"CAMINOS DE NUESTRA HISTORIA LITERARIA"
Pedro Henriquez Ureña
[1925]
I
La literatura de la América española tiene cuatro siglos de existencia, y hasta ahora los dos únicos intentos de escribir su historia completa se han realizado en idiomas extranjeros: uno, hace cerca de diez años, en inglés (Coester); otro, muy reciente, en alemán (Wagner). Está repitiéndose, para la América española, el caso de España: fueron los extraños quienes primero se aventuraron a poner orden en aquel caos o —mejor— en aquella vorágine de mundos caóticos. Cada grupo de obras literarias —o, como decían los retóricos, “cada género”— se ofrecía como “mar nunca antes navegado”, con sirenas y dragones, sirtes y escollos. Buenos trabajadores van trazando cartas parciales: ya nos movemos con soltura entre los poetas de la Edad Media; sabemos cómo se desarrollaron las novelas caballerescas, pastoriles y picarescas; conocemos la filiación de la familia de Celestina... Pero para la literatura religiosa debemos contentarnos con esquemas superficiales, y no es de esperar que se perfeccionen, porque el asunto no crece en interés; aplaudiremos siquiera que se dediquen buenos estudios aislados a Santa Teresa o a fray Luis de León, y nos resignaremos a no poseer sino vagas noticias, o lecturas sueltas, del beato Alonso Rodríguez o del padre Luis de la Puente.
De místicos luminosos, como sor Cecilia del Nacimiento, ni el nombre llega a los tratados históricos. [1] De la poesía lírica de los “siglos de oro” sólo sabemos que nos gusta, o cuándo nos gusta; no estamos ciertos de quién sea el autor de poesías que repetimos de memoria; los libros hablan de escuelas que nunca existieron, como la salmantina; ante los comienzos del gongorismo, cuantos carecen del sentido del estilo se desconciertan, y repiten discutibles leyendas.
Los más osados exploradores se confiesan a merced de vientos desconocidos cuando se internan en el teatro, y dentro de él, Lope es caos él solo, monstruo de su laberinto.
¿Por qué los extranjeros se arriesgaron, antes que los nativos, a la síntesis? Demasiado se ha dicho que poseían mayor aptitud, mayor tenacidad; y no se echa de ver que sentían menos las dificultades del caso. Con los nativos se cumplía el refrán: los árboles no dejan ver el bosque. Hasta este día, a ningún gran crítico o investigador español le debemos una visión completa del paisaje. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, por ejemplo, se consagró a describir uno por uno los árboles que tuvo ante los ojos; hacia la mitad de la tarea le traicionó la muerte. [2]
En América vamos procediendo de igual modo. Emprendemos estudios parciales; la literatura colonial de Chile, la poesía en México, la historia en el Perú... Llegamos a abarcar países enteros, y el Uruguay cuenta con siete volúmenes de Roxlo, la Argentina con cuatro de Rojas (¡ocho en la nueva edición!). El ensayo de conjunto se lo dejamos a Coester y a Wagner. Ni siquiera lo hemos realizado como simple suma de historias parciales, según el propósito de la Revue Hispanique: después de tres o cuatro años de actividad la serie quedó en cinco o seis países.
Todos los que en América sentimos el interés de la historia literaria hemos pensado en escribir la nuestra. Y no es pereza lo que nos detiene: es, en unos casos, la falta de ocio, de vagar suficiente (la vida nos exige, ¡con imperio!, otras labores); en otros casos, la falta del dato y del documento: conocemos la dificultad, poco menos que insuperable, de reunir todos los materiales. Pero como el proyecto no nos abandona, y no faltará quién se decida a darle realidad, conviene apuntar observaciones que aclaren el camino.
