David Hume
[1752]
INDICE DE LOS DISCURSOS
I.- Sobre el Comercio – II.- Sobre el lujo – III.- Sobre el dinero – IV.- Sobre el interés del dinero – V.- Sobre la balanza del comercio – VI.- Sobre la balanza del poder – VII.- Sobre los impuestos – VIII.- Sobre el crédito público.
DISCURSO PRIMERO
SOBRE EL COMERCIO
La mayor parte del género humano puede dividirse en dos clases: una de los espíritus superficiales, que no hacen más que desdorar la verdad, y otra de los espíritus sólidos, que la profundizan. La última es con mucho la menos numerosa, y me atrevo a decir que es la más útil y la más estimable. En efecto los que la componen a lo menos sugieren ideas y hacen nacer dificultades, que quizá nos siempre tienen talento para resolver; pero que muchas veces dan lugar a descubrimientos importantes si son manejadas por sujetos mas capaces y de un espíritu mas penetrante. El mayor defecto que puede reprehenderse en ellos es que sus discursos son siempre superiores a la capacidad del vulgo; pero si bien es cierto que cuesta un poco de trabajo el entenderlos, también es constante que en compensación se tiene el gusto de aprender las cosas que se ignoraban. Poco nos importa un autor que solo nos dice lo que diariamente se habla en los cafés.
Los hombres superficiales son naturalmente dados a desacreditar los entendimientos sólidos y pensativos que solo se ocupan en meditar e investigar, y no creen que pueda caber exactitud en todo lo que es superior a la esfera de su conocimiento. Confieso que hay casos en que a fuerza de refinar se hace un sabio sospechoso de error, o en que no discurre de modo alguno, y pasa por un hombre alegre y natural. Cuando alguno reflexiona sobre su conducta en algún negocio particular y se forma un plan de política, de economía, de comercio o de otro cualquiera asunto, no se le ocurre argumentar en forma, ni hacer un largo tejido de razonamientos. En cualquiera de estos casos sucedería seguramente algún accidente que descompondría la unión de sus silogismos, y de lo cual resultaría un efecto diferente del que él se habría imaginado. No sucede así cuando se discurre sobre asuntos generales; y puede asegurarse que las especulaciones nunca son demasiado sutiles siempre que sean exactas, y que la diferencia entre un hombre ordinario y un hombre de entendimiento consiste precisamente en la frivolidad o en la solidez de los principios de que uno y otro parten.
Los razonamientos generales parecen embrollados únicamente porque son generales: además no es fácil al común de los hombres distinguir en una infinidad de casos particulares, la circunstancia que es común a todos, o hacer de ella un extracto, digámoslo así, sin mezcla de otra alguna circunstancia inútil. Todos sus juicios, todas sus conclusiones son particulares. No les sería posible extender su vista a aquellas proposiciones universales que contienen en sí una infinidad de puntos individuales y encierran toda una ciencia en un teorema singular. Sus ojos se hallan confundidos y ofuscados con una perspectiva tan vasta, y las consecuencias que de ella resultan, por grande que sea la claridad con que se enuncian, parecen oscuras y confusas. No obstante esta obscuridad aparente, es cierto que los principios generales, si son sólidos y exactos, deben quedar siempre superiores, en el curso general de las cosas, bien que puedan salir fallidos en los casos particulares. Pero el curso general de las cosas es a lo que deben dirigir los filósofos principalmente su atención, sobre todo en el gobierno interior del Estado, donde el bien público, que es, o a lo menos se supone que debe ser su principal objeto, depende del concurso de una infinidad de circunstancias, en lugar que en el gobierno exterior depende de ciertos casos fortuitos y del capricho de un pequeño número de personas. Y de aquí es de donde nace la diferencia entre las deliberaciones particulares y los razonamientos generales, y que es causa de que la sutileza y el refinamiento convengan más a estos que a aquellas.
Yo he juzgado necesaria esta introducción a los Discursos siguientes sobre el Comercio, el Lujo etc. en atención a que quizás se hallarán en ellos algunos principios poco comunes, y que parecerán demasiado sutiles en asuntos tan triviales. Si son falsos convengo en que se reprueben; pero también convendrá advertir que no deben desecharse solo por la razón de que se apartan del camino trillado.
Aunque pueda suponerse bajo de ciertos respectos que la grandeza de un Estado y la felicidad de los Pueblos son dos cosas, independientes la una de la otra; con todo, respecto del comercio se las considera regularmente como inseparables; y puede decirse con verdad que así como la autoridad pública asegura el comercio y la felicidad de los particulares, del mismo modo las riquezas y la extensión del comercio de los particulares aumentan a proporción la autoridad y el poder Soberano.
Esta máxima, hablando en general, es incontestable, aunque tampoco puede menos de convenirse, en que es susceptible de algunas restricciones que por lo común nosotros nunca establecemos sino con algunas ligeras modificaciones y excepciones. Puede haber circunstancias en que el comercio, la opulencia y el lujo de los particulares, lejos de aumentar el poder Soberano, solo sirvan para disminuir sus fuerzas y para hacerle perder la autoridad entre sus vecinos. El hombre es un animal muy inconstante, susceptible de una infinidad de opiniones diferentes, de principios y de reglas de conducta, que de ningún modo se asemejan. Lo que tenía por verdadero, cuando pensaba de cierto modo, le parece falso luego que muda de dictamen.
El común de los hombres puede dividirse en labradores y artesanos u operarios. Los primeros se emplean en la cultura de las tierras, y los últimos reducen a artefacto los materiales que los primeros les suministran para las necesidades, o para el ornato de los hombres. Luego que el género humano salió del estado salvaje en que vivía a los principios, sin otra ocupación que la de la caza y la de la pesca, fue absolutamente necesario que se dividiese en estas dos clases; guardando no obstante esta diferencia que el numero de labradores componía a los principios la mayor parte de esta sociedad [1]. El tiempo y la experiencia han llevado la agricultura a tan alto grado de perfección, que la tierra puede fácilmente alimentar un número mayor de hombres que los que se emplean en cultivarla, y que los que se ocupan en las obras mas necesarias a sí mismos y a aquellos.
Si las manos superfluas se dirigen hacía las bellas artes, llamadas comúnmente las artes del lujo, resultará de aquí, un acrecentamiento de felicidad para el Estado,, puesto que procuran a muchos el modo de gustar los placeres, que sin ellas ni aun hubieran conocido. ¿No podría proponerse otro plan para ocupar estas manos superfluas? ¿El Soberano no podría reclamarlas, y emplearlas en sus escuadras y en sus ejércitos, para extender los límites de su dominación, y llevar la gloria del Espado hasta las Naciones más remotas? Es cierto que cuantos menos deseos y cuantas menos necesidades tengan los labradores y los propietarios de tierras, tantas menos manos tendrán, que emplear, y por consiguiente el superfluo de hombres en lugar de ser artesanos y mercaderes, podrían ser marineros o soldados, y reformar las armadas y los ejércitos; lo cual no puede hacerse cuando es necesario un gran número de artífices, para abastecer al lujo de los particulares. Esta es la razón por que parece que en el caso presente hay una especie de contradicción o de oposición entre la grandeza de un Estado y la felicidad de sus súbditos. Un Estado nunca es mas grande que cuando todos sus miembros superfluos se emplean en servicio del público. Las comodidades de los particulares exigen que todas las manos superfluas se empleen en su servicio. Lo uno no puede hacerse sino a expensas de lo otro. Y así como la ambición del Soberano debe rebajar el lujo de los particulares, del mismo modo el lujo de los particulares debe disminuir las fuerzas y poner en estrechura la ambición del Soberano.
Este razonamiento no es una quimera; está fundado sobre, la historia y la experiencia. La República de Esparta era sin contradicción mas poderosa que otro algún Estado del mundo, ni más poblado, ni de mayor extensión; y con todo no había en ella comercio, ni lujo, ni tampoco podía haberlos. Los Ilotas eran los labradores. Los espartanos eran los soldados, o los nobles. Es evidente que si los espartanos hubiesen vivido con comodidad y delicadeza y se hubiesen ocupado en el comercio y en las artes, nunca el trabajo de los Ilotas hubiera bastado para mantener tan gran número de personas. Esta misma política puede observarse en la República Romana. En efecto se descubre al través de las historias antiguas que las Repúblicas pequeñas levantaban y mantenían ejércitos mas grandes que los que podrían mantener hoy día los Estados que tuviesen un número tres veces mayor de habitantes. Se ha calculado que en todas las Naciones de la Europa la proporción entre los soldados y el pueblo es con corta diferencia como de uno a ciento. Pero leemos que sola la Ciudad de Roma con su pequeño territorio levantó y mantuvo en los principios diez legiones contra los Latinos. Atenas, cuyo territorio no tenía mas extensión que el Condado de York, envió a la Expedición de Sicilia cerca de cuarenta mil hombres [2]. Se dice que DIONISIO EL VIEJO mantenía siempre un ejército de cien mil hombres de infantería y de diez mil de caballería, sin contar una armada de cuatrocientas velas [3]; aunque su dominación no se extendía mas allá de Siracusa y su territorio, que ocuparían con corta diferencia la tercera parte de la Isla de Sicilia, además de algunas ciudades marítimas sobre las costas de Italia y de Iliria. Es cierto que los ejércitos de los antiguos no subsistían casi siempre sino del pillaje. ¿Pero no era preciso que también el enemigo pillase a su vez? ¿Puede imaginarse un medio peor que este para imponer contribuciones? Finalmente no puede alegarse razón alguna plausible de la superioridad del poder de las Naciones antiguas sobre las modernas a no ser la falta de comercio y de lujo. Como había pocos artesanos que alimentar, el trabajo de la gente del campo bastaba para mantener muchos soldados. Tito Livio dice que en su tiempo hubiera costado mucho trabajo a Roma levantar un ejército tan grande como el que envió a los principios de su fundación contra los Galos y los Latinos [4]. En lugar de los soldados que combatieron por la libertad bajo de Camilo tenia Roma en tiempo de AUGUSTO músicos, pintores, cocineros, comediantes y sastres. Y si el país estaba igualmente bien cultivado en una y en otra época, es evidente que podía mantener un número igual de gentes así de la una como de la otra profesión. El puro necesario no exigía más en un tiempo que en otro.
Con este motivó se presenta una cuestión bien natural. ¿Por qué, se dirá, no retroceden los Soberanos a las máximas de la política antigua, y no consultan en esta parte más bien a su interés que a la felicidad de sus súbditos?
Yo respondo que la cosa me parece enteramente imposible; porque la política antigua era violenta y contraria al curso más natural y más ordinario de las cosas. Se sabe cuan singulares eran las leyes que gobernaban a Esparta, y que muchos han mirado esta República como una especie de prodigio, atendiendo al carácter general-de los hombres, según se ha dado a conocer entre otras Naciones, y en diversos tiempos. Si el testimonio de los antiguos Historiadores estuviera menos expreso, menos uniforme, y menos circunstanciado, semejante gobierno parecería un ente de razón, una ficción, una cosa impracticable; y aunque Roma y otras Repúblicas antiguas estuviesen fundadas sobre principios un poco mas naturales; con todo fue necesario un concurso de circunstancias extraordinarias para sujetarlas a una carga tan pesada. Eran Estados libres de poca extensión, y como la guerra era el gusto dominante de aquellos siglos, todos los estados vecinos se hallaban continuamente sobre las armas. La libertad produce naturalmente hombres de Estado, particularmente en las Repúblicas pequeñas, y este espíritu de gobierno, este amor de la patria debe acrecentarse a medida que se aumentan las alarmas, y a medida que cada uno se ve obligado en todos los momentos a correr los mas grandes peligros por defenderse. Una serie continuada de guerras que se suceden, hace aguerridos a todos los ciudadanos; y todos por su turno salen a campaña, y durante el servicio se mantienen a sus expensas. Y aunque este servicio sea equivalente a un grande impuesto, con todo es menos sensible para un pueblo belicoso que combate por el honor, que mas quiere vengarse que pagar, y que no conoce ganancia, ni industria, ni placeres [5]. A esto puede añadirse la extremada igualdad de fortunas entre los habitantes de las Repúblicas antiguas, en las que perteneciendo los campos a diversos propietarios, eran capaces de mantener muchas familias, y hacían que el número de ciudadanos fuese muy considerable, aun sin comercio ni manufacturas.
Pero aunque la falta de comercio y de fábricas en un pueblo libre y muy belicoso pueda algunas veces no surtir otro efecto que el de empobrecer al público, siempre queda decidido, que en el curso ordinario de los negocios, produciría un efecto muy diferente. Es preciso que los soberanos tomen a los hombres como los encuentran, sin pretender introducir mutaciones violentas en sus principios y en su modo de pensar. El tiempo, la variedad de accidentes y de circunstancias son necesarias para obrar aquellas grandes revoluciones que tanto cambien la faz de las cosas de este mundo. Cuanto menos natural sean el fundamento y los principios sobre que está apoyada una sociedad particular, tanto mayor dificultad tendrá el legislador para formarla y ordenarla. El mejor método es acomodarse al humor general de los hombres y sacar de él el mejor partido que es posible. Pues bien, según el curso mas natural de las cosas, la industria, las artes y el comercio aumentan el poder del soberano del mismo modo que la felicidad de los súbditos; y la política que establece la grandeza pública sobre la miseria de los particulares, es una política violenta. Esto es lo que fácilmente se dejará conocer por medio de algunas reflexiones que vamos a hacer sobre las consecuencias que resultan de la ociosidad y de la barbarie.
En todas las partes en que las manufacturas y las artes no se cultivan es necesario que el grueso de la Nación se dedique a la agricultura; y si este gran número de labradores adquiere nuevas luces en el arte de cultivar la tierra, resultará una grande superfluidad de frutos de su trabajo, respecto a lo que basta para su mantenimiento. De aquí proviene el que ellos no hacen esfuerzo alguno para llegar a ser más hábiles y más industriosos, mientras que no pueden procurarse por medio de su superfluo alguna ventaja que conduzca a su placer o su vanidad. Llegan a hacerse naturalmente indolentes. La mayor parte de las tierras queda bien pronto inculta, y lo que se ha cultivado al fin no es de la misma importancia que antes por la incapacidad y la negligencia de los labradores. Si algún día la necesidad del Estado exige que un gran número de gentes se ocupe en el servicio público, el trabajo de los paisanos no produce ya un superfluo, con que pueda subsistir este gran número de personas. La habilidad y la industria de los labradores no se aumentan repentinamente. Se necesita tiempo para descuajar las tierras incultas, mientras que un ejército hace en pocos días, por un esfuerzo dichoso, la conquista de un país, o se desbanda por falta de subsistencia. De aquí proviene el que un pueblo, cual nosotros le suponemos, sea incapaz de un ataque o de una defensa regular y el que los soldados que pone en campaña sean tan ignorantes y poco diestros como sus labradores y sus artesanos.
Hay una infinidad de cosas en este mundo que no se alcanzan sino por medio del trabajo; y nuestras pasiones son el único resorte que nos mueve a trabajar. Cuando una Nación ve florecer dentro de su seno las manufacturas y las artes mecánicas, los propietarios de las tierras, del mismo modo que los arrendadores, se aplican a la agricultura, la estudian como una ciencia, y redoblan su industria y su atención. El superfluo de su trabajo no queda perdido; se trueca por las obras de los artesanos que les procuran las comodidades, y que el lujo hace bien pronto el objeto de sus deseos, y aun de sus ansias.
Esta es la razón porque una tierra produce infinitamente mas cosas necesarias a la vida que las precisas para la subsistencia de los que la cultivan. En tiempo de paz y de tranquilidad este superfluo se consume por los operarios y por los que cultivan las artes liberales. Pero es fácil al Estado convertir muchos de estos operarios en soldados, y el alimentarlos con este superfluo que proviene del trabajo de los paisanos. Así vemos que esto se practica en todos los Estados bien gobernados. Cuando el soberano levanta un ejército ¿qué sucede? Carga un impuesto. Este impuesto obliga a todo el mundo a disminuir el consumo de las cosas menos necesarias a su subsistencia. Los que trabajan en las obras de lujo se ven reducidos por esta misma causa a hacerse soldados o jornaleros por falta de ocupación. De manera que considerada la cosa abstractamente, no aumentan el poder del Estado sino en cuanto ocupan a muchas gentes, sin privar a nadie de lo necesario para vivir, y de modo que el Estado tenga siempre el derecho de reclamarlas. Esta es la razón porque cuanto mayor es el número de personas empleadas en obras que exceden del simple necesario, tanto mas poderoso es el Estado, cuando estas personas pueden pasar de este trabajo al servicio del soberano y de la patria.
En un país donde no hay manufacturas puede muy bien haber el mismo número de manos; pero no tendrá ni la misma cantidad, ni la misma especie de trabajo. Solo se hacen en él las obras de pura necesidad, o las que con corta diferencia pueden mirarse como tales, y que no sufren sino poca o ninguna disminución.
Parece pues, que la grandeza del soberano y la felicidad de los súbditos se componen muy bien entre sí, respecto del comercio y de las manufacturas. Es un método muy malo, y por lo común impracticable, el de obligar al labrador a atormentarse para sacar de la tierra mas de lo que necesita para la subsistencia de su familia. Que se le de lo que para él sea cómodo y agradable, y él por sí mismo se esforzará. Después de esto será muy fácil tomarle una parte del superfluo de su trabajo y emplearle en servicio del Estado, sin darle los retornos acostumbrados. Habituado una vez al trabajo le parecerá menos oneroso que si repentinamente le obligáis a aumentarle sin alguna recompensa ni salario. Esta máxima puede aplicarse a los otros miembros del Estado. Todas las especies de trabajo reunidas componen el fondo principal, y puede quitarse de él una gran cantidad sin que se conozca mucho. Un granero público, un almacén de ropas, un arsenal, son sin dificultad riquezas reales y una verdadera fuerza en un estado. El comercio y la industria no son en el fondo más que la unión de muchas especies de trabajo, que en tiempo de paz y de tranquilidad conducen para el bien estar y para los placeres de los particulares, y en otros tiempos pueden emplearse, en parte, en provecho del Estado y del público. Supongamos en lugar de una ciudad capital una especie de campo fortificado en que cada habitante se abrasa en ardor marcial, y en tanto celo por el bien público, que está dispuesto a sufrir las más grandes fatigas por el interés general. Este celo, esta afición no probarían, como en los tiempos antiguos, más que una disposición suficiente para la industria, y para la defensa de la comunidad. En tal caso convendría desterrar, como en los campamentos, todas las artes y todo el lujo, y limitando las mesas y los equipajes, hacer provisiones de víveres y forrajes mucho menos expuestos a verse pronto consumidos, que si el ejército estuviese cargado de sirvientes y de otras bocas inútiles. Pero como estas máximas suponen sentimientos demasiado desinteresados, y es muy difícil mantenerlas con vigor, es absolutamente necesario gobernar a los hombres por medio de otras pasiones, despertar su avaricia y ejercitarla en las artes y en el lujo. Entonces el campo se verá ciertamente cargado de un número considerable de bocas inútiles, pero en compensación los víveres se hallarán en una abundancia proporcionada. La armonía del todo se mantendrá, y hallándose la inclinación natural mas lisonjeada por este medio, los particulares, del mismo modo que el público, hallarán su cuenta en la observancia de estas máximas. El mismo modo de discurrir nos hará ver las ventajas del comercio extranjero, así respecto del acrecentamiento del poder público, como respecto del aumento de las riquezas y de la felicidad de los particulares. El comercio con el extranjero es un nuevo manantial de trabajo en la Nación, y el soberano puede aplicar la porción de él que juzgue necesaria al servicio público. Este comercio, respecto de las mercancías de afuera, subministra materiales a nuevas manufacturas, y con la salida de las de adentro nos hace despachar una infinidad de obras y de géneros que nosotros no podríamos consumir. Finalmente un reino que recibe y que envía muchas mercaderías debe tener mas artesanos, mas comodidades, mas lujo que un reino que se limita a sus ventajas naturales; y por consiguiente aquel debe ser mas poderoso, mas opulento, mas dichoso que este. Los particulares reciben el beneficio de estas comodidades en los países más remotos en que ellas lisonjean los sentidos y las pasiones. El Estado gana en esto el que aumentándose la industria por semejante medio se halla fortificado contra todos los accidentes que pudieran sobrevenir. Quiero decir, que de este modo se mantiene un número mucho mayor de hombres, los cuales en la ocasión pueden emplearse en servicio del estado, sin interrumpir el trabajo necesario para las necesidades y los trabajos de la vida.
Si consultamos la historia veremos que entre la mayor parte de las Naciones el comercio con el extranjero precedió a la perfección de las manufacturas interiores, e hizo nacer el lujo doméstico. Naturalmente nos inclinamos más a las invenciones extranjeras que a las de nuestro país; aquellas tienen el mérito de la novedad, y estas se perfeccionan lentamente, y nos parecen demasiado comunes. Así es que se gana mucho en enviar fuera de nuestro suelo lo que hay en él de superfluo, y que no puede venderse; en enviarlo, digo, al extranjero, cuyo clima o territorio no es favorable a semejantes producciones. Este es el camino por donde los hombres conocen los placeres del lujo y las ganancias del comercio. Una vez que se hayan despertado su delicadeza y su industria, se dedican gustosos a cuanto puede perfeccionar el comercio así interior como exterior: y esta es quizás la mayor ventaja que puede sacarse del comercio con el extranjero. En efecto este es el medio con que los hombres salen algunas veces de su indolencia y letargo: el lujo y la opulencia de una parte de la Nación, de que antes no tenían la menor idea, son objetos que los excitan a vivir con mas esplendidez que sus antepasados; los pocos mercaderes que poseen el comercio, así exterior como interior , amontonan ganancias inmensas; y habiendo llegado a hacerse rivales de la antigua nobleza por sus riquezas , excitan la emulación en otros aventureros de hacerse rivales de ellos en el comercio. La imitación es la que propaga las artes; nuestros artesanos, nuestros fabricantes teniendo a la vista las obras de los extranjeros, se abrasan en un deseo, y una emulación viva de perfeccionar las suyas en cuanto les es posible. Por un efecto de este sentimiento el hierro y el acero reciben entre estas manos laboriosas una brillantez igual a la del oro o a la de los rubíes de las Indias.
Una vez que los negocios de la sociedad hayan llegado a este punto, podrá una Nación perder la mayor parte de su comercio extranjero, sin dejar de ser poderosa. En efecto si los extranjeros dejan de sacar ciertas mercaderías que nosotros fabricamos será preciso dejar de fabricarlas y entonces las manos que trabajaban en ellas se ocuparán en otras obras de que estamos faltos nosotros mismos, y esto continuará hasta que cada individuo que posee riquezas en el país haya adquirido a precio de dinero todas sus comodidades, y en tan alto grado de perfección como desea; lo cual nunca podrá verificarse. La China está reputada por uno de los Imperios mas florecientes del universo, y con todo este Imperio tiene muy poco comercio exterior.
Yo espero que no se tendrá por digresión superflua la observación que me atrevo a hacer sobre este punto; y es que así como la mayor cantidad de artes mecánicas es ventajosa, del mismo modo cuanto es más grande el número de los que dividen entre sí los productos de ellas, tanto mayores son las ventajas que resultan. Una desproporción demasiado grande entre los ciudadanos debilita todos los estados. Cada uno debería, si fuese posible, gozar el fruto de su trabajo, o a lo menos debería estar en su mano el poderse procurar no solo las cosas absolutamente necesarias a la vida, sino también algunas de las que son puramente del gusto. Nadie puede dudar que esta especie de igualdad no sea muy conforme a la humanidad, ni que se dirija tanto a disminuir la felicidad de los ricos como a aumentar la de los pobres. Esto pues, acrecienta el poder del Estado, y hace que cada uno pague mas alegremente los impuestos extraordinarios. En el país donde las riquezas se hallan concentradas en un pequeño número es preciso que los poseedores de ellas contribuyan con unas cantidades prodigiosas para subvenir a las necesidades públicas; pero cuando las riquezas están divididas entre una multitud de personas, cada uno lleva su parte de las cargas, que por este medio se hacen mas ligeras, y los impuestos no causan diferencia alguna notable en el modo de vivir de cada uno.
Añádase a esto que en el país donde se hallan las riquezas depositadas en un pequeño número de individuos estos tienen todo el poder en su mano, y forman entre sí un concierto para hacer caer todas las cargas sobre los hombros del pobre pueblo, y le oprimen de manera que extinguen en él toda especie de industria.
En esto consiste la ventaja que la Inglaterra tiene sobre todas las naciones que existen, y que quizás han existido en otros tiempos. Es cierto que el inglés padece algún perjuicio en el comercio con el extranjero, lo que proviene en parte de la opulencia de sus artesanos, y en parte de la abundancia de dinero que circula en el país. Pero como el comercio con el extranjero no es el negocio más importante, nunca podrá entrar en concurrencia con la felicidad de tantos millares de personas. Y aun cuando los Ingleses no tuvieran mas ventaja que la de vivir bajo de un gobierno libre, esto solo les bastaría. La pobreza es una consecuencia, si no necesaria, a lo menos natural del gobierno despótico; aunque yo por otra parte dudo que la opulencia sea una consecuencia infalible de la libertad. Más bien me parece que es el efecto de ciertos accidentes, y de un cierto modo de pensar junto con la libertad. El Lord Bacon, hablando de las grandes ventajas que han alcanzado los Ingleses en sus guerras con la Francia, da por razón principal de esto la comodidad y la grande abundancia en que vivían el pequeño pueblo entre los primeros; y con todo los gobiernos de estas dos naciones eran muy semejantes en aquellos tiempos. Si los labradores y los artesanos están acostumbrados a trabajar por un salario muy reducido, y a no gozar sino de una parte muy pequeña de los frutos de su trabajo, les es difícil, aun en un gobierno libre, el mejorar de condición y obrar de concierto entre sí para hacer que se les suba el salario. Pero si están acostumbrados a vivir con cierta abundancia es fácil a los ricos en un gobierno despótico hacer que caiga todo el peso de los impuestos sobre los hombros de los unos y de los otros.
