas es extremadamente útil, hasta quizá es absolutamente necesaria.
En la actualidad, aunque en la Cámara de los Comunes las mayorías fortuitas entrañen el voto de las cuestiones menudas, no experimentan investigación ni contención alguna. La nación sólo se ocupa con las grandes cuestiones de la política y de la administración. En eso es donde se ejercita el juicio rudimentario, pero decisivo, cuyo nombre es la opinión pública; pero el país, en cambio, no se ocupa de lo demás; ¿y por qué obra así? No tiene elementos necesarios para determinar su parecer; el detalle de los bills, lo que sirve de instrumento a la administración, la parte latente de la obra legislativa, todo eso le es extraño. No sabe nada de ello, no tiene ni tiempo ni los medios necesarios para hacer las precisas investigaciones para poder darse cuenta, de suerte que una mayoría de azar puede tener en la Cámara de los Comunes un influjo predominante sobre esas cuestiones y puede hacer leyes según ella las entienda. Aunque sobre las grandes cuestiones, el conjunto de la Cámara representa perfectamente la opinión pública, y aunque sobre las secundarias, llegue a tomar decisiones muy prudentes y muy sanas, gracias a su composición; sin embargo, como todas las asambleas de ese género, la Cámara de los Comunes está expuesta a las sorpresas que pueda tramar la coalición de los intereses egoístas. Se dice que hay en el Parlamento actual, doscientos miembros que están interesados en los ferrocarriles. Si esos doscientos miembros se entendiesen sobre esta cuestión que no llama con fuerza la atención pública, pero que de seguro a ellas les preocupa, toda vez que su fortuna se halla en ella comprometida, harían con toda evidencia su voluntad. Una fracción potente cuyos intereses sean contrarios a los del público, puede, gracias a cualquier azar y por un momento, tener un influjo preponderante en una gran asamblea; es, pues, muy útil que tengamos otra Cámara cuyo espíritu y cuyos elementos sean distintos de la de la otra Asamblea, y así no procuren a la indicada facción una mayor probabilidad de imperar.
La más peligrosa de esas facciones o pandillas es la que puede constituir el cuerpo ejecutivo, porque es de todas la más potente. Es muy posible, porque la cosa ya ha ocurrido y ocurrirá de nuevo, que el gabinete, con el gran influjo que tiene en la Cámara de los Comunes, se aproveche de él para imponer al país medidas secundarias que no le interesen, pero de las cuales no se haya dado suficiente cuenta para oponerles un obstáculo. Ahora bien; si hay un tribunal de revisión en el cual el ejecutivo, a pesar de su potencia, se encuentra que tiene un influjo menor que en la Cámara de los Comunes, el gobierno no marchará tan fácilmente; en virtud del derecho que tiene de aplazar las medidas, la Cámara de revisión se opondrá a las pequeñas tentativas de tiranía parlamentaria, aunque le sea imposible impedir ni estorbar una resolución seria.
Además, toda gran Asamblea está sometida a muchas fluctuaciones: no es una Cámara única, sino, por decirlo así, una colección de Cámaras que componen los distintos miembros; la reunión de hoy no es la misma que se celebrará mañana. Se obtiene, sin duda, una cierta unidad, gracias a la precaución que el ejecutivo debe tomar y toma en efecto, de convocar un número de miembros suficiente; hay en esto un elemento constante alrededor del cual varían sin cesar elementos accesorios. Pero aunque sea admitiendo la ventaja que pueda tener esta experiencia saludable, la Cámara de los Comunes, como todas las Cámaras de ese género, no está menos sujeta a movimientos inesperados y repentinos, porque los miembros que la forman se renuevan de tiempo en tiempo. De ahí nace un vicio peligroso que siempre se advierte en nuestras leyes; muchos actos del Parlamento se motivan de una manera muy confusa, lo cual proviene de que la mayoría no siempre ha estado compuesta de la misma manera para aprobar las diferentes cláusulas de aquéllos.
Pero el mayor inconveniente que experimenta la Cámara de los Comunes, es que no tiene tiempo. La vida de esta Cámara es extremadamente penosa: es un largo tejido de ocupaciones voraces que abrazan una masa tal de asuntos, que una asamblea de ese género jamás ha podido en rigor examinar.
Hay que tener en cuenta que el imperio británico es una aglomeración de países diversos, y cada uno de esos países envía su parte de negocios a la Cámara de los Comunes. Un día es la India, otro día es Jamaica, más tarde China, luego Schleswig-Holstein. Nuestra legislación se extiende sobre toda clase de asuntos porque nuestro imperio comprende toda clase de elementos. Las interpelaciones dirigidas a los ministros recaen, por sí solas, ya sobre la mitad de los sucesos que ocurren en el mundo; los bills de interés privado que otorga nuestro gobierno, a pesar de su interés secundario, dan, según toda probabilidad, tanto trabajo a la Cámara de los Comunes como el que hayan podido proporcionar a la vez los negocios nacionales y privados a cualquier asamblea. La escena está tan llena de asuntos que sin cesar se suceden, que es muy difícil no perder la cabeza.
