CONFERENCIA DICTADA POR BETANCOURT EN LA UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA
“La Reforma Agraria”
Rómulo A. Betancourt
[21 de Noviembre de 1958]
Señor Decano de la Facultad de Economía:
Señores representantes de países amigos al Seminario sobre Reforma Agraria, organizado por la Facultad de Economía:
Señoras y señores:
Debo comenzar por agradecer a la Facultad de Economía y a su Decano, el doctor Atilio Romero, que me hayan invitado a participar en este acto académico. No tengo título universitario porque la incesante lucha contra las dictaduras criollas, con sus alternativas de cárceles y de exilios, no me permitió concluir mis estudios académicos. Soy apenas un autodidacta estudioso del problema agrario venezolano, como de los otros que constituyen la problemática nacional; pero con las inevitables lagunas en el conocimiento de esta materia de quien no ha seguido cursos sistematizados en aulas de estudios superiores.
El problema agrario venezolano es tan viejo como nuestra nación. La producción agrícola nació en Venezuela, como en la casi totalidad de los países de América Latina, bajo el signo del latifundio. Los reyes hispánicos otorgaban tierras a los colonizadores hasta donde alcanza la vista. Así fueron despojados los indígenas de sus propiedades con la circunstancia, en Venezuela, de que no existía una tradición de producción agrícola con cierto nivel de desarrollo, como en los países donde la población indígena había evolucionado y progresado antes del Descubrimiento y la Conquista. El indio venezolano vivió dentro de la encomienda y de la mina sin el acicate subconsciente del recuerdo, que en los mexicanos y peruanos fue fermento de rebeldías, de una época prehispánica en la que trabajara colectivamente la tierra.
En el discurrir de la Colonia fue operándose un proceso de evolución en nuestro país, como en los otros de América Latina, que culminó con el movimiento de emancipación de 1810 y que en Venezuela tuvo la característica muy definida de ser dirigido no por la burguesía, como la gran Revolución Francesa, porque no existía ese estamento en nuestra Patria, sino por el ala más radical y jacobina de la clase terrateniente.
Tal vez está aquí la explicación de un fenómeno que ha resultado incomprensible para la crítica histórica superficial. Mientras en Francia el pueblo iba resueltamente detrás de una burguesía iconoclasta que estaba quebrantando el sistema feudal de propiedad y era irreverente frente a todos los dogmas, en Venezuela los grupos populares no terminaban de creer en las promesas que les hada la clase terrateniente nacional.
Fue Juan Vicente González, que así se revelaba como un sagaz intérprete de nuestra realidad, quien por primera vez aportó la explicación de ese fenómeno paradójico de que las masas populares, antes remisas, acompañaran a Boves para destruir la Primera República, a la que llamamos la Patria Boba. Juan Vicente González señaló que el pueblo venezolano se sentía más cerca de aquel asturiano acriollado, que le hablaba su propio lenguaje y que le ofrecía repartirle las tierras de los criollos terratenientes, que del enguantado y blasonado Marqués del Toro.
Y fue Páez quien arrancó de los realistas la bandera popular de la revolución; porque no se limitó a la oferta que hadan los pioneros de 1810 de libertades públicas e independencia de España, sino que, concretamente, ofreció a sus llaneros que una vez terminada la guerra de Independencia distribuiría entre ellos las tierras confiscadas a los españoles realistas.
Bolívar, en 1816, en el Llano, cuando fue a incorporar a los llaneros al ejército patriota, aceptó la exigencia planteada por Páez de que se ofreciera a las tropas libertadoras que serían parceladas y divididas entre ellas las tierras confiscadas a los españoles una vez realizada la independencia, y dictó un Decreto-Ley, llamado de Repartos, que otorgaba tierras al campesinado en armas.