Parece que ya es opinión antigua que la pobreza del pequeño pueblo de Francia, de Italia y de España es en algún modo el efecto de la fertilidad superior del terreno y de la bondad del clima. No faltan razones para sostener esta paradoja. En un país tan bello como es el de estas regiones más meridionales la agricultura es un arte fácil: puede un hombre con un par de rocines cultivar un pedazo de tierra que dará al propietario una renta considerable. Los arrendadores no saben otro secreto que dejar su tierra de barbecho por espacio de un año, después que se ha cansado: y el calor del sol, junto con el tempero del aire, es bastante por sí solo para restituirla su fertilidad primitiva. De manera que los jornaleros de estos países, alimentándose a poca costa, trabajan por poco dinero. No tienen tierras ni caudal que los autoricen para pretender más que un salario muy pequeño; y por otra parte viven siempre en la dependencia de sus señores, que ni mejoran sus tierras, ni conocen que se deterioran y arruinan con la mala costumbre de darlas en arriendo.
En Inglaterra el país es rico, pero ingrato, y naturalmente infecundo: es preciso cultivarle a mucha costa, y no produce sino cosechas muy medianas cuando no se trabaja con un cuidado extremado y con un método que no deja una ganancia muy limpia sino al cabo de muchos años. Esta es la razón porque en Inglaterra un arrendador debe llevar un terreno considerable, y por un largo tiempo, condiciones que exigen una ganancia proporcionada. Los hermosos viñedos de Champaña y de Borgoña, que dan a sus propietarios más de cinco mil libras esterlinas por cada acre de tierra, se cultivan por jornaleros que apenas tienen pan; y la razón consiste en que estos jornaleros no tienen mas ajuar que sus brazos, ni otros muebles que algunos instrumentos, que todos juntos apenas cuestan veinte chelines. Por lo común los arrendadores lo pasan mucho mejor; pero los que engordan el ganado y hacen tráfico con él disfrutan aun mejores comodidades que todos los que cultivan la tierra: y esto por la misma razón; es decir, que es necesario que la ganancia sea proporcionada a los gastos y a los riesgos. El país que tenga un número de artesanos pobres igual al de los jornaleros y arrendadores indigentes, será generalmente miserable, porque todo el resto de los habitantes debe participar de su indigencia, cualquiera que sea su gobierno monárquico o republicano.
Podemos hacer la misma observación respecto de la historia del género humano. ¿Por qué razón pueblo alguno de los que están situados entre los trópicos no ha podido adquirir ningún arte, ninguna civilidad, ni introducir algún orden en su gobierno, ni finalmente disciplina alguna militar, cuando vemos que en los climas templados pocas naciones han estado privadas de todas estas ventajas a un tiempo mismo? La principal causa de este fenómeno consiste probablemente en el calor y en la igualdad del clima de la zona tórrida, que hacen que los habitantes no tengan necesidad de vestidos, ni de lienzos, ni de casas para cubrirse; lo que destruye en parte la necesidad, madre de la industria y de la invención. Curis acuens mortalia corda. Dejando a un lado que cuantos menos bienes de esta especie posea un pueblo tantos menos pleitos y querellas habrá en él; el caso de necesidad le servirá de policía establecida, y de autoridad reglada para protegerle y defenderle contra todo enemigo extranjero.
Notas:
[1] Mr. Melon asegura en su Ensayo político sobre el comercio que si actualmente se dividen los Pueblos de Francia en veinte partes, dieciséis serán de labradores o paisanos, dos solamente de artesanos, una de gente forense, de Iglesia, y de guerra, y otra de mercaderes, dependientes de la Real Hacienda , y vecinos de las Ciudades. En este cálculo seguramente hay error. En Francia y en Inglaterra, y aun en la mayor parte de los países de la Europa, la mitad de los habitantes vive en las Ciudades y entre los que viven en el campo hay muchos que son artesanos, y quizá mas de un tercio pertenece a esta clase.
[2] Thucid. lib. 7.
[3] Diod. Sic. lib. 2. Este cálculo me parece sospechoso, por no decir otra cosa peor, principalmente porque estos ejércitos no se componían de ciudadanos, sino de tropas mercenarias. Véase nuestro Discurso 1°.
[4] Tit. Liv. Cap. 27. Adeo in que laboramus, dice, sola crevimus, divitias, luxuriemque.
[5] Los más antiguos Romanos vivían en guerra perpetua con sus vecinos, y en latín anticuado la palabra hostis significa igualmente un extranjero y un enemigo. Esta advertencia es de Cicerón, que atribuye esta significación doble a la humanidad de los antepasados del Pueblo Romano, los cuales para suavizar en lo posible el yugo de un enemigo le designaban con el mismo nombre, que significaba un extranjero. Véase Cic. de of fic. lib. 2. Con todo es más verosímil y más conforme a las costumbres de aquel tiempo que la ferocidad de este pueblo llegó hasta mirar como enemigos a todos los extranjeros, y llamarlos con un mismo nombre. En efecto la máxima mas común de la política o de la naturaleza no permite mirar con buen semblante a los enemigos del Estado, ni que se les guarden los mismos miramientos que Cicerón atribuye a los primeros Romanos; desando aparte el que estos antiguos habitantes de Roma ejercían la piratería, como nos lo dice Polibio lib. VIII, que nos ha conservado el primer tratado que hicieron con los cartagineses, en el cual se halla esta anécdota. De manera que eran entonces, con corta diferencia, lo que hoy son los Corsarios de Argel y de Salí: esto es, que estaban en guerra continua con la mayor parte de las Naciones, y que las voces extranjero y enemigo eran para ellos muy sinónimas.
DISCURSO SEGUNDO
SOBRE EL LUJO
La palabra Lujo tiene una significación harto dudosa; puede tomarse hacía buena y hacía mala parte. Sin embargo se entiende por ella generalmente un cierto refinamiento en los placeres de los sentidos; y cada grado suyo puede ser inocente o reprehensible según los tiempos, los lugares y la clase de personas. En esta parte mas que en otro algún asunto de la moral es difícil fijar los límites que hay entre la virtud y el vicio. Creer que sea un vicio gustar de cierta especie de placer sensual, como el de comer bien y vestir con finura, es formarse una idea que solo puede hallarse en una cabeza acalorada con los vapores del fanatismo. Oí decir una vez que cierto hombre austero, cuya habitación tenia unas vistas muy hermosas, contrató con sus ojos no mirar jamás por la ventana, o a lo menos mirar sin sentir algún placer. Semejante es el pecado de beber vino de Champaña o Borgoña, con preferencia a la cerveza fuerte o a la cerveza común. Estos pequeños gustos no son vicios sino cuando se buscan a expensas de alguna virtud, como la generosidad o la caridad: así que también pasan por locuras, con mucha razón cuando por gozarlos arruina uno sus bienes, o se reduce a la mendigues. Pero son del todo inocentes cuando se procura tenerlos sin perjudicar a la virtud, y sin abandonar el cuidado que debe tenerse de la familia y de los amigos.
No ocuparse, por ejemplo, mas que en el regalo, sin afición alguna a los placeres de la ambición, del estudio, de la conversación, es señal cierta de una grande estupidez, y un vicio que enerva el cuerpo y el espíritu. No gastar sino para satisfacer esta especie de sensualidad, sin atender absolutamente a las necesidades de la familia y de los amigos, es tener un corazón desnudo de todo sentimiento de humanidad y benevolencia. Pero un hombre que cumple con sus obligaciones de amigo, de ciudadano, de padre de familia, no es digno de censura y reprehensión , si da en el lujo de tener una mesa un poco regalada.
Puesto que el lujo puede considerarse, bajo de estos dos diferentes puntos de vista, como inocente y como reprehensible, no podemos pensar sin admiración en las opiniones extrañas que respecto de esto se han sostenido. Los unos por un espíritu de libertinaje han elevado hasta las nubes un lujo vicioso, y nos le han representado como sumamente ventajoso a la sociedad. Los otros, moralistas acalorados, han hablado de él como de un manantial de corrupción, de desórdenes, de facciones en el gobierno civil. Nosotros procuraremos aproximar estas dos extremidades, haciendo ver primero que el siglo del lujo es el mas dichoso y el mas virtuoso; segundo, que el lujo deja de ser útil desde el instante en que deja de ser inocente , y que llevado al exceso llega a ser pernicioso, aunque quizás absolutamente no lo será para la sociedad política. Para probar el primer punto nos basta considerar los efectos del lujo tanto en la vida privada como en la vida pública.
La felicidad de los hombres , según el modo de pensar mas bien recibido , consiste en tres cosas , en la acción , en el placer y en el reposo; y aunque estas tres cosas deben estar mezcladas en diferentes proporciones según el humor y el carácter de las personas; con todo no puede excluirse una de las tres sin destruir en algún modo el gusto de todo este compuesto. La indolencia o el reposo ciertamente parece que contribuye poco a nuestra satisfacción: y con todo el sueño es necesario para remediar a la debilidad humana, que no podría sostener una serie continua y no interrumpida de ocupaciones o de placeres. El movimiento rápido de los espíritus, que pone al hombre fuera de sí mismo, llega finalmente a agotar el alma, y exige algunos intervalos de descanso, que aunque sean agradables por un momento, a la larga degeneran en languidez, en letargo, y destruyen toda suerte de placer. La educación, la costumbre y el ejemplo contribuyen mucho a fomentar en nosotros la inclinación hacía estas tres cosas: es preciso convenir en que si excitan el gusto de la acción y del placer también son al mismo tiempo favorables a la felicidad de los hombres. Cuando florecen las artes y la industria, el tiempo se pasa en trabajar y en regocijarse. La industria y las artes nos facilitan los medios para ocuparnos, y los placeres son el fruto y la recompensa del trabajo. Con él se fortifica el espíritu, sus facultades se aumentan, y se previenen los inconvenientes que producen la pereza y la ociosidad; porque la aplicación continua a una honesta industria tiene la alma ocupada, y suministra medios para satisfacer sus mas naturales deseos.
Si desterráis las artes de la sociedad privareis al hombre de acción y de placer, y en su lugar no le dejareis mas que la indolencia, la cual también desnudareis de todo gusto: porque en efecto el reposo no es agradable sino cuando sucede a la fatiga, y recrea el espíritu que ya se halla agotado con la demasiada aplicación y trabajo.
Otra de las ventajas que trae consigo la industria y el refinamiento en lo que toca a artes mecánicas, consiste en que regularmente las artes liberales se resienten de él, y parece que estas no se perfeccionan sino a medida que aquellas se van cultivando de mas. El mismo siglo que produce los grandes filósofos, los buenos políticos, los grandes capitanes y los poetas célebres, produce también excelentes fabricantes de paños, y hábiles constructores de navíos. Nosotros no podemos razonablemente lisonjearnos de que una Nación que no tiene tintura alguna de la Astronomía, ni de la Moral pueda llevar las fábricas de paños a la mayor perfección. El espíritu del siglo influye sobre todas las artes, y una vez que el espíritu de los hombres haya salido de su letargo, y esté puesto en una cierta fermentación, se vuelve por sí mismo hacía todas partes y lleva a la perfección todas las artes y todas las ciencias. La ignorancia crasa se destierra entonces absolutamente. El hombre goza del privilegio que pertenece a las criaturas racionales, que es el de pensar y de obrar, disfrutar los placeres del espíritu, y también los del cuerpo.
Cuanto mayores son los progresos que hacen estas artes amables, tanto, mas sociable se va haciendo el hombre; y es imposible que personas de un espíritu iluminado con las luces de la ciencia y que poseen un fondo de conversación puedan complacerse en la soledad, o vivir con sus conciudadanos en aquella separación que es propia de las naciones ignorantes y bárbaras. Tienen asambleas en las Ciudades que habitan; gustan de recibir y de comunicar la ciencia, de hacer que todos conozcan su talento, su cultura, su buen gusto en la conversación y el modo de anunciar sus ideas. La curiosidad seduce al hombre de entendimiento, y el necio es seducido por la vanidad. El uno y el otro lo son por el placer. Por todas partes se forman tertulias (cotteries) y sociedades particulares. Los dos sexos se encuentran y se aproximan con un modo honesto y civil, y un hombre bien educado y de talento sirve de modelo a otros muchos; de suerte que si a esto se añaden las perfecciones que adquieren en la cultura de las ciencias y de las artes liberales, no puede menos de suceder el que se hagan mas humanos y mas amables conversando acerca de ellas los unos con los otros, y procurándose mutuamente el placer y la diversión. Así es como la industria, la ciencia y la humanidad se ligan entre sí con un vínculo indisoluble; y la experiencia, de acuerdo con la razón, hace ver que estas tres cosas son particulares a los siglos mas civilizados y mas entregados al lujo.
Sin embargo, todas estas ventajas no se logran sin inconvenientes. La mayor parte de los hombres refina mucho los placeres, y otros los llevan al exceso; pero nada hay tan contrario al verdadero placer como el exceso del placer mismo. Puede asegurarse positivamente que los Tártaros son muchas veces mas culpables de una gula brutal, regalándose con la carne de sus caballos muertos, que los cortesanos de Europa que mas refinan sobre la cocina. Y si el amor desordenado, si el adulterio es mas frecuente en los siglos civilizados que en los tiempos de ignorancia y de barbarie; sí muchas veces es mirado solamente como una especie de galantería, la embriaguez en compensación es mucho mas rara en ellos, y todos saben que este es el vicio mas odioso y mas pernicioso, tanto para el espíritu como para el cuerpo, como me sería muy fácil probarlo no solo con el testimonio de Ovidio y de Petronio, sino también con el de Seneca y de Catón. Nadie ignora que en tiempo de la conjuración de Catilina, Julio Cesar se vio precisado a poner en manos de Catón un billete dulce que revelaba un comercio amoroso entre él y Servilla, hermana de Catón; y que al leerle este severo Censor, mirando a Cesar con indignación, no pudo menos de llamarle en el primer movimiento de su cólera borracho; epíteto que le pareció mas vergonzoso que el que pudiera haberle dado con mas justicia.
Pero no solo en la vida privada son cosas ventajosas la industria, el saber y la humanidad; lo son también en la vida pública, y no contribuyen menos a hacer un estado floreciente y respetable que a hacer prosperar los particulares. El aumento y el consumo de una infinidad de cosas que sirven para el ornato o para el placer de la vida, son una ventaja real para la sociedad; porque al mismo tiempo que multiplican los gustos de los particulares forman una especie de almacén de trabajo que en las necesidades del Estado puede emplearse en el servicio público. Una Nación, en la cual no se trate de estas superfluidades, vivirá necesariamente en la languidez y en la indolencia, perderá todos los placeres de la vida, y nada hará por el Estado, cuyos ejércitos y armadas no será posible que se mantengan por la poca industria de tantos miembros desocupados y perezosos.
Los límites de los Estados de Europa son hoy día con corta diferencia los mismos que eran hace doscientos años; ¿pero qué distancia no se halla de aquellos tiempos a estos respecto al poder y a la grandeza de unas mismas naciones? ¿Y a qué puede atribuirse sino al acrecentamiento de las artes y de la industria? Cuando Carlos VIII. Rey de Francia invadió la Italia no llevó a esta expedición sino cerca de veinte mil hombres, y no obstante observa Guicbardino que este armamento agotó a la Nación en tal manera, que en mucho tiempo no se vio en estado de hacer otro esfuerzo igual. El último Rey de Francia ha tenido en tiempo de guerra hasta cuatrocientos mil hombres sobre las armas [1], aunque desde la muerte del Cardenal Mazarino hasta la suya se vio metido en muchas guerras que duraron cerca de cuarenta años.
He dicho que la industria debe sus principales adelantamientos a las ciencias inseparables de los siglos en que reinan las artes y el lujo; ahora añado que las ciencias son las que ponen al soberano en estado de sacar las mayores ventajas de la industria de sus súbditos. Las leyes, el buen orden, la policía, la disciplina, no pueden llevarse a un cierto grado de perfección sin que la razón humana se haya aguzado antes ejercitándose en las obras mecánicas y aplicándose a las artes mas vulgares, y sobre todo al comercio y a las manufacturas. ¿Puede creerse que tendrá bien reglado su gobierno un pueblo que no sabe hacer un torno, ni servirse útilmente de un telar? Prescindo ahora de que los tiempos de ignorancia están tocados de las supersticiones que precipitan el estado hacía su decadencia, y apartan a los hombres de la prosecución de su interés y de su felicidad.
La ciencia exige naturalmente en el arte de gobernar cierta dulzura y cierta moderación. Hace ver las ventajas que traen consigo las máximas de la humanidad, comparadas con las del rigor y la severidad; las cuales impelen los súbditos a la rebelión y oponen dificultades insuperables para que vuelvan a la sumisión, haciendo desvanecer toda esperanza de perdón. Cuando el humor de los hombres ha llegado a dulcificarse tanto cuanto su razón está perfeccionada, entonces es cuando esta humanidad brilla con mas resplandor, y entonces es cuando se ve la señal característica que distingue un siglo civilizado e ilustrado de los tiempos de ignorancia y de barbarie. Las facciones son entonces menos inveteradas, las revoluciones menos trágicas, la autoridad menos severa, y las sediciones menos frecuentes. Hasta las guerras extranjeras son menos crueles, y en el mismo campo de batalla en que el honor y el interés hacen a los hombres tan poco susceptibles de compasión, como de miedo, se ve a los vencedores despojarse de la ferocidad y revestirse de los sentimientos propios de la humanidad.
No hay motivo para temer que los hombres perdiendo su humor salvaje y feroz, pierdan también sus cualidades guerreras, y sean por eso menos intrépidos y menos valientes en la defensa de su patria y de sus libertades. Las artes no enervan ni el espíritu, ni el cuerpo. Al contrario la industria, que es una consecuencia necesaria de ellas, da nuevas fuerzas al uno y al otro. Y si la cólera que se dice es la piedra de toque del valor, pierde un poco de su rudeza con la cultura, y el refinamiento de las costumbres, siempre permanece un sentimiento de honor que se fortifica con aquella elevación de espíritu, que producen el saber y la buena educación, y que es una disposición mas fuerte, mas constante, y mas fácil de manejar que otra alguna. Añádase a esto que el valor ni es durable, ni es útil cuando no está acompañado de la disciplina y de una cierta capacidad militar, que pocas veces se halla entre las naciones bárbaras. Los antiguos observan que Dátames era el único bárbaro que hubiese conocido jamás el arte de la guerra. Y Pirro viendo a los romanos ordenar su ejército con algún arte y pericia gritó diciendo con admiración: Estos bárbaros nada tienen de bárbaro en su disciplina. Es muy de notar que los primeros romanos aplicándose solamente a la guerra, fuesen el único pueblo no civilizado en quien floreció la disciplina militar; así como los italianos son en Europa el único pueblo civilizado en quien no se advierte ni bravura, ni humor marcial. Los que atribuyen la molicie de esta nación a su cultura, al lujo y a las artes que reinan en ella, no tienen mas que volver los ojos hacía los franceses y hacía los ingleses, cuya bravura es tan incontestable como su gusto por el lujo y su aplicación infatigable al comercio. Los historiadores italianos nos dan razones muy concluyentes de esta especie de bastardía. Nos ponen a la vista el modo con que todos los soberanos de Italia se hallaron desarmados a un tiempo mismo; mientras que la aristocracia veneciana temía las empresas del pueblo, el gobierno popular de Florencia se aplicaba enteramente al comercio: Roma estaba gobernada por Clérigos, y Nápoles por mujeres. El oficio de la guerra ya no fue desde entonces mas que recurso de miserables: estos soldados de fortuna se guardaban mutuamente sus miramientos, y con grande admiración de todo el mundo hacían que durase un día entero lo que ellos llamaban una batalla, y se retiraban por la noche a su campo sin haber perdido un solo hombre y sin haber derramado una gota de sangre.
Lo que principalmente ha excitado a los moralistas severos a declamar contra el lujo y el refinamiento en los placeres es el ejemplo de la antigua Roma, que juntando a su pobreza y su rusticidad mucha virtud y prudenciare elevó al mas alto grado de grandeza y libertad; pero habiendo tomado de los Griegos y de los Asiáticos, a quienes había subyugado, el lujo y la delicadeza, cayó en una especie de corrupción , de la cual nacieron las sediciones y las guerras civiles, qué finalmente fueron seguidas de la pérdida total de la libertad.
Todos los autores clásicos Latinos que nos hacen decorar en los Colegios, están llenos de estos sentimientos, y atribuyen generalmente la ruina del estado a las artes y a las riquezas traídas del Oriente; y hasta el mismo Salustio habla del gusto por la pintura como de un vicio igual a la incontinencia y a la embriaguez. Eran tan comunes estas ideas en los últimos tiempos de la República, que el mismo autor no se cansa de exaltar la rígida virtud de los antiguos romanos, no obstante que él era un modelo bastante bello de lujo y de corrupción moderna. Vitupera la elocuencia de los Griegos, aunque era él mismo el escritor mas elegante del mundo. ¿Qué mas? emplea muy fuera del caso las digresiones y declamaciones sobre este asunto, aunque era él un modelo de gusto y de exactitud.
Pero sería fácil probar que estos escritores han errado la causa de los desórdenes acaecidos en la República Romana, que ellos atribuyen al lujo y las artes; pues realmente no procedían sino de la mala constitución del gobierno, y de aquel prodigioso número de conquistas. El lujo y el refinamiento en los placeres no son las causas primitivas de la venalidad y de la corrupción. El valor en que todo hombre aprecia cada placer en particular, depende de la comparación y de la experiencia. Un mozo de esquina que se regala con jamón y bebe aguardiente, es quizás tan avaro como el Gran Señor, que se regala con hortelanos y vino de Champaña. Las riquezas son importantes en todos los tiempos, y para todos los hombres, porque sirven para comprar los placeres a que están acostumbrados y por los que tanto anhelan. No hay cosa que pueda limitar ni reglar el amor de las riquezas sino el sentimiento del honor y de la virtud, que sino es precisamente igual en todos los tiempos, a lo menos será naturalmente mucho más común, y será llevado a más alto grado de perfección en un siglo de luces y dado al lujo.
De todos los reinos de Europa, Polonia es el único que parece estar mas escaso de artes, así pacíficas como militares, tanto mecánicas como liberales; y con todo aquel es el centro de la venalidad y de la corrupción.
Parece que los nobles no se han mantenido en su derecho de elegirse Rey, sino por conservar su interés personal; y las intrigas que hay en ocasiones de esta naturaleza, casi son la única especie de comercio que conoce esta Nación.
Las libertades de los Ingleses, lejos de haber decaído después que se introdujo el lujo, nunca han estado tan florecientes ni tan sólidas; y aunque parezca que la corrupción se ha aumentado mucho entre nosotros en estos últimos tiempos, es preciso atribuirla principalmente al establecimiento de nuestra libertad, después que nuestros Príncipes han reconocido la imposibilidad de gobernar sin Parlamento o de aterrar a los Parlamentos con la fantasma de sus prerrogativas. Prescindo ahora de que esta corrupción o venalidad toca menos a los elegidos que a los electores, y por consiguiente no puede ser un efecto del lujo.
Si consideramos la cosa bajo de su verdadero punto de vista, hallaremos que el lujo y las artes mas bien son favorables que nocivas a la libertad; y si no la producen en el gobierno, a lo menos tienen la propiedad de conservarla una vez establecida. Entre las Naciones rudas y groseras en que están menospreciadas las artes, no se conoce otra ocupación que el cultivo de la tierra, y toda la sociedad está dividida en dos clases; los propietarios de tierras y sus vasallos, o arrendadores. Estos últimos viven necesariamente en la dependencia, o a lo menos han nacido para la esclavitud y la sujeción; particularmente si son pobres, y se distinguen poco por su conocimiento en la agricultura, como siempre debe suceder en un país en que las artes estén abandonadas. Los primeros se erigen naturalmente en pequeños tiranos, y los unos y los otros se ven precisados a ponerse bajo la dominación de un soberano, para mantener la paz y el buen orden; o suponiendo que quieran mantenerse en su independencia, como los antiguos Barones, se exponen a rencores inmortales y se sumergen en un océano de querellas y de contiendas, que ponen todo el país en combustión e introducen en él una confusión quizá mas perniciosa que el gobierno mas despótico. Pero cuando el lujo fomenta la industria y el comercio, el labrador cultivando su campo se hace rico e independiente, el negociante y el fabricante adquieren su parte en la propiedad de las tierras; lo cual les da poder, autoridad y un rango medio en la sociedad, que es el apoyo mas firme, y la base de la libertad. Estos nuevos propietarios de tierras con un espíritu tan limitado como sus labradores, no aspiran a la tiranía como los Barones, y por la misma razón no se ven tentados de la máxima de favorecer el despotismo del Soberano, con el fin de adquirir ellos mismos un poder que no ambicionan. No piden más que leyes equitativas que los mantengan en su propiedad y les aseguren la posesión pacífica de los bienes que han adquirido, y esta es la razón porque no desean mas que vivir preservados de la tiranía monárquica o aristocrática.