Ocurra lo que ocurra más adelante, cuando se haya imaginado un mejor sistema, es lo cierto que la Cámara de los Comunes se ocupa de la obra legislativa con todos sus detalles, con todas sus cláusulas. Es, en verdad, un triste espectáculo el que ofrece el despilfarro de talento y de inteligencia al cual se entrega la Cámara cuando está reunida en Comité para discutir un bill cuyas cláusulas son numerosas, y los adversarios del bill piensan desnaturalizarlo, mientras sus partidarios hacen todo género de esfuerzos para mejorarlo. Un acto del Parlamento es cosa, por lo menos, tan compleja como un contrato de matrimonio: cuesta tanto trabajo prepararlo como costaría hacer el contrato, si para determinar las condiciones se apelase al recurso de votar la mayoría de las personas en él interesadas, incluso los hijos que han de nacer. Cada interés tiene su defensor, que trata de obtener todas las ventajas posibles. Gracias a las fuerzas disciplinadas de que dispone, y gracias a un pequeño número de miembros que consagran a la obra una reflexión asidua, el poder ejecutivo consigue mantener una especie de unidad; pero el resultado es muy imperfecto. La máquina se la juzga por su obra. Si una persona, al corriente de lo que deba ser un documento judicial, se tomase el trabajo de comparar un testamento que acaba de firmar con un acto del Parlamento, no podría menos de decir: De seguro hubiera despedido a mi procurador si se hubiera permitido tratar mis asuntos como el Parlamento trata los del país. Mientras la Cámara de los Comunes está en la situación en que hoy se encuentra, una Cámara alta bien compuesta, capaz de revisar, de regularizar y de aplazar sus actos, tendrá siempre una inmensa utilidad.
Pero ¿es que la Cámara de los Lores es la Cámara que ahí se indica? ¿Desempeña, por ventura, su tarea de una manera adecuada? Nadie expone la cuestión. La Cámara de los Lores, desde hace lo menos treinta años, es una institución que el pueblo acepta sin discutirla. Las pasiones populares no se han vuelto hacia ese lado; las imaginaciones más ardientes no se han dedicado a estudiar el asunto.
La Cámara de los Lores tiene el mayor mérito que una Cámara semejante puede tener, es posible. Es extremadamente difícil tener una buena Asamblea de revisión, porque es muy difícil encontrar una clase de revisores cuya decisión entrañe respeto. Un Senado federal, una segunda Cámara que represente al Estado en su unidad, posee esta ventaja en grado eminente: esta Cámara personifica un sentimiento profundamente arraigado en el pueblo, un sentimiento más antiguo que los accidentes complicados de la política y mil veces más fuerte que los sentimientos provocados por la política ordinaria; personifica el sentimiento local: Mi camisa, decía un patriota suizo defendiendo los derechos de los Estados particulares; mi camisa me es más cara que una levita. Cada Estado de la Unión americana consideraría una falta de respeto al Senado como si fuera una falta de respeto hacia él mismo. Por eso el Senado es respetado en aquel país; sean cuales fueren sus méritos, el principal es que pueda obrar; tiene una existencia real, independiente y eficaz. Ahora, en los gobiernos ordinarios, hay un obstáculo que fatalmente se opone a que una creación no emanada del pueblo tenga una influencia potente en el espíritu popular.
Es casi un pleonasmo decir: la Cámara de los Lores es independiente. No sería ni potente ni posible si no se la considerase independiente. Los Lores son, en diversos respectos, más independientes que los miembros de la Cámara de los Comunes: su opinión puede no ser tan buena como la opinión de los representantes; pero, a no dudar, les corresponde por entero. En cuanto constituye un cuerpo del Estado, los Lores no son accesibles a ninguno de los incentivos que ofrece las distinciones sociales, y en nuestros tiempos no es esto una ventaja despreciable. Muchos miembros de la Cámara baja, que serían insensibles a todo otro género de corrupción, no saben resistir al influjo ejercido por esas distinciones. En cuanto a los directores de periódicos y a los escritores, todavía es peor esto: por lo menos, aquellos que tienen bastante influjo para encontrarse en la órbita de la tentación, no aspiran más que a lo que se llama posición en la sociedad; por entrar en la intimidad de la aristocracia, nada hay que no estén dispuestos a hacer y a decir. En cambio, los Lores son gentes en situación de distribuir esas tentaciones más bien que en la de tener que sufrir sus efectos. Están por encima de la corrupción porque pueden corromper a los demás. No tienen un cuerpo de electores a quienes temer y atraer; pueden formarse una opinión reflexiva y desinteresada mejor que cualquier otra clase de la sociedad. Además, tienen tiempo sobrado; no están distraídos por ninguna otra ocupación verdaderamente digna de este nombre.
Los placeres del campo no pasan de ser un recreo, aunque muchos Lores toman el deporte con una serenidad verdaderamente británica. Hay pocos ingleses que consientan en enterrarse bajo los libros de ciencia o de literatura, y los miembros de la aristocracia son acaso menos inclinados a eso que los de las clases medias. En cuanto a la sociedad, es excesivamente tiesa y aburrida para ocupar su espíritu, como ocurría en otras épocas. La aristocracia repele el contacto con la clase media; teme al comerciante y al negociante. No se atreve a crear para su entretenimiento centros de sociedad, como en otros tiempos hacía la aristocracia francesa. La política es la única cosa que puede realmente ocupar el espíritu de un par inglés. Puede entregarse a ella por entero; de suerte que la Cámara de los Lores junta a la independencia que le permite revisar sanamente las cuentas de los Comunes, y a la posición que le augura el respeto de sus decisiones, el tiempo necesario para revisar esos actos con conocimiento de causa.
Son todos estos grandes méritos; vista la dificultad que existe para encontrar una segunda Cámara que sea buena, y vista la necesidad que nosotros sentimos de tener una, para completar la obra de la primera, preciso es que nos felicitemos de cómo están las cosas. Pero no nos dejemos deslumbrar por esos méritos. La Cámara de los Lores tiene también imperfecciones que los neutralizan. Su riqueza, la consideración de que goza, el tiempo libre de que disponen sus miembros, parecerán condiciones suficientes y de naturaleza adecuada para asegurarle un influjo mucho más grande, si esas ventajas no estuviesen contrapesadas por imperfecciones secretas que amenguan su valor.
