abril 02, 2010

Discurso de asunción de Justo Arosemena como 1º Jefe Superior del Estado Federal de Panamá (1855)

DISCURSO DE ASUNCION COMO JEFE SUPERIOR DEL ESTADO FEDERAL DE PANAMÁ [1]
Una nueva era se abre para nuestro país
Justo Arosemena
[2]
[18 de Julio de 1855]

Grande es el peso de la responsabilidad que contraigo al ocupar el puesto sobre manera difícil, con que me ha honrado la Asamblea; pero confío en que la Pro­videncia, que a él me ha conducido por caminos rectos, ella que lee en mi alma sinceridad de intención y pureza de fe, querrá hasta el fin prestarme su protec­ción divina.
Debo a la solemnidad de las circunstan­cias en que nos hallamos un sacrificio, que en cualesquiera otras nadie podría exigir, ni yo me sentiría dispuesto a hacer. Amo mi reposo corno la única fuente de dicha individual, y no hay reposo en las altas y tempestuosas regio­nes de la vida pública. Yo me inclino ante la voluntad de mis conciudadanos, fielmente representados en la Asamblea que me escucha, y al dedicarles mis ser­vicios, tengo la obligación de explicarles una vez más los principios del Magis­trado que provisoriamente han elegido.
Una nueva era se abre para nuestro país en el libro misterioso del tiempo. El Congreso de la Nueva Granada, por un acto verdaderamente magnánimo, ha reconocido pacífica, voluntaria y des­interesadamente la soberanía del país en que hemos nacido. Se le representó nuestro derecho, hablósele en nombre de la libertad de los pueblos, palpó las exigencias de nuestra singular posición; y en el Congreso de una República, que cual la granadina, merece aquella deno­minación, esos títulos eran más que suficientes, porque eran incontestables. Un nuevo Estado hace su aparición entre los pueblos del mundo. No es él inde­pendiente, no constituye por si solo nacionalidad; ni lo pretende, porque se honra con la nacionalidad bajo cuya sombra ha adquirido y conservará vida propia. Pero es soberano; va a consti­tuirse y en su organización tiene que resolver dos grandes problemas sociales, que acaso no son sino uno mismo: el de la libertad, y el de la federación.

Amplio y despejado es el terreno en que nos toca edificar.
Por un concurso casi milagroso de favo­rables circunstancias, no tenemos que luchar con fuertes intereses creados, ni con muchas e invencibles preocu­paciones. En esto somos acaso la única excepción en nuestra América, que aun­que libre de algunos obstáculos, casi insuperables en el viejo mundo, siente por desgracia todos los que vinieron a sembrar en este suelo virgen la codicia y la superstición de nuestros padres.
La época de la conquista fue aque­lla en que el poder monárquico surgía ya vigoroso en las naciones europeas, robustecido a expensas del que iban perdiendo los señores feudales; del mismo modo que en la selva un árbol majestuoso toma del terreno las sus­tancias que debieran nutrir a los demás, y tan solo permite la vida a arbustos, gramas y enredaderas. Los pueblos de allende el Atlántico entrañan aun los res­tos del feudalismo, que como origen de la desigualdad política, ha estorbado y estorbará por mucho tiempo la plantifi­cación de la república.
Diversa fue la condición de Hispanoamérica. La vida aventurera de los conquistadores no se avenía con los goces seguros y tranquilos de la nobleza. La plaga de los pergaminos quedó infes­tando la metrópoli, sin osar invadimos; y el pueblo español de las colonias, si bien emigró con su ignorancia, su fana­tismo, y todos los errores cosechados en la época tenebrosa de la edad media, trajo consigo, sin saberlo, un elemento democrático, que pronto se habría desarrollado, a no ser por la bárbara introducción de otro enemigo casi tan poderoso como la aristocracia: la escla­vitud.
Pero la esclavitud no podía echar raíces tan profundas como la nobleza. Ella se sostenía del incalificable tráfico de carne humana, y una vez extinguido por la perseverante filantropía inglesa la ins­titución quedó socavada. Colombia y Nueva Granada aceleraron, es verdad, su aniquilamiento; pero la diplomacia y el cañón británicos habíanla herido de muerte.
