junio 28, 2013

Discurso de Fray Mamerto Esquiú pronunciado con motivo de las preces por la paz de la República (1861)

SERMÓN PRONUNCIADO EN LA IGLESIA MATRIZ DE CATAMARCA CON MOTIVO DE LAS PRECES POR LA PAZ DE LA REPUBLICA
Fray Mamerto Esquiú
[27 de Octubre de 1861]

Secundum magnitudimen brachii tui posside
Filios mortificatorum
(PS LXXVIII)

Las calamidades públicas son grandes voces con que el Señor nos llama al arrepentimiento, y al mismo tiempo una amenaza de exterminio si despreciamos ese último recurso de su bondad.  Después que el Señor ha puesto el bien delante de nuestros ojos, y nos ha invitado a su amor con las maneras más suaves y hermosas, transformándose la Eterna majestad en las personas de padre, de esposo, de pastor, de amigo del hombre, y usando de expresiones tan amorosas como esta de los Cantares:
Ábreme, hermana mía, ábreme la puerta, por que mi cabeza está empapada de rocío, y mis cabellos destilan las gotas de la noche (Cant. V); y de aquellas que en alta voz decía Jesús: El que tenga sed, venga a mí, y beba (Juan VII); y de esas otras de inefable dulzura; Venid a mi todos los que padecéis y estáis oprimidos, que yo os confortaré (Matth XI); después que el Señor agota tesoros infinitos de piedad, prometiéndonos recompensas eternas, valiéndose de dulces y amorosísima voces, y sin que por anda de esto se dé por vencida nuestra malicia; recurre entonces al dolor, a la calamidad, a grandes y terribles desventuras que nos derriben, y postren nuestro orgullo, y ablanden nuestra dureza.  ¡Ay del hombre! Ay de los pueblos que no escucharon ese último llamamiento de Dios! Si no me oyereis y me provocáis á ira, dice el Señor por Isaías (I.2), el cuchillo os devorará.
Vosotros, hermanos míos, habéis temido este Dios fuerte y terrible como la eternidad y os inclináis bajo el trueno de su indignación.  Vuestra Fe en la Divina Providencia, que tiene contados los cabellos de nuestra cabeza (Luc. XII), ha reconocido la mano de Dios en el súbito desaparecimiento de toda una ciudad, en el azote de horribles incendios, en las pestes que como en Egipto han devorado hombres y animales; en todo ello reconocisteis la voz de Dios, los avisos de su Providencia, un misericordioso castigo de nuestras culpas; ¿pero hemos sido dóciles y humildes, hemos enmendado nuestra vida? La ira de Dios nos visitaba terrible, espantadora paseábase en alas de torbellinos de fuego, hacia estremecer la tierra con horribles convulsiones, recorría la ancha faz de nuestro suelo, precedida del Ángel exterminador pero ¡ay! Nuestras costumbres han permanecido siempre las mismas!  El orgullo, la crueldad, el odio, la voluptuosidad siguieron dominando nuestras ciudades y campañas; todas las lenguas rebosaban sensualidad, los tribunales injusticia, las prensas enviaban al oído de todos palabras de mentira e impiedad, las piedras del santuario yacían disipadas, los pequeñitos pedían pan, y no había quien se lo diese; cruel como el avestruz, la hija de mi pueblo deja morir en la corrupción e ignorancia a todos sus hijos!  ¡Ay de mí!  El error, los sacrilegios, la injusticia, la más abyecta sensualidad siguieron dominando en nuestras costumbres, hasta que por fin ha llegado el día de la guerra, el azote de los réprobos, por que en la guerra medran todos los vicios, y desaparecen todas las virtudes!  