DISCURSO EN EL VI CONGRESO DE LA JUVENTUD RADICAL DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES
“El radicalismo ante una definición vital”
Moisés Lebensohn
[30 de Noviembre de 1946]
Hace cuatro años el Congreso de Chivilcoy señaló la crisis profunda de la política argentina, “cuyos conjuntos militantes no definían, desde hace mucho, la orientación ética ni el pensamiento político de las corrientes populares que debieron representar”. Estudió el proceso de formación de sus comandos políticos en razón de “capitales electorales”, con exclusión de causales cívicas, y demostró cómo esa desvirtuación del sentido democrático conducía inexorablemente al partido a la ineptitud para la lucha por ideales, a la restricción de sus objetivos al campo puramente político y formal, al quietismo frente al privilegio económico y social y al abandono del impulso emocional que le asignaba la tarea forjadora de la nacionalidad; es decir, a la cancelación de la función histórica.
La República vivía ya en trance pre revolucionario. El país real y el país político eran dos mundos ajenos entre sí. Las esperanzas populares no encontraron cauce en los canales partidarios. Las últimas promociones juveniles se mantenían alejadas de las fuerzas políticas.
La “máquina política”, la superestructura de los partidos, actuaba con fines propios. Sus intereses no coincidían con los intereses ideales que debía servir. Y sin partidos que reflejen las corrientes profundas de la ciudadanía, el juego institucional se convierte en juego de ficciones. En 1942, el pueblo de Buenos Aires no intentó votar. No fue necesario el fraude. Bastó el espectáculo parlamentario; su repulsa ante las maniobras de enfeudamiento económico; la distancia entre las aspiraciones públicas y los procedimientos prevalecientes; los cuadros cerrados; el apartamiento del pueblo de las deliberaciones y decisiones internas; el antagonismo entre el clima histórico de la época, que penetraba en las conciencias argentinas, y los móviles inferiores de las planas dirigentes.
Mientras tanto, la “vieja política” dominante en el partido actuaba tras un esquema muy simple. La ciudadanía debía optar: o gobiernos del fraude o del Radicalismo. Alguna vez, por mediación de vaya a saber qué factores providenciales, el régimen gobernante, consentiría en ceder graciosamente el ejercicio del poder, retornando a la legalidad. Y en ese momento, las posiciones internas habrían de traducirse en jerarquías públicas. Lo importante era conservarlas a todo costo, y eludir cualquier acción divergente de esta línea central o que pudiere debilitar la base heterogénea en que se sustentaba cada “situación política”. De ahí la ausencia del planteamiento de los problemas sustanciales de nuestra tierra y la esterilidad de la Cámara de Diputados, que tuvo durante tantos años mayoría opositora y el deber moral de sancionar una legislación valiente, de reforma a fondo de las condiciones de vida del país, para promover el enfrentamiento revolucionario del pueblo con el Senado y los Ejecutivos del fraude. La realidad fue otra bien distinta y amarga, y a medida que fue alcanzando al pueblo fue generando el escepticismo y la desazón.
El grito de Chivilcoy pretendió sacudir a la adormecida conciencia de responsabilidad de los titulares del aparato partidario. Reclamó el establecimiento de una interrelación fluida, constante entre los cuerpos directivos y las capas populares, y la promoción de una lucha ardiente por la reestructuración del país sobre nuevas bases de auténtica justicia. Con voto directo, representación de las minorías y régimen de incompatibilidades, el espíritu de insurgencia habría dado al Radicalismo un nuevo acento, y el estado de revolución –que ya existía en el país- hubiera encontrado su cauce en el partido. Nuestra voz fue una voz más, clamante, en el desierto.