La primera de esas imperfecciones apenas puede llamarse secreta, aunque en el fondo no se la conozca demasiado. Un hombre que ha criticado nuestras instituciones sin ser su adversario, ha dicho que el remedio de la admiración hacia la Cámara de los Lores está en ver esta Cámara cuando funciona; no en un día de lucha apasionada entre los partidos, ni en un momento de solemnidad, sino en la marcha ordinaria de su vida. Puede haber en escena allí, hasta media docena de Lores solamente; basta la presencia de tres Lores para que haya derecho a deliberar. Algunos miembros de la Cámara se mueven mucho de un lado para otro, principalmente los grandes oradores y los jurisconsultos; hace algunos años, cuando Lyndhurst, Brougham y Campbell estaban en la fuerza de la edad, ellos eran los que más hablaban; por último, vense allí algunos hombres de Estado de todos conocidos. Pero, en suma, la masa de las Cámaras no se cuenta para nada. He ahí por qué los oradores habituados a los Comunes no gustan de tomar la palabra en la Cámara de los Lores. Lord Chatbam tenía la costumbre de llamarla le Tapicería.
En cuanto a la Cámara de los Comunes, ofrece un espectáculo muy animado. Cada uno de sus miembros, cada átomo de este conjunto confuso tiene sus puntos de vista propios, buenos o malos, sus propios designios, grandes o mediocres, sus propias ideas acerca de lo que se hace o sobre lo que se debería hacer; hay allí una afluencia de elementos heterogéneos, pero vigorosos, y la obra que de todo ello resulta no deja de tener unidad y de ser buena. Puede decirse que existe un sentimiento, un espíritu de la Cámara; y para quien sabe darse cuenta de él, ese espíritu tiene su valor. Un hombre, con cierta ironía, ha llegado a decir que la Cámara de los Comunes tiene más espíritu que ninguno de sus miembros.
En cambio, la Cámara de los Lores no tiene ni un átomo de ese espíritu, porque no tiene vida. La Cámara baja está compuesta de hombres políticos muy activos; en la Cámara alta, la actividad, por lo menos, falta. Esta apatía, es verdad, no es tan grande en realidad como en la apariencia resulta. Como es sabido, los comités en la Cámara de los Lores trabajan mucho, y su tarea es excelente. Nada más natural, por otro lado, que los Lores tiendan un tanto a la apatía. Cuando una Cámara está compuesta de gentes ricas que pueden votar por procurador sin acudir personalmente a ocupar su puesto, puede esperarse que no acudirán con gran premura. Pero no por esto queda menos patente la indiferencia real con que la mayoría de los pares desempeñan sus deberes, lo cual es un grave defecto, constituyendo su indiferencia aparente un verdadero peligro. En política, es una verdad profunda la que encierran estas palabras de lord Chesterfield: Las gentes se juzgan según lo que parece que son, y no según lo que son efectivamente. La gente no se preocupa más que de lo que parece ser, no de lo que es. Una asamblea, y sobre todo una asamblea de revisión cuyos miembros no se reúnan y no parecen interesarse por su tarea, tienen un defecto capital desde el punto de vista político. Puede, sin duda, ser útil, pero le costará gran trabajo convencer al pueblo de su utilidad.
La otra imperfección de la Cámara de los Lores tiene todavía mayor gravedad; no es sólo la opinión que se tiene de lo que hacen los Lores, lo flojo, sino su obra real misma. Para ser un tribunal de revisión, la Cámara de los Lores está compuesta de elementos demasiado conformes. Los errores pueden ser de varias clases; pero según su composición, la Cámara de los Lores no procura un preservativo sino contra una sola especie de errores: la que proviene de los cambios demasiado precipitados. Los Lores, aparte algunos jurisconsultos y algunos que no es posible clasificar, son en general grandes propietarios más o menos opulentos, todos tienen más o menos las opiniones, las cualidades y los defectos de esta clase. No revisan la legislación, si es que la revisan, sino de una manera conforme a los intereses, a los sentimientos y a los prejuicios de los propietarios territoriales. A partir del acto de reforma, esa tendencia no se ha rectificado y está a la vista de todos. Los Lores se han mostrado, si no hostiles, lo que sería mucho decir, por lo menos vacilantes en la aplicación de las leyes nuevas. Y esto porque en esas leyes hay un espíritu extraño a su espíritu, el cual han procurado, hasta donde les ha sido posible, apagar. Este espíritu se ha llamado el espíritu moderno.
No es, en verdad, fácil definir este espíritu moderno con una sola frase; su aliento vive en nosotros, anima nuestras almas y engendra nuestros pensamientos. Todos sabemos en qué consiste, y, sin embargo, sería preciso un largo estudio para señalar sus límites y su exacto sentido. Los Lores son sus adversarios, y, dondequiera que se muestren, no serían capaces de revisar imparcialmente, gracias a los prejuicios que les dominan.
Esta unidad de comparación no sólo no sería un defecto, sino que sería o a lo menos podría ser un mérito, si el sentido crítico de los Lores, aun siendo como es sospechoso de parcialidad, se apoyase en un gran fondo de conocimientos. Las obras legislativas que llevan el sello de una época, deben participar de las imperfecciones de esta época. Como responden a necesidades especiales, están condenadas a ser de una naturaleza un tanto estrecha; comprenden mal ciertas cosas y abandonan otras. Si, por fortuna, entonces hubiese un sentido crítico para completarlas, mediante el cual se pudiera discernir lo que la época no ve, viendo sanamente lo que la época ve mal, se conseguirían inmensas ventajas.
