DISCURSO AL INCORPORARSE COMO MIEMBRO DE NÚMERO DE LA ACADEMIA ARGENTINA DE LETRAS [1]
“Vuestra elección,… reconoce en la literatura científica, aparentemente árida, la fuerza de la verdad en una de las expresiones más elevadas de la cultura”
Bernardo A. Houssay
[17 de Agosto de 1939]
La Academia Argentina de Letras no me ha llamado a su seno por mis antecedentes literarios, notoriamente insuficientes. Debo atribuir esa honrosa designación a la amplitud de su espíritu generoso, semejante a aquel que, según Henri de Régnier, presidió siempre en la Academia Francesa a la elección de las personalidades que la constituyeron, sobresalientes en las diversas ramas del saber humano o en las selectas actividades de la vida nacional. Pero tales hombres, por la educación propia del ambiente de Francia, aprendieron y cultivaron desde la juventud el estilo literario en sus delicadezas y resonancias, hasta obtener la perfecta síntesis de claridad y de elegancia que prestigian la hermosura de un lenguaje universalmente alabado por su ductilidad y sutileza.
No es, sin duda, menos rico y vigoroso el nuestro, ni menos claro, colorido y fuerte, como lo comprueban a menudo vuestras obras; pero aun cuando tuve entre mis placeres predilectos leer los buenos clásicos y por necesidad ineludible de mis labores, hablar o escribir para enseñar, lo hice procurando expresarme con claridad y precisión, mas no pude, o no supe, contraerme al arte exquisito de pulir la forma en procura de la perfección.
Presumo que habéis querido adherir en mi persona a la obra silenciosa de quienes luchan, en la esfera a veces desconocida de su acción, para desarrollar el cultivo de las ciencias y de la investigación en nuestro país. Vuestra elección, superior a mis merecimientos, reconoce en la literatura científica, aparentemente árida, la fuerza de la verdad en una de las expresiones más elevadas de la cultura.
A pesar de la diversidad de nuestros ambientes y tareas, un propósito superior nos une e impulsa; el afán de acentuar la evolución cultural del país, para elevar su jerarquía en el concierto de los pueblos civilizados; el ferviente anhelo de afianzar sus tradiciones y su espíritu nacional; el noble empeño de abrir su pensamiento a las ideas que vinculan en el mundo a los hombres animados por ideales superiores, con prescindencia de odios o prejuicios, de deleznables antagonismos de raza, de política o de religión.
Por ello en esta prestigiosa Academia, como en otras similares del mundo conviven, en un ambiente distinguido y amable, los hombres de ideas más variadas y aun a veces contrapuestas; pero se respetan profundamente porque saben que son solidarios en el afán de cultivar la belleza, en el ansia de perfeccionar espiritual y moralmente a nuestro país, y en el propósito de asegurar la libertad intelectual y el respeto a la dignidad humana, propósito por el que lucha la humanidad desde que existe y que constituye la esencia misma de la civilización actual.
Ante vuestros generosos requerimientos, tales convicciones acallaron explicables escrúpulos y determinaron mi decisión de ocupar un sitio entre vosotros. Lo he aceptado con honda emoción. Vuestra magnanimidad obliga perdurablemente mi gratitud y aviva mi deseo de corresponder dignamente al honor dispensado.
Os habéis dignado llamarme para ocupar el sitial vacante por la muerte de un argentino ilustre, a quien me vinculó en la vida admiración y afecto. Resulta para mí doblemente significativa vuestra distinción, en virtud de tan honrosa coincidencia.
En los países jóvenes y aun en formación, las personalidades descollantes se ven obligadas a actuar en diversos campos y en variadas tareas. Tal fue el caso del doctor Angel Gallardo, que fue ingeniero, naturalista, profesor, hombre de ciencia, dirigente universitario y hombre público. Solicitado para el desempeño de distintas actividades en destacadas posiciones, sus excepcionales méritos señalaron indeleblemente la huella luminosa y fecunda de su paso, dondequiera aplicó sus vastos conocimientos y su rectitud moral, rasgo predominante de su bello carácter.
Autorizados panegiristas y entre ellos nuestro ilustre presidente han exaltado, antes y después de su lamentada desaparición, sus relevantes prendas personales y sus distinguidos servicios públicos. No tendrá este homenaje recordatorio, ni la autoridad de los llevados a efecto por mis antecesores, ni el relieve y brillo, dignos del esclarecido ciudadano a quien substituyo en este recinto. Pero, al evocar su memoria, me alienta la esperanza de que la sinceridad de los sentimientos, suplirá las deficiencias de la exposición.
Porteño de cepa, Gallardo había nacido en el corazón de la urbe, en 1867. Parecía destinado, por el medio ambiente y los recursos de su familia, a una existencia regalada y fácil. No son tales circunstancias las más propicias, pues los ricos pueden dar todo a sus hijos menos la pobreza, que resulta tan útil para formar un verdadero estudioso. Lo fue, sin embargo, desde la infancia, por innata inclinación y por temperamento. A una edad en que la disciplina mental es desconocida, él la tuvo excepcionalmente.
Amable, pulcro, atildado, tolerante, modesto, bondadoso y suave, fue discípulo como luego seria maestro, armónica conjunción de laborioso y hombre de mundo cuyas dotes le permitirían sobresalir en el aula, en el laboratorio y en la sociedad. Sus amigos de los primeros años, lo serian hasta el fin de su múltiple y brillante carrera.
Problemas extraños preocuparon su infancia. Apenas pudo ensanchar sus conocimientos fuera de los obligatorios libros de texto, se sintió atraído y apasionado por el estudio de la vida de las hormigas, comprobando en su labor inicial lo he oído de sus propios labios que las especies descriptas en Europa eran diferentes de las observables en su patria. Tal iniciación le conduciría, en el correr de los años, a sus transcendentes y personales observaciones, efectuadas en Bella Vista, en Alta Gracia, en Tandil y a veces en hormigueros artificiales, construidos bajo su dirección.
Obtuvo con distinción el título de Ingeniero Civil y sus primeras inclinaciones fueron por las matemáticas. Ellas le dieron una disciplina mental sólida y un instrumento de trabajo para su obra científica ulterior. Nada comparable para iniciarse con fruto en la investigación, como los conocimientos sólidas en una ciencia fundamental. Así Pasteur, químico, descubrió el origen, prevención y tratamiento de las enfermedades microbianas, cuya causa no podían penetrar los médicos que las veían a diario, porque carecían de una base científica suficiente.
Las ciencias naturales fueron la verdadera vocación de Gallardo. Sus incursiones en otros campos, sus desemejantes tareas ajenas a su afición primordial, no lo apartarían jamás de las enseñanzas obtenidas de sus preclaros maestros, de Carlos Berg principalmente, de quien, en los comienzos, sería único discípulo, y a quien sucedería, en la madurez, en la cátedra y en la dirección del Museo Nacional.
Me sería difícil sintetizar en adelante la vida de Angel Gallardo, si debiera seguirla puntualmente a través de sus descollantes acontecimientos. Si bien es cierto, que su perdurable característica fue su amor a la ciencia, que sirvió con abnegación y afán para elevarla, dignificaría y enriquecerla, también es verdad, que sus aptitudes le singularizaron entre los hombres públicos argentinos por la profundidad y agilidad de sus facultades, la vastedad de sus conocimientos y la eficacia de su acción.
Agrupo, intencionadamente, cierto aspecto de sus actividades, atingentes a la docencia y a la instrucción pública, para referirme luego a su labor de carácter científico y a otros rasgos salientes de su personalidad.
Fue, en edad temprana, doctor en ciencias exactas, físicas y naturales de la Universidad de Buenos Aires, y más tarde, profesor de zoología en la Facultad que lo había doctorado, en la Escuela de Farmacia, en el Colegio Nacional y en el Instituto Libre de Enseñanza Secundaría. Reemplazó a Ameghíno en la dirección del Museo Nacional de Historia Natural y desempeñó el cargo de presidente del Consejo Nacional de Educación.
Tuvo el acierto de trasladarse a Europa en 1900, y de perfeccionar sus conocimientos en la Sorbona de París, siguiendo con asiduidad y con preferente beneplácito de sus maestros, los afamados cursos de Gi'ard, Le Dantec, Loiseul y Gtiinard, como, asimismo, en un nuevo viaje en 1904, el de Becquerel, sobre electricidad, para completar sus estudios sobre mitosis.
En el espacio de tiempo comprendido entre su temprana aparición en la cátedra y la plenitud de su expansión como hombre de ciencia, maestro y funcionario público, trabajó con encomíable probidad y éxito. Pudiera decirse que ni un día de la vida de Gallardo transcurrió sin asidua labor.
Fue tan grande su prestigio, que seis de las siete academias nacionales lo incorporaron como miembro de número, recibió distinciones honoríficas de más de veinte academias, universidades y sociedades sabias de diversos países de Europa y América Latina. Y en un día culminante de su admirable existencia, en el Panteón de París, le cupió la honra de hablar en la solemne ceremonia rememorativa del centenario de Berthelot, en la cual los únicos oradores fueron el presidente Poincaré y él.
Y se comprende también que alcanzara en su país, más tarde, y como término de su fecunda carrera, el significativo homenaje de ser Ministro de Relaciones Exteriores, Rector de la Universidad de Buenos Aires.
Sus estudios sobre la interpretación dinámica del fenómeno de la división celular cariocinética se extendieron desde 1896 hasta 1912. Constituye la más importante tentativa de explicación causal, vale decir, científica, de esa misteriosa actividad de los cromosomas, que a manera de títeres manejados por manos invisibles, se reúnen, separan, alejan y reagrupan ordenadamente en las células que se dividen. Habló primero, de una fuerza cariocinética, para llegar, finalmente, a la hipótesis de que la división reposa en una polarización positiva intensa de los centrosomas, seguida por una polarización negativa intensa de la cromatina, la cual atraída por aquellos corpúsculos dividiría el núcleo.
Para fundamentar su teoría recurrió a modelos experimentales y fue para él motivo de viva satisfacción que en 1907 su discípulo Damianovich aportara otros. Por último, discutió los aspectos matemáticos de su doctrina y analizó el papel de los coloides en dichos procesos.
Esta importante teoría, llamada a amplia resonancia mundial, fue apoyada por Henneguy y Delage, y objetada por Wilson y otros especialistas. Gallardo mantuvo en las controversias su habitual objetividad y espíritu sereno.
El inmenso auge actual del estudio morfológico de los cromosomas como portadores de los caracteres hereditarios orgánicos y los estudios sobre la bioquímica de la herencia, han desviado la atención del problema planteado por el maestro argentino, del cual él mismo no se ocupó más, aun cuando espera todavía solución definitiva.