LAS TABLAS DE VALORES
Noble deseo, pero grave error cuando se quiere hacer historia, es el que pretende recordar a todos los héroes. En la historia literaria el error lleva a la confusión. En el manual de Coester, respetable por el largo esfuerzo que representa, nadie discernirá si merece más atención el egregio historiador Justo Sierra que el fabulista Rosas Moreno, o si es mucho mayor la significación de Rodó que la de su amigo Samuel Blixen. Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensables. [3]
Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hacer: tragedia común en nuestra América. Con sacrificio y hasta injusticias sumas es como se constituyen las constelaciones de clásicos en todas las literaturas. Epicarmo fue sacrificado a la gloria de Aristófanes; Gorgias y Protágoras a las iras de Platón.
La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Dario, Rodó.
NACIONALISMOS
Hay dos nacionalismos en la literatura: el espontáneo, el natural acento y elemental sabor de la tierra nativa, al cual nadie escapa, ni las excepciones aparentes; y el perfecto, la expresión superior del espíritu de cada pueblo, con poder de imperio, de perduración y expansión. Al nacionalismo perfecto, creador de grandes literaturas aspiramos desde la independencia: nuestra historia literaria de los últimos cien años podría escribirse como la historia del flujo y reflujo de aspiraciones y teorías en busca de nuestra expresión perfecta; deberá escribirse como la historia de los renovados intentos de expresión y, sobre todo, de las expresiones realizadas.
Del otro nacionalismo, del espontáneo y natural, poco habría que decir si no se le hubiera convertido, innecesariamente, en problema de complicaciones y enredos.
Las confusiones empiezan en el idioma. Cada idioma tiene su color, resumen de larga vida histórica. Pero cada idioma varía de dudad a ciudad, de región a región, y a las variaciones dialectales, siquiera mínimas, acompañan multitud de matices espirituales diversos. ¿Sería de creer que mientras cada región de España se define con rasgos suyos, la América española se quedara en nebulosa informe, y no se hallara medio de distinguirla de España? ¿Y a qué España se parecería? ¿A la andaluza?
El andalucismo de América es una fábrica de poco fundamento, de tiempo atrás derribada por Cuervo. [4]
En la práctica, todo el mundo distingue al español del hispanoamericano: hasta los extranjeros que ignoran el idioma. Apenas existió población organizada de origen europeo en el Nuevo Mundo, apenas nacieron los primeros criollos, se declaró que diferían de los españoles; desde el siglo XVI se anota, con insistencia, la diversidad.
En la literatura, todos la sienten. Hasta en don Juan Ruiz de Alarcón: la primera impresión que recoge todo lector suyo es que no se parece a los otros dramaturgos de su tiempo, aunque de ellos recibió —rígido ya— el molde de sus comedias: temas, construcción, lenguaje, métrica.
Constituimos los hispanoamericanos grupos regionales diversos: lingüísticamente, por ejemplo, son cinco los grupos, las zonas. ¿Es de creer que tales matices no trasciendan a la literatura? No; el que ponga atención los descubrirá pronto, y le será fácil distinguir cuándo el escritor es rioplatense, o es chileno, o es mexicano.
Si estas realidades paladinas se oscurecen es porque se tiñen de pasión y prejuicio, y así oscilamos entre dos turbias tendencias: una que tiende a declararnos “llenos de carácter”, para bien o para mal, y otra que tiende a declararnos “pájaros sin matiz, peces sin escama”, meros españoles que alteramos el idioma en sus sonidos y en su vocabulario y en su sintaxis, pero que conservamos inalterables, sin adiciones, la Weltanschauung de los castellanos o de los andaluces. Unas veces, con infantil pesimismo, lamentamos nuestra falta de fisonomía propia; otras veces inventamos credos nacionalistas, cuyos complejos dogmas se contradicen entre sí. Y los españoles, para censurarnos, declaran que a ellos no nos parecemos en nada; para elogiarnos, declaran que nos confundimos con ellos.
No; el asunto es sencillo. Simplifiquémoslo: nuestra literatura se distingue de la literatura de España, porque no puede menos de distinguirse, y eso lo sabe todo observador.