¿Pero es que acaso la Cámara de los Lores está dotada de semejante facultad? La oposición que revela contra las obras legislativas que reflejan el espíritu moderno, ¿puede atribuirse a que vea lo que no ven las gentes de nuestro siglo, y a que vea más claramente de cómo estas gentes logran percibirlo? El más decidido partidario de la Cámara alta, su admirador más ferviente, si es sincero y razonable, no se atreverá a afirmar ese hecho, que tiene en contra suya la evidencia. Respecto, por ejemplo, de la cuestión del librecambio; es evidente que los Lores estaban en terreno falso en cuanto a la opinión que tenían y que habría inspirado su conducta si hubieran sido dueños de obrar como hubieran querido. En esta cuestión es en la que el espíritu moderno ha hecho sus pruebas de la mejor manera, y entonces o nunca, era fácil reconocer que ese espíritu era un buen consejero. El comercio es como la guerra: sus resultados son palpables. ¿Se gana o no se gana dinero? Las cifras dan en esto un fallo sin apelación como las batallas. Ahora bien; no ofrece duda que Inglaterra se ha aprovechado admirablemente del librecambio; desde que éste se ha establecido gana más dinero, y el dinero se defiende más, como se debía desear entre nosotros. Pues bien; en estas circunstancias, en las que el espíritu moderno ha probado de un modo incontrastable que tenía razón, la Cámara de los Lores estaba equivocada, por hallarse dominada por prejuicios que la hubieran hecho rechazar esta medida saludable si hubiera podido.
Otro motivo que disminuye la facultad que la Cámara tiene de criticar con utilidad: estando esta Cámara compuesta de miembros hereditarios, no puede pasar del nivel de la inteligencia media. Puede comprender, y comprende casi siempre, talentos extraordinarios. Pero, en general, la capacidad de los individuos convertidos en legisladores por derecho de nacimiento, tiene que ser mediana. Del hecho de que una asamblea se recluta por derecho de primogenitura, combinada con los azares de la historia, ¿síguese que debe tener el don de la prudencia? Sería una maravilla que una Cámara tal fuese superior a su siglo; que, poseyendo por privilegio conocimientos más amplios que los de los hombres que viven de su tiempo, pueda reconocer lo que éstos no ven, y ver más seriamente lo que ven, pero que lo ven mal.
Hay todavía un obstáculo mayor. La tarea de revisar convenientemente la obra legislativa de una época, es una de las que la nobleza de un país desempeña con poca facilidad, ya que además eso es lo más propio para poder cumplirlo. Véase el libro de actos de 1865, examínense las leyes aprobadas en el curso de este año; no se encontrará allí ni trozos literarios, ni cuestiones finas y delicadas, sino más bien asuntos vulgares y un cúmulo de acuerdos indigestos. Se trata de comercio, de hacienda, de reformas relativas al derecho escrito o al derecho consuetudinario: en fin, asuntos diversos, pero nada más que negocios, llenan las páginas de ese libro, y no cabe imaginar hombre menos preparado por su educación para el manejo de los negocios, y peor colocado para conocerlos que un joven lord.
No hay duda de que los negocios tienen en realidad atractivos mayores aun que los placeres mundanos: interesan al espíritu por entero, ocupan todas las facultades del hombre con más continuidad y más fuerza que cualquier otro ejercicio. Pero no parece que eso es así, y sería difícil persuadir de que el efecto es así a un joven que tiene todos los géneros del placer a su disposición. Un joven lord que acaba de heredar setecientos cincuenta mil francos de renta no se preocupará, en general, con las leyes acerca de las patentes de invención, ni sobre los peajes o sobre las prisiones. Como Hércules, puede preferir la virtud al placer, pero Hércules mismo no se sintió inclinado a preferir los negocios. Todo contribuye a alejarle de ellos al joven lord, nada le atrae. Y aun cuando quisiera entregarse al estudio de los negocios, nada le ayuda a hacerlo. El placer lo tiene al alcance de la mano, los negocios están lejos de su vista. Nada más divertido que observar los esfuerzos de un joven lleno de buenas intenciones, y que, nacido fuera del mundo de los negocios, quiere penetrar en él y consagrarse a ellos. Apenas si tiene idea de lo que son los negocios. Puede definírselos así: el empleo de ciertos medios particulares a ciertos fines igualmente particulares. Pero le es difícil a un joven sin experiencia distinguir entre los fines y los medios. Es esto para él un misterio, y puede estimarse muy feliz si no acaba por tomar la forma por lo principal y por considerar el fondo como cosa secundaria. No faltarán gentes de negocios, falsamente denominadas así, que le arrastrarán hacia ese error. Escuchádlo si no en sus perplejidades: ¿Qué libro me recomienda usted que lea? Os dirá. ¿Es posible explicarle que con la lectura no conseguirá nada, y que no tiene en la cabeza las ideas primeras que podrían hacer que resultase para él la lectura provechosa; que la administración es un arte como lo es la pintura, y que, en una como en la otra, ningún libro es capaz de enseñar la práctica?
En otros tiempos esta insuficiencia de la aristocracia estaba neutralizada con las otras ventajas de que la misma gozaba. Como la nobleza era la única clase que tenía fortuna y educación, no tenía que temer ninguna rivalidad: aunque los miembros de la aristocracia, con la excepción de algunos talentos extraordinarios, no tuviesen para el manejo de los negocios públicos una aptitud perfecta, eran al fin los únicos que resultaban propios. Y, sin embargo, aun entonces sabían librarse de la tarea grosera que los negocios piden. Elegían un hombre como Peel o Walpole, que no tenía de la aristocracia ni las costumbres, ni tampoco el carácter, para dirigir en su lugar una corriente administrativa. Ahora bien; posteriormente se ha levantado una clase de gentes que prestan al estudio y a la fortuna el conocimiento práctico de los asuntos.
