Eugenio M. de Hostos
[1887]
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ÍNDICE 3° PARTE:
TERCERA PARTE
SECCION I
[…]
SECCION II
FUNCIONES Y OPERACIONES DEL PODER.
[…]
LECCIÓN XLIII
Organización racional de la función electoral - Fundamento doctrinal - Bases orgánicas - Desarrollo de las bases - Resultado de la organización.
LECCIÓN XLIV
Función legislativa - Su naturaleza - Bases generales de organización que ella suministra - Problemas que presenta.
LECCIÓN XLV
Distribución de la función legislativa.
LECCIÓN XLVI
Órganos de la función legislativa - Precámara - Cámara - Senado.
Número de funcionarios legislativos -Peculiar objeto de cada órgano legislativo - Mandato imperativo.
LECCIÓN XLVIII
División del trabajo legislativo - Comisiones y Precámara - Propósito doctrinal de la Precámara - Trámites legislativos para la formación de la ley.
LECCIÓN XLIX
Composición de los Cuerpos legislativos - Condiciones de elegibilidad - Incompatibilidades, - Dieta.
LECCIÓN L
Atribuciones u operaciones legislativas.
LECCIÓN LI
Responsabilidad y duración de la función legislativa.
LECCIÓN LII
Facultades judiciales del Cuerpo legislativo.
LECCIÓN LIII
Función ejecutiva - Problemas resueltos y organización establecida por la Constitución federal de los Estados Unidos.
LECCIÓN LIV
Función ejecutiva - Problemas que han de resolverse para organizarla - Unidad - Energía – Rapidez - Responsabilidad - Independencia.
LECCIÓN LV
Otros problemas de la organización ejecutiva – Elección - Duración - Modo de elección
LECCIÓN LVI
Bases orgánicas de la función ejecutiva - Distribución de operaciones - El manejo del erario - Ejecutivo del dinero - El nombramiento de empleados - Institución de oposiciones.
LECCIÓN LVII
Delimitación entre la función ejecutiva y las demás.
LECCIÓN LVIII
Función judicial - El problema capital: jurisdicción política.
LECCIÓN LVIX
Función judicial - Su organización.
LECCIÓN LX
Continuación de la anterior.
LECCIÓN LXI
Bases orgánicas de la función judicial.
LECCIÓN LXII
Problemas complementarios da organización judicial - ¬Elegibilidad - Incompatibilidad - Juicio por jurados.
LECCIÓN LXIII
Problemas complementarios - Incompatibilidad de la función judicial con cualquier otra.
LECCIÓN LXIV
Problemas complementarios - El juicio por jurados.
RECAPITULACIÓN
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LECCIÓN XLIII
Organización racional de la función electoral. — Fundamento doctrinal. — Bases orgánicas. — Desarrollo de las bases. — Resultado de la organización.
Ya conocida la manera de organizarse en la actualidad el llamado derecho del sufragio, y conocidos también los proyectos de reforma y las reformas de esa organización, tratemos de averiguar si hay posibilidad de hacer tan efectiva la función del elector que, cuanto más consecuente sea ella con su propio fin, más normal se haga el régimen de gobierno a que se aplica.
¿Nos contentaremos con una ley electoral en que se fijen con precisión todas las condiciones que han de satisfacerse para que los actos electorales sean fidedignos? ¿Organizaremos la función electoral creando un cuerpo u órgano particular para esa función, según se ha hecho para las otra tres?
Ambos arbitrios son necesarios; pero coordinados ambos, y subordinados los dos a principios invariables que les sirvan de fundamento.
Ahora bien, ¿qué principios servirán de fundamento doctrinal a una verdadera organización electoral, si no son los ya establecidos?
Resumiendo lo ya dicho al considerar la naturaleza de la función electoral, tenemos:
1° Que esa función es igual, en cuanto a su fin, a las demás funciones de poder; pero superior en jerarquía, en cuanto es anterior a toda otra y necesaria para toda otra;
2° Que siendo una función de soberanía, y estando distribuida la soberanía en tantas potestades naturales cuantos son los organismos que compongan la sociedad nacional, todas las operaciones de esa función son necesaria e igualmente aplicables al gobierno de cada uno de esos organismos;
3° Que siendo ordenadora de todas las demás funciones de poder o de gobierno, puesto que, en el sistema representativo, todo ejercicio de poder es una delegación, y toda delegación se verifica por medio de elección, la función electoral debe entrar en el establecimiento y ordenación de los gobiernos municipal y regional, como entra en el establecimiento y ordenación del gobierno nacional;
4° Que si las funciones del poder que le están subordinadas se han constituido en órganos especiales, que forman hasta ahora tantas instituciones (Cuerpo legislativo, Cuerpo ejecutivo, Cuerpo judicial) cuantas son las funciones de poder reconocidas, la función electoral puede y debe constituirse en un órgano o Cuerpo independiente que realice por sí mismo la primera manifestación de soberanía;
5° Por último, pero fundamentalmente, que esa función electoral es por su propia naturaleza un derecho y un deber: derecho para la Sociedad: porque ella es la Soberanía; deber para el individuo, que, por medio del voto, concurre al derecho colectivo y está obligado a no impedir, absteniéndose de votar, el ejercicio del derecho de delegar que tiene la Sociedad.
Estos, que son los fundamentos doctrinales en que ha de establecerse la reglamentación del derecho y el deber del voto, suministran las bases de la organización electoral.
El principio de donde hemos de obtener la primera base de organización es el que nos muestra el doble carácter de la función: el derecho colectivo de delegación y el deber individual de elección,
Para que la Sociedad ejercite el derecho de delegación, o tiene que proceder en masa, o ha de obedecer a una norma preestablecida de procedimientos. Lo primero es impracticable; lo segundo no se ha podido conseguir en ni con ninguna legislación electoral, porque ninguna ha fundado un órgano adecuado a la función electoral.
Es cierto que, a primera vista, parece o imposible o contradictorio establecer ese órgano peculiar: imposible, porque si el derecho es social, todos los asociados son el órgano natural de la función; contradictorio, porque si se establece un cuerpo electoral a semejanza del Legislativo o el Ejecutivo, o el Judicial, ese nuevo órgano de poder limitaría la función, y al limitarla, iría en contra de ella misma.
Pero como el régimen representativo tiene precisamente por objeto hacer posibles y regulares esas funciones de poder social, mediante delegación de los asociados, lejos de haber contradicción, hay lógica en pedir que el régimen representativo empiece por aplicarse a la primera función del poder.
Además, como el Electorado, o Cuerpo directivo de las operaciones electorales, no ha de funcionar para limitar, sino para ordenar el derecho y el deber que son esenciales a la función, ninguna incompatibilidad habría entre ella y su órgano adecuado.
Por último, como para la misma existencia del Electorado se requiere la función electoral, puesto que ese órgano electoral no existiría sino por voluntad expresa de los asociados, ningún riesgo correría la Soberanía, antes eludiría muchos, instituyendo en representante permanente un delegado, permanente también, de la función de poder que transciende a todos los demás.
Para instituir ese Electorado, órgano de la función electoral, representante y delegado permanente de los electores, habría que tener presente dos de los principios ya sentados: uno, el 4°, en cuya virtud el Electorado habría de ser un órgano independiente de todo órgano de poder; otro, el 2°, en cuya virtud se fraccionaría en tantos electorados parciales cuantos, según la división política de la sociedad general, fueran los gobiernos particulares que hubiera de con tribuir a regularizar.
En atención al primero de los principios recordados, la convocatoria a elecciones, la dirección de todas las operaciones electorales, la formación de los censos de elección, el escrutinio, cómputo, declaración de electos, anulación parcial o total de elecciones irregulares o fraudulentas, etc., serían atribuciones privativas del Electorado, en que por nada ni para nada podría intervenir ningún otro funcionario de poder que no fuera judicial, en los casos previstos y prefijados por la ley.
En atención al segundo principio fundamental, el Electorado sería municipal, provincial y nacional; el primero, para dirigir las operaciones electorales de la sociedad municipal; el segundo, para las operaciones electorales de la provincia; el tercero p para las elecciones nacionales.
Fundándonos ahora en que esa función es tanto un deber del ciudadano cuanto un derecho de la Sociedad, adaptaríamos a ese carácter otra base de organización.
Hasta ahora tenemos que se puede instituir un Electorado u órgano de la función electoral, y que debe instituirse para todas sus operaciones, las generales como las parciales, y con todas las atribuciones inherentes a su necesidad de independencia. Pero aun no sabemos cómo se va a organizar el Electorado, y nunca lo sabríamos si no tuviéramos en cuenta el carácter de deber que ofrece dicha función.
Siendo el voto un deber del ciudadano, y correspondiendo aquel a una opinión, lo primero que ha de examinarse al organizar de Electorado, son las divisiones de opinión. Como la suma de todas las opiniones es lo que constituye los partidos doctrinales, éstas son los primeros elementos de composición del Electorado. Mas como no todas las opiniones tienen igual número de sustentantes, no todas tendrían igual número de representantes en el Electorado. Y aquí se establecerla como procedimiento invariable de elección, que se aplicaría normalmente a todos los casos de elección plural, el método más perfecto de representación proporcional. El individuo, pues, entraría en el Electorado por medio del partido político cuya opinión hubiera adoptado. Pero si el individuo funciona por medio de opiniones, los grupos sociales funcionan por medio de intereses colectivos, y así como se hiciera entrar las primeras, debería hacerse entrar en el Electorado, tanto de la nación como del municipio y la provincia, los intereses colectivos más característicos, que son los económicos y los intelectuales. Representantes de éstos, elegidos también por el método proporcional, darían al Electorado toda la autoridad que da el derecho, junto con toda la fuerza moral que da la universalidad de influencias.
El Electorado, además de electivo, sería alternativo; los períodos de electorado corresponderían a los legislativos y ejecutivos, con el objeto de que, siguiendo el movimiento de las opiniones dominantes de esas otras dos ramas del gobierno, pudiera siempre ser efectiva la proporción de sus componentes.
Las responsabilidades del Electorado deberían ser tan eficaces como sus atribuciones. Serían colectivas, y tocaría la sanción al soberano: con desgraciar, castigaría. Serían individuales, y tocaría la declaración de pena al Tribunal más alto de justicia.
Una vez definido y organizado por la Constitución este órgano de la función de poder más esencial, la ley orgánica de elecciones vendría a reglamentar derechos, deberes y responsabilidades; pero de acuerdo con los fundamentos doctrinales y las bases constitucionales de organización.
Procedamos ahora al desarrollo de estas bases.
EXTENSIÓN DEL SUFRAGIO. ― La ley orgánica lo declararía universal, sin excluir de esta universalidad a la mujer.
Todo lo dicho en contra del sufragio femenino está dicho en contra de la razón y la equidad. Desgraciadamente también, todo lo dicho en pro, dicho ha sido en pro de la sinrazón y la discordia.
La mujer debe gozar del derecho de delegación, porque ella es la mitad numérica de toda sociedad. Asociada, como el hombre y con el hombre, por los mismos intereses sociales y para los mismos fines de sociabilidad, tendría que ser de naturaleza distinta e inferior para que, imponiéndosele por su carácter genérico, la racionalidad consciente, el deber de concurrir a la subsistencia de la asociación, se le negara con equidad el derecho de concurrir con actos de voluntad y de razón al régimen social, en la manifestación de este régimen que menos obsta a las peculiaridades fisiológicas del sexo. Mas como a la vez que reconoce el derecho de delegación, la función electoral impone el deber de sufragar, la ley declararía optativo, para la mujer, ese deber. Si quiere, votará; si quiere, se abstendrá impunemente de votar.
Mientras dure el actual sistema electoral, organización del desorden, legitimación del fraude, legalización de los desenfrenos más brutales, la mujer se abstendrá por decoro. Cuando la reforma doctrinal haga efectivo el derecho y el deber del elector, la mujer se abstendrá generalmente, porque la sagrada función que desempeña en el hogar será tanto más imperativa y amable para ella, cuanto más serenos los horizontes de la actividad jurídica para su compañero.
Se abstenga o no, la ley habrá demolido una injusticia al restaurar a la mitad de los componentes de toda Sociedad, en el derecho de delegar; y al hacer optativo para ella el deber electoral, habrá rendido un nuevo tributo de respecto a la porción social más virtuosa por ser la que sacrificios más concienzudos, más silenciosos y más desinteresados hace en beneficio de la Sociedad.
Al reconocerle el derecho habrá demolido una injusticia, porque restablecerá en su base positiva el derecho de igualdad, cuyo fundamento y cuyo límite es la igualdad de naturaleza racional. Al dejar al arbitrio de la mujer el deber de votar, la ley le habrá rendido un tributo de respeto, porque habrá declarado tácitamente que descansa en sus virtudes, cuyo escenario es el hogar, y en su fuerza de conciencia, que la llevaría a los comicios en los días de angustia para la familia, para la patria o para la humanidad.
MODOS DE ELECCIÓN. ― La ley reconocería dos: el modo directo, por sufragio unIversal, para las elecciones municipales, provinciales y de diputados nacionales; el modo indirecto, para elegir Electorado, para Senadores nacionales, para Presidente y Vicepresidente y para todas las judicaturas.
En el modo indirecto, el primer grado sería siempre por sufragio universal para designar electores; el segundo grado, para que los electores consumen la elección.
JURISDICCIÓN ELECTORAL. ― Habría tres jurisdicciones: la municipal, la provincial, la nacional. Estas jurisdicciones abarcarían la extensión de cada municipio, de cada provincia y la de toda la nación, según que la función electoral se refiriera a elección de funcionarios municipales, provinciales o nacionales.
En el primer caso, cada electorado municipal dirigiría con entera independencia y responsabilidad legal las elecciones de su jurisdicción. En el segundo caso, cada electorado provincial centralizaría la dirección de las elecciones provinciales. En el tercer caso, el director central de la elección sería el Electorado nacional.
En todos y cada uno de esos casos, los municipios constituirían un colegio electoral, siempre que su población no pasara de 400 vecinos, y se subdividiría en tantos colegios electorales, cuantas veces sumara ese número de vecinos.
RESPONSABILIDADES ELECTORALES. ― Serían colectivas, y recaerían sobre los electorados, o individuales, y pesarían sobre el elector.
Cuantos olvidos o infracciones de la ley dieran por resultado la imposibilidad de votar o la improbabilidad de que el voto fuera fidedigno, serían responsabilidades de los electorados. Cuantas abstenciones, coacciones o sobornos intentaran falsear el voto, serían otras tantas responsabilidades para el elector.
El medio inmediato de establecer la responsabilidad del elector, sería el voto oral y público, leyendo en alta voz su lista de candidatos, o asintiendo expresa y públicamente a la lectura de ella por el secretario del bufete.
PROCEDIMIENTOS ELECTORALES. ― A ninguna elección tendrían el derecho de concurrir los electores de un partido, si la lista de candidatos que presentaran sus parciales no hubiera sido concertada y adoptada en Convención. En castigo de esta falta de concierto y convención, los incursos en ella no tendrían derecho al voto de lista, y sólo se contaría su sufragio en favor del candidato personal del sufragante. Es decir, se respetaría el derecho del individuo, pero se castigaría la falta del ciudadano.
Las Convenciones serían locales, para actos de elección municipal; regionales, en los casos en que fuera la provincia la llamada a esa función; nacionales, en el uso de elección general. En este último caso, la Convención nacional sería el resultado de una serie de Convenciones previas que, empezando en los municipios, terminaran en un acto nacional.
La lista a que el votante se atuviera constaría siempre de tantos nombres cuantos fueran los funcionarios que a cada provincia correspondiera elegir. Nunca podrían ser menos de tres, excepto en el caso de votación por mayoría, que sólo en elecciones presidenciales podría presentarse.
El votante se presentaría ante el Electorado, declararía su nombre, su estado civil, su partido, y leería su voto. En caso de incapacidad para leer, lo entregaría al secretario del bufete, quien leería por él. Entonces el votante asentiría o no.
MÉTODOS ELECTORALES. ― Se adoptaría el de simple mayoría en el único caso, el de elección para Presidente, en que fuera singular la elección. En todas las demás elecciones se pondría en práctica uno de los métodos matemáticos de representación proporcional.
Ese método habría de garantizar: 1° la representación proporcional de las opiniones; 2° la fuerza relativa de los partidos ; 3° la independencia del votante en cuanto individuo, y su dependencia de un partido en cuanto ciudadano.
Veamos ahora los resultados posibles de esta evolución doctrinal.
Una reforma de la organización electoral así basada en la naturaleza misma de la función, tendría resultados inmediatos.
El primero es el a que principalmente se debe aspirar: la normalidad de la función. Entonces no serían pugilatos ni batallas; las elecciones serían actos funcionales en que procederían electorados y electores con el reposo vivaz y la animación tranquila que emplea en sus operaciones normales todo el que busca en ellas la consecución de un hecho y no el incentivo dramático de una pasión o un interés.
El segundo resultado sería la efectividad de la delegación, no ya sólo por ser este el resultado de la elección, sino porque, siendo ésta concienzuda, los electores sabrían que el delegado era la hechura de voluntad suficiente, manifestada de modo suficiente.
El tercer resultado sería el progreso de la educación cívica, puesto que todo ciudadano operaría frecuentemente como elector directo o indirecto, como convencional o delegado, como hombre de conciencia o como hombre de un partido, en cuantos actos preparatorios y finales harían necesaria esta organización racional.
Por último, y sobre todos, de ella se obtendría como seguro resultado la moralidad electoral y la moralización de individuos y partidos.
Pero la organización racional de esa primera función de la Soberanía tiene, desde el punto de vista culminante del derecho constitucional, .un interés superior a cualquier otro, y es el del resultado que daría en la práctica del sufragio universal.
Este, hasta ahora, cuando no es una impostura cínica, es un engaño convenido. Con tal de que no siguiera siendo lo primero, democracias hay que se contentarían con lo segundo. Pero en el estado actual de la práctica y la ciencia del gobierno, no hay disyuntiva: o el sufragio universal es impostura, o es engaño. No puede ser otra cosa, mientras esté reducido, como se cree que lo está, a la mera y falaz intervención de la universalidad de los ciudadanos en las operaciones electorales.
Si la lógica del sistema representativo quiere que en la representación intervengan todos los aptos para hacerlo, no es con el objeto de una aparente intervención, sino con el de la efectiva representación de todos. Esto no lo consigue el procedimiento actual de votación, según el cual basta una simple mayoría para decidir del gobierno de la Sociedad.
Lo necesario, para hacer verdadero el sufragio universal, es, además de realizar el acto, obedecer al molino de la elección; es decir, no sólo votar, sino delegar. Y es claro que quien delega, vigente el principio de la mayoría, es la mayoría, con absoluta exclusión de los demás elementos de opinión, voluntad y voto
El sufragio universal, para ser efectivo, ha de cernerse en tantos actos electorales previos y en tantas votaciones preliminares, que en el momento del voto no haya votantes que vacilen ni explotadores de incertidumbre que sobornen. Para que se presente cernido el sufragio universal, son indispensables multitud de operaciones que atraigan y estimulen al elector, que lo obliguen a congregarse, con sus coopinantes, en burgos, ciudades y capitales, para deliberar y decidir, ora acerca de los delegados a convención, ora respecto de los hombres mejores para electores, ora con relación a los méritos comparativos de los candidatos a funciones electorales, legislativas, ejecutivas o judiciales.