La Cámara de los Comunes es el apoyo mas firme de nuestro gobierno popular; y todo el mundo conviene en que debe su principal influencia y la consideración de que goza al acrecentamiento del comercio, el cual pone a los Comunes en estado de entrar a la parte en la adquisición de las tierras. Así es que carecen de todo fundamento los que se desatan contra el lujo y el refinamiento de las artes, y nos le representan como el escollo de la libertad y del celo por el bien público.
Declamar contra el tiempo presente y exaltar la virtud de nuestros antepasados es una manía común a todos los hombres; y como solo se trasmiten a la posteridad los sentimientos y las opiniones de los siglos civilizados, de ahí proviene el que nosotros encontremos tantos decretos severos contra el lujo, y aun contra las ciencias, y de ahí viene también el que ahora subscribamos con tanto gusto a estos mismos decretos. Pero es fácil descubrir el error comparando diversas naciones contemporáneas de las que formamos juicio más imparcial, y que mejor podemos oponer entre sí con respecto a sus costumbres, de que estamos suficientemente instruidos. La perfidia y la crueldad, que son los mas odiosos y mas perniciosos de todos los vicios, parece que han sido peculiares a los siglos groseros y no civilizados. Los Griegos y los Romanos, que eran pueblos tan refinados, atribuían estos vicios a todas las naciones bárbaras de que estaban rodeados; y podían presumir con justicia que sus propios antepasados, cuya celebridad es por otra parte tan grande, no eran gente mucho mas apreciable, y que eran tan inferiores a sus descendientes en materia de probidad o de humanidad, como en materia de ciencias y de gusto.
Celébrese cuanto se quiera a un antiguo Franco o Sajón; por lo que a mí toca no creo que haya en el mundo hombre alguno que no creyese menos segura su vida y su bienes en las manos de un Tártaro o de un Iroqués que en las de un caballero Frances o Ingles; esto es, de dos especies de hombres los mas pulidos de las Naciones mas pulidas.
Pasemos ahora al segundo punto que nos hemos propuesto examinar, a saber, que un lujo moderado y un refinamiento inocente en los placeres es ventajoso al público, así como deja de serlo luego que deja de ser inocente; y que cuando el lujo se lleva mas allá de sus límites se hace pernicioso, aunque quizás no lo sea con respecto a la sociedad política.
Consideremos primero lo que nosotros llamamos lujo vicioso. Nada de cuanto lisonjea los sentidos puede ser por su naturaleza vicioso. El placer no degenera en vicio sino en cuanto impele al hombre a hacer gastos excesivos, que le impiden cumplir con sus obligaciones y hacer el bien que exigen su situación y fortuna. Supongamos que evita este escollo y que emplea una parte de su gasto en la educación de sus hijos, en asistir a sus amigos y en socorrer a los pobres, ¿qué perjuicio puede resultar de aquí a la sociedad? Siempre se verificará el mismo consumo, y el producto de trabajo que un hombre gasta hoy en una pequeña diversión servirá para alivio de miserables y procurará el placer y la satisfacción de muchos. Los mismos cuidados y las mismas fatigas que se emplean en preparar el Pastel de Navidad darían pan a toda una familia por espacio de seis meses. Decir que sin un lujo vicioso el trabajo no se extendería a todo, no es mas que decir que en la naturaleza humana se hallan otros defectos fuera de la indolencia, de la avaricia y de la inatención a los demás hombres, para quienes el lujo es en algún modo un remedio; así como un veneno puede servir de antídoto para otro veneno: pero la virtud es semejante al alimento mas saludable , y mas eficaz que el veneno mas bien corregido.
Supongamos el mismo número de personas que hay al presente en la Gran Bretaña, con el mismo clima y el mismo territorio. Pregunto yo ¿sino serian mas dichosas con el modo de vivir mas perfecto que pueda imaginarse, y con la mayor reforma de costumbres que pudiese obrar en ellas el todopoderoso? Sería extravagancia manifiesta el negarlo. Como el país puede alimentar muchos mas habitantes de los que tiene, jamás experimentarían otros males que los que resultan de la debilidad del cuerpo; y estos males no componen la mitad de las miserias humanas. Todos los demás son efecto o de nuestros vicios o de los de otros; y por lo común muchas de nuestras enfermedades no tienen otro origen. Si desterráis el lujo vicioso sin proscribir la ociosidad, la holgazanería y la indiferencia para con los demás, no haréis otra cosa que disminuir la industria en el Estado, sin aumentar la caridad ni la generosidad. Contentémonos pues, con decir que dos vicios opuestos pueden ser más ventajosos en el Estado que el uno de los dos solo; pero guardémonos bien de afirmar que el vicio en sí es ventajoso.
¿No cometió una imprudencia muy grande cierto autor cuando afirmó en un lugar de su libro que las distinciones morales son invenciones de los políticos para mantener el interés público, y sostuvo en la página siguiente que el vicio es ventajoso al Estado? [2] Con efecto en cualquiera sistema de moral parece que nada menos habrá que contradicción en los términos, si dice del vicio que en general es ventajoso a la sociedad.
Yo he creído debía extenderme un poco sobre este asunto para aclarar una cuestión filosófica que se ha agitado muchas veces en nuestra Inglaterra. La llamo filosófica y no política; porque ¿cuál puede ser la consecuencia de una metamorfosis tan milagrosa en el género humano, sino la de dotar a todos los hombres de toda suerte de virtudes y librarlos de todo vicio? Pero esto no pertenece al Magistrado que solo aspira a las posibilidades. El no puede desterrar vicio alguno, substituyéndole una virtud; y muchas veces no puede desterrar uno sin abrir la puerta a otro: y en este caso debe preferir el menos funesto a la sociedad. El lujo llevado al exceso es el origen de muchos males, pero en general es preferible a la ociosidad y a la holgazanería, que indubitablemente le reemplazarían; y así el uno como el otro son más perniciosos al público y a los particulares. Cuando reina la ociosidad, reina también entre los particulares un modo de vivir grosero y miserable, sin placer y sin sociedad: y si en estas circunstancias exige el soberano el servicio de sus súbditos, el trabajo del país, que apenas da lo necesario para los trabajadores, tampoco podrá abastecer a los que se emplean en el servicio público.
Notas:
[1] La inscripción de la plana de Vandoma dice 440.000.
[2] Véasela fabula de las abejas.
DISCURSO TERCERO
SOBRE EL DINERO
El dinero, hablando con propiedad, no es una mercancía, y sí solo un instrumento para el negocio; por unánime consentimiento han convenido los hombres en que sirva para facilitar el cambio de un género por otro. No es propiamente la rueda que hace andar al comercio, sino el unto viejo que se da a la rueda, para que voltee con más viveza y facilidad. Si consideramos a cada reino en sí mismo, es evidente que la mayor o menor cantidad de dinero no es de gran consecuencia, puesto que el precio de las cosas se proporciona siempre a la cantidad de dinero, de tal manera que en el reinado de ENRIQUE VII, se hacía tanto con un escudo como hoy con una libra esterlina. Solo el estado es a quien trae cuenta la abundancia de dinero, ya en las guerras, ya en las negociaciones con las potencias extranjeras. Esta es la razón porque todos los estados ricos y comerciantes desde Cartago hasta la Inglaterra y la Holanda inclusivamente, se han valido de las tropas mercenarias que les suministraban sus vecinos indigentes. Si se hubieran servido de sus súbditos naturales, hubieran hallado menos ventajas en la superioridad de sus riquezas y de la cantidad de oro y plata que poseían; puesto que la paga de un hombre que sirve al público debe proporcionarse siempre con la opulencia pública. Nuestro pequeño ejército de veinte mil hombres nos cuesta tanto como un ejército tres veces más numeroso a la Francia. La armada Inglesa en la última guerra necesitaba tanto dinero para mantenerse, cuanto exigieron en tiempo de los Emperadores todas las Legiones Romanas que subyugaron el mundo entero. [1]
La cantidad de pueblo y de industria son dos cosas ventajosas en toda, especie de caso, tanto para dentro como para fuera, para el particular y para el público; pero el dinero tiene un uso muy limitado, y su demasiada abundancia puede perjudicar a una Nación en su comercio con los extranjeros.
Parece que hay en los negocios de este mundo un concurso dichoso de causas, que oponen obstáculos al acrecentamiento excesivo del comercio y de las riquezas, e impiden que se concentren en una sola Nación. Una vez que un pueblo se haya adelantado a otro en el comercio, es muy difícil a este último reconquistar el terreno que ha perdido; porque el primero siempre tiene la ventaja de la industria y la habilidad, y porque sus mercaderes estando mejor surtidos de mercaderías pueden venderlas con mucha menor ganancia; pero esta ventaja también se contrapesa con el bajo precio de la mano de obra en todo país que no tiene un comercio muy extendido, ni una abundancia considerable de oro y plata. Esta es también la razón porque las manufacturas van mudando poco a poco de lugar, abandonando las regiones y provincias que han enriquecido, y se refugian a otras a donde las atrae la baratura de los géneros. En general puede decirse que el precio subido de las cosas que proviene de la abundancia de dinero es una desventaja que ordinariamente acompaña a un comercio sólidamente establecido, y que le fija límites en todos los países, poniendo a una Nación mas pobre en estado de dar mas barato el género que una Nación rica, en las ventas al extranjero.
Estas consideraciones me hacen dudar mucho de la utilidad de los Bancos y de los billetes de crédito, que se tienen por tan ventajosos en todas las Naciones. Bajo muchos respectos es inconveniente el que los géneros y la mano de obra se encarezcan con el aumento del comercio y la abundancia de la plata; pero es un inconveniente inevitable, y es el efecto natural de la opulencia y de la prosperidad, que son el objeto de todos nuestros deseos. Además se halla bien compensado con las ventajas que sacamos de poseer este precioso metal, y con la influencia que da a la Nación en las guerras y en las negociaciones extranjeras. Parece que no puede haber razón alguna que obligue a aumentar este inconveniente con una especie de moneda falsa, que los extranjeros no recibirán, y que será reducida a cero al primer desorden que haya en el Estado. Es bien cierto, lo confieso, que en todos los Estados ricos hay gentes que teniendo gruesas sumas en especie, preferirán el papel (mediante la seguridad conveniente), por ser mas fácil de transportar y de guardar. Sino hay banco público, los banqueros particulares no omitirán valerse de esta coyuntura, como los plateros lo practicaban antes en Londres, y como lo hacen actualmente los banqueros en Dublín. Esta es la razón por que vale mas, según mi dictamen , el que una sociedad pública goce del beneficio de los billetes de crédito, que siempre tendrán curso en todo Reino opulento. Pero el aumentar artificiosamente esta especie de crédito nunca puede convenir a los intereses de alguna Nación comerciante. Por el contrario es necesario creer que de ahí resulta un perjuicio, porque aumenta las especies más de lo que requiere su proporción natural con la mano de obra y con los géneros, y sube por este medio el precio de estas dos cosas al mercader y al manufacturero. Convengamos no obstante en que no habría cosa mas útil que un banco que guardase como en depósito toda la plata que recibiese, sin aumentar jamás las especies circulantes, haciendo entrar en el comercio una parte de su tesoro, como se practica ordinariamente. Con este medio un banco público cortaría de raíz todos los fraudes de los banqueros particulares y cambiadores.
Es cierto que los salarios de los directores, tenedores de libros y cajeros de este banco cargarían enteramente sobre el estado, puesto que adoptándose nuestro supuesto no se cometerían en él fraudes, ni por consiguiente resultarían utilidades para ellos; pero la ventaja que la Nación sacaría del bajo precio de la mano de obra y la destrucción de los billetes de crédito, serian una indemnización suficiente. Omito ahora decir el que un acopio de plata que se tendría siempre, digámoslo así, en la mano, facilitaría grandes recursos en las necesidades urgentes del estado y en las calamidades públicas, y podría reemplazarse poco a poco en tiempo de paz y de prosperidad.
Pero en otra parte hablaremos mas a la larga de los billetes de crédito, y entre tanto concluiremos este ensayo sobre el dinero con dos observaciones que propondremos y explicaremos, y que acaso servirán para que se ocupen las especulaciones de nuestros políticos; porque siempre son estos señores los sujetos a quienes me dirijo aquí, y a quienes llamo en mi auxilio: no acomodándose con mi humor el que además de estar expuesto al ridículo afecto por lo común al carácter de filósofo en este siglo, me motejen también de proyectista.
I. ANACHARSIS EL ESCITA, que nunca había visto dinero en su país, decía burlándose, que le parecía que el oro y la plata no servían a los Griegos mas que para contar y cifrar [2]. Efectivamente se ve con claridad que el dinero no es otra cosa que la representación del trabajo o de las cosas necesarias a la vida, o un modo de tasar y estimar estas cosas. El país en que las especies son más abundantes, necesita mayor cantidad para representar la misma cantidad de bienes que se hallan en otro país donde es más raro el dinero. De aquí se sigue que considerada una Nación en sí misma, esta mayor abundancia de dinero no decide de su mal o bienestar; así como importa poco el que los libros de un mercader, en lugar de cifras Árabes que piden pocos caracteres, estén escritos en cifras romanas, que requieren muchos más. Hay otra razón, y es que la abundancia de especies semejante a las cifras romanas, es muy embarazosa e incómoda, y más difícil de guardar y de transportar. Pero a pesar de esta consecuencia, y en cuya exactitud es necesario convenir, es constante que después del descubrimiento de las minas de la América, la industria se ha acrecentado en todos los reinos de Europa, exceptuando los poseedores de estas minas; lo cual debe atribuirse a otras razones diversas del aumento del oro y de la plata. Así es que vemos que en cada reino donde empieza a correr la plata en mayor abundancia que antes, todas las cosas toman un nuevo aspecto; el trabajo y la industria dan con que vivir; el mercader emprende muchos negocios; el manufacturero se hace mas diestro e inteligente; y hasta el arrendador cultiva la tierra con mas alegría y mas atención. No es fácil dar la razón de esta diferencia si consideramos la influencia que tiene en este mismo reino la mayor abundancia de especies, subiendo el precio de los géneros, y obligando a cada uno a pagar un número mayor de esas piezas pajizas o blancas para tener lo que desea. Respecto al comercio con el extranjero parece cierto que la grande abundancia de dinero es una desventaja, puesto que hace levantar el precio de toda especie de mano de obra.
Para dar razón de este fenómeno es necesario considerar que aunque la subida de los géneros es una consecuencia necesaria de la multiplicación de las especies de oro y plata, no es con toda la consecuencia inmediata. En efecto, se necesita tiempo para que las especies circulen con abundancia de un extremo a otro del Estado, y penetren todas sus partes tanto específicas como individuales. Al principio no se nota alteración sensible; ahora se encarece este género, y después aquel, y así se va por grados hasta que la totalidad haya llegado a una justa proporción con la nueva abundancia de especies que se halla en el reino. Según mi modo de pensar solo en el intervalo o circunstancia intermedia entre la adquisición de la opulencia y la alza de precio de las cosas, es favorable a la industria la multiplicación de las especies de oro y plata. Cuando cierta cantidad de dinero se introduce en una Nación, no se distribuye prontamente en muchas manos, sino que permanece confinada en los cofres de algunas personas que procuran desde luego emplearla del modo más ventajoso. Supongamos una compañía de mercaderes o manufactureros que han recibido retornos de oro y plata por mercaderías enviadas a Cádiz, y los hallaremos en estado de emplear mas artífices que antes; los cuales no tomarán la resolución, de pedir salarios mas fuertes, como que están muy contentos de verse empleados por sujetos que pagan tan bien. Si los artífices escasean, los mercaderes dan salarios mayores, pero exigen al mismo tiempo mas trabajo, a el cual se somete gustoso el artesano, porque entonces puede comer y beber mejor para indemnizarse de este recrecimiento de pena y de fatiga. Va con su dinero al mercado, donde halla todas las cosas al mismo precio que antes, y vuelve con una provisión grande y de mejor calidad para sustentar su familia. Los labradores y los hortelanos, viendo que sus frutos se despachan mejor, se aplican gustosos a procurarse cosechas mas abundantes, y al mismo tiempo se les pone en la fantasía comprar mejor y mas paño a sus mercaderes, y este paño está al mismo precio que antes, lo cual solo sirve para estimular su industria con el atractivo de esta nueva ganancia. Es bien fácil notar así todos los progresos que las especies hacen en un Estado, y siguiendo este método hallaremos que solo después de haberse excitado al trabajo cada individuo, empieza a subir el precio de la mano de obra. Para probar que las especies pueden aumentarse considerablemente antes que produzcan este último efecto, pueden alegarse entre otras razones las frecuentes y diversas mutaciones que los Reyes de Francia han hecho en su moneda. Siempre se ha observado que el aumento del valor numerario no hace encarecer los géneros, ni la mano de obra a proporción, a lo menos aún tiempo mismo. A fines del reinado de Luis XIV, el dinero subió tres séptimas partes, y el precio de las cosas solo aumentó una. El trigo está actualmente en Francia al mismo precio que tenia en 1683, no obstante que la plata estaba entonces a 30 libras el marco, y hoy esté a 50. [3]
Dejemos aparte la cantidad de oro y plata que puede haber entrado en este Rey no desde la primera época.
De todo este razonamiento resulta que respecto de la felicidad interior del Estado, es indiferente el que sea mayor o menor la cantidad de dinero. Con todo es interés de la huella política favorecer su multiplicación, porque este es el modo de excitar la industria en una Nación, y de aumentar la mano de obra, que es en lo que consiste toda la realidad del poder y de las riquezas. Una Nación en que la cantidad de dinero vaya decreciendo, se hace desde el mismo momento en que empieza la disminución más débil y más pobre que otra que no posee mayor cantidad de dinero; pero que está en el caso de irla acrecentando. Esto es fácil de comprehender, si se atiende a que la mutación, en esta misma cantidad de dinero que se hace en sentido contrario en una y otra Nación, no produce inmediatamente una diferencia proporcionada en el precio de los géneros. Siempre hay un intervalo antes que los negocios se ajusten a su nueva situación, y este intervalo es tan pernicioso a la industria, cuando el oro y la plata van disminuyendo, como ventajoso, cuando estos mismos metales van aumentando. El fabricante y el mercader dejan de ocupar al artífice, aunque pagan las cosas al mismo precio en el mercado. El arrendador no puede despachar sus frutos y su ganado, aunque paga la misma renta a su señor. Finalmente es fácil preveer la miseria, la pobreza, y la ociosidad que trae consigo esta mutación.
II. La segunda observación que me he propuesto hacer respecto del dinero, puede explicarse del modo siguiente. Hay muchos reinos y países en Europa, donde el dinero anda tan raro (en otro tiempo se hallaban en el mismo caso) que los señores de tierras no pueden sacar nada de sus renteros y se ven obligados a tomar en pago los frutos y consumirlos ellos mismos, o enviarlos a los lugares de mercado para venderlos. En estos países el soberano no puede cargar sino poco o ningún impuesto, sino le cobra del mismo modo. Pero como los impuestos pagados así traen muy poca utilidad, es evidente que un reino de esta circunstancia no podrá menos de ser muy débil aun en lo interior, y no podrá mantener armadas, ni ejércitos tan considerables como los que tendría si abundase de oro y plata en toda su extensión. Seguramente se halla una desproporción muy grande con respecto a las fuerzas entre el estado presente de la Alemania, y el que tenia hace doscientos a trescientos años. [4] Y esta desproporción es más notable respecto de las fuerzas, que respecto de la industria, de la población y de las manufacturas. Los dominios de la Casa de Austria en el Imperio están por lo general bien poblados, bien cultivados, y son de muchísima extensión; pero sin embargo esta casa no tiene un peso proporcionado en la balanza de la Europa. Comúnmente se supone que esto proviene de la falta de dinero. ¿Pero esta suposición cómo podrá acordarse con este principio de la razón, que la cantidad de oro y plata es indiferente en sí misma? Según este principio si el soberano tiene muchos súbditos, y estos tienen muchos géneros, aquel debe ser naturalmente grande y poderoso, y estos ricos y felices con independencia del mas o del menos de esos preciosos metales, que son susceptibles de muchas divisiones y subdivisiones; y si las monedas llegasen a ser tan pequeñas que se temiese perderlas, era fácil mezclarlas con otro metal de menor calidad, como se ha practicado en muchos países de la Europa, y con este arbitrio darles un grueso mas sensible y conveniente. Cualquiera que sea la cantidad y el color nada importa; porque siempre tienen un mismo uso, que es el de trocarlas por las cosas necesarias a la vida.
En punto a las dificultades que se objetan, respondo que el efecto que se supone como un resultado de la escasez de especies, proviene mas bien de las costumbres y de los usos de los pueblos, y que muy de ordinario nos engañamos tomando un efecto colateral por una causa. La contradicción pues, no es mas que aparente, y algunas reflexiones que vamos hacer, bastarán para explicar los principios por cuyo medio podemos conciliar la razón con la experiencia.
Parece ser una máxima que se evidencia por sí misma la de que el precio de cada cosa depende de la proporción entre los géneros y el dinero, y que toda mutación considerable que sobreviene a una de estas dos cosas produce también el mismo efecto, que es el de alzar o bajar el precio de las cosas. Multiplicad los géneros, y los tendréis; más baratos; multiplicad las especies, y encareceréis los géneros; y si por otra parte disminuís los unos y las otras, produciréis efectos enteramente contrarios,
Está pues manifiesto que el precio de las cosas depende menos, hablando absolutamente, de la cantidad de géneros y de dinero que hay en un país, que de los géneros que se venden o pueden venderse, y del dinero que circula. Si las especies están encerradas en los cofres, esto es lo mismo, por lo que toca al precio, que si se hubieran aniquilado. Si los géneros se amontonan en almacenes, resultará el mismo efecto; y como en estos dos casos el dinero y los géneros nunca se ven juntos, la una de las dos cosas nunca puede influir sobre la otra. Si queremos formar conjeturas sobre el precio de los géneros, el trigo que los labradores se ven obligados a reservar para el sustento de sus familias, de ningún modo entrará en nuestro cálculo. Solo el sobrante, comparado con el despacho que tiene, es lo que determina el valor de las cosas venales,
Para hacer la aplicación de este principio es necesario considerar que en la primera y mas grosera edad de cada estado, antes que la imaginación confundiese sus necesidades con las de la naturaleza, los hombres se contentaban con las producciones de su propio suelo, o con las preparaciones groseras que podían darles por sus mismas manos; y que entonces no se trataba de cambios, o a lo menos de los que se hacen mediante el dinero, que por consentimiento universal es la medida común de todo cambio. Hilaban la lana de sus propios rebaños que después tejía algún vecino, y cuyo trabajo se pagaba en grano o en lana, y todos se proveían y vestían con corta diferencia por el mismo medio. Los carpinteros, los herreros, los albañiles y los sastres recibían como salario esta especie de cosas, y hasta los grandes que tenían tierras, viviendo en las inmediaciones, se contentaban con que se les pagasen las rentas en frutos cogidos por sus arrendadores. De estas consumían la mayor parte en sus casas, el resto acaso se despachaba en los pueblos vecinos en cambio de dinero que empleaban en otros gastos y en sus diversiones.
Pero luego que los hombres empezaron a refinar los placeres de la vida, a comunicarse mas entre sí, y a no contentarse con las producciones de sus vecinos, se aumentaron los cambios y comercios de toda especie, y se introdujo en ellos mayor cantidad de dinero. El mercader ya no quiso desde entonces recibir trigo en pago, porque necesitaba otras muchas cosas que no se comen. El labrador salió de su parroquia para ir a comprar las mercaderías que necesitaba, y no siempre pudo llevar sus frutos al mercader que le proveía. El caballero quiso viajar o residir en la capital, y dijo que no se le pagasen las rentas en frutos, sino en oro o en plata. Otros empezaron a dedicarse a las empresas del comercio y las manufacturas, y no pudieron traficar sino por medio de las especies. Este es el conjunto de circunstancias con que llegó a ser el dinero el instrumento de los contratos y de las ventas, y así es como llegó a hacerse más común que antes era.
El efecto natural de esta mutación, con tal que el dinero no se haya multiplicado mucho en una Nación, es que todas las cosas estarán mas baratas en los tiempos de industria y refinamiento, que en los tiempos groseros e ignorantes. La proporción entre el dinero que circula y los géneros que se venden en el mercado, es la tasa común. Lo que el propietario consume o cambia por otras cosas nunca viene al mercado, o a lo menos no tiene relación alguna con las especies corrientes, y en esta parte es lo mismo que si no existiese. Por consiguiente esta especie de cambio destruye la proporción respecto de los géneros, y aumenta los precios. Pero luego que el dinero entra en los contratos y en las ventas, y por todas partes se hace medida del cambio, la misma caja nacional tiene que llenar un descubierto mayor, todos los géneros se llevan entonces al mercado, la esfera de la circulación se engrandece; sucede el mismo caso que si esta suma individual hubiese de servir para un reino mayor; y he aquí la razón porque habiéndose disminuido la proporción por parte del dinero, es absolutamente necesario que todo se ponga mas barato, y que les precios vayan bajando por grados.
Por los cálculos mas exactos que se han hecho en toda la Europa, mediante los abonos necesarios, a causa de las variaciones en el valor numerario, se ha averiguado que el precio de las cosas solo ha aumentado en un triplo, o todo lo mas un cuádruplo, desde que se descubrieron las Indias Occidentales. Con todo ¿quién se atrevería a asegurar que hoy solo hay en Europa tres o cuatro veces mas dinero que el que había en el Siglo XV y en los precedentes?