Sordos por largo tiempo a los avisos de la Providencia, palpáis por fin la terrible amenaza gladius devorabit vos,  el cuchillo os tragará.  Huyendo siempre de Dios hemos caído en las implacables y cruelísimas manos de los hombres!  Vosotros lo veis: nuestros campos humean de sangre de hermanos militares de inocentes perecen, nuestras fuerzas se consumen en la lucha fraticida! Y después de tanta ruina y desolación, todavía se pide más guerra y más sangre! Los combatientes casi exámenes piden más sangre! Sangre pide el ciudadano que tiene hijos! El mozo imberbe pide sangre! Y hasta la mujer cristiana a quien el Señor dio en herencia el amor la ternura y la compasión hasta ella pide sangre con sus palabras de discordia y rebelión! ¡Gran Dios! Yo no veo sino sangre, no oigo sino gritos de sangre que solo interrumpen algunas horas de baile y de orgía, cual risotada de presitos!.
Espantados de nuestra horrible situación hemos venido a implorar la misericordia de Dios, recurriendo a la intercesión de María, con el devoto novenario que acaba hoy; como Jeremías hemos hundido en el polvo nuestros rostros, por si acaso haya esperanza.  Ah! El mal está demasiado adelantado, la cuchilla de muerte está ebria de sangre, y el furor e ira de los hombres suben todavía como un negro torbellino lanzado por el mismo infierno!  Pero María, la tierna y poderosa María, brazo bendito del poder y de la misericordia de Dios, se compadecerá de nuestras miserias si no presentamos ante ella, oirá nuestros ruegos si se los hacemos, y  nos alcanzará que se salven las reliquias de la destrucción; confiemos, pues, y pidamos a Dios que según  el poder de este Brazo conserve y salve los hijos de los que han sido muertos: secundum magnitudinem brachii tui posside filios mortificatorum.  Confiemos, sí, en la bondad de Maria tan acreditada en toda la Iglesia y en este venerable santuario; pero también propongamos enmendar nuestra vida; si nos convertimos al Señor, el Señor se convertirá a nosotros: convertimini ad me, et ego convertad ad vos, dice él por su Profeta (Zach. I).
Hasta ahora, Señores, nunca os hable desde esta cátedra sino vencido por precepto o por el respeto, en esta vez no tengo otro estímulo para hacerlo que el del dolor y amargura que despedazan mi alma a la presencia de tantos males como afligen esta República de nuestro eterno amor a quien saludamos tan llenos de esperanzas en otro tiempo más feliz.  El celo de vuestro bien hace que yo no repare en mi ineptitud, y que tenga bastante resolución para no temer las recriminaciones de los partidos que os dividen.  Yo no tengo parcialidad; ni soy, ni quiero ser de los hombres, sino de Jesucristo que es el Bien, la Verdad, y la eterna Justicia; lo que hable pues de vosotros, hijos de muertos, y de la confianza en María, brazo bendito de Dios, lo he bebido no en la mezquina inspiración de los bandos, sino en el cristianismo y en vuestra propia historia.
Oh! Siquiera en la casa de Dios suprimamos todo rencor, acordándonos que somos hermanos de Jesucristo.
Pidamos esta gracia a la que es madre del amor hermoso, saludándola con el Ángel.