Esto, que sólo en los Estados Unidos se hace de una manera capaz de contribuir a la verdad del sufragio, debe hacerse en donde quiera que el sufragio universal opere. De ahí la importancia que tiene la base orgánica que incluye las convenciones entre los procedimientos obligatorios para toda elección.
Logrado el fin del sufragio universal por medio de un procedimiento que matemáticamente proporcione la representación al número, y establecido en las convenciones el medio de acción del elector, desaparecerían el riesgo y la inconsecuencia de las elecciones indirectas, y no sólo se podría, sino que se debería estatuir el modo indirecto de elección para todas las elecciones efectivamente nacionales. No habría inconsecuencia, porque el sufragio universal designaría en primer grado a los electores; no habría riesgo, porque los designados para la elección no podrían prescindir de los indicios y manifestaciones del voto público.
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LECCIÓN XLIV
Función legislativa. ― Su naturaleza. ― Bases de organización general que ella suministra. ― Problemas que presenta.
La segunda entre las funciones del poder delegado por el soberano, es la que desempeñan, reunidos en un Cuerpo legislativo, Congreso o Parlamento, los funcionarios encargados de legislar.
En la confusión de ideas que han originado de consuno los errores de doctrina y las reacciones contra los usurpadores del poder social, ninguna función de poder ha sido más desnaturalizada que la legislativa. Procediendo su desempeño de conquistas revolucionarias, los legisladores no han tardado en atribuirse una representación que ni doctrinal ni prácticamente podía corresponderles, y creyéndose o llamándose o haciéndose apellidar los verdaderos representantes de la Sociedad, los delegados del pueblo, o han concluido por sustituir al delegante, como ha sucedido en casi todos los períodos revolucionarios, o dogmáticamente se consideran copartícipes de la soberana potestad, como sucede en Inglaterra.
Analizando, como nosotros hemos hecho, y como urge que la ciencia de la organización jurídica se acostumbre a hacer, -la naturaleza del poder social, ni aun se concibe ese extravío de la doctrina representativa. Pero es fuerza confesar que, desde el punto de vista de los hechos consumados, no falta razón a los Cuerpos legislativos para asumir, tan enfáticamente como asumen, la representación social. Siendo generalmente los únicos funcionarios que en el viciado sistema representativo proceden efectivamente de una delegación expresa, y teniendo que afrontar las contra corrientes de opinión que comúnmente encaminan los encargados de la función ejecutiva, no es completamente ilógico que se tengan, -y los tengan,- por la representación genuina del poder soberano.
Que están en un error, apenas hay que demostrarlo; pero hay que poner freno al error, cuyas dos consecuencias, la usurpación y el parlamentarismo, son igualmente abominables.
Los Cuerpos legislativos no son más que árganos de la función de legislar que tiene por naturaleza todo poder, y que, por tanto, tiene el poder social.
Por su propia naturaleza, esa función es esencialmente distinta de la función ejecutiva, puesto que no expresa ni expone otro carácter que el deliberativo, es decir, el carácter racional por excelencia del poder.
Al analizar esa noción, descubrimos en todo acto de poder un momento de comparación para optar, un momento de deliberación para resolver, un momento de resolución para actuar y otro de juicio para definir el acto. Pues bien: en el conjunto de capacidades que llamamos Soberanía o poder social, se dan esos mismos cuatro momentos de razón y voluntad, que son en realidad los que constituyen las funciones del poder. Como cada una de ellas corresponde a cada uno de esos momentos, sin ninguna violencia se puede comparar cada una de las funciones de la Soberanía a cada uno de esos momentos psicológicos: la función electoral, al momento de la determinación en vista de encontrados pareceres; la función legislativa, al momento de la deliberación ante un objeto de conocimiento; la función ejecutiva, al momento de impulsión de la voluntad por la razón; la función judicial, al momento de la aprobación o reprobación de un acto por la conciencia.
Cuando hacemos algo, que es lo mismo que haber podido lo hecho, pasamos siempre por esos cuatro momentos: de razón, afectividad y voluntad, el primero; de razón y voluntad, el tercero; de razón y de conciencia, el cuarto: el único exclusivamente racional, el único en que no opera ningún otro elemento interno de poder, es el segundo.
Ese segundo momento, exclusivo de toda actividad que no sea la razón, es el que caracteriza la función legislativa del poder social. Por tanto, podemos decir que la naturaleza de la función legislativa es eminente y esencialmente racional, o, en otros términos, que el carácter, condición y propiedades de la función legislativa corresponden exclusivamente al funcionar de la razón.
Tomando como punto de partida esta naturaleza de la función de poder social que analizamos, ella misma nos suministrará las bases de organización que requerimos. P rimero nos dará los órganos apropiados para la función; después, su modo natural de operar o sus operaciones; por último, el modo de satisfacer la necesidad a que concurren órganos y operaciones naturales.
Puesto que la naturaleza de la función legislativa está caracterizada por la deliberación, sus órganos serán varios por necesidad, no uno solo. Serán varios, porque el acto de razón que llamamos deliberar supone por sí mismo la coexistencia de más de un elemento de razón. Con efecto, al deliberar, ponemos en actividad operaciones espontáneas y operaciones reflejas de la razón, en que por una parte conocemos en sí mismo el objeto que analizamos, y por otra parte lo conocemos por sus relaciones, trascendencias, utilidad, aplicación. Cuando menos, pues, los órganos de deliberación deberán ser dos.
Para que esos órganos desempeñen la función que les está encomendada, necesitan ser tan apropiados a ella, que, fuera de los órganos determinados, la función sea imposible, Para apropiar los órganos a la función legislativa, su misma naturaleza nos guía. Se delibera con objeto de ejecutar; y a fin de que la ejecución sea ordenada, se preestablece la norma de ejecución, de modo que no se haga más que lo preestablecido, ni se pueda más que lo preceptuado en deliberación ad-hoc. Ahora, como al precepto puede guiarnos la razón efectiva de las cosas, tanto como la razón práctica, relativa y experimental, un órgano de deliberación tendrá por objeto todas aquellas operaciones de razón que preceptúan lo que debe hacerse, y el otro tendrá por objeto todas aquellas operaciones de razón que preceptúan lo que conviene que se haga.
El precepto es la necesidad a que damos satisfacción cada vez que deliberamos para resolvernos a hacer lo que podemos; y esa, con el nombre de ley, es la necesidad que satisfacen los órganos y las operaciones de la función legislativa. Más así como hay órganos adecuados a la función, y operaciones adecuadas a los órganos, así debe haber satisfacción adecuada a la necesidad. Y efectivamente la hay, y también consta en la naturaleza misma de la función legislativa. Delibera la razón, en vista de contrarios pareceres o motivos; preceptúa, con objeto de armonizar motivos o pareceres contradictorios, bajo la razón de uno superior. ¿Cuál es el motivo superior, constantemente superior a todo otro, que debe dictar la ley? ¿No es la regulación normal, el orden fijo a que han de someterse los asociados todos, ya funcionen como individuos, ya como funcionarios del Estado? Pues el modo de satisfacer la necesidad social a que corresponde la función legislativa es el establecimiento de aquel orden, no vagamente tal, no orden mecánico, sino orden de ley, orden jurídico, bajo cuya suprema razón se armonicen y concierten todos los elementos de contradicción que, por la misma condicionalidad de su existencia, contienen las sociedades humanas.
Es indudable que rigiéndose por estas bases, sería mucho más racional de lo que actualmente es la organización de la función legislativa, la cual, excepto en los Estados Unidos y en Suiza, en todas partes ha degenerado en la vaciedad pueril o peligrosa que llamamos parlamentarismo, y que en todas se ha extraviado de su necesidad final, que es la ley como fundamento de orden, que es el orden fundado en ley. Pero ni aun tomando como base de organización legislativa la naturaleza misma de la función, podría esquivarse un problema que se plantea espontáneamente en donde quiera que un Cuerpo legislativo simboliza la capacidad de legislar que tiene el soberano.
He aquí ese problema:
El órgano o los órganos legislativos ¿está o están exclusivamente formados para dictar leyes, o funcionan además con objeto de intervenir en la dirección política de la Sociedad?
A primera vista, parece contradictorio que los encargados de ofrecer la ley, misión augusta en que la majestad de los medios debe ser igual a la majestad del fin, tengan también el triste encargo de intervenir en el proporcionamiento de ideas a realidades y de actos a costumbres, que es la misión práctica de la política. Mas si se a tiende a que la necesidad satisfecha por la función legislativa es la ley, y que el primero de los caracteres de la leyes el que sea reclamada para bien de todos los asociados, inmediatamente se descubre, en esta relación de la ley y la necesidad social, una dependencia a que el legislador no puede sustraerse.
Aunque para resolver el problema nos bastaría este dato, encontrado de ese modo, queremos buscarlo de otro modo.
Hemos visto que la función legislativa está fundada en operaciones deliberativas de la razón, y que todas las funciones ele poder, individual o colectivo, resultan de operaciones de esa y otras dos facultades morales de nuestro ser. Según eso, nada podemos que antes no haya sido ordenado a la par por la razón, la voluntad y la conciencia, o al menos, necesariamente, por la razón y la voluntad. Ahora bien: estando de tal modo relacionados en los actos de poder la facultad de deliberar y preceptuar y la de ejecutar lo deliberado y preceptuado, tanto depende, en el momento de la acción, la voluntad que ejecuta de la razón que dicta, cuanto depende, para decidir la acción, la razón que delibera de la voluntad que ha de seguir su impulso.
En el funcionar del poder social, la correlación de las funciones es tan íntima como en el ejercicio de un poder individual cualquiera; y así como en el actuar de poder individual, no dicta el mandato la razón sin previa consulta de la voluntad, modificando el mandato según las circunstancias que afecten a la voluntad encargada de ejecutarlo, así en el actuar de poder social no puede el órgano legislador dictar la ley sin a veces cohibir la función ejecutiva, u otras veces ceder a la coacción de la voluntad ejecutiva.
En esta mutua influencia necesaria del llamado poder legislativo sobre el ejecutivo, y de éste sobre aquél, está la razón fundamental de las recíprocas intervenciones que, limitadas a su esfera propia, armonizarían ambas funciones de poder, pero que, arbitrariamente establecidas, sólo pueden producir las discordias y conflictos de poderes que producen.
No estando limitado exclusivamente a legislar el cuerpo legislativo, puesto que su función es política por naturaleza y por necesidad el ¿de qué modo se organizará que, sin perder su carácter preeminente de dictador de la ley, por sólo ella y para que sólo ella intervenga en la dirección política de la Sociedad? No hay más que un modo, y consiste en la delimitación exacta de atribuciones.
Mientras las operaciones de poder social no sean exactamente las que corresponden a cada función de la Soberanía, la lucha entre Congresos y Presidencias, los conflictos entre legislativos y ejecutivos, los riesgos del parlamentarismo o del personalismo serán inevitables. Unas veces será excesiva la intervención del Parlamento en las operaciones del Ejecutivo, y entonces prevalecerá una política parlamentaria, mala en cuanta producto de un exceso; y otras veces será excesiva la intervención del Ejecutivo en el Parlamento, y entonces habrá una política personalista, peor aún en cuanto producto de un exceso más pernicioso todavía.
Además del problema relativo a las operaciones y carácter político de la función legislativa, se presentan como tales: el de su distribución; el de la separación de sus operaciones en órganos apropiados a la función; el del número de componentes o funcionarios: el de su peculiar objeto, y el de las atribuciones que ha de tener.
Aun cuando en principio hemos resuelto ya algunos de esos problemas, al analizar la naturaleza de la función legislativa, vamos a estudiarlos más minuciosamente.
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LECCIÓN XLV
Distribución de la función legislativa.
La notoria confusión en que incurren la mayor parte de los tratadistas al indagar si lo que llaman poder legislativo se aplica solamente a la sociedad nacional o si también ha de aplicarse a las secciones en que esté dividida, resulta de la falsa noción de soberanía que, sin excepción, exponen los filósofos políticos.
Como la soberanía, según ellos, reside exclusivamente en la nación, entienden que sólo a ella y a sus intereses totales, puede referirse la función legislativa. En consecuencia, cuando la práctica les hace pesar los inconvenientes de un solo poder legislador para todos y cada uno de los integrantes de la sociedad nacional, incurren en inconexiones que hacen tan confusa la doctrina como ininteligible la materia que tratan.
Para nosotros no puede haber confusión, y vamos a ver de qué modo sencillo y congruente se presentan las ideas.
Nosotros sabemos que toda sociedad nacional es un organismo, y que ese organismo general se compone, cuando menos, de otros dos organismos particulares, puesto que la provincia y el municipio son dos sociedades. Sabemos también que el conjunto de capacidades que tiene una sociedad es lo que llamamos soberanía, y que ese conjunto de capacidades ha sido reconocido al organismo general, no porque carezcan de poder los que le están subordinados, sino porque esta subordinación de potestad corresponde a subordinación de necesidades, y es lógico que la Sociedad que abarca más necesidades tenga también mayores potestades.
Esto quiere decir que la sociedad general tiene el sumo poder de hacer todo lo que le conviene, simple y sencillamente porque tiene un conjunto de necesidades que no podría satisfacer si no pudiera, si no tuviera un conjunto de potestades que equivaliera a ellas; pero no quiere decir que todas las necesidades del cuerpo social sean nacionales ni que las sociedades particulares que concurren a la formación del todo social estén desprovistas de la capacidad de satisfacer por sí mismas sus necesidades peculiares.
El organismo provincial, que es una de esas sociedades particulares, tiene, por tanto, el conjunto de capacidades que corresponde al conjunto de sus necesidades; y el organismo fundamental, el municipio, puede todo cuanto con viene a la satisfacción de las que le son privativas.
Ahora, si la sociedad general es soberana por sus necesidades y para satisfacerlas, por eso mismo y para eso mismo son soberanas la sociedad provincial y la sociedad municipal.
Sin duda, que, siendo el organismo nacional más extenso y el que comprende a los demás, su soberanía es también más comprensiva y más extensa. Mas no por eso dejan ele ser soberanías, en la esfera de sus necesidades, la sociedad provincial y la municipal; no por eso la sociedad general tiene capacidad para imponerse a las otras dos o para inmiscuirse en la dirección de las necesidades e intereses de aquéllas.
Pues bien: siendo la Soberanía la que tiene el poder de legislar, claro es que la provincia, sociedad soberana en los negocios provinciales, y el municipio, sociedad soberana en los negocios municipales, tendrán el mismo poder de legislar que tiene la sociedad general; pero lo tendrán con relación a sus propias necesidades e intereses, y no podrán legislar sino con exclusiva atención y mira a sus asuntos privativos,
En prueba de que esta doctrina es verdadera, nótese que prevalece esta distribución de la función legislativa aun en los países más centralistas, como es Francia, no obstante su nueva forma de gobierno, y como signen siendo Esparta y otras monarquías constitucionales. Los llamados «Consejos generales» no son más que cuerpos legislativos encargados de dar expresión jurídica a las necesidades provinciales en Francia. Las llamadas «Diputaciones provinciales» no son en España más que cuerpos legislativos, muy imperfectos y muy ineficaces a no dudarlo, pero con los cuales se muestra hasta qué punto es distinta de la soberanía general de la Sociedad, la soberanía particular de una provincia.
Otra prueba de la verdad de la doctrina, confirmada en otra diferencia práctica, son los Concejos municipales en el mundo entero.
Aunque todavía es muy imperfecto el gobierno municipal en todas partes, menos en Australia, Canadá y Estados Unidos de América, en todas partes tiene aquella capacidad legislativa que se refiere a sus intereses locales y que se manifiesta en ordenanzas, edictos, reglamentos y disposiciones consistoriales.
En vista, pues, así de la doctrina como de la experiencia, la función legislativa se puede y debe distribuir en tantos laboratorios de la ley cuantos son los órganos de la Soberanía. Y como estos órganos son la nación, la provincia y el municipio, nación, provincia y municipio tendrán cada una la capacidad necesaria para legislar en sus asuntos propios y podrán organizarla, con arreglo al sistema de representación, en la forma que más convenga a su orden interior.
Esta, y no otra, es la doctrina; ése, y no otro, el verdadero fundamento de la distribución de la función legislativa.
Si al tratar de la constitución de la sociedad nacional se omiten referencias a esa potestad legislativa de la provincia y del municipio, no será porque se les niegue, sino porque, al contrario, reconociéndoles esa potestad, se les reserva el derecho de regularla independiente y autonómicamente.
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LECCIÓN XLVI
Órganos de la función legislativa. − Precámara. − Cámara. − Senado.
A primera vista, la lógica se opone a que sea más de uno el Cuerpo u órgano por cuyo medio opere la función legislativa. Con efecto: no siendo más que uno el soberano, una sola es la capacidad de legislar y uno solo debe ser el órgano que de la ley.
Así fue como la mayor parte de las repúblicas antiguas consideraron el problema: así fue como lo concibieron las repúblicas de la Edad Media: así fue como lo resolvió la Revolución francesa.
La única sociedad que se decidió, y no por motivo doctrinal en favor de dos órganos para la formación de la ley, fue Inglaterra. Fiel guardadora de las costumbres antiguas, daba a los próceres o pares una intervención en los negocios públicos muy semejante a la que, en el período de la ocupación de la Europa media por los bárbaros, daba a sus auxiliares el fundador de un señorío feudal. Poco a poco, el derecho consuetudinario de los pares fue consolidándose en forma cada vez más definida, hasta que constituyó el derecho positivo de concurrir con la Corona a la formación de la ley. Así se fue desarrollando por sí misma la institución parlamentaria, reducida en un principio a la asamblea periódica, aunque de períodos no siempre regulares, que el monarca consultaba cada vez que no se atrevía a arrostrar por sí solo alguna responsabilidad trascendental.
Aunque este Cuerpo hubiera podido bastar para cumplir el fin político de enfrenar la autoridad monárquica, la lógica de las concesiones hechas por la Magna Charta obligó a buscar un medio de hacer efectivo el derecho, que a las comunidades o municipios se reconoció, de no contribuir para gastos que no votaran ellas mismas, y el medio escogido fue el de hacer representar a las comunes en una asamblea particular, cuyo único objeto era votar los gastos públicos. Este origen de la actual Cámara de las Comunes explica las formidables inconsecuencias de las leyes electorales de Inglaterra; pero explica también la fuerza que ese órgano legislativo llegó a tener en el período revolucionario, y aun conserva frente a frente del Cuerpo de privilegiados que, en realidad, no representa otra cosa que un derecho tradicional de la barbarie.
No teniendo en cuenta la razón de existencia y la y la significación histórica de esos dos cuerpos colegisladores en Inglaterra, los fundadores y sostenedores teóricos de la monarquía constitucional no vacilaron en seguir el ejemplo de Inglaterra, y establecieron dos Cámaras legislativas, una para las clases nobles, otra para las clases medias. Claro es que una división basada, no en la naturaleza de la función legislativa, no siquiera en fundamentos históricos, sino en un torpe espíritu de imitación y en un más torpe deseo de presentar separadas las clases privilegiadas y las clases laboriosas, no podía dar ningún resultado positivo. Mas no por eso dejó de seguir esa rutina de organización legislativa la monarquía constitucional, y la organización pasó de la práctica a la doctrina, sosteniendo todos los publicistas no republicanos la necesidad de la división del poder legislativo en dos ramas.