Los españoles y los portugueses sacan de sus minas de América, y los ingleses, los franceses y los holandeses de su comercio en África mas de siete millones de libras esterlinas por año, de los que apenas pasa la décima parte a las Indias Orientales. Sola esta suma de siete millones debe hacer probablemente en el espacio de cinco años el doble de todo el dinero que hubo antiguamente en Europa y no puede darse razón más satisfactoria de no haberse subido por lo general tan exorbitantemente el precio de todas las cosas, sino la mutación que ha habido en los usos y costumbres. Después que la industria produjo más frutos y mercaderías, la venta de estas comodidades se ha extendido mucho mas, por haber los hombres abandonado la antigua simplicidad de costumbres. Y aunque estas cosas no se han aumentado a proporción del dinero, no obstante, la cantidad de ellas ha sido bastante considerable para conservar entre las especies y los géneros la proporción que mas se aproxima al pie antiguo.
Si se me pregunta ahora cual de estos dos modos de vivir es mas ventajoso al estado o a la sociedad, si el antiguo o el moderno, esto es, si la simplicidad o el refinamiento de costumbres, responderé sin mucho escrúpulo que prefiero este último, a lo menos hablando políticamente, y que le miro como una nueva razón para fomentar el comercio y las manufacturas.
Si los hombres viviesen con la simplicidad que antiguamente, limitándose a una industria doméstica y al puro necesario, el soberano no podría exigir impuesto alguno en dinero de una parte considerable de sus súbditos; sería preciso pagarle en frutos, que sería la única cosa que tendrían en abundancia; lo cual está sujeto a tantos y tan graves inconvenientes que es superfluo detenernos en ellos. Este soberano no podría sacar dinero sino de sus principales ciudades, únicos lugares en que circularía; y es evidente que estas ciudades no podrían dar tanto como todo el estado suministraría, si el oro y la plata circulasen por todas sus partes. Pero además de esta triste disminución de rentas, hay también otra causa de la pobreza del estado, cuando se halla en esta situación. No solo el Soberano recibe menos dinero, sino que aun todo el dinero mismo no se introduce tan adentro, como en los tiempos de industria y de un comercio general. Todo está más caro en el país en que se suponen iguales el oro y la plata, así porque se exponen en venta pocos géneros, como porque el dinero no guarda proporción con lo que se quiere comprar. Y sola la proporción es la que fija y determina el precio de cada cosa.
Sobre lo cual podemos notar un error que se halla muy comúnmente en los historiadores, y en el que caen de ordinario muchas gentes en la conversación; que un estado, aunque sea fértil, esté bien poblado y bien cultivado, es sin embargo débil solo porgue le falta dinero. Al contrario parece que la escasez de dinero nunca puede ser nociva a un estado, considerado en sí mismo: los hombres y los géneros son la fuerza real de toda sociedad. La sencillez en el modo de vivir es la que perjudica al público, confinando el oro y la plata en pocas manos, e impidiendo que se derramen y circulen por todas las partes del estado. El lujo y la industria por el opuesto hacen comunes estos preciosos metales en todo el estado; por pequeña que sea su cantidad, la derraman, digámoslo así, de vena en vena, y la introducen en todas las negociaciones y contratos. No hay mano que deje de tener alguna parte; y como el precio de todas las cosas se disminuye por este medio, el soberano saca doble utilidad, porque puede sacar dinero de todas las partes de su estado, y porque el que recibe circula mas con motivo de las ventas y de los pagos.
Comparando los precios entre sí, puede concluirse desde luego que la China no tiene más dinero que el que había en Europa hace trescientos años. Sin embargo ¿qué potencia tan grande no será este imperio, si se ha de formar juicio por el número de Oficiales civiles y militares que mantiene? Polibio [5] observa que los víveres estaban tan baratos en su tiempo en Italia, que en muchas ciudades el escote regular en las hosterías solo era de medio as por cabeza; esto es, poco mas de un liard de Inglaterra: con todo Roma estaba entonces en el más alto grado de poder, y casi era señora de todo el mundo conocido. Cien años antes de esta época los Embajadores Cartagineses decían por modo de chanzoneta que no había en el mundo pueblo que viviese mas sociablemente que los romanos, porque veían que en todos los festines que se les daban como a ministros extranjeros se servia con una misma bajilla. [6] La cantidad de oro y plata es indiferente en sí misma. Solo dos circunstancias pueden hacerla importante; el aumento gradual de estos preciosos metales, y su continua circulación entre todos los miembros que componen el cuerpo del estado. Ya hemos hecho ver cuales eran los efectos de estas dos circunstancias. En el Discurso siguiente veremos otro error semejante al que acabamos de combatir: en el que un efecto colateral se toma por una causa y una cierta consecuencia se atribuye a la abundancia de dinero, aunque en la realidad solo resulta de las mutaciones que experimentan los pueblos.
Notas:
[1] En la Infantería Romana un soldado tenia un difiero por día, que hace poco menos de ocho sueldos de Inglaterra. Los Emperadores Romanos mantenían regularmente veinticinco Legiones, que hacen, a 50.000 hombres por Legión, y 25.000. Véase Tácito Ann. lib. IV. Es cierto que había también Legiones auxiliares, pero su número no era fijo, ni tampoco su paga. Considerando solo los simples legionarios, y desando a parte, los Oficiales, la paga de estas veinticinco Legiones no sube mas que a 1.600.000 libras esterlinas. Pues bien, el Parlamento ha concedido para la armada en esta última guerra 2.500.000 libras esterlinas; con que restan 900.000 libras para la paga de Oficiales y demás gastos de las Legiones. En los ejércitos romanos parece que había muy pocos Oficiales en comparación de las tropas modernas, si se exceptúan algunos Regimientos Suizos. Estos Ofíciales tenían una paga muy Corta; un Centurión, por ejemplo mantenía más que el doble prest de un soldado: y como el soldado, según Tácito Ann. lib. I, estaba obligado a costearse el vestido, las armas y la tienda, desquitándoselo todo de su paga, es evidente que esto, disminuía mucho los demás gastos del Ejército. Así es que costaba poco mantener este poderoso imperio, y era fácil soportar el yugo que había impuesto al mundo. A lo menos esta es la consecuencia que resulta del cálculo precedente; porque aun después de conquistado el Egipto , parece que apenas había tanto dinero en Roma como el que hay hoy día en el reino mas rico de la Europa.
[2] Plut. Quomodo quis tuts profectut in virtute sentiré possit.
[3] Aseguramos este hecho con la autoridad de Mr. Du Tot, cuya obra, titulada Reflexiones políticas, le ha adquirido una justa reputación: bien que me veo precisado a confesar que en algunas ocasiones afirma cosas tan sospechosas que disminuyen su autoridad en esta materia. Pero esto no quita el que sea cierta y muy verdadera la observación general, que el aumento de las monedas en Francia no hizo subir prontamente el precio de las cosas, ni en proporción. Como de paso diremos que esto parece la mejor razón que puede darse en favor del aumento gradual y universal de las monedas, aunque se haya omitido en todos los volúmenes escritos sobre la materia, por Mrs. Melón, Du Tot Paris de Verney. Si toda nuestra moneda, por ejemplo, se refundiese y se rebajase a cada chelín un sueldo de plata, probablemente se compraría con los nuevos chelines la misma cantidad y la misma calidad de cosas que antes se compraban con los viejos: por este medio el precio de las cosas se disminuiría insensiblemente, el comercio extranjero se fomentaría, y la industria doméstica se aumentaría con la circulación de un mayor número de especies. Si este proyecto se hubiera de ejecutar convendría poner los nuevos chelines a 24 medios sueldos para mantener la ilusión, y hacerlos pasar por del mismo valor que antes. Y corrió la renovación de nuestra moneda empieza a hacerse necesaria, por irse desgastando continuamente nuestros chelines y nuestras piezas seis sueldos, no se si deberíamos imitar el ejemplo que nos ha dejado el reinado del Rey Guillermo, en el que la moneda cortada se alzó, y puso sobre el pie antiguo.
[4] Los italianos llamaban al Emperador Maximiliano Pochi Danari: es lo mismo que si se dijera en francés le Seigneur d’ Argent-court. Las empresas de este Príncipe fallaron siempre por falta de dinero.
[5] Lib. 2. cap. 15.
[6] Plin, Lib. 38, Cap. 11.
DISCURSO CUARTO
SOBRE EL INTERÉS DEL DINERO
Ninguna cosa se mira como señal mas cierta del estado floreciente de una Nación que el préstamo a bajo interés y no falta razón para ello; pero creo que la causa de que dimana es un poco diferente de la que comúnmente se da. El bajo interés se atribuye generalmente a la abundancia del dinero. Con todo, una vez que se haya fijado, no produce, aunque abunde otro efecto que el de subir la mano de obra. La plata abunda más que el oro, y por esa razón se da mayor cantidad de ella por la misma porción de géneros. ¿Pero se paga por la plata un interés menor? En Batavia y en la famayea el interés está a 10 por 100, en Portugal a 6, con que si se ha de juzgar por los precios de las cosas, hay en estos países más oro y plata que en Londres y en Ámsterdam.
Supongamos que las piezas de oro desapareciesen todas repentinamente en Inglaterra, y que veintiún chelines reemplazasen el lugar de una guinea, ¿se creería que el dinero abundaba mas, y sería menor el interés? Sin duda que no. Tendríamos plata en lugar de oro. Supongamos también que el oro fuese tan común como la plata, y la plata tan común como el cobre; ¿seríamos por eso más ricos, el interés sería menor? Puede aplicarse aquí la respuesta precedente. Nuestros chelines serian entonces pajizos, nuestros medios sueldos serian blancos, y no tendríamos guineas. Esto es todo lo que sucedería. No habría alteración en el comercio, en las fábricas, en la navegación, en el interés, a no imaginarse que el color del metal influye sobre estas cosas.
Ahora bien, lo que visiblemente aparece en las variaciones más grandes de escasez o de abundancia de estos preciosos metales, debe tener lugar en todas las mutaciones inferiores. Si el oro y la plata multiplicados quince veces mas, no causan diferencia, mucho menos la introducirán doblados o triplicados. Todo aumento en esta materia no produce otro efecto que el de hacer subir el precio de la mano de obra, de las mercaderías y de los frutos; y aún esta mutación solo tiene de tal el nombre. El aumento excitando la industria, puede introducir alguna diferencia progresivamente en esta parte; pero una vez que los precios hayan llegado a fijarse de un modo conforme a la nueva abundancia de oro y plata, este aumento deja de tener influencia alguna.
Siempre hay cierta proporción entre un efecto y la causa que la produce. Los precios se han aumentado cerca del cuádruplo desde el descubrimiento de las Indias, y hay apariencias de que el oro y la plata han aumentado mucho más: con todo el interés no ha bajado sino cerca de un medio por ciento. Por consiguiente la tasa del interés no es efecto de la cantidad de estos preciosos metales.
No teniendo el dinero mas que un valor imaginario que depende del capricho de los hombres, puede abundar mas o menos sin que esto traiga consecuencia alguna para una Nación considerada en sí misma. Una vez que este valor se haya establecido y fijado, por grande que sea la abundancia de especies, no resulta otra cosa sino el verse cada uno obligado a aprontar mayor número de estas piezas de metal por el paño u otras provisiones necesarias, sin que esto aumente alguno de los placeres de la vida. Un hombre que toma dinero prestado para hacer un edificio, lleva a su casa un peso mayor que el que piensa; porque las piedras, el mortero, el plomo, los cristales, el trabajo de los albañiles y carpinteros están representados por una cantidad mayor de oro y plata. Pero no considerándose estos métales sino como simples representaciones, no puede resultar mutación alguna de su cantidad más o menos grande, de su peso, de su color, ni de su valor real, o de su interés. El mismo interés en todos los casos se proporciona a la suma. Y si vos me prestáis tal y tal cantidad de trabajo o de mercaderías, a 5 por 100 de interés, siempre recibiréis por el trabajo y las mercaderías un precio proporcionado, aunque esté representado por piezas pequeñas blancas o pajizas, por una libra o por una onza. Esto supuesto es inútil buscar en la cantidad mayor o menor del dinero la causa que hace bajar o subir el interés.
Tres circunstancias son el origen del grueso interés; muchos que reciban prestado, pocos que presten, y las grandes ganancias que provienen del comercio. El interés moderado viene por el contrario de tres circunstancias opuestas: pocos que busquen prestado, muchos que presten, y pequeñas ganancias en el comercio. Estas circunstancias son inseparables, y se ligan, digámoslo así, la una con la otra. Proceden de los progresos de la industria y del comercio, y no del oro ni de la plata. Vamos a ver si desenvolvemos todo esto plenamente, y con la distinción posible; y empecemos por las causas y los efectos del pequeño número de los que buscan prestado.
Luego que un pueblo sale un poco del estado de barbarie, y se aumenta mas el número primitivo de sus habitantes, inmediatamente debe introducirse en él la desigualdad de bienes; y mientras que los unos poseen una grande extensión de tierra, otros se ven encerrados dentro de límites estrechos, y otros no poseen absolutamente tierra alguna en propiedad. Los que tienen más de la que pueden cultivar, ocupan a los que absolutamente no tienen nada, y se convienen con ellos en la parte del producto que deben recibir. Y he aquí como el interés de las tierras se establece prontamente. No hay gobierno establecido, por rudo y grosero que sea, donde los negocios dejen de tomar esta dirección. Los temperamentos de los propietarios de tierras son muy diferentes; el uno ahorra el producto de su hacienda, y amontona para su posteridad; otro gusta de consumir en poco tiempo lo que le bastaría para muchos años. Pero como el gastar una renta segura es un modo de vivir enteramente desocupado, se ha hecho tanto para fijar la propiedad y obligar las tierras, cuanto actualmente los placeres, cualesquiera que sean, son y serán siempre el objeto de los deseos de la mayor parte de los señores, y siempre habrá entre ellos mas despenseros que ecónomos. Ahora bien, en un Estado donde no hay otros intereses que el de los bienes raíces, como los poseedores son poco frugales, el número de los que buscan prestado debe ser muy grande y la tasa del interés debe ser proporcionada. La diferencia en esta parte no depende del dinero, sino de las pasiones y de las costumbres. Solo esto es lo que aumenta o disminuye el número de los que toman prestado. Si el dinero abundase tanto que fuese necesario pagar seis sueldos por un huevo mientras que no hubiese más que nobles y labradores en un Estado, habría muchos que recibiesen prestado, y el interés sería fuerte. La misma tierra redituaría mas, esto es, se arrendaría a mayor precio; pero la misma ociosidad de los señores, unida con el precio subido de los frutos y de las mercancías, disiparía en muy poco tiempo estas mismas rentas, y produciría las mismas necesidades, y los mismos empréstitos [1].
Lo mismo sucede respecto de la segunda, circunstancia que nos hemos propuesto examinar; esto es, respecto del mayor o menor número de prestamistas. Yo digo que esto depende de las costumbres y del modo de vivir de los hombres, no de la cantidad de oro y plata. Para que haya en un Estado un gran número de prestamistas, no basta y ni aun es necesario que haya grande abundancia de estos preciosos metales. Basta solo que la cantidad que en él se halle, cualquiera que sea, grande o pequeña, esté, reunida en manos particulares, de manera que forme gruesas sumas y un fuerte interés amonedado. Esta produce un gran número de prestamistas, y disminuye la usura; y esto, me atrevo a decirlo, no depende de la abundancia, de especies sino de ciertas costumbres particulares que hacen amontonar las especies en sumas separadas, o en masas de un valor considerable.
Supongamos que por milagro cada uno de los habitantes de este reino se hallase una noche con cinco libras esterlinas en su faldriquera, esto haría seguramente mas del doble del dinero que hay al presente entre nosotros; y con todo al día siguiente, ni algún tiempo después, no se aumentaría el número de prestamistas, ni habría alteración en el interés. Supongamos también que todo este país no estuviese habitado mas que por señores y labradores; el dinero, por abundante que estuviese, nunca podría amontonarse en ciertas sumas, y no serviría mas que para encarecerlo todo sin producir algún otro efecto. Los señores naturalmente pródigos disipan el dinero según le van recibiendo, y los pobres labradores ni tienen miras remotas, ni ambición, ni su pensamiento se extiende mas allá de lo que requiere su simple modo de ir pasando. Cómo los prestamistas, y los que reciben prestado continúan también sobre el mismo pie, no habrá disminución alguna en el interés. El excedente de prestamistas sobre los que reciben prestado depende de otro principio, y debe proceder del aumento de la industria y de la frugalidad de las artes y del comercio.
La tierra produce todas las cosas necesarias a la vida humana; pero pocas de estas producciones llegan sin otro socorro al estado conveniente, para servirnos de ellas. Esta es la razón porque además de los labradores y propietarios de tierras, es preciso que haya otro orden de personas que recibiendo de aquellos estos materiales groseros, los pongan por obra y les den la forma conveniente, reteniendo una parte para su propio uso y subsistencia. En la infancia de la sociedad esta especie de contratos entre los artesanos y los labradores, y entre artesanos de distinta especie, se hacían ordinariamente sobre la marcha por las mismas personas que viviendo en vecindad, se informaban prontamente de sus necesidades respectivas, y podían con facilidad prestarse un socorro recíproco para remediarse. Pero después habiéndose aumentado la industria de los hombres y extendido sus miras, se vio que la parte mas remota del Estado podía auxiliar a cada una de las otras tan bien como la mas contigua, y que sus socorros podían comunicarse a pesar de la lejanidad y las dificultades. De aquí tuvieron su origen los mercaderes, especie de hombres la mas útil a la sociedad, que hacen el oficio de agentes entre estas diversas partes del Estado, las cuales ignoran absolutamente unas las necesidades de las otras. En una ciudad hay cincuenta artífices de la seda y de telas, y un millar de chalenes, y estas dos clases de personas tan necesarias la una a la otra no pueden encontrarse cómodamente hasta que alguno pone una tienda, que llega a ser el punto de reunión de los artífices y chalanes. Esta Provincia abunda mucho de pastos, sus habitantes tienen queso, manteca, y gran porción de ganado; pero le falta pan y trigo, al paso que otra provincia inmediata tiene mas de lo necesario para sus habitantes. Advierte alguno esta diferencia; saga grano de esta última, le hace conducir a la otra; lleva en retorno ganado a la que no tiene mas que grano, y supliendo así a las necesidades de la una y la otra, se hace en cierto modo el bienhechor de las dos. A medida que los hombres van creciendo en número y en industria, se aumenta también la necesidad que los unos tienen de los otros. El comercio llega a hacerse más embarazoso; empieza a abrazar una infinidad de objetos, y se divide y subdivide en una cantidad prodigiosa de ramos diferentes. En estos contratos de compra y venta es justo y razonable, que una parte considerable de los frutos y mercaderías quede para el mercader, a quien en cierto modo se deben, el cual los guardará, o mas regularmente los convertirá en dinero, que es la representación ordinaria de ellos. Si el oro y la plata se han aumentado en el Estado al mismo tiempo que la industria, se necesita también una gran cantidad de estos metales para representar los frutos y las mercaderías. Si la industria sola es la que se ha aumentado, el precio de cada cosa debe bajar necesariamente, y una pequeña cantidad de especies servirá para representar los mismos objetos.
El espíritu humano no tiene inclinación mas constante ni mas insaciable que la de obrar y ejercitarse, y este deseo parece que es el principio de la mayor parte de nuestras pasiones y de nuestros apetitos. Quitad a un hombre de toda suerte de ocupación y de todo negocio serio, y le veréis correr impaciente de una diversión a otra: el fastidio en que le sepulta la ociosidad llega a serle tan insoportable, que no perdona diligencia alguna para echarle de sí; sacrifica hasta sus bienes, y se arruina con gastos excesivos, Pero dadle un medio inocente de ocupar su espíritu y su cuerpo en alguna cosa, y le veréis satisfecho; ya no tiene aquella sed insaciable de placeres. Si la ocupación que le dais es lucrativa, y principalmente si la ganancia está afecta a alguna producción particular de industria, su espíritu se vuelve pronto hacía el lado del interés, y poco a poco este sentimiento se va cambiando de tal manera en pasión, que nuestro hombre ya no siente otro placer mas vivo que el de ver como va creciendo diariamente su caudal. He aquí la razón porque el comercio aumenta la frugalidad, y porque entre los mercaderes hay más avaros que pródigos, así como entre los poseedores de tierras hay más pródigos que avaros.
El comercio aumenta la industria comunicándola prontamente de un miembro del estado al otro, e impidiendo que alguno muera de hambre o se haga inútil. Aumenta la frugalidad, ocupando los hombres, y empleándolos en las artes útiles y lucrativas, que se apoderan de su afición, y los apartan de todos los placeres y de todo gasto. Es consecuencia infalible de todas las profesiones industriosas él producir la frugalidad, y hacer el amor de la ganancia superior al gusto de los placeres. Entre los Abogados y los Médicos que tienen alguna práctica, son muchos mas los que no se comen todo lo que ganan, que los que todo lo gastan. Pero ni los Abogados, ni los Médicos excitan industria alguna; son gentes que se enriquecen a expensas de los demás, y pueden vivir seguros de que disminuyen los bienes de muchos conciudadanos suyos a medida que aumentan los suyos. Los mercaderes por el contrario hacen nacer la industria, sirviéndola de canal para comunicarla en todos los rincones del estado; con su frugalidad adquieren una grande influencia sobre esta industria, y se apropian una gran parte de estos frutos y de estas obras de la producción de que son ellos el principal instrumento. Esta es la razón porque no hay profesión, exceptuando la del negocio, que pueda hacer valer el dinero, e inspirar por medio de una sabia economía el gusto de esta industria a los miembros particulares de la sociedad. Sin el comercio el Estado no consistiría principalmente sino en señores de tierras, cuya prodigalidad y gastos hacen nacer un deseo continuo de recibir prestado, y en labradores que carecerían de medios para satisfacer este deseo. Nunca se amontonaría el dinero en sumas que pudiesen darse a interés. Se derramaría en una infinidad de manos que le consumirían en vanas ostentaciones, o en magnificencia, o le emplearían en comprar las cosas mas necesarias a la vida. Solo el comercio le amontona en sumas considerables, y esto es únicamente efecto de la industria que él produce, y de la frugalidad que inspira; efecto por otra parte independiente de la cantidad de metales preciosos que puede circular en el Estado.
Así es que aumentándose el comercio produce un número mayor de prestamistas por una consecuencia necesaria e infalible de su acrecentamiento, y por lo mismo hace bajar el interés del dinero. Ya es tiempo de examinar hasta que punto disminuye las ganancias de los prestamistas el aumento del comercio, y da lugar a la tercera circunstancia que se requiere para producir el bajo interés.
Conviene advertir en este asunto que el pequeño interés y las pequeñas ganancias del comercio son dos cosas que se unen estrechamente, y traen su origen de un comercio muy extendido, el cual produce los mercaderes opulentos, y hace valer el dinero. Si los mercaderes poseen grandes, capitales representados por pocas o muchas piezas de metal, sucederá frecuentemente que cansados de los negocios, o poco dispuestos a poner en el comercio una gran cantidad de estas riquezas, procuren asegurarse una renta anual. La abundancia disminuye su precio, y hace que los prestamistas se contenten con un interés moderado. Esto, es lo que obliga a muchos a dejar sus capitales en el comercio, y a contentarse con una pequeña ganancia, mas bien que a imponer su dinero a un precio inferior a su valor. Por otro lado cuando el comercio es muy extendido, y se emplean en él grandes capitales, debe haber cierta rivalidad entre los mercaderes, la cual disminuye las ganancias del comercio, aumentando el comercio mismo. Las ganancias moderadas en el comercio obligan a muchos mercaderes a contentarse con menos repugnancia, con un interés mediano cuando dejan los negocios, y empiezan a querer gozar de la vida, y a gustar de la tranquilidad.
Esto supuesto es inútil preguntar cual de estas dos cosas, mediocridad de interés, o mediocridad de ganancia es la causa, y cuál es el efecto. La una y la otra resultan de la extensión del comercio, y se ligan recíprocamente entre sí. Ninguno cuidará de las pequeñas ganancias, si puede prestar a grande interés, y ninguno se contentará con un pequeño interés si puede adquirir grandes ganancias. Un comercio extendido produciendo grandes capitales, disminuye igualmente el interés y la ganancia; y en esta disminución del uno siempre se ve auxiliado de la rebaja proporcionada del otro. Yo añado que así como la disminución de las ganancias proviene del acrecentamiento del comercio y de la industria, del mismo modo las pequeñas ganancias contribuyen a extender más el comercio, disminuyendo el precio de las cosas, aumentando el consumo y excitando la industria. De manera que si consideramos todo el encadenamiento de las causas y de los efectos, hallaremos que el interés es el verdadero barómetro del Estado, y que su mediocridad es la señal mas infalible de la situación floreciente de un pueblo. Ella es prueba de que la industria se ha aumentado, de que circula por todo el Estado, y esta prueba casi equivale a una demostración. Y aunque quizás no es imposible que un desastre grande y repentino que padezca el comercio, produzca un efecto semejante por poco tiempo, privando al comercio de muchos y gruesos capitales, es preciso atender, respecto a la miseria y a la inacción de los pobres ocasionada por este desastre, a que además de que esta miseria es solo, digámoslo así, un efecto momentáneo de él, no es posible que se confundan dos casos tan diferentes, y que se tome el uno por el otro.