Los cuadros de la vieja política se hallaban en tránsito hacia la disolución. Una nueva postergación de la perspectiva burocrática –el vínculo primordial de sus adherentes- hubiera sido fatal al sistema. Su falta de fe en la capacidad de acción del pueblo, el temor a la disgregación de su respaldo político y la situación internacional, les insinuaron caminos de extravíos.Comenzó a tejerse sutilmente la coincidencia en torno a la candidatura presidencial del gran corruptor de la civilización política argentina; del militar que organizó el régimen de la mentira institucional y habría de aparecer como el rehabilitador del sufragio libre. Tenía fuertes puntos de apoyo en las facciones gobernantes. Se hallaba definido abiertamente a favor de las Naciones Unidas. Contaba con la colaboración exterior y su influencia interna. Era bienquisto entre las fuerzas del privilegio nacional e internacional, que florecieron durante su período. Disponía de ubicaciones estratégicas en la administración; el ministro de Guerra era su amigo y en el Ejército le sostenía el entrelazamiento de afectos e intereses anudado en el curso de su vida castrense.
A la luz de la experiencia actual es indudable que, de no haberlo interferido la muerte, el plan hubiera logrado el éxito con la participación final de gran parte de los núcleos dirigentes de nuestro partido. Trastabilló un tanto cuando el ministro de la Guerra, amigo del ex presidente, fue sustituido por otro general, que en el pensamiento del doctor Castillo habría de realizar un adecuado reajuste de los comandos, y concluyó abruptamente cuando una mañana el país se enteró de la muerte repentina del general Justo.
La tónica radical quedó tan resentida después de este proceso penoso, que la Convención Provincial de Buenos Aires llegó a votar una declaración a favor de una fórmula presidencial extrapartidaria, vale decir, de ciudadanos cuya despreocupación por la suerte de la República les mantuvo alejados de la militancia cívica. Castigábase así la firme lealtad radical del doctor Pueyrredón, candidato virtual a la Presidencia. Esto ocurría hace sólo cuatro años, en el Radicalismo de Buenos Aires, en el Radicalismo de Hipólito Yrigoyen.
Reunióse la Convención Nacional; votó la Unión Democrática; fracasó la tentativa de fórmula extrapartidaria; un delegado de Buenos Aires propuso la adopción de métodos democráticos –voto directo y representación de las minorías- al cuerpo que acababa de votar el acuerdo de partidos para salvar la democracia: la Comisión de Carta Orgánica, por sugestiones de esta provincia, se negó a formular despacho; se suscitó un conflicto en la Comisión ínter partidaria, y de pronto se produjo una prolongada “impasse”. A su término el país supo que altas figuras del Radicalismo habían mantenido entrevistas vinculadas a la candidatura presidencial con el ministro de Guerra del doctor Castillo, el general escogido para montar la máquina favorable a la política “de la unanimidad de uno” y que en el ejercicio de la cartera resultó montando otra máquina… Pidió el general Ramírez setenta y dos horas para consultar a sus camaradas; se enteró el presidente; destituyó al ministro y las tropas de Campo de Mayo avanzaron sobre la Casa Rosada. Sonaron las sirenas de los diarios; los comités dispararon bombas de estruendo, convocando a celebrar la caída del fraude. El pueblo pasó frente a los comités y se detuvo ante los diarios; era ya un pueblo que no se sentía ligado al partido.
Dejemos de lado la pugna entre las camarillas internas militares, su contienda aviesa y despiadada por el poder, su desprecio por los derechos de la dignidad humana, su convicción del triunfo de las armas agresoras y el oportunismo amoral que inspiraba su determinación de mantener la dirección del Estado hasta la definición de la guerra: todo cuanto la dictadura vejó y humilló a la República. Ocúpenos el pueblo y el Radicalismo.