Por su parte, los tratadistas americanos, fundándose en los excelentes resultados producidos por el sistema de las dos Cámaras en los Estados Unidos, se declaran partidarios de él. Tampoco es de mucho peso este argumento, pues del bien que haya reportado a la Federación americana, no se sigue que sea por sí mismo un buen sistema el de la doble Cámara.
Lo que hace, no sólo excelente, sino indispensable ese sistema de la división de la función legislativa en dos órganos distintos, es la lógica de las cosas. O en otros términos: lo que ha ce necesaria esa división es la naturaleza misma de la función legislativa.
No puede ésta organizarse bien mientras no de por fruto la probabilidad normal de buenas leyes; y para que las leyes sean probablemente buenas, se requiere: 1° Que los legisladores representen efectivamente todas las actividades de aquella fuerza psicológica, la razón, que hemos reconocido como característica de la función deliberativa del poder; 2° Que representen todas la fuerzas sociales; 3° Que representen los tres estados fisiológicos de la vida humana: la juventud, la virilidad, la madurez; 4° Que representen los varios puntos de vista que puede ofrecer un proyecto de ley, según que lo considere el interés municipal, el regional o el nacional,
Representando los estados de la razón, el Cuerpo legislativo se aproximará cuanto es posible al fin de la función que desempeña. Representando todas las fuerzas sociales, salvará aquel continuo o frecuente desequilibrio que con vierte el que debiera ser santuario de las leyes en palenque de intereses exclusivistas o de pasiones desbordadas. Representando los tres estados que abarcan toda la vida activa del hombre, el Cuerpo legislativo centralizará cuantos motivos intelectuales, afectivos y volitivos coinciden generalmente en la apreciación de las necesidades que la ley está llamada a normalizar. Representando la íntima correlación de los intereses locales, regionales y nacionales, dará a la ley aquel su segundo carácter esencial, la universalidad, que subordina al bien del todo el bien de las partes, que también consulta.
Ahora, como no es posible que una ley, cualquiera que ella sea, represente todos esos elementos de composición, cuando el laboratorio de la leyes uno solo; y como, por otra parte, un Cuerpo legislativo no podría contener en una sola Cámara los varios grupos de intereses, edades, intelectualidades y experiencias que hemos mencionado, indudablemente el sistema de las dos Cámaras es más lógico y más concorde con los fines legislativos que el sistema de una sola Cámara.
Además de éstos, que son los motivos doctrinales, hay otros de observación y de experiencia que es bueno enumerar someramente. Tales, entre otros, el de la conveniencia capital de que la ley se elabore lentamente, y el de que la determinación y resolución irrefrenadas de un Cuerpo legislativo con una sola Cámara no alteren el orden que debe reinar entre los varios funcionarios ele la Soberanía.
Dada la razón que tuvieron los constituyentes americanos para aceptar el sistema de la doble Cámara, importa considerarla brevemente. Aun cuando había entre ellos quienes sólo se propusieran imitar la organización legislativa de Inglaterra, el propósito que prevaleció fue el de los que querían dar la representación de las opiniones e intereses nacionales a la Cámara de representantes, y la representación del poder político de los Estados federales al Senado. La simple enunciación de estos motivos demuestra cuanto más lógico es el fundamento de la división de Cámaras en la democracia que en ella monarquía representativa.
Por ser lógica esta división del Cuerpo legislativo en dos órganos distintos, y porque la división es reclamada por la naturaleza misma de la función legislativa, es por lo que práctica y teoría deben adoptarla.
De ese modo, una Cámara representaría los intereses abstractos de la sociedad entera, y la otra representaría los intereses concretos de las regiones o grupos en que naturalmente está subdividida la sociedad nacional.
No obstante las razones que acabamos de aducir en favor de un doble órgano para la función legislativa, ésta no cumplirá todo su fin, si sólo practica sus operaciones por medio de los dos órganos admitidos en la práctica. Por eso, y por razones que se aducirán en su lugar, es tan digna de meditarse la idea de Stuart Mill cuando pide el establecimiento de un nuevo órgano o sección particular del Cuerpo legislativo, exclusivamente encargada de la formación de la ley, y completamente excluida de las deliberaciones parlamentarias.
Así, pues, si atendemos a la naturaleza de la función legislativa, a las doctrinas, a la conveniencia y a la historia, los órganos legislativos deberán ser tres: 1° Una precámara, o sección encargada de dar forma a las mociones y proyectos de ley que se presenten; 2° una Cámara nacional, representante de las opiniones, tendencias, sentimientos y deseos de la sociedad general; 3° Un Senado, representante de los intereses de los grupos o sociedades particulares que reunidas constituyen la nación.
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LECCIÓN XLVII
Número de funcionarios legislativos. -- Peculiar objeto de cada órgano legislativo. − Mandato imperativo.
Es, por sus consecuencias, un problema importante el de fijar el número de legisladores en cada una de las Cámaras.
En muchos países se ha tenido en cuenta el principio de proporcionalidad, y se ha tratado de que el número de representantes del poder de legislar corresponda al número total de la población absoluta. Así, para sólo citar repúblicas del Nuevo Continente, la ley establece en Chile la proporción de un diputado por cada 25.000 habitantes, y el Congreso federal de los Estados Unidos fija cada diez años, - período del censo de población, - el número de representantes que a ella corresponden. En realidad, el modo más racional de resolver ese problema es efectivamente la proporcionalidad, por ser el que mejor concierta con la base fundamental del sistema representativo. Pero hay que cuidar de fijar un límite a la proporcionalidad, porque como toda sociedad es un cuerpo que crece físicamente, y su desarrollo físico corresponde a aumento de asociados, puede llegar un día en que el número de funcionarios legislativos fuera manifiestamente excesivo. Sean ejemplo la misma Chile y la Unión americana.
Si en 1887, a teniéndose a la proporción establecida, correspondían 110 diputados a la Cámara popular (2.800.000: 25.000 = 110), puesto que la población llegaba ya a casi tres millones, cuando ésta se cuadruplique y llegue a los doce millones de habitantes que caben en el territorio y en las condiciones económicas de Chile, la proporción elevaría a una cantidad excesiva el número de legisladores en la Cámara de diputados.
Si los Estados Unidos hubieran conservado invariable la proporción que establecieron los constituyentes (1 representante para cada 30 mil pobladores) los 65 representantes en que por falta de censo convinieron, se elevarían hoy a cerca de veinte veces más, o lo que es lo mismo, a más de mil representantes.
Conviene, pues, o que la proporción se estanque en un número determinado de pobladores, o que vaya aumentando a medida que aumenta el número de aquellos. Y en este caso, si el crecimiento de población es muy rápido, el aumento de proporción debería tener por objeto un máximum dado de representación, doscientos, por ejemplo, número del cual no debería jamás pasar una Cámara de diputados.
En este, como en otros muchos puntos de materia constitucional, cuando el observador cree llegar a un descubrimiento, se encuentra con que los constituyentes, primero, y los legisladores después, o han previsto o han observado en los Estados Unidos cuanto podía preverse y observarse.
Con efecto: consultando las actas parlamentarias de la Federación se encuentra que, a partir de 1790, los legisladores americanos, evitando sin duda lo que aconsejamos que se evite, han ido, década por década, en razón del aumento de pobladores que van presentando los censos docenales, aumentando también la proporción en que deben estar pobladores y representantes. Así, aunque la población ha llegado, en su continuo desarrollo, desde 3 hasta 76 millones, sus representantes legislativos no se han multiplicado en la misma proporción, porque a partir de 1790, en que ya el Congreso fijaba el número de 33.000 pobladores para un diputado, cada Congreso que ha coincidido con un censo de población ha fijado en una ley la proporción correspondiente. He aquí un cuadro ilustrativo de este procedimiento:
Mas si el establecimiento de una proporción cualquiera resuelve en principio el problema del número de representantes legislativos que corresponden a una población determinada, no es simplemente por el orden aritmético que produce , sino porque ese orden corresponde mejor que otro alguno a las dos fases del problema : demasiados representantes obstan al orden legislativo y pueden obstar al ejercicio ordenado de la función ejecutiva; pocos representantes, inspiran poco respeto y pueden provocar los extravíos de los funcionarios ejecutivos y sus atentados contra el orden legislativo.
Ambos males se precaven, en parte, sujetándose a una proporción tal que, por corta que sea la población, de siempre un número respetable de representantes, y que, por grande que llegue a ser, no de un numero excesivo.
Se dice que en parle, porque no hay ningún medio, fuera de los jurídicos, que impida en absoluto el abuso del ejecutivo cuando es corto el número de representantes legislativos, o las usurpaciones del Legislativo cuando es excesivo el número de sus funcionarios.
Sin embargo de lo dicho, todavía no se sabrá lo necesario, si se olvida que el número de Senadores debe, por el propio carácter de este Cuerpo, no ser tan extenso ni estar sujeto a proporción. Pero de esa y otras diferencias nos toca hablar ahora.
Como se ha visto al discutir la necesidad de manifestar por dos o tres órganos distintos la capacidad legislativa, hará que esos órganos sean útiles, es indispensable que no sean meros mecanismos ingeniados para contenerse mutuamente, sino verdaderos órganos encargados de operaciones particulares, con un objeto peculiar cada uno de ellos, y compuesto de tales elementos, y en tal número, que sirvan para facilitar, no para embarazar, la función general a que cooperan todos.
Los elementos individuales que compongan cada uno de los tres órganos legislativos han de distribuirse de modo que la Cámara de representantes nacionales incluya el elemento más joven y el más numeroso; el Senado, un elemento medio y un número proporcional al de grullos sociales que ha de representar; por último, la Precámara reunirá los elementos de edad, experiencia y suficiencia más variados, pero de modo que la proporción mayor corresponda a la mayor edad; el número será también proporcional al desarrollo de las industrias, agrícola, fabril, comercial; a profesiones, ciencias, artes liberales e industriales que, expresiones como son de la actividad de la vida social, entran siempre, de un modo directo o indirecto, en las necesidades que la ley satisface.
Mas como, para la organización particular de este órgano, es condición previa que se haya adoptado la Precámara, dejaremos por ahora de referirnos a ella para ocuparnos del Senado y la Cámara, y de su objeto peculiar.
El Senado, que mejor se llamaría Cámara de representantes provinciales, tendrá, en primer lugar, ese objeto propio: el de representar la capacidad política de las regiones o sociedades particulares dentro de la sociedad general. Esta tiene su representante genuino en la Cámara nacional, cuyo primer objeto es consultar en las disposiciones de la ley el estado actual y efectivo del ánimo público, la urgencia con que demanda la satisfacción legal de una necesidad, y si positivamente es real y general la necesidad.
Como es indudable que un mismo objeto de ley puede ser apreciado de distintos modos, no ya sólo según opiniones individuales) sino según también el espíritu de corporación, es igualmente indudable que la ley corresponderá tanto mejor a la necesidad que ha de satisfacer cuanto más se someta, por una parte, a la influencia individual de la opinión, y por otra parte, a la acción del espíritu corporativo. Para obtener esa correspondencia entre la ley y la necesidad, ningún arbitrio más natural que el de corporar en una sola asamblea las opiniones circulantes, y en la otra las de entidades colectivas, tan interesadas en la excelencia de la ley, como son las sociedades provinciales.
Así, pues, el objeto peculiar de cada uno de los órganos legisla ti vos concuerda con el propósito mismo de la ley: necesaria, como ha de ser, debe ser tenida por tal, así en la opinión común de los asociados como en la particular de cada una de las entidades colectivas que la forman: universal, debe ser reclamada del modo más universal que sea posible. Cuantas más opiniones individuales y colectivas se sumen, tanto más probada será la necesidad, tanto más efectiva será su universal aplicación.
Esta concurrencia de los dos cuerpos legislativos en las leyes generales no quita la peculiaridad de su concurso a cada uno de esos órganos; pero lo que constituye el operar privativo de cada uno de ellos es el conjunto de atribuciones que les son particulares.
De esas atribuciones trataremos expresamente.
Por ahora, y para acabar de evidenciar la conveniencia de esa separación de órganos legislativos, bástenos anticipar que mientras, por ejemplo, la Cámara popular tiene la atribución privativa de iniciar las leyes de impuestos, el Senado tiene la del enjuiciamiento de los magistrados que delinquen.
Así, todos los objetos de ley que afecten a la nación como suma total de asociados, constituirán, en general, el objeto peculiar de la Cámara de representantes nacionales; y todos los objetos de ley que afecten a la Sociedad como organismo compuesto de otros organismos, constituirán generalmente el objeto privativo de la Cámara de representantes provinciales.
Llámase mandato imperativo el programa de opiniones y conducta legislativa que se supone tiene derecho de dictar e imponer a sus electos el Cuerpo electoral.
A primera vista, y puesto que el Cuerpo legislativo no es más que un delegado del poder soberano de legislar, parece que los funcionarios legislativos deben ser tal resultado de la Soberanía de donde emanan, que no haya posibilidad de que la hechura contrarie la voluntad del causante. Mas si se reflexiona que los legisladores son seres de razón y de conciencia que no pueden ni deben someter voluntariamente su razón y su conciencia a fuerza alguna; y si se medita en que el pacto tácito establecido entre el representante y el representado se refiere únicamente a los principios de que sean copartícipes y al cuerpo de doctrinas que de ellos se deriven, se apreciará equitativamente la imposibilidad de hacer imperativo un mandato que no puede incluir sino de un modo muy indirecto, y para los casos mas obvios, las resoluciones concretas que con su voto se vean forzados a tomar los representantes.
Por otra parte, o éstos son hombres dignos de la alteza de su función, y entonces es un ultraje suponerlos capaces de una indignidad como la de traicionar sus principios y doctrinas; o no lo son, y entonces es inútil toda cautela y precaución.
Además de la majestad de que debe revestirse, más que a otra ninguna, a la función legislativa de la Soberanía, hay que tener en cuenta que los legisladores se eligen o deben elegirse de entre los ciudadanos más capaces o tenidos por más capaces de razonar y de ajustar sus raciocinios a sus deliberaciones, sus deliberaciones a sus determinaciones y sus determinaciones a la necesidades, circunstancias y objetos prácticos que están llamados a convertir en leyes, decretos o actos legislativos. Y mal concertaría esta elevada idea que debe tenerse del legislador, con la especie de esclavitud que le impondría el mandato imperativo.
A pesar de todos estos motivos contrarios al mandato imperativo, no puede obscurecerse la verdad de que hay tiempos tan corrompidos y hombres tan de su tiempo, en que por ilógico y contraproducente que sea él, pueda llegar a ser una necesidad. Por eso, como último recurso, apelan a él los pueblos agobiados por la corrupción; pero también por eso es, por si solo, un indicio de profunda corrupción el mandato imperativo.
La prueba de que es innecesario ese presunto derecho del Cuerpo electoral, la suministran tres hechos de la historia parlamentaria de Inglaterra y de los Estados Unidos: el primero y el tercero, que se refieren a la alta, noble y merecida gloria conquistada por cuatro grandes legisladores al desentenderse, y por haber tenido la magnanimidad de desentenderse del voto, de los deseos, y de las mismas reclamaciones del Cuerpo electoral; el segundo, que se refiere al castigo perentorio y público que se ha impuesto al único de los legisladores norteamericanos que ha hecho traición a los principios que representaba en el Congreso.
El primer grande ejemplo de magnanimidad e independencia lo dieron en el Parlamento británico aquellos Burke y Pitt, dos grandes legisladores y verdaderos grandes hombres, cuya elocuente palabra estuvo siempre a la altura de la conciencia que la inspiraba. Hombres de razón antes que de nación, justos antes que ingleses, vieron desde el primer momento la razón y la justicia de las reclamaciones que concluyeron en la guerra de independencia americana, y no obstante los errores, prescripciones, animosidades y ciego nacionalismo del parlamento y de la sociedad entera, resistieron a todas las coacciones ejercidas sobre ellos por el Cuerpo electoral de la nación, y ni por un momento renegaron de la verdad y la justicia.
Con el mandato imperativo, Burke, Pitt y Barre, conciencias individuales más elevadas que la conciencia colectiva, no hubieran podido ser el clamor de la inmortal justicia, contrariando a. sus electores y a su patria, o habrían tenido que complacerlos, privando así de un ejemplo virtuoso a la historia política del mundo.
En otra ocasión solemne para la realidad de los principios en la vida jurídica de los Estados Unidos, uno de los dos Senadores por California votó en contra de su compromiso. Y al salir del capitolio, en el punto más alto y más visible, en la majestuosa escalinata de la mansión legislativa, su mismo compañero de representación lo dejó sin vida.
No había querido ser un criminal: era el vengador de la soberanía traicionada.
Con el mandato imperativo, el Senador occiso por faltar voluntariamente a un pacto concreto con los electores, no hubiera podido ser castigado más inmediatamente, aunque un castigo menos fulminante, pero más humano, hubiera sido más digno del derecho.
Más tarde, cuando Mr. Gladstone luchó desesperadamente por hacer a su patria el inestimable beneficio de redimirla de su más grave culpa, el Parlamento y el Cuerpo electoral le opusieron obstáculos equivalentes al mandato imperativo. El generoso anciano sucumbió en la contienda; pero los intereses imperativos que lo vencieron, si han aplazado, no impedirán el día de la justicia. Cuanto más fanático sea el imperio que intenten ejercer las masas electorales, tanto más virtuoso es resistirlo; y cuanto más virtuoso, más glorioso.
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LECCIÓN XLVIII
División del trabajo legislativo. − Comisiones y Precámara. − Propósito doctrinal de la Precámara. − Trámites legislativos para la formación de la ley.
La necesidad de dividir el trabajo es tan urgente en las funciones de poder como en las funciones de la industria: y tan aplicable como a éstas, lo es a aquéllas el principio de la división.
De ahí que, instintiva y empíricamente, tan pronto como se considera instalada, se reparta sus trabajos toda asamblea deliberante. De ahí también el deber que la ciencia tiene de examinar el hecho y de motivarlo o criticarlo.
Para establecer una división fundamental del trabajo legislativo, podría bastarnos una simple remisión a la doctrina ya establecida, pues dijimos que el verdadero organismo legislativo debe constar de tres órganos distintos: una Cámara nacional, una regional y una Precámara, y cuál es el objeto peculiar de los dos primeros. Ahora, puesto que el tercero ha de ser aquel órgano legislativo al cual se presente a primera deliberación, examen y articulación todo proyecto de ley que hayan de discutir separadamente y sancionar conjuntamente la Cámara y el Senado, el trabajo que corresponde a cada uno de ellos será el de su peculiar objeto, repartido según los propósitos que pueda subordinar, menos al de la preparación de la ley, que habría de corresponder al nuevo órgano.
Pero conviene entrar en algunos pormenores, empezando por discutir con brevedad la conveniencia del órgano simplificador de las tareas legislativas que propone Stuart Mill, que los caracteres esenciales de la ley recomiendan, y que nosotros aceptamos.
A primera vista, parece que deliberar y discutir es una misma operación intelectual y debe ser una misma operación legislativa. Pero, en realidad, la deliberación es un acto previo, interno, subjetivo, que precede a la discusión, y que, si no la hace inútil, la prepara.