En los momentos en que esto escribo, acaban de ser colocadas dos personas de la clase que acabo de indicar en puestos importantes, que ciertamente si hay alguna probabilidad de poder predecir en política, las llevarán al poder y las harán entrar en el gabinete. Pertenecen a esta clase de hombres que conocen los negocios, y que teniendo el espíritu muy cultivado, pueden, al cabo de algunos años, abandonar la práctica para satisfacer los deseos de su ambición. Se cuentan aún muy pocos de ellos en las esferas oficiales, y es que no conocen su fuerza. ¡Será esto como el huevo de Colón! Algunos probarán con su ejemplo que están destinados a la vida pública, y una muchedumbre vendrá detrás de esos pocos. Entre esos hombres nuevos, los hay que conocen los negocios por tradición de familia, y su situación es por esto mejor aún. Las familias que pertenecen a las universidades tienen gran cuidado de lanzar sus hijos al estudio del latín con la poesía inclusive, en cuanto son aptos para ello; las familias enriquecidas en la India tenían en otros tiempos costumbre de dedicar sus hijos al servicio de la India, y a medida que el sistema de las concesiones haya creado un nuevo semillero, habrá otras que harán otro tanto. Del propio modo hay familias en las cuales todas las cuestiones relativas a la hacienda pública y a la administración son muy familiares y parecen estar en el aire que se respira. Se ha dicho que todos los americanos han nacido para los negocios, tanto están éstos como en el aire que en el país se respira. Del propio modo ciertas personas entre nosotros son aptas para los negocios por tradición: cosa esta de la que precisamente está muy lejos el joven lord. Es tan difícil aprender los negocios en un palacio como aprender agricultura en un parque de recreo.
Entre los servicios públicos hay una rama especial a la cual no se aplican esas reflexiones: existe una clase de asuntos en los cuales la aristocracia conserva, y conservará probablemente por mucho tiempo todavía, una cierta ventaja: me refiero a la carrera diplomática. Napoleón, que conocía muy bien a los hombres, se abstenía, hasta donde le era posible, de enviar a las antiguas cortes del extranjero hombres salidos de la revolución. No hablan con nadie, decía, y nadie habla con ellos. De suerte que regresaban a su país sin haber obtenido una sola noticia. La razón es evidente: la diplomacia del antiguo régimen tenía por teatros principales los salones, y hoy todavía, en una amplia medida, es preciso que sea así. Las naciones se relacionan por sus cumbres. La clase más elevada es la que, viajando más, conoce mejor las costumbres de los países extranjeros, y está libre de los prejuicios locales que se designan bajo el nombre de patriotismo, y que a menudo se le toma como si fuera éste virtud en sí mismo. Aquí, en Inglaterra, aunque la clase de los hombres nuevos, enriquecidos por el comercio, sea por su mérito real, igual a la aristocracia y conoce tanto como ella los negocios extranjeros, y hasta se halla mezclado a menudo en dichos negocios más que la aristocracia, semejante raza de hombres nuevos no sirve para la diplomacia lo que la antigua nobleza. Un embajador no es simplemente un agente: desempeña un papel que le ofrece en espectáculo. Se le envía al extranjero tanto por el aparato como por la utilidad: debe representar a la reina cerca de las cortes extranjeras y de los soberanos extranjeros. La aristocracia, por su naturaleza, prepara muy bien a sus miembros para desempeñar ese papel; habituada a la parte teatral de la vida, es muy propia para tal empleo. Hubo quien, con cierta malicia, pedía que se determinara por una ley que el ministro de Inglaterra en Washington fuera siempre un lord. El prestigio social de una aristocracia tiene principalmente valor en los países en los cuales no existe aristocracia.
Pero, con excepción del servicio diplomático, en las carreras oficiales la aristocracia es necesariamente inferior a las clases más formadas en la práctica de los negocios; no es, pues, en el seno de esta clase en donde convendría hacer la elección, si hubiera de hacerse ésta para componer una Cámara revisora de la obra legislativa. Si hay una prueba saliente de la aptitud natural que la raza inglesa tiene para los negocios, está ésta en el hecho de que la Cámara de los Lores marcha tan bien como marcha, a pesar de sus imperfecciones. El Whole House, la reunión plena de la Cámara, es una anomalía que, según Mr. Bright, sería peligrosa, pero que jamás se ha efectuado; adviértase, sin embargo, que se despacha mucha tarea en los comités y que a menudo se hace esto muy bien. La mayoría de los pares no se ocupan nada de la tarea que les está confiada, y no podrían ocuparse; pero una minoría, que, por lo demás, jamás ha contado tantos miembros, y miembros tan activos como hoy, se encarga de esta tarea y lo hace muy adecuadamente. Sin embargo, que se examine el asunto sin prevenciones, y no podrá afirmarse que la obra de revisión se cumple como debiera cumplirse. En un país tan rico en talentos como Inglaterra, se podría y debería aplicar una fuerza intelectual más considerable a la revisión de las leyes.
La Cámara de los Lores no se limita a desempeñar sus obras imperfectamente, sino que procede con desnudez para cumplir lo poco que hace. Con la idea de que forma como una banda aparte en la nación, tiene miedo al país. Acostumbrados desde hace largos años, en los asuntos de mayor importancia, a obrar contra su propia opinión, no sabe aprovechar las ocasiones que se le ofrecen de obrar según su voluntad. Tiene una especie de pesadez que enfría y contiene a veces los esfuerzos de algún joven, pero haciéndole oír este ridículo lenguaje: toda vez que las leyes sobre los cereales han sido votadas, así como las leyes sobre los burgos podridos, ¿a qué apurar la imaginación con el objeto relativo a la cláusula IX de un bien destinado a reglamentar las manufacturas de algodón?. Tal es, en efecto, el pensamiento íntimo que muchos pares tienen. A veces una indicación de sus jefes, ya sea de lord Derby, ya sea de lord Lyndhurst, despierta en ellos fuertemente su energía; pero la mayoría de los Lores sólo revelan debilidad y pereza.