Bolívar, formado en el ideario político de la Enciclopedia, un revolucionario de su tiempo, comprendía perfectamente que junto con la independencia política de España había que ofrecer al pueblo venezolano concretas reivindicaciones sociales. Por eso, en un Decreto por él emitido, cuando la expedición de los Cayos de Haití, ofreció a los esclavos que se incorporaran a los ejércitos libertadores la manumisión y luego pugnó por que el Congreso promulgara una Ley de Repartos, consagración jurídica del ya citado Decreto del mismo nombre, emitido en 1816. Fueron reiterados los esfuerzos de Bolívar, y así consta en varios documentos, para que el Congreso promulgara la "Ley de Repartos", o de Reforma Agraria, como se llama a ese tipo de legislación en el léxico contemporáneo. Consecuente con su punto de vista sobre necesidad de dotar de tierras al campesino, dictó otro Decreto en 1824, en Chuquisaca (Bolivia), por el cual se establecía que "cada individuo de cualquier sexo o edad que sea recibirá una fanegada de tierra en los lugares pingües y regados, y en los lugares estériles y privados de riego recibirá dos".
En lugar de la Ley de Repartos propiciada por el Libertador, lo que promulgaron los rábulas al servicio de la idea latifundista fue una Ley de Haberes Militares y no el reparto en las tierras mismas, como textualmente exigía el Libertador. Mediante esta Ley de Haberes Militares se emitieron unos bonos muy parecidos a aquellos bonos de 1936, de la herencia de Gómez; y Laureano Vallenilla Lanz, en Cesarismo Democrático -un escritor y un libro que sin insospechables de veleidades heterodoxas en materia social-, señala que estos bonos fueron aceptados por Páez, por los Monagas y por otros caudillos militares, quienes habiendo ingresado pobres a la lucha por la independencia se contaban ya en los comienzos de las Segunda República, entre los mayores propietarios de tierras del país. A los soldados y oficiales de baja graduación sólo les quedaron sus cicatrices de guerra, los partes en los que se les reconocía su heroísmo y unas cuantas medallas de plata dudosa. Terminada la guerra, una gran masa de antiguos oficiales y soldados encontraron destruida su familia en el vórtice de veinte años de guerrear incesante; se encontraron sin tierra, sin oportunidades de trabajo estable, y entonces surgió aquel fenómeno de las partidas agavilladas en los Llanos, y muchos de los hombres que había hecho las Queseras del Medio, Pantano de Vargas y Boyacá se dedicaron al abigeato de ganado.
La respuesta de la Oligarquía Conservadora, muy honrada en lo administrativo y respetuosa de las libertades públicas pero con una extraordinaria insensibilidad social, fue dictar una drástica Ley de Hurtos y en lugar de ir a buscar las causas del desajuste colectivo, del desajuste social, en una distribución de la riqueza signada de iniquidades, lo que estableció fue la pena de azotes y aun de fusilamiento para quien en el Llano tasajeara un matute ajeno.
Páez fusiló a muchos de sus antiguos compañeros de armas en cumplimiento de esta Ley de Hurtos. Esos procedimientos punitivos, sin ajuste previo del desequilibrio social, fueron agravando el proceso de los conflictos colectivos. Ello puede apreciarse en la lectura de un libro extraordinariamente interesante del doctor José Santiago Rodríguez, titulado, si no me falla la memoria, Contribución al Estudio de la Guerra Federal en Venezuela. En él se palpa, a través de una copiosa documentación, cómo, en los años corridos del3ü al 58, en los que estalló ese gran movimiento de masas campesinas que fue la Guerra Federal, hubo un estado permanente de tensión en el campo entre los pocos propietarios de las tierras laborables y la inmensa mayoría de los desposeídos.
La Guerra Federal duró cinco años y fue arrasadora de vidas y de riquezas.
Los esfuerzos que había realizado la Oligarquía Conservadora para estructurar un Estado y para ordenar la Administración Pública, naufragaron en la vorágine de una guerra terrible. Así pagaron su delito de insensibilidad quienes estaban gobernando la República, con buena fe pero con el oído sordo ante el clamor de justicia social de las mayorías empobrecidas.
La Guerra Federal fue teóricamente conducida en torno a la disputa doctrinaria entre centralismo y federalismo, pero, en realidad, así la han calificado Gil Fortoul, Lisandro Alvarado, el propio Vallenilla Lanz, fue una guerra social, fue una lucha cuyos incentivos fundamentales eran la apetencia de tierra y de vida mejor del campesinado desposeído. Terminó esa guerra con el famoso Pacto de Coche. Liberales y Conservadores, en un amigable acuerdo de compadres, se repartieron el Poder, y Guzmán Blanco y Pedro José Rojas el saldo de libras esterlinas que quedaba del empréstito contratado por la dictadura de Páez con una firma londinense, la de Baring Brothers. A la Oligarquía Conservadora sucedió la Oligarquía Liberal, y el sistema de tenencia de la tierra permaneció inmodificado hasta que advino la dictadura obstinada, prolongada, de Juan Vicente Gómez, en cuyo discurrir se aceleró el proceso de la concentración de la tierra en pocas manos.