No deliberamos con nosotros mismos para discutir, sino para discurrir; pero si necesitamos discutir, tanto mejor discutiremos, - es decir, con tanta mayor copia de datos, - cuanto más rectamente hayan encaminado al discurso las deliberaciones anteriores. Al deliberar, ponemos a un lado todo estímulo de voluntad o de sentimiento, teniendo por único objetivo la realidad de razón o de conciencia o de naturaleza que se nos presenta circunstanciada o confundida, al paso que, al discutir, admitimos, buscamos y urgentemente requerimos esos estímulos como necesarios o expresos propulsores de la razón. La deliberación, que es tranquila por ser desinteresada, y la discusión que, por interesada, es turbulenta, son, por tanto, dos operaciones que se distinguen y difieren en el proceso de la razón individual, y que deben distinguirse y aparecer diferentes en el proceso de la razón legislativa.
Siendo, además, imposible conseguir que órganos tan complejos como los que constituyen una Cámara de Representantes y una de Senadores, pongan en la discusión de las leyes y en las resoluciones legislativas el reposo que corresponde. a la deliberación, y la calma, la impersonalidad, la abnegación de motivos personales o de partido que reclaman la alteza y la solemnidad de la función legislativa, es evidente que de esos cuerpos mal llamados deliberantes no se obtendrá jamás la verdadera ley, norma y autoridad indiferente a las sugestiones de la personalidad, del interés artero o de las pasiones sordas.
Hay, por consiguiente, que buscar y encontrar el modo de que la ley y los actos legislativos pasen por las pruebas y compulsas tranquilas de la razón desinteresada, antes ele someterlos a la prueba de los principios, doctrinas, móviles y afectos contradictorios que se entrechocan en un Congreso.
En esa necesidad ha sido concebida la Precámara, órgano de deliberación legislativa que, compuesto de especialistas de las grandes actividades sociales como habrá de ser, preparará tranquilamente la ley, no según el móvil político que la haya presentado, sino según la necesidad social que vaya a satisfacer.
Actuando este nuevo órgano, queda fundamentalmente dividido el trabajo legislativo en sus dos operaciones características: la deliberación, para los representantes del interés social; la discusión para los representantes de las opiniones regionales y nacionales.
Esta es como otras muchas innovaciones, existe embrionariamente antes de vivir en la realidad palpable. No otra cosa que embrión de la Precámara son las comisiones o comités legislativos, a las cuales se comete en los congresos el encargo de preparar y articular los materiales de la ley. Pero entre estas comisiones parlamentarias y lo que debería ser la Precámara, hay diferencias substanciales.
La primera de ellas es que las comisiones, compuestas como son de miembros de la Cámara que las nombra, dependen de ella, no simplemente en lo que dice relación al orden reglamentario preestablecido, sino especialmente en lo relativo a las opiniones en que esté dividido el Cuerpo legislativo; en tanto que la Precámara, órgano cooperador, pero distinto de los otros órganos legislativos, es o sería un verdadero órgano, es decir, una parte integrante, pero independiente del Cuerpo legislativo, con operaciones propias, directamente relacionadas con la función a que habría de concurrir.
Otra diferencia está en la composición, origen y facultades de los comités parlamentarios, y las que tendría la Precámara. Aquellos se componen de representantes cualesquiera, electos de la opinión o de la intriga, y los miembros de la Precámara serían obligatoriamente los representantes expertos de alguna actividad social en el orden económico, en el jurídico, en el científico, en el artístico, en el profesional; los individuos de las comisiones legislativas son originarios de la misma función electoral que transmite la capacidad legislativa al Cuerpo de que forman parte, y la Precámara ten dría su origen en una elección ad-hoc, por la cual se tuvieran en cuenta condiciones de idoneidad particular : las comisiones no licuen más facultades legislativas que aquellas que expresamente les atribuye el cuerpo legislador que las forma, y la Precámara tendría facultades establecidas por la ley.
Ahora bien: ¿qué facultades serían o deberían ser las de esa Precámara, cuáles sus condiciones de idoneidad y qué determinada experiencia la que de ella se reclamara?
En cuanto a la experiencia, la que atribuimos a la edad; aun cuando la Precámara debería combinar todas las edades, desde los 25 años en adelante, se aplicaría una proporción particular para obtener que las dos terceras partes de sus miembros pasaran de 50 años.
En cuanto a las condiciones de idoneidad, las que atribuimos a toda especialidad proporcional. Siendo este Cuerpo el órgano legislativo de las actividades y especialidades económicas y sociales, desde el obrero hasta el empresario, desde el jurista hasta el sociólogo, desde el científico hasta el artista, desde el labrador hasta el agrónomo, desde el propietario has la el fabricante, y reuniendo todos ellos en conjunto el caudal de nociones generales diluido en la atmósfera intelectual de cada época, es improbable que la ley careciera de aquella precisión teórica de que carece con frecuencia - falseando así algunos de sus caracteres esenciales, claridad, precisión y brevedad, - y de aquella facilidad de expresión que le darían los conocimientos sumados de tantos especialistas.
Ahora, en cuanto a las facultades, la Precámara debería tener todas las atribuciones necesarias: 1° para esbozar todo proyecto de ley que se presentara a cualquiera de los otros dos órganos legislativos; 2° Para reconsiderar esos esbozos de ley, cuando las otras dos Cámaras las hubieran devuelto, con total independencia de los motivos políticos o de las sugestiones pasionales que dominaran a una o ambas Cámaras: 3° Para rechazar por inconveniente o inmotivada toda alteración, enmienda o supresión que las otras dos Cámaras hicieran en la ley propuesta y reconsiderada por ella, aunque de ningún modo podría ser definitivo ni arbitrario su rechazo; 4° Para presentar por sí misma todos aquellos proyectos de ley que, correspondiendo a necesidad sentida por todos, pero desatendida por los otros dos órganos legislativos, tuviera verdadera urgencia; 5° Para emitir, o por lo menos, tener la iniciativa en la ley de presupuestos.
En suma: debería tener todas las atribuciones que actualmente conceden los Cuerpos legislativos a sus comisiones parlamentarias, más todas, incluso el veto suspensivo, las que actualmente se reconocen y son intervenciones ejecutivas.
En otros términos: debería tener todas aquellas atribuciones que coadyuvaran eficazmente a realizar el propósito doctrinal que conllevaría esta reforma, y que consiste en hacer menos leyes y más necesarias y eficaces, y en dividir el trabajo legislativo de modo que la actividad política y las intervenciones activas de los funcionarios legislativos en la conducta de los funcionarios ejecutivos, y en la marcha y dirección de su política, fuera lo menos desfavorable posible a la concepción, formación, articulación y sanción de las leyes necesarias.
Así establecida esta división trascendental del trabajo legislativo, el que en la actualidad desempeñan los comités parlamentarios quedaría reducido a la especialidad de objeto en cada Cámara y serviría de auxiliar, a veces oportuno, al trabajo general de la Precámara,
Las diferencias que hay entre la Cámara adicional que propone Stuart Mill y el nuevo órgano legislativo que acabamos de bosquejar, son diferencias naturales: el filósofo político de Inglaterra no aspiraba, al parecer, a otro objeto que el de hacer más escrupulosa la ley, haciéndola más lenta en su triple evolución por tres Cámaras distintas, y nosotros, además de ese propósito, aspiramos: 1° a dividir el trabajo político del verdaderamente legislativo de la función legislativa; 2° a poner la ley por encima y fuera de los embates de la pasión y la opinión ; 3° a herir por la raíz al funesto parlamentarismo; 4° a asegurar las operaciones de la función legislativa contra las asechanzas del llamado poder ejecutivo, quitando a éste el veto; 5° a fortalecer la función ejecutiva contra la legislativa, impidiendo que la ley de gastos públicos sea un arma de partido.
Con la adición de ese tercer órgano legislativo se simplificaría el trabajo a que da motivo la segunda función del poder social; pero se complicarían expresamente los trámites indispensables para la formación de la ley, puesto que existiría un nuevo órgano cooperador de ella.
Aunque en el vigente régimen legislativo parece que es suficiente la tramitación impuesta a todo proyecto para que llegue a ser ley, realidades que generalmente se legisla más de lo que se debe legislar, lo cual prueba que la ley se hace mas rápida y menos escrupulosamente de lo que debe hacerse para que reúna los caracteres que ha de reunir y cumpla el alto fin que ha de cumplir.
No son leyes a medida de opinión o de deseo, sino leyes en proporción de necesidades efectivas de la Sociedad, lo que requiere ésta y lo que por su naturaleza está llamada a operar la función legislativa. Cuanto más profundamente penetre en el fondo de la necesidad que ha de regular, tanto más exacta y más eficaz será la regla que de.
En la mayor parte de los países que han imitado los procedimientos parlamentarios de Inglaterra o de los Estados Unidos, todo proyecto de ley pasa a la Comisión preestablecida, en donde a veces se estanca indefinidamente, sujetándose, cuando de ella pasa a la Cámara de origen, o en donde se ha originado la moción, a tres lecturas sucesivas, sometiéndose por fin a dos discusiones, una general que abarca la totalidad del proyecto, y otra parcial o articular, en que se analiza artículo por artículo, y a veces, palabra por palabra. Adoleciendo la mayor parte de las leyes, como la mayor parte de los actos parlamentarios, del carácter que les imprime el interés de los partidos militantes, todo proyecto de ley está siempre suspenso de los extremos de esta alternativa: o urge al interés político la expedición de la ley, y entonces la tramitación es mera fórmula, o promueve una íntima lucha de doctrinas, pareceres, intereses y pasiones, y entonces la tramitación reglamentaria se hace indefinidamente dilatoria.
Aunque el parlamento inglés ha sido la cuna de ese triste sistema de obstrucción que, como todo mal, tiene alas y ha llegado ya has la el pueblo más sensato de nuestra raza, es también la cuna de un procedimiento que sólo, hasta ahora, ha imitado el parlamento federal de Norte América, y que, como todo bien, tiene demasiada consistencia para andar de prisa, y aun no ha llegado a nuestros cuerpos legislativos. Ese procedimiento consiste en las dobles sesiones: en las unas, privadas, informales, en que la Cámara se reúne en comisión o comité, y no bajo la dirección de su Speaker o presidente, sino de un chairman o director de deliberaciones nombrado ad hoc, conversan, razonan, deliberan sosegadamente y realizan el propósito fundamental, por ser el racional, de la verdadera función legislativa ~ sus otras sesiones, públicas, teatrales, pomposas, casi siempre vacías como casi todo lo pomposo, están consagradas a la discusión apasionada, al pugilato intelectual, a la lucha de las fuerzas numéricas que han de concluir por medirse en la votación final.
Ésta, que suele decidir extraños resultados, suele matar los ministerios cuando más fuerza virtual tienen y cuando más importaba que vivieran; pero el apetito de lucha y de emociones dramáticas ha sido satisfecho, y el parlamentarismo signe llamándose un sistema de gobierno. Pero, al menos, en Inglaterra, es un mal paliado por la útil modificación que hemos indicado, que sería un beneficio para los demás países sujetos a ese torpe régimen, y que constituye un procedimiento más cónsono, en la actualidad, que cualquiera otro, con el objeto mismo del llamado sistema parlamentario. A él corresponde uno de los trámites más perniciosos a que la ley está sujeta: el de la iniciativa del Ejecutivo en las leyes. En buena doctrina, este derecho es inadmisible, por más que, mientras no se haya establecido un procedimiento suficientemente doctrinal para dirigir y conservar relaciones de armonía entre las funciones ejecutivas J las legislativas, habrá necesidad de soportarlo.
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LECCIÓN XLIX
Composición de los Cuerpos legislativos. − Condiciones de elegibilidad. − Incompatibilidades. − Dieta.
Según la Constitución federal de los Estados Unidos, la Cámara de Representantes se compone de ciudadanos elegidos por sufragio universal de los electores de cada Estado, y la Cámara de Senadores se compone de ciudadanos elegidos por las legislaturas de las diversas secciones federales.
La elección de Representantes y que equivale a la de una división electoral en distritos provinciales, no ofrecería cuerpo a observación ninguna, si no hubiera de hacerse notar que, siendo entidades soberanas los Estados federados, el cuerpo electoral de cada uno de ellos compone por sí mismo un cuerpo de opiniones que indudablemente obstarán al carácter nacional que debe tener la elección, a no ser tan perfecta la disciplina de los partidos que no la alteren las peculiaridades que pueda ofrecer en cada sección electoral.
La elección de Senadores por las legislaturas de los Estados debería modificarse en donde se quiera proceder más lógicamente. Esta elección es uno de los casos, como ya dijimos, en que se ha de adoptar el procedimiento electoral de dos grados: uno, en que el cuerpo electoral designa electores; otro, en que éstos eligen.
Las condiciones impuestas a la elegibilidad de Representantes y Senadores en la Unión Americana son muy lógicas: edad, ciudadanía y residencia.
La edad de 25 años que la Constitución requiere para ser Representante, está bien fijada. No así la requerida para ser Senador, que no debiera ser de 30, sino a lo menos, de 40 años. Una diferencia de 5 años no compone un período fisiológico, y lo que debe buscarse es diferencia de estados mentales, producidos o favorecidos por desarrollos corporales. A los 25 años se puede tener cuantas aptitudes se necesiten para representar en la Asamblea nacional las opiniones y aspiraciones de la Nación; pero a los 30 años no se tiene todavía la serenidad de juicio y el caudal de experiencia y de nociones experimentales que demanda el peculiar objeto del Senado. Si se establecieran los tres órganos que necesita la función legislativa, los tres períodos que les corresponderían, son: para la Cámara, de 25 a 40 años; para el Senado, de 40 a 55; para la Precámara, mayoría de hombres de 55 a 70 años. No existiendo este tercer órgano, el segundo debería componerse de hombres de 40 años en adelante.
La condición de ciudadanía es indispensable para funcionar en cualquiera de los Cuerpos legislativos, pero teniendo en cuenta que la naturalización, que puede proveer de excelentes ciudadanos, debe favorecerse del modo más liberal,
En cuanto a la residencia, es lógico imponerla; pero calculada prudencialmente, de modo que no embarace los cambios de residencia que puedan ser necesarios para el ciudadano de nacimiento, ni alejen mucho la época en que el ciudadano por naturalización pueda ser útil.
El sistema de compatibilidades entre el cargo de diputado o senador y cualquiera otro, ha sido, y en muchas partes es todavía, el auxiliar más poderoso que han tenido los dos vicios, centralismo y parlamentarismo, del sistema representativo.
En virtud de esas absurdas compatibilidades, la noble función de legislar se ha reducido a la innoble postulación de cargos retribuidos y de posiciones e influencias mal habidas.
No haya transacción en este punto: a ese infiel sistema de compatibilidades, suceda el de incompatibilidades absolutas. Ningún funcionario de otro poder, de la Administración o de la Iglesia debe ser elegible para la función legislativa. No el funcionario de otro poder, porque es absurdo confundir en individuos lo que expresamente se ha separado en el sistema de gobierno; no el funcionario de la Administración, porque depende del poder ejecutivo; no el funcionario de la Iglesia, porque son y deben hacerse radicalmente incompatibles las funciones temporales y las espirituales de la Sociedad.
Dieta es la remuneración de los legisladores. ¿Debe o no debe la Nación remunerar el trabajo de
los funcionarios legislativos? Este no debería ser un problema. La dieta no tiene más que un inconveniente económico, que debe allanarse a toda costa, y un inconveniente moral que sólo puede allanarse creando un rigoroso régimen jurídico.
El inconveniente económico está en que las asignaciones a los funcionarios legislativos representan o pueden representar una parte considerable del presupuesto nacional.
El inconveniente moral está en que el goce de la dieta excita la concupiscencia de muchos voraces del presupuesto que buscan la función legislativa, no por la función legislativa, sino por la dieta.
Por lo demás, todo, doctrina, interés social, equidad, independencia funcional, principios económicos, todo aboga en favor de la remuneración.
La doctrina fundamental del régimen representativo es que todos los componentes de la Sociedad gocen, por representación y por delegación, del ejercicio de la soberanía. Por lo tanto, para que esa soberanía esté representada, es necesario que haya quienes tengan disposición y propósitos de consagrar todas sus actividades a ese fin. Como el que consagra su actividad a un fin exclusivo de todo otro, no puede, si ese fin es de utilidad pública, atender a su utilidad privada, es necesario que quien beneficia esos servicios directos, que es la Sociedad, atienda al sostenimiento de quien se los presta. Y tanto da que se le presten en el orden judicial y ejecutivo, como en el legislativo y electoral. En consecuencia, todos los funcionarios del poder público, así como todos los funcionarios de la Administración que se derive do un poder, deben ser retribuidos.
Por otra parte, el interés social reclama que el servicio que prestan los funcionarios de la Soberanía sea independiente de todo otro interés parcial o personal. Para conseguir que el interés social prevalezca sobre el personal, hay que poner a los funcionarios legislativos, como a todos los demás, en situación tan fuera del alcance de la indigencia o del soborno, que el interés particular y el social sea para ellos uno mismo.
Ahora la equidad: los funcionarios legislativos ¿no son funcionarios de la Soberanía? ¿Son otra cosa los funcionarios ejecutivos? A éstos ¿no se les retribuye sus servicios? ¿Por qué, pues, se ha de negar a los funcionarios legislativos la retribución de sus servicios, cuando tan obvia es la equidad que pide para los unos lo que se da u los otros?
Ahora, en cuanto a los principios económicos, bien claro dicen ellos que en toda producción hay coeficientes necesarios, y que a ellos corresponde una parle en la distribución. Uno de esos coeficientes económicos es el trabajo. Y como las operaciones de los funcionarios legislativos son trabajo, el orden económico pide que se retribuya ese trabajo.
Así lo entendieron los constituyentes norteamericanos y así lo estatuyeron en el párrafo 1, sección VI, de la Constitución. Y no porque entre los convencionales dejara de haber quienes, participando de errores aristocráticos e históricos, quisieran honoríficos esos cargos, pues hubo mociones fundadas en la tradición británica y en la aparente dignidad de los cargos no retribuidos, que establecían como un honor el desempeño de la función legislativa. En Inglaterra, decían sus sustentadores, los miembros de la Cámara de las Comunes no reciben paga y la senatoria no es retribuida. Era y es verdad; pero en Inglaterra, los miembros pobres de la Cámara baja se ven forzados a depender de la liberalidad de su partido o de sus amigos, y los de la Cámara alta son potentados que a su posición deben su patria. Por otra parte, negar recompensa al funcionario legislativo, tanto es como compelerlo, si es digno o no se sacrifica a intereses doctrinales, ora a privar de sus servicios a su patria, ora a prestarlos con usura al poder ejecutivo. La única precaución que ha de tomarse es la basada en el principio general de administración que prohíbe el aumento de salarios o emolumentos a los funcionarios legislativos durante el período de su legislatura. Mas, como esos salarios, al par de cualesquiera otros, están sujetos a la ley de los consumos, el Congreso federal se ha visto obligado más de una vez a proporcionar el aumento de retribución legislativa al aumento de coste en los consumos. Como necesario gasto adicional, siempre se ha incluido el viático o coste de viajes, en la retribución de Representantes y Senadores.