AVE GRATIA PLENA

La plegaria de David: Secundum magnitudinem órachii tui posside filios morificatorum, comprende muy bien el doble objeto de ese discurso, que es conocer la causa de nuestras calamidades y llamar vuestra atención sobre el poder de Maria en su inmaculada Concepción y en esta venerable imagen a quien habéis recurrido; para que de esa doble consideración saquemos por fruto hacer continuas y fervientes súplicas a la Madre de Dios pidiéndole que aleje de nosotros el horrible azote de la guerra, cegando la fuente que la produce ya tan larga y desastrosa.  Trataré pues lo primero de nosotros, hijos de muertos, y después de María, Brazo de Dios, para que con Fe y humildad levantemos nuestro clamor hasta el trono del Altísimo, diciendo con el Profeta: Según la grandeza y poderío de vuestro brazo, salvad, Señor, a los hijos de los que han sido muertos.”

I

Las alegrías en medio de la horrible calamidad que nos devora son la risa del necio que el Eclesiástico compara al ruido que hacen las espinas al arder: sicud sonitus spinarum ardentium sub olla, sie risus stulti (Ecci. VII), su llama seca el corazón y su humo apaga la vista.  Tal insensibilidad y ceguera fruto de nuestras alegrías frenéticas, deben ser sin duda alguna la causa de que no se examine el origen de nuestras luchas, ni se haga caso de mil combustibles que casi todos van allegando a ese fuego devorador de la guerra que todo lo devasta, vida, riquezas, crédito, honor, virtual y esperanzas.  Merced a esa estúpida necedad, cuando llegan los días de este azote, solo consideramos nombres insignificativos respecto de la masa del pueblo, solo miramos la lucha como sostenida por los jefes de bandos, sin descender jamás al verdadero teatro y causa de la guerra que son nuestras costumbres e ideas dominantes.  Sí en la guerra se despedazan los cuerpos pero lo estaban ya mucho antes los espíritus. Y en verdad que si nuestra historia debía enseñarnos algo, y nosotros sacar alguna experiencia de un pasado solo rico en desastres, esta debía ser el conocimiento de la causa por que se vive en perpetua guerra en las antiguas colonias de España, desde Méjico hasta el Río de la Plata.
Por el espacio de casi tres siglos, ese dilatado país apenas ofrece alguna vez el hecho de la guerra en su parte civilizada; pero a contar desde el momento de nuestra independencia es como una ley de ese mismo país el hecho tremendo de guerras casi salvajes que no conocen mas tregua que la indispensable para continuar más sangriento y encarnizado el combate.  En todas ellas se invoca por una parte la libertad, y por la otra el título de Gobiernos de hecho o legales.  Siempre el mismo síntoma: allí donde pudo establecerse un gobierno legal bajo un sistema de centralización se da pretexto a la guerra aspirando a formas federales; acá donde ya están aceptadas las formas federales se vuelve por un círculo vicioso a invocar otra vez la libertad; por ahí se denominan rotos y pelucones los beligerantes, por aquí clericales y liberales, en otra parte federales y unitarios: nombres diferentes, pero en el fondo una misma farsa de feroz gusto que para el bien común ni para el más remoto porvenir no promete la más pequeña ventaja en cambio de los incalculables males que produce la guerra.