La gravedad de esos defectos se hubiera atenuado inmediatamente, hubiera desaparecido en algunos años, si la Cámara de los Lores no hubiera opuesto resistencia al proyecto que lord Palmerston había formado, durante su primer gobierno, de crear pares vitalicios. Era éste un remedio casi infalible. Existe por necesidad una dificultad grande para reformar una institución antigua como la Cámara de los Lores, que se mantiene únicamente por la herencia y por el respeto de que esa clase está rodeada. Si ocurre que esta institución llega a ser el objeto de ataques y de burlas en los mítines, perderá el respeto del pueblo, y con el respeto su don de fascinar los espíritus, que era casi su único privilegio y le daba como un cierto carácter sagrado. Pero, por una feliz casualidad, hay en alguna parte de la vieja Constitución una antigua prerrogativa cuyo uso habría quitado todo pretexto a la apelación, y habría realizado sin perturbaciones todos los deseos de los descontentos. Ahora que lord Palmerston ha muerto, y que se puede examinar su vida con serenidad, es preciso reconocer que amaba con sinceridad a la aristocracia, siendo él un aristócrata como no lo hubo mayor en Inglaterra. Fue él, sin embargo, quien proponía acudir a esa prerrogativa, y, si hubieran estado aún bajo el influjo del duque de Wellington, los Lores no hubieran dejado de adherirse al proyecto. Seguramente la adhesión del propio duque no hubiera sido dictada por las reflexiones filosóficas que un hombre de Estado hubiera podido exponerle, sino que para obrar así, el duque no hubiera tenido más que seguir uno de sus principios favoritos. Lo que él detestaba, sobre todo, era resistir a la Corona. En el momento de una crisis, cuando se discutía la ley sobre los cereales, su pensamiento no recaía sobre los asuntos que a tantos otros preocupaban, es decir, sobre los resultados económicos de las medidas proyectadas, y sobre el interés que el país podía sacar de ellas: sólo atendía a la tranquilidad de la reina. Consideraba a la Corona como ocupando en el sistema constitucional un puesto tan elevado, que aun en ciertas circunstancias decisivas, no tenía o pretendía no tener presente más que procurarle por el momento una pequeña satisfacción al soberano. Jamás se sentía a su gusto cuando se trataba de combatir un acto importante de la Corona. Es, pues, probable que si el duque hubiera sido siempre el presidente de la Cámara de los Lores, la Cámara hubiera permitido a la Corona ejecutar su excelente proyecto. Pero el duque había muerto, y su influjo, o por lo menos parte de su influjo, habría caído en manos de una persona de un carácter muy diferente.
Lord Lyndhurst tenía grandes cualidades, una inteligencia tan notable, una facultad de encontrar la verdad que nadie poseía en su generación, tan rica en alto grado; pero no amaba la verdad. A pesar de esta gran facultad de encontrar la verdad, se inclinaba con fuerza al error, a lo que en su mismo partido se considera como el error, y se adhirió a él durante toda su vida. Hubiera podido encontrar la verdad en política como la había encontrado cuando era juez; pero jamás lo hizo, ni se cuidaba de ello. Animado por el espíritu de partido, empleaba todas las fuerzas de una rara dialéctica en sostener la doctrina de su partido. Ahora bien; el proyecto de crear pares vitalicios, tiene por autores los adversarios de su partido, y su partido debió sufrir perjuicios con él. El caso era muy a propósito para que él se presentase. El discurso que pronunció entonces presente está aún al espíritu de cuantos le oyeron. Como sus ojos no le permitían entonces leer bien con facilidad, fue de memoria, pero sin equivocarse, como citó todas las anticuadas autoridades que la cuestión supone. Pocas veces se ha visto desplegar tales esfuerzos de inteligencia en una asamblea inglesa. El resultado, sin embargo, fue deplorable. Gracias, no a sus autoridades anticuadas, sino al influjo que él mismo ejercía y a la impresión profunda que produjo, lord Lyndhurst persuadió a los Lores de que debían rechazar la proposición del gobierno; declaró que la Corona no debía crear pares vitalicios, y esos pares no fueron creados. De ese modo fue como la Cámara de los Lores perdió una ocasión espléndida y sin ejemplo de reformarse sin ruido. Ocasiones tales no se presentan dos veces. Los pares vitalicios que entonces se hubieran introducido en la Cámara, hubieran sido los hombres más distinguidos del país. Lord Macaulay figura entre los primeros; lord Wensleydale, el más sabio de nuestros jurisconsultos y uno de los mejores lógicos, hubiera sido seguramente el primero. Treinta o cuarenta personajes de ese género, creados pares en Inglaterra, después de maduro examen y con discreción, en el curso de algunos años, habrían proporcionado a la Cámara de los Lores el elemento precioso que tan necesario le es para revisar bien los actos legislativos: de ese modo habría tenido miembros poseedores del sentido crítico. Los personajes más distinguidos en las diferentes ramas de la política se hubieran hecho, a pesar de las condiciones de familia y de fortuna, los miembros nuevos de la Cámara que está encargada de la revisión. De donde resulta que este nuevo elemento de que la Cámara está tan necesitada y que le es tan urgente, se le ofreció por la Providencia, y ella, la Cámara, no quiso admitirlo. ¿Qué medios quedan para reparar este error? No lo sé, pero a menos que se lo repare, jamás la Cámara de los Lores tendrá la capacidad intelectual que hubiera tenido entonces, jamás será lo que debería ser, jamás estará a la altura de sus tareas.