Libre la monarquía en Hispano-América de su rival, la aristocracia, purificóse y asumió su verdadera forma. La autocra­cia no tuvo propiamente partícipes en el poder público; pero existía en la socie­dad un elemento de gran influjo, que, ya auxiliar, ya antagonista de la autoridad civil, pretendió en un tiempo la suprema­cía sobre todo poder, y fue admitido en el gobierno sin nombre propio, sin lugar señalado, pero con la pujanza que da el imperio sobre las conciencias.
Si la superstición de un pueblo apasio­nado e imaginativo como el español, agregamos el espíritu religioso de la conquista, y el feraz terreno que la raza indígena ofrecía para sembrar errores intolerancia y abyección, no extrañare­mos el predominio que el clero tomó en estos países, y que en muchos por des­gracia aún conserva.
Monarquía, Iglesia y Esclavitud, fue­ron las tres grandes instituciones con que la república tenía que combatir en la América española. Pero la tierra, el suelo, no era un elemento de poder: su extensión era inmensa; las propensiones aristocráticas que erigen mayorazgos y vinculaciones, eran tenues; y una vez barrido el suelo de virreyes, amos y dig­nidades eclesiásticas, los fundamentos de la república habrían podido echarse.
Pero la guerra de independencia, al des­truir la monarquía, dióle un sustituto no menos adverso a la causa popular, es decir, a la causa de todos. Desarrollado por necesidad el espíritu militar, autori­zada la dictadura para obtener el triunfo en los días del conflicto, dictadura y espí­ritu militar arraigaron en nuestro suelo.
Habíamos ensalzado, glorificado a los libertadores; pero con mengua y humilla­ción de la libertad. Virgen tímida y débil, no bien quitada de las garras al león íbero, vino a caer presa de los adalides, a quien ella confiara su defensa, su protec­ción y su honra.
Tales fueron las condiciones de la Amé­rica española, colonial e independiente. Pero nuestro territorio se ha librado ya de todos los enemigos de la república. Echemos complacidos una mirada en nuestro derredor, y no alcanzaremos a ver sino hombres en el pleno goce de su dignidad. La odiosa esclavitud no es ya sino un recuerdo, penoso y humillante, pero en fin un recuerdo. No hay clero pri­vilegiado, y entrometido en los negocios civiles; ni la autoridad pública tiraniza las conciencias. La propiedad territorial casi no existe, y para el día en que sea más general, no hay que temer exorbitantes y abusivas acumulaciones, que tan mal dis­tribuyen la herencia común de la huma­nidad. Tenemos libertad, precisamente porque carecemos de libertadores. Nadie es aquí superior a su vecino, por títulos que no consistan en su mérito personal. Somos hermanos, ligados por los víncu­los de la filosofía nacida en Nazaret; y ni oro ni cuna, ni religión ni hazañas, son elementos de poder, que contrarresten o coarten el único elemento legítimo de poder: la voluntad del pueblo.
Ni aún los estorbos económicos que el hábito y la preocupación han creado en otros países, embarazan nuestra marcha por el amplio y hermoso camino de la fraternidad. Aduanas, estancos, mono­polios, son instituciones que ya para nosotros sólo pertenecen a la historia de la economía política.
¿Y cuál deberá ser la organización de un país colocado en tal predicamento? No puede ser sino una sola. Imaginad una reunión de diez, ciento, mil hombres iguales, que se proponen formar una asociación literaria, científica o indus­trial. La forma de su gobierno se halla fuera de controversia. Dictarán una regla general de conducta, que en las asocia­ciones políticas se llama ley. Elegirán sus directores para plantear y hacer cumplir la regla. Repartiránse una cotización para subvenir a los gastos comunes; y crearán una fuerza cualquiera que defienda sus derechos contra invasiones extrañas.
Una organización semejante da cabal idea del régimen que en las sociedades políticas se llama república. Muchas otras formas han usurpado esa denominación; pero no hay ni puede haber república sin igualdad; no hay ni puede haber república en donde imperan influencias extrañas a la voluntad y al interés del pueblo que es la comunidad misma.
Resuelta la cuestión de forma, queda por resolver la de extensión del gobierno. ¿Hasta dónde debe avanzar el poder público? ¿Qué intención le daremos en nuestros negocios? ¿Qué apoyo a sus manifestaciones? Aquí tocamos dificultades creadas por el lenguaje, más bien que inseparables de la naturaleza de las cosas. Unos querrían que a la seguridad se sacri­ficase todo aún la libertad misma. Otros proclaman la libertad como la fuente de todo bien, y como el único objeto que merezca nuestros cuidados aun a costa de la seguridad. Nacen del primer sistema los gobiernos que se llaman fuertes. Nacen del segundo los que se denominan libe­rales. ¿Quienes tienen razón?
