mayo 01, 2010

"Discurso de apertura del Colegio Electoral de Cundinamarca" Antonio Nariño (1813)

DISCURSO EN LA APERTURA DEL COLEGIO ELECTORAL DE CUNDINAMARCA [1]
Antonio Nariño
[13 de junio de 1813]

El presente Colegio se va a instalar en uno de los momentos más críticos y delicados en que quizás nunca se volverá a ver la representación nacional de Cundinamarca. No sólo su suerte, señores, está hoy en vuestras manos, la de la Nueva Granada, y no sé si diga también que la de toda esta parte de la América del Sur puede depender del acierto en vuestras deliberaciones. No se trata sólo de venir a revisar una Constitución defectuosa, y de nombrar los funcionarios que deben ocupar los empleos de nuestro Gobierno provincial: se trata también de resolver el gran problema de la Acta Federal, problema que ha parecido tan fácil a esas almas vulgares que sólo obran por imitación, sin calcular las consecuencias, los tiempos y los lugares; pero problema de cuya resolución depende en gran parte la suerte de este continente.
No pretendo, señores, prevenir vuestra opinión en favor ni en contra de un punto que me ha atraído tantas persecuciones: yo os protesto delante de Dios y de los hombres que, insensible a los dicterios y a las balas de mis mismos conciudadanos, no he tenido otras miras en mis procedimientos que el amor de la patria y de la libertad. Si he errado por ignorancia, rengo a lo menos la gloria de volver a poner en vuestras manos la provincia íntegra, ilesa y tranquila, después de tantas divisiones y de haber sufrido la guerra de las demás provincias hasta en el seno de su misma capital. Si el tesoro está exhausto con los grandes gastos que se han hecho para la defensa del Estado, los manantiales de la renta pública no se han agotado, y en tiempos serenos podrán cubrir las cargas de un gobierno proporcionado a la extensión de la provincia. ¡Qué dulce es, señores, llegar al puerto después de una gran borrasca! Toda la saña de mis enemigos no me puede quitar hoy el placer que experimenta mi alma al ver terminada voluntariamente mi pretendida tiranía, y de poder decir como Pericles, a la hora de la muerte, que después de tantas agitaciones, de tantos partidos, y de una guerra abierta contra mi persona y contra esta ciudad, no dejo una sola familia vestida de luto.
Pero faltaría a mí deber en el puesto que todavía ocupo, si antes de proceder a la instalación del Colegio no os presentase, aunque con rapidez, mis ideas sobre los puntos que van a hacer el objeto de vuestros trabajos. No me detendré a inculcar sobre cada particular de nuestra actual Constitución; quiero daros una idea más general del estado en que contemplo a toda la Nueva Granada, con las excelentes Constituciones que hasta ahora se han trabajado. Más como sería imposible en este corto espacio de tiempo discurrir sobre todas, me permitiereis que valiéndome del sublime ejemplo de Jesucristo, emplee una parábola política, que presente a un solo golpe de vista el resultado de todas mis combinaciones.
Había pues, un anciano padre de familia avaro a un mismo tiempo y descuidado, que contento con atesorar el producto ordinario de sus haciendas, no trataba de mejorarlas, ni de dar a sus hijos la menor intervención en ellas. Muere este padre, y deja unos hijos activos, diligentes y deseosos de dar a la hacienda todo el incremento de que es susceptible; pero inexpertos no saben el modo, y en lugar de comenzar por avivar los canales que conducen los riesgos, por limpiar los antiguos vallados, por cercar los portillos que el descuido había dejado abiertos, por despedir algunos sirvientes perezosos o malvados, poniendo otros en su lugar; y en una palabra, en lugar de comenzar una reforma útil y gradual, se proponen la máxima favorita de recedant vetera, nova sint Omnia, y hacen buscar ingenieros que con muy buenas dotaciones, vengan a trabajar sobre el papel los planes de reforma.