Hay más: en América, cada país, o cada grupo de países, ofrece rasgos peculiares suyos en la literatura, a pesar de la lengua recibida de España, a pesar de las constantes influencias europeas. Pero ¿estas diferencias son como las que separan a Inglaterra de Francia, a Italia de Alemania? No; son como las que median entre Inglaterra y los Estados Unidos. ¿Llegarán a ser mayores? Es probable.
AMERICA Y LA EXUBERANCIA
Fuera de las dos corrientes turbias están muchos que no han tomado partido; en general, con una especie de realismo ingenuo aceptan la natural e inofensiva suposición de que tenemos fisonomía propia, siquiera no sea muy expresiva. Pero ¿cómo juzgan? Con lecturas casuales: Amalia o María, Facundo o Martín Fierro, Nervo o Rubén.
En esas lecturas de azar se apoyan muchas ideas peregrinas; por ejemplo, la de nuestra exuberancia.
Veamos. José Ortega y Gasset, en artículo reciente, recomienda a los jóvenes argentinos “estrangular el énfasis”, que él ve como una falta nacional. Meses atrás, Eugenio dOrs, al despedirse de Madrid el ágil escritor y acrisolado poeta mexicano Alfonso Reyes, lo llamaba “el que le tuerce el cuello a la exuberancia”. Después ha vuelto al tema, a propósito de escritores de Chile. América es, a los ojos de Europa —recuerda Ors— la tierra exuberante, y razonando de acuerdo con la usual teoría de que cada clima da a sus nativos rasgos espirituales característicos (“el clima influye los ingenios”, decía Tirso), se nos atribuyen caracteres de exuberancia en la literatura. Tales opiniones (las escojo sólo por muy recientes) nada tienen de insólitas; en boca de americanos se oyen también.
Y, sin embargo, yo no creo en la teoría de nuestra exuberancia. Extremando, hasta podría el ingenioso aventurar la tesis contraria; sobrarían escritores, desde el siglo XVI hasta el XX, para demostrarla. Mi negación no esconde ningún propósito defensivo.
Al contrario, me atrevo a preguntar: ¿se nos atribuye y nos atribuimos exuberancia y énfasis, o ignorancia y torpeza? La ignorancia, y todos los males que de ella se derivan, no son caracteres: son situaciones. Para juzgar de nuestra fisonomía espiritual conviene dejar aparte a los escritores que no saben revelarla en su esencia porque se lo impiden sus imperfecciones en cultura y en dominio de formas expresivas.
¿Que son muchos? Poco importa; no llegaremos nunca a trazar el plano de nuestras letras si no hacemos previo desmonte.
Si exuberancia es fecundidad, no somos exuberantes; no somos, los de América española, escritores fecundos. Nos falta “la vena”, probablemente; y nos falta la urgencia profesional: la literatura no es profesión, sino afición, entre nosotros; apenas en la Argentina nace ahora la profesión literaria. Nuestros escritores fecundos son excepciones; y esos sólo alcanzan a producir tanto como los que en España representen el término medio de actividad; pero nunca tanto como Pérez Galdós o Emilia Pardo Bazán. Y no se hable del siglo XVII: Tirso y Calderón bastan para desconcertarnos; Lope produjo él solo tanto como todos juntos los poetas dramáticos ingleses de la época isabelina. Si Alarcón escribió poco, no fue mera casualidad.
¿Exuberancia es verbosidad? El exceso de palabras no brota en todas partes de fuentes iguales; el inglés lo hallará en Ruskin, o en Landor, o en Thomas de Quincey, o en cualquier otro de sus estilistas ornamentales del siglo XIx; el ruso, en Andreyev: excesos distintos entre sí, y distintos del que para nosotros representan Castelar o Zorrilla. Y además, en cualquier literatura, el autor mediocre, de ideas pobres, de cultura escasa, tiende a verboso; en la española, tal vez más que en ninguna. En América volvemos a tropezar con la ignorancia; si abunda la palabrería es porque escasea la cultura, la disciplina, y no por exuberancia nuestra. Le climat — parodiando a Alceste— ne fait rien à laffaire. Y en ocasiones nuestra verbosidad llama la atención, porque va acompañada de una preocupación estilística, buena en sí, que procura exaltar el poder de los vocablos, aunque le falte la densidad de pensamiento o la chispa de imaginación capaz de trocar en oro el oropel.