Los que han sostenido que la abundancia del dinero es la causa de la mediocridad del interés parece que han tomado un efecto colateral por una causa; puesto que la misma industria que hace bajar el interés del dinero, hace comúnmente adquirir la abundancia de estos preciosos metales. Muchas manufacturas bellas, y mercaderes avisados y emprendedores atraerán siempre bastante dinero a un Estado, cualquiera que sea el lugar donde se halle. La misma causa, multiplicando las comodidades de la vida, y aumentando la industria, acumula grandes riquezas en manos de hombres que no poseen tierra alguna en propiedad, y ocasiona por este medio la mediocridad del interés. Pero aunque la abundancia del dinero y la mediocridad del interés sean dos efectos provenientes del comercio y de la industria, con todo son independientes el uno del otro. En efecto, figurémonos una Nación aislada en el mar Pacífico, que no conoce ni comercio extranjero, ni navegación, que posee siempre la miasma cantidad de plata amonedada, y que se aumenta continuamente en población y en industria: es evidente que el precio de cada cosa disminuirá por grados en esta Nación, puesto que la proporción entre el dinero y todas las especies de frutos y mercancías es quien establece su recíproco valor. Yo añado en el caso supuesto que las comodidades de la vida serán cada día más abundantes sin que esto influya en el dinero corriente. Esta es la razón porque una cantidad menor de dinero enriquecerá a un hombre en los tiempos de industria mas bien que en los tiempos de ignorancia y ociosidad. Se necesitará menos dinero para edificar una casa, para dotar una hija, para echarse un tren, para sostener las manufacturas, y para mantener una familia. Estos son los motivos porque los hombres toman prestado, y ve ahí por qué la cantidad mayor o menor de los metales preciosos en un Estado no influye de modo alguno sobre el interés. Por el contrario se ve claramente que el mas o, el menos de frutos y artefactos debe influir en él muchísimo, puesto que realmente y en el efecto recibimos en empréstito cosas, cuando tomamos dinero a interés. A la verdad cuando el comercio se halla extendido desde un extremo al otro del mundo, las Naciones mas industriosas tienen siempre el oro y la plata muy abundantes; de manera que la mediocridad del interés y la abundancia del dinero son en el fondo dos cosas casi inseparables. Pero siempre importa mucho conocer el principio de que proviene cada uno de estos fenómenos, y distinguir bien entre una causa y un efecto concomitante. Además de que esta especulación es curiosa, muchas veces también es muy útil en la dirección de los negocios públicos.
A lo menos confesarán todos que nada sería mas ventajoso que el perfeccionar con la práctica, y el ejercicio el exacto modo de discurrir sobre esta especie de asuntos, que aunque son de los mas importantes, sé tratan comúnmente con una negligencia y una flojedad extremadas.
También parece que hay otra razón del descuido con que generalmente se examina la causa de la mediocridad del interés; esta es el ejemplo de algunas naciones, en las que después de una adquisición repentina de muchas riquezas con motivo de sus conquistas lejanas, no solo ha bajado el interés, sino también en los estados vecinos, luego que se dispersó el dinero y se derramó por todas partes. Así es que en España el interés disminuyó cerca de una mitad luego que se descubrieron las Indias Occidentales, como nos lo dice Garcilaso de la Vega, y después ha bajado poco a poco en todos los países de la Europa. Un Historiador antiguo [2] observa que después de la conquista de Egipto bajó en Roma el interés, y se puso a 4 por 100, cuando antes estaba a 6.
Las causas de esta disminución parecen ser diferentes en un estado conquistador y en los países vecinos; pero este efecto no puede atribuirse con razón respecto del uno, ni respecto de los otros, únicamente al aumento del oro y de la plata.
Es natural creer que en un país conquistador la nueva adquisición de estos preciosos metales caerá en pocas manos, y se amontonará en gruesos capitales que darán un rédito seguro, o en la compra de bienes raíces o puestos a interés. Y por consiguiente resulta de aquí el mismo efecto que si se hubieran adquirido en un tiempo el mas a propósito para que floreciesen las artes y el comercio. El número de prestamistas, superior al de los que reciban prestado, disminuye el interés. Lo mismo sucede si los que adquieren estas grandes sumas no hallan comercio ni industria en el estado, ni otro medio para hacer valer su dinero, que prestándole a interés. Pero después que esta nueva masa de oro y plata, digámoslo así, se ha digerido y ha circulado por todo el estado, los negocios vuelven a tomar su primera situación; porque los señores de tierras y los nuevos capitalistas , viviendo en la ociosidad gastan mas de lo que tienen de renta; porque los primeros contraen diariamente nuevas deudas, y los últimos van cercenando sus capitales hasta que se quedan sin nada. Todo este dinero puede hallarse todavía en el estado, lo cual es fácil conocer por el subido precio de todas las cosas; pero no estando ya desde entonces amontonado en gruesos capitales, la desproporción entre los prestamistas y los que reciben prestado vuelve al mismo estado que antes, y consiguientemente vuelve a subir el interés.
Conforme a esta observación vernos que en los tiempos de Tiberio el interés había vuelto a subir en Roma al 6 por 100 [3], aunque no había sucedido desdicha alguna que hubiese agotado las rentas del Imperio. En tiempo de Trajano el préstamo con hipoteca producía 6 por 100 [4]; y en Bithinia producía, con las seguridades ordinarias, hasta 12 por 100 [5]. Y si en España no ha subido hasta este pie antiguo, no debe atribuirse sino a la misma causa que le disminuye, esto es, a las grandes fortunas que se hacen continuamente en las Indias, y que vuelven de tiempo en tiempo a España, y previenen, digámoslo así, los deseos de los que buscan prestado. Por esta causa accidental y extranjera hay en España mas dinero que recibir en empréstito, esto es, hay mas dinero acumulado en gruesas sumas, que el que pudiera hallarse en otro estado en donde hubiese tan poco comercio y tan poca industria.
Por lo que toca a la disminución del interés que se ha seguido en Inglaterra, en Francia y en otros varios países de la Europa, que no tienen minas, se ha hecho por grados, y no ha procedido del aumento del dinero considerado puramente en sí mismo, sino del aumento de la industria, que es el efecto natural de el dinero, antes que este aumente el precio de los frutos y de la mano de obra.
Volviendo por un instante a mi suposición, demos que en Inglaterra la industria haya procedido igualmente de otra cualquiera causa (y esto pudiera haber sucedido fácilmente aunque solo hubiese habido la misma masa de dinero) ¿no sería preciso que hubiesen sucedido los mismos efectos que al presente observamos? En este caso la misma población, los mismos frutos, la misma industria, las mismas manufacturas, el mismo comercio se hallarían en el reino, y consiguientemente los mismos mercaderes con los mismos capitales, esto es, con el mismo poder sobre los frutos y la mano de obra, representados solamente por un pequeño número de piezas blancas o pajizas: lo cual siendo una circunstancia de poca monta no perjudicaría mas que a los conductores, mozos de carga y carpinteros. Ahora bien, floreciendo lo mismo que al presente el lujo, las manufacturas, las artes, la industria y la frugalidad, es claro que el interés debería también ser moderado, puesto que es el efecto necesario de todas estas circunstancias, por cuanto ellas son las que determinan las ganancias del comercio y la proporción entre los que toman prestado y los prestamistas en todos los países.
Notas:
[1] He oído decir a un Abogado muy hábil, hombre de un saber eminente y observador cuidadoso, que se ve por los papeles y documentos antiguos, que cerca de cuatrocientos años hace no estaba el dinero en Escocia, y probablemente en otros países de Europa, sino a 5 por 100 de interés; y que antes del descubrimiento de la America subió a 10 por 100. Este hecho es singular; pero es fácil conciliarle con nuestro razonamiento presente. Los hombres en aquel tiempo no salían de sus hogares, y vivían tan sencillamente que no necesitaban dinero; y por pequeño que fuese el número de los que toman prestado, el de los prestadores era todavía menor. Los Historiadores atribuyen el fuerte interés, que se paga en los tiempos primeros de Roma a las pérdidas frecuentes que habían sufrido con las incursiones de sus enemigos.
[2] Dion. lib. 2.
[3] Columel. lib. 3. cap. 3.
[4] Plin. Epist. lib. 7. epist. 18.
[5] Ibid. lib. 10. epist. 62.
DISCURSO QUINTO
SOBRE LA BALANZA DEL COMERCIO
Es muy común entre las Naciones que conocen poco la naturaleza del comercio prohibir la salida de los frutos y guardar para sí todo lo que creen útil y precioso. No consideran que con esta prohibición se oponen directamente a sus propias intenciones, y que cuantos mas frutos y mercancías pasan al extranjero, tanto mas se aumenta su cantidad en lo interior, y tanto mas fácil es a las gentes del país tenerlas de primera mano.
Los literatos saben muy bien que las antiguas leyes de Atenas ponían en la clase de crímenes capitales la exportación de los higos fuera de la Ática. Los higos de este país eran tan estimados, que los atenienses no creían se hubiese hecho para el paladar de los extranjeros un fruto tan delicioso. Y estaban tan lejos de mirar como una chanzoneta esta prohibición ridícula, que de ella tomaron los delatores el nombre que les daban de Sycophantas; término compuesto de dos palabras griegas, de las que una significa higos, y el otro descubridor.
Me han asegurado que en muchas actas antiguas del Parlamento se veía la misma ignorancia de la naturaleza del comercio. Y en nuestros tiempos la salida de los granos está casi siempre prohibida en un Reino vecino, con el fin, dicen sus habitantes, de precaver el hambre, aunque es evidente que nada contribuye mas a las frecuentes hambres de que se ve atormentada esta fértil región.
El mismo temor y los mismos celos respecto del dinero se han apoderado también del espíritu de muchas otras Naciones, y nada menos era necesario que la razón y la experiencia para convencer a todos los pueblos de que estas prohibiciones solo conducen para hacer subir el cambio contra sí y ocasionar siempre una mayor salida.
Estos errores me dirán algunos son groseros y palpables; pero siempre reinan grandes celos respecto de la balanza del comercio entre las naciones, y aun entre las mas inteligentes en el comercio. Temen ser despojadas de todo su oro y plata. Este temor me parece en casi todos los casos destituido de fundamento, y mejor me persuadiría que todas nuestras fuentes y nuestros ríos se agotarían, que el que pueda agotarse el dinero en un reino donde haya hombres e industria. Pensemos pues, en conservar nuestra agua, y vivamos tranquilos sobre la pretendida pérdida de nuestro dinero.
Es fácil ver que todos los cálculos que se han formado acerca de la balanza del comercio están fundados sobre hechos inciertos, y sobre suposiciones generalmente gratuitas. Todos convienen en que los registros de las aduanas son un fundamento insuficiente de los discursos que se han hecho sobre este asunto. El precio del cambio tampoco es un apoyo de mejor calidad, a no ser que le consideremos con respecto a todas las naciones, y que al mismo tiempo conozcamos las proporciones de cada suma remitida, lo cual con toda seguridad puede decirse que es imposible. Todos los que han tratado esta materia han probado siempre su sistema, cualquiera que haya sido, con hechos y cálculos, y con las listas de todos los frutos y mercaderías enviadas al extranjero.
Los escritos de Mr. Geé llenaron a toda la Nación de un terror pánico, haciendo ver a la larga que la balanza se inclinaba de tal manera contra nosotros, y por sumas tan considerables, que en el espacio de cinco o seis años no debía quedar un chelín en Inglaterra. Pero por fortuna desde entonces acá han discurrido veinte años, hemos sostenido una guerra extranjera muy larga y muy costosa, y con todo se cree hoy día comúnmente que el dinero anda mas abundante en este reino que jamás ha andado.
Pero no hay cosa mas divertida que lo que dice en esta parte el Doctor Swift, autor que tenia mas viveza de espíritu que ciencia, mas gusto que juicio, y mayor dosis aun de mal humor, de bilis, de pasión y de preocupación que de viveza de espíritu ni de gusto. Este doctor pretende en su breve exposición del estado de la Irlanda, que todo el dinero de este reino no pasaba de 500.000 libras esterlinas, y que fuera de esto los irlandeses enviaban anualmente a Inglaterra 1.000.000 en dinero, y no tenían casi recurso alguno para indemnizarse de esta suma, ni otro comercio extranjero que la entrada de vinos de Francia, que pagaban en dinero contante. La consecuencia de esta situación, cuya desventaja salta a los ojos, era que en el espacio de tres años el dinero que circulaba en Irlanda quedaba reducido de 500.000 libras esterlinas a mucho menos de 200.000. Yo supongo que al presente, después de pasados treinta años, no haya quedado ni un sueldo: no puedo concebir como la opinión de que las riquezas se van acrecentando en Irlanda, que nuestro doctor creía en tan triste situación, parece continuar todavía y aun fortificarse en el modo de pensar común.
Finalmente este temor de que se trastorne el equilibrio del comercio parecerá mal fundado a todos los que no miren con mal ojo al Ministerio, o que profundicen un poco las cosas; y como no es posible refutarlos con un detalle particular de todo lo que sale, y que contrapesa lo que entra, será mas conveniente hacer un discurso general que pruebe la imposibilidad de este acontecimiento por todo el tiempo que conservemos nuestra población y nuestra industria.
Supongamos que dos tercios de todo el dinero que hay al presente en Inglaterra se reduzcan en una noche a nada, y la Nación al mismo estado que tenía respecto de esto en los reinados de los ENRIQUES y de los EDUARDOS; ¿qué se seguiría de aquí? ¿El precio de la mano de obra y de todos los frutos no diminuiría necesariamente a proporción; y no sería preciso que todo se vendiese a precios tan bajos como en aquellos tiempos? ¿Qué Nación podría entonces concurrir con nosotros en la venta al extranjero? ¿Habría alguna que pudiese navegar o vender sus artefactos al mismo precio que nos traería una ganancia suficiente? ¿En cuán poco tiempo no reemplazaría esta el dinero que hubiéramos perdido, y nos elevada al nivel de todas las Naciones vecinas? Pero apenas habríamos llegado a este punto, empezaríamos al instante a perder la ventaja de lo barato de la mano de obra y de los frutos, y los conductos del dinero se cerrarían por nuestra misma plenitud.
Supongamos también que todo el dinero que hay ahora en Inglaterra se multiplicase hasta el cuádruplo en una noche; ¿no resultaría un efecto contrario? La mano de obra y los frutos no subirían hasta tal punto, que ninguna de las Naciones vecinas podría ni querría comprar de nosotros, mientras que por otro lado darían sus frutos a precios tan baratos, en comparación de los nuestros, que a pesar de todas las leyes y prohibiciones que estableciésemos, nos veríamos inundados de sus producciones y artefactos, y nuestro dinero saldría del país hasta que fuésemos bajando a un grado igual con los extranjeros, y perdiésemos esta gran superioridad de riquezas que nos habría puesto en una situación tan perjudicial?
Pues ahora bien, es evidente que las mismas causas que corregirían estas desigualdades excesivas así originadas por milagro deben también impedir el que sucedan en el curso ordinario de la naturaleza, y conservar entre todas las Naciones vecinas una exacta proporción entre el dinero y la habilidad o industria de cada pueblo. Toda agua, por cualquiera parte que se conduzca, permanece siempre a un cierto nivel. Preguntad la razón de esto a los naturalistas, y os dirán que en cualquiera lugar que se eleve el agua, no estando contrabalanceada la pesadez superior de esta parte , debe hacerla bajar hasta que halle un contrapeso, y que la misma causa que corrige esta desigualdad, cuando sucede, debe prevenirla siempre s n operación alguna violenta y exterior.
También hay otra causa mas limitada en sus efectos que impide a la balanza del comercio inclinarse demasiado hacía ninguna de las Naciones con quienes comerciamos.
Cuando traemos de afuera más de lo que enviamos, el cambio está contra nosotros, y este es un nuevo estímulo para enviar nuestras mercaderías hasta igualar los gastos del trasporte y del aseguramiento; porque el cambio jamás puede pasar de esta suma.
¿Creerá alguno que jamás hubiera sido posible conservar con alguna ley u otro medio humano en España todo el dinero que los galeones la han traído de las Indias? ¿O que toda suerte de frutos y de mercaderías pudieran venderse en Francia por una décima parte del precio que tendrían al otro lado de los Pirineos, sin que jamás pudiesen, penetrar en España ni cercenar sus tesoros inmensos? ¿De dónde proviene el que hoy día todas las Naciones ganan en su comercio con la España y el Portugal, sino de que es tan imposible amontonar el dinero mas de lo que pide su mismo nivel, como otra cualquiera materia fluida? Los soberanos de estos países han manifestado bastante la buena voluntad que tenían de conservar dentro de sí mismos su oro y plata, y lo hubieran hecho si la cosa fuese practicable. Pero así como toda cantidad de agua puede ser elevada sobre el nivel del elemento que la rodea, si deja de tener comunicación con él; del mismo modo si se corta la comunicación del dinero con algún obstáculo material o físico (porque las leyes son insuficientes), en este caso puede haber una gran desigualdad de dinero. Así es que la distancia inmensa de la China, y los privilegios exclusivos de nuestras Compañías de las Indias cerrando esta comunicación conservan en Europa el oro y la plata, y principalmente esta última en mucha mayor cantidad que la que hay en aquel Imperio. Pero no obstante este cerramiento no deja por eso de hacerse evidente la fuerza de las causas arriba mencionadas. Por lo general los europeos tienen más habilidad y más talento que los chinos en lo que toca a las artes mecánicas y a las fábricas; y con todo hasta ahora no hemos podido negociar con esta Nación sino perdiendo; y sin los suplementos que recibimos de la América, el dinero disminuiría muy pronto en Europa, y aumentaría en la China, hasta que en una y otra región llegase a su justo nivel. Ningún hombre de buen juicio dudará que si esta Nación industriosa estuviese tan cerca de nosotros como la Polonia o la Berbería, haría caer hacía su lado la balanza, y se atraería la mayor parte de los tesoros de las Indias Occidentales. Para explicar la necesidad de este efecto, no tenemos que recurrir a una atracción física. Los intereses y las pasiones de los hombres producen una atracción moral, que por lo menos es tan eficaz como infalible.
¿Cómo se conserva la balanza entre las diversas Provincias de un reino, sino por la fuerza de este principio, que hace imposible el que pierda su nivel el dinero, y el que aumente o disminuya mas de lo que exige la proporción con los frutos y la industria de cada Provincia? Si una larga experiencia no tranquiliza a los hombres sobre esté punto, ¿qué multitud de reflexiones sombrías y de cálculos no podría subministrar un cerebro melancólico del Condado de York, cuando computa y exagera las sumas que entran en Londres, ya por los impuestos, ya por los gastos de los que atrae la curiosidad a esta Capital, ya por los derechos que las mercaderías pagan en ella; y por otro lado halla las partidas opuestas muy inferiores? No hay duda que si hubiera subsistido la Heptarchia en Inglaterra, el gobierno de cada Estado hubiera vivido continuamente con el temor de perder en la balanza; y como hay apariencias de que el odio recíproco de estos Estados hubiera sido violento extremadamente respecto de sus vecinos mas inmediatos, es también probable que hubieran llenado de trabas, u oprimido el Comercio con sus celos y precauciones inútiles. Después que la unión de los dos reinos ha destruido las barreras entre la Escocia y la Inglaterra, ¿cuál de estas dos Naciones se creerá que gana sobre la otra con esta libertad de comercio? ¿Y suponiendo que la Escocia haya aumentado sus riquezas, puede atribuirse razonablemente a otra causa que al aumento de la industria entre sus habitantes? Antes de la unión se temía comúnmente en Inglaterra, como nos lo dice el Abate du Bos, [1] que la Escocia atraería a sí todo el dinero de los Ingleses, si se concedía la libertad de comercio; y al otro lado de la Twéde se temía todo lo contrario. El tiempo ha hecho ver si estas aprehensiones estaban bien fundadas por una y otra parte.
Lo que sucede en una pequeña parte del mundo debe tener lugar en las mayores. Las provincias del Imperio Romano conservaban sin duda esta balanza entre sí, independientemente de las leyes, del mismo modo que la conserva cada Condado en Inglaterra, o cada parroquia particular de un Condado. Todo el que viaja hoy día por la Europa puede juzgar por el precio de los frutos y de las mercaderías que el dinero, a pesar de los celos ridículos de los Príncipes y de las Naciones, se ha nivelado por sí mismo exactamente, y que la diferencia entre un reino y otro reino no es mayor en esta parte que la que hay regularmente entre Provincias de un mismo reino. Los hombres gustan de reunirse en las capitales, en los puertos de mar, a la orilla de ríos navegables. Estos son los parajes donde se encuentra mas población, mas industria, y por consiguiente mas dinero. Pero la última diferencia guarda siempre proporción con la primera, y así se conserva el nivel. [2]
Nuestros celos y nuestro odio contra la Francia no tienen límites. Es preciso convenir en que el primero de estos sentimientos es razonable y bien fundado. Sin embargo estas pasiones han ocasionado innumerables obstáculos al comercio, y en esta parte nos acusan comúnmente de ser los agresores. ¿Pero qué hemos ganado con todas nuestras maquinaciones? Hemos perdido la entrada de nuestros paños en Francia, y hemos trasladado el comercio de vinos a la España y al Portugal, donde compramos muy mal vino a un precio mas subido. Hay pocos ingleses que no hayan creído a la Inglaterra perdida y arruinada enteramente si los vinos de Francia se vendiesen a precio tan cómodo y con tanta abundancia que se pudiesen substituir a la cerveza y a los licores fuertes jugando a las damas en las fondas y hosterías.
Pero si se dejasen a un lado todas las preocupaciones, no sería difícil probar que no había cosa mas inocente, ni quizá mas ventajosa. Cada nuevo acre de viña plantado en Francia con la mira de abastecer a la Inglaterra y obligaría a los Franceses a tomar el producto de un acre en granos de Inglaterra, bien de cebada o bien de trigo, para subsistir ellos mismos; y es evidente que nosotros tenemos el mejor fruto a nuestra disposición.
Hay muchos edictos de los Reyes de Francia prohibiendo los plantíos de nuevos viñedos, y mandando arrancar todos los que se hayan plantado desde un cierto tiempo; tan persuadidos están en este reino del valor superior del trigo sobre el de otro cualquiera fruto.
El Mariscal de Vauban se queja muchas veces de los derechos ridículos que se pusieron sobre los vinos de la Guyena, del Languedoc y de otras provincias meridionales que se llevan a la Bretaña y a la Normandía. No dudaba que estas Provincias pudiesen mantener su balanza aunque se estableciese la libertad de comercio que él recomienda mucho. Es claro que algunas leguas de navegación más o menos no son objeto digno de consideración alguna para la Inglaterra, y si lo son debe producir los mismos efectos respecto de ambos reinos.
A la verdad hay también un medio para hacer disminuir o aumentar el dinero en todos los países más allá de su nivel natural: pero esta especie de casos si se examinan de cerca se hallará que entran en nuestra teoría general, y no son la menor prueba de ella.
No conozco otro método mas a propósito para hacer disminuir el dinero hasta que esté inferior a m nivel, que la institución de los Bancos, de los fondos dos públicos y de los billetes de crédito con que todos estamos infatuados en este reino. Este capricho hace el papel equivalente al dinero, le pone en circulación por todo el Estado, le substituye al oro y a la plata, hace subir o bajar el precio de la mano de obra y de los frutos, y con este medio destierra una gran parte, de los metales preciosos, o impide su aumento ulterior. ¿Qué cosa habrá mas limitada que nuestros discursos sobre este punto? Nosotros imaginamos que porque sería más rico un particular si doblase su capital, debe suceder lo mismo respecto de cada individuo, y por consiguiente de toda la Nación; pero no consideramos que este aumento doble de las riquezas doblaría también el precio de cada cosa, y en poco tiempo los reduciría a todos al mismo estado que antes. Solo en las negociaciones y en los tratados con los extranjeros es ventajosa una cantidad mayor de dinero; y como nuestro papel es de ninguna importancia en esta especie de casos, experimentamos con él todos los malos efectos que resultan de una grande abundancia de dinero, sin percibir sus ventajas.
Supongamos que haya doce millones en papel que circulen en el reino como el dinero (porque no creemos que todos nuestros fondos inmensos se empleen de este modo); supongamos por otro lado que la masa real del dinero en todo el Reino sea de dieciocho millones, ve ahí un Estado que contiene treinta millones. Pues ahora bien digo yo, que si los contiene sería absolutamente necesario que les poseyese en oro y plata, sino se hubiera cerrado la entrada a estos metales con la invención nueva del papel. Dirán algunos, ¿pero de dónde hubiera sacado esta suma? De todos los países del mundo. ¿Pero cómo podía ser esto? Si quitarais esos doce millones, el dinero de este Reino estaría inferior a su nivel en comparación con nuestros vecinos, y es preciso que al instante sacásemos de todos ellos lo que necesitásemos hasta saciarnos, digámoslo así, y hasta que no pudiésemos contener mas. Pero admiremos nuestra política: vivimos tan cuidadosos de llenas a, la Nación de esta bella mercancía de billetes de Banco, y billetes del Echiquier, como si temiésemos vernos sobrecargados de los metales preciosos.
No hay duda en que gran abundancia de oro y plata que hay en Francia es en gran parte efecto de no tener billetes de crédito. Los franceses no tienen bancos; los billetes de los mercaderes no circulan entre ellos como entre nosotros.; la usura o el préstamo a grueso interés no se permite directamente en aquel país; de aquí proviene el que muchas personas tengan en sus cofres sumas muy considerables; el que una cantidad prodigiosa de plata en vajilla se halle como derramada por todas las casas particulares, y el que las Iglesias estén llenas de este metal. Las ventajas de esta situación, tanto respecto del comercio como de las necesidades públicas, son demasiado evidentes, para que ninguno las ponga en disputa.