Emplean estos muchos días en su trabajo, se recopilan los conocimientos mas sublimes en la materia, y se da a la obra toda la perfección de que es susceptible: que se destruya el antiguo y bárbaro sistema de que un potrero sea para cebas de ganado, otro para cría, esta para yeguas, aquél para siembras de esta o de la otra semilla. Cada potrero debe cercarse por separado de calicanto, para que no se roben los ganados, ni estos se desmanchen y pierdan: se variará el curso de los riegos para darles buena dirección: se labrarán fuentes para bebederos: se plantarán árboles frondosos para dar abrigo y sombra a los ganados: se desterrarán los arados que una ciega costumbre ha mantenido y se sustituirán en su lugar las sembraderas de Lucateli, tiradas con mulas para abreviar el trabajo, y ahorrar la similla. Se edificará en cada uno de ellos una casa con toas las piezas y oficinas necesarias al servicio del campo: graneros de bóveda para conservar muchos años las semillas: ramadas cubiertas de teja para las ovejas: estanques para pescados: palomares y gallineros según los nuevos métodos para multiplicar esta aves: hornos como en Egipto para sacar con calor artificial cuatrocientos o quinientos pollos de una camada: se construirán lecherías en donde poder trabajar la manteca y quesos de Flandes: se harán caballerizas para que los potros en tantos partes, cuantas fueren necesarias para que en cada uno pueda haber a un mismo tiempo siembras, crías, y cebas de ganados, construyendo molinos, aunque sean de vientos, para que no haya que llevar a moler los trigos a otra parte, y se emplearán tantos sirvientes en cada uno, cuantos se empleaban antes en toda la hacienda, a fin de que todo esté bien servido.
Publicado este plan se manda poner en ejecución en todas sus partes. Pero el Mayordomo que vivía en la casa principal de la hacienda, y que había dado muchas pruebas de su desinterés y amor a la familia, se acerca a los amos y les hace presente: que aquellos planes de reforma le parecían muy buenos, aunque él no tenía los conocimientos de los sabios que los habían formado; pero que el irlos a poner en ejecución de repente, creía que era un disparate capaz de arruinar la misma hacienda que se quería hacer florecer; por que no habiendo fondos suficientes para hacer tan enormes gastos, se consumirían no solo los pocos productos que en el día daba la hacienda, sino que sería preciso echar mano de los principales; y que aún cuando alcanzarán estos para concluir las obras proyectadas, y mantener tanto número de sirvientes, al fin no habría con que comprar las semillas y reponer los ganados, viniendo a quedar la hacienda con sus tapias y edificios que nada producen por si solos. Que mejor sería hacer por ahora algunas reformas indispensables, sin aumentar tantos mayordomos y concertados, y con el producto de la misma hacienda ir poco a poco poniendo en ejecución el nuevo plan: que al aumentar los jornaleros si le parecía necesario, por que en razón de las manos laboriosas era el producto, y que con la renta de cada Mayordomo había para mantener cincuenta peones.
Estas reflexiones tan obvias incomodaron a los amos, comenzaron a desconfiar del Mayordomo, y creyeron que la codicia y la ambición de mandar solo en la hacienda, era quien se las sugería. Cerraron los oídos a la razón, y le contestaron que en otras partes se hacía esto mismo con muy buen éxito: que aunque de pronto se presentaban algunas dificultades, era preciso vencerlas con la esperanza de las grandes utilidades que se les esperaban: y solo pensaron en despedir al Mayordomo como sospechoso, creyéndolo también un obstáculo para la ejecución de su obra.
Se comenzó a poner esta en planta, corrió el tiempo, y como la hacienda no producía para tan enormes gastos, se fueron vendiendo los ganados, las semillas, y hasta las mismas herramientas. Las deudas se aumentaron, y los capitalistas que tenían ganas de quedarse con la hacienda, estrecharon a los herederos, que faltos ya de recursos vinieron a caer en sus manos, y fueron conducidos a una prisión con sus planes de reforma, en donde murieron detestando la crueldad de sus opresores que no les habían querido esperar unos años más para realizar unas ideas que hubieran sido la felicidad y ejemplo de su prosperidad.