Otra reforma que hubiera debido hacerse a la vez que la de la creación de los pares vitalicios, es la abolición del voto por procurador. La poca asiduidad con que los Lores frecuentan la Cámara, provocará cualquier día la supresión de este gran cuerpo del Estado. Hay ocasiones en que aparecer y ser son una misma cosa, y esta es una. La mayor parte del tiempo, la Cámara se parece tan poco a lo que debería ser, que puede muy bien sospecharse que no es, en efecto, lo que en realidad debería ser. Los miembros más prudentes y sensatos, naturalmente, se vieron amenazados de sucumbir bajo los votos de los pares menos inteligentes que se hacen representar por procurador. La destrucción de este abuso haría de la Cámara de los Lores una Cámara verdadera: la adición de pares vitalicios habría hecho de ella una buena Cámara.
De las dos reformas indicadas, la más importante es la segunda: habría ayudado mucho a la Cámara de los Lores en el desempeño de las funciones subsidiarias. Ordinariamente ocurre, en un gran país, que ciertos cuerpos de personajes eminentes que desempeñan un gran papel, se arrogan y ejercen funciones que primeramente no se les pedía ejercer, porque no forman parte integrante de sus atribuciones primitivas. Tal es lo que ha ocurrido respecto de la Cámara de los Lores por ejemplo, y sobre todo en lo relativo a sus funciones judiciales. Son estas funciones que ningún teórico asignaría a una Cámara alta en el plan de una Constitución nueva, y que han ido a parar a la Cámara de los Lores por puro accidente.
Pero no creo oportuno detenerme demasiado tiempo en este asunto. Esta función no está dentro del dominio general de la Cámara; pertenece a uno de sus comités. Sólo en una circunstancia, para el proceso de O'Connell, se reclamó el derecho de votar por la Cámara entera o a lo menos por algunos de sus miembros fuera de los del comité especial; se la hizo saber que no tenían ese derecho, que no podían usurparle sin destruir la prerrogativa judicial. Nadie hay que consienta en poner el cuidado de juzgar, a merced de los azares de la mayoría de una Cámara cuyos miembros presentes no son siempre los mismos; se admite tácitamente en teoría esta usurpación, no se la tolera en la práctica.
Por otra parte, desde el punto de vista de la legalidad está permitido poner en duda que pueda haber en el país dos Tribunales Supremos, el Comité judicial del Consejo privado -lo que existe de hecho, aunque no sea bajo esta denominación- y el Comité judicial de la Cámara de los Lores. Hasta una época muy reciente, uno de esos Comités podía decidir que un hombre era sano de espíritu y tenía el derecho de disponer de su dinero, mientras que el otro decidía que el mismo hombre no estaba cabal y no tenía, por consiguiente, el derecho de disponer de sus propiedades. Este absurdo ha sido remediado; pero en cuanto al error de donde provenía, no se le ha puesto remedio; este error consiste en la yuxtaposición de dos Tribunales Supremos, en cada uno de los cuales, en momentos diversos, puede presentarse a menudo la misma cuestión y recibir ésta una solución diferente.
No cuento las funciones judiciales de la Cámara de los Lores en el número de sus funciones subsidiarias porque no las ejerce en realidad; esto en primer término, y luego porque se le priva de ellas aun en teoría. El Tribunal Supremo de Inglaterra debe ser un tribunal eminente, superior a todos los demás tribunales, sin rival a su alrededor, destinado a mantener la unidad en las leyes; los jueces de ese tribunal no deben revestir, para presentarse, el traje que se lleva en una Asamblea legislativa.
Las funciones subsidiarias de la Cámara de los Lores son reales: al contrario de las funciones judiciales de que acabamos de hablar, están en completa armonía con el principio de esta Cámara. De esas funciones subsidiarias, la primera consiste en vigilar al poder ejecutivo. Una asamblea cuyos miembros no tienen nada que perder, y, en su mayoría, nada que ganar, pues gozan todos de una posición social bien establecida, no están obligados a agradar a un colegio electoral ni deben nada al ministro del día; una Asamblea así es muy propia para tener una gran independencia en sus críticas.
La manera como los últimos gobiernos fueron inspeccionados por lord Grey ofrece un ejemplo notable.
Mas para que una crítica tal tenga todo su valor, es preciso que varias personas colaboren en ella. Todo hombre de talento imprime su sello personal a la crítica: sin duda la crítica estará llena de juicio y de buen sentido, pero siempre se dejarán traslucir sus ideas particulares. Lo que la Cámara de los Lores necesita es un gran número de críticos no iguales a lord Grey, porque no es fácil encontrarlas, pero sí del género de lord Grey. Deberían parecérsele en el respecto de la imparcialidad, de la claridad, y hasta donde fuera posible imitarle en el hábito que tenía de completar el examen de las cuestiones con observaciones originales. En toda obra hay lo que puede llamarse el punto de vista del autor, y por lo que se refiere a ese gran teatro donde se agitan las discusiones reflexivas en el gabinete, puede estarse seguro de que se tiene en cuenta todo lo que la experiencia del pasado y el conocimiento del presente proporcionan en materia de reglas ciertas y bien establecidas. Pero además hay el punto de vista del espectador, el cual puede sin duda abandonar tal o cual de esos elementos determinados por la tradición y por la práctica actual, pero que en cambio puede sugerir algunas vistas nuevas de cosas lejanas que el autor no ha advertido, absorbido en su obra. En nuestra Cámara alta debería haber muchos pares vitalicios capaces de proporcionar esta crítica superior. Temo que tarde mucho tiempo en vérseles en ella, pero sería ya un primer paso de hecho el que se empezara a reconocer la necesidad.