Esta teoría y sus estudios sobre la herencia orgánica fueron su principal contribución a la biología general. Demostró que el análisis matemático de los resultados, en la herencia mendeliana, debe aplicarse no teniendo en consideración el número de los adultos supervivientes, sino el número de todos los seres nacidos en la generación analizada.
Sus trabajos sobre botánica versaron, principalmente, acerca de las formas teratológicas y anomalías hereditarias; dedicó también, en el curso de sus estudios y observaciones, particular atención a esclarecer diferentes problemas referentes a la entomolegia, a aves y a peces del país.
Desde su iniciación adoptó ideas evolucionistas que mantuvo durante toda su existencia, sin que jamás fueran motivo de conflicto moral con sus arraigadas creencias religiosas.
En la Dirección de Agricultura que, entre otros cargos, desempeñó durante algunos años, se interesó por la búsqueda genética de plantas resistentes a las enfermedades y por la lucha biológica contra la langosta y la diaspis; intentó crear una estación marítima, propósito trascendental que constituye todavía una aspiración incompletamente realizada, en este país de extensas costas, plataforma continental amplia y mar ubérrimo.
Este maestro insigne fue un sabio, en el estricto sentido que los franceses dan al término. No el teórico que aprende y recita un mayor número de conocimientos adquiridos, sino aquel capaz de hallar los problemas, plantearlos con acierto y resolverlos correctamente por medio de la investigación. Llegó a ser un hombre de ciencia debido a su formación matemática, su vocación profunda, por la exactitud de sus observaciones y razonamientos, y por su sobresaliente aptitud para dilucidar acertadamente los problemas, reconocer los errores y los limites de las conclusiones.
Buscó el conocimiento lógico y ordenado de los fenómenos naturales, apoyándose en la observación personal, en la experimentación y el razonamiento. Cultivó la exactitud y la demostración cada vez más perfecta, no las vanas intuiciones o especulaciones escolásticas, carentes de firmeza. Su labor estribó en el examen continuo, realizado por la inteligencia, de las deducciones provenientes de la evidencia sensorial y el método experimental, únicas fuentes del conocimiento objetivo en ciencias naturales.
Comprobó que no es exacto, como se repite, que la ciencia signifique demolición constante y que la verdad de hoy sea necesariamente el error de mañana. La verdad actual será reemplazada por otra más amplia y más completa, sin que ello signifique que la anterior no ha sido una explicación parcial valiosa. La ciencia crece y se consolida cada vez más, perfecciona o rehace detalles, pero, en conjunto, es como una construcción a la cual se añaden nuevas secciones.
En tierras de España y latinoamericanas, se representa comúnmente al sabio como un sujeto raro, distraído, cuando no superfluo. Esa imagen caricatural y ficticia es símbolo de irreverencia por todo lo que sobresale y está reñida con la realidad.
Gallardo, profesor, certificó lo contrario. Era distinguido, atildado, culto y amable, exponía con amenidad, claridad y precisión, sin énfasis, pero con el aplomo de quien sabe lo que dice.
Su libro sobre zoología fue, y es aún, el mejor texto de la materia en nuestra enseñanza secundaria y aun universitaria.
Fuera del aula despertaba vocaciones adormecidas. Tuvo discípulos dignos de su talento y capacidad, algunos desaparecidos prematuramente, como De la Rúa y Juana Petrocchi, otros, actuantes con honor, y dirigentes en la enseñanza e investigación zoológica, tales como Doello Jurado y Nielsen.
Su obra póstuma es una erudita, aunque inconclusa, revisión sistemática de las hormigas argentinas, y en ella se hallan novedosas indagaciones sobre la división geográfica y otras sugerentes peculiaridades de tan curiosos insectos.
En estilo sencillo, pero pleno de vida, describe aquel diminuto y complejo mundo social, cuya organización perdura invariablemente desde el oligoceno inferior o el eoceno, según algunos mirmecólogos, y cuyas costumbres inspiraron bellas y perdurables páginas a Maeterlink e interesaron los últimos años de Osvaldo Cruz.
Como Pasteur, Gallardo fue un sabio de espíritu profundamente religioso. Expresó, con su habitual claridad y precisión, su pensamiento acerca de las relaciones entre las ciencias y la creencia:
"La ciencia y la religión corresponden a dos planos diferentes del espíritu entre los cuales no debe haber interferencia. La ciencia es obra racionalista fundada en la observación y la experiencia. De los datos suministrados por los sentidos, la razón deduce principios más o menos generales. El método científico es positivista. Por su empleo se alcanza la verdad científica, siempre limitada y relativa, aun en matemáticas, según lo ha demostrado elocuentemente el brillante matemático y filósofo francés Henri Poincaré, tan prematuramente arrebatado a la ciencia."
"La creencia religiosa se funda sobre la verdad absoluta revelada, cuyos misterios la razón no alcanza a demostrar, ni aun siquiera a concebir, y que se adquiere por la fe con la ayuda de la gracia".
"¿Cómo puede haber oposición concluía Gallardo entre la verdad relativa y variable de la ciencia y la verdad absoluta e inmutable de la fe?"
Con posterioridad, la Iglesia Católica ha fijado su posición en términos categóricos, en el Motu Proprio de Su Santidad Pío XI, referente a la Pontificia Academia Scientiarum: "La ciencia que sea conocimiento verdadero de las cosas -ha dicho- no repugna a las verdades de la fe cristiana". "La fe y la razón nunca disienten entre sí. Por lo contrario, se auxilian y apoyan porque la recta razón demuestra los fundamentos de la fe y, esclarecida por su luz, cultiva el conocimiento de las cosas divinas, en tanto que la fe, a su vez, libra y defiende a la razón de los errores, instruyéndola en múltiples conocimientos".
Y por último, el Santo Padre Pío XII, acaba de reiterar: "La afirmación cada vez más resplandeciente de la unión bienhechora y saludable de la ciencia y de la fe".
Así creía Gallardo. Sus sentimientos religiosos le permitieron ser tolerante y ecuánime. Creyente fervoroso, se mantuvo siempre en el plano superior, que caracterizó su vida de sabio y de maestro.
Como universitario, es la personalidad más sobresaliente que haya conocido. Tenía un concepto preciso sobre la significación de la Universidad y conocía bien su orientación moderna, lo que es raro entre nosotros. Permaneció ajeno a cuanto aspecto no se refiriera a un ideal altamente patriótico, que cultivara con empeño y celo.
Fue uno de los pocos hombres llamados a dirigirla que no se han contaminado con la llamada política universitaria, que es a menudo lucha de personalismos en afán de predominio.
Amaba a la juventud, esperanza del porvenir, que alienta aspiraciones generosas, desinterés, nobles ambiciones, idealismo y amor a la patria. Sabía cuán graves son las responsabilidades de los llamados a dirigirla, que deben desarrollar las aptitudes individuales y el espíritu de iniciativa, y no olvidar el daño moral grave que causan la injusticia y el favoritismo. Porque los jóvenes, seducidos por el éxito inmediato o aparente, pueden inclinarse a imitar el mal ejemplo.
Corresponde a nuestras universidades desarrollar el ambiente de idealismo y cultura superior que crece especialmente en las ciudades universitarias, las cuales tendremos algún día, como los pueblos más adelantados, y que ya ha planeado el Brasil en Sudamérica.
Según dijo Gallardo en alguna circunstancia, en las universidades "debe enseñarse, ante todo, la manera de trabajar y no empeñarse en recargar la memoria con un cúmulo de datos innecesarios" y abarcando su trascendente misión cultural, dijo en ocasión solemne: "La Universidad no puede abandonar su ideal patriótico y nacionalista, que es la razón misma de su existencia. Se ha dicho muchas veces que la ciencia no tiene patria. Pero la Universidad no tiene solamente por misión el estudio y progreso de la ciencia abstracta, sino la formación del carácter nacional de las clases dirigentes de la sociedad".
"Esto es particularmente imperativo en un país sin unidad étnica y cultural que está creciendo rápidamente por el aporte inmigratorio de muchos países habitados por razas diversas, con distintas culturas, en un estado más o menos elevado de desarrollo. Esta es la gran obra de las universidades argentinas como encargadas de la formación ilustrada de la conciencia nacional. Estamos en nuestra casa y en ella debemos gobernar nosotros".
Esta preocupación nacionalista, reafirmada más tarde en el Consejo Nacional de Educación, no acusa ni xenofobia ni vano patrioterismo, sino el deseo de mantener la unidad del país. Gallardo pensaba y procedía con altura de miras e inspiraciones. Así pude comprobarlo personalmente en el Consejo Superior, cuando tuve la satisfacción de acompañarlo a dirigir la marcha y los destinos de la Universidad.
Como en ella, como en el Consejo Nacional de Educación donde recibiera, al ingresar, 2000 escuelas, y fundara, en tres años, 1300, en la vida política fue orientado por un permanente y prístino ideal patriótico.
Si siguiéramos paso a paso su actuación en los diversos campos en que actuara, al vaivén de variados y en ocasiones agitados sucesos públicos, hallaríamos la imperturbable rectitud y serenidad que liemos alabado en otras actividades de su prominente vida.
No fue un político militante, aunque prestó su adhesión fervorosa a la Unión Cívica de la Juventud, en 1889, habló en el acto del Jardín Florida y fue soldado revolucionario en el parque en 1890. En 1891 realizó trabajos para reconciliar a los estudiantes cíviconacionales y radicales. En 1893 pronunció un discurso político, pero desde ese año no actuó ya más en actos públicos, ni en actividades de comité.
Hay en todos sus actos una correlación lógica y convincente. No lo ofuscaron nunca ni los intereses ni las pasiones ocasionales. Por eso pudo ser profesor eminente, conductor maduro de la universidad; director de la instrucción primaria, la cual quería práctica, objetiva y razonada, enemigo del dogmatismo; creyente sincero; amigo fiel y generoso.
Además de las prendas personales que hemos destacado, poseía un notable equilibrio mental y moral.
Era en el fondo, optimista y sereno, prefería a la lucha la obra lenta del tiempo y de la educación. Sin embargo, se reveló muy firme cuando fue necesario, mas no perdió nunca la mesura, aun ante los ataques apasionados e injustos que soportó cuando era ministro. No consintió lo que consideraba injusto; así renunció a la comisión consultiva del Jardín Zoológico "al descubrir el propósito de hacer salir de su dirección al doctor Holmberg que abrigaba la comisión y que más tarde realizó". En 1931, al ser desterrado el doctor Alvear, de quien fuera ministro, renunció a todos los cargos oficiales que desempeñaba.
Amaba la literatura y la música, le interesaba la arquitectura, frecuentaba asiduamente los museos. Llamaba la atención lo certero de su juicio, sus comparaciones felices e inesperadas, fruto de sus amplios conocimientos.