Que sepamos, siete veces ha legislado acerca de esta necesidad el Congreso americano:
1° vez. Para el período comprendido entre marzo de 1789 y la misma fecha de 1795, en que la dieta fue de 6 pesos fuertes por día; y el viático, de 6 pesos fuertes por cada 20 millas de ida y vuelta.
2° De 4 de marzo 1793 a 4 de marzo 1796, dieta de 7 pesos fuertes para senadores, y de 6 para Representantes, con el viático anterior.
3° De 4 de marzo 1796 a 5 diciembre 1815, dicta de 9 pesos fuertes, y el mismo viático.
4° De 5 de diciembre 1815 a 4 de marzo 1817, dieta de 1.500 pesos fuertes por año, el mismo viático, y deducción de salario por ausencias voluntarias. Al Presidente del Senado y al de la Cámara, doble dieta.
5° De marzo 1817 a diciembre 1 856, dieta de 8 pesos fuertes por día, y viático de 8 pesos fuertes por cada 20 millas. El Presidente pro tempore del Senado y el de la Cámara, doble dieta.
6° De diciembre 1856, a diciembre de 1866, dieta do 3000 pesos fuertes por año. A los Presidentes de ambas Cámaras, 6.000.
7° Por último, en julio de 1866 se elevó la retribución de los funcionarios legislativos a 5000 pesos fuertes por año, y la de sus Presidentes a 8000.
Elevándose a fines de aquel año económico (julio de 1867) el número de Estados federados a 27, correspondía a todos ellos una representación senatorial de 74. Multiplicados por 8.000, dan 502.000 pesos fuertes. Elevándose entonces a 242 el número de diputados el gasto en dietas llegaba a 1.936.000 pesos fuertes. Siendo de 16.000 pesos fuertes la retribución de los Presidentes de las Cámaras, costaban 32.000 pesos fuertes. Sumadas todas las dietas, equivalían para el Erario federal a un desembolso de 2.560.700 pesos fuertes.
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LECCIÓN L
Atribuciones u operaciones legislativas.
Ante todo, entendamos que, al hablar de atribuciones, lo que en doctrina quiere decirse, y lo que expresamente hemos de entender los que conocemos una función legislativa, pero no un poder legislativo, es lo mismo que si se dijera operaciones. Así como toda función orgánica o mental o social cumple, merced a operaciones adecuadas, su objeto particular dentro del organismo a que corresponde, así toda función de poder se realiza o verifica por medio de las operaciones necesarias. Si en ese sentido hablamos vulgarmente de atribuciones, lo que por ella entendemos, al tratar de la función legislativa, es el conjunto de operaciones necesarias para hacer la ley.
Para fijarlas, lo primero que ha de tenerse en cuenta es la relación íntima que fundamentalmente hay entre todas las funciones del poder social; pues si se ha entendido exactamente el fundamento que hemos dado a la división del poder público, se sabe ya que éste es indivisible; y que si la Soberanía pudiera funcionar por medio u órgano de la sociedad que la posee, hacer, ejecutar y aplicar la ley serían expresiones o manifestaciones simultáneas del poder de que ella hiciera uso. Así, por más que se haya dividido artificialmente ese poder social, por más que se hayan erigido en otros tantos poderes las facultades legislativas, ejecutivas y judiciales de la Soberanía, esas facultades, junto con la de optar entre medios o instrumentos y elegirlos, constituyen un todo indivisible de poder.
De aquí las relaciones inmediatas que hay entre la facultad de legislar y la de ejecutar y aplicar la ley; y de aquí, también, los errores en que se ha incurrido al dar atribuciones legislativas al llamado poder ejecutivo, o atribuciones ejecutivas al poder legislativo así llamado: o dicho en mejores términos, al confundir alguna operación de una función de poder social con operaciones de otra función. Todas esas confusiones peligrosas para la libertad jurídica, que es la única verdadera libertad, porque, fundada en un elemento orgánico, sirve para organizar, todas esas confusiones se evitan estableciendo previamente los caracteres propios de la función legislativa, y aplicando a esos caracteres las condiciones que deben hacer efectiva la función.
Aunque ya nos hemos esforzado por caracterizar puntualmente la función legislativa, conviene agregar que los Cuerpos legislativos tienen una fuerza natural muy poderosa para contrarrestar los excesos de la función ejecutiva, y esa capacidad debe considerarse como uno de los caracteres del funcionar legislativo.
Ahora bien, si el legislador no funciona sino para convertir en norma y precepto todas las necesidades de todos conocidas, bastará clasificar las necesidades sociales según que se presenten en cada uno de los grupos de la sociedad, o sea, según esas necesidades son nacionales, provinciales o municipales.
Hecha la clasificación, claro es que el Legislativo nacional no tendrá para qué ocuparse, ni tiene derecho ni poder para ocuparse, de las necesidades provinciales y municipales, ni los cuerpos legisladores de la provincia y el municipio podrán aspirar a regular las necesidades nacionales. Por tanto, la ley nacional o general no podrá nunca, no deberá nunca referirse más que a las necesidades generales o nacionales.
Y esas necesidades ¿cuáles son?
Desde luego se ve que la primera entre todas las necesidades de una sociedad nacional es constituirse jurídicamente o enmendar o reformar la Constitución La formación, pues, o la enmienda y reforma de la ley constitucional, ya directamente, ya decretando y convocando una convención constituyente, es la primera operación de la función legislativa.
Todo cuerpo social es un organismo viviente cuya vida se manifiesta en actividades funcionales, ya relativas a su parte física, ya a su parte moral, ya a su mente, ya a su conciencia.
Favorecer la actividad de esas funciones naturales, y obstar u oponerse enérgicamente a la coacción que sobre ellas intente el órgano ejecutivo de la Soberanía es, por tanto, otra operación de la función legislativa, y es en realidad la verdadera y la única atribución política que se deberá y convendrá dejarle.
El desarrollo ele la producción nacional, al cual y a cuyo fomento reflexivo está vinculada la prosperidad material de toda sociedad, es necesidad tan continua y tan íntimamente sentida por todos los asociados, que desconocerla es condenarlos a pereza o a miseria.
Así, pues, la regulación de todos los agentes productores obviándoles dificultades, armonizándolos con las nociones más evidentes de la ciencia y con el desenvolvimiento mayor de libertad, es otra operación de la función legislativa.
Necesidad general de toda la nación, no particular de ninguno de sus grupos, es la posesión de un intermediario de cambios o medida de valores.
Por lo tanto, al Legislativo nacional y no a otro alguno, compete la ley de moneda nacional.
La simplificación de los cambios con auxilio de las instituciones de crédito es una necesidad interior de las sociedades todas. Operación natural de la función legislativa es la de favorecer la satisfacción de esa necesidad.
El Estado, representante jurídico de los derechos y obligaciones de la Sociedad general, vive o se sostiene de la reunión de medios o recursos que los asociados aprontan para el pago de los servicios que reciben del Estado.
Nadie, más que el Legislativo nacional, está autorizado para dar la ley de la cantidad, la calidad, la oportunidad y la proporción de ese tributo.
Por tanto, la facultad de imponer contribuciones generales o nacionales es exclusiva del Legislativo nacional, así como es periódica operación de sus funciones el dar la ley anual de ingresos y egresos.
Los asociados todos necesitan que sus frutos, sus compras, sus ventas, sus cartas, sus noticias, sus ideas puedan circular lo más rápidamente posible dentro del territorio nacional.
Pues la remoción de todos los obstáculos que puedan oponerse, la forma de leyes relativas a cualquiera clase de comunicaciones, la autorización al Ejecutivo para que contrate caminos, canales, líneas y redes de ferrocarriles, líneas y redes telegráficas y telefónicas, es otra operación de la función legislativa.
El desarrollo de la cultura nacional por medio de rentas fijas, y de establecimientos: ejemplares, ya sean de enseñanza técnica o artística o científica, ya de instituciones favorables al aumento de ciencia y de conocimientos, es un deber del Estado, que sólo puede cumplirse mediante leyes generales.
Por tanto, la formación de leyes encaminadas al desarrollo de la cultura nacional es competencia exclusiva del Legislativo nacional.
Una sociedad es una personalidad que, además, de vivir para sí, vive para otras y con el involuntario concurso económico y moral de las o tras. Hacer cada vez más extenso, más activo y más beneficioso ese concurso, es una necesidad social.
Para satisfacerla, por medio de leyes de comercio, de navegación, de organización de comunicaciones internacionales, es necesario que opere la función legislativa.
Una sociedad nacional es una entidad sui juris que vive de su derecho entre las demás entidades nacionales, y que mantiene con ellas relaciones de paz o de guerra, según su derecho, su interés, sus errores o su amor propio nacional.
El arreglo de esas relaciones internacionales corresponde a los funcionarios legislativos de la nación.
Así como el ejército de obreros que son sostenedores de la producción y de la paz, está organizado por el Cuerpo legislativo en todas aquellas leyes que tienen por objeto la mayor libertad de producción y la mayor armonía entre sus agentes, así el ejército de soldados que deben ser sostenedores del derecho público y de la dignidad nacional debe también estar organizado por la ley. Es, pues, una operación de la función legislativa el organizar las fuerzas de mar y tierra que han de afirmar el derecho nacional.
Mas como, además de su función legislativa, los órganos operadores de la ley están íntimamente relacionados con los órganos ele las otras funciones de poder, j unto con las atribuciones fundadas en las necesidades ya enumeradas, tienen los cuerpos colegisladores todas aquellas facultades que se derivan de esas relaciones y en ya virtud pueden celar los intereses públicos y poner coto a los desmanes del Cuerpo ejecutivo.
Esta enumeración inductiva de operaciones por necesidades se puede también fundar en una clasificación aun más sencilla.
Si presuponemos que la sociabilidad, el trabajo, la libertad, el progreso y la conservación de todos esos bienes son fenómenos sociales de cuya conexión jurídica depende el cumplimiento de los fines de la Sociedad, tendremos que la actividad funcional del Legislativo abarcará todos y cada uno de esos fenómenos sociales.
Madison, uno de los más profundos y peritos pensadores entre los constituyentes de la Unión americana, presentó una clasificación de atribuciones legislativas, que agrupa en seis clases de objetos generales las que pueden ser facultades de un Congreso federal: 1° Garantía contra peligro exterior: 2° Arreglo de las relaciones exteriores: 3° Conservación de la armonía y relaciones convenientes entre los Estados: 4° Diversos objetos de utilidad general: 5° Restricción de ciertos actos perjudiciales, impuesta a los Estados: 6° Disposiciones para dar eficacia a todos estos poderes.
La Constitución federal de los Estados Unidos, dando al Congreso el poder de legislar sobre asuntos generales, hace objeto especial de la Cámara la iniciativa en las acusaciones de Presidente y cualesquiera otros empleados públicos, y en las leyes de tributación, así como la facultad de elegir Presidente, cuando no lo han logrado los electores; y hace objeto de facultades especiales para el Senado: la ratificación de tratados propuestos por el Presidente; confirmar el nombramiento de embajadores, ministros públicos, cónsules, jueces de la Corte Suprema, y de cuantos empleos no haya previsto la Constitución; tendrá también el poder de elegir Vicepresidente cuando no lo haya hecho el cuerpo de electores, y enjuiciará al Presidente y cualesquiera otros empleados acusados por la Cámara.
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LECCIÓN LI
Responsabilidad y duración de la función legislativa.
Uno de los más graves defectos de la organización legislativa es el cometido por todas las Constituciones al no proveer de medios para establecer la responsabilidad de los legisladores. El número de estos funcionarios, la común solidaridad de actos y doctrinas que los liga y la representación que asumen de la voluntad social, son otros tan tos obstáculos que sería necesario vencer para enfrenar y refrenar la irresponsabilidad de que con frecuencia hacen alarde.
Tal vez, entre todos esos obstáculos, el originado por la representación es el que más obliga a fijar la responsabilidad, precisamente por ser el que en apariencia justifica mejor la irresponsabilidad.
Habituados al proceso histórico de la organización jurídica, que en todas partes ha sido resultado revolucionario o lenta serie de resultados obtenidos mediante reacciones sociales para fundar una nueva nacionalidad o reacciones populares para reconstituir el derecho individual proscripto, negado o pisoteado, vemos en los funcionarios que representan la potestad legislativa de la Sociedad los representantes por excelencia, y por antonomasia, de la soberanía nacional los unos, de la soberanía popular los otros.
El lenguaje, interpretando este error vulgar, ha llamado y todavía llama «representación nacional» a los Cuerpos legislativos.
Para la vida real del derecho, tanto como para la realidad efectiva de la ciencia constitucional, importa desvanecer en la misma ley constitucional ese pernicioso error.
Los legisladores no son más representantes que los demás funcionarios electivos. En la representación no hay cantidad ni superioridad: todo representante del poder social es igual a todo otro representante, y representa la misma voluntad social toda entera, en la función del poder para que ha sido delegado.
La función legislativa, si más majestuosa que la ejecutiva, por ejemplo, porque corresponde a funciones intelectuales más fáciles de encaminar a la verdad que la función de la voluntad al bien, no es función de poder distinta de cualquiera otra por su jerarquía, sino por su objeto; y en cuanto concurrente con las otras funciones del poder a un mismo fin, al mismo fin común de coordinación jurídica, no tiene cómo, ni por qué, ser preferida a otra ninguna. Por consiguiente, tan responsables son de los actos personales o colectivos con que cooperan a la función legislativa los funcionarios de un Congreso, como de los suyos, personales o colectivos, los funcionarios de las funciones ejecutiva, judicial y electoral,
Si ese vicioso argumento de la superioridad de represen lución sirviera pura algo, servirla para hacer más estrecha la responsabilidad de los funcionarios legislativos que la de otros cualesquiera, puesto que la supuesta superioridad de representación haría más peligrosa para la Sociedad la más leve defección del funcionario.
Junto al error suelen aparecer sus consecuencias: por eso, al palpar las que conlleva esa primacía de representación atribuida a los legisladores, sus mismos sostenedores han arbitrado el recurso del mandato imperativo que, en la mente de los que lo practican o lo aceptan, es la doble expresión del mismo error: por una parte, refieren al cuerpo electoral el derecho de juzgar la conducta de sus elegidos, poniéndolos así por encima del fuero común; por otra parte, reconocen penables y responsables a esos representantes preferidos,
Pero ya hemos visto que el mandato imperativo es un medio improcedente de responsabilidad.
¿No hay ningún otro? Directo, contundente, fulminante, que tome al legislador desleal en el momento de su deslealtad, que por ella, expresa y concretamente por ella, lo acuse, lo juzgue y lo condene, no hay ninguno. Es más; no puede haberlo mientras no se funde y organice un Electorado como órgano peculiar de la función electoral, con absoluta independencia, con sus operaciones propias y con derechos y deberes escrupulosamente definidos. Pero hay medios indirectos que, aun concebidos como han sido con el propósito de esquivar la responsabilidad, la afirman tácita y moralmente.
Esos medios son dos: el principio de las incompatibilidades, y la duración de la función legislativa.
El principio de las incompatibilidades, según hemos visto al tratar de él, es un medio de garantir la responsabilidad, puesto que vedando al funcionario legislativo, durante su período y otro inmediatamente posterior, la capacidad de entrar en cualesquiera otras funciones públicas, lo tiene como suspenso del fallo público, tanto durante como después de su período funcional. Durante él, porque si cumple mal y no es reelecto, sabe que lo espera un período de incertidumbres ; después, porque entra en ese período de incertidumbres. Mas como el principio de las incompatibilidades no se aplica de un modo exclusivo a los legisladores, sino que abarca a los funcionarias de todos los órdenes, y con el objeto primordial, entre otros varios, de poner doble coto al parlamentarismo y al centralismo, se puede considerar como único medio actual de establecer la responsabilidad de los legisladores, la duración de los periodos legislativos.
Éste, como todo punto de doctrina en que confluyen dos objetos diferentes, ofrece tantas dificultades teóricas como prácticas. De estas últimas daremos cuenta después, al mencionar y discutir la fijación de períodos legislativos en la Unión americana y en la Unión argentina. Ahora hagamos frente a las dificultades teóricas que ofrece el considerar la duración de los períodos legislativos como medio de responsabilidad de los funcionarios de ese poder.
Al tratar de establecer el tiempo durante el cual ha de funcionar un Cuerpo legislador, el constitucionalista ha de tener presente dos objetos contradictorios: uno, hacer permanente la función y alternativo el funcionario; otro, mantener siempre cerca del elector al elegido, de modo que no se debilite la influencia mandante sobre el mandatario ni la responsabilidad moral del mandatario ante el mandante.
Ahora, como el primer propósito contrariaba el segundo, las constituciones más fieles al sistema en que se fundan se han contentado con hacer el período legislativo todo lo breve que han creído compatible con el fin de la función, fijando períodos de uno, dos, tres años, hasta siete, período legislativo de la Cámara baja en Inglaterra, que es el más largo.
A no dudarlo, en el caso de los legisladores como en el de los ejecutores de la ley, la brevedad del período funcional es una garantía de responsabilidad, y en dos sentidos: en el del tiempo, porque la alternabilidad frecuente es una admonición, y en caso de torpes designios) una amenaza; en el sentido del propósito, porque los períodos cortos hacen más próxima y efectiva la dependencia del elegido con respecto al elector que, cuando menos, puede castigarlo no reeligiéndolo para la misma función, si es reelegible, o no eligiéndolo para ninguna otra, si se presenta a pedirle su sufragio. Pero, en cambio, lo que tienen de bueno para la responsabilidad, lo tienen de malo esos períodos breves para la regularidad y seguridad de las funciones del poder. No así, cuando se arbitra el sapientísimo medio establecido por la Constitución federal de los Estados Unidos, y adoptado y también sabiamente ampliado por la Constitución federal de la República Argentina. Mas no aceptado ese arbitrio, como generalmente no lo ha sido, el riesgo de la irresponsabilidad del funcionario es igual al riesgo de la irregularidad de la función.
Para evitar ambos riesgos, ¿qué se ha de hacer, qué ha de aconsejar la ciencia que se haga?
Convirtiendo en teoría la práctica adoptada en las constituciones más fieles al sistema representativo, se responderá: combinar la periodicidad del funcionario con la permanencia de la función.
Cómo lo hicieron lo constituyentes americanos, aun antes de que el problema constitucional que resolvían fuera un problema o se hubiera presentado como tal a los filósofos políticos, es lo que vamos a decir, con lo cual diremos también cómo se han allanado las dificultades prácticas que ofrecía la fijación de los períodos legislativos.
La Constitución americana fija un período legislativo de dos años para la Cámara de Representantes, y uno de seis para la de Senadores; pero en tanto que manda la renovación total, cada dos años, del primer órgano legislativo, preceptúa la renovación bienal del Senado por tercios.
La Constitución argentina, ampliando y completando la idea de los constituyentes americanos, ha establecido un período de cuatro años para la Cámara de Representantes, y de nueve para la de Senadores, preceptuando la renovación para una y otra.
Detengámonos un momento u reflexionar en la sabiduría y trascendencia de esta innovación introducida por los constituyentes de la gran Federación en la organización legislativa, y digamos después las ventajas o desventajas de la ampliación hecha por los constituyentes argentinos.
Ante todo, puesto que el único medio actual de establecer la responsabilidad legislativa consiste en establecer períodos breves, y para que éstos no dañen a la regularidad de la función legislativa, es necesario que, renovándose periódicamente, sean, sin embargo, permanentes los órganos de la legislación, fue sapientísimo arbitrio el de la renovación periódica. De ese modo, haciendo más efectiva la función, se hace más responsable al funcionario.