En fin, es exuberancia el énfasis. En las literaturas occidentales, al declinar el romanticismo, perdieron prestigio la inspiración, la elocuencia, el énfasis, “primor de la scriptura”, como le llamaba nuestra primera monja poetisa doña Leonor de Ovando.
Se puso de moda la sordina, y hasta el silencio. Seul le silence est grand, se proclamaba ¡enfáticamente todavía! En América conservamos el respeto al énfasis mientras Europa nos lo prescribió; aún hoy nos quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como decían los románticos. ¿No representarán simple retraso en la moda literaria? ¿No se atribuirá a influencia del trópico lo que es influencia de Víctor Hugo? ¿O de Byron, o de Espronceda, o de Quintana? Cierto; la elección de maestros ya es indicio de inclinación nativa. Pero —dejando aparte cuanto reveló carácter original— los modelos enfáticos no eran los únicos; junto a Hugo estaba Lamartine; junto a Quintana estuvo Meléndez Valdés. Ni todos hemos sido enfáticos, ni es éste nuestro mayor pecado actual. Hay países de América, como México y el Perú, donde la exaltación es excepcional. Hasta tenemos corrientes y escuelas de serenidad, de refinamiento, de sobriedad; del modernismo a nuestros días, tienden a predominar esas orientaciones sobre las contrarias.
AMÉRICA BUENA Y AMÉRICA MALA
Cada país o cada grupo de países —está dicho— da en América matiz, especial a su producción literaria: el lector asiduo lo reconoce. Pero existe la tendencia, particularmente en la Argentina, a dividirlos en dos grupos únicos: la América mala y la buena, la tropical y la otra, los petits pays chauds y las naciones “bien organizadas”. La distinción, real en el orden político y económico —salvo uno que otro punto crucial, difícil en extremo—, no resulta clara ni plausible en el orden artístico. Hay, para el observador, literatura de México, de la América Central, de las Antillas, de Venezuela, de Colombia, de la región peruana, de Chile, del Plata; pero no hay una literatura de la América templada, toda serenidad y discreción. Y se explicaría —según la teoría climatológica en que se apoya parcialmente la escisión intentada— porque, contra la creencia vulgar, la mayor parte de la América española situada entre los trópicos no cabe dentro de la descripción usual de la zona tórrida. Cualquier manual de geografía nos lo recordará: la América intertropical se divide en tierras altas y tierras bajas; sólo las tierras bajas son legítimamente tórridas, mientras las altas son de temperatura fresca, muchas veces fría. ¡Y el Brasil ocupa la mayor parte de las tierras bajas entre los trópicos! Hay opulencia en el espontáneo y delicioso barroquismo de la arquitectura y las letras brasileñas. Pero el Brasil no es América española...
En la que sí lo es, en México y a lo largo de los Andes, encontrará el viajero vastas altiplanicies que no le darán impresión de exuberancia, porque aquellas alturas son poco favorables a la fecundidad del suelo y abundan en las regiones áridas.
No se conoce allí “el calor del trópico”. Lejos de ser ciudades de perpetuo verano, Bogotá y México, Quito y Puebla, La Paz y Guatemala merecerían llamarse ciudades de otoño perpetuo. Ni siquiera Lima o Caracas son tipos de ciudad tropical: hay que llegar, para encontrarlos, hasta La Habana (¡ejemplar admirable!), Santo Domingo, San Salvador. No es de esperar que la serenidad y las suaves temperaturas de las altiplanicies y de las vertientes favorezcan “temperamentos ardorosos” o “imaginaciones volcánicas”. Así se ve que el carácter dominante en la literatura mexicana es de discreción, de melancolía, de tonalidad gris (recórrase la serie de los poetas desde el fraile Navarrete hasta González Martínez), y en ella nunca prosperó la tendencia a la exaltación, ni aun en las épocas de influencia de Hugo, sino en personajes aislados, como Díaz Mirón, hijo de la costa cálida, de la luna baja. Así se ve que el carácter de las letras peruanas es también de discreción y mesura; pero en vez de la melancolía pone allí sello particular la nota humorística, herencia de la Lima virreinal, desde las comedias de Pardo y Segura hasta la actual descendencia de Ricardo Palma. Chocano resulta la excepción.