Me parece, señores, que la aplicación es bien sencilla: vosotros sabéis el sistema que la España siguió con la América desde su descubrimiento hasta nuestros días; contenta con sacar de ella los productos de sus riquí¬simas suelos, jamás pensó en mejorarlos; a nosotros se nos mantenía en una perfecta ignorancia en materias de gobierno, y no sólo no se nos daba parte en él, no sólo se nos prohibís el estudio del Derecho Público y de Gentes, sino hasta de los libros que nos podían ilustrar en estas materias. Murió la Casa de Barbón con los sucesos de Bayona, y dueños nosotros de estos riquísimos y fértiles países, llenos de los más santos y laudables deseos de mejorarlos, en lugar de comenzar una reforma gradual y meditada, abrazamos el partido desesperado de quererlo todo destruir y edi¬ficar en un solo día: “recedant, vetera nova sint Omnia”, fue nuestra divisa; y como las ideas que más se habían divulgado entre nosotros por el ejemplo, eran las de Norte América, el grito universal fue por este sistema. Se dividió el reino en tantos Estados cuantas eran antes las provincias y corregimientos. Cada Estado debe tener tantos funcionarios en su gobierno como los que se necesitarían para toda la Nueva Granada; los canales de las rentas públicas deben refluir hacia cada uno de estos Estados; se cegarán los antiguos manantiales y se abrirán otros nuevos para que su curso sea más natural. Habrá en cada Estado soberano un cuerpo legislativo, compuesto de tantos individuos cuantos diere su población, en razón de uno por cada tantas mil almas (sepan o no hacer leyes); un Poder Ejecutivo que las practique; tribunales de justicia hasta de las últimas instancias para que los pueblos no tengan que ir a mendigarla a otros países; Senados conservadores de la Constitución; fuerza armada (rengan o no armas), y tesoro público para todos estos gastos. Se fundarán escuelas para dar una nueva educación a la juventud; se abrirán caminos; se edificarán parques de artillería; fundiciones de cañones; habrá nitrerías y fábricas de pólvora; casas de moneda en todas las provincias para que una o dos no den la ley a las demás; y, finalmente, por una consecuencia de las soberanías parciales, se fundarán obispados, coros y rentas eclesiásticas.
¿Qué os parece, señores? ¿No es ésta una pintura halagüeña de nuestra futura felicidad? ¿Habrá hombre, por estúpido que sea, que no alabe y bendiga la mano que trazó tan bello plan? Aquí están estampados los más sublimes principios sobre la perfectibilidad de los gobiernos.
Han corrido, no obstante, tres años, y ninguna provincia tiene tesoro, fuerza armada, cañones, pólvora, escuelas, caminos, ni casas de moneda: sólo tienen un número considerable de funcionarios que consumen las pocas rentas que han quedado , y que defienden con todas sus fuerzas el nuevo sistema que les favorece. No importa, dicen, los males presentes, si la esperanza de las grandes ventajas de este sistema nos debe recompensar con usura; la libertad hace milagros, y si no fuera por el intruso Presidente de Cundinamarca, ya el reino estaría organizado; pero este hijo desnaturalizado, por una ciega ambición de dominarlo todo, quiere redu¬cirnos a la esclavitud de su capital corrompida.
Entre tanto los enemigos de la libertad de la América se acercan por diversos puntos; las provincias, sin medios de defensa, concurren a la corrompida capital y al intruso Presidente que les han franqueado seis expediciones en año y medio; pero como Cundinamarca es la vaca a quien todos ordeñan y dan de palos en lugar de darle de comer, la vaca morirá, y las provincias no tendrán a quién ocurrir dentro de poco. ¿Será preciso, señores, ser un gran profeta para pronosticar la suerte que se nos espera? ¿Deberemos buscar en manejos ocultos la causa de nuestra ruina, o en nuestros propios delirios? ¿Qué se habría dicho de un hombre que a principios del siglo pasado hubiera aconsejado a Pedro el Grande que redujera la Rusia en provincias soberanas para hacer la felicidad de aquellos pueblos, con el sistema más perfecto que han inventado los hombres? ¿Qué contraste no habrían hecho las provincias de Siberia y de la Nueva Tartaria con las de Moscú o Petersburgo? ¿Cómo habría podido civilizar este grande hombre en tan poco tiempo tan vasto imperio? ¿Cómo habría podido resistir al torrente impetuoso de los ejércitos de Carlos XII, si la Siberia, Kamtchatka y las demás provincias interiores hubieran tenido que disciplinar y pagar por sí sus tropas y nombrar sus generales?