Gómez era un terrófago casi patológico. Él, sus familiares y amigos, acapararon casi todas las tierras laborables del país. Simultáneamente con ese acaparamiento de tierras surgieron dos fenómenos: El de un progresivo descenso de la producción agrícola de frutos exportables, café, cacao, y el afloramiento, hacia 1920, de la producción petrolera. Dos fenómenos paralelos: mientras que caía verticalmente la producción agrícola y pecuaria del país, ascendía geométricamente la producción petrolera hasta llegar en 1928 al primer boom, al primer "salto", en que el país se inscribió entre los grandes petrolíferos del mundo.
No se podía tener una idea exacta de cuál era la estructura del campo venezolano porque en aquellos años de empirismo de la dictadura gomecista, no se utilizaban siquiera rudimentos de investigación moderna; no se llevaban estadísticas. Fue en 1937 cuando se hizo el primer censo agrícola del país que desnudó dramáticamente la situación del campo venezolano.
Es bien sabido que sólo la tercera parte del territorio nacional está habitada. Allí está el área de territorio socialmente utilizable. Lo demás es hinterland, lo demás es tierra para colonizada en el futuro. Pues bien, según el censo de 1937, el 85% del área laborable del país estaba dedicado, tal vez más justamente podría decirse que estaba abandonado, a la producción de ganado que, más que cría de ganado, era cacería de ganado, a llano abierto. Los tres millones de hectáreas restantes eran la Zona Agrícola, de las cuales estaban en cultivo apenas setecientas mil es decir, que sólo ell% de la tierra laborable del país estaba cultivado y bajo el dominio de un número muy reducido de manos. De cincuenta mil propietarios, sólo dos mil quinientos (o sea el 5% de la población rural) poseían el 79% de las tierras agrícolas. Del medio millón de conuqueros sólo el 10% trabajaba en tierras suyas, y el resto laboraba de acuerdo con los métodos semifeudales de la medianería, de la aparcería y del arriendo. Estos datos fueron confirmados por los censos agrícolas, mucho más tecnificados, que se realizaron en 1941 y en 1950 y, por último, en la investigación que realizó en 1956, bastante precisa y esclarecedora, una misión técnica de la F.A.O., organismo especializado de las Naciones Unidas, junto con nuestro Ministerio de Agricultura y Cría.
Las conclusiones de esta última investigación son muy precisas y radiografían en una forma dramática el panorama agrario de Venezuela. Encontraron que en el país había unas cuatrocientas mil unidades agrícolas en explotación con una extensión de tres millones de hectáreas, sobre una superficie total explotable de treinta millones de hectáreas. De las fincas en producción, el 80% tenía una extensión, que las hada definitivamente antieconómicas e improductivas de apenas tres hectáreas. Esos minifundios ocupaban un millón de los treinta millones de hectáreas que, como ya he dicho, se considera el área socialmente útil, laborable del país. La población rural activa era de ochocientas mil personas, de las cuales si apenas cien mil eran propietarios con la circunstancia de que muchos de ellos eran propietarios de haciendas que, desde el punto de vista técnico, eran improductivas. De los casi tres millones de hectáreas cultivadas, sólo setecientas millo eran por los métodos modernos de industrialización y mecanización. En el resto, en los dos millones trescientas mil hectáreas, los sistemas prevalecientes eran los tan extendidos en los campos de nuestro país: la aparcería, el arriendo y la medianería.