No hace mucho tiempo que los Genoveses tenían la misma manía que hoy tienen los ingleses y holandeses de servirse de porcelana de la China en lugar de vajilla de plata: pero el Senado previendo sabiamente las consecuencias de semejante gusto, prohibió el uso de muebles frágiles hasta cierto punto, y no puso limites algunos al uso de la vajilla de plata. Yo creo muy bien que en el embarazo en que le han visto últimamente, habrán experimentado los buenos efectos de un reglamento tan sabio. [3]
Antes que se introdujese en nuestras Colonias la moneda de papel, había en ellas bastante oro y plata para la circulación; pero después de la introducción de estas especies, el menor de los inconvenientes que ha ocasionado ha sido la exclusión total de estos preciosos metales.
¿Y si el papel se aboliese en ellas, puede dudarse que el dinero volvería a estos países mientras que las colonias poseyesen sus frutos y sus manufacturas, que son las únicas cosas estimables en el comercio, y por las que solamente los hombres buscan el dinero?
¿Con qué compasión no miraría Lycurgo nuestros billetes de crédito, aquel que hizo la tontería de echar el oro y la plata fuera de Esparta? Estos billetes hubieran contribuido mas a sus miras que los pedazos de hierro que empleaba en lugar de moneda. Mejor hubiera logrado con esto impedir todo comercio con los extranjeros; porque los billetes tienen todavía menos valor real e intrínseco que su ferralla.
Pero si nuestros proyectos favoritos de billetes de crédito son perniciosos, porque son el único medio para poner nuestro dinero mas abajo de su nivel, el único expediente que hay, a mi modo de pensar, para elevarle sobre este mismo nivel, es el de seguir un método contra el cual todos gritaríamos llamándole destructivo. Vedle aquí. Sería preciso amontonar gruesas sumas en un tesoro público, cerrarlas, e impedir absolutamente su circulación. Con este medio no teniendo el fluido comunicación con el elemento vecino, se le podía hacer subir a la altura que se quisiera. Para probarlo no tenemos más que volver a la primera suposición que hicimos, de que se aniquilase una mitad u otra cualquiera parte de nuestro dinero, y veremos que el efecto inmediato de este acontecimiento sería la atracción de una suma igual de todos los países vecinos. Parece que por la naturaleza de las cosas no debía tener límites este modo de acumular; una pequeña ciudad como Ginebra, continuando esta política por espacio de algunos siglos, podría atraer a sí nueve décimas partes del dinero de la Europa.
A la verdad parece que la naturaleza humana opone un obstáculo invencible a esta acumulación inmensa de riquezas. Un estado débil que poseyese un tesoro prodigioso llegaría a ser bien pronto la presa de sus vecinos mas pobres sin duda, pero mas poderosos. Un grande estado disiparía sus riquezas en proyectos peligrosos y mal concertados, y destruiría al mismo tiempo lo que todavía es mas estimable, la industria y gran número de sus súbditos. En este caso el fluido habiendo llegado a demasiada altura, destruiría la nave que le contendría, y mezclándose él mismo con el elemento que le rodeaba, bajaría muy pronto hasta su propio nivel.
Nosotros estamos comúnmente tan poco enterados de este principio, que aunque todos los Historiadores convienen en la relación de un hecho tan reciente como los tesoros inmensos que acumuló ENRIQUE VII (que hacen subir a 1.700.000 libras esterlinas) mas bien queremos redargüir de falso este testimonio unánime, que admitir un hecho que se acomoda tan poco con nuestras preocupaciones arraigadas. Ciertamente es probable que esta suma componía las tres cuartas partes de todo el dinero que había entonces en Inglaterra, Pero es tan difícil comprender que pudo bien amontonar esta suma en el espacio de veinte años un monarca hábil, frugal, avaro y casi déspota? También es verosímil que la disminución de las especies circulantes jamás se notó de un modo sensible entre el pueblo, o que a lo menos no le trajo perjuicio alguno. La disminución del precio de las mercaderías y de los frutos se seguiría inmediatamente a la del dinero, y la indemnizaría dando a la Inglaterra una ventaja muy considerable en el comercio con las naciones vecinas.
La pequeña República de Atenas nos suministra un ejemplo que viene muy al caso. Había acumulado en el espacio de cincuenta años que mediaron entre la guerra de Media y la del Peloponeso tesoros mayores que los de ENRIQUE VII. [4] En efecto todos los Historiadores [5] y los oradores griegos [6] refieren unánimemente que los atenienses habían juntado en su ciudadela mas de diez mil talentos, que disiparon después en las empresas imprudentes que ocasionaron su ruina. Pero cuando este dinero empezó a rodar y a comunicarse con el fluido que le rodeaba; ¿qué sucedió? ¿Se quedó en el estado? No: porque vemos por el famoso censo referido por Demóstenes [7] y por Polibio [8] que cerca de cincuenta años después todos los bienes de la República, comprendiendo en ellos las tierras, las casas; los esclavos, los frutos, las mercaderías y el dinero , no pasaban de seis mil talentos.
Que ambición, qué altivez no sería, la de este pueblo, cuando amontonó un tesoro tan grande con sola la mira de hacer conquistas: un tesoro que todos los días estaba en poder de los ciudadanos el distribuirle entre sí por su voto particular, y que podía triplicar el capital de cada uno: porque es del caso advertir que los Historiadores antiguos dicen que las riquezas individuales de los atenienses no eran mas considerables a los principios de la guerra del Peloponeso que a los principios de la de Macedonia.
Era poco más el dinero que había en la Grecia en los reinados de FILIPO, y de PERSEO, que el que había en Inglaterra en tiempo de ENRIQUE VII, y con todo estos dos monarcas habían amontonado mayores tesoros en su pequeño reino de Macedonia en el espacio de treinta años [9] que los del monarca inglés. PAULO EMILIO trajo a Roma cerca de 1.700.000 libras esterlinas. [10] PLINIO dice 2.400.000 [11], y aun esta suma no componía mas que una parte de los tesoros de la Macedonia. El resto se disipó en los esfuerzos que hizo PERSEO, y en su fuga.
Stanyan nos asegura que el Canton de Berna tiene puestas a interés 300.000 libras esterlinas, y cerca de seis tantos mas en su tesoro: por consiguiente este Cantón ha acumulado una suma de 1.800.000 libras esterlinas, que por lo menos es el cuádruplo de lo que naturalmente debería circular en un estado tan pequeño; y con todo los que han viajado por el país de Vaux u otra cualquiera parte de este Canton, no han notado que el dinero ande mas escaso en él de lo que se podría suponer, con respecto a su extensión, a la naturaleza de su terreno y a su situación. Al contrario hay pocas provincias interiores en el continente de la Francia y de la Alemania en donde los habitantes sean actualmente tan opulentos, aunque este Canton ha dado un aumento considerable a su tesoro desde 1714, tiempo en que Stanyan escribía su juiciosa Relación de ¡a Suiza. [12]
Lo que APIANO refiere del tesoro de PTOLOMEO parece tan exagerado, que no es posible adoptar su modo de pensar en esta parte, y tanto mas cuanto este Historiador dice que los otros sucesores de ALEJANDRO no vivían con menos economía, y que sus tesoros no eran inferiores al de aquel.
Este espíritu de economía en los Príncipes vecinos debía descomponer todo el plan de ahorros en los monarcas Egipcios según los principios que hemos sentado arriba.
La suma de que habla es de 740.000 talento, o de 191, 166.666 libras esterlinas, 13 chelines, y 14 sueldos, según el cálculo del Doctor Ar-but bnot, y con todo dice APIANO que su relación está sacada de los archivos, y aun él mismo era natural de Alejandría.
Por todos estos principios podemos conocer el juicio que debemos formar de todas esas quisquillas innumerables, de esas trabas, de esos impuestos, con que todas las naciones de Europa, y los ingleses mas que otra alguna, han recargado el comercio, por un deseo excesivo de amontonar el dinero que jamás se elevará sobre su nivel, mientras que circule, o por un temor mal fundado de perder el que ya tienen, el cual tampoco bajará de su nivel. Si alguna cosa fuera capaz de disipar nuestro dinero, lo serian indubitablemente estas invenciones tan poco políticas. No se duda que este mal general proviene de que se priva a las naciones vecinas de aquella comunicación libre, o cambio que el criador ha tenido a bien establecer entre ellas, dándoles territorios, climas, y talentos tan diferentes los unos de los otros.
Nuestros políticos modernos no conocen otro método mejor que el uso de los billetes de crédito y el destierro del dinero. Desprecian el método de amontonarle y el arte de acumularle, y adoptan una infinidad de invenciones que solo se dirigen a arruinar la industria, y a privarnos a nosotros y a nuestros vecinos de las ventajas comunes del arte y la naturaleza.
No es mi ánimo decir con esto que todos los impuestos sobre las mercaderías extranjeras sean perjudiciales o superfluos; yo solo trato de los que no tienen otro origen que los celos de que hemos hablado arriba. Un impuesto sobre las telas de Alemania fomenta nuestras manufacturas, y con ellas se multiplica el pueblo y la industria. El impuesto sobre el aguardiente aumenta el despacho del aguardiente de cañas o ratafía, y sostiene nuestras Colonias de la América Meridional; y si fuera preciso imponer contribuciones para sostener el gobierno, sería mas conveniente cargarlas sobre las mercancías extranjeras que pueden ser visitadas al tiempo de abordar, y se puede mas fácilmente sujetarlas a los derechos. Y con todo eso nos vemos precisados a recordar una máxima del Doctor Swift, el cual dice que en la aritmética de las costumbres dos y dos no hacen cuatro, sino que muchas veces solo hacen uno.
No puede dudarse razonablemente que si los derechos sobre los vinos se disminuyeran un tercio, darían mas al gobierno de lo que al presente le reditúan. Nuestro populacho podría tener una bebida comúnmente mejor y mas sana, sin que resultase de ahí algún perjuicio a la balanza del comercio, de que somos tan celosos. Nuestras fábricas de cerveza dulce, dejando aparte la agricultura, son poco considerables, y ocupan muy poca gente; el trasporte de vinos y de trigo no ocuparía menos.
Pero me dirán ¿no hay ejemplos de estados ricos y opulentos que han llegado a ser pobres y miserables? El dinero que tenían con abundancia, no ha desaparecido? Yo respondo que un estado que pierde su comercio, su industria y gran número de súbditos, nunca puede lisonjearse de conservar su oro y su plata; porque estos preciosos metales están siempre en proporción con aquellas ventajas. Cuando los portugueses y los holandeses quitaron a los venecianos y a los genoveses el comercio de las Indias, les quitaron al mismo tiempo las ganancias y el dinero que les producía. Un país de donde se muda la silla del gobierno, otro que mantiene a grandes expensas gruesos ejércitos en tierras muy apartadas, un país finalmente donde los extranjeros posean grandes fondos, está sin duda en el caso de perder gran parte de sus riquezas; pero todos estos, me atrevo a decirlo, son medios forzados y violentos para hacer salir el dinero, y ordinariamente van acompañados de la pérdida de muchos súbditos y de la industria. Pero el país donde permanezcan estas cosas vuelve siempre a recuperar el dinero que ha salido, por cien canales diferentes, que ni se conocen, ni siquiera se sospechan. Que tesoros inmensos no han gastado en Flandes muchas naciones después de la Revolución en el curso de tres grandes guerras. Quizás equivaldrán a la mitad de todo el dinero que hay actualmente en Europa. ¿Pero qué se han hecho estos tesoros tan grandes? Se mantienen acaso encerrados en el estrecho recinto de los Estados de la Casa de Austria. No seguramente: la mayor parte han vuelto a los países de donde habían salido. Se han vuelto a las artes y a la industria, que los habían adquirido.
Finalmente un gobierno tiene muchas razones que le obligan a conservar sus súbditos y sus manufacturas. Por lo que toca al dinero debe descansar seguramente sobre el curso de las cosas humanas, sin temor alguno, sin celos, o si algunas veces ocupa su atención en este último objeto, nunca debe hacerlo a expensas del primero.
Notas:
[1] Los Intereses de Inglaterra mal entendidos.
[2] Es preciso tener muy presente que en todo este discurso por el nivel del dinero entiendo la justa proporción de las riquezas con los frutos, la mano de obra, la industria, y la habilidad que hay en cada estado. Y sostengo que si estas cosas se hallan en algún país en razón duplicada, triplicada o cuadruplicada de la que tienen en los Estados vecinos, el dinero también habrá doblado, triplicado o cuadruplicado infaliblemente en él. La única cosa que puede descomponer la exactitud de esta proporción es el gasto del trasporte de los frutos y mercaderías de un lugar a otro, y este gasto es algunas veces desigual. Así sucede, por ejemplo, que el trigo, los ganados, el queso y la manteca del Condado de Derby no sacan de Londres tanto dinero como las manufacturas do esta Ciudad sacan de Derby. Pero esta objeción nada tiene de sólido, porque todo cuanto tiene de costoso el trasporte de los frutos, otro tanto tiene de embarazosa e imperfecta la comunicación entre un lugar y otro lugar.
[3] Nuestro impuesto sobre lo plata labrada puede ser también, respecto de esto, contrario a la buena política.
[4] La libra esterlina del tiempo de ENRIQUE VII, tenia mas de ocho onzas de plata.
[5] Thucidides lib. 2; Diod, Sic, lib. 12.
[6] Aeschiñes y Demóstenes.
[7] Πεορι Συμμτίας
[8] Lib. 2, cap. 61.
[9] Tit. Liv., lib. 45, cap. 40.
[10] Vellej. Paterc., lib. I, cap. 9.
[11] Plin., lib. 13, cap. 3.
[12] La pobreza de que habla Stanyan solo es respectiva a los Cantones mas montañosos, en los que no se crían frutos que puedan atraer el dinero; y aun el pueblo no es mas pobre en ellos que en el Obispado de Saltizbourg por un lado, y en la Saboya por otro; suponiendo que sea pobre en estos dos países.
DISCURSO SEXTO
SOBRE LA BALANZA DEL PODER
Hay una cuestión grande sobre si Ja idea de la balanza del poder se debe enteramente a la política moderna, o si solo el nombre es lo que se ha inventado en estos últimos tiempos. Es cierto que JENOFONTE [1] en su CIROPEDIA representa la unión de las potencias asiáticas como originada de los celos que les causaba el acrecentamiento de fuerzas de los PERSAS y de los MEDOS. Y aunque en la opinión de muchos esta obra elegante tiene bastante aire de romance, con todo no puede negarse que el modo de pensar que atribuye el autor a los Príncipes Orientales es por lo menos una prueba de que en estos tiempos antiguos ya se conocía la cosa de que hablamos aquí.
Entre los políticos griegos el temor y la inquietud sobre la balanza aparecen con mucha mayor claridad, y aun nos los dejaron muy expresamente designados los Historiadores antiguos. THUCYDIDES asegura [2] que la liga que se formó contra Atenas, y que produjo la guerra del Peloponeso no tuvo otro origen. Y después de la decadencia de ATENAS, cuando los TEBANOS y los LACEDEMONIOS disputaban sobre el Imperio, vemos que los atenienses, (como otras muchas Repúblicas) se pusieron siempre del lado en que menos pesaba la balanza. Así es que con esta mira socorrieron a TEBAS contra ESPARTA hasta la célebre victoria ganada en LEUCTRUM por EPAMINONDAS, después de la cual inmediatamente se volvieron al lado de los vencidos, según ellos decían, por generosidad, pero realmente por los celos que tenían de los vencedores.
Todos los que hayan leído la arenga de DEMÓSTENES en favor de los megapolitanos habrán visto en ella los pensamientos más sutiles sobre este principio, que ciertamente son tan delicados, que apenas podrían esperarse otros semejantes del entendimiento profundo de un especulador inglés o veneciano. Después de haber apuntado la causa primaria del poder del Rey de Macedonia, pasó inmediatamente este célebre orador a exponer el peligro en que todos se hallaban; tocó la alarma en toda la Grecia, y llegó finalmente a formar bajo de las banderas de Atenas una liga que ocasionó la batalla de CHERONEA tan célebre y tan decisiva.
Es cierto que los Historiadores miran las guerras que los Griegos se hacían entre sí mas bien como asuntos de honor, en que la emulación tenia mas parte que la política, y en que mas se trataba de una vana preferencia que de alguna mira de dominación o de engrandecimiento. Y en efecto, si se considera el número de habitantes de cada República comparado con la totalidad, la dificultad suma que había en aquel tiempo de formar sitios, la bravura y la disciplina de cada uno de los ciudadanos en esta Nación, se concluirá que el equilibrio del poder estaba por sí solo suficientemente asegurado en Grecia, sin que fuese necesario para mantenerle recurrir a las mismas precauciones que en otros tiempos podían ser necesarias. Pero bien que todos estos movimientos que agitaron a todas las Repúblicas Griegas se atribuyan a una celosa emulación, bien que se atribuyan a las precauciones políticas, los efectos eran siempre los mismos; y toda potencia que hacia inclinar demasiado hacía sí la balanza podía contar con que excitaría una liga contra ella compuesta muchas veces de pueblos que antes habían sido sus aliados y amigos.
El mismo principio (se le puede llamar envidia o prudencia) que produjo el ostracismo en ATENAS y el PETALISMO en SIRACUSA, y que hacia desterrar a un ciudadano, cuya celebridad y crédito daban sombra a los demás por su superioridad; el mismo principio, digo, se manifestaba naturalmente en los negocios de fuera y excitaba bien pronto enemigos al que entre estos pequeños estados se ponía al frente de los demás, por moderado que fuese en el uso de su autoridad.
El Rey de Persia era en la realidad, con respecto a su poder efectivo, un pequeño Príncipe comparado con todas las Repúblicas de la Grecia, y esto fue lo que le obligó, mas bien por atender a su propia seguridad, que por emulación, a interesarse en sus desavenencias, y a sostener a los mas débiles contra los mas fuertes. Este fue también el consejo que ALCIBIADES dio a TISAFERNES, [3] y que mientras le siguió prolongó también la vida del Imperio de los Persas. El haberle abandonado por solo un instante les costó bien caro, porque FILIPO empezó a manifestar sus designios ambiciosos: y esta falta fue el golpe que arruinó aquel soberbio y frágil edificio con una rapidez, de que hay pocos ejemplos en la historia.
Los sucesores de ALEJANDRO llevaron hasta el extremo los celos sobre el equilibrio del poder: celos fundados sobre las verdaderas máximas de la política y de la prudencia, y que impidieron por espacio de muchos siglos la reunión en un solo cuerpo de las particiones que se hicieron después de la muerte de este famoso conquistador, y las mantuvieron en su separación. La fortuna y la ambición de ANTÍGONO [4] los amenazó algún tiempo con una nueva Monarquía universal; pero la unión de estos Príncipes y la victoria que ganaron en las llanuras de IPSO los salvó. Más adelante vemos que estos Príncipes Orientales, considerando a los griegos y macedonios como los únicos pueblos belicosos que les interesase tratar con miramiento, ponían una atención particular en los negocios de este país. Entre otros los PTOLOMEOS no socorrieron prontamente a ARATO y a los ACHEOS, y después a CLEOMENES Rey de ESPARTA, sino con la mira de contrapesar la Potencia de los Reyes de Macedonia. Tal es a lo menos la idea que POLIBIO nos di de la política de los Reyes de Egipto. [5]
La razón en que se funda la opinión de que los antiguos ignoraban lo que se llama EQUILIBRIO DEL PODER, parece que mas bien está tomada de los Historiadores Romanos que de los Griegos; y como aquellos nos son mas familiares que estos, también sacamos de ellos todas nuestras consecuencias. Es preciso confesar que jamás se formó una liga tan general contra los Romanos, como la que naturalmente debía esperarse, si se consideran la rapidez de sus conquistas y el poco cuidado que ponían en ocultar su ambición. Se les dejó tranquilamente subyugar a sus vecinos, unos después de otros, hasta que llegaron a extender su dominación por todas las partes del mundo conocido. Dejando a un lado sus guerras fabulosas de Italia, [6] la invasión de ANÍBAL fue una crisis tan notable que debió despertar la atención de todas las naciones civilizadas. El éxito hizo ver (y no era difícil conocerlo desde luego) que toda esta guerra no se había encendido sino para decidir del Imperio universal; [7] y con todo no parece que algún Príncipe o estado se hubiese conmovido nada con la decisión de este gran pleito. FILIPO, Rey de Macedonia, permaneció neutral hasta que vio las victorias de ANÍBAL, y entonces cometió la imprudencia de hacer alianza con el vencedor en términos aun más imprudentes. Estipuló que ayudaría a los Cartagineses a conquistar la Italia, y estos por su parte se obligaron a enviar, finalizada la conquista, fuerzas superiores a la Grecia para ayudarle a reducir todo este país bajo de su obediencia. [8]
La República de RODAS y la de los ACHEOS son muy celebradas de todos los Historiadores por su sabiduría y su profunda política; y con todo así la una como las otra auxiliaron a los romanos en sus guerras contra FILIPO y ANTIOCO. Lo que todavía prueba mejor que no era conocida en aquellos siglos la máxima del equilibrio es que ningún Historiador antiguo ha notado lo imprudente de esta especie de conducta, ni ha reprobado el tratado absurdo que hizo FILIPO con los cartagineses. Los Príncipes y los políticos pueden engañarse en sus discursos anticipados sobre los acontecimientos futuros; pero es bastante extraño que los Historiadores no formen después de haber sucedido algún juicio sólido sobre la exactitud o la falsedad de estos discursos.
MASINISA, ATTALO y PRUSIAS, satisfaciendo su resentimiento particular y sus pasiones, eran otros tantos instrumentos de la grandeza romana: y parece que precipitando la ruina de sus aliados, ni siquiera sospechaban que se forjaban ellos mismos las cadenas. Un simple tratado o convención entre MASINISA y los CARTAGINESES, tan necesario a los intereses comunes, hubiera cerrado enteramente la entrada de la ÁFRICA a los Romanos y hubiera salvado la libertad del género humano.
El único Príncipe que hallamos en la Historia Romana, que parece conoció la necesidad de una balanza de poder, es HIERON, Rey de SIRACUSA. Aunque era aliado de los Romanos envió socorros a los Cartagineses en la guerra de los auxiliares; “juzgando, dice Polibio [9], que debía proceder así para conservar su soberanía en SICILIA y para mantener su amistad con los Romanos, que él creía se interesaban entonces por los Cartagineses, por temor de que si uno de los dos partidos llegaba a ser vencido, el que permaneciese no se aliase en estado de emprender cuanto le pareciese conveniente, y de ejecutarlo sin obstáculo y sin oposición. Y en esto obró con mucha prudencia y sabiduría; porque esta especie de consideraciones nunca deben menospreciarse por ningún motivo, ni permitir que otro adquiera un poder tan formidable, que los estados vecinos no puedan absolutamente ofender sus derechos.” Ve aquí el fin de los políticos modernos explicado con la mayor claridad.
Finalmente la máxima de conservar el equilibrio del poder está tan bien fundada en el buen juicio y en la pre evidencia, que no podemos concebir como se ocultó a los antiguos, en quienes por otra parte hallamos tantas señales de penetración y de sagacidad. Si entonces no era tan familiar, ni se hallaba tan generalmente extendida como en nuestros tiempos, a lo menos servia de regla a los Príncipes más sabios y más experimentados. Aun ahora, aunque tan explicada y tan trillada por nuestros especuladores y novelistas, no por eso influye mas que entonces en la práctica de los que gobiernan.
Después de la decadencia del Imperio Romano la forma de gobierno que establecieron los conquistadores septentrionales les hizo en algún modo incapaces de extender sus conquistas, y los mantuvo mucho tiempo dentro de sus propios límites. Pero apenas se abolieron el vasallaje y la milicia feudal, se empezó a temer nuevamente una Monarquía universal, al ver tantos Reinos y Principados reunidos en la persona de CARLOS V. Mas fundándose el poder de la Casa de Austria sobre una vasta extensión de países separados unos de otros, y proviniendo sus riquezas únicamente de las minas de oro y plata, era mejor para arruinarse a sí mismo por sus defectos interiores, que para destruir los baluartes que se le oponían. En menos de un siglo las fuerzas de esta altiva y poderosa Casa se vieron enervadas, disipadas sus riquezas, y su gloria eclipsada. Una nueva potencia apareció después mucho más formidable a las libertades de la Europa, pues poseía todas las ventajas de la primera, sin tener alguno de sus defectos: sí se exceptúa una dosis de aquel espíritu de falsa piedad y de persecución, de que la Casa de Austria estuvo tanto tiempo y está todavía tan infatuada.
Hice cerca de cien años que la Europa está ocupada en defenderse contra las fuerzas mas formidables que jamás ha podido reunir la combinación civil o política del género humano. Y es tanto lo que influye la máxima de que aquí tratamos, que aunque esta ambiciosa nación de cinco guerras generales haya quedado victoriosa en cuatro, [10] y desgraciada en una solamente, [11] con todo no ha dilatado mucho sus fronteras, ni ha tomado un ascendiente absoluto sobre toda la Europa. Al contrario hay motivo para esperar que la resistencia durará por todo el tiempo que las revoluciones de las cosas humanas y los acontecimientos imprevistos no rompieren las medidas tomadas para precaver una Monarquía universal, y preservarnos de un mal tan grande.