Pero ya oigo que se me va a responder que el Congreso salva cuantas dificultades se opongan a este sistema; y yo contesto en solas dos palabras: que establecer un sistema de debilidad para formar un cuerpo robusto es una contradicción, un absurdo y el último de los delirios del entendimiento humano; debilitar los fragmentos para robustecer el edificio no cabe en mi cabeza. Sin que se me replique con el ejemplo de Norte América, porque repito cien veces que no estamos en caso de comparación con unos pueblos que siempre fueron libres, y que tuvieron los auxilios de la Francia y de la España para defenderse. Y si nosotros nos hemos de perder con nuestras bellas Constituciones, ¿por qué no hemos de abrazar otro sistema que, aunque menos liberal, nos pueda a lo menos poner a cubierto de los males que se nos esperan? ¿Por qué no hemos de abrir los ojos con la experiencia y remediar el mal en donde lo conocernos, antes que se haga incurable?
No está aquí por demás un ejemplo que acabe de aclarar mis ideas en esta parte: el célebre Smith, en su obra inmortal de la Riqueza de las naciones, hace ver hasta la evidencia que de la división del trabajo nace la perfección de las artes y su bajo precio; que un alfiler que pasa por diez y ocho manos distintas no alcanzaría a mantener a un hombre si lo trabajara solo. Pero siendo éste el fundamento de su sistema, añade: mas si es en Escocia, en donde no tienen salida las fábricas, un herrero se dedicara a hacer sólo llaves de candados, este herrero perecería por falta de expendio; aquí debe ser cerrajero, herrero y todo a un mismo tiempo. Es decir, que lo más perfecto no se puede establecer con el mismo éxito en todas partes; que las plantas que prenden bien en el Norte, quizás mueren en el Mediodía, y que no hay gobierno que pueda convenir indistintamente en todas partes. Ningún hombre merecerla con más justa razón una estatua que el que encontrara un sistema universal de gobierno, que conviniera igualmente en todos tiempos a todos los países del mundo.
Nada digo, señores, que no esté delante de vuestros ojos. El día funesto se acerca en que si no mudamos de conducta, vamos cargados de nuestras bellas Constituciones a morir en los cadalsos o en las bóvedas de las Antillas, ma1diciendo la crueldad de nuestros capitalistas, que no nos concedieron tres años más para acabar de realizar nuestro sistema favorito. ¡Quiera el Cielo que mis temores sean infundados, y que puesta hoy nuestra suerte en unas manos tan diestras como las de los ilustres miembros que van a formar este Colegio, nuestro horizonte se despeje y tomen otro semblante las cosas! Acordaos, señores, de la respuesta de aquel filósofo que, después de haber viajado por los países más ignorantes y bárbaros del Asia, preguntándole qué había ido a aprender, contestó: lo que debo evitar; el médico que conoce la enfermedad tiene hecha la mitad de la curación. Nuestros males los tenéis presentes, sabéis lo que debéis evitar, sólo os resta, pues, hacer la mitad del camino para remediarlos.
No puedo en este momento, señores, dejar de sentir toda la amargura que una alma sensible debe experimentar al ver la obstinación con que trabajamos en nuestra ruina. Apelemos por un instante a nuestros corazo¬nes; el hombre que se dirige de buena fe al suyo, dice un sabio escritor, es siempre accesible a la voz de la justicia y de la razón. Si nos empeñamos en sostener con pertinacia nuestras particulares ideas, si sigue el espíritu de partido y de división, vuestros trabajos van a ser inútiles; ahora sí os digo yo con propiedad: “recedant vetera, nova sint Omnia”. Olvidemos todo lo pasado y conservando sólo la memoria de los males que nosotros mismos nos hemos causado, tratemos de aplicar muy pronto el oportuno remedio. Mas, ¿cuál será éste?, ¿a quién deberemos creer en medio de la variedad de opiniones que nos rodean?, ¿quién debe decidir esta cuestión? La experiencia, os respondo; si la pintura que os acabo de hacer es exacta, el mal está conocido, y el remedio se presenta naturalmente. Veámoslo descendiendo a los puntos que particularmente tenéis que tratar.
Es indubitable que el Congreso no puede subsistir sin Cundinamarca; lo es igualmente que Cundinamarca no puede sostenerse por sí sola dando auxilio a todas las provincias; con que es indubitable que no podemos subsistir en el estado en que nos hallamos.
Si el Congreso se obstina en no ceder de su opinión, y Cundinamarca en no ceder de la suya, otra guerra doméstica es inevitable, porque sólo la fuerza de las armas puede decidir la cuestión.
Luego, si querernos subsistir y que no haya una nueva guerra civil, es preciso, o mudar el sistema general, o entrar Cundinamarca en federación con las demás provincias.