Si nuestro país hubiera títulos de nobleza, privilegios que excluyan al pueblo de los bienes y derechos propios de todo hombre, ya me explicaría lo que significa ese esfuerzo de libertad por una parte y el interés de conservar los títulos y privilegios por la otra; significarían entonces nuestras luchas lo que significaron en Europa; aspiración a la igualdad de derechos, a la participación común de la libertad; y en ese caso podríamos esperar algún bien, como la Edad Media adquiría el establecimiento del Común que proteja ciertos derechos propios de todos, ó el escribir una línea mas en la  Carta que aseguraba ciertas libertades al pueblo.  Pero aquí en América después de haber peleado un siglo, dos siglos, ó lo que querías, ¿Podremos ser mas libres, más republicanos que lo que somos desde el momento de nuestra emancipación de España? Que libertad política, que licencia nos falta? Queréis haceros Turcos? Nadie en este mundo os lo impedirá ¿Queréis dar a luz una obra satánica como has de Proudhon? Escribidla, negociad su impresión, y el libro fatal volará libremente hasta los últimos ángulos de la República. ¿Queréis ser legisladores? Haceos ricos, y tenéis todo lo que se requiere.
 . . . 
¿Queréis que una pobre Independencia de Gobierno tenga una soberanía casi igual a la de Francia? Ya nos veis a nosotros en posesión de una perfecta soberanía política! Que libertad es pues, la que se busca, si tenemos la licencia de todos los cultos los que solo somos católicos; si tenemos libertad de toda enseñanza los que carecemos de bastantes escuelas primarias; si tenemos libertad de asociaciones secretas, los que no podemos recibir a Comunidades religiosas sin permiso de la autoridad, y que no hemos hecho todavía la unión Nacional? Si tenemos licencia para el insulto, para las doctrinas subversivas, para el error e impiedad; que libertad buscáis todavía?  Hasta cuando seréis hipócritas? Hasta cuando pedís sangre y oro al miserable pueblo con ese espantoso de libertad, de derechos e independencia? No bastan acaso cincuenta años de guerra y desolación, para que se dé por bien probado que toda esa hecatombe  al ídolo del derecho no es mas que una farsa e muy mal gusto que va preparando tiranías que os pesen como un mundo de crímenes, y que no volcareis jamás, o solo después de siglos dolor y esclavitud?
No es ciertamente la libertad ni buena ni mala lo que se busca en nuestras guerras no es ella la causa, pues que abundamos en la más desenfrenada licencia, y mal puede bracear por desligarse quien no lleva en sí atadura de ninguna clase.
Tampoco pueden ser causa de nuestras guerras algunos nombres individuales; no es buena lógica buscar en cosas pequeñas la causa de las grandes; y una guerra de medio siglo por todo el suelo americano es un hecho demasiado vasta para que pueda  explicarse por el capricho de algunos caudillos.
Los digamos de una vez con la santa libertad del cristiano; el espíritu de impiedad y de la rebelión es la verdadera furia que agita el corazón y las manos del pueblo Americano para que esté en perpetua guerra consigo mismo.  Careciendo de bastante espacio y siendo poco menos que imposible examinar esta triste verdad a la luz de los mil hechos a que se refiere, notemos siquiera que nuestra ejecución fue en mucho inspirada por las doctrinas y hombres de la filosofía del siglo pasado; notad que las cartas de libertad que se dieron todas las Repúblicas Americanas son plagios hechos a la Constituyentes de Francia, y que así como se han copiado sus palabras, así se ha procurado imitar las hipocresías, los excesos y furores de la revolución francesa, sobre todo en su odio al cristianismo!  Vosotros estáis viendo que no hay cosa sagrada que no se hay atacado doctrinas, instituciones y personas; por el sable del soldado, por la puma del periodista por las leyes y por su administración; en todo y por todos los medios posibles se ha hecho guerra a Dios y se le está haciendo todavía; ¿Cómo pues podríamos tener paz entre nosotros mismos?