Es verdad que la Constitución federal no provee por igual a esta necesidad de conciliar la duración con la permanencia y ambas con la responsabilidad, pues mientras preceptúa la renovación para el Senado, la descuida para la Cámara; pero no fallaron razones en pro de esa inconsecuencia, y vamos a pesarlas. “La intención de los autores de la Constitución ― dice Calvin Townsend, en su excelente, Análisis del Gobierno civil ― era que el Senado fuera un cuerpo muy más grave, considerable y aristocrático que la Cámara.” Y como este propósito, y “las prerrogativas que le concedieron, así como los deberes que le impusieron, hacían indispensable que el Senado fuera permanente, hubo unanimidad de opinión en la Convención constituyente en cuanto a la conveniencia de hacer del Senado un cuerpo perpetuo.”
Dado el propósito de diferenciar uno de otro órgano legislativo, así como en la organización del Senado buscaron más la permanencia que la responsabilidad, así en la organización de la otra Cámara se inclinaron más a la responsabilidad que a la permanencia. En cierto modo tenían razón para establecer la diferencia, puesto que podrían confiar en que la ya estatuida en la manera de elegir representantes y senadores daría por resultado la responsabilidad de los primeros y de los segundos: de éstos, porque elegidos de las varias Legislaturas, más estrechamente responsables que el cuerpo electoral, quedaban sometidos al interés que ellas tendrían de escoger los hombres más responsables y más dignos; de los primeros, porque renovándose cada dos años, quedaban frente a frente del cuerpo electoral. Parecía, en consecuencia, que lo más urgente era asegurar la continuidad de aquel de los Cuerpos legislativos al cual habían atribuido más deberes al concederle mayores facultades.
Pero aquí se presenta la cuestión, no según intereses prácticos la resolvieron, sino según la plantea el interés doctrinal. Los Cuerpos legislativos ¿corresponden a funciones permanentes del poder social, o a operaciones periódicas que cesan tan pronto como ha sido satisfecha la necesidad que las motivó? Si lo primero, la misma urgencia que había para hacer, por medio de la renovación periódica, órgano perpetuo al Senado, la había para que la Cámara de representantes fuera también un órgano permanente. Si lo segundo, la misma necesidad de hacer responsables a los representantes, sometiéndolos con frecuencia al juicio de sus electores, la había para que los Senadores estuvieran frecuentemente al alcance de las Legislaturas que habían de elegirlos.
Doctrinalmente considerada la cuestión del período legislativo, es indudable que, no pudiendo ni debiendo los legisladores ser funcionarios permanentes, ante todo, porque son electivos, y después, porque la función de legislar reclama un íntimo contacto con la Sociedad en general y con el cuerpo electoral en particular, puesto que la una inspira la necesidad y el otro motiva la conveniencia de la ley, es indispensable renovarla con frecuencia; pero como no es menos indudable que la función legislativa es continua y permanente, es asimismo indispensable que el órgano legislativo, singular o múltiple, esté permanentemente en posibilidad de reasumir sus operaciones y tenga la solidaridad de actos que debe ser característica de las funciones sociales como lo es de las fisiológicas.
No hay, para conciliar esta oposición, otro medio que el sabiamente concebido, pero incompletamente aplicado por los fundadores de la Unión americana, y que consiste en renovar por tercios, cada dos años, el cuerpo legislativo. De esa ingeniosa manera se consigue que el legislador, pendiente siempre de la renovación, lo esté también del elector y de la responsabilidad contraída con él, y que el órgano continúe sin cesar en sus operaciones, puesto que siempre se reconstituye sobre la base de operadores ya probados.
Mas como los que ingeniaron este arbitrio no lo subordinaban a una necesidad doctrinal, sino que lo buscaron con un fin práctico, el de dar al Senado una perdurabilidad que contribuyera a su mayor alteza, sólo aplicaron a la Cámara de senadores el procedimiento que debieron aplicar a los dos órganos legislativos.
Los argentinos, que han aplicado a sus dos Cámaras federales el mismo procedimiento de renovación parcial, cada dos años para la de diputados, cada tres para la de senadores, han sido más consecuentes y han completado el servicio que sus maestros empezaron a hacer a la ciencia de la organización jurídica.
Ante este servicio indiscutible, parece demasiado el discutir la modificación que, en cuanto al período legislativo, han fijado los constituyentes argentinos: ellos creyeron que el período de cuatro años para los representantes, y el de nueve para los senadores eran preferibles al de dos y cuatro, que respectivamente fija la constitución americana, y estatuyeron la renovación, por mitad, de la Cámara popular, y, por tercio, la del Senado, cada dos años la primera, cada tres la segunda.
Nosotros creemos razonada la modificación. Por lo que respecta a la permanencia, ya lo hemos dicho, tan necesaria es para uno como para otro órgano legislativo, puesto que ambos son órganos de la misma función permanente de poder; por lo que hace al término o período de los funcionarios, porque si alguna diferencia puede establecerse entre los mandatarios de la misma función es la que convenga a la especialidad de su mandato; y como esa especialidad está caracterizada por un período fisiológico, - edad y experiencia superiores en el senador, - se puede sin riesgo conceder un período más largo que el establecido por la Constitución americana.
Un término de nueve años para un Cuerpo legislativo que se renovara por entero al espirar el término, podría inspirar dudas y aun sospechas; pero como renovándose por tercios cada tres años, nunca, en un mismo período senatorial, serán los mismos individuos, y la simple modificación de personal bastará para llevar modificaciones de tendencia y opinión, la composición del Cuerpo cambiará periódicamente, y este cambio anulará la fuerza maligna del espíritu corporativo, que es la peligrosa y la temible.
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LECCIÓN LII
Facultades judiciales de los Cuerpos legislativos.
El sistema representativo, para ser lógico, ha de ser régimen de responsabilidades. Tanto valdría regirse por cualquier otro sistema de gobierno, si los delegados de la Soberanía hubieran de funcionar irresponsablemente. Recibir un mandato y contar de antemano con la impunidad de las infidelidades que en su desempeño puedan cometerse, desde muy temprano pareció inconsecuente a los representantes de las Comunes en Inglaterra, quienes concluyeron por hacerse reconocer el derecho de compeler a los funcionarios del Ejecutivo a presentarse ante la Cámara de los Lores a responder a las acusaciones que contra ellos entablase la Cámara popular.
De este modo, facultada esta última Cámara para acusar, y la Cámara alta para enjuiciar a los ministros y funcionarios acusados por aquélla, quedó establecida la justicia política que distribuye entre los dos Cuerpos colegisladores de Inglaterra las facultades judiciales que después, a imitación de Inglaterra, creyeron o incompatible con la judicatura común o más compatible con las facultades políticas del Parlamento, cuantas constituciones las han establecido.
La jurisdicción política del Cuerpo legislativo no está ni podía quedar exclusivamente limitada a contener los abusos de la delegación que puedan cometer los funcionarios ejecutivos y judiciales, sino que se extiende también a precaverá sus propios funcionarios. La facultad de apreciar los motivos que haya para procesar criminalmente a un representante legislativo y autorizar su entrega a los jueces comunes, “es un principio, - dice F. González, en su excelente tratado, - consagrado por la Constitución no escrita del pueblo británico, y se ha reputado siempre tan esencial para conservar la integridad e independencia del Cuerpo legislativo, que sin él podría éste ser completamente anulado o supeditado por los funcionarios del departamento ejecutivo o judicial.”
Con efecto: sometidos los legisladores a los procedimientos de la justicia común, podrían por ese solo hecho considerarse sometidos a los funcionarios ejecutivos, a quienes bastaría proveerse de una falsa denuncia o de una presunción de delito para deshacerse de los Representantes o Senadores que le incomodaran, sin por eso arrostrar responsabilidad alguna.
Para impedir esta indirecta usurpación, la Cámara baja de Inglaterra defendió enérgicamente contra Tudores, Estuardos, y aun contra la misma dinastía de Hanover, ― dice accidentalmente el mismo autor, ― la prerrogativa de examinar por sí misma la delincuencia y los motivos de enjuiciamiento de sus miembros.
Tan necesario antemural ha parecido éste para precaver de acechanzas del ejecutivo al legislativo, que es casi universal la adopción del principio en cuya virtud los cuerpos legisladores entienden en el conocimiento de la culpabilidad de sus miembros, no para enjuiciarlos, y mucho menos para imponerles la condigna pena, sino exclusivamente para autorizar la entrega del presunto reo a los tribunales ordinarios de justicia.
Las facultades judiciales de los órganos legislativos se refieren, pues, a la actividad política de la función que desempeñan, y sólo con este carácter y en este sentido deben aceptarse, pues de otro modo violarían el principio de la división de las funciones. Aun así, no son el órgano genuino de la Soberanía para establecer y calificar responsabilidades. Esta prerrogativa debería corresponder a un cuerpo completamente independiente de los vaivenes políticos, cuyo juez imparcial pudiera ser. El Cuerpo electoral, si efectivamente estuviera organizado, sería el órgano apropiado para establecer, calificar y hacer efectivas esas responsabilidades, puesto que ante él las habrían contraído directa y expresamente los funcionarios todos.
Tal como están hoy organizadas las funciones del poder social, el arbitrio menos peligroso que ha podido adoptarse es el consuetudinariamente establecido por Inglaterra y constitucionalmente preceptuado para la Unión americana.
He aquí lo que estatuyeron los constituyentes de la Democracia representativa:
Con respecto a los miembros del Congreso, cada una de las dos Cámaras tiene facultades legales positivas y suspensivas: positivas, para castigar las irregularidades y conducta desordenada de sus propios componentes durante las sesiones; suspensivas, para ponerlos fuera del alcance de la justicia durante la legislatura.
Con respecto a los primeros magistrados de la función ejecutiva, tiene la Cámara de Representantes el derecho de acusación, y el Senado la facultad de enjuiciamiento.
Con respecto a los funcionarios del orden administrativo y judicial, la misma facultad fiscal la Cámara, y el mismo derecho de enjuiciamiento el Senado.
La definición de estas facultades judiciales del Parlamento federal consta en el párrafo 5° de la sección 2°, en el párrafo 6°, sección 3° en el n° 2° de la quinta sección, y en el primero de la sexta.
«Sección 2°, párrafo 5°. La Cámara de Representantes» ... « tendrá derecho exclusivo de acusación. »
«Sección 3°, párrafo 6°. El Senado tendrá la facultad exclusiva de entender en todas las acusaciones. Cuando se reúna con ese propósito, lo hará bajo juramento o promesa. Cuando el enjuiciado sea el Presidente de los Estados Unidos, presidirá el Presidente de la Suprema Corte; y nadie será convicto a menos de reunirse dos tercios en la votación. »
«Sección 5°, párrafo 2°. Cada Cámara puede» ... «castigar a sus propios miembros por conducta desordenada, y reunidos dos tercios, expulsar un miembro,»
«Sección 6°, párrafo 1°. Senadores y Representantes» … «en todos los casos, menos en los de traición, felonía y rebelión, estarán exentos de encarcelamiento mientras dure la sesión de su respectiva Cámara, y al ir y venir.»
Los motivos que justifican las facultades legales positivas del Cuerpo legislativo, son obvios, y en todas partes le ha sido reconocido el derecho de castigar los extravíos de sus miembros en su recinto. Sin este poder, a veces sería imposible celebrar sesiones. Las asambleas numerosas, que suelen excitarse fácilmente, tienen siempre, entre sus componentes, algunos que hacen gala y oficio de escandalizadores, y siempre lograrían perturbar el orden si la Cámara de que forman parte no pudiera castigarlos. Inútiles serían los reglamentos interiores a no tenerse el poder de obligarlos a obedecer.
Uno de esos medios compulsivos es la expulsión, que es demasiado grave para dejarlo al arbitrio de mayorías arrogantes, y por eso se exige, para aplicarlo, un voto de dos tercios de la Cámara, número demasiado difícil de alcanzar a excepción de casos extraordinarios.
Las facultades legales suspensivas que tienen por objeto resguardar de acechanzas a las Cámaras legisladoras, se justifican con su propio objeto y han sido o conquistadas con deliberado esfuerzo por algunos parlamentos, o constitucionalmente reconocidas en casi todas partes. Según Blakstone, “es un privilegio de ambas Cámaras en el Parlamento británico, estatuido desde tiempo inmemorial”; según Townsend, “es un derecho reconocido en todos los Estados de la Unión americana”, que los legisladores no puedan ser arrestados o encarcelados sino por motivo criminal. El gran Jefferson decía: “Parecen absolutamente indispensables para el preciso ejercicio del poder legislativo en cualquiera nación que se jacta de tener una constitución libre, y no pueden cederse (esas facultades judiciales) sin poner en peligro las libertades públicas y la independencia personal de los legisladores.”
Y con efecto, el encarcelamiento de un legislador lo incapacitaría para cumplir con sus deberes funcionales, dejaría sin representante a sus electores, pondría en suspenso el interés público a que concurría, facilitaría las agresiones de un Ejecutivo hostil, paralizaría la confianza de los legisladores en su propia inmunidad, y tendría por secuela el quebrantamiento del equilibrio de funciones y poderes que asegura la independencia de los funcionarios legislativos. De aquí que estas facultades suspensivas se consideren, no tanto como un privilegio del legislador cuanto como un arma defensiva del órgano que desempeña la función legislativa.
De las facultades legales reconocidas en la Constitución americana a los Cuerpos colegisladores en los casos que afectan a los demás funcionarios ejecutivos, judiciales y administrativos. la más grave, la realmente esencial, pues de ella se derivan las del Senado, es la facultad que la Cámara popular o nacional tiene de iniciar y promover actos de acusación contra cualesquiera empleados públicos. Para hacer más característica la facultad, dispone la Constitución que basta la simple mayoría para decidir la acusación, en tanto que exige la mayoría de dos tercios al Senado para declarar la culpa y pena.
A los constituyentes y a los constitucionalistas norte americanos pareció y parece natural y oportuno que sea la Cámara de Representantes el Cuerpo fiscal y acusador, «por estar compuesto de representantes del pueblo, que se suponen mejor enterados del sentimiento público en sus respectivas localidades, que los Senadores».
Aun cuando menos esencial, en realidad, que la otorgada a los Representantes, la facultad de enjuiciar dada al Senado encontró una vivísima oposición en la Convención constituyente de 1786-87.
Uno de los mejores analistas de la” Constitución dice a este propósito:
Tres diferentes clases de opinión se manifestaron: “1° Que siendo el juicio por impeachment (acusación política) un proceso judicial, debía cometerse a la Suprema Corte u otro Tribunal letrado; 2° Que no era completamente judicial, y, en consecuencia, era preferible que entendiera en el enjuiciamiento la Suprema Corte, junto con otro Tribunal nombrado para el caso; 3° Que el juicio correspondía al Senado.”
Al fin prevaleció este último: dictamen, en consideración: 1° A que el enjuiciamiento, así como la acusación, se refiere exclusivamente a funcionarios políticos; 2° A que el juicio político no excluye el judicial que pueda originar; 3° A que, según el precepto constitucional que había de corroborar esta facultad y que en efecto corroboró en el párrafo siguiente, la reduce a estos límites: “El fallo por acusación no se extenderá más que a la destitución del empleo J a incapacitar para el desempeño de cargos honoríficos, de honra y provecho, bajo el Gobierno de los Estados Unidos, quedando el convicto, si ha lugar, sujeto a la ley común para su acusación, enjuiciamiento, sentencia y castigo”.
Cuando ejerce esa función judicial, el Senado procede como Tribunal, y de su sentencia no hay apelación.
Si el acusado es el Presidente de la República, preside el Chief Justice o presidente de la Suprema Corte.
A dos motivos se atribuye esta resolución : el primero, que siendo el Vicepresidente de la República el Presidente nato del Senado, podría, presidiéndolo en este caso, influir en contra de la razón y la justicia; el segundo, que debiendo el Presidente acusado retirarse de su puesto, mientras se le juzgara, el Vicepresidente había de ser sustituto. Esta última no pasa de ser opinión de un estadista americano, pues ni Constitución ni Congreso han previsto el caso.
Lo probable parece que, siendo el acusado la más alta personalidad política, convenía a la mayor solemnidad del enjuiciamiento, que lo dirigiera el más alto funcionario judicial.
El procedimiento establecido en los Estados Unidos, es el siguiente:
1° Entabla la acusación ante la Cámara de Representantes aquel de sus funcionarios que cree en la infidelidad de alguno de los empleados públicos, proponiendo el nombramiento de una comisión investigadora.
2° Se nombra la comisión, generalmente sin oposición, para que indague y dictamine, designando casi siempre para que la presida, al mismo proponente de ella, en la suposición de que tiene algún conocimiento del hecho que denuncia.
3° Si la comisión investigadora encuentra fundados los cargos y proceden te la acusación, presenta su informe a la Cámara, especificando los cargos y recomendando la acusación ante el Senado.
4° La Cámara examina el informe, discute el caso, y se procede a votación. Si ésta sostiene el dictamen, o éste no es retirado en debida forma, la Cámara nombra otra comisión encargada de especificar, en artículos, todos y cada uno de los cargos de la acusación; y cuando presenta su trabajo, la Cámara vota artículo por artículo.
5° La Cámara elige una comisión que ha de representarla ante el Senado.
Aquí acaban las facultades de la Cámara y empiezan las del Senado.
Cuando éste recibe de la comisión delegada por la Cámara los artículos de acusación, procede:
1° A lanzar un exhorto para llamar ante sí al acusado, en día y hora prefijados.
2° A notificarle, cuando el acusado se presenta, ya en persona, ya por medio de abogado, la acusación de que la Cámara le hace objeto, a darle copia del capítulo de cargos y a concederle plazo para su defensa.
3° Cuando, durante el plazo concedido, se presenta de .nuevo el acusado ante el Senado y contesta a los cargos, el comité delegado por la Cámara sostiene la acusación y se apronta a la prueba de los cargos.
4° Entonces fija el Senado el procedimiento, que es el mismo que se sigue por los más altos Tribunales.
5° Establecida la evidencia y concluido el proceso, cada Senador es nominalmente llamado a declararse por si o por no en pro o en contra de cada artículo. Si dos tercios de los Senadores presentes se declaran por la culpabilidad del acusado en todos o algunos de los cargos especificados, se pronuncia la sentencia.
Al pronunciarla, cada Senador contesta afirmativa o negativamente a esta primera pregunta: «¿Será destituido de su empleo el acusado?» La segunda pregunta a que ha de contestar, es : «¿ Se le incapacitará para cargos honoríficos, de honra y provecho bajo el Gobierno de los Estados Unidos?»
Y si la contestación reúne el número de afirmaciones requerido, la sentencia incluye las dos penas, y queda terminado el juicio.
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LECCIÓN LII
Facultades judiciales de los Cuerpos legislativos.
El sistema representativo, para ser lógico, ha de ser régimen de responsabilidades. Tanto valdría regirse por cualquier otro sistema de gobierno, si los delegados de la Soberanía hubieran de funcionar irresponsablemente. Recibir un mandato y contar de antemano con la impunidad de las infidelidades que en su desempeño puedan cometerse, desde muy temprano pareció inconsecuente a los representantes de las Comunes en Inglaterra, quienes concluyeron por hacerse reconocer el derecho de compeler a los funcionarios del Ejecutivo a presentarse ante la Cámara de los Lores a responder a las acusaciones que contra ellos entablase la Cámara popular.