No hay medio, señores, no pudiendo subsistir en el estado actual, es indispensable una nueva guerra civil, mudar el sistema general, o entrar en federación.
El primer partido parece que no es necesario discurrir mucho para conocer lo impolítico y bárbaro que sería adoptarlo sin una extrema necesidad, y con la cuasi certeza de que dábamos el último golpe a nuestra libertad.
El segundo lo he propuesto a todas las provincias, invitándolas a que reunamos la gran Convención, como el único cuerpo que legalmente podía determinar el sistema fuerte y uniforme que debía abrazar toda la Nueva Granada para salvar su existencia; pero esta propuesta se ha desechado absolutamente por unas, se ha entretenido por otras, y todas la han mirado como pensamiento de Cundinamarca y mío; es decir, que aunque sea más útil y más claro que la luz del día, no se debe adoptar, porque va por el conducto de Nariño.
¿Y deberemos nosotros seguir su ejemplo? No, jamás debe el hombre hacer lo que vitupera en los otros; el médico experto cuando se le resiste el enfermo a tomar la medicina, no lo deja morir por esto, sino que sustituye otra en su lugar, aunque no sea tan eficaz. Las provincias enfermas se resisten a abrazar otro partido que el de la federación, ¿las hemos de dejar morir y morir nosotros con ellas porque no conocen su delirio? ¿La prudencia no dieta ya que abracemos el único medio que nos dejan, aunque en el fondo sea defectuoso? Es mejor, sin duda, un mal sistema, que ninguno.
Opino, pues, que entremos en federación, no porque crea éste el mejor sistema para nosotros en las circunstancias actuales, sino porque es el único camino que nos queda pata no concluir inmediatamente con nuestra libertad y nuestra existencia. Digo más: que ya que nos decidamos a abrazar este partido, sea sin restricción ninguna, poniendo nuestra suerte enteramente en manos del cuerpo nacional.
¿No deberemos nosotros esperar que a nuestro ejemplo las demás provincias y los miembros que hoy componen el Congreso se franqueen también por su parte, y concordes y amigos se abra un nuevo horizonte que nos facilite las reformas que necesitamos? ¿No vamos con este paso a conseguir el primer bien, que es la concordia y la uniformidad de ideas y de sentimientos que forman la principal fuerza de un estado? Cuando no lográramos otra ventaja que el desengaño, deberíamos ya abrazar este partido para que cesase la división.
El Congreso puede acelerar la reunión de la Gran Convención e invitar entre tanto a las provincias a que simplifiquen sus gobiernos redu¬ciéndolos al Poder Ejecutivo, al Judicial de las primeras y segundas instancias, y a un Senado compuesto de tres sujetos formando una legislatura general compuesta de los hombres más instruidos de todas las provincias, en número proporcionado a las luces generales y a la importancia de la materia; y tres o cuatro altos tribunales de justicia para los últimos recursos, El ahorro que de esta reforma resultaría, debía entrar en el fondo común para mantener tropas veteranas. No nos alucinemos con planes de perfectibilidad: sin dinero no hay tropas, sin tropas no hay fuerza y sin fuerza no hay libertad, por más razón que rengamos. Pasemos a nuestra Constitución.
La revisión de la Constitución es, en mi sentir, de necesidad absoluta; y sería quizás más conveniente y más sencillo revisar la primera, que la ya revisada, porque esta última es tan defectuosa que costará más trabajo y más tiempo reformarla que hacerla de nuevo.
Para emprender esta obra creo que se debe tener presente no sólo lo que llevo dicho sobre las Constituciones en general, sino también la extensión en que quede la provincia, sus rentas, sus luces, su población, y que el número de funcionarios no sea en razón de ésta, sino de las luces y de las rentas públicas. Es una cosa asombrosa entre nosotros que a proporción que confesarnos el corto número de hombres instruidos en materias de gobierno, hayamos aumentado con tanta profusión el número de legisladores. El Poder Ejecutivo y el Poder Judicial no son más que unos instrumentos para practicar las resoluciones del cuerpo legislativo: toda la sabiduría humana se necesita para hacer una ley, y basta honradez y sentido común para ponerla en ejecución. ¿Qué diremos, pues, de nuestro sistema de un legislador por tantas mil almas de población? Que las leyes no se harán por los pueblos más ilustrados, sino por los más populosos. Cuando se trate de levantar ejércitos, de abrir canales y de labrar la tierra, que sea en razón de la población; pero cuando se trate de hacer leyes, que sea en razón de las luces, porque aquí de nada sirve el mayor número de hombres, si no tienen los conocimientos necesarios.