La libertad, en política, no es sino la segu­ridad de ejercer esas facultades contra toda restricción abusiva. La libertad y la seguridad no encierran pues ningún antagonismo: son ideas complemen­tarias una de otra. ¿Cómo puede haber seguridad sin libertad? ¿Ni qué es la libertad sin la seguridad?
Definida la acción del gobierno, limitada a obrar sobre la conducta notoriamente perjudicial, su marcha dentro de esos límites debe ser regular, constante e infa­lible. Es un error pensar que la eficacia de un gobierno depende de su fuerza visi­ble y material. Esa eficacia no proviene sino de la fijeza en sus operaciones, de la regularidad en su marcha, del aplomo en su conducta; no hay fijeza, regulari­dad ni aplomo, sino cuando el gobierno se haya cimentado en la opinión, y los administradores públicos llegan a com­prender toda la importancia de sus deberes. Moralidad y popularidad en los mandatarios: he aquí todo el secreto de los gobiernos realmente fuertes. Porque un gobierno es fuerte, cuando es eficaz, aunque su límite de acción sea reducido Quitad esa acepción a la palabra, y un gobierno fuerte no es otra cosa que el despotismo: la voluntad y el interés de unos pocos, sobrepuestos al interés y a la voluntad de todos.
Si el Estado de Panamá sabe aprovechar sus ventajosas condiciones y organiza la república verdadera; si esa organización corresponde en sus efectos a las espe­ranzas que la ciencia promete, si nuestra marcha sólida y próspera destruye con la elocuencia de los hechos las objeciones que frecuentemente se han opuesto al establecimiento del sistema federal en los pueblos de raza española, su adop­ción por toda la Nueva Granada será la consecuencia inmediata.
¿Quiere decir eso que la Nación tiene que dividirse, y que perderá en fuerza y respetabilidad exterior lo que gane en adelanto y prosperidad doméstica? No por cierto. La mejora interna que produce necesariamente un gobierno obrando sobre un territorio pequeño, homogéneo y perfectamente conocido, no se reduce a un adelanto puramente local, puesto que la Nación no es otra cosa que el conjunto de sus localidades. ¿V cómo puede concebirse prosperidad de las partes y del todo, sin aumento de fuerzas parciales y totales?
Hay más. El éxito que presentimos hará practicable la realización de una idea, que comienza ya a hacer su camino, y que entonces quedará a cubierto de toda seria objeción. Los pueblos que compu­sieron la gloriosa Colombia buscarán en la unión, en la organización federal de las tres naciones de un orden inferior en que se fraccionaron, la fuerza y la respe­tabilidad que necesitan para sostener su dignidad entre los pueblos civilizados, que a pesar de serlo, no siempre son igualmente justos. La imaginación se pierde contemplando los inmensos resultados de aquel acontecimiento, que marcaría una época memorable en los anales del mundo.
Considerad por un momento aquella asociación de verdaderas Repúblicas, sin cuestiones de límites, sin odiosas rivalidades, y aprovechando en común sus pingües territorios, sus caudalosos ríos, sus ricas minas, sus puertos en los dos mares, sus productos de todas las zonas, su comercio con todo el mundo bajo el pié de las más estricta igualdad, su área cortada por caminos y canales, que condujesen al viajero de Tumbes a Angostura sin tocar con un guarda. Considerad todo esto, y mucho más que fácilmente ocurre al espíritu menos poético, y decidme si tales idilios, que solo piden un poco de tiempo para ser realidades, merecen o no los esfuerzos de todo corazón humanitario.
He aquí nuestra misión. He aquí los pun­tos luminosos del cuadro que se nos abre para el porvenir, y cuyo primer término es la aparición del Estado de Panamá. Cumple sólo a nosotros acreditar la ins­titución, cuyo cuidado y desarrollo se nos encarga. Para ello unamos cordial y decididamente nuestras voluntades, nuestras luces, nuestros recursos de todo linaje. Trabajemos infatigables en la obra común, en la obra istmeña, que más tarde será la obra colombiana. Beneficiemos hoya unos cuantos miles de hombres, para beneficiar más tarde a muchos millones. Bien conocéis la fuerza de expansión que encierran las gran­des ideas. Bien sabéis que no se hace la dicha de un solo hombre, sin iniciar la del género humano. Bella y gloriosa misión la del Estado de Panamá. ¿La lle­naremos? Una sola voz me parece que sale de todos los pechos generosos que habitan este magnífico suelo tropical; una voz que me dice "sí, la llenaremos".