La divergencia de las dos Américas, la buena y la mala, en la vida literaria, sí comienza a señalarse, y todo observador atento la habrá advertido en los años últimos; pero en nada depende de la división en zona templada y zona tórrida. La fuente está en la diversidad de cultura. Durante el siglo XIX, la rápida nivelación, la semejanza de situaciones que la independencia trajo a nuestra América, permitió la aparición de fuertes personalidades en cualquier país: si la Argentina producía a Sarmiento, el Ecuador a Montalvo; si México daba a Gutiérrez Nájera, Nicaragua a Rubén Darío.
Pero las situaciones cambian: las naciones serias van dando forma y estabilidad a su cultura, y en ellas las letras se vuelven actividad normal; mientras tanto, en “las otras naciones”, donde las instituciones de cultura, tanto elemental como superior, son víctimas de los vaivenes políticos y del desorden económico, la literatura ha comenzado a flaquear. Ejemplos: Chile, en el siglo XIX, no fue uno de los países hacia donde se volvían con mayor placer los ojos de los amantes de las letras; hoy sí lo es.
Venezuela tuvo durante cien años, arrancando nada menos que de Bello, literatura valiosa, especialmente en la forma: abundaba el tipo del poeta y del escritor dueño del idioma, dotado de facundia. La serie de tiranías ignorantes que vienen afligiendo a Venezuela desde fines del siglo XIX —al contrario de aquellos curiosos “despotismos ilustrados” de antes, como el de Guzmán Blanco— han deshecho la tradición intelectual: ningún escritor de Venezuela menor de cincuenta años disfruta de reputación en América.
Todo hace prever que, a lo largo del siglo XX, la actividad literaria se concentrará, crecerá y fructificará en “la América buena”; en la otra —sean cuales fueren los países que al fin la constituyan—, las letras se adormecerán gradualmente hasta quedar aletargadas.
II
Si la historia literaria pide selección, pide también sentido del carácter, de la originalidad: ha de ser la historia de las notas nuevas —acento personal o sabor del país, de la tierra nativa— en la obra viviente y completa de los mejores. En la América española, el criterio vacila. ¿Tenemos originalidad? ¿O somos simples, perpetuos imitadores? ¿Vivimos en todo de Europa? ¿O pondremos fe en las “nuevas generaciones” cuando pregonan —cada tres o cuatro lustros, desde la independencia-— que ahora sí va a nacer la expresión genuina de nuestra América?
EL ECLIPSE DE EUROPA
Yo no sé si empezaremos a “ser nosotros mismos” mañana a la aurora o al mediodía; no creo que la tarea histórica de Europa haya concluido; pero sí sé que para nosotros Europa está en eclipse, pierde el papel dogmático que ejerció durante cien años. No es que tengamos brújula propia; es que hemos perdido la ajena.