En las tres últimas de estas guerras generales la Inglaterra ha representado el mayor papel, y todavía sostiene el noble personaje de ángel tutelar de la libertad de la Europa. Además de las ventajas de su situación y de sus riquezas, su pueblo está animado de un espíritu tan nacional y tan penetrado de la dulzura del gobierno, que podemos lisonjearnos de que jamás cederá en una causa tan justa y tan necesaria. Tan lejos está esto de temerse, que si hemos de juzgar por lo pisado, su ardor parece que mas bien necesita moderarse que excitarse; y que mas bien ha pecado por un exceso loable, que por un defecto de vigor.
Primeramente parece que nosotros hemos estado mas poseídos de aquel espíritu antiguo de los Griegos, esto es, de una celosa emulación; que animados de las prudentes miras de la política moderna. Nuestras guerras con la Francia han empezado con justicia, y quizás eran también necesarias; pero su duración ha sido mucha por un espíritu de pasión y de obstinación. Las mismas condiciones de paz que se aceptaron en RYSWICH en 1697 se nos habían ofrecido desde 1692. La paz concluida en Utrecht en 1712 hubiera podido hacerse con las mismas condiciones en GERTRUIDENBERG en 1708, y en 1743 en nosotros consistió el no haber recibido la paz en Francfort en los mismos términos en que nos dimos por contentos de lograrla en 1748 en AIX-LA-CHAPELLE.
Resulta, pues, de aquí que la mitad de nuestras guerras con la Francia y todas nuestras deudas públicas han provenido mas bien de nuestra imprudente vehemencia que de la ambición de nuestros vecinos.
En segundo lugar nosotros somos tan declarados en nuestras oposiciones al poder de la Francia, y vivimos tan alerta en la defensa de nuestros aliados, que ellos ordinariamente cuentan mas con nuestros fondos que con tus propias fuerzas; y como siempre piensan en hacer la guerra a nuestras expensas, de ahí proviene el que desechan todo acomodamiento razonable. Habent sujectos tanquam suos, viles, ut alienos. En todo el orbe se sabe que los votos facciosos de la Cámara de los Comunes en el último Parlamento, juntamente con el espíritu dominante de la Nación, hicieron inflexible a la Reina de Hungría, y estorbaron el acomodamiento del Rey de Prusia, que al instante hubiera restablecido la tranquilidad general de la Europa.
En tercer lugar nosotros somos tan bravos campeones, que una vez metidos en la guerra, ya no pensamos más que en hacer daño al enemigo, sin reflexionar sobre nuestros intereses, ni sobre los de nuestra posteridad. Empeñar nuestras rentas a un interés tan subido en unas guerras en que no éramos más que simplemente necesarios, ha sido indubitablemente el descarrío más funesto en que jamás pudo dar una Nación que se pica de prudente y de política. Este remedio, si acaso lo es, porque mejor parece un veneno, debería, según las luces de la razón, haberse reservado para la última extremidad, y solamente la mayor desdicha y el daño más grande debería habernos obligado a abrazar un expediente tan terrible.
Los extremos en que hemos dado respecto de esto son perjudiciales , y pueden algún día llegar a serlo mas en nosotros, haciéndonos retroceder, como ordinariamente sucede, a la extremidad opuesta , y haciéndonos indiferentes y descuidados en el destino de la Europa. Los atenienses, que eran el pueblo mas inquieto, mas intrigante y mas belicoso de toda la Grecia, habiendo vuelto del error que los había impelido a mezclarse en todas las querellas que sobrevenían, no pusieron ya mas atención en los negocios extranjeros, y en todas las contestaciones no tomaron partido alguno, ni se distinguieron mas que en complacer y adular al vencedor.
Monarquías tan grandes como la en que la Europa está amenazada ahora de caer, son probablemente destructivas del género humano, sea en sus progresos [12], sea en su continuación, y quizás también en su decadencia, que no puede menos de seguirse inmediatamente a su establecimiento. El espíritu militar que ha aumentado y extendido la Monarquía deja muy pronto la Corte y el centro del Estado. La antigua nobleza afecta a su Soberano, vive en la Corte, y nunca aceptará empleos militares que la alejen a países remotos y bárbaros, donde se verá privada de sus placeres y de su fortuna. Ve ahí porque sería necesario entonces confiar las armas del Estado a extranjeros mercenarios, sin celo, sin amor y sin honor; prontos en toda ocasión a volver estas mismas armas contra el Príncipe, y a ligarse entre sí con el primer motivo de descontento que les ofreciese botín y mayor paga. Tal es el curso necesario de las cosas humanas, hasta que este edificio de grandeza enorme se arruina por su propio peso. La ambición trabaja a ciegas para perder al conquistador, su familia, y todos cuantos le rodean, y son mas queridos. Los Borbones contando con el apoyo de su valerosa, fiel y afecta nobleza adelantarían sus conquistas sin límites y sin medida; pero esta nobleza tan valiente, tan inflamada de emulación , y tan avara de laureles, que sabe soportar las fatigas de la guerra y desafiar los peligros, jamás se resolvería a vivir lánguida en guarnición en el fondo de la HUNGRÍA o de la LITUANIA, mientras que los favoritos y sus queridas estarían disponiendo de los favores del Príncipe. Las tropas se llenarían de CROATAS, de TÁRTAROS, de HÚSARES, de COSACOS, mezclados quizá con algunos soldados de fortuna de las mejores provincias, y la triste suerte de los Emperadores se iría renovando de grado en grado hasta la destrucción total de la Monarquía.
Notas:
[1] Lib., 2.
[2] Lib., 2.
[3] Thucid., lib., 8.
[4] Diod. Sic., lib., 20.
[5] Lib., 2, cap. 51.
[6] Se han originado grandes sospechas entre los críticos de este siglo en punto a la certidumbre de los cuatro primeros siglos de la Historia Romana: y según mi dictamen estas sospechas son justas y bien fundadas. Pretenden, y no sin razón, que todo lo que se refiere de este tiempo es fabuloso hasta después que la ciudad fue saqueada por los GALOS, y que aun desde esta época hasta el tiempo en que los griegos empezaron a mirar con atención las cosas de los Romanos y a escribir de ellas, todo es dudoso. Con todo este escepticismo me parece que no se puede sostener en toda su extensión, esto es, respecto de la Historia doméstica de Roma, que tiene algún aire de verdad y de probabilidad, y no puede ser invención de un Historiador que era demasiado juicioso para divertirse con ficciones de romance. Las revoluciones parecen tan proporcionadas a sus causas: los progresos de las facciones concuerdan también con la experiencia política; las costumbres y las máximas de aquellos tiempos son tan uniformes y tan naturales, que difícilmente se hallarán en historia alguna partes mas bien unidas, ni reflexiones mas exactas. ¿El Comentario de Maquiavelo sobre TITO LIVIO, obra seguramente de no menor ingenio que juicio, no rueda todo sobre esta época que nos dicen ser fabulosa? Así yo quisiera partir la diferencia entre los críticos y convenir en que las batallas, las victorias y los triunfos de estos siglos se han falsificado con Memorias fabulosas , como el mismo CICERÓN lo confiesa; pero como en lo tocante a las facciones domésticas ha habido dos relaciones opuestas, y ambas se han trasmitido a la posteridad, estas dos relaciones es necesario que hayan impedido la falsificación, porque los últimos Historiadores se han visto en estado de cotejarlas, de sacar de ellas los hechos, y de descubrir la verdad, comparando y discurriendo sobre todo. Respecto de las batallas puede decirse sin exageración que la mitad de las que TITO LIVIO hace dar a los EQUES y a los VOLSEOS despoblarían la Francia y la Alemania; y aun este mismo Historiador, que por otra parte parece superficial, se avergüenza al fin de referir tantas cosas y tan poco creíbles. La misma inclinación a exagerar parece que también deslumbró a los romanos en sus ejércitos y en sus censos.
[7] En efecto se notó esto por algunos, según aparece de la arenga de Agesilao de Naupacto en la asamblea general de la Grecia. Véase a Polibio lib. 5, cap. 104.
[8] Tito Livio., lib. 33, cap. 33.
[9] Lib. I, cap. 83.
[10] Las guerras terminadas por los tratados de los Pirineos, de Nimega, de Rysivick y de Aix-la-Chapelle.
[11] La que se terminó por el tratado de Utrecht.
[12] Si el establecimiento del Imperio Romano fue en algún modo útil, solo puede haberlo sido respecto de la barbarie en que vivían anteriormente todos los pueblos.
DISCURSO SEPTIMO
SOBRE LOS IMPUESTOS
Hay una máxima muy conocida y muy usada entre esa especie de hombres que llamamos en este país hombres de expediente y de recursos, y que son célebres en Francia con los nombres de FINANCIERS, MALTOTIERS, TRAITANS, etc. Y es que todo nuevo impuesto produce en los súbditos una habilidad natural para soportarle, y que cada aumento de cargas públicas aumenta proporcionadamente la industria. Esta máxima es capaz por su naturaleza de producir grandes abusos, y es tanto mas peligrosa cuanto es menos innegable, que en el fondo es verdadera, y está fundada en la razón y la experiencia, siempre que medien ciertas modificaciones.
Cuando se echa un impuesto sobre los frutos que hacen el alimento del pobre pueblo parece que debe seguirse necesariamente una de dos cosas, o que este pueblo pobre disminuya alguna parte de su alimento, o que levante el precio de su trabajo, a fin de que la nueva carga que se le ha impuesto caiga enteramente sobre la espalda del rico. Pero también hay otra tercera consecuencia que resulta muchas veces de los impuestos, y es que el pobre redobla su industria, hace mejores obras, y vive tan cómodamente como antes. Esto es lo que naturalmente sucede en todas las partes en que son moderados los impuestos, y se aumentan por grados sin caer precisamente sobre las cosas necesarias a la vida. Y es cierto que entonces los impuestos sirven muchas veces para hacer al pueblo mas industrioso, mas laborioso y mas opulento que otros que disfrutan mayores ventajas; y puede observarse en este asunto como un ejemplo de la misma especie el que las naciones mas comerciantes no han habitado siempre los países mas fértiles; antes han habitado tierras o infecundas o de muy corta extensión. Tales fueron los Tirios, los Atenienses, los Cartagineses, los Rodios, y tales son hoy día los Venecianos, los Genoveses y los Holandeses. En toda la historia no hallamos mas que tres ejemplos de habitantes de países considerables por su extensión y fertilidad que se hayan distinguido y se distingan todavía por un gran comercio: Estos son los Países Bajos, la Inglaterra y la Francia. Los dos primeros parece que se excitaron al comercio por las ventajas de su situación marítima, y por la necesidad en que se veían de frecuentar los puertos extranjeros para adquirir lo que les negaba su propio clima. Respecto de la Francia empezó tarde a florecer en ella el comercio, y parece que ha sido efecto de la reflexión y de las observaciones de un pueblo lleno de espíritu y emprendedor, que viendo a sus vecinos adquirir riquezas inmensas por este medio se dedicó a cultivar la navegación y el comercio.
Las Ciudades y países de que habla Cicerón [1] como de los mas comerciantes de su tiempo, son ALEJANDRÍA, COLCHOS, TIRO, SIDON, las Islas de ANDROS y de CHIPRE, la PAMPHILIA, la LISIA, la Isla de RODAS, la de CHIOS, BIZANCIO, LESBOS, ESMIRNA, MILETO y la Isla de COÓS, o CÓS. Todos estos lugares, exceptuando Alejandría, eran pequeñas Islas, o Ciudades, o países muy pequeños, y aun la misma Alejandría no debía su comercio sino a las ventajas de su situación.
Pues ahora bien, si algunas desventajas naturales pueden ser favorables a la industria, ¿por qué no podrán producir el mismo efecto las incomodidades, artificiales? El Caballero William Temple [2] atribuye con toda seguridad la industria de los holandeses enteramente a la necesidad que dimana de la desventaja natural de su país, y apoya su opinión en una comparación terrible con la Irlanda. “En el país, dice, donde la tierra es fértil y el pueblo no es numeroso, las cosas necesarias a la vida están tan baratas que un hombre industrioso puede adquirir en dos días de trabajo el sustento de toda la semana. Yo miro esta circunstancia como el origen de la pereza atribuida a los habitantes. En efecto es natural al hombre preferir el reposo al trabajo y entregarse a la ociosidad si puede vivir sin pena. Aunque a la verdad una vez que la necesidad le haya habituado al trabajo ya no puede estar sin hacer nada, y este hábito llega a serle necesario para mantener la salud y divertirse. Pero quizás es tan difícil pasar de una ociosidad natural al trabajo como de un trabajo habitual a la ociosidad.” Después de esto el autor para apoyar su opinión entra en él por menor, como nosotros lo hemos hecho arriba, de los lugares en que ha florecido el comercio tanto entre los antiguos como entre los modernos, y respecto de ellos hace la observación común de que eran territorios muy pequeños, cuyas cualidades hacían que la industria les fuese indispensablemente necesaria.
Se ha notado muchas veces que en los años de escasez, con tal que no sea extremada, el pobre trabaja más y vive con mas comodidad que en los años de abundancia, en los cuales se abandona a la ociosidad y los excesos. Yo he oído decir a un fabricante de los mas empinados que en el año 1740, en que el pan y los demás frutos estuvieron a precios muy altos, sus operarios ganaban no solo para vivir, sino también con que pagar las deudas que habían contraído en el año anterior, que había sido mucho mas favorable y abundante. [3]
Esta opinión respecto de los impuestos puede ser admisible hasta cierto punto, y suponiendo que no haya abusos, los impuestos, del mismo modo que la escasez, si son demasiados extinguen la industria produciendo el desaliento. Y aun antes que hayan llegado a este grado aumentan el precio de la mano de obra, y hacen encarecer todos los frutos. Un gobierno vigilante y desinteresado observará con atención el punto en que cesa el provecho y empieza el perjuicio, Pero como las cualidades contrarias son infinitamente mas comunes entre los que llevan el timón del Estado, es de temer que en toda la Europa se multipliquen los impuestos hasta el punto de arruinar absolutamente todas las artes y toda la industria, aunque acaso su primer aumento, junto con otras circunstancias, podrá contribuir al acrecentamiento de estas ventajas.
Los impuestos sobre los bienes se perciben casi sin gastos; pero están sujetos a otros inconvenientes. Con todo muchos estados se ven precisados a recurrir a ellos, por no tener otros medios. Pero de todos los impuestos los más perniciosos son los arbitrarios. Así en su percepción como en su gobierno se convierten en castigos de la industria, de manera que son mas funestos por su inevitable desigualdad, que por la carga que imponen, y causa admiración el que se hayan establecido en todos los pueblos civilizados.
Por lo general toda capitación, aun cuando no sea arbitraria, cosa que sucede muy de ordinario, puede mirarse como dañosa; porque es bien fácil a un soberano añadir un poco mas, después otro poco mas a la suma pedida, de manera que este impuesto llega a ser bien, pronto una carga pesada e insoportable. Al contrario un derecho sobre los frutos se reprime y se reduce por sí mismo respecto del soberano, el cual advierte desde luego que un aumento de impuesto no es un aumento de renta. Esta es la razón porque no es fácil que un pueblo se arruine con semejantes impuestos.
Los Historiadores observan que una de las principales causas de la decadencia del Imperio Romano fue la mutación que Constantino introdujo en la hacienda, sustituyendo una capitación general en lugar de casi todos los diezmos, y de todos los demás derechos e impuestos que antes componían las rentas del Imperio. Los pueblos de todas las Provincias se veían tan oprimidos por los dependientes de la hacienda (Financiers), y tan descontentos, que tuvieron singular complacencia en sacudir un yugo tan pesado y refugiarse: bajo las banderas victoriosas de los Bárbaros, cuya dominación siendo mucho menos artificiosa y compasada, así como era también menos necesitada, pareció preferible a la titania estudiada y reflexiva de los Romanos.
Se cree generalmente que todo impuesto, de cualquiera manera que se cargue, al cabo viene a caer sobre las tierras. Esta opinión puede ser muy provechosa en Inglaterra, donde puede servir de freno a los señores de tierras en quienes reside esta parte de la soberanía, quiero decir, el derecho de otorgar y de exigir los tributos del Estado, y puede inspirarles miramientos muy útiles hacía el comercio y la industria.
Pero es necesario confesar que este principio aunque le da por sentado un escritor célebre, tiene tan poca apariencia de razón, que si no hubiera tenido en su favor la autoridad del autor, jamás lo hubiera admitido nadie.
Es cierto que todos gustan de librarse del peso de los impuestos, y que cada uno procura echarle sobre las espaldas de los demás; pero como cada hombre tiene este mismo deseo y esta misma intención, todos se ponen sobre la defensiva, y no es posible suponer que un cierto número de hombres logrará una victoria completa en esta contestación. Yo no puedo imaginarme como no había de tener en este caso el señor de tierras, o el caballero infeudado la facultad de defenderse lo mismo que otro cualquiera, y por que había de ser la víctima de todos los demás. No hay duda en que todos los mercaderes si pudieran harían presa en los nobles, y anhelarían para dividir entre si los bienes de ellos, si posible fuera: pero este deseo le tendrían igualmente todos, aun cuando no hubiera impuestos; y el mismo medio que los pone a cubierto de las supercherías de los mercaderes, antes del impuesto, los asegurará igualmente después, y hará que estos lleven su parte de la carga.
Daré fin a esté Discurso observando que respecto de los impuestos tenemos un ejemplo de lo que ordinariamente sucede en materia de política, y es que los negocios producen muchas veces efectos diametralmente opuestos a lo que prometían las primeras apariencias. Es máxima fundamental entre los Turcos que el Gran Señor, aunque dueño absoluto de la vida y bienes de todos sus súbditos, no tiene el poder de cargar nuevos impuestos; y todos los Sultanes que han intentado hacer alguna innovación en esta parte, se han visto forzados o a desistir de su empeño o a ser víctimas de su obstinación.
Quizás pensarán algunos que la preocupación u opinión de los turcos acerca de esto es la barrera más fuerte del mundo contra la opresión: nada de eso; antes bien produce un efecto del todo contrario. El Príncipe como no tiene método arreglado para aumentar sus rentas, se ve precisado a permitir que sus Baxaes opriman y atormenten con vejaciones a sus súbditos: y cuando estos vuelven de sus gobiernos los oprime él a su vez, y los hace vomitar. Si pudiera imponer tributos al modo que nuestros Príncipes Cristianos, sus intereses estarían de tal manera ligados con los de sus súbditos, que muy pronto conocería los malos efectos de aquel método irregular y desordenado de sacar dinero, y vería que un doble sequin cargado por una imposición general traería consecuencias mucho menos perniciosas, que veinte aspros o un chelín arrancados de un modo tan desigual y tan arbitrario.
Notas:
[1] Epist. ad Attic., lib. 9. Epist. 1.
[2] Relación de los Países Bajos, cap. 6.
[3] Véase sobre esto el Discurso 1°, al fin.
DISCURSO OCTAVO
SOBRE EL CRÉDITO PÚBLICO
Parece que fue práctica general entre los antiguos el tomar durante la paz las medidas convenientes para atender a las necesidades de la guerra y el amontonar con anticipación tesoros, como un instrumento para el ataque o la defensa, sin fiarse de los impuestos extraordinarios , y mucho menos sin recurrir a empréstitos en los tiempos de desorden y de confusión. Además de los tesoros inmensos que dijimos arriba [1] habían acumulado los Atenienses, los Ptolomeos y demás sucesores de ALEJANDRO, refiere PLATON, que la frugal LACEDEMONIA, [2] había acumulado grandes, sumas; y ARRIANO [3] y PLUTARCO [4] hacen la enumeración de las riquezas que Alejandro halló en SUZA y en ECHATANA cuando conquistó estas dos Ciudades; una parte de estas riquezas se conservaba en ellas desde los tiempos de CIRO. Si mal no me acuerdo la Escritura también hace mención de los tesoros del REY EZECHIAS y de otros Príncipes Judíos, así como la historia profana la hace de los de FILIPO y de PERSEO, Reyes de Macedonia. Las antiguas Repúblicas de los Galos tenían comúnmente grandes sumas reservadas. [5] Todos saben de cuan grandes tesoros se apoderó Cesar en Roma durante la guerra civil; y después de él vemos que los políticos Emperadores, AUGUSTO, TIBERIO, VESPASIANO, SEVERO tuvieron siempre la sabia precaución de reservar sumas considerables para los casos de necesidad.
Hoy en día ya no se hace esto, y la preevidencia moderna se reduce a empeñar las rentas públicas, y a dejar a la posteridad el cuidado de pagar durante la paz las deudas contraídas en tiempo de guerra; y teniendo esta posteridad a la vista el prudente ejemplo de sus antepasados, usa de la misma precaución, respecto de sus descendientes, los que al cabo, mas bien por necesidad que por elección, se ven obligados a poner la misma confianza en su posteridad: y así de posteridad en posteridad se va aumentando una carga que no tiene fin. Pero sin perder el tiempo en declamar contra esta práctica, que es evidentemente ruinosa, es más verosímil que el uso de los antiguos en esta parte era mucho mas prudente que el de los modernos, aun suponiendo que estos últimos se hubieran contenido dentro de límites muy razonables, y que hubieran vivido con tanta economía en tiempo de paz que hubiesen podido pagar las deudas contraídas durante una costosa guerra. ¿Por qué hay en esto una diferencia tan grande entre el estado, y un particular, que debamos establecer reglas diferentes de conducta para cada uno de los dos? Si los fondos del primero son mayores, sus gastos necesarios también son proporcionadamente mas considerables; si sus recursos son muchos mas en número, tampoco son infinitos; y como su duración debe contarse que será mucho mas larga que el curso de la vida de un particular o de una familia, también debe proponerse planes de conducta mas grandes, mas duraderos y mas generosos, y máximas mas acomodadas a la extensión que se supone a su existencia. Es cierto que muchas veces los negocios nos ponen en tales conflictos que nos reducen a fiarnos de la fortuna y a recurrir a expedientes momentáneos: pero todo el que se expone voluntariamente al caso de verse obligado a valerse de tales medios, nunca podrá acusar a la necesidad, y solo debe quejarse a su propia locura de las desdichas que le sucedan.
Si el abuso de los tesoros acumulados es peligroso, ya porque el estado se mete en empresas temerarias, ya porque abandona la disciplina militar, confiado en sus riquezas; el abuso de empeñar sus rentas es todavía mas cierto y mas inevitable, y trae consigo la pobreza, la impotencia y la sujeción a las potencias extranjeras.
Según los principios de la política moderna la guerra se hace de un modo destructivo por todos respetos: pérdida de hombres, aumento de impuestos, decadencia del comercio, disipación de la hacienda, pillajes por mar y tierra. Según las máximas de los antiguos se abrían los tesoros, se derramaba entre el público una cantidad prodigiosa de oro y plata que servia por un tiempo para alentar la industria y expiaba en algún modo las calamidades inevitables de la guerra.
¿Qué diremos pues, de esa nueva paradoja que las deudas públicas son provechosas en sí mismas, independientemente de la necesidad de contraerlas; y que un Estado sin verse hostigado por un enemigo extranjero, no podría emplear otro medio mas sabio para fomentar el comercio y aumentar sus riquezas que el de crear fondos públicos, deudas e impuestos sin límites? Semejantes discursos podrían pasar por rasgos de espíritu entre los declamadores, a la manera que pasan por tales con corta diferencia el elogio de la locura, el elogio de la fiebre, los panegíricos de NERÓN y de BUSIRIS, sino hubiéramos visto defendido este ridículo y absurdo sistema por grandes Ministros de Estado y por todo un partido en medio de nosotros. Estos argumentos capciosos (porque no merecen el nombre de especiosos) aunque no sirvieron de fundamento a la conducta del CONDE DE OXFORD, porque tenia demasiado discernimiento para caer en este desacierto; con todo eran el apoyo de sus partidarios, y mantenían en la duda a los hombres mas Sensatos de la Nación.
Examinemos los efectos que pueden producir las deudas nacionales, tanto respecto de nuestra economía doméstica, como respecto de la influencia que pueden tener sobre el comercio, y en las negociaciones que se hacen con motivo de la guerra.
Hay una palabra, que anda en boca de todos, y que empieza, según me parece, a introducirse en los países extranjeros, pues ya la usan mucho algunos escritores a imitación de los ingleses. [6] Esta palabra es CIRCULACIÓN. Esta palabra es la que sirve como de fundamento a todas las cosas: y aunque estoy buscando su significación desde el tiempo en que andaba en la Universidad con respecto al asunto que voy tratando, todavía no he podido llegar a descubrirla. ¿Qué ventaja puede resultar a la Nación de la facilidad de hacer pasar un capital de una mano a otra? O por mejor decir, ¿puede hacerse alguna comparación entre la circulación de los demás bienes y la de los billetes del Echiquier y de las acciones de la Compañía Oriental?
Si el fabricante se deshace prontamente de su mercancía en favor del negociante, el negociante en favor del mercader, y el mercader en favor del público, ve ahí una circulación que fomenta la industria y anima el fabricante a hacer más y mejores mercaderías de la misma especie. El reposo en esto sería mas dañoso que en la sangre, porque cerraría los conductos de la industria, y privaría a la sociedad de sus producciones tan necesarias para las comodidades de la vida. ¿Pero de qué producciones somos deudores a los habitantes de la callecita de la bolsa? Yo no siquiera veo que sean muy útiles para el consumo, exceptuando el gasto que hacen de café, pluma y tinta: y no creo nos viniese el menor daño o la menor pérdida para el comercio y los frutos, aun cuando todos fuesen arrojados al mar, y sepultados entre sus olas.