Conversador ameno y atrayente, suave y tranquilo, su vastisima ilustración era servida por una memoria potente y precisa. Conocedor de los hombres, poseía un repertorio inagotable de remembranzas y anécdotas; benévolo por temperamento, aunque levemente irónico sobre todo ante las ingenuas manifestaciones de la vanidad ajena emergían de él una distinción y una aureola de autoridad que lo hacían querido y respetable.
Embajador en Italia, y, finalmente, ministro de Relaciones Exteriores, estas dos importantes posiciones públicas clausuraron su vida de político y de gobernante.
Para formular un juicio sintético, diría que afianzaron y enaltecieron su renombre.
Desgraciadamente, la muerte tronchó su existencia, cuando era uno de los ciudadanos consulares de la República. Después de la prueba definitiva, delicada y ardua, estaba capacitado para desempeñar con brillo las más elevadas posiciones públicas.
He expuesto a grandes rasgos sus ideas y aptitudes. En el estudio de los antecedentes de su acción, he renovado, simultáneamente, con recuerdos e impresiones personales, reminiscencias salientes de su fecunda existencia, que él mismo trazara en su diario íntimo aún inédito.
Permítidme agregar que él practicó aquellas sugerentes palabras pronunciadas ante los alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires: "Se puede realizar obra patriótica en las actividades más sencillas de la vida diaria
No hubo acto de su tarea, perseverante y magnífica, en que no las aplicara; así estudiara las hormigas o platicara con sus discípulos; actuara en la lid política o en los estrados del gobierno; en el país o en el extranjero. Su patriotismo era inseparable de sus ideales y de su arraigada argentinidad.
Lo consideraba fuerza propulsora de las energías juveniles. De tal suerte, dijo también, en cierta ocasión, a los mismos alumnos del Colegio Nacional: "Estamos en uno de los baluartes originarios del patriotismo ilustrado de los argentinos, y vosotros que habéis sido formados en esta casa, debéis continuar manteniendo esta gloriosa tradición de constituir la vanguardia de la cultura argentina. Aumentad para ello vuestros conocimientos, elevad vuestra moralidad y vuestra virtud y exaltad vuestro patriotismo hasta un grado heroico, si fuese necesario".
Era igualmente un republicano sincero y, como tal, opositor a los extremismos de cualquier origen demagogia o dictadura, y en oportunidad memorable declaró en la Cámara de Diputados de la Nación: "Mi fe democrática es absoluta, franca e incontrovertible"; y afirmó luego, robusteciendo el concepto: "Tengo fe absoluta en la democracia, aun en sus errores".
No olvidéis, señores académicos, que Pasteur ya había dicho: "La verdadera democracia es aquella que permite a cada individuo dar el máximo de su esfuerzo".
Pacifista convencido, sirvió esta política en actos que tuvieron, en determinado momento, explicable repercusión continental: fue preciso y categórico en los debates parlamentarios; creó numerosas embajadas; propendió a las visitas resonantes de los herederos de las coronas de Gran Bretaña e Italia, y mediante su gestión, como los mejores y más auténticos mensajeros de la confraternidad americana, desfilaron por las calles de esta gran urbe las escuelas militares del Uruguay, Bolivia, Paraguay y Chile.
Creía en el triunfo final de la justicia. Según una de sus elocuentes expresiones:
"Tanto en el mundo físico, como en el moral, sólo las buenas cualidades triunfan y se perpetuan".
No es posible puntualizar en este acto la vida y la obra científica de Angel Gallardo, sin rememorar el nombre ilustre de Francisco Javier Muñiz.
Habéis querido asociar, en la presente ceremonia una y otra personalidad, porque si bien debo referirme, en cumplimiento de vuestras disposiciones, a la egregia figura del sabio profesor, debo también recordar que el sitio que ocuparé en la Academia lleva, en perdurable y justiciera recordación, el nombre de aquel otro argentino, digno de vuestra consagración, como lo expresara Gallardo, cuando ocupó, por vez primera, el sillón con el cual me favorecéis.
Ambos, en distintas especializaciones, honraron a las ciencias naturales, y contribuyeron, en notable proporción, al progreso del saber argentino.
No podrá, en el porvenir, escribirse la historia de sus pasos iniciales sin destacar la influencia que les correspondió en su desenvolvimiento. Si bien es verdad que la ciencia no tiene patria, es cierto también, como dijera Pasteur, que el hombre de ciencia debe tenerla. Y agregó sencilla pero profundamente: "Cuando después de esfuerzos considerables, se ha llegado por fin a la certidumbre, se experimenta una de las más hondas emociones del alma humana, y el pensamiento contribuyente al honor de su país, convierte a esta alegría en intensa dicha".
Así entendieron Muñiz y Gallardo su misión en la incipiente ciencia argentina.
La ciencia nos da conocimientos, y al propio tiempo poder. Aclarar cuando se ignora, importa condición previa e indispensable para toda acción inteligente y eficaz. Un país técnicamente débil no es enteramente independiente y los países rivales, dueños de una técnica más adelantada, poseen mayores probabilidades de triunfo en las lides humanas.
La ciencia permite la producción y transporte de innúmeras riquezas; ha liberado a grandes masas humanas de la esclavitud del trabajo pesado, acortado las distancias; facilitado la difusión de la cultura.
Y es indudable que, cuando ahondamos en las ciencias, obtenemos una noción del orden natural destinada a comprender y a gobernar los fenómenos; a substituir el error y la superstición, por lógicas explicaciones demostradas; a disciplinar la inteligencia y a estimular el idealismo.
Una educación científica fundamental, en un ambiente moral, desarrolla las cualidades más nobles: el respeto a la verdad, la noción del deber, el espíritu de sacrificio y de altruismo, cual si se tratara de un sacerdocio.
Si se considera que en nuestro medio y aún en la actualidad, quienes se dedican a la ciencia deben servirla con fervor de apóstoles, llamados a predicar entre gentiles, puede medirse, con mayor motivo, el camino recorrido desde las épocas de Muñiz o de Gallardo, y avalorar los méritos que acentuaron su proficua acción.
Creer que la cultura científica perjudica a la humanidad, como alguna vez se ha pretendido, constituye gravísimo error. No es ella, ciertamente, toda la cultura, pero en el mundo moderno debe reputarse una de sus bases más sólidas.
Si partiéramos de la antigua división de las ciencias en divinas y humanas, tendríamos que aceptar que no es extraña a las humanidades, según suele afirmarse ligeramente, olvidando que es conocimiento del orden natural y no sólo técnica o maquinismo, los cuales, por otra parte, son muy respetables cuando no contrarían a la naturaleza humana.
El maquinismo, aun cuando da poder al hombre, no lo atrasa moralmente, ni modifica su esencia espiritual. Le da poder, pero no lo transforma. La bondad o la maldad innatas merecen catalogarse entre las fábulas, por cuanto es, precisamente, la educación, la encargada de desarrollar las mejores aptitudes, para bien del individuo y de la especie humana.
Puesto que se me concede la responsabilidad de ocupar el sitial que lleva el nombre ilustre de Francisco Javier Muñiz y fue honrado por Angel Gallardo, estoy obligado a declarar que estamos en deuda con estos preclaros varones. Hubiera sido grato al espíritu de estos argentinos ilustres que el país ayudara debidamente a la formación de hombres dedicados al cultivo de las ciencias naturales, les asegurara posiciones y les proporcionara medios de trabajo, laboratorios y bibliotecas.
Cierto es que poseemos dos grandes museos que honran al país y gozan de merecido prestigio mundial, y otros más pequeños, no menos valiosos. Han llegado a ser lo que son gracias al esfuerzo heroico de Burmeister, Moreno, Berg, Ameghino, Gallardo, Hicken, Lillo, Torres y otros esforzados naturalistas. Pero la remuneración del personal es escasa y obliga a la acumulación de cargos, que anula a los hombres de ciencia; la labor es excesiva, faltan laboratorios biológicos, de bioquímica o fisiología; no existen becas para el perfeccionamiento en el extranjero ni para estudiar colecciones de tipos en los museos que las poseen. Lo que hacen nuestros naturalistas es verdaderamente prodigioso en relación con los medios y recursos que se les conceden. Pero considero que merecen mucho más y que hay que dárselo inteligentemente, porque el dinero invertido en ello rendirá con creces.
Las universidades deberán intensificar el estudio de las ciencias naturales, en un país de agricultura y ganadería, cuyos progresos técnicos dependen de la botánica, la zoología y la química, y donde innumerables problemas aguardan con urgencia su solución adecuada.
No olvidemos que la investigación es la función primera de la Universidad, ya que deben crearse incesantemente los conocimientos para luego propagarlos. Una Universidad que no investiga es una institución subuniversitaria, a pesar de su rótulo. Una Universidad que no tenga profesores con dedicación exclusiva, no es de primera categoría, aunque pretenda afirmarse lo contrario.
Así lo reconoció, en lejanas épocas, el inmortal Leonardo de Vinci: "Vanas y llenas de errores son las ciencias que no nacen de la experiencia, madre de toda certidumbre; como lo son, también, aquellas que no concluyen en una noción experimental, o sea que ni en su medio, ni en su fin, pasan por ninguno de los cinco sentidos". Por ello son eternos su juicio y su consejo: "La experiencia es madre de toda verdad y de toda sabiduría".
Gastón Paris, comentando la obra de Pasteur en una elocuentísima síntesis, ha dicho en nuestros días: "Esta obra colosal, transformadora de las industrias de la seda, de la cerveza, del vino, de la cría de los animales, de la cirugía, de la obstetricia y de otras importantes partes de la medicina, las realizó Pasteur sin ser ni veterinario, ni médico; sin capacidad para aplicar el bisturí, sin poseer conocimientos técnicos, sin preparación, según se ha revelado, para distinguir un campo de colza de un campo de nabo".
Fuerza admirable y casi divina del pensamiento, comprobatoria de cuán infundao es el desdén que los hombres de acción suelen experimentar por los hombres de ciencia! Desde el fondo de su laboratorio, Pasteur tuvo sobre la vida de la humanidad, un hijo más poderoso que el más afortunado de los conquistadores o el más débil de los hombres de Estado".
Puesto que me recibís como a representante de la ciencia, permitidme acentuar su papel en la civilización actual. La jerarquía, la potencia y el prestigio de un país, dependen de su nivel científico. Pero la ciencia ni es inmutable ni se detiene jamás. Constituye un esfuerzo continuo y metódico para perfeccionar nuestra capacidad de comprender y obrar correctamente.
En tal virtud necesitamos cultivar la investigación científica original, tenaz y honda, si queremos consolidar la independencia y el poder de nuestra Nación. Tengamos, sobre todo, muy presente, que no es bastante considerarse investigador, para serlo auténticamente. Compilar gruesos volúmenes ilustrados, carentes de originalidad, no importa coadyuvar a la investigación. Ni tampoco firmar trabajos provenientes de ayu-dantes improvisados, a bajo sueldo, y cuyo obscuro y estéril destino, se circunscribe a medrar a expensas de la vanidad o ingenuidad -a veces se equivalen- de determinados caudillos o dirigentes.