A lo largo del siglo XIX, Europa nos daba lecciones definidas. Así, en política y economía, la doctrina liberal. Había gobiernos arcaicos, monarquías recalcitrantes; pero cedían poco a poco a la coerción del ejemplo: nosotros anotábamos los lentos avances del régimen constitucional y aguardábamos, armados de esperanza, la hora de que cristalizase definitivamente entre nosotros. Cundía el socialismo; pero los espíritus moderados confiaban en desvanecerlo incorporando sus “reivindicaciones” en las leyes: en la realidad, así ocurría. ¿Ahora? Cada esquina, cada rincón, son cátedras de heterodoxia. Los pueblos recelan de sus autoridades. Prevalecen los gobiernos de fuerza o de compromiso; y los gobiernos de compromiso carecen, por esencia, de doctrina; y los gobiernos de fuerza, sea cual fuere la doctrina que hayan aspirado
a defender en su origen, dan como fruto natural teorías absurdas. Como de Europa no nos viene la luz, nos quedamos a oscuras y dormitamos perezosamente; en instantes de urgencia, obligados a despertar, nos aventuramos a esclarecer nuestros problemas con nuestras escasas luces propias. [5]
El cuadro político halla su equivalente en la literatura: en toda Europa, al imperio clásico del siglo XVIII le sucede la democracia romántica, que se parte luego en simbolismo para la poesía y realismo para la novela y el drama. ¿Ahora? La feliz anarquía...
Ojos perspicaces discernirán corrientes, direcciones, tendencias, que a los superficiales se les escapan; [6] pero no hay organización, ni se concibe; no se reemplaza a los antiguos maestros: manos capaces de empuñar el cayado se divierten —como de Stravinski dice Cocteau— en desbandar el rebaño apenas se junta.
¿Volverá Europa —hogar de la inquietud— a la cómoda unidad de doctrinas oficiales como las de ayer? ¿Volveremos a ser alumnos dóciles? ¿O alcanzaremos —a favor del eclipse— la independencia, la orientación libre? Nuestra esperanza única está en aprender a pensar las cosas desde su raíz.
HERENCIA E IMITACIÓN
Pertenecemos al mundo occidental: nuestra civilización es la europea de los conquistadores,
modificada desde el principio en el ambiente nuevo pero rectificada a intervalos en sentido europeizante al contacto de Europa. [6] Distingamos, pues, entre imitación y herencia: quien nos reproche el componer dramas de corte escandinavo, o el pintar cuadros cubistas, o el poner techos de Mansard a nuestros edificios, debemos detenerlo cuando se alargue a censurarnos porque escribimos romances o sonetos, o porque en nuestras iglesias haya esculturas de madera pintada, o porque nuestra casa popular sea la casa del Mediterráneo. Tenemos el derecho —herencia no es hurto— a movernos con libertad dentro de la tradición española, y, cuando podamos, a superarla. Todavía más: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental.
¿Dónde, pues, comienza el mal de la imitación?
Cualquier literatura se nutre de influjos extranjeros, de imitaciones y hasta de robos: no por eso será menos original. La falta de carácter, de sabor genuino, no viene de exceso de cultura, como fingen creer los perezosos, ni siquiera de la franca apropiación de tesoros extraños: hombres de originalidad máxima saquean con descaro la labor ajena y la transforman con breves toques de pincel. Pero el caso es grave cuando la transformación no se cumple, cuando la imitación se queda en imitación.
Nuestro pecado, en América, no es la imitación sistemática —que no daña a Catulo ni a Virgilio, a Corneille ni a Molière—, sino la imitación difusa, signo de la literatura de aficionados, de hombres que no padecen ansia de creación; las legiones de pequeños poetas adoptan y repiten indefinidamente en versos incoloros “el estilo de la época”, los lugares comunes del momento.
Pero sepamos precavernos contra la exageración; sepamos distinguir el toque de la obra personal entre las inevitables reminiscencias de obras ajenas. Sólo el torpe hábito de confundir la originalidad con el alarde o la extravagancia nos lleva a negar la significación de Rodó, pretendiendo derivarlo todo de Renán, de Guyau, de Emerson, cuando el sentido de su pensamiento es a veces contrario al de sus supuestos inspiradores. Rubén Darío leyó mucho a los españoles, a los franceses luego: es fácil buscar sus fuentes, tanto como buscar las de Espronceda, que son más. Pero sólo “el necio audaz” negaba el acento personal de Espronceda; sólo el necio o el malévolo niega el acento personal del poeta que dijo: “Se juzgó mármol y era carne viva”, y “¿Quién que es no es romántico?”, y “Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín”, y “La pérdida del reino que estaba para mí”, y “Dejad al huracán mover mi corazón”, y “No saber adonde vamos ni de dónde venimos”.