Las consecuencias económicas y sociales de este sistema anacrónico e injusto de tenencia y explotación de la tierra se expresan en cifras de un dramatismo impresionante. A este respecto son concluyentes las informaciones aportadas en un estudio que realizó el Departamento de Sociología de esta Universidad, en asociación con la F. A. O., y que han sido publicadas en un trabajo suscrito por el profesor norteamericano George Hill. Se hizo un muestreo en trescientas cuatro familias campesinas dispersas en distintas regiones de la geografía nacional, y se llegó a la conclusión de que el 14% de esas familias tienen una economía exclusivamente de subsistencia, que producen para alimentarse, que viven en condiciones tan primitivas como las de los Caribes o Jirajaras que encontró Cristóbal Colón cuando, en su tercer viaje, descubrió la Costa Oriental de Tierra Firme, como se llamaba nuestra patria en la poética geografía de ese tiempo. El 46,4% tienen un ingreso familiar de apenas ochocientos bolívares por año y un millón doscientos cincuenta mil campesinos, la cuarta parte de los habitantes del país, un ingreso per-cápita de apenas once bolívares mensuales.
El reflejo en lo social y cultural de la infra-productividad de la inmensa mayoría de la masa rural venezolana es bien conocida de los venezolanos. Vive la mayoría de nuestra masa rural en ranchos. Hay más de setecientos mil en nuestro país y tal como dicho en un Congreso de Sanidad Panamericano una delegación de médicos especializados en enfermedades tropicales, presidida por el modesto y sabio Dr. Félix Pifano, el rancho más que protector de la especie humana, conspira contra ella. Aun los legos sabernos que el suelo de tierra es el cauce por donde penetran al organismo innumerables enfermedades intestinales. En estos días he leído con verdadera preocupación y angustia los trabajos realizados por el Dr. Torrealba sobre el Mal de Chagas, que es una especie de heredero en nuestros días de aquel terrible flagelo del paludismo, ya felizmente erradicado de Venezuela. Y el Mal de Chagas, que es el causante principal de esa misteriosa enfermedad X, o enfermedad N° 200, a que se refieren las estadísticas de mortalidad en Venezuela, es producida por un vector que encuentra su ambiente propicio en el techo de paja del rancho campesino.
El malestar económico de nuestra masa rural, unido a la falta de preocupación de los gobiernos autocráticos o dictatoriales por la educación popular, es uno de los causantes fundamentales de ese doloroso saldo de ignorancia y atraso que tiene nuestro país. La inmensa, la determinante mayoría de esos dos millones y medio de venezolanos analfabetos, está ubicado en el campo. Es precisamente en los Estados de más acusada fisonomía rural donde se aprecia un índice mayor de analfabetos. Es del 74% en Trujillo, por ejemplo, y llega en el Estado Portuguesa a una cifra tan alta como el 85% y es también en esta situación de miseria extrema, en esta condición de "vida infrahumana", para recordar una frase del Arzobispo de Caracas y Venezuela, en su famosa Pastoral del 1 ° de mayo de 1957, del vasto sector campesino donde radica una de las causas del escaso desarrollo industrial de nuestro país. Tenemos cerca de siete millones de habitantes pero no sería exagerado decir que apenas cantamos con dos millones de consumidores. En Venezuela no hay realmente, como se afirma, superproducción de textiles y superproducción de zapatos. En Venezuela lo que hay es infra-consumo de productos primarios y de productos manufacturados porque una gran masa de la población es un sector marginal, que apenas produce y que consume muy poco.
Por todas estas razones resulta inaplazable la realización de una Reforma Agraria en nuestro país y, en este sentido, se ha creado un estado de conciencia nacional del cual es una expresión muy definidora la forma como está integrada la Comisión designada por el Ministerio de Agricultura y Cría para estudiar la Reforma Agraria. Están en ella representados los sectores industriales; la Iglesia, por el señor Arzobispo; los sectores sindicales; los sectores técnicos, y, por supuesto, representantes de todos los Partidos Políticos que están actuando en el país. Esto significa que ya la Reforma Agraria no es hoy, como lo fuera en 1936, una consigna heterodoxa ribeteada de cierto sospechoso matiz bolchevique, sino una necesidad nacional en cuya realización están contentes todos los sectores de nuestra colectividad.
Este problema de la Reforma Agraria -y aquí vaya aportar no opinión de técnico, sino algunas de mis experiencias de gobernante- no puede ser concebido simplistamente como el sólo reparto de tierras entre los campesinos. Sería algo así como lanzar un objeto contundente sobre una piñata de tierras, para que a cada campesino le corresponda su trozo de suelo y se ilusione con él, así como el niño se ilusiona con el caramelo, o con el juguete que le cayó en las manos, cuando fue rota la vasija de barro y se desprendieron de ella los dones frágiles.