De este modo, facultada esta última Cámara para acusar, y la Cámara alta para enjuiciar a los ministros y funcionarios acusados por aquélla, quedó establecida la justicia política que distribuye entre los dos Cuerpos colegisladores de Inglaterra las facultades judiciales que después, a imitación de Inglaterra, creyeron o incompatible con la judicatura común o más compatible con las facultades políticas del Parlamento, cuantas constituciones las han establecido.
La jurisdicción política del Cuerpo legislativo no está ni podía quedar exclusivamente limitada a contener los abusos de la delegación que puedan cometer los funcionarios ejecutivos y judiciales, sino que se extiende también a precaverá sus propios funcionarios. La facultad de apreciar los motivos que haya para procesar criminalmente a un representante legislativo y autorizar su entrega a los jueces comunes, “es un principio, - dice F. González, en su excelente tratado, - consagrado por la Constitución no escrita del pueblo británico, y se ha reputado siempre tan esencial para conservar la integridad e independencia del Cuerpo legislativo, que sin él podría éste ser completamente anulado o supeditado por los funcionarios del departamento ejecutivo o judicial.”
Con efecto: sometidos los legisladores a los procedimientos de la justicia común, podrían por ese solo hecho considerarse sometidos a los funcionarios ejecutivos, a quienes bastaría proveerse de una falsa denuncia o de una presunción de delito para deshacerse de los Representantes o Senadores que le incomodaran, sin por eso arrostrar responsabilidad alguna.
Para impedir esta indirecta usurpación, la Cámara baja de Inglaterra defendió enérgicamente contra Tudores, Estuardos, y aun contra la misma dinastía de Hanover, ― dice accidentalmente el mismo autor, ― la prerrogativa de examinar por sí misma la delincuencia y los motivos de enjuiciamiento de sus miembros.
Tan necesario antemural ha parecido éste para precaver de acechanzas del ejecutivo al legislativo, que es casi universal la adopción del principio en cuya virtud los cuerpos legisladores entienden en el conocimiento de la culpabilidad de sus miembros, no para enjuiciarlos, y mucho menos para imponerles la condigna pena, sino exclusivamente para autorizar la entrega del presunto reo a los tribunales ordinarios de justicia.
Las facultades judiciales de los órganos legislativos se refieren, pues, a la actividad política de la función que desempeñan, y sólo con este carácter y en este sentido deben aceptarse, pues de otro modo violarían el principio de la división de las funciones. Aun así, no son el órgano genuino de la Soberanía para establecer y calificar responsabilidades. Esta prerrogativa debería corresponder a un cuerpo completamente independiente de los vaivenes políticos, cuyo juez imparcial pudiera ser. El Cuerpo electoral, si efectivamente estuviera organizado, sería el órgano apropiado para establecer, calificar y hacer efectivas esas responsabilidades, puesto que ante él las habrían contraído directa y expresamente los funcionarios todos.
Tal como están hoy organizadas las funciones del poder social, el arbitrio menos peligroso que ha podido adoptarse es el consuetudinariamente establecido por Inglaterra y constitucionalmente preceptuado para la Unión americana.
He aquí lo que estatuyeron los constituyentes de la Democracia representativa:
Con respecto a los miembros del Congreso, cada una de las dos Cámaras tiene facultades legales positivas y suspensivas: positivas, para castigar las irregularidades y conducta desordenada de sus propios componentes durante las sesiones; suspensivas, para ponerlos fuera del alcance de la justicia durante la legislatura.
Con respecto a los primeros magistrados de la función ejecutiva, tiene la Cámara de Representantes el derecho de acusación, y el Senado la facultad de enjuiciamiento.
Con respecto a los funcionarios del orden administrativo y judicial, la misma facultad fiscal la Cámara, y el mismo derecho de enjuiciamiento el Senado.
La definición de estas facultades judiciales del Parlamento federal consta en el párrafo 5° de la sección 2°, en el párrafo 6°, sección 3° en el n° 2° de la quinta sección, y en el primero de la sexta.
«Sección 2°, párrafo 5°. La Cámara de Representantes» ... « tendrá derecho exclusivo de acusación. »
«Sección 3°, párrafo 6°. El Senado tendrá la facultad exclusiva de entender en todas las acusaciones. Cuando se reúna con ese propósito, lo hará bajo juramento o promesa. Cuando el enjuiciado sea el Presidente de los Estados Unidos, presidirá el Presidente de la Suprema Corte; y nadie será convicto a menos de reunirse dos tercios en la votación. »
«Sección 5°, párrafo 2°. Cada Cámara puede» ... «castigar a sus propios miembros por conducta desordenada, y reunidos dos tercios, expulsar un miembro,»
«Sección 6°, párrafo 1°. Senadores y Representantes» … «en todos los casos, menos en los de traición, felonía y rebelión, estarán exentos de encarcelamiento mientras dure la sesión de su respectiva Cámara, y al ir y venir.»
Los motivos que justifican las facultades legales positivas del Cuerpo legislativo, son obvios, y en todas partes le ha sido reconocido el derecho de castigar los extravíos de sus miembros en su recinto. Sin este poder, a veces sería imposible celebrar sesiones. Las asambleas numerosas, que suelen excitarse fácilmente, tienen siempre, entre sus componentes, algunos que hacen gala y oficio de escandalizadores, y siempre lograrían perturbar el orden si la Cámara de que forman parte no pudiera castigarlos. Inútiles serían los reglamentos interiores a no tenerse el poder de obligarlos a obedecer.
Uno de esos medios compulsivos es la expulsión, que es demasiado grave para dejarlo al arbitrio de mayorías arrogantes, y por eso se exige, para aplicarlo, un voto de dos tercios de la Cámara, número demasiado difícil de alcanzar a excepción de casos extraordinarios.
Las facultades legales suspensivas que tienen por objeto resguardar de acechanzas a las Cámaras legisladoras, se justifican con su propio objeto y han sido o conquistadas con deliberado esfuerzo por algunos parlamentos, o constitucionalmente reconocidas en casi todas partes. Según Blakstone, “es un privilegio de ambas Cámaras en el Parlamento británico, estatuido desde tiempo inmemorial”; según Townsend, “es un derecho reconocido en todos los Estados de la Unión americana”, que los legisladores no puedan ser arrestados o encarcelados sino por motivo criminal. El gran Jefferson decía: “Parecen absolutamente indispensables para el preciso ejercicio del poder legislativo en cualquiera nación que se jacta de tener una constitución libre, y no pueden cederse (esas facultades judiciales) sin poner en peligro las libertades públicas y la independencia personal de los legisladores.”
Y con efecto, el encarcelamiento de un legislador lo incapacitaría para cumplir con sus deberes funcionales, dejaría sin representante a sus electores, pondría en suspenso el interés público a que concurría, facilitaría las agresiones de un Ejecutivo hostil, paralizaría la confianza de los legisladores en su propia inmunidad, y tendría por secuela el quebrantamiento del equilibrio de funciones y poderes que asegura la independencia de los funcionarios legislativos. De aquí que estas facultades suspensivas se consideren, no tanto como un privilegio del legislador cuanto como un arma defensiva del órgano que desempeña la función legislativa.
De las facultades legales reconocidas en la Constitución americana a los Cuerpos colegisladores en los casos que afectan a los demás funcionarios ejecutivos, judiciales y administrativos. la más grave, la realmente esencial, pues de ella se derivan las del Senado, es la facultad que la Cámara popular o nacional tiene de iniciar y promover actos de acusación contra cualesquiera empleados públicos. Para hacer más característica la facultad, dispone la Constitución que basta la simple mayoría para decidir la acusación, en tanto que exige la mayoría de dos tercios al Senado para declarar la culpa y pena.
A los constituyentes y a los constitucionalistas norte americanos pareció y parece natural y oportuno que sea la Cámara de Representantes el Cuerpo fiscal y acusador, «por estar compuesto de representantes del pueblo, que se suponen mejor enterados del sentimiento público en sus respectivas localidades, que los Senadores».
Aun cuando menos esencial, en realidad, que la otorgada a los Representantes, la facultad de enjuiciar dada al Senado encontró una vivísima oposición en la Convención constituyente de 1786-87.
Uno de los mejores analistas de la” Constitución dice a este propósito:
Tres diferentes clases de opinión se manifestaron: “1° Que siendo el juicio por impeachment (acusación política) un proceso judicial, debía cometerse a la Suprema Corte u otro Tribunal letrado; 2° Que no era completamente judicial, y, en consecuencia, era preferible que entendiera en el enjuiciamiento la Suprema Corte, junto con otro Tribunal nombrado para el caso; 3° Que el juicio correspondía al Senado.”
Al fin prevaleció este último: dictamen, en consideración: 1° A que el enjuiciamiento, así como la acusación, se refiere exclusivamente a funcionarios políticos; 2° A que el juicio político no excluye el judicial que pueda originar; 3° A que, según el precepto constitucional que había de corroborar esta facultad y que en efecto corroboró en el párrafo siguiente, la reduce a estos límites: “El fallo por acusación no se extenderá más que a la destitución del empleo J a incapacitar para el desempeño de cargos honoríficos, de honra y provecho, bajo el Gobierno de los Estados Unidos, quedando el convicto, si ha lugar, sujeto a la ley común para su acusación, enjuiciamiento, sentencia y castigo”.
Cuando ejerce esa función judicial, el Senado procede como Tribunal, y de su sentencia no hay apelación.
Si el acusado es el Presidente de la República, preside el Chief Justice o presidente de la Suprema Corte.
A dos motivos se atribuye esta resolución : el primero, que siendo el Vicepresidente de la República el Presidente nato del Senado, podría, presidiéndolo en este caso, influir en contra de la razón y la justicia; el segundo, que debiendo el Presidente acusado retirarse de su puesto, mientras se le juzgara, el Vicepresidente había de ser sustituto. Esta última no pasa de ser opinión de un estadista americano, pues ni Constitución ni Congreso han previsto el caso.
Lo probable parece que, siendo el acusado la más alta personalidad política, convenía a la mayor solemnidad del enjuiciamiento, que lo dirigiera el más alto funcionario judicial.
El procedimiento establecido en los Estados Unidos, es el siguiente:
1° Entabla la acusación ante la Cámara de Representantes aquel de sus funcionarios que cree en la infidelidad de alguno de los empleados públicos, proponiendo el nombramiento de una comisión investigadora.
2° Se nombra la comisión, generalmente sin oposición, para que indague y dictamine, designando casi siempre para que la presida, al mismo proponente de ella, en la suposición de que tiene algún conocimiento del hecho que denuncia.
3° Si la comisión investigadora encuentra fundados los cargos y proceden te la acusación, presenta su informe a la Cámara, especificando los cargos y recomendando la acusación ante el Senado.
4° La Cámara examina el informe, discute el caso, y se procede a votación. Si ésta sostiene el dictamen, o éste no es retirado en debida forma, la Cámara nombra otra comisión encargada de especificar, en artículos, todos y cada uno de los cargos de la acusación; y cuando presenta su trabajo, la Cámara vota artículo por artículo.
5° La Cámara elige una comisión que ha de representarla ante el Senado.
Aquí acaban las facultades de la Cámara y empiezan las del Senado.
Cuando éste recibe de la comisión delegada por la Cámara los artículos de acusación, procede:
1° A lanzar un exhorto para llamar ante sí al acusado, en día y hora prefijados.
2° A notificarle, cuando el acusado se presenta, ya en persona, ya por medio de abogado, la acusación de que la Cámara le hace objeto, a darle copia del capítulo de cargos y a concederle plazo para su defensa.
3° Cuando, durante el plazo concedido, se presenta de .nuevo el acusado ante el Senado y contesta a los cargos, el comité delegado por la Cámara sostiene la acusación y se apronta a la prueba de los cargos.
4° Entonces fija el Senado el procedimiento, que es el mismo que se sigue por los más altos Tribunales.
5° Establecida la evidencia y concluido el proceso, cada Senador es nominalmente llamado a declararse por si o por no en pro o en contra de cada artículo. Si dos tercios de los Senadores presentes se declaran por la culpabilidad del acusado en todos o algunos de los cargos especificados, se pronuncia la sentencia.
Al pronunciarla, cada Senador contesta afirmativa o negativamente a esta primera pregunta: «¿Será destituido de su empleo el acusado?» La segunda pregunta a que ha de contestar, es : «¿ Se le incapacitará para cargos honoríficos, de honra y provecho bajo el Gobierno de los Estados Unidos?»
Y si la contestación reúne el número de afirmaciones requerido, la sentencia incluye las dos penas, y queda terminado el juicio.
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LECCIÓN LIII
Función ejecutiva. − Problemas resueltos y organización establecida por la Constitución federal de los Estados Unidos.
La función ejecutiva del poder social es la función de la voluntad social puesta en movimiento, interpretada y expresada por uno o varios individuos.
Definirla es encarecer la extraordinaria dificultad que se presenta al indagar los elementos que deben entrar en la organización de la función ejecutiva.
Problema ha sido éste en ya resolución han escollado las organizaciones políticas más sólidas, que ha suspendido el ánimo de los más profundos constitucionalistas y absorbido la atención de los constituyentes que más escrupulosamente han despejado, punto por punto, todas las incógnitas de la organización jurídica. Para resolverlo, o intentar resolverlo, apliquemos el método de confrontación que generalmente hemos aplicado y que nos obliga a exponer primero los hechos y los comentarios de los hechos, y después las condiciones intrínsecas o naturaleza misma del problema: confrontados entonces los hechos con la doctrina, se nos dará la solución.
Los hechos relacionados con la organización de la función ejecutiva se reducen, para nosotros, a lo establecido por los constituyentes de la Democracia representativa.
He aquí cómo resolvieron el problema:
1° Declararon singular o individual la función ejecutiva; 2° La redujeron a un período de 4 años, capaz de prolongarse por reelección; 3° La sometieron a una elección gradual, generalmente popular en su primer grado, por medio de electores en el segundo; 4° La hicieron responsable; 5° La hicieron independiente de la función legislativa; 6° Le atribuyeron facultades u operaciones bien definidas, tanto de carácter militar como civil, administrativo como diplomático, y la sujetaron a. deberes muy precisos.
Esta solución del problema general de organización ejecutiva incluye todos los problemas parciales, así el relativo a la unidad como a la energía, a la independencia como a la responsabilidad, a la fuerza como a la rapidez de ejecución ..
Pero el problema no llegó a resolverse sin larga, ardiente, apasionada y escabrosa discusión. “Apenas, dice Hamilton, hay parte alguna del sistema de gobierno cuyo arreglo costara mayor dificultad, y no hay ninguno que haya sido atacado con menos sinceridad o criticado con menos sensatez.”
Según nos dice Townsend, “asunto fue de largo y animado debate en la Convención que formó la Constitución el decidir si este departamento (el ejecutivo) había de ser puesto en manos de uno o en las de varios. Ningún punto fue tan discutido en aquel cuerpo. Se sostenía que el modo más seguro de hacer enérgico el ejecutivo era hacerlo uno, pero que la sabiduría resultaría mejor de la pluralidad, y que esta última inspiraría probablemente más confianza al pueblo.”
No menos debatido punto fue el de los medios de conseguir que el departamento ejecutivo fuera enérgico en sus actos, pues no era corta ni poco importante la porción de constituyentes que o desconocían esa como una de las condiciones esenciales de la función ejecutiva, o movidos por temeroso patriotismo, todo lo querían menos energía en .el ejecutor de sus leyes. Así era tanta la copia de argumentos dentro de la Convención, y tan deliberado el apoyo que, fuera de ella, prestaba el Federalista a los sustentadores de la doctrina positiva. Dentro, en la Convención, se sostenía que, para darle unidad, se había de dar energía a la ejecución; fuera, en el Federalista, se resumía en las siguientes sentencias cuanto había que decir y han dicho después Story y los más concienzudos comentadores de la Constitución americana: “La energía en el Ejecutivo es una condición indispensable en la definición del buen gobierno, pues que el deber de este departamento es proveer a que las leyes sean pronta y fielmente ejecutadas. Un Ejecutivo débil implica una débil ejecución; no es más que un sobrenombre de mala ejecución; y un gobierno mal ejecutado, sea en teoría lo que fuere, tiene en la práctica que ser un mal gobierno.”
De aquí, con razón, deducían los argumentos que hubieron de aducir para probar que unidad y energía eran garantes de responsabilidad y prontitud de ejecución, argumentos que Kent y Townsend han resumido. el uno en sus Comentarios, el otro en su Análisis, diciendo: “Como la prerrogativa está limitada a la fiel ejecución de las leyes, después que hayan sido sancionadas y promulgadas, indudablemente era más juicioso que el poder ejecutivo recayera en una sola persona, porque así es más fuerte su responsabilidad y no deja a su discreción el apreciar la sabiduría y practicabilidad de la ley, pues lo una vez declarado ley, con todas las precauciones prescritas por la Constitución, tiene que recibir pronta obediencia.”
Estos problemas de la unidad y la energía de la función ejecutiva fueron tanto más afanosamente planteados, discutidos, puestos y repuestos a la consideración de la Asamblea constituyente, cuanto que, bajo la Confederación que se trataba de sustituir con el gobierno federal, no había Presidente ni funcionario alguno que asumiera la representación personal de la función ejecutiva: había, como en la actual Confederación helvética ha quedado subsistente, un Consejo de trece, que representaban los trece Estados primitivos y que sólo funcionaba durante el receso del Congreso, que era el verdadero funcionario ejecutivo. En cuanto a la energía, la falta completa de esta condición fue principalmente lo que dio origen a la Convención constitucional, y por medio de ella, a la Constitución federal.
Si muy argüidas y redargüidas fueron las consideraciones que prevalecieron en la adopción de los artículos constitucionales que fijan la unidad, energía y prontitud del Ejecutivo, no menos discutidas fueron las opiniones, en punto a la duración que había de darse al ejercicio de la función ejecutiva.
Había quién estuviera por un término de un año, y quién por un término de vida; unos querían un período ejecutivo que durara cuanto el buen comportamiento oficial (good behavior) del funcionario elegido. El período de tres años, el de cinco, que ha adoptado Chile, el de seis, adoptado por la República Argentina, el de siete, que se hizo necesario para la República Francesa; en suma, cuantos períodos de duración se habían puesto a prueba en Roma, en Esparta, en Atenas, y habían de probarse con el advenimiento de la República en el Nuevo Continente y en el Viejo, tantos se propusieron.
Por fin, y sólo merced a uno de los muchos compromisos que tantas divergencias arreglaron en aquella Convención constitucional, cuya historia es casi tan admirable como la obra monumental que produjo, se convino en que el término presidencial o período ejecutivo fuera de cuatro años, con derecho a reelección. Así conciliaron la inmensa dificultad de tener un Ejecutivo suficientemente breve para estar siempre al alcance de los electores, y suficientemente largo para que pudiera en él iniciarse, empezar a realizarse y a veces asegurarse por completo, un plan de administración, un propósito político, o una obra de trascendencia nacional.