¿Y será la mejor recomendación, cuando nos dirijamos a los franceses, decirles que nuestra literatura se nutre de la suya? ¿Habría despertado Walt Whitman el interés que despertó si se le hubiera presentado como lector de Víctor Hugo? No por cierto: buena parte del éxito de Whitman (¡no todo!) se debe a que los franceses del siglo XX no leen al Víctor Hugo del período profético.
La rebusca de imitaciones puede degenerar en manía. D. Marcelino Menéndez y Pelayo, que no sabía discernir dónde residía el carácter americano como no fuera en la pincelada exterior y pintoresca (se le escondían los rasgos espirituales), tuvo la manía de sorprender reminiscencias de Horacio en todas partes. Si Juan Cruz Varela dice que la fama de los héroes dura sólo gracias al poeta, el historiador recuerda el “carent quia vate sacro”. Si a José Joaquín Pesado, el poeta académico, se le acusaba de recordar a Lucrecio cuando decía:
¿Qué importa pasar los montes,
visitar tierras ignotas,
si a la grupa los cuidados
con el jinete galopan?
Menéndez y Pelayo lo defendía buscando la fuente en Horacio y olvidando que la idea se halla realmente en Lucrecio, aunque el acusador no citara el pasaje: “Hoc se quisque modo fugit”.
LOS TESOROS DEL INDIO
De intento he esquivado aludir a nuestro pasado indígena anterior a la conquista.
Sumergido largo tiempo aquel pasado, deshecha su cultura superior con la muerte de sus dueños y guardianes, no pudimos aprovecharlo conscientemente: su influencia fue subterránea, pero, en los países donde el indio prevalece en número (y son la mayoría), fue enorme, perdurable, poderosa en modificar el carácter de la cultura trasplantada.
El indio de Catamarca o del Ecuador o de Guatemala que con su técnica nativa interpreta motivos europeos, o al contrario, nada sabe de sus porqués. Nosotros, los más, ignoramos cuánto sea lo que tenemos de indios: no sabemos todavía pensar sino en términos de civilización europea.
Después de nuestra emancipación política, hemos ensayado el regreso consciente a la tradición indígena. Muchas veces erramos, tantas, que acabamos por desconfiar de nuestros tesoros: la ruta del indigenismo está llena de descarrilamientos. Ya el motivo musical se engarzaba en rapsodias según el fatal modelo de Liszt o cuando mucho en transcripciones en estilo de Mussorgski o Debussy; ya el motivo plástico se disolvía en “arte decorativo”; ya el motivo literario fructificaba en poemas o novelas de corte romántico, sembrados de palabras indias que obligaban a glosario y notas. Si son hermosos el monumento a Cuauhtémoc de Noriega y Guerra, y el Tabaré de Zorrilla de San Martín, y las Fantasías indígenas de José Joaquín Pérez, y el Enriquillo de Galván, el material nativo sólo de manera exterior o incidental influye en ellos.
No podíamos persistir indefinidamente en el error. En días recientes, hemos comenzado a penetrar en la esencia del arte indígena: dos casos de acierto lo revelan, los estudios sobre música del Perú y Bolivia, apoyados en la definición de la escala pentatónica, y sobre el dibujo mexicano, con la definición de sus siete elementos lineales. Esa es la vía.
HISTORIA Y FUTURO
Nuestra vida espiritual tiene derecho a sus dos fuentes, la española y la indígena: sólo nos falta conocer los secretos, las llaves de las cosas indias; de otro modo, al tratar de incorporárnoslas haremos tarea mecánica, sin calor ni color.