Investigar es planear nuevos problemas y resolverlos con plena conciencia y acierto; hallar nuevos rumbos en la noche de lo desconocido o en medio de la observación deficiente o incompleta.
Para investigar con provecho se requiere consagración absoluta, y ante todo, dominar algunas de las ciencias fundamentales; poseer una educación científica rigurosa y disciplinada; inteligencia, imaginación, independencia, orden, laboriosidad, y al propio tiempo tranquilidad de espíritu y concentración mental; ambiente intelectualmente estimulante y moralmente limpio; maestros autorizados y capaces, y medios suficientes de trabajo.
Agregaremos que no es cierto que la miseria produzca sabios. Estos llegan a serlo a pesar de la pobreza o de la riqueza, pero no por ellas. Un país no debe esperar que germinen los sabios por milagro, ni tampoco acostumbrarse a la desconsiderada explotación de su vocación o su heroísmo.
Una consecuencia lógica de la investigación es la especialización. Se habla con liviandad de los daños ocasionados por la especialización, y hasta, a veces, de su perniciosa influencia. Son impresiones antojadizas o juicios ligeramente fundados. Por mi parte, la creo útil, benéfica, y por ende necesaria e inevitable. Reconocerlo no importa desconocer que debe ser conducida con competencia y cautela, evitar en su aplicación la peligrosa rutina, y sobre todo, asentarla sobre una previa cultura general, conservando y diferenciando las aptitudes individuales.
Los grandes artífices y artistas del Renacimiento, fueron ejemplos de hombres de conocimientos varios, especializados intensamente en un arte o ciencia, con completo desarrollo de toda su individualidad.
Entonces, como ahora, la especialización de buena ley al par que acrecentaba el propio saber, enseñaba a respetar la cultura ajena. Críticos insubstanciales, a veces declamadores, aguzaron sus censuras pretendiendo negar o desnaturalizar sus efectos. Pero no se destruyen ni su importancia, ni su eficacia, con lugares comunes o frases hechas. Son armas frecuentemente usadas por quienes a fuerza de saber de todo un poco, ignoran o saben poco de todo. Las desarmonias humanas, resultan de un equilibrio imperfecto entre los dones morales, físicos, intelectuales, materiales y estéticos, que todo hombre debe poseer.
La especialización, como la investigación, atañen a la cultura. Pueden desconocerse, hasta negarse sus asombrosos éxitos; pero ello se hará con el mismo criterio con que se abomina de la ciencia, cuando es inconsultamente manejada por gobiernos y pueblos cuyo adelanto moral no fue paralelo al progreso técnico alcanzado en otras actividades.
A mayor técnica, deben conexionarse finalidades superiores. Pero los apetitos, la codicia y la violencia emergentes de los extremismos, condujeron y conducen a la amenaza de la guerra, a la guerra misma y a otros males, derivaciones monstruosas ocasionadas por la ruptura de la armonía entre el poder de la técnica y el de la moral pública y privada, desequilibrio jamás imputable a la obra serena, reflexiva y fecunda de universidades y maestros.
El enlazamiento de las ideas me lleva de nuevo hasta un tema ya dilucidado, pero sobre el cual debo insistir ante vosotros. Se refiere, por otra parte, a los ideales que orientaron la vida de Angel Gallardo y enaltecen su memoria, toda vez que la Universidad y sus problemas estuvieron estrechamente vinculados a su transcendente labor científica.
Os expondré algunos puntos de vista atinentes a este aspecto de una tarea que considero mía, por notorias inclinaciones de mi espíritu. Tengo la convicción de coincidir con las ideas y la obra del eminente sabio a quien honramos, porque mi manera de ver fue exteriorizada por él en diferentes ocasiones y aún puedo afirmar que tuve la satisfacción de escucharlas de sus propios labios.
He dicho cuál debe ser el ambiente para los estudiosos argentinos. Estoy, en consecuencia, lejos de pensar, como se atribuye a Fouquier Tínville, en el caso de Lavoisier, que "la república no necesita sabios". Creo, por el contrario, que los necesita y es, en tal concepto, que debe procurarlos con empeñoso afán.
Para ello se impone la creación de una gran Facultad de Ciencias, la cual -armónicamente con la existente de Filosofía y Letras- sería en el porvenir columna vertebral de la Universidad argentina.
Sus profesores deben estar dedicados exclusivamente a la docencia y a la investigación científica original, con los elementos indispensables, laboratorios bien provistos, dotaciones suficientes, como para poder realizar en ellos o fuera de ellos en la ciudad o en el campo el estudio a fondo de los problemas confiados a su experiencia, pericia y abnegación. Esta Facultad debe poseer un sistema de becas para los jóvenes egresados, los investigadores en formación y los docentes ya formados, para que trasplanten rápidamente en nuestro país los mejores métodos y modelos, asegurándoles a su regreso posiciones adecuadas de trabajo profundo.
Tal es, a mi juicio, el homenaje merecido por la memoria de Muñiz y de Gallardo, y lo que las generaciones actuales adeudan a las futuras. No, como dijera en cierta oportunidad Paul Deschanel, para organizar, en su recuerdo, fríos establecimientos administrativos, tallados sobre modelos más o menos universales o uniformes, sino organismos vivos, identificados con los anhelos de su época y las legítimas exigencias de la Nación.
Pero no basta gastar dinero, hay que invertirlo eficazmente para obtener progresos y descubrimientos. No se resolverán los problemas ni se tendrán institutos que descubran nada importante por mucho que se derrochen los recursos, si no se dispone, primero, de hombres formados en las materias básicas. Es fácil crear grandes edificios, basta para ello dinero, pero es mucho más difícil formar investigadores, problema delicado de educación y organización. No seremos los más grandes del mundo porque dispongamos de los edilicios más amplios, sino que lo seremos cuando tengamos los hombres más capaces. Pero éstos no nacen espontáneamente, su cultivo es largo y difícil y exige método y un ambiente intelectual y moral adecuado.
Estoy lejos de oponerme a que se construyan adecuadamente como pudiera entenderse o derivarse de las observaciones y advertencias formuladas pero considero previo y fundamental como medida precursora de los grandes edificios del porvenir, que anhelo tan completos y perfectos como ello sea posible, la institución de numerosas becas para convertir en realidad las promisorias y halagadoras esperanzas de nuestros jóvenes estudiosos. Mediante ellas perfeccionarían sus conocimientos en los centros más adelantados del mundo, pero con la firme garantía de que hallarían, a su regreso, la posibilidad de aplicar sus aptitudes para bien de la ciencia y del país, en posiciones de dedicación exclusiva y con recursos suficientes para adelantar.
No olvido que, como dijo Pasteur, "fuera de sus laboratorios, el físico y el químico son soldados sin armas sobre el campo de batalla. La deducción de estos principios es evidente: si las conquistas útiles a la humanidad conmueven vuestro corazón; si quedáis admirados frente a los resultados sorprendentes de la telegrafía eléctrica, del daguerrotipo, de la anestesia y de tantos otros prodigiosos descubrimientos; si anheláis que nuestro país pueda reivindicar, en su hora, su parte en la difusión de tales maravillas, os concito a interesaros afanosamente por esas viviendas sagradas que la ciencia ha bautizado con el nombre de "laboratorios" y por los hombres llamados a servirlas, embellecerías y engrandecerlas, dignificándolas. Son los templos del honor, de la riqueza y del bienestar de las naciones".
Los últimos cincuenta años los vieron elevarse en los grandes países, como expresión de la más bella y consoladora aspiración humana. En ellos se acumuló, con amor y desinterés, cuanto pudiera contribuir a la mayor cultura y felicidad de los hombres en
la edad venidera. Son, frente a las desenfrenadas amenazas de esta hora preñada de logros, lenitivo incomparable para atenuar el dolor humano.
Me bastaría recordar la organización estupenda de uno solo para exaltar su importancia y transcendencia: harvard, Universidad modelo, cuya sola Facultad de Ciencias y Artes, en su sección de Ciencias Naturales, comprende cuatro magníficos museos; de Zoología comparada, de Botánica, de Geología y Mineralogía, de Arqueología y antropología; un laboratorio de Biología con más de 600 salones; arboretum Arnold y la Institución Atkíns; la Institución Bussey; el bosque de Harvard; el jardín Botánico y Herbario Gray; la Fundación Maria Moors Cabot; las estaciones marinas en Woods Hole, en las Bermudas y en Panamá; un observatorio meteorológico; los observatorios astronómicos en Cambridge, Blue Hill, etc.
Señores académicos: He llegado, sin agotar el tema y por imperio del tiempo, al termino de mi discurso.
Lamento que mis escasas aptitudes no me hayan permitido pintar con mayor precisión y más vivo colorido el retrato de Angel Gallardo. Si no me ha sido posible embellecer literariamente estas páginas, he procurado poner en ellas la verdad de mi admiración y el acento sincero de mis sentimientos.
Os diría, en una última y rápida pincelada, compendiando el juicio formulado, que mereció Gallardo el homenaje que le tributamos, porque descolló singularmente en la vida, y fue, ademáis, bueno, caballeresco, recto y útil; porque se dio a su patria, a la ciencia y a sus amigos, pródigamente, cuanto le permitieron su inteligencia, su corazón, su saber y su lealtad acrisolada; porque ha quedado perdurable el recuerdo de su serenidad y hombría de bien.
Y añadiría, por último, como Emíle Faguet en la inauguración de la estatua de Corneille: "Que su imagen enseñe eternamente a los hombres que pasan, el culto de lo que no pasa", lección suprema, cuyo sentido permite admirar sin humillación ni tristeza, el cielo infinito.
BERNARDO A. HOUSSAY
[1] Fuente: Discurso pronunciado al incorporarse a la Academia Argentina de Letras el. Boletín de la Academia Argentina de Letras, 8, 317-343; Conferencias, 3, N~ 37, 182-184, 1939; Escritos y Discursos 491-514; Discursos Académicos, Tomo II - Discursos de recepción (1938-1944), 187-213, Academia Argentina de Letras, 1945. Bernardo A. Houssay fue el primer científico latinoamericano distinguido con el Premio Nobel. La Academia Nacional de Ciencias de Suecia lo galardonó en Fisiología y Medicina, por su descubrimiento acerca del rol de la hipófisis (glándula endócrina situada en el cerebro) en el metabolismo de los carbohidratos, y su relación con la diabetes. Nació el 10 de abril de 1887 (en su honor, el 10 de abril es el Día del Investigador Científico en la Argentina) y murió el 21 de septiembre de 1971. La Academia Argentina de Letras incorporó también a Houssay como Académico de número. En dicho acontecimiento Houssay brindó el presente discurso.