La caída del régimen del fraude marcó el afloramiento de las grandes aspiraciones, de los grandes anhelos que trabajaban silenciosamente el espíritu de los argentinos. El país ansiaba una vida nueva; la dignificación de sus costumbres políticas; la eliminación de los vicios y fallas que habían subalternizado la existencia pública. El desprecio envolvía al pasado. Un nuevo sentido moral y un “elan” nacional surgían de la ciudadanía. Se hallaba apartada de los organismos del partido; pero se sentía vinculada a la tradición histórica del Radicalismo. Era el momento de las ideas creadoras, de las rectificaciones fecundas, de la sintonización de los reclamos nacionales. Y fue, desgraciadamente, un momento que ahondó la escisión entre el pueblo y la máquina del partido. Divorciada de la realidad, permaneció insensible a la gran emoción de la hora. No pudo ser de otro modo. En sus métodos, educación y fines pertenecía a un tiempo superado. En sus manos el partido carecía de contenido actual.
Quisimos llevar nuestro sentir al escenario partidario. El 20 de febrero de 1944 la Junta Ejecutiva concretó en un programa las aspiraciones de la juventud. Reforma política: estatuto de partidos y de la administración pública, que asegure sus neutralidad alejándola del juego de partidos; régimen de represión de la venalización de sufragios. Plan concreto de construcción nacional. No una simple plataforma: un plan, es decir, la exhibición precisa de los arbitrios, recursos y etapas a cubrir escalonadamente en el primer período constitucional, destinado a lograr, con la “intervención, la deliberación y decisión del pueblo”, las finalidades esenciales de la transformación revolucionaria de nuestra sociedad: reforma agraria, inmediata y profunda; reforma educacional, que abra efectivas e iguales oportunidades a todos los argentinos; régimen de organización y seguridad social; política de recuperación económica, con el monopolio del Estado, ejercido por sí o delegado en su caso a cooperativas de consumidores o productores, de servicios públicos, combustible, energía, seguros, movilización y centralización de los sectores esenciales de la producción; reforma financiera; política económica, etc. Y para ser órgano de acción ciudadana, la reconstrucción del partido, la renovación de valores en sus cuadros directivos y su reestructuración que convierta al hombre del pueblo en actor y no espectador de las decisiones partidarias. Esta tarea –dijimos- demanda el esfuerzo de todos los radicales, sin exclusiones, mas únicamente podrán encauzarla hombres nuevos con nueva mentalidad, sin responsabilidad en los errores del pasado. La agitación apasionada de un plan delineado sobre bases semejantes hubiera proporcionado al partido las grandes consignas de la movilización popular y cohesionado la difusa voluntad de reformas en un movimiento arrollador.
El sistema caudillesco dormitaba confiado en sus efectivos electorales. Había estado veinte años corroyendo el sentido cívico y sumando sufragios en función de afectos, intereses o servicios, de pequeñas conveniencia de personas o grupos. El régimen dictatorial no tuvo más que ensanchar e intensificar el sistema, con todos los resortes del Estado, para recoger los mismos beneficios. La armazón partidaria levantada sobre estos cimientos cívicamente deleznables, reeditó el mito del gigante de los pies de barro. La lucha por los ideales fundamentales constituía una gimnasia para la cual no tenía vocación ni entrenamiento la mayor parte de ese ejército electorero. El destino le deparó una suerte paradojal. La paciente tarea de deformación cívica sólo le valió al adversario.
Y en la hora de la prueba, lo único fértil fue precisamente lo que siempre se descartó: la capacidad de actuar, con prescindencia de los intereses personales, al servicio de principios.
La dictadura utilizó una fraseología revolucionaria, declamó su demagogia anticapitalista y atacó a la clase dirigente, beneficiándose con su merecido desprestigio popular. No era un movimiento revolucionario, sino contrarrevolucionario. Sólo intentaba frenar el impulso de transformación social, que es el signo de la época, con reajustes que mantuvieron inalterables las relaciones de producción capitalista: una amortiguación en el régimen del privilegio tendiente a fortalecerlo y a identificarlo con el Estado. Su propio líder no se recató en confesarlo en su discurso de la Bolsa de Comercio. Nuestra máquina política, aferrada a sus contradicciones de origen, no quiso comprender que estábamos viviendo la dinámica de una revolución –el episodio argentino de la revolución mundial-, de la cual la de Junio era una fase negativa, “la revolución-contra”, que llamara Mac Leish, pero una fase, en fin, del proceso revolucionario. La defensa de sus intereses creados condujo a nuestra máquina política a la defensa conjunta del sistema de intereses creados que en todos los órdenes de la vida argentina, en lo cultural, en lo económico y social, clausura los horizontes de la República. De representar a la “causa” en oposición dialéctica contra el “régimen”, pasó a ser un sector del “régimen”, de la clase dirigente.