De aquella doctrina disolvente, de esa atmósfera de impiedad en que nació y vive la política americana, ha resultado un hecho en la conciencia del pueblo que podía llamarse el terreno propio de la guerra; tal es el espíritu de inobediencia a la autoridad pública, al magistrado y a las leyes, que se ha infiltrado en casi todos los ánimos con solo suprimir el deber cristiano que todos tenemos de obediencia a los que nos mandan con autoridad legitima. Hoy se ve sin horror una revolución que sacrifica fortunas y millares de vidas, ataca y derriba las autoridades legitimas para hacer sentar sobre ese trofeo de sangre y de injusticias a la ambición y al capricho; se le ve sin horror, sin sentir la justa, indignación de un alma honrada ante un crimen atroz.  ¿De dónde es que somos insensibles, sino de que ya no se cree en el mérito divino, en la razón cristiana de la obediencia, de la que hablando el príncipe de los Apóstoles, decía: subjecti igitur estote omni humana creature propler Dcum sive regi pracellenti sive ducibus tamguam ab eo missis; sed sumisos y obedientes a todos sea al príncipe sea a sus empleados y esto por causa de la obediencia que debéis a Dios (I Petr.II). Que sentido, que valor tiene hoy entre nosotros este mandado de Dios por boca del Apóstol San Pablo (Rom.XIII) subditi estote non solum propter iram sed etiam propter conscientiam: obedeced no solo por temor sino también por deber de conciencia?
Pero en ese estado de perpetua rebelión a las autoridades legitimas en que nos hallamos, con la piedad cristiana ha desaparecido igualmente todo patriotismo, desde que no se respetan las leyes, las instituciones, los representantes de esa Patria tan desgarrada y envilecida por sus propios hijos. Oh! Si se nos concediera que, en estos países tan singularmente enriquecidos de toda suerte de bienes por la divina Providencia, como malogrados por causa de la impiedad y del espíritu de rebelión, no creciera mas aquella y que nuestros ánimos comenzasen a vivir notablemente sometidos a la autoridad legitima, ah! La América española no podría envidiar la suerte del pueblo más feliz del mundo!
Mas, ¡ay de mí! ¿Quién es el que no ve el olvido y menosprecio que por todas partes se hace Dios? Quién no oye a donde quiera que se vuelva, palabras de insolencia y rebelión contra toda ley y autoridad si  por acaso no fueron medios de propia granjería? ¿Quién no siente el vacío espantoso de la conciencia pública? Quién puede medir la sima tenebrosa de impiedad, orgullo y sensualidad que nos traga?  Ah! La grandeza y profundidad de estos nuestros males solo son comparables al horror, a la multiplicación y ferocidad de nuestras guerras!  Tanta sangre no cansa! Tanta ferocidad no horroriza! Es tan insaciable esa sed de destruir! Dios mío! Que imagen mas viva del infierno que la que presentan nuestros pueblos, respirando iras y rencores que no mueren, despedazándote como fieras entre sí mismos, y legando a sus hijos el espíritu infernal de una guerra interminable?
En esta tristísima y desesperada situación a que nos han conducido nuestras culpas  no teníamos otro recurso que el de Dios.  Para llegar a este nuestro Padre celestial, y encontrarlo propicio, hemos implorado la protección de María, el Brazo de su misericordia, de quien hablare ya con más gusto que el que de horribles tinieblas pasa a contemplar el hermoso cielo iluminado por sus mil lumbreras.