La Reforma Agraria tienen que ser enfocada, y en esto coinciden técnicos y estadistas, como una acción de conjunto, compleja. No basta con la distribución de tierras si junto con ella no va al campesino el crédito oportuno y barato; si junto con ella no va la sustitución de los métodos anticuados de producción, que en Venezuela son el arado romano, la chícura, el machete rozador y, lo que es peor, el fuego, por el tractor, por la sembradora y por la segadora mecánicas; y si junto con esta acción de carácter técnico y crediticio, no va al propio tiempo la asistencia y la orientación del campesino mediante una legión de agrónomos, de veterinarios, de expertos en producción agrícola; y, coetánea con esta serie de medidas, complementándolas, la acción social, la lucha contra el rancho, la lucha contra las enfermedades, es decir, para usar términos de estrategia militar moderna, que la Reforma Agraria debe realizarse con un sentido de guerra global, de guerra total.
Algo de eso tratamos de hacer nosotros, en una forma incipiente y durante un lapso tan limitado de gobierno, cuando nos correspondió el honor y la responsabilidad de dirigir los destinos de este país. Nos encontramos, el llegar al gobierno, en 1945, con un problema agrario secular, tan viejo como Venezuela misma y, como realizaciones, apenas con una Ley Agraria que no había comenzado a ser ejecutada. Nuestra acción consistió en comenzar a ubicar campesinos y para impedir desalojos fue dictado un decreto mediante el cual, durante un lapso prefijado, los desalojos no podían ser aplicados. Ante la apetencia de créditos del campesinado, se aumentó en una forma sensible el capital y las disponibilidades del Banco Agrícola y Pecuario, y se descentralizó su acción crediticia mediante agencias y sub-agencias distribuidas en todo el país. En el trienio 45-48 el capital y reservas del Banco Agrícola llegó al índice 562,9 igualando a 100 en 1948, y el índice del activo pasó a 562,6. También se creó la Corporación Venezolana de Fomento, encargada de otorgar créditos a las grandes empresas que fueran a industrializar el país. Fue entonces cuando se inició una política de desarrollo de la producción azucarera que ha permitido a Venezuela pasar de la situación de 1946, en que importamos cuarenta mil toneladas de azúcar de Cuba y del Brasil, a esta situación de hoy en que, cuando menos potencialmente, nuestro país es apto para exportar azúcar. La CEPAL, la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas, que es indiscutiblemente la más alta autoridad regional en materia económica y fiscal, en una monografía publicada en 1951 sobre Venezuela, estampó este concepto:
Puede decirse que el crédito agrícola ha sido nulo e insignificante hasta 1946, año en que fue fundada la Corporación Venezolana de Fomento y en que el Banco Agrícola y Pecuario intensificó su acción.
Nos encontramos con el problema de que había un número extraordinariamente limitado de técnicos agrícolas. Mediante aportes fiscales, el primero de tres millones de bolívares, pudo ser aumentado el número de estudiantes de Agronomía y Veterinaria, de mil doscientos y tantos que había en 1945, a cinco mil que había en 1948. Una de las cuestiones importantes, relacionada con el sistema de tenencia de la tierra en nuestro país, es el de la vaguedad de los linderos de las haciendas y el de la circunstancia de que en, numerosas ocasiones, fincas particulares han sido aumentadas mediante la incorporación a ellas, por métodos no legítimos, de ejidos y de baldíos nacionales. Era necesario iniciar un catastro y se comenzó. Y en sólo cuatro Estados de le Republica pudieron ser rescatadas para la nación unas setecientas mil hectáreas.
Había que plantearse también la cuestión de los caminos vecinales, que son muy importantes en nuestro país porque es a través de ellos como se pone en contacto el productor agrícola con los centros de consumo; cinco mil kilómetros de caminos vecinales se abrieron en esos años.