“Vuestra elección,… reconoce en la literatura científica, aparentemente árida, la fuerza de la verdad en una de las expresiones más elevadas de la cultura”
Bernardo A. Houssay
[17 de Agosto de 1939]
La Academia Argentina de Letras no me ha llamado a su seno por mis antecedentes literarios, notoriamente insuficientes. Debo atribuir esa honrosa designación a la amplitud de su espíritu generoso, semejante a aquel que, según Henri de Régnier, presidió siempre en la Academia Francesa a la elección de las personalidades que la constituyeron, sobresalientes en las diversas ramas del saber humano o en las selectas actividades de la vida nacional. Pero tales hombres, por la educación propia del ambiente de Francia, aprendieron y cultivaron desde la juventud el estilo literario en sus delicadezas y resonancias, hasta obtener la perfecta síntesis de claridad y de elegancia que prestigian la hermosura de un lenguaje universalmente alabado por su ductilidad y sutileza.
No es, sin duda, menos rico y vigoroso el nuestro, ni menos claro, colorido y fuerte, como lo comprueban a menudo vuestras obras; pero aun cuando tuve entre mis placeres predilectos leer los buenos clásicos y por necesidad ineludible de mis labores, hablar o escribir para enseñar, lo hice procurando expresarme con claridad y precisión, mas no pude, o no supe, contraerme al arte exquisito de pulir la forma en procura de la perfección.
Presumo que habéis querido adherir en mi persona a la obra silenciosa de quienes luchan, en la esfera a veces desconocida de su acción, para desarrollar el cultivo de las ciencias y de la investigación en nuestro país. Vuestra elección, superior a mis merecimientos, reconoce en la literatura científica, aparentemente árida, la fuerza de la verdad en una de las expresiones más elevadas de la cultura.
A pesar de la diversidad de nuestros ambientes y tareas, un propósito superior nos une e impulsa; el afán de acentuar la evolución cultural del país, para elevar su jerarquía en el concierto de los pueblos civilizados; el ferviente anhelo de afianzar sus tradiciones y su espíritu nacional; el noble empeño de abrir su pensamiento a las ideas que vinculan en el mundo a los hombres animados por ideales superiores, con prescindencia de odios o prejuicios, de deleznables antagonismos de raza, de política o de religión.
Por ello en esta prestigiosa Academia, como en otras similares del mundo conviven, en un ambiente distinguido y amable, los hombres de ideas más variadas y aun a veces contrapuestas; pero se respetan profundamente porque saben que son solidarios en el afán de cultivar la belleza, en el ansia de perfeccionar espiritual y moralmente a nuestro país, y en el propósito de asegurar la libertad intelectual y el respeto a la dignidad humana, propósito por el que lucha la humanidad desde que existe y que constituye la esencia misma de la civilización actual.
Ante vuestros generosos requerimientos, tales convicciones acallaron explicables escrúpulos y determinaron mi decisión de ocupar un sitio entre vosotros. Lo he aceptado con honda emoción. Vuestra magnanimidad obliga perdurablemente mi gratitud y aviva mi deseo de corresponder dignamente al honor dispensado.
Os habéis dignado llamarme para ocupar el sitial vacante por la muerte de un argentino ilustre, a quien me vinculó en la vida admiración y afecto. Resulta para mí doblemente significativa vuestra distinción, en virtud de tan honrosa coincidencia.
En los países jóvenes y aun en formación, las personalidades descollantes se ven obligadas a actuar en diversos campos y en variadas tareas. Tal fue el caso del doctor Angel Gallardo, que fue ingeniero, naturalista, profesor, hombre de ciencia, dirigente universitario y hombre público. Solicitado para el desempeño de distintas actividades en destacadas posiciones, sus excepcionales méritos señalaron indeleblemente la huella luminosa y fecunda de su paso, dondequiera aplicó sus vastos conocimientos y su rectitud moral, rasgo predominante de su bello carácter.
Autorizados panegiristas y entre ellos nuestro ilustre presidente han exaltado, antes y después de su lamentada desaparición, sus relevantes prendas personales y sus distinguidos servicios públicos. No tendrá este homenaje recordatorio, ni la autoridad de los llevados a efecto por mis antecesores, ni el relieve y brillo, dignos del esclarecido ciudadano a quien substituyo en este recinto. Pero, al evocar su memoria, me alienta la esperanza de que la sinceridad de los sentimientos, suplirá las deficiencias de la exposición.
Porteño de cepa, Gallardo había nacido en el corazón de la urbe, en 1867. Parecía destinado, por el medio ambiente y los recursos de su familia, a una existencia regalada y fácil. No son tales circunstancias las más propicias, pues los ricos pueden dar todo a sus hijos menos la pobreza, que resulta tan útil para formar un verdadero estudioso. Lo fue, sin embargo, desde la infancia, por innata inclinación y por temperamento. A una edad en que la disciplina mental es desconocida, él la tuvo excepcionalmente.
Amable, pulcro, atildado, tolerante, modesto, bondadoso y suave, fue discípulo como luego seria maestro, armónica conjunción de laborioso y hombre de mundo cuyas dotes le permitirían sobresalir en el aula, en el laboratorio y en la sociedad. Sus amigos de los primeros años, lo serian hasta el fin de su múltiple y brillante carrera.
Problemas extraños preocuparon su infancia. Apenas pudo ensanchar sus conocimientos fuera de los obligatorios libros de texto, se sintió atraído y apasionado por el estudio de la vida de las hormigas, comprobando en su labor inicial lo he oído de sus propios labios que las especies descriptas en Europa eran diferentes de las observables en su patria. Tal iniciación le conduciría, en el correr de los años, a sus transcendentes y personales observaciones, efectuadas en Bella Vista, en Alta Gracia, en Tandil y a veces en hormigueros artificiales, construidos bajo su dirección.
Obtuvo con distinción el título de Ingeniero Civil y sus primeras inclinaciones fueron por las matemáticas. Ellas le dieron una disciplina mental sólida y un instrumento de trabajo para su obra científica ulterior. Nada comparable para iniciarse con fruto en la investigación, como los conocimientos sólidas en una ciencia fundamental. Así Pasteur, químico, descubrió el origen, prevención y tratamiento de las enfermedades microbianas, cuya causa no podían penetrar los médicos que las veían a diario, porque carecían de una base científica suficiente.
Las ciencias naturales fueron la verdadera vocación de Gallardo. Sus incursiones en otros campos, sus desemejantes tareas ajenas a su afición primordial, no lo apartarían jamás de las enseñanzas obtenidas de sus preclaros maestros, de Carlos Berg principalmente, de quien, en los comienzos, sería único discípulo, y a quien sucedería, en la madurez, en la cátedra y en la dirección del Museo Nacional.
Me sería difícil sintetizar en adelante la vida de Angel Gallardo, si debiera seguirla puntualmente a través de sus descollantes acontecimientos. Si bien es cierto, que su perdurable característica fue su amor a la ciencia, que sirvió con abnegación y afán para elevarla, dignificaría y enriquecerla, también es verdad, que sus aptitudes le singularizaron entre los hombres públicos argentinos por la profundidad y agilidad de sus facultades, la vastedad de sus conocimientos y la eficacia de su acción.
Agrupo, intencionadamente, cierto aspecto de sus actividades, atingentes a la docencia y a la instrucción pública, para referirme luego a su labor de carácter científico y a otros rasgos salientes de su personalidad.
Fue, en edad temprana, doctor en ciencias exactas, físicas y naturales de la Universidad de Buenos Aires, y más tarde, profesor de zoología en la Facultad que lo había doctorado, en la Escuela de Farmacia, en el Colegio Nacional y en el Instituto Libre de Enseñanza Secundaría. Reemplazó a Ameghíno en la dirección del Museo Nacional de Historia Natural y desempeñó el cargo de presidente del Consejo Nacional de Educación.
Tuvo el acierto de trasladarse a Europa en 1900, y de perfeccionar sus conocimientos en la Sorbona de París, siguiendo con asiduidad y con preferente beneplácito de sus maestros, los afamados cursos de Gi'ard, Le Dantec, Loiseul y Gtiinard, como, asimismo, en un nuevo viaje en 1904, el de Becquerel, sobre electricidad, para completar sus estudios sobre mitosis.
En el espacio de tiempo comprendido entre su temprana aparición en la cátedra y la plenitud de su expansión como hombre de ciencia, maestro y funcionario público, trabajó con encomíable probidad y éxito. Pudiera decirse que ni un día de la vida de Gallardo transcurrió sin asidua labor.
Fue tan grande su prestigio, que seis de las siete academias nacionales lo incorporaron como miembro de número, recibió distinciones honoríficas de más de veinte academias, universidades y sociedades sabias de diversos países de Europa y América Latina. Y en un día culminante de su admirable existencia, en el Panteón de París, le cupió la honra de hablar en la solemne ceremonia rememorativa del centenario de Berthelot, en la cual los únicos oradores fueron el presidente Poincaré y él.
Y se comprende también que alcanzara en su país, más tarde, y como término de su fecunda carrera, el significativo homenaje de ser Ministro de Relaciones Exteriores, Rector de la Universidad de Buenos Aires.
Sus estudios sobre la interpretación dinámica del fenómeno de la división celular cariocinética se extendieron desde 1896 hasta 1912. Constituye la más importante tentativa de explicación causal, vale decir, científica, de esa misteriosa actividad de los cromosomas, que a manera de títeres manejados por manos invisibles, se reúnen, separan, alejan y reagrupan ordenadamente en las células que se dividen. Habló primero, de una fuerza cariocinética, para llegar, finalmente, a la hipótesis de que la división reposa en una polarización positiva intensa de los centrosomas, seguida por una polarización negativa intensa de la cromatina, la cual atraída por aquellos corpúsculos dividiría el núcleo.
Para fundamentar su teoría recurrió a modelos experimentales y fue para él motivo de viva satisfacción que en 1907 su discípulo Damianovich aportara otros. Por último, discutió los aspectos matemáticos de su doctrina y analizó el papel de los coloides en dichos procesos.
Esta importante teoría, llamada a amplia resonancia mundial, fue apoyada por Henneguy y Delage, y objetada por Wilson y otros especialistas. Gallardo mantuvo en las controversias su habitual objetividad y espíritu sereno.
El inmenso auge actual del estudio morfológico de los cromosomas como portadores de los caracteres hereditarios orgánicos y los estudios sobre la bioquímica de la herencia, han desviado la atención del problema planteado por el maestro argentino, del cual él mismo no se ocupó más, aun cuando espera todavía solución definitiva.
Esta teoría y sus estudios sobre la herencia orgánica fueron su principal contribución a la biología general. Demostró que el análisis matemático de los resultados, en la herencia mendeliana, debe aplicarse no teniendo en consideración el número de los adultos supervivientes, sino el número de todos los seres nacidos en la generación analizada.