En las democracias en lucha, las fuerzas conservadoras pretendieron diferir las reformas económicas y sociales hasta la derrota del nazismo. “Nada debe interponerse hasta eliminar la amenaza contra la civilización”. Pero el canto de sirena no sugestionó a los líderes progresistas que sufrieron la experiencia de la otra conflagración. La guerra debió librarse con un sentido revolucionario, como condición de victoria. Inglaterra, en pleno combate por la existencia nacional, libró combate paralelo contra el privilegio nacional: nacionalización de los yacimientos de carbón, Plan Beveridge, reforma educacional. Aquí la solución fue opuesta. Privó el pensamiento conservador, reincidente en su táctica suicida de blandir grandes palabras y eludir la lucha contra la injusticia económica. Su gran preocupación consistió en atraer a los estancieros conservadores, mientras las peonadas, carne del Radicalismo, siguieron otros caminos. No se trata de errores. A cierta altura de la vida y de la experiencia universal no se cometen tantos errores. Fue una actitud coherente y consciente, que nacía de una identificación de intereses y de criterios.
La dictadura y la dirección opositora complementaron su juego. Encerraron mañosamente al pueblo en un dilema irreal. Justicia social, por una parte; orden constitucional por la otra, cual si fueran términos antitéticos. Una engendró su justicia social en la abominación de la libertad; la otra pospuso para un incierto y brumoso mañana la respuesta a los interrogantes populares.Se refugió en la legalidad, trinchera del “status quo” económico y social, y debió fracasar porque el “status quo” era indefendible. Así abandonó al continuismo, que las agitó como señuelos, sin sentirlas, las banderas del mundo naciente y las consignas tradicionales del partido: la lucha contra la oligarquía y los imperialismos. En febrero de 1944 –dos años antes-, la Juventud Radical exponía: “Se intenta un sinuoso planteo: o la vieja política o fascismo pseudos-nacionalista. Afirmamos la falsedad del dilema, que sólo nos conducirá a una encrucijada dramática.” La previsión se cumplió, infortunadamente, y el 24 de febrero el hombre de la calle, absorto y confuso, debió escoger su futuro en el centro de esa encrucijada.
Dentro del cuadro post-eleccionario alienta un factor confortante. La mayoría de los ciudadanos que entregó sufragios al continuismo tiene nuestros mismos ideales. Se nutre de nuestros mismos ideales. Se nutre de nuestras mismas aspiraciones nacionales.
No podía conocer la magnitud del proceso de revitalización del Radicalismo que está recuperando al partido. Fracasaron las tácticas, los comandos, el sistema: no los ideales.
Pronto comprenderá que corrió tras un espejismo. Quería una revolución democrática, nacional, de trabajadores. Le ensordeció el redoble de las consignas históricas de liberación económica y social. Pero la realidad le está demostrando cómo respaldan al gobierno todas las fuerzas reaccionarias; cómo, con las elecciones, concluyó el pregón de reforma agraria; cómo se arrojó el disfraz antiimperialista, en la negociación telefónica y en el pacto Miranda-Eady; el sistema ferroviario permanece bajo el control extranjero, la nacionalización de los servicios públicos, antes declamada, se reduce a la trivialidad de “una moda” y los feudos del capital internacional restan intocables. El régimen gobernante descubre su verdadera índole. A la oligarquía terrateniente sustituyó otra, financiero-industrial. El planeamiento propuesto tiende, ante todo, a intensificar su desarrollo e influencia. Sus hombres de empresa ejercen poderes de dictadura económica, apuntalan sus privilegios y ubican sus beneficios, asociándose al Estado en sociedad mixta. Al gremialismo dirigido sigue una cultura dirigida y constantemente se advierte la confusión totalitaria del Estado y el partido. Asoma el ideal prusiano de potencia.