Las experiencias nacionales unidas a las de otros países, se conjugaron en una Ley de Reforma Agraria a la cual le puso el ejecútese presidencial don Rómulo Gallegos el 18 de octubre de 1948. Esa ley acaso pueda servir, complementada, ampliada y mejorada con las conclusiones a que llegue la Comisión de Reforma Agraria actual, como una buena pauta para la necesaria legislación agraria que habrá de promulgar el próximo Congreso Constitucional.
Es una ley realista, que contempla el problema agrario venezolano en sus distintas modalidades, en un país tan vasto y donde las regiones tienen características locales tan diferentes. Es una ley pragmática, que no se guía por criterios prefijados y dogmáticos, sino que a la compleja situación agraria de nuestro país le da soluciones varias. Así, establece como cuestión fundamental la creación de un organismo ordenador de todo el proceso de Reforma Agraria, el Instituto Agrario Nacional. Pero un organismo dotado de recursos económicos. Su capital inicial se fijaba en cien millones de bolívares, que hubiera aumentado sensiblemente porque se establecía que todos los años habría un aporte del 2 al 14% del Presupuesto General de Gastos de la Nación. El cumplimiento de esta disposición hubiera permitido al Instituto Agrario Nacional capitalizar sumas muy apreciables de dinero, para enfrentar el problema agrario. En materia de otorgamiento de tierras se establecía toda una variedad de métodos, desde el sistema de otorgamiento en usufructo de la tierra hasta el sistema de propiedad individual, pasando por el sistema de cooperativas. Esa Ley de Reforma Agraria tomaba en cuenta que no podían imponerse mecánicamente los sistemas de producción cooperativos, no obstante sus ya conocidas ventajas, porque en Venezuela la inmensa mayoría de los campesinos son conuqueros y este sistema no es sólo una forma antieconómica de producción sino también signo exa¬cerbado de individualismo. No tenemos nosotros en Venezuela una especie de tradición subyacente en la conciencia campesina, orientada hacia el trabajo en grupo. En Rusia el artel era anterior a la revolución del 18 (sic); en Bolivia el ayllu era anterior a la revolución del 51; en los países nórdicos -Noruega, Suecia, etc.-, el cooperativismo lleva décadas de existencia. En Venezuela el productor nuestro es esencialmente individualista. Se aprecia apenas en algunas regiones unos sistemas larvados de trabajo de grupo, que lo llaman la cayapa o el trabajo mano a mano, pero en realidad la tradición agraria en nuestro país es de un individualismo exacerbado. Será mediante un proceso educativo como se llegue a convencer al campesinado nuestro de las conveniencias y ventajas del trabajo cooperativo. Acaso lo más importante sea establecer un sistema de cooperativa de servicio muy similar al que existe en Estados Unidos en que el granjero es dueño de la tierra, es dueño del producto de su cosecha, pero utiliza cooperativamente con los otros miembros de la comunidad los tractores, los medios de transporte, los silos, etcétera.
La Ley Agraria del 48 fijaba en ciento cincuenta hectáreas de tierra de primera clase, con regadío, y en trescientas hectáreas de segunda clase, las que eran inexpropiables, cuando se dedicaban a la agricultura; y en cinco mil hectáreas en terrenos de primera clase y veinticinco mil hectáreas en tierras de segunda clase, las no susceptibles de expropiación cuando estaban dedicadas a la ganadería.
Se establecía una escala de expropiación, comenzando por las tierras ociosas, las tierras no cultivadas, las tierras pertenecientes a esas personas que para usar una expresión criolla ni lavan ni prestan la batea. Luego, las tierras trabajadas por ausentistas, por interpósita mano de encargados y así sucesivamente. Y esas tierras expropiables, serían pagadas a su justo precio porque, no se trataba de castigar al terrateniente como persona sino de terminar con un sistema an¬tieconómico, injusto, de tenencia y de explotación o de no explotación de la tierra, porque la mayoría de esos grandes latifundios están en la ruina.