Sus trabajos sobre botánica versaron, principalmente, acerca de las formas teratológicas y anomalías hereditarias; dedicó también, en el curso de sus estudios y observaciones, particular atención a esclarecer diferentes problemas referentes a la entomolegia, a aves y a peces del país.
Desde su iniciación adoptó ideas evolucionistas que mantuvo durante toda su existencia, sin que jamás fueran motivo de conflicto moral con sus arraigadas creencias religiosas.
En la Dirección de Agricultura que, entre otros cargos, desempeñó durante algunos años, se interesó por la búsqueda genética de plantas resistentes a las enfermedades y por la lucha biológica contra la langosta y la diaspis; intentó crear una estación marítima, propósito trascendental que constituye todavía una aspiración incompletamente realizada, en este país de extensas costas, plataforma continental amplia y mar ubérrimo.
Este maestro insigne fue un sabio, en el estricto sentido que los franceses dan al término. No el teórico que aprende y recita un mayor número de conocimientos adquiridos, sino aquel capaz de hallar los problemas, plantearlos con acierto y resolverlos correctamente por medio de la investigación. Llegó a ser un hombre de ciencia debido a su formación matemática, su vocación profunda, por la exactitud de sus observaciones y razonamientos, y por su sobresaliente aptitud para dilucidar acertadamente los problemas, reconocer los errores y los limites de las conclusiones.
Buscó el conocimiento lógico y ordenado de los fenómenos naturales, apoyándose en la observación personal, en la experimentación y el razonamiento. Cultivó la exactitud y la demostración cada vez más perfecta, no las vanas intuiciones o especulaciones escolásticas, carentes de firmeza. Su labor estribó en el examen continuo, realizado por la inteligencia, de las deducciones provenientes de la evidencia sensorial y el método experimental, únicas fuentes del conocimiento objetivo en ciencias naturales.
Comprobó que no es exacto, como se repite, que la ciencia signifique demolición constante y que la verdad de hoy sea necesariamente el error de mañana. La verdad actual será reemplazada por otra más amplia y más completa, sin que ello signifique que la anterior no ha sido una explicación parcial valiosa. La ciencia crece y se consolida cada vez más, perfecciona o rehace detalles, pero, en conjunto, es como una construcción a la cual se añaden nuevas secciones.
En tierras de España y latinoamericanas, se representa comúnmente al sabio como un sujeto raro, distraído, cuando no superfluo. Esa imagen caricatural y ficticia es símbolo de irreverencia por todo lo que sobresale y está reñida con la realidad.
Gallardo, profesor, certificó lo contrario. Era distinguido, atildado, culto y amable, exponía con amenidad, claridad y precisión, sin énfasis, pero con el aplomo de quien sabe lo que dice.
Su libro sobre zoología fue, y es aún, el mejor texto de la materia en nuestra enseñanza secundaria y aun universitaria.
Fuera del aula despertaba vocaciones adormecidas. Tuvo discípulos dignos de su talento y capacidad, algunos desaparecidos prematuramente, como De la Rúa y Juana Petrocchi, otros, actuantes con honor, y dirigentes en la enseñanza e investigación zoológica, tales como Doello Jurado y Nielsen.
Su obra póstuma es una erudita, aunque inconclusa, revisión sistemática de las hormigas argentinas, y en ella se hallan novedosas indagaciones sobre la división geográfica y otras sugerentes peculiaridades de tan curiosos insectos.
En estilo sencillo, pero pleno de vida, describe aquel diminuto y complejo mundo social, cuya organización perdura invariablemente desde el oligoceno inferior o el eoceno, según algunos mirmecólogos, y cuyas costumbres inspiraron bellas y perdurables páginas a Maeterlink e interesaron los últimos años de Osvaldo Cruz.
Como Pasteur, Gallardo fue un sabio de espíritu profundamente religioso. Expresó, con su habitual claridad y precisión, su pensamiento acerca de las relaciones entre las ciencias y la creencia:
"La ciencia y la religión corresponden a dos planos diferentes del espíritu entre los cuales no debe haber interferencia. La ciencia es obra racionalista fundada en la observación y la experiencia. De los datos suministrados por los sentidos, la razón deduce principios más o menos generales. El método científico es positivista. Por su empleo se alcanza la verdad científica, siempre limitada y relativa, aun en matemáticas, según lo ha demostrado elocuentemente el brillante matemático y filósofo francés Henri Poincaré, tan prematuramente arrebatado a la ciencia."
"La creencia religiosa se funda sobre la verdad absoluta revelada, cuyos misterios la razón no alcanza a demostrar, ni aun siquiera a concebir, y que se adquiere por la fe con la ayuda de la gracia".
"¿Cómo puede haber oposición concluía Gallardo entre la verdad relativa y variable de la ciencia y la verdad absoluta e inmutable de la fe?"
Con posterioridad, la Iglesia Católica ha fijado su posición en términos categóricos, en el Motu Proprio de Su Santidad Pío XI, referente a la Pontificia Academia Scientiarum: "La ciencia que sea conocimiento verdadero de las cosas -ha dicho- no repugna a las verdades de la fe cristiana". "La fe y la razón nunca disienten entre sí. Por lo contrario, se auxilian y apoyan porque la recta razón demuestra los fundamentos de la fe y, esclarecida por su luz, cultiva el conocimiento de las cosas divinas, en tanto que la fe, a su vez, libra y defiende a la razón de los errores, instruyéndola en múltiples conocimientos".
Y por último, el Santo Padre Pío XII, acaba de reiterar: "La afirmación cada vez más resplandeciente de la unión bienhechora y saludable de la ciencia y de la fe".
Así creía Gallardo. Sus sentimientos religiosos le permitieron ser tolerante y ecuánime. Creyente fervoroso, se mantuvo siempre en el plano superior, que caracterizó su vida de sabio y de maestro.
Como universitario, es la personalidad más sobresaliente que haya conocido. Tenía un concepto preciso sobre la significación de la Universidad y conocía bien su orientación moderna, lo que es raro entre nosotros. Permaneció ajeno a cuanto aspecto no se refiriera a un ideal altamente patriótico, que cultivara con empeño y celo.
Fue uno de los pocos hombres llamados a dirigirla que no se han contaminado con la llamada política universitaria, que es a menudo lucha de personalismos en afán de predominio.
Amaba a la juventud, esperanza del porvenir, que alienta aspiraciones generosas, desinterés, nobles ambiciones, idealismo y amor a la patria. Sabía cuán graves son las responsabilidades de los llamados a dirigirla, que deben desarrollar las aptitudes individuales y el espíritu de iniciativa, y no olvidar el daño moral grave que causan la injusticia y el favoritismo. Porque los jóvenes, seducidos por el éxito inmediato o aparente, pueden inclinarse a imitar el mal ejemplo.
Corresponde a nuestras universidades desarrollar el ambiente de idealismo y cultura superior que crece especialmente en las ciudades universitarias, las cuales tendremos algún día, como los pueblos más adelantados, y que ya ha planeado el Brasil en Sudamérica.
Según dijo Gallardo en alguna circunstancia, en las universidades "debe enseñarse, ante todo, la manera de trabajar y no empeñarse en recargar la memoria con un cúmulo de datos innecesarios" y abarcando su trascendente misión cultural, dijo en ocasión solemne: "La Universidad no puede abandonar su ideal patriótico y nacionalista, que es la razón misma de su existencia. Se ha dicho muchas veces que la ciencia no tiene patria. Pero la Universidad no tiene solamente por misión el estudio y progreso de la ciencia abstracta, sino la formación del carácter nacional de las clases dirigentes de la sociedad".
"Esto es particularmente imperativo en un país sin unidad étnica y cultural que está creciendo rápidamente por el aporte inmigratorio de muchos países habitados por razas diversas, con distintas culturas, en un estado más o menos elevado de desarrollo. Esta es la gran obra de las universidades argentinas como encargadas de la formación ilustrada de la conciencia nacional. Estamos en nuestra casa y en ella debemos gobernar nosotros".
Esta preocupación nacionalista, reafirmada más tarde en el Consejo Nacional de Educación, no acusa ni xenofobia ni vano patrioterismo, sino el deseo de mantener la unidad del país. Gallardo pensaba y procedía con altura de miras e inspiraciones. Así pude comprobarlo personalmente en el Consejo Superior, cuando tuve la satisfacción de acompañarlo a dirigir la marcha y los destinos de la Universidad.
Como en ella, como en el Consejo Nacional de Educación donde recibiera, al ingresar, 2000 escuelas, y fundara, en tres años, 1300, en la vida política fue orientado por un permanente y prístino ideal patriótico.
Si siguiéramos paso a paso su actuación en los diversos campos en que actuara, al vaivén de variados y en ocasiones agitados sucesos públicos, hallaríamos la imperturbable rectitud y serenidad que liemos alabado en otras actividades de su prominente vida.
No fue un político militante, aunque prestó su adhesión fervorosa a la Unión Cívica de la Juventud, en 1889, habló en el acto del Jardín Florida y fue soldado revolucionario en el parque en 1890. En 1891 realizó trabajos para reconciliar a los estudiantes cíviconacionales y radicales. En 1893 pronunció un discurso político, pero desde ese año no actuó ya más en actos públicos, ni en actividades de comité.
Hay en todos sus actos una correlación lógica y convincente. No lo ofuscaron nunca ni los intereses ni las pasiones ocasionales. Por eso pudo ser profesor eminente, conductor maduro de la universidad; director de la instrucción primaria, la cual quería práctica, objetiva y razonada, enemigo del dogmatismo; creyente sincero; amigo fiel y generoso.
Además de las prendas personales que hemos destacado, poseía un notable equilibrio mental y moral.
Era en el fondo, optimista y sereno, prefería a la lucha la obra lenta del tiempo y de la educación. Sin embargo, se reveló muy firme cuando fue necesario, mas no perdió nunca la mesura, aun ante los ataques apasionados e injustos que soportó cuando era ministro. No consintió lo que consideraba injusto; así renunció a la comisión consultiva del Jardín Zoológico "al descubrir el propósito de hacer salir de su dirección al doctor Holmberg que abrigaba la comisión y que más tarde realizó". En 1931, al ser desterrado el doctor Alvear, de quien fuera ministro, renunció a todos los cargos oficiales que desempeñaba.
Amaba la literatura y la música, le interesaba la arquitectura, frecuentaba asiduamente los museos. Llamaba la atención lo certero de su juicio, sus comparaciones felices e inesperadas, fruto de sus amplios conocimientos.