De una buena legislación nace la perfección de los gobiernos, y de éste la felicidad de los pueblos; pero es preciso comenzar por donde se debe comenzar, dice el Abate Raynal: la masa general de la nación no se alimenta de ideas sublimes, sino de sensaciones: hagámosles sentir las ventajas de la libertad y ellos la desearán. El pueblo reduce el círculo de sus ideas a sólo dos puntos: administración de justicia y medios de subsistencia; la seguridad general es un bien negativo que no lo conoce hasta que lo va a perder, y éste corresponde a los que gobiernan.
Desarrollad, señores, estos tres puntos, y ellos os darán todos los datos necesarios para establecer los fundamentos de una buena legislación; en la administración de justicia están comprendidos los sagrados derechos del hombre, su propiedad y su seguridad individual; en el fomento de la agricultura y el comercio, sus medios de subsistencia; y en la fuerza armada y el tesoro público, la defensa y seguridad generales. Pero advertid también que en la aplicación de los medios es preciso consultar con los hábitos nacidos de la educación o del clima; no para fomentarlos si son viciosos, sino para contemporizar en cierto modo con ellos por la imposibilidad de destruirlos de un golpe.
Como este punto se me ha criticado otras veces, a pesar de la autoridad de los hombres más grandes en política y en historia natural, que están acordes conmigo, quiero valerme de la especie que tuvo un bufón de Pedro el Grande sobre la materia. Había mandado este Emperador algunos jóvenes a los países más cultos de Europa para que se instruyeran, y esperaba que a su regreso la Rusia mudaría de semblante; su bufón, que lo oyó, dobló fuertemente un papel y le dijo al monarca que lo desdoblara y le pasara la mano para ver si se le borraban las señales que había adquirido. ¡Lección admirable, en que están compendiados cuantos discursos se pudieran hacer en el particular!
No es necesario un grande esfuerzo de la razón para conocer que tan difícil es borrar las señales que dejan los dobleces en el papel, como los hábitos en nuestra máquina; usad de vuestra mano izquierda, y aunque la razón os persuada cuán ventajoso sería el manejo de ambas manos, advertiréis las dificultades que os cuesta venceros. La Francia, con su guillotina y con torrentes de sangre, no pudo lograr esta metamorfosis repentina; y ésta fue la causa primaria de la ruina de su nuevo sistema. Pasar por grados de lo conocido a lo desconocido es lo que nos enseña una buena lógica, en todo conforme con la razón y la experiencia. Todo lo que puede hacer el amor de la libertad es acelerar estos pasos, pero nunca trastornar su curso sin el peligro de hacer esfuerzos infructuosos.
Tres ejemplos no más quiero poneros en nuestros más acalorados demócratas: amor a los empleos, a las distinciones y al ocio. Al oírlos parece que el santo amor de la patria y de la libertad es el único móvil de sus acciones; pero siguiendo el consejo de Cicerón, tentadlos con un trabajo asiduo y constante, y si por fortuna lo lográis, veréis al instante la reclamación de las recompensas debidas a su mérito; llegad al otro, y no digo pedid1e la hija para que se case con un honrado labrador, sino sólo que sirva en la milicia con el valiente artesano, y lo veréis desertar creyendo manchado su linaje. ¿De dónde nace esta contradicción? De que aunque quieten, no pueden de repente escribir con su mano izquierda.
La Constitución debe simplificarse y reducirse a lo que es puramente constitucional. No se debe prefijar tiempo para su revisión, porque como de ella deben partir luego las leyes generales, si cada año se muda es preciso también mudar toda la legislación, lo que es un absurdo espantoso. Si el Colegio cree que puede tratar sobre el pormenor de las elecciones, sobre educación y sobre el arreglo del Tesoro público y de la milicia, esto lo debe hacer por separado en reglamentos constitucionales. La experiencia ha enseñado, por ejemplo, lo defectuoso de las actuales elecciones; ¿no sería un trabajo y un gasto ocioso el tener que reimprimir la Constitución, sólo por reformar este punto puramente reglamentario? Lo mismo se puede decir de los otros de esta naturaleza.