Se establecía un sistema de pago, en parte, en dinero efectivo y el resto en bonos avalados por un Estado solvente, por un Estado sin deuda externa, o por lo menos que entonces no la tenía; pero, en todo caso, por un Estado relativamente rico, cuyos bonos se cotizan siempre por encima de su valor nominal. Y, un punto muy importante planteado en esa Ley de Reforma Agraria, era el relacionado con las tierras de regadío. Se establecía en uno de sus artículos que los sistemas de riego se consideraban de utilidad pública y su manejo sería regulado por disposiciones de una ley especial. Este es un problema de extraordinaria importancia, porque la Reforma Agraria en Venezuela tiene que estar ligada a una grande y ambiciosa política de riego. En este vasto espacio geográfico que es nuestra patria tenemos apenas unas doscientas y trescientas mil hectáreas de riego permanente. Lo demás son tierras sometidas a las alternativas caprichosas de la naturaleza, tierras que se anegan cuando viene un invierno muy intenso o que se retuestan cuando hay una sequía muy prolongada. Si algo tenemos que realizar en Venezuela es una política de riego similar a la que ha realizado México, a la que hicieron los Estados Unidos en Texas, a la que están iniciando algunos países del Medio Oriente, entre ellos Egipto. Un programa que nos permita irrigar en los próximos años por lo menos un millón de hectáreas.
Las ventajas de las tierras irrigadas son obvias: las conocen hasta las personas menos versadas en cuestiones del campo. Hasta tres cosechas anuales pueden obtenerse en tierras irrigadas. Los rendimientos de tierras irrigadas pueden compararse a los de los negocios urbanos. En Zueta (sic), del Estado Aragua, por ejemplo, donde estaban explotando para 1947 apenas tres mil de las seis mil hectáreas irrigadas, en sólo un año se obtuvo de utilidades del cuarenta por ciento de las inversiones y casi la totalidad de lo que se había invertido en construir esas obras de riego. Pero, aquí hay un aspecto muy importante: estaban en cultivo apenas la mitad de las tierras. Esto es inaceptable. Las tierras irrigadas deben estar cultivadas en su totalidad y a ese respecto el Estado debe adelantarse, cuando vaya a realizar una obra de riego, a obtener para la nación, a fin de utilizarlas con fines de reforma agraria y de incremento audaz de la producción agrícola, en la cual tenemos un déficit tan acusado, la mayor parte de las tierras que vayan a ser regadas. Algo de esto hicimos nosotros en el ensayo de El Cenizo, que fue detenido después del derrocamiento del Presidente Gallegos. Allí hay cien mil hectáreas de tierras planas muy ricas, porque a través de las décadas ha ido acumulándose en ellas el humus vegetal que desciende de las montañas andinas. Pues bien, esas cien mil hectáreas estaban en manos de la Corporación Venezolana de Fomento, porque una parte de ellas fue arrendada por plazos de noventa y tantos años a los Concejos Municipales, otras compradas y tal vez una o dos haciendas expropiadas y pagadas a su justo precio.
El programa de Reforma Agraria tiene que ir ligado a un programa de irrigación. Están estudiadas ya por el Departamento de Riego del Ministerio de Obras Públicas obras de riego que comprenden unas quinientas mil hectáreas. Es de desearse que el próximo Gobierno, cualquiera que fuere el que lo presida, se empeñe en que durante el quinquenio 1959-1964 por lo menos esas quinientas mil hectáreas sean irrigadas, utilizándose buena parte de ellas en una Reforma Agraria moderna y justiciera y, al propio tiempo, lográndose el incremento, en forma sensible, de la producción agropecuaria nacional.
Vaya concluir, ya que tal vez me he tomado más del tiempo debido, diciendo que la Reforma Agraria en Venezuela, además de ser una necesidad inaplazable de justicia social es un imperativo de liberación económica. Venezuela no puede continuar importando del exterior caraotas negras, arroz, un millón de huevos de gallina al día. Importando carne en el futuro, por el déficit tan acusado de nuestra producción de vacunos, porcinos y aves. Estamos utilizando los dólares que nos produce el petróleo -una riqueza transitoria, porque es una riqueza derivada de un producto típicamente no renovable- no para echar las bases y los fundamentos sólidos de una economía nacional, sino para importar del extranjero lo que perfectamente podemos y debemos producir en nuestro país. De tal manera que la Reforma Agraria viene a resultar así no sólo una ina¬plazable respuesta al reclamo de justicia que nos está haciendo la mayoría rural de nuestro país, sino también una vía insustituible para conducirnos hacia la independencia económica.
ROMULO A. BETANCOURT
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