Conversador ameno y atrayente, suave y tranquilo, su vastisima ilustración era servida por una memoria potente y precisa. Conocedor de los hombres, poseía un repertorio inagotable de remembranzas y anécdotas; benévolo por temperamento, aunque levemente irónico sobre todo ante las ingenuas manifestaciones de la vanidad ajena emergían de él una distinción y una aureola de autoridad que lo hacían querido y respetable.
Embajador en Italia, y, finalmente, ministro de Relaciones Exteriores, estas dos importantes posiciones públicas clausuraron su vida de político y de gobernante.
Para formular un juicio sintético, diría que afianzaron y enaltecieron su renombre.
Desgraciadamente, la muerte tronchó su existencia, cuando era uno de los ciudadanos consulares de la República. Después de la prueba definitiva, delicada y ardua, estaba capacitado para desempeñar con brillo las más elevadas posiciones públicas.
He expuesto a grandes rasgos sus ideas y aptitudes. En el estudio de los antecedentes de su acción, he renovado, simultáneamente, con recuerdos e impresiones personales, reminiscencias salientes de su fecunda existencia, que él mismo trazara en su diario íntimo aún inédito.
Permítidme agregar que él practicó aquellas sugerentes palabras pronunciadas ante los alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires: "Se puede realizar obra patriótica en las actividades más sencillas de la vida diaria
No hubo acto de su tarea, perseverante y magnífica, en que no las aplicara; así estudiara las hormigas o platicara con sus discípulos; actuara en la lid política o en los estrados del gobierno; en el país o en el extranjero. Su patriotismo era inseparable de sus ideales y de su arraigada argentinidad.
Lo consideraba fuerza propulsora de las energías juveniles. De tal suerte, dijo también, en cierta ocasión, a los mismos alumnos del Colegio Nacional: "Estamos en uno de los baluartes originarios del patriotismo ilustrado de los argentinos, y vosotros que habéis sido formados en esta casa, debéis continuar manteniendo esta gloriosa tradición de constituir la vanguardia de la cultura argentina. Aumentad para ello vuestros conocimientos, elevad vuestra moralidad y vuestra virtud y exaltad vuestro patriotismo hasta un grado heroico, si fuese necesario".
Era igualmente un republicano sincero y, como tal, opositor a los extremismos de cualquier origen demagogia o dictadura, y en oportunidad memorable declaró en la Cámara de Diputados de la Nación: "Mi fe democrática es absoluta, franca e incontrovertible"; y afirmó luego, robusteciendo el concepto: "Tengo fe absoluta en la democracia, aun en sus errores".
No olvidéis, señores académicos, que Pasteur ya había dicho: "La verdadera democracia es aquella que permite a cada individuo dar el máximo de su esfuerzo".
Pacifista convencido, sirvió esta política en actos que tuvieron, en determinado momento, explicable repercusión continental: fue preciso y categórico en los debates parlamentarios; creó numerosas embajadas; propendió a las visitas resonantes de los herederos de las coronas de Gran Bretaña e Italia, y mediante su gestión, como los mejores y más auténticos mensajeros de la confraternidad americana, desfilaron por las calles de esta gran urbe las escuelas militares del Uruguay, Bolivia, Paraguay y Chile.
Creía en el triunfo final de la justicia. Según una de sus elocuentes expresiones:
"Tanto en el mundo físico, como en el moral, sólo las buenas cualidades triunfan y se perpetuan".
No es posible puntualizar en este acto la vida y la obra científica de Angel Gallardo, sin rememorar el nombre ilustre de Francisco Javier Muñiz.
Habéis querido asociar, en la presente ceremonia una y otra personalidad, porque si bien debo referirme, en cumplimiento de vuestras disposiciones, a la egregia figura del sabio profesor, debo también recordar que el sitio que ocuparé en la Academia lleva, en perdurable y justiciera recordación, el nombre de aquel otro argentino, digno de vuestra consagración, como lo expresara Gallardo, cuando ocupó, por vez primera, el sillón con el cual me favorecéis.
Ambos, en distintas especializaciones, honraron a las ciencias naturales, y contribuyeron, en notable proporción, al progreso del saber argentino.
No podrá, en el porvenir, escribirse la historia de sus pasos iniciales sin destacar la influencia que les correspondió en su desenvolvimiento. Si bien es verdad que la ciencia no tiene patria, es cierto también, como dijera Pasteur, que el hombre de ciencia debe tenerla. Y agregó sencilla pero profundamente: "Cuando después de esfuerzos considerables, se ha llegado por fin a la certidumbre, se experimenta una de las más hondas emociones del alma humana, y el pensamiento contribuyente al honor de su país, convierte a esta alegría en intensa dicha".
Así entendieron Muñiz y Gallardo su misión en la incipiente ciencia argentina.
La ciencia nos da conocimientos, y al propio tiempo poder. Aclarar cuando se ignora, importa condición previa e indispensable para toda acción inteligente y eficaz. Un país técnicamente débil no es enteramente independiente y los países rivales, dueños de una técnica más adelantada, poseen mayores probabilidades de triunfo en las lides humanas.
La ciencia permite la producción y transporte de innúmeras riquezas; ha liberado a grandes masas humanas de la esclavitud del trabajo pesado, acortado las distancias; facilitado la difusión de la cultura.
Y es indudable que, cuando ahondamos en las ciencias, obtenemos una noción del orden natural destinada a comprender y a gobernar los fenómenos; a substituir el error y la superstición, por lógicas explicaciones demostradas; a disciplinar la inteligencia y a estimular el idealismo.
Una educación científica fundamental, en un ambiente moral, desarrolla las cualidades más nobles: el respeto a la verdad, la noción del deber, el espíritu de sacrificio y de altruismo, cual si se tratara de un sacerdocio.
Si se considera que en nuestro medio y aún en la actualidad, quienes se dedican a la ciencia deben servirla con fervor de apóstoles, llamados a predicar entre gentiles, puede medirse, con mayor motivo, el camino recorrido desde las épocas de Muñiz o de Gallardo, y avalorar los méritos que acentuaron su proficua acción.
Creer que la cultura científica perjudica a la humanidad, como alguna vez se ha pretendido, constituye gravísimo error. No es ella, ciertamente, toda la cultura, pero en el mundo moderno debe reputarse una de sus bases más sólidas.
Si partiéramos de la antigua división de las ciencias en divinas y humanas, tendríamos que aceptar que no es extraña a las humanidades, según suele afirmarse ligeramente, olvidando que es conocimiento del orden natural y no sólo técnica o maquinismo, los cuales, por otra parte, son muy respetables cuando no contrarían a la naturaleza humana.
El maquinismo, aun cuando da poder al hombre, no lo atrasa moralmente, ni modifica su esencia espiritual. Le da poder, pero no lo transforma. La bondad o la maldad innatas merecen catalogarse entre las fábulas, por cuanto es, precisamente, la educación, la encargada de desarrollar las mejores aptitudes, para bien del individuo y de la especie humana.
Puesto que se me concede la responsabilidad de ocupar el sitial que lleva el nombre ilustre de Francisco Javier Muñiz y fue honrado por Angel Gallardo, estoy obligado a declarar que estamos en deuda con estos preclaros varones. Hubiera sido grato al espíritu de estos argentinos ilustres que el país ayudara debidamente a la formación de hombres dedicados al cultivo de las ciencias naturales, les asegurara posiciones y les proporcionara medios de trabajo, laboratorios y bibliotecas.
Cierto es que poseemos dos grandes museos que honran al país y gozan de merecido prestigio mundial, y otros más pequeños, no menos valiosos. Han llegado a ser lo que son gracias al esfuerzo heroico de Burmeister, Moreno, Berg, Ameghino, Gallardo, Hicken, Lillo, Torres y otros esforzados naturalistas. Pero la remuneración del personal es escasa y obliga a la acumulación de cargos, que anula a los hombres de ciencia; la labor es excesiva, faltan laboratorios biológicos, de bioquímica o fisiología; no existen becas para el perfeccionamiento en el extranjero ni para estudiar colecciones de tipos en los museos que las poseen. Lo que hacen nuestros naturalistas es verdaderamente prodigioso en relación con los medios y recursos que se les conceden. Pero considero que merecen mucho más y que hay que dárselo inteligentemente, porque el dinero invertido en ello rendirá con creces.
Las universidades deberán intensificar el estudio de las ciencias naturales, en un país de agricultura y ganadería, cuyos progresos técnicos dependen de la botánica, la zoología y la química, y donde innumerables problemas aguardan con urgencia su solución adecuada.
No olvidemos que la investigación es la función primera de la Universidad, ya que deben crearse incesantemente los conocimientos para luego propagarlos. Una Universidad que no investiga es una institución subuniversitaria, a pesar de su rótulo. Una Universidad que no tenga profesores con dedicación exclusiva, no es de primera categoría, aunque pretenda afirmarse lo contrario.
Así lo reconoció, en lejanas épocas, el inmortal Leonardo de Vinci: "Vanas y llenas de errores son las ciencias que no nacen de la experiencia, madre de toda certidumbre; como lo son, también, aquellas que no concluyen en una noción experimental, o sea que ni en su medio, ni en su fin, pasan por ninguno de los cinco sentidos". Por ello son eternos su juicio y su consejo: "La experiencia es madre de toda verdad y de toda sabiduría".
Gastón Paris, comentando la obra de Pasteur en una elocuentísima síntesis, ha dicho en nuestros días: "Esta obra colosal, transformadora de las industrias de la seda, de la cerveza, del vino, de la cría de los animales, de la cirugía, de la obstetricia y de otras importantes partes de la medicina, las realizó Pasteur sin ser ni veterinario, ni médico; sin capacidad para aplicar el bisturí, sin poseer conocimientos técnicos, sin preparación, según se ha revelado, para distinguir un campo de colza de un campo de nabo".
Fuerza admirable y casi divina del pensamiento, comprobatoria de cuán infundao es el desdén que los hombres de acción suelen experimentar por los hombres de ciencia! Desde el fondo de su laboratorio, Pasteur tuvo sobre la vida de la humanidad, un hijo más poderoso que el más afortunado de los conquistadores o el más débil de los hombres de Estado".
Puesto que me recibís como a representante de la ciencia, permitidme acentuar su papel en la civilización actual. La jerarquía, la potencia y el prestigio de un país, dependen de su nivel científico. Pero la ciencia ni es inmutable ni se detiene jamás. Constituye un esfuerzo continuo y metódico para perfeccionar nuestra capacidad de comprender y obrar correctamente.
En tal virtud necesitamos cultivar la investigación científica original, tenaz y honda, si queremos consolidar la independencia y el poder de nuestra Nación. Tengamos, sobre todo, muy presente, que no es bastante considerarse investigador, para serlo auténticamente. Compilar gruesos volúmenes ilustrados, carentes de originalidad, no importa coadyuvar a la investigación. Ni tampoco firmar trabajos provenientes de ayu-dantes improvisados, a bajo sueldo, y cuyo obscuro y estéril destino, se circunscribe a medrar a expensas de la vanidad o ingenuidad -a veces se equivalen- de determinados caudillos o dirigentes.