Quisiera poderme detener sobre otros puntos no menos importantes, pero el tiempo no lo permite; y sólo os añadiré que siendo indeterminado el territorio del Estado después de tres años, por el sistema desorgánico que desde el principio se adoptó, no puedo presentaros padrones de la población ni producto de nuestras rentas; hoy es de Cundinamarca lo que mañana es de otra provincia, y este trastorno trae consigo una verdadera causa de la debilidad general; porque en el tránsito de los pueblos de una a otra provincia, las rentas públicas se disipan y el trabajo productivo para, siendo su resultado sólo discordia y pobreza.
Ya habéis visto, señores, que el sistema federal es el más perfecto que han encontrado los hombres para que se gobiernen pacíficamente los pueblos que han llegado a la adolescencia con luces, con rentas y con fuerzas para sostenerse; es también el más débil y el menos a propósito para los pueblos nacientes que se hallan amenazados, como nosotros, de ser invadidos de Europa y que carecemos de luces generales y de fuerzas para sostenernos. Habéis visto también que habiéndose hecho la federación una enfermedad epidémica en toda la América española por el contagio de la América inglesa, y viéndonos en la dura alternativa de federar o continuar una guerra escandalosa y bárbara, la prudencia y la humanidad dictan abrazar el primer partido. Os he presentado, aunque con rapidez, la necesidad de reformar la Constitución y de acomodarla a la extensión en que quede la provincia, a sus luces, a sus rentas y, sobre todo, a nuestros hábitos, y, finalmente, que os debéis circunscribir en ella al más estrecho recinto.
Asentad las bases de una recta y sabia administración de justicia, en que el hombre pueda vivir seguro y tranquilo al abrigo de su inocencia; dad el primer impulso al fomento de la agricultura y al comercio, no sólo como a manantiales de la renta pública, sino como al medio seguro de aumentar la población; estableced un sistema de economía en el gobierno buscando nuevos manantiales al erario para levantar tropas y comprar armas, y dejad lo demás al tiempo.
Penetraos, señores, de estas verdades y de la importancia del puesto que hoy venís a ocupar; volved los ojos sobre vuestros hijos, sobre vuestras esposas y sobre uno o dos millones de hombres cuya suerte va quizás a depender de una palabra que caiga de vuestros labios. Cuando nuestra suerte dependía de unos amos fieros y altaneros, nos bastaba saber obedecer; pero hoy, que depende de nosotros mismos, es preciso saber pensar, saber sofocar nuestras pasiones, nuestros resentimientos, nuestros vicios, y saber sacrificar generosamente nuestros intereses y nuestras vidas. Advertid que ya estáis en alta mar y que no basta arrepentiros de haberos embarcado para llegar al puerto; es preciso no soltar los remos de las manos, si queréis escapar de la tormenta. ¡Que el fuego sagrado de la libertad penetre vuestros corazones, que inflame vuestras almas, que ilumine vuestros entendimientos! Si, ¡que este fuego puro, este fuego santo, que no es otra cosa que caridad y amor a nuestros semejantes, os haga dignos del alto rango a que hoyos llaman los destinos del Nuevo Mundo! Nada acerca tanto el hombre a la Divinidad como la acción de mejorar a sus semejantes, de romper sus cadenas, de enjugar sus lágrimas y hacer su felicidad. La virtud es la base, el fundamento de la libertad; sin ella no hay más que confusión y desorden. ¡Que un trabajo asiduo y constante, que una reflexión madura y detenida y una integridad a toda prueba contra la intriga, la seducción y el cohecho, sean los distintivos que os caractericen! El Cielo bendecirá la obra de vuestras manos, y nosotros con toda nuestra posteridad cantaremos himnos de gozo y de reconocimiento a los restauradores de la paz, a los libertadores de la patria.
ANTONIO NARIÑO
[1] El enfrentamiento entre el gobierno de Cundinamarca y el Congreso Federativo parecía atenuarse en vísperas de emprender Nariño su campaña sobre Popayán. El Presidente de Cundinamarca parecía dispuesto a reformar la Constitución y a ese efecto convocó al Colegio Electoral, expresando sus ideas en favor de un gobierno central fuerte. Poco después, recomendó al mismo Congreso que se declarara la independencia de España.

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