II

Brazo de Dios se le llama propiamente en la sagrada Escritura el Verbo humanado, porque en cuanto Dios en él y por él fueron criadas todas las cosas (Joann I), y hecho hombre es nuestra sabiduría, nuestra justicia, santificación y redención (I Cor. I) Jesucristo es el Príncipe de los reyes de la tierra (Apoc. I); el primogénito de Dios, y heredero de todas las criaturas (Coloss. I); es el Juez universal que levantará los humildes a la gloria de la eternidad, y hará de los impíos la espantable peana de la eterna Justicia.  Verbo de sabiduría, y magnificencia infinita!  Toda criatura te alaba y confiesa a su modo causa y ejemplar eterno de todo lo que es y vive en el abismo de la nada eterno de todo lo que es y vive en el abismo de la nada.  Brazo de Dios! A tu nombre doblan la rodilla todos cuantos viven en el cielo, en la tierra y en el infierno?
Pero sin menoscabo de esta muestra de Fe, y sin negar, antes aceptando mas el sentido inmediato y literal de las Escrituras, cuadra muy bien llamar Brazo de Dios a María, Océano de las Divinas gracias, como la saluda s. Buenaventura; medio por el que quiso Dios que obtuviésemos todos los bienes, qui voluit totum nos liabere per Mariam, como dice el P.S. Bernardo; a quien invoca S. Efrén diciendo. Después de la Trinidad, Vos, ó María, sois dueña de todo; después del Paralítico, Vos sois otro Paralítico; después del Mediador, Vos sois otra Mediadora del mundo entero.  De esta manera, María es verdaderamente el Brazo de la Bondad y Misericordia de Dios, que tiene el ejercicio de su infinita ternura: S. Alfonso Ligorio explicando el salmo, Deus judicium tuum Regi da, et justitiam tuam filio Regis, ó Dios da al Rey tu juicio, y tu santidad al hijo del Rey, aplica lo primero a Jesucristo que tiene de su Padre derecho de juzgar a todos, y lo postrero a María que ha recibido de su Hijo la gracia de ejercitar la Divina Misericordia.
Según estas bellas y consoladoras revelaciones, cuando necesitamos que la Divina Bondad se derrame inmensa poderosísima cual es, para salvarnos de muy grandes males, de las calamidades muy terribles que nacen del pecado, y se ejercitan por el pecado, y se producen innumerables pecados como es la guerra, ¿a quién habíamos de recurrir sino a MARÍA, Brazo de la Misericordia de Dios sin mezcla de justicia? A quién habíamos de ir sino a la que tiene un corazón de MADRE DE DIOS, y que por consiguiente solo desea la salvación de los que por su amor y sus dolores somos también sus hijos?
A estos motivos generales de confianza en María Santísima añadid los especiales que tenemos en ella por el culto a esta Venerable Imagen. Ay! Cuánta ternura para sus devotos! Cuántos prodigios, cuántos consuelos ha derramado en los corazones Nuestra Señora del Valle! La que libró a un infeliz del poder del demonio en este mismo Templo no arrancará de nuestros pechos el fiero demonio de la discordia?  La que salvó tantas veces a nuestros Padres de la ferocidad de los Calchaquíes, no hará cesar este ruido de armas fraticidas?  Oh! Virgen del Valle! Oh! Madre nuestra amantísima!  Haced que este tu Pueblo, y que todos tus devotos muestren en la paz y en la concordia en que vivan, que son hijos vuestros, y que en ti moran contentos y alegres! Desterrad de nosotros y de todos nuestros hermanos el espantoso azote de la guerra, en que perecen eternamente tantas almas, y se cometen  tantos crímenes, y nos cuesta tanta sangre y tan amargas lágrimas! Mostrad en esta obra que sois verdaderamente el brazo de la Divina misericordia y Madre nuestra!
Pero aun tenemos otro motivo especialísimo de confianza en María.  El culto es que ella se ha complacido y por el que ha dispensado tantos favores a los que se los tributaban en este augusto Santuario ha sido nuestra Fe en su Inmaculada Concepción; hemos creído siempre con todas las veras del alma en este dulcísimo misterio; y más de una vez nuestro Pueblo puesto de pié como si fuera un solo hombre le ha jurado adhesión y fidelidad eterna!  La América toda le rendía este homenaje.  Cuando ha llegado pues el gran día de su Declaración Dogmática, tenemos derecho a los favores que el Cielo debe hacer a la tierra por el honor y gloria que esta le envía; en el solemne día de gracias tenemos derecho a ellas los que por trescientos años lo hemos esperado con la Fe, el amor, y la confianza más tierra, y que con la Iglesia hemos creído que este glorioso hecho sería el principio de grandes bienes, de la exaltación de la Fe católica y del aumento de la Religión cristiana.  Ah! La Fe de la Iglesia no puede ser defraudada en su piadosa esperanza!  María pues, la estrella de mar, nos visitará: ella nos volverá el espíritu de Fe que hemos perdido, y cegadas estas fuentes de la guerra, será nuestra herencia la paz, así como la guerra es un comienzo de la reprobación eterna.
Llenos pues de la más grande confianza en María, Brazo del poder y misericordia de Dios, porque es el órgano de todos los bienes que se distribuyen a las criaturas, porque es Madre y Señora especial de los Vallistas, y porque estamos en el período de las gracias, pidámosle siempre por la paz de este Pueblo, de todos nuestros hermanos de la República Argentina y de toda la América; pidamos siempre,  la oración continua lo alcanza todo, y al mismo tiempo que oramos trabajemos todos por pacificar los ánimos, por desterrar cruelísimos rencores, por tener nosotros, y procurar que haya en todos espíritu de obediencia y sumisión a las leyes y a las autoridades creadas por ellas.  En este ejercicio de oración y de caridad hallareis la paz de la vida presente y la eterna de la Bienaventuranza en el gozo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 
AMÉN.

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