Pero aunque no hayan explicado la palabra CIRCULACIÓN los que mas hacen sonar las ventajas que resultan de la cosa, parece no obstante que es un beneficio de una especie particular que nace de la carga de nuestras deudas; porque efectivamente no hay mal que no traiga consigo algún bien. Procuraré pues, explicar este término para que sepamos el grado de estimación que debe merecernos la cosa que significa.
Las seguridades públicas han llegado a ser entre nosotros una especie de dinero, y pasan tan corrientemente como las especies de oro y plata. Así que se presenta alguna empresa ventajosa, por mucho que cueste, hay cien personas que se apresuran a entrar en ella para una que lo rehúse: fácilmente se encuentra un negociante que tiene capitales en los fondos públicos, y que se arroja ciegamente a hacer un comercio el mas extenso luego que se halla poseedor de fondos que puedan responder de cualquiera pretensión repentina que se forme contra él. No hay negociante que piense le sea necesario tener en su casa una caja un poco considerable. Capitales en el banco, y sobre todo acciones de las Indias, producen el mismo efecto, y sirven para los mismos designios; porque puede disponer de ellos y empeñarlos a un banquero en menos de un cuarto de hora; y aun cuando los tuviese en lo mas hondo de su papelera, no le serían inútiles puesto que le traen un rédito constante. En efecto nuestras deudas nacionales han llenado a los mercaderes de una especie de moneda que se multiplica continuamente entre sus manos, y produce ganancias muy netas, además de las que logran con su comercio. Esto debe ponerlos en estado de comerciar con menores ganancias. La pequeña ganancia de los mercaderes pone mas baratas las mercancías, produce un consumo mayor, excita al trabajo al pequeño pueblo, y contribuye a derramar las artes y la industria por toda la sociedad.
Hay pues, en Inglaterra y en todos los Estados que tienen comercio y deudas públicas una especie de hombres mitad mercaderes, mitad capitalistas, que se puede suponer están dispuestos a comerciar con pequeñas ganancias; porque el comercio no es su principal y único recurso, y porque sus réditos son en el fondo el apoyo mas seguro de ellos y de su familia. Sino hubiera fondos públicos, los grandes negociantes no sabrían como realizar sus ganancias, a no ser que comprasen tierras. Pero las tierras traen consigo muchas desventajas si se comparan con los fondos públicos; Exigen mucha más atención y muchos mas cuidados de los que puede tener el mercader, sin dividir su tiempo y su trabajo. Cuando se tratase de dar un gran golpe en un asunto de comercio, no le sería fácil convertir prontamente las tierras en dinero: por otra parte la vida campestre tiene demasiados atractivos, tanto por los placeres naturales que trae consigo, como por la autoridad de que gozan los propietarios de tierras, y esto sola cambiaria prontamente los ciudadanos en caballeros campesinos (campagnards). Es pues natural suponer que hay mas mercaderes que continúan el comercio en un país donde hay deudas públicas y hombres con grandes capitales; y es preciso confesar que bajo de este respecto las deudas publicas traen algunas ventajas, puesto que aumentan el comercio, disminuyen sus ganancias, favorecen la circulación, y fomentan la industria. [7]
Pero en contraposición de estas dos circunstancias favorables, y en el fondo quizá poco importantes, pesad bien todas las desventajas que nuestras deudas públicas arrastran consigo, respecto a la economía interior del estado, y veréis que no cabe comparación entre el bien y el mal que de ellas resultan.
PRIMERO. Es constante que las deudas nacionales atraen un prodigioso número de gentes y mucho dinero a la Capital, a causa de las gruesas sumas que se exigen en las Provincias para pagar los intereses de estas deudas, y acaso también por las ventajas que se hallan en el comercio, y de las cuales hemos hecho ya mención arriba; ventajas que los mercaderes de la Capital pueden mas bien tener que los del resto del reino. La cuestión es si conviene al interés público que Londres goce de tantas prerrogativas al ver que esta Ciudad es ya de una grandeza desmedida, y no obstante parece que se va aumentando diariamente. Muchos temen las consecuencias que de ahí se seguirán. Por lo que a mí toca no puedo menos de decir que aunque la cabeza sea mucho mas grande que el cuerpo, con todo esta gran Ciudad se halla tan felizmente situada, que su excesiva grandeza está menos sujeta a inconvenientes que lo estaría una pequeña Capital en un gran reino. Hay mucha mayor diferencia, con respecto a los precios de los frutos, entre París y el Languedoc, que entre Londres y el Condado de York.
SEGUNDO. Siendo los fondos públicos una especie de letras de crédito, tienen todas las desventajas de esta especie de moneda; destierran el oro y la plata del comercio mas importante del Estado, los reducen a una circulación común y ordinaria, y hacen con esto mismo que los frutos y la mano de obra vayan mas caros de lo que estarían sin ello.
TERCERO. Los impuestos que se exigen para pagar los intereses de estas deudas sirven de obstáculo a la industria, suben el salario de los operarios, ríos, y son una especie de vejación para los pobres.
CUARTO. Como una parte de nuestros fondos está obligada a los extranjeros, esto es en algún modo sujetar el público a pagarles una especie de tributo, y algún día podrá hacer que pasen a otra parte nuestra población y nuestra industria.
QUINTO. Hallándose la mayor parte de nuestros fondos entre las manos de gentes ociosas que viven de sus réditos, parece que estos mismos fondos convidan a la ociosidad y a la inacción,
Pero aunque el daño que nuestros fondos públicos causan al comercio y a la industria, parezca muy considerable con respecto a la Nación en general, todavía es nada en comparación de lo que sufre el Estado, considerado como un cuerpo político que debe figurar por sí mismo en la sociedad de las demás naciones, y que tiene diversos negocios que tratar con otros Estados, tanto respecto de la guerra como respecto de la paz. En esto el mal es todo puro y sin mezcla de bien; quiero decir, sin ninguna circunstancia favorable que pueda servir de indemnización. Y a además es un mal muy peligroso y muy serio por su naturaleza.
A la verdad se nos ha dicho cien veces que la Nación no es mas débil porque tenga muchas deudas, puesto que ella misma es a quien debe la mayor parte de las sumas que ha recibido prestadas y que da tanta propiedad a uno quanta ha recibido de otro. Esto es lo mismo, dicen, que si se trasladase una suma de dinero de la mano derecha a la izquierda; cosa que no haría a ninguno ni mas pobre ni mas rico. Un modo de discurrir tan caballeresco y unas comparaciones tan especiosas serian capaces de deslumbrarnos, si juzgásemos de las cosas solo por la corteza, y no gobernados por principios sólidos. Ahora bien, pregunto yo; ¿es posible en la naturaleza de las cosas oprimir y agobiar una Nación bajo el peso de los impuestos, y a una Nación en quien reside él poder de de decretarlos? Sería extravagancia el negarlo, puesto que en toda República es preciso que se observe una cierta proporción entre la parte laboriosa y la parte ociosa. Pero si todos nuestros impuestos están empeñados, no será necesario inventar otros nuevos, y esto no puede llegar hasta el punto de ser ruinoso y destructivo?
En todas las naciones hay varios modos de imponer los tributos, unos mas fáciles que otros. En Inglaterra las sisas sobre la dresche [8] y la cerveza son de suma consideración, porque drescher y fabricar cerveza es una especie de trabajo muy largo, que es imposible hacer secretamente, y a demás la cerveza no es un género tan absolutamente necesario para vivir, que se incomode mucho al pobre aunque se venda mas cara. Estos impuestos obligados e hipotecados ya una vez, ¿qué cosa impedirá el que se inventen otros nuevos? ¡Y qué vejación, qué ruina no será esta para el pobre!
Los derechos sobre los consumos son mas susceptibles de igualdad, y mas llevaderos, que los que se imponen sobre los bienes raíces. ¡Qué infelicidad para el público el que los primeros se hayan agotado, y que sea preciso recurrir al modo más ruinoso de cargar los impuestos!
Suponiendo que todos los propietarios de tierras fuesen los arrendadores del Estado, ¿no se verían forzados a poner en práctica todos los resortes de vejación y de opresión que emplean comúnmente los arrendadores, cuando la ausencia o la negligencia del propietario los pone a cubierto del temor de que se examine su conducta?
Yo no creo que alguno se atreva a asegurar que nunca deben ponerse límites a las deudas nacionales y que el Estado no será mas débil, aunque perciba un impuesto de doce o quince chelines por libra esterlina, además de las tallas, los impuestos obligados, las aduanas y las sisas sobre, el pie en que ahora se hallan. Ve ahí, pues, en ese caso alguna cosa mas que trasladar simplemente una propiedad de la mano derecha a la izquierda. En el término de quinientos años la posteridad de los que van sentados en sus carrozas, y de los que van a pie, probablemente habrá mudado de situación, sin que el Estado se resienta de estas revoluciones.
Es preciso confesar que una larga habitud ha producido un extraño abandono en el espíritu de todos los hombres en punto a las deudas públicas. Esta es una tibieza con corta diferencia semejante a la de que se quejan regularmente los hombres ajustados respecto de su piadosa doctrina. Todos confesamos que la imaginación mas viva no puede lisonjearse de que el Ministerio, así presente como futuro, llegue jamás a poseerse del espíritu de economía hasta el punto de trabajar eficazmente en pagar nuestras tras deudas, o de que los negocios de fuera le den un espacio de tiempo bastante largo con el ocio y tranquilidad suficientes para semejante empresa. [9] ¿Qué será, pues, de nosotros sino somos tan buenos cristianos que nos conformemos con las disposiciones de la providencia? A mí me parece que esta sería una cuestión muy curiosa, sino la considerásemos mas que especulativamente; y quizá no sería del todo imposible hallar su solución por medio de algunas conjeturas.
Los acontecimientos en esto de» penden poco de la suerte de las batallas, de las negociaciones, de las intrigas, de las facciones. Parece más bien que el curso de las cosas es lo que debe guiar nuestro raciocinio. Así como no hubiera sido necesaria mas que una mediana dosis de prudencia, para predecir, cuando empezamos a empeñar las rentas públicas, que las cosas llegarían necesariamente al punto en que las vemos; asimismo ahora que ya llegaron por fortuna a este estado no se necesita ser sortílego para adivinar sus resultas. Estas no pueden ser en efecto más que una de dos catástrofes: o la Nación destruirá el crédito público, o el crédito público destruirá a la Nación. Es imposible que subsistan ambas cosas a un tiempo, visto el modo con que se han o tratado una y otra, así entre nosotros como en algunas otras Naciones.
A la verdad era muy bello el plan que se propuso para pagar nuestras deudas, habrá cerca de treinta años, por un buen ciudadano, y mereció la aprobación de todos los hombres de buen juicio; pero nunca pudo ponerse en ejecución. Mr. Hutchinson, autor de este plan, sostenía que era un error el creer que el Estado fuese deudor de estas sumas, supuesto que cada particular debía una parte proporcionada a sus facultades, y pagaba una porción de los intereses de los impuestos, además de los gastos que ocasionaba la percepción de ellos. Siendo esto así, dice, ¿no sería mejor hacer un repartimiento de los impuestos proporcionado entre todos, y que cada uno contribuyese con una suma correspondiente a sus medios para extinguir de una vez todas «estas deudas, y dejar libres nuestros fondos públicos? Pero Mr. Hutchinson parece que se olvidó de dos cosas importantes: la una que el pobre artesano que paga una parte considerable de estos impuestos en los géneros que consume anualmente, no se hallaría en estado de dar de una vez una parte proporcional de la suma que se le pidiese: la otra que los capitales que se hacen valer en el comercio o de otro modo, pueden ocultarse Fácilmente; de manera que todo el peso vendría a caer sobre las personas que tienen tierras o casas. Mas aunque este proyecto no sea absolutamente practicable, prueba a lo menos que cuando la Nación se halle peligrosamente enferma de sus deudas y demasiado oprimida, no faltará un proyectista esforzado que la de remedios imaginarios para curarse. Y como el crédito público empezará en tal caso a debilitarse, el menor toque le destruirá, como ha sucedido en Francia, y entonces podrá decirse que el médico le mató [10].
Pero es mas verosímil que si la Nación se ve obligada a faltar a sus obligaciones y a apartarse de las reglas de la buena fe, será, por un efecto necesario de las guerras, de las derrotas, de las calamidades públicas, y quizás también de las victorias y de las conquistas. Yo confieso que cuando veo a los Príncipes y a los Estados batirse y encarnizarse los unos contra los otros, en medio de sus deudas, de sus fondos públicos, y de sus rentas empeñadas, me parece que veo a unos hombres que se esgrimen y apalean con garrotes en una tienda donde se venden lozas y porcelanas. ¿Pues cómo podremos lisonjearnos de que los soberanos que no economizan ni las vidas, ni los bienes que son útiles a ellos mismos y al público, quieran economizar los que son perniciosos a ellos y al Estado? Algún tiempo puede venir (y sin duda vendrá) en que los nuevos fondos creados para las necesidades del año no se verán subscriptos, y no producirán las sumas proyectadas. Supongamos una de estas dos cosas, o que se hayan agotado los cofres de nuestra Nación, o que nuestra buena fe, de la que hemos abusado con tanto exceso, empiece a decaer. Supongamos también que en este aprieto la Nación se vea amenazada de una invasión, que se tema una rebelión, o que se haya manifestado ya; no será posible equipar una escuadra por falta de dinero para enganchar marineros, para proveer y armar los navíos, o por mejor decir, no se podrá hacer ningún adelanto de subsidios hacía la parte exterior. ¿En tal extremidad qué es lo que debe hacer un Príncipe o un Ministro? El derecho de la propia conservación es inajenable en todo individuo, y con mucha más razón en todo estado o sociedad. La locura de nuestros Ministros excedería a la de los que contrajeron las primeras deudas, o (para decirlo con una expresión mas fuerte) igualaría la locura de los que se han fiado y se fían todavía de semejantes garantes, si teniendo medios para salir de embarazos no querían valerse de ellos. Los fondos creados y empeñados darían entonces un grueso rédito anual que bastaría para la defensa y seguridad de la Nación. Hay dinero en el Echiquier para pagar el cuarto de los intereses; pues es preciso apoderarse de él; la necesidad lo pide, el temor lo exige, la razón lo exhorta; el dinero se tomará al instante para las urgencias presentes, y sin embargo se os harán quizás algunas protestas, solemnes de que inmediatamente se cuidará de reemplazarle. Pero no es necesario más. Todas las fábricas que estaban ya vacilando, se vienen abajo, y sepultan entre sus ruinas millares de hombres y de familias. Ve ahí, si mal no me engaño, lo que puede llamarse la muerte natural del crédito público, porque él por sí mismo camina a este desatamiento, así como un cuerpo natural camina a la destrucción y a la disolución de sus partes. [11]
Los dos casos que hemos supuesto son calamitosos sin duda; pero no son los más calamitosos. Por este medio son sacrificados mil a la salud de muchos millones. Pero hay mucho peligro de que nos suceda lo contrario, y que millones sean sacrificados a la salud temporal de algunos millares. Nuestros Comunes pondrían quizás dificultades en aventurar este golpe difícil y peligroso, y un Ministro lo pensaría mucho tiempo antes de arriesgarse a un paso tan desesperado, cual sería el de una bancarrota voluntaria. Y aunque la Cámara de los Pares se compone toda de Señores terratenientes, y mucho mas la Cámara de los Comunes, y no es posible por consiguiente suponer que unos ni otros tengan grandes capitales en los fondos públicos; con todo pueden tener alianzas tan estrechas con los propietarios de estos fondos que lleguen a cerrar los oídos a las razones de la prudencia, de la política y de la misma justicia, para escuchar solamente las de la fe pública. Quizás también nuestros enemigos de afuera, o mas bien nuestro enemigo, porque nosotros solo tenemos uno a quien temer, será bastante diestro para no descubrir que nuestra salud está en la última desesperación, y no cuidará de hacernos ver a las claras el peligro en que nos hallamos, sino cuando ya no tengamos medio para salir de él. Nuestros abuelos, nuestros padres y nosotros hemos juzgado con razón que la balanza del poder estaba demasiado desigual en Europa para que pudiese conservarse sin una grande atención de nuestra parte, y sin nuestra asistencia. Pero nuestros hijos fastidiados de todos estos debates, y embarazados con tantas dificultades, acaso se tendrán por dichosos con vivir en el descanso, y verán a sus vecinos oprimidos y subyugados, hasta que finalmente ellos y sus acreedores quedarán a la merced del conquistador. Y ve aquí lo que puede llamarse con propiedad la muerte violenta de nuestro crédito público.
Parece que estos sucesos están poco remotos, y que la razón puede preverlos -con aquella claridad con que es posible penetrar las tinieblas de lo venidero. Y aunque los antiguos creyeron que para ser profeta se necesita estar poseído de un cierto entusiasmo y de un cierto furor divino, con todo puede asegurarse sin miedo que para profetizar acontecimientos de esta naturaleza no es necesaria más que una buena dosis de sentido común, y estar exento de los rebatos del furor popular y de la ilusión.
DAVID HUME
* David Hume (1711-1776). Filósofo, economista e historiador británico, nacido en Escocia, cuya filosofía -a través de la influencia de Berkeley-, desarrolló la doctrina de Locke, y llegó a un total escepticismo. Precisamente esta actitud escéptica sería el aguijón que más tarde despertaría a Kant del "sueño del dogmatismo". Constituye una de las figuras más importantes de la filosofía occidental y de la Ilustración escocesa. La presente obra, sin embargo, no hay que guiarse por el título, pues no constituyen propiamente discursos –en su sentido literal-, sino varios ensayos escritos sobre temas de economía política y sin ningún auditorio adelante. Por eso lo etiquetamos como un libro. Parte de ellos estaban incluidos en una obra previa: “Ensayos sobre moral y política”, y constituye una de sus obras que mas transcendieron entonces. Estos ensayos poseen su mayor aporte a la economía, ciencia que aún no nacía en dicha época, sin embargo, Hume dedico mucho tiempo escribiendo acerca de esta ciencia sobre temas como el Comercio, el Dinero, el Interés, la Balanza del Comercio, la Evaluación Comercial, los Impuestos, el Crédito Público. Todos estos temas fueron de extraordinaria importancia para la obra posterior de su amigo Adam Smith y su obra "La Riqueza de las Naciones". En ellos, Hume desarrolló los conceptos básicos del llamado Enfoque Monetario de la Balanza de Pagos, elaborado por Harry Johnson, Jacob Frenkel y Robert Mundell, entre otros, al final de la década de 1960. Combatió el mercantilismo y sus ideas intervencionistas y alabó los logros de la competencia y la libertad económica; sus aportes a la economía fueron puestos de relieve por Carl Menger más de un siglo después de su muerte.
Notas:
[1] Discurso 5°.
[2] Plat. in Alc. 1.
[3] Lib. 3.
[4] Plut. in vit. Alex. Este autor hace subir estos tesoros a 80.000 talentos, que componen cerca de 15 millones de libras esterlinas. Quinto Curcio lib. 5. cap. 2, dice que Alejandro halló en Suza mas de 50.000 talentos.
[5] Strabo lib. 6.
[6] Mrs. Melon. Du Tot. Leaw.
[7] Observaré acerca de esto, sin interrumpir el hilo del discurso, que la multitud de nuestras deudas públicas contribuye muchísimo a disminuir el interés; y que cuantos mas empréstitos reciba el gobierno, tanto mas se debe esperar que baje el interés. Esto parece que desde luego choca con la opinión común y con toda probabilidad, pero la cosa no por eso deja de ser cierta. Las ganancias del comercio influyen sobre el interés. Véase el Discurso 4°.
[8] Dresche es el nombre que se da al deshecho de la cebada molida, el cual es un ingrediente de la cerveza; de este sustantivo sale el verbo drescher, que significa separar el desecho de la harina, Trad.
[9] En tiempo de paz y de tranquilidad, el único en que sería posible pagar las deudas, los que tienen capitales en los fondos públicos no gustan de ser reembolsados por partes, porque no saben como hacerlas valer; y los que tienen bienes raíces no gustan de seguir pagando impuestos que estaban destinados para satisfacer los intereses de estos capitales. ¿Pues qué partido tomará el Ministerio que no disguste a los unos o a los otros? Respecto de la posteridad yo no creo que se vea jamás; pero un pueblo pensador, cuyos intereses estuviesen unidos, por poco prudente que fuera, no dejaría asegurado el crédito con la mas pequeña aldea de Inglaterra. Mas no tendremos fácilmente un Ministro tan buen político que quiera extinguir nuestras deuda; y respecto a las máximas destructivas y ruinosas de la política, todos los Ministros son bastante hábiles para conocerlas y ponerlas en práctica.
[10] Muchos de nuestros vecinos se valen de un medio fácil para descargarse de sus deudas públicas. Los Franceses siguen en esto la práctica de los antiguos, que es alzar el valor de las especies; y esta Nación se ha acostumbrado en tal manera a semejantes alteraciones, que el crédito público no ha padecido perjuicio, no obstante que este método rebajaba siempre las deudas en tanto cuanto se subía la moneda por medio de un edicto y de un golpe.
Los Holandeses rebajan los intereses sin el consentimiento de los acreedores; o lo que viene a ser lo mismo, cargan un impuesto sobre los capitales, como sobre todos los demás bienes. Si nosotros pusiéramos en práctica cualquiera de estos dos métodos, no nos veríamos oprimidos de nuestras deudas nacionales. No es imposible que uno de los dos u otro cualquiera se experimente a todo riesgo para aumentar nuestro embarazo. Pero las gentes de este país discurren tan bien sobre todo lo que es concerniente a sus intereses, que semejante expediente no engañará a nadie, y el crédito público caerá repentinamente con un ensayo tan peligroso.
[11] El común de los hombres es tan fácil de ser engañado, que a pesar de la terrible sacudida que daría al crédito público una bancarrota voluntaria en Inglaterra, el efecto probablemente no sería muy duradero, y el crédito público reviviría en el Estado con tanto vigor como antes. El Rey que actualmente reina en Francia tomó empréstitos en la última guerra a mas bajo interés que los que en tiempo alguno recibió su bisabuelo, y al igual del Parlamento de Inglaterra, si se compara la tasa natural del interés en ambos reinos. Y aunque los hombres se gobiernan pías bien por lo que han visto que por lo que proveen con alguna certidumbre, cualquiera que esta sea; no obstante son pocos los que pueden resistir al ascendiente poderoso de las promesas, de las protestas, de las bellas apariencias, y sobre todo al atractivo del interés presente. En todos tiempos ha caído el género humano en las mismas redes, y se han hecho jugar los mismos resortes para sorprenderle y atraparle. La popularidad y el patriotismo son todavía el camino trillado que conduce al poder y a la tiranía. La lisonja es todavía el modo con que se llega a la traición, con ejércitos numerosos se sube al despotismo, y la gloria de Dios es siempre lo que extiende la autoridad temporal del Clero. El temor de la destrucción perpetua del crédito, aun confesando que esta destrucción sea un mal, es una vana fantasma. Un hombre prudente prestaría efectivamente mas bien al Estado después de haber pasado la esponja por sus deudas, que al presente; por la razón de que un pícaro muy rico, aun cuando no se le pueda forzar a pagar, es siempre un deudor preferible a un bancorretero hombre de bien; porque el primero, con la mira de llevar adelante alguna empresa, podría juzgar conveniente a sus intereses el pagar sus deudas, si no eran exorbitantes; en lugar que el segundo no se halla en estado de poder hacer otro tanto. Viene aquí muy al caso una reflexión de Tatito, tan constante como las cosas de eterna verdad: Sed vulgus ai magnitudinem benefitiorum aderat: Stultissimusque quisque pecuniis mercabatur: Apud sapientes casta habebantur, que ñeque dari, ñeque accipi, salva República, poterant. Tacit. histor. Lib. 3. El Estado es un deudor a quien nadie puede forzar a pagar. La única seguridad que tienen los acreedores es el interés que tiene el Estado de mantener su crédito; interés que fácilmente puede olvidarse por la grandeza de las deudas, por alguna desdicha o necesidad pública extraordinaria, aun suponiendo este crédito como irrecuperable. Dejemos aparte ahora el que sus necesidades actuales ponen muchas veces a un Estado en la dura necesidad de tomar, hablando con propiedad, medidas del todo opuestas a sus intereses.
Yo he oído decir que todos los acreedores de este Estado, así naturales como extranjeros, no pasan de 17.000, los cuales figuran ahora en el mundo, mediante sus réditos; pero en el caso de una bancarrota pública llegarían a ser los miembros mas tristes y miserables del populacho. La dignidad y la autoridad de la nobleza y de los señores, poseyendo tierras, está apoyada sobre fundamentos mas sólidos, y haría la concurrencia muy desigual, si llegásemos algún día a esta extremidad. Alguno se atrevería a fijar el término de este suceso a menos de un medio siglo, si las profecías que hicieron nuestros padres sobre esta especie de cosas, no se hubieran hallado falsas, a causa de haberse dilatado la duración de nuestro crédito público mucho mas allá de lo que razonablemente debíamos esperar. Cuando los Astrólogos de Francia vaticinaban con algunos años de anticipación la muerte de ENRIQUE IV, decía el Monarca: Estos picaros predecirán tanto, que al cabo acertarán. Así nosotros nos guardaremos muy bien de fijar tiempo alguno preciso; basta predecir la cosa en general.
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