Por mi parte, animado de justa con­fianza, no temo excitaros a abrigarla también. Pronto hablarán nuestros representantes. Su autoridad es nuestra ley: acatémosla profundamente, y sere­mos salvos. No alimentemos ideas que produzcan el desaliento. Tengamos fe en los destinos de la humanidad, y no temamos, como el incrédulo pescador, andar erguidos sobre las aguas ondulan­tes del lago. Veo la estrella en el Oriente, que nos guía en nuestra peregrinación. Sigámosla; el Continente nos observa, y él nos pedirá cuenta si flaqueamos en nuestro gran designio. Marchemos ade­lante: "fe y acción; que de nosotros será el porvenir".
JUSTO AROSEMENA
[1] Se trata del discurso pronunciado al tomar posesión como Jefe Superior del Estado Federal de Panamá, creado en 1855 por reforma a la Constitución de Nueva Granada. El mismo recoge elocuentemente parte de la situa­ción política, económica y social que vivía el Istmo de Panamá a inicios de la segunda mitad del siglo XIX. Recordemos que los istmeños venían luchando afanosamente por lograr que el Senado y la Cámara de Representantes de la Nueva Granada reformaran la Constitución vigente, de manera que el Istmo fuera recono­cido como Estado.
La reforma de la Constitución se produce el 27 de febrero de 1855; su aprobación fue el resultado primordial­mente de la gestión parlamentaria que efectúa Arosemena ante el Congreso desde el año 1952. Su Proyecto de Estado Federal se materializa tres años más adelante, cuando después de largas jornadas de consultas y deli­beraciones, se logra por fin aprobar la precitada iniciativa. Con ello, Arosemena alcanza no solo su anhelo, sino también el de los istmeños.
[2]. Justo Arosemena (1817-1896), jurista y sociólogo, es llamado "el más ilustre de los panameños y padre de la nacionalidad" y la Asamblea Legislativa de Panamá lleva su nombre. Dedicó su vida a la defensa de la autonomía nacional. En 1855 fue designado primer gobernador del Estado Federal de Panamá donde pronunció el recurso publicado, pero a la que renunció a los pocos meses. En 1863 fue presidente de la Convención Nacional de Río Negro por la que Colombia pasa a ser una confederación de Estados Soberanos, entre los que se encontraba Panamá. Los múltiples estudios constitucionales de Justo Arosemena, encierran el análisis de las constituciones americanas. Otra de sus obras fue el Código Administrativo del Estado Federal de Panamá, conjunto de disposiciones legales que resultan de importancia en la conformación del Estado. Desde 1865 estuvo vinculado al servicio exterior de Panamá. Fue representante panameño en Washington por varios períodos, Embajador de Panamá en Chile, diputado a la Asamblea Legislativa de Panamá y senador al Congreso de Colombia, Ministro residente de Colombia en Gran Bretaña, embajador extraordinario y plenipotenciario en Inglaterra y Francia en 1872, intermediario en el arreglo fronterizo entre Colombia y Venezuela en 1880 y abogado consultor de la Compañía del Ferrocarril de Panamá en 1888. Le correspondió negociar las condiciones en que Colombia autorizaba a los Estados Unidos para la excavación de un canal interoceánico. En 1878 impulsó la fundación de la primera Biblioteca Pública de Panamá, al lado de Manuel José Hurtado y Buenaventura Correoso, oportunidad en la que donó al Istmo mas de 60 volúmenes sobre Historia y Derecho. Luego del incendio de Colón de 1885 y de la intervención militar norteamericana, que culmina con la promulgación de la Constitución de 1886, Arosemena se retira de la actividad pública y se dedica al ejercicio de Abogado hasta su fallecimiento a los 78 años en la ciudad de Colón, el 23 de febrero de 1896. El Dr. Justo Arosemena es antepasado de muchos Fábregas por el matrimonio de su hija Inés Arosemena con José Manuel Fábrega.

No hay comentarios:

Publicar un comentario