Investigar es planear nuevos problemas y resolverlos con plena conciencia y acierto; hallar nuevos rumbos en la noche de lo desconocido o en medio de la observación deficiente o incompleta.
Para investigar con provecho se requiere consagración absoluta, y ante todo, dominar algunas de las ciencias fundamentales; poseer una educación científica rigurosa y disciplinada; inteligencia, imaginación, independencia, orden, laboriosidad, y al propio tiempo tranquilidad de espíritu y concentración mental; ambiente intelectualmente estimulante y moralmente limpio; maestros autorizados y capaces, y medios suficientes de trabajo.
Agregaremos que no es cierto que la miseria produzca sabios. Estos llegan a serlo a pesar de la pobreza o de la riqueza, pero no por ellas. Un país no debe esperar que germinen los sabios por milagro, ni tampoco acostumbrarse a la desconsiderada explotación de su vocación o su heroísmo.
Una consecuencia lógica de la investigación es la especialización. Se habla con liviandad de los daños ocasionados por la especialización, y hasta, a veces, de su perniciosa influencia. Son impresiones antojadizas o juicios ligeramente fundados. Por mi parte, la creo útil, benéfica, y por ende necesaria e inevitable. Reconocerlo no importa desconocer que debe ser conducida con competencia y cautela, evitar en su aplicación la peligrosa rutina, y sobre todo, asentarla sobre una previa cultura general, conservando y diferenciando las aptitudes individuales.
Los grandes artífices y artistas del Renacimiento, fueron ejemplos de hombres de conocimientos varios, especializados intensamente en un arte o ciencia, con completo desarrollo de toda su individualidad.
Entonces, como ahora, la especialización de buena ley al par que acrecentaba el propio saber, enseñaba a respetar la cultura ajena. Críticos insubstanciales, a veces declamadores, aguzaron sus censuras pretendiendo negar o desnaturalizar sus efectos. Pero no se destruyen ni su importancia, ni su eficacia, con lugares comunes o frases hechas. Son armas frecuentemente usadas por quienes a fuerza de saber de todo un poco, ignoran o saben poco de todo. Las desarmonias humanas, resultan de un equilibrio imperfecto entre los dones morales, físicos, intelectuales, materiales y estéticos, que todo hombre debe poseer.
La especialización, como la investigación, atañen a la cultura. Pueden desconocerse, hasta negarse sus asombrosos éxitos; pero ello se hará con el mismo criterio con que se abomina de la ciencia, cuando es inconsultamente manejada por gobiernos y pueblos cuyo adelanto moral no fue paralelo al progreso técnico alcanzado en otras actividades.
A mayor técnica, deben conexionarse finalidades superiores. Pero los apetitos, la codicia y la violencia emergentes de los extremismos, condujeron y conducen a la amenaza de la guerra, a la guerra misma y a otros males, derivaciones monstruosas ocasionadas por la ruptura de la armonía entre el poder de la técnica y el de la moral pública y privada, desequilibrio jamás imputable a la obra serena, reflexiva y fecunda de universidades y maestros.
El enlazamiento de las ideas me lleva de nuevo hasta un tema ya dilucidado, pero sobre el cual debo insistir ante vosotros. Se refiere, por otra parte, a los ideales que orientaron la vida de Angel Gallardo y enaltecen su memoria, toda vez que la Universidad y sus problemas estuvieron estrechamente vinculados a su transcendente labor científica.
Os expondré algunos puntos de vista atinentes a este aspecto de una tarea que considero mía, por notorias inclinaciones de mi espíritu. Tengo la convicción de coincidir con las ideas y la obra del eminente sabio a quien honramos, porque mi manera de ver fue exteriorizada por él en diferentes ocasiones y aún puedo afirmar que tuve la satisfacción de escucharlas de sus propios labios.
He dicho cuál debe ser el ambiente para los estudiosos argentinos. Estoy, en consecuencia, lejos de pensar, como se atribuye a Fouquier Tínville, en el caso de Lavoisier, que "la república no necesita sabios". Creo, por el contrario, que los necesita y es, en tal concepto, que debe procurarlos con empeñoso afán.
Para ello se impone la creación de una gran Facultad de Ciencias, la cual -armónicamente con la existente de Filosofía y Letras- sería en el porvenir columna vertebral de la Universidad argentina.
Sus profesores deben estar dedicados exclusivamente a la docencia y a la investigación científica original, con los elementos indispensables, laboratorios bien provistos, dotaciones suficientes, como para poder realizar en ellos o fuera de ellos en la ciudad o en el campo el estudio a fondo de los problemas confiados a su experiencia, pericia y abnegación. Esta Facultad debe poseer un sistema de becas para los jóvenes egresados, los investigadores en formación y los docentes ya formados, para que trasplanten rápidamente en nuestro país los mejores métodos y modelos, asegurándoles a su regreso posiciones adecuadas de trabajo profundo.
Tal es, a mi juicio, el homenaje merecido por la memoria de Muñiz y de Gallardo, y lo que las generaciones actuales adeudan a las futuras. No, como dijera en cierta oportunidad Paul Deschanel, para organizar, en su recuerdo, fríos establecimientos administrativos, tallados sobre modelos más o menos universales o uniformes, sino organismos vivos, identificados con los anhelos de su época y las legítimas exigencias de la Nación.
Pero no basta gastar dinero, hay que invertirlo eficazmente para obtener progresos y descubrimientos. No se resolverán los problemas ni se tendrán institutos que descubran nada importante por mucho que se derrochen los recursos, si no se dispone, primero, de hombres formados en las materias básicas. Es fácil crear grandes edificios, basta para ello dinero, pero es mucho más difícil formar investigadores, problema delicado de educación y organización. No seremos los más grandes del mundo porque dispongamos de los edilicios más amplios, sino que lo seremos cuando tengamos los hombres más capaces. Pero éstos no nacen espontáneamente, su cultivo es largo y difícil y exige método y un ambiente intelectual y moral adecuado.
Estoy lejos de oponerme a que se construyan adecuadamente como pudiera entenderse o derivarse de las observaciones y advertencias formuladas pero considero previo y fundamental como medida precursora de los grandes edificios del porvenir, que anhelo tan completos y perfectos como ello sea posible, la institución de numerosas becas para convertir en realidad las promisorias y halagadoras esperanzas de nuestros jóvenes estudiosos. Mediante ellas perfeccionarían sus conocimientos en los centros más adelantados del mundo, pero con la firme garantía de que hallarían, a su regreso, la posibilidad de aplicar sus aptitudes para bien de la ciencia y del país, en posiciones de dedicación exclusiva y con recursos suficientes para adelantar.
No olvido que, como dijo Pasteur, "fuera de sus laboratorios, el físico y el químico son soldados sin armas sobre el campo de batalla. La deducción de estos principios es evidente: si las conquistas útiles a la humanidad conmueven vuestro corazón; si quedáis admirados frente a los resultados sorprendentes de la telegrafía eléctrica, del daguerrotipo, de la anestesia y de tantos otros prodigiosos descubrimientos; si anheláis que nuestro país pueda reivindicar, en su hora, su parte en la difusión de tales maravillas, os concito a interesaros afanosamente por esas viviendas sagradas que la ciencia ha bautizado con el nombre de "laboratorios" y por los hombres llamados a servirlas, embellecerías y engrandecerlas, dignificándolas. Son los templos del honor, de la riqueza y del bienestar de las naciones".
Los últimos cincuenta años los vieron elevarse en los grandes países, como expresión de la más bella y consoladora aspiración humana. En ellos se acumuló, con amor y desinterés, cuanto pudiera contribuir a la mayor cultura y felicidad de los hombres en
la edad venidera. Son, frente a las desenfrenadas amenazas de esta hora preñada de logros, lenitivo incomparable para atenuar el dolor humano.
Me bastaría recordar la organización estupenda de uno solo para exaltar su importancia y transcendencia: harvard, Universidad modelo, cuya sola Facultad de Ciencias y Artes, en su sección de Ciencias Naturales, comprende cuatro magníficos museos; de Zoología comparada, de Botánica, de Geología y Mineralogía, de Arqueología y antropología; un laboratorio de Biología con más de 600 salones; arboretum Arnold y la Institución Atkíns; la Institución Bussey; el bosque de Harvard; el jardín Botánico y Herbario Gray; la Fundación Maria Moors Cabot; las estaciones marinas en Woods Hole, en las Bermudas y en Panamá; un observatorio meteorológico; los observatorios astronómicos en Cambridge, Blue Hill, etc.
Señores académicos: He llegado, sin agotar el tema y por imperio del tiempo, al termino de mi discurso.
Lamento que mis escasas aptitudes no me hayan permitido pintar con mayor precisión y más vivo colorido el retrato de Angel Gallardo. Si no me ha sido posible embellecer literariamente estas páginas, he procurado poner en ellas la verdad de mi admiración y el acento sincero de mis sentimientos.
Os diría, en una última y rápida pincelada, compendiando el juicio formulado, que mereció Gallardo el homenaje que le tributamos, porque descolló singularmente en la vida, y fue, ademáis, bueno, caballeresco, recto y útil; porque se dio a su patria, a la ciencia y a sus amigos, pródigamente, cuanto le permitieron su inteligencia, su corazón, su saber y su lealtad acrisolada; porque ha quedado perdurable el recuerdo de su serenidad y hombría de bien.
Y añadiría, por último, como Emíle Faguet en la inauguración de la estatua de Corneille: "Que su imagen enseñe eternamente a los hombres que pasan, el culto de lo que no pasa", lección suprema, cuyo sentido permite admirar sin humillación ni tristeza, el cielo infinito.
BERNARDO A. HOUSSAY
[1] Fuente: Discurso pronunciado al incorporarse a la Academia Argentina de Letras el. Boletín de la Academia Argentina de Letras, 8, 317-343; Conferencias, 3, N~ 37, 182-184, 1939; Escritos y Discursos 491-514; Discursos Académicos, Tomo II - Discursos de recepción (1938-1944), 187-213, Academia Argentina de Letras, 1945. Bernardo A. Houssay fue el primer científico latinoamericano distinguido con el Premio Nobel. La Academia Nacional de Ciencias de Suecia lo galardonó en Fisiología y Medicina, por su descubrimiento acerca del rol de la hipófisis (glándula endócrina situada en el cerebro) en el metabolismo de los carbohidratos, y su relación con la diabetes. Nació el 10 de abril de 1887 (en su honor, el 10 de abril es el Día del Investigador Científico en la Argentina) y murió el 21 de septiembre de 1971. La Academia Argentina de Letras incorporó también a Houssay como Académico de número. En dicho acontecimiento Houssay brindó el presente discurso.
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