Pero las fuentes no son el río. El río es nuestra vida: aprendamos a contemplar su corriente, apartándonos en hora oportuna ¡sin renunciar a ellos! del Iliso y del Tíber, del Arno y del Sena. No hay por qué apresurarnos a definir nuestro espíritu encerrándolo dentro de fórmulas estrechas y recetas de nacionalismo; [7] bástenos la confianza de que existimos, a pesar de los maldicientes, y la fe de que llegaremos a fundar y a representar la libertad del espíritu.
Y en la historia literaria, tengamos ojos —insisto— para las imágenes que surgieron, nuevas para toda mirada humana, de nuestros campos salvajes y nuestras ciudades anárquicas: desde la “sombra terrible de Facundo” hasta Ismaelillo; aun la visión de paz y esplendor que situábamos en Versalles o en Venecia fue el íntimo ensueño con que acallábamos el disgusto del desorden ambiente. La expresión genuina a que aspiramos no nos la dará ninguna fórmula, ni siquiera la del “asunto americano”: el único camino que a ella nos llevará es el que siguieron nuestros pocos escritores fuertes, el camino de perfección, el empeño de dejar atrás la literatura de aficionados vanidosos, la perezosa facilidad, la ignorante improvisación, y alcanzar claridad y firmeza, hasta que el espíritu se revele en nuestras creaciones acrisolado, puro.
[1] Debo su conocimiento, no a ningún hispanista, sino al doctor Alejandro Korn, el sagaz filósofo argentino. Es significativo.
[2] A pesar de que el colosal panorama quedó trunco, podría organizarse una historia de la literatura española con textos de Menéndez y Pelayo. Sobre muchos autores sólo se encontrarían observaciones incidentales, pero sintéticas y rotundas.
[3] A las pruebas y razones que adujo Cuervo en su artículo “El castellano en América”, del Bulletin Hispanique (Burdeos, 1901), he agregado otras en dos trabajos míos: “Observaciones sobre el español en América”, en la Revista de Filología Española (Madrid, 1921) y “El supuesto andalucismo de América”, en las publicaciones del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, 1925.
[4] Prueba de que dormitamos: la algarada que provocan las recientes tesis políticas de Lugones. Para mí son ellas tesis muy nuestras pero tardías: son la ideología de nuestro caudillaje, fenómeno que va en decadencia. Si en la Argentina no dormitara el pensamiento político, si no se viviera todavía –según confesión general- dentro de las normas de Alberdi, la tesis de Lugones habrían sonado poco, a pesar de la alta significación literaria de su autor, y los contradictores sabrían oponerles cosa mejor que la manoseada defensa de la democracia. No olvido a los “grupos avanzados”, pero los creo “muy siglo XIX”: así, los socialistas ganan terreno al viejo modo oportunista; su influencia sobre los conceptos de la multitud es muy corta. Es distinto México: para bien y para mal, allí se piensa furiosamente la política desde 1910, con orientaciones espontáneas.
[5] Eso no implica ningún acuerdo con los moradores de la terraza donde todo sustento intelectual proviene de la Revista de Occidente: no es allí donde se definirá “el tema de nuestro tiempo”.
[6] Antonio Caso señala con eficaz precisión los tres acontecimientos europeos cuyo influjo es decisivo sobre nuestra América: el Descubrimiento (acontecimiento español), el Renacimiento (italiano), la Revolución (francés). En Renacimiento da forma –en España sólo a medias- a la cultura que iba a ser transplantada a nuestro mundo; la Revolución es el antecedente de nuestras guerras de independencia. Los tres acontecimientos son de pueblos románticos, pueblos de tradición latina. No tenemos relación directa con la Reforma, ni con la evolución constitucional de Inglaterra, y hasta la independencia y la constitución de los Estados Unidos alcanzan prestigio entre nosotros merced a la propaganda que de ellos hizo Francia.
[7] Crítica aguda y certezas de las teorías nacionalistas en la literatura argentina es la que hace D. Arturo Costa Álvarez en “Nuestro preceptismo literario” (La Plata, 1924): todos los temas y las obras en que se ha querido cifrar el nacionalismo tienen carácter argentino, pero el carácter argentino no está solo en ellos.
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