La segunda función secundaria de la Cámara alta es aún más importante. Considerada la Cámara de los Comunes no tal como sería después de mejoras probables y que puedan después de todo efectuarse, sino tal como es en este momento, esta Cámara tiene materia excesiva. El gabinete es quien tiene el cuidado de dirigir sus trabajos, y el gabinete tiene mucho que hacer. Es preciso que cada uno de sus miembros, cuando es al propio tiempo miembro de los Comunes, siga atentamente los debates de la Cámara para contribuir con su voto, cuando no con su palabra, a dirigir sus movimientos. Aun tratándose solamente de la educación, no se ha visto a Mr. Lowe, observador consumado, expresar el deseo de que se le colocase al frente de ese departamento un jefe libre del prodigioso trabajo que entraña la presencia de un ministro en la Cámara.
Sería, en verdad, indispensable que ciertos miembros de gabinete se vieran libres de la fatiga y sobrexcitaciones que acosan al diputado. Pero además les sería preciso tener también el derecho de explicar sus ideas al país, y de hacerse oír como los demás. Diversos proyectos se han formulado a este propósito, y de ellos diré algo al hablar de la Cámara de los Comunes. Pero es una cosa evidente que, por lo que toca a sus miembros, la Cámara de los Lores les procura esta ventaja de hacerse oír: les da lo que ninguno de esos proyectos no podría darles, es decir, una posición eminente en la Asamblea. Los miembros de gabinete que tienen tiempo, hablan con autoridad y éxito en la Cámara de los Lores. No se sientan allí como lo harían los administradores con voz deliberativa, como lo harían los empleados -cual se pide a veces- que fuesen a la Cámara a exponer ideas sin tomar parte en la votación: son iguales a sus oyentes: hablan como ellos quieren y responden cuando les place: se dirigen a la Cámara, no con la humildad de subalternos, sino con la fuerza y la dignidad de gentes que saben lo que valen. La creación de pares vitalicios permitiría dar a esta parte de nuestra Constitución un funcionamiento más libre y más variado: pondría a disposición del público mayor número de hombres de Estado adornados con el talento propio y con tiempo sobrado: mejoraría la calidad de la elocuencia política en la Cámara de los Lores, aumentando la lista de sus oradores favoritos.
Si algún peligro puede temerse respecto de la Cámara de los Comunes, es una reforma demasiado brusca: en cuanto al peligro que corre la Cámara de los Lores, es que no se la reforme nunca. Nadie reclama la reforma de la Cámara de los Lores: esta Cámara no tiene, pues, que temer una destrucción brutal: pero no está al abrigo de la decrepitud que interiormente le amenaza. Podría perder su derecho de veto, como la Corona lo ha perdido. Si la mayoría de sus miembros abandona sus deberes; si todos sus miembros continúan procediendo de una sola clase y de una clase que ya no es la más inteligente; si las puertas de la Cámara permanecen cerradas al genio, que no puede presentar su árbol genealógico, y al talento que no tiene 5.000 libras esterlinas de renta, la autoridad de esta Cámara disminuirá de año en año hasta que llegue a juntarse con cuanto la autoridad real ha perdido ya. Lo que debe temer no es el asesinato, debe temer la atrofia: no se la abolirá, se caerá por sí misma.
/…sigue en vol. 2
* Esta obra, publicada originalmente en Londres en 1867, es un clásico de derecho constitucional. Desde este lado del atlántico, debemos sumar otra de la misma época y con el mismo valor; la de Woodrow Wilson, El Gobierno Congresional (Congressional Government), publicada en Boston en 1885. Ambas estudian y comparan las dos constituciones mas longevas de entonces, la inglesa y la norteamericana; la transformación y evolución política a la que dieron lugar y su trascendencia histórica para el futuro. Bagehot además influye en Wilson. Complementando la historia de las instituciones inglesas hemos publicado también el extraordinario discurso sobre el tema de D. ANGEL CARVAJAL Y FERNANDEZ DE CORDOBA, Marqués de Sardoal (1865).[1] Se decía que al final de la reunión, en la cual el gabinete resolvió imponer un derecho fijo sobre los cereales, lord Melbourne se acercó a la puerta y dijo: Bueno, si se debe o no rebajar el precio de los cereales, importa poco que digamos esto o aquello, lo que importa es entendernos y terminar. Tal es la relación más detallada que yo he oído hacer de una sesión ministerial, pero no puede garantirse su exactitud. Lord Melbourne es un personaje a costa de quien se han inventado muchas anécdotas.
[2] Conviene hacer notar que aun durante la corta existencia del gobierno confederado, esos inconvenientes se han revelado de una manera saliente. Uno de los últimos incidentes que se produjeron en el Congreso de Richmond fue una correspondencia financiera con Jefferson Davis.
[3] Dejo este párrafo tal como estaba antes de Mr. Lincoln, y cuando todos decían que Mr. Johnson sería muy hostil al Sur.
[4] En la intención de los autores de la Constitución federal, la elección del colegio electoral debía llevar a la vicepresidencia al hombre que, después del presidente, ofreciese por su habilidad política una garantía al país. Sin embargo, como la vicepresidencia es, en rigor, una sinecura, se eleva a ella como de contrabando, de ordinario, algún espíritu adocenado pero que sabe manejar los resortes electorales. Las probabilidades que tiene de suceder al presidente son demasiado lejanas para tomarlas en cuenta.
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