Ya varias veces hemos mencionado el modo de elección presidencial y la enmienda de la Constitución americana que estableció el quo consideramos admirable arbitrio electoral, por más que, según se practica hoy en los Estados Unidos, justifica las censuras de muchos tratadistas y estadistas americanos y europeos.
Después de establecer el modo de hacer la elección, la primera ley americana pasa a fijar el modo de hacer responsable la función ejecutiva.
Al tratar de las facultades judiciales del cuerpo legislativo, hemos expuesto los medios que aplicaron, los procedimientos que preestablecieron, los motivos a que obedecían y las divergencias de opinión que tuvieron los convencionales constituyentes al deliberar acerca de la responsabilidad ejecutiva.
Después, para consumar la organización de lo que llama departamento ejecutivo, define sus poderes y deberes. Enumera los primeros:
El Presidente es comandante en jefe del ejército y armada de los Estados Unidos y de la milicia de los varios Estados cuando es llamada a servicio activo;
Puede reclamar de los directores de oficinas o negociados del departamento ejecutivo, informe escrito acerca de cualesquiera asuntos relacionados con sus deberes;
Puede conceder indultos y perdones por ofensas a los Estados Unidos, excepto en casos de acusación y enjuiciamiento por el Cuerpo legislativo;
Puede, por y con dictamen y anuencia del Senado, si concurren sus dos tercios, hacer tratados;
Puede, por y con dictamen y anuencia del Senado, nombrar: 1°, Embajadores, otros ministros públicos, y cónsules; 2°, Jueces de la Suprema Corte; 3°, Todos los empleados de los Estados Unidos a cuyo nombramiento no ha proveído de otro modo la Constitución, y que la ley establezca;
Puede llenar cuantas vacantes acontezcan durante el receso del Senado, dando comisiones que espirarán al término de la próxima legislatura del Senado;
Puede, en ocasiones extraordinarias, convocar una de ambas Cámaras o ambas; y en caso de que difieran respecto al tiempo de prórroga, puede prorrogar.
Hasta aquí los poderes; ahora los deberes:
El Presidente debe, de tiempo en tiempo, informar del estado de la Unión al Congreso y recomendarle las medidas que crea necesarias y oportunas;
Debe recibir embajadores y ministros públicos;
Debe cuidar de que las leyes se ejecuten fielmente;
Debe extender los nombramientos por comisión. Esta delimitación de poderes y deberes que, en la constitución de las funciones ejecutivas, es el más grave y más difícil de todos los problemas, fue, sin embargo, el que menos divergencias y apasionamientos excitó en la Convención. Será, no obstante, el que nosotros planteemos con más cuidado y trataremos de resolver con más convicción de su profunda trascendencia.
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LECCION LIV
Función ejecutiva. − Problemas que han de resolverse para organizarla. − Unidad. − Energía. − Rapidez. − Responsabilidad. − Independencia.
Al analizar la naturaleza del poder, encontramos en todo acto suyo un momento exclusivamente volitivo; es decir, un momento en el cual la voluntad opera y funciona con exclusión de toda otra actividad o fuerza. A no dudarlo, ese acto va precedido de dos y subseguido de uno, siendo todos ellos juntos los que efectivamente constituyen el poder; pero la realización, la ejecución, el hecho mismo del poder, es acto de voluntad.
Esto, que es así en todos los casos individuales de poder, con igual razón lo es en los casos colectivos o sociales. Lícito es decir que, en los casos de poder social, la ejecución es todavía más exclusivamente volitiva, porque entonces se manifiestan con más separación los agentes o elementos psicológicos del poder, En efecto, cuando éste es individual, sus varios momentos son tan rápidos, que a veces no cabe diferencia analítica entre ellos, y apenas puede el análisis, si las descubre, mostrarlas y demostrarlas. En el poder social, al contrario, siempre, por rápido que sea, es decir por indisciplinado y arbitrario que se muestre, se manifiestan los varios momentos en que alternativamente funcionan los diversos agentes que lo constituyen.
Esto es tan positivo, que la llamada división de poderes no ha tenido en la historia otro origen que la separación experimental de sus funciones y la observación de que, separadas doctrinal y legalmente, habían de ser más ordenadas y beneficiosas que lo eran confundidas.
Es, pues, tanto en el social como en el individual, acto de voluntad el momento ejecutivo del poder.
Siendo acto de voluntad, en la naturaleza de esta fuerza psicológica es en donde tendremos la probabilidad de descubrir las condiciones intrínsecas de la función ejecutiva.
¿Y cuál es la naturaleza de la voluntad, si no es aquel conjunto de propiedades morales que caracterizan de un modo peculiar todos los actos humanos, señalándolos invariablemente con el mismo carácter de singularidad, fuerza, presteza y responsabilidad? Ejecutora de las decisiones de la razón, la voluntad está subordinada expresamente a la razón, porque la naturaleza no ha tratado de que la voluntad pueda y haga todo lo que quiere, sino todo lo que, bajo el régimen de la razón, se conoce que se puede, y bajo el ascendiente de la conciencia, se debe hacer.
Por su misma naturaleza, pues, la voluntad está subordinada a la razón y la conciencia, y no debe querer ni poder más que lo posible según el dictamen de la razón y la ley de la conciencia.
Ahora bien: una vez reconocida la relación de dependencia en que ha de funcionar la voluntad, y en que de hecho funciona toda voluntad, a no ser perversa, es necesario reconocer también que, ejecutiva como es de las determinaciones a que está subordinada, requiere, para cumplirlas o realizarlas o ejecutarlas, tener como propiedades naturales, sin las cuales no ejecutaría, todas aquellas condiciones necesarias para que el acto concuerde con la determinación. Por eso están todos los actos de voluntad caracterizados, como propiedades peculiarmente distintivas de la voluntad, por la unidad, la fuerza, la presteza y la responsabilidad. Si algunas de esas propiedades falta en el acto es, sin duda ninguna, porque la voluntad no ha obrado libremente o porque ha sido contenida en el momento de la acción o porque está debilitada por alguna fuerza extraña, ya accidental, ya sistemática.
En cualquiera de esos casos, y por cualquiera que sea el motivo, el acto es imperfecto; y siéndolo, o es insuficiente para la determinación que lo suscita, o es malo para el propósito de la razón y la conciencia al decidirlo. Por lo tanto, para que la voluntad funcione según la naturaleza, y para que la ejecución que le está encomendada corresponda al principio que la determina y al fin que se propone, es necesario que la voluntad opere libremente.
Siendo, por tanto, naturaleza de la voluntad: 1° su dependencia orgánica de la razón y la conciencia; 2° un conjunto de propiedades morales que concurren en el acto de poder: 3° la unidad, la fuerza, la presteza y la responsabilidad del acto; 4° la libertad de acción, o lo que es lo mismo, la independencia funcional de la voluntad, y no siendo la ejecución otra cosa que el momento en que funciona por sí sola la voluntad, es patente que la ejecución conllevará por naturaleza, y deberá contener por fuerza lógica, todas las propiedades, caracteres y condiciones esenciales del agente psicológico de donde emana. Por lo tanto, también, distinguidas y separadas unas de otras las funciones del poder, la función ejecutiva, que es la función de la voluntad social, puesta en movimiento, interpretada y expresada por uno o varios individuos, habrá de contener por fuerza lógica, y de conllevar por naturaleza, todas y cada una de las condiciones esenciales a la ejecución puntual y suficiente.
Si ahora aplicamos esta doctrina u la solución de los problemas que presenta la organización de la función ejecutiva, tendremos doctrinalmente resueltos de una vez todos los que a primera vista se presentan, y son los relativos a la unidad o singularidad, a la energía o fuerza, a la presteza o prontitud, a la responsabilidad y a la independencia de la función ejecutiva. Y diremos sin vacilar que debe ser una, enérgica, pronta, responsable e independiente.
Más como hemos de fundar la organización ejecutiva en los caracteres naturales de la función de poder a que se refiere, importa el análisis parcial que vamos a hacer de cada uno de ellos para mostrar su congruencia con la doctrina que acabamos de establecer.
UNIDAD DE LA FUNCIÓN EJECUTIVA. − Aun siendo lógico, podría no ser conveniente el poner a disposición de un solo hombre la ejecución de las leyes y la aplicación de actos oportunos a las resoluciones tomadas por el órgano legislativo. Varios ejecutores de la ley reunirían más sabiduría y más prudencia.
La objeción es inexacta: varios ejecutores de la ley no harían más sabia ni más prudente la ejecución; no más prudente, porque esta rara virtud está en razón inversa de la irresponsabilidad, menos prudencia cuanta más irresponsabilidad, y la responsabilidad es ilusoria en toda ejecución de que responden muchos; no tampoco más sabia, porque el género de sabiduría que conviene al acto no es el que resulta de la reunión de luces, sino de lo que podríamos llamar el « ojo volitivo o ejecutivo, » pronta percepción de la oportunidad del acto, que nunca se da simultáneamente en una corporación. De ahí, para sólo citar dos casos igualmente funestos para la libertad y la moral, Augusto en el último triunvirato de la República romana, s Napoleón Bonaparte en el último, también, de la Revolución francesa. De ahí, siempre y necesariamente, el predominio decisivo de uno solo en un ejecutivo de muchos.
Por otra parte, como veremos al tratar de la organización de la función ejecutiva, la unidad que requiere su ejercicio no excluye la pluralidad de los funcionarios necesarios para que todas las operaciones que componen la función se realicen oportuna Y, separadamente, pero subordinadas, como en todo procedimiento funcional de la naturaleza, al propósito mismo de la función.
ENERGÍA, RAPIDEZ, RESPONSABILIDAD E INDEPENDENCIA DE LA FUNCIÓN EJECUTIVA. − Pero lo que en realidad decide en favor de la unidad del funcionar ejecutivo es la naturaleza del agente moral, - la voluntad, - que opera en este momento del poder. La voluntad, por sí misma, es enérgica, rápida y completamente libre en la esfera de su responsabilidad. Para que manifieste y conserve su energía, tiene que proceder, por sí sola; para que sea rápida, ha de ser una; para que sea responsable, ha de ser libre; para que sea libre ha de ser indivisa, individual, una sola, ella sola, la fuerza produciendo el acto, la causa manifiesta del efecto. Así concatenadas sus operaciones, funciona normalmente; interrumpidas o fraccionadas las operaciones, la función es anormal.
Los caracteres de la voluntad han de patentizarse en la ejecución. Y los de la función que a ésta corresponde, en el funcionario.
Los inconvenientes experimentales que tiene el ejercicio de la función ejecutiva por un solo hombre han sido y seguirán siendo funestos en todos los gobiernos personales, ya sean confusas autocracias, ya hipócritas monarquías constitucionales, ya dolosos gobiernos populares. Pero, en primer lugar, no han sido menos funestos los ejecutivos plurales, empezando y acabando por el único entre todos ellos cuyo origen convencional, el ejecutivo de los trece en la confederación de los trece Estados primitivos de la Unión Americana, lo hacia necesario, y cuyo profundo, ejemplar y sincero patriotismo lo excusan de su debilidad por la falta misma de unidad, y de sus errores por los móviles elevados que tenia. En segundo lugar, si la unidad de ejecutivo es perniciosa, la causa es o personal u orgánica. Personal, cuando el elegido no merece la elección. Orgánica, cuando la delimitación de facultades, operaciones o atribuciones es confusa o deficiente. Si la causa el personal, el primer responsable es el elector; y tiene entonces el gobierno que merece, porque la Sociedad ha abandonado sus derechos, abandonando de paso sus deberes. Si la causa es orgánica, el responsable verdadero es el legislador que no ha sabido organizar las funciones del poder social de modo que, teniendo cada una de ellas su esfera de acción propia, concurran conjuntamente al fin general del organismo.
Siempre que la organización electoral de motivo a manifestaciones de corrupción social, es posible que el representante de la voluntad colectiva corresponda a ella. Siempre que la organización de la misma función ejecutiva sea confusa o deficiente, es probable que los encargados de sus operaciones, yerren por exceso o por defecto de ejecución.
El mal, pues, que con razón se ha tratado de precaver ensayando medios para evitar que abuse de su delegación el individuo o la corporación encargada de ejecutar las leyes, no está en la unidad de ejecución, sino en la falta de coherencia entre las partes que componen el sistema representativo.
Los órganos de este sistema de gobierno, llamados como son a producir un mismo resultado final, han de servir para operaciones y funciones que efectivamente concurran al fin general y que en modo alguno obsten las unas a las otras. Si la función electoral es insuficiente, o defectivas las funciones legislativa y judicial, necesariamente ha de ser excesiva la función ejecutiva. Si ésta, al contrario, es deficiente, y excesiva la función legislativa, también es necesario que resulte defectuoso el sistema ele gobierno a que concurren ambas. Y en éste, como en el otro caso, en vez de apropiarse el funcionario a la función, ésta quedará subordinada a aquél, y ya con un solo responsable, ya con varios, el ejecutivo singular o plural dará el mismo resultado contrario al sistema de representación.
El resultado sólo puede ser favorable cuando las partes todas del sistema están ligadas y subordinadas por el objeto mismo del sistema. Entonces, lo urgente es establecer la responsabilidad de todos y cada uno de los funcionarios en quienes se delegan las facultades que la Sociedad no puede hacer efectivas por sí misma.
Y como, tratándose de las facultades ejecutivas, la responsabilidad está íntimamente relacionada con la unidad, la energía, la rapidez y la independencia de la ejecución, es evidente que la función ejecutiva, para ser como debe, enérgica, rápida, independiente y responsable, ha de ser ejercida por un solo individuo.
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LECCIÓN LV
Otros problemas de la organización ejecutiva. − Elección. - Duración. − Modo de elección.
Una función como la ejecutiva, que representa la voluntad social en acción, no podía quedar fuera del principio de representación en que está fundada la democracia representativa, ni por encima del derecho de delegación que ella tiene necesidad de hacer efectivo.
Delegar todas las demás funciones de la Soberanía y reconocer en alguien el poder de realizar por sí mismo la voluntad social, tanto es como declararla irresponsable. Declarar esa irresponsabilidad equivale a falsear, corromper y destruir por su base el mismo sistema representativo. Lo que éste quiere fundamentalmente es inculcar en la mente de los asociados la idea de que el sumo poder, la Soberanía, es de la Sociedad entera, y la idea de que las funciones de poder que ella no ejercita, porque no puede ejercitarlas, se transmiten expresa, condicional y temporalmente: de un modo expreso, delegando por medio de elección; de un modo condicional, haciendo responder de su ejercicio; de un modo temporal, haciendo alternativo el ejercicio.
Desde el momento en que una excepción cualquiera a la ley de ese principio debilita en la mente de los asociados la idea que les inculca el sistema representativo, ya el sistema flaquea, se corrompe y se destruye. He ahí por qué, al ver sus deficiencias actuales, lo considera la lógica tan incompleto.
Pero si lo considera incompleto, porque aun lo hacen muy imperfecto, entre otras inconsecuencias, la organización no electiva de la función judicial y las imperfecciones de la organización electoral, -la lógica consideraría embrionario un sistema de organización jurídica que, llamándose representativo, arrebatara arbitrariamente a la Soberanía la representación de su capacidad de hacer y ejecutar. Esa, que es la inconsecuencia consumada por la monarquía representativa, haría de la república un gobierno más vicioso que el monárquico, porque, a los vicios de éste, agregaría, no ya aquella hipócrita afectación que reclama de él su forzada composición de elementos populares y dinásticos, sino la aviesa hipocresía que hay en subsistir de lo mismo que práctica o activamente está negándose como fuente y origen de poder.
Esa aviesa hipocresía, que hace tan repugnantes a aquellas de nuestras Repúblicas en donde el jefe del Ejecutivo, con sólo olvidarse de su origen, mina las instituciones todas, sería más repulsiva aun si se intentara hacer compatible la democracia representativa con un funcionario ejecutivo no electivo. Establecer, o más exactamente, forzar esa compatibilidad absurda, equivaldría a restablecer cualquiera otra de las formas históricas de gobierno que como la monarquía parlamentaria, la que se llama representativa o la que se ha atrevido a llamarse democrática, está en Europa ofendiendo al sentido común y defendiéndose contra la enérgica irrupción de ideas de gobierno más sensatas.
Las hoy depuradas por el tiempo no tenían en su abono, al constituirse la democracia representativa en el norte del Nuevo Continente, la fuerza experimental que hoy les dan, ante la ciencia, el carácter de hechos comprobados, y arredraban a los mismos que querían ponerlas a prueba. De ahí la necesidad en que se vieron de discutir largamente, y debatir con tanta minuciosidad como acaloramiento, algunos problemas incidentales de organización que, en recta doctrina, se resuelven fundamentalmente, como el de la elección para la función ejecutiva, con los datos mismos del sistema.
Hoy no debería ya ser ese un problema para la ciencia constitucional: la elección es tan necesaria para organizar la función ejecutiva como para cualquiera otra función de poder social.
Mucho más problemático ha sido y sigue siendo el fijar un período ejecutivo que baste para el propósito concreto que, en cada evolución de la voluntad social, debe corresponder a su representante.
Si la actividad social fuera en todas partes tan discreta que no obedeciera a otros impulsos que los de la necesidad gobernada por la razón, podría no haber inconveniente en fijar períodos cronológicos en que, siguiendo los ejecutivos la marcha del tiempo, duraran los diez años, por ejemplo, que generalmente duran los períodos económicos bien definidos. Estos vaivenes fisiológicos de la Sociedad serían para la política, como son para la industria, mejor criterio que son hoy los tanteos de opinión, los pocos más o menos de la buena intención y la paciencia o la urgencia de las ambiciones personales.
Tomando éstas por guía, algunas repúblicas latinoamericanas han fijado un período ejecutivo de dos años. Ese brevísimo período no ha servido ni para calmar las ambiciones, que a veces van contaminadas de impúdica codicia, ni para hacer efectiva la responsabilidad. En cambio, la alternabilidad normal y la responsabilidad que se logran en los Estados Unidos con el período de cuatro años, no bastan para ocultar los inconvenientes que lleva consigo una tan frecuente interrupción de la marcha administrativa del Estado.
Acaso, de todos los periodos ejecutivos, el más racional es el de Chile. Cinco años que es allí el término presidencial, es un medio período económico y un período cronológico completo. No sujeto a reelección, como no lo está según una enmienda constitucional, la función ejecutiva concurre al principio o al fin de una evolución económica, puede contribuir a bien iniciarla o a bien reencaminarla, secunda o reforma para tiempo suficiente un plan de administración general, y llena por entero un filamento histórico de la vida nacional.
Pero si el lustro es el período ejecutivo que, entre los establecidos por las diversas constituciones del Nuevo Mundo, corresponde con más puntualidad a los propósitos que han de tenerse en cuenta al fijar la duración de la función ejecutiva, no puede erigirse en precepto científico ni siquiera aconsejarse como adecuado para cualquier estado social en cualquiera democracia. Todo, pues, lo que doctrinalmente puede preceptuarse con respecto a la duración de los funcionarios ejecutivos es que el tiempo de sus funciones sea tan corto como conviene a su responsabilidad, tan largo como importa a la regularidad administrativa, y tan frecuente como es necesario para que la alternación de funcionarios mantenga viva en la mente popular la idea de que el poder es de la Sociedad entera.
Por estar combinado con un problema electoral ha ofrecido y todavía ofrece dificultades el modo de