Mientras el gobierno descubre su juego, el Radicalismo enfrenta una definición vital. Está en marcha la “revolución-contra”, destinada a desarrollar y consolidar nuestra estructura capitalista. El nuevo régimen se afianza, pactando entendimientos con los sectores oligárquicos argentinos y extranjeros y tejiendo su propia red de intereses.
El orden de privilegios superado era estático, conservador, quietista, partidario de la libre iniciativa y la libere concurrencia. El nuevo, dinámico, agresivo, se liga al Estado, usufructúa su respaldo y se expande bajo las seguridades de su protección.
El partido puede combatir la gestión oficial en nombre de la libertad económica, señalar sus despilfarros, sus agresiones institucionales dentro del arsenal de palabras y de ideas de fin de siglo, reduciéndose a un simple movimiento opositor. Y entonces trabajará directamente a favor del tipo de política que acaba de derrotar a la columna, sin jefe, del New Deal. Se convertiría en el partido conservador argentino, en la fuerza política de las derechas, que tanta gravitación ejercieron en su dirección en los últimos años. Se trastocaría en fuerza contrarrevolucionaria, en la equivalencia argentina del partido republicano de los Estados Unidos o del conservadorismo británico, legalista, institucionalista, amigo de la libertad en cuanto ésta coincida con los intereses de los sectores que tienen la realidad del poder. A esa posición tiende naturalmente, por inclinación congénita, el sistema de intereses creados en el partido y fue la que prevaleció en la última década.
Este partido podrá usar su nombre, pero no será la Unión Cívica Radical, tal cual la siente y la entiende el pueblo.
A este género de oposición seudo-democrática fustigó Benes al analizar los factores del triunfo transitorio de las tendencias totalitarias. “No basta –dijo el líder checo- con oponerse al autoritarismo, con predicar la democracia o hablar laudatoriamente de la libertad de los hombres y de las naciones. Debe tenerse una recta concepción de la democracia como teoría y, a la vez, el valor de poner esa teoría en la práctica, recta, justa y valerosamente. De otro modo, todas esas palabras pomposas sobre la democracia no son más que palabras vanas, palabras y nada más que palabras, para encubrir los más vulgares y egoístas intereses de las clases, los partidos e individuos dirigentes.”
Se dirá, con entonación romántica, que el partido no puede apartarse de la trayectoria demarcada por sus fundadores, los partidos no son otra cosa, en cada época, sino lo que quieren sus equipos activos, pueden colocarlos a contramano de la historia o de su origen. Evolucionan o se extinguen. El partido republicano, con Lincoln como fuerza progresista, ocupa ahora el polo reaccionario. Y en nuestro país, agrupaciones tradicionales que fueron instrumento de avance ideológico, terminaron diluyéndose en el conservadorismo. Esta divergencia entre los fines del partido y su sentido popular constituyó el drama reciente del Radicalismo. Como sus cuadros activos no reflejaban el pensamiento del pueblo radical exigimos voto directo y representación de las minorías. El hombre del pueblo hubiera mantenido la línea tradicional y el país no habría sufrido las dolorosas alternativas que derivaron de su desviación.
Puede el partido, en cambio, combatir la gestión oficial, señalando las lesiones que infiere a los intereses eminentemente populares, la falacia de su obrerismo, sus contradicciones íntimas, sus negaciones de las libertades políticas y culturales, mas no como un mero movimiento de oposición, sino como una fuerza constructora de la nacionalidad que tiene su propio camino y sus propios fines, y que actúa con objetivos nítidos, con claro sentido revolucionario, con pasión de pueblo, propendiendo a la transformación fundamental de las instituciones.
¿Fuerza revolucionaria o contrarrevolucionaria? Detrás de todos los eufemismos, ahí reside el problema. Si en lo futuro privara el pensamiento conservador, el pueblo habría de perder definitivamente el órgano fundamental de su expresión política y una nueva perspectiva sombría se levantará en el país. Si se afirma su sentido histórico, los días próximos serán de lucha, pero inevitablemente victoriosos para la causa del pueblo. Plantear el problema en sus verdaderos términos no implica afectar la unidad, como pretenden quienes quieren cubrir con un manto de palabras la realidad radical. Dos fuerzas antitéticas no se suman, se restan. No existe unidad sin unidades de doctrina y de conducta, ni puede combatirse al continuismo de la dictadura sin combatirse al continuismo del sistema que trajo la dictadura.
No hay mejor favor al sistema gobernante que el mantenimiento de las condiciones que debilitaron al partido ni peor daño que la supresión de esas condiciones. El Radicalismo no será una fuerza orgánicamente revolucionaria si no las extirpa de su seno. No es una lucha contra hombres o grupos de hombres. Es una lucha contra un modo de pensar, contra un modo de actuar, contra procedimientos y fines que han intentado desnaturalizar las esencias del Radicalismo, frustrando sus inmensas posibilidades y provocando sufrimientos irreparables al país. Pero es una empresa seria y difícil. La resistencia de los intereses creados es tenaz, sutil y poderosa, adopta mil formas cambiantes, se enlaza con todas las formas de la vida conservadora argentina, es implacable cuando dispone de los resortes del poder –dos generaciones radicales fueron trituradas entre los engranajes de la máquina- y en la hora del contraste que sus contradicciones intrínsecas gestaron, se agazapa en los vericuetos reglamentarios, se viste con la túnica de las grandes palabras y clama en su auxilio por los sentimientos de solidaridad, como si se tratara de un insignificante problema de personas. Levantó como única bandera, la bandera de la legalidad, para no herir los caros intereses del privilegio y acudió al comicio decisivo, después de haber violado, en la mayor parte del país, los principios sustanciales de la legalidad interna. Las normas democráticas de la Carta Orgánica de 1931, a quince años de sanción, no tuvieron plena vigencia, ni tampoco el compromiso contraído ante la historia y ante el país en la resolución de octubre de 1945. Aun no se aplican las bases de la Organización Nacional de la Juventud dictadas en 1939. Siete años después, la ley del partido no rige en el partido.
Es una lucha seria y difícil. Es una lucha que debe comenzar por librarse dentro de cada uno de nosotros, pero es la lucha indispensable para la pervivencia del Radicalismo, el paso previo para dotar al país de la gran fuerza forjadora de su porvenir. La caducidad de los actuales organismos, exigencia perentoria y signo visible de la iniciación de una nueva etapa, sólo abre una posibilidad. Necesitamos un nuevo espíritu, que no es otro sino aquel viejo espíritu que dio nombre al partido, designándolo con la virtud esencial del civismo; nuevos procedimientos que solo exciten en la ciudadanía los sentimientos de responsabilidad nacional; una nueva estructura, que otorgue siempre el poder de decisión, clara y concretamente al hombre del pueblo, en quien creemos y confiamos; y una permanente decisión de lucha contra todos los intereses y todos los privilegios, por la creación de las condiciones del desarrollo nacional y del bienestar social, de la liberación política, económica y cultural de nuestros hombres y mujeres; una democracia humanista y militante en la tierra de los argentinos. Es una gran tarea para un gran partido. Vive en la gesta de sus fundadores; en los sacrificios de millares de combatientes abnegados y anónimos que consagraron sus vidas al servicio de este ensueño de redención nacional; en la esperanza de los seres humildes que pueblan nuestros campos y ciudades. Con fe profunda en su futuro y en la prevalencia final de nuestros ideales, con la voluntad encendida de consumar los duros trabajos de construcción de un país, levantemos al viento la vieja bandera radical y marchemos hacia el porvenir.
MOISÉS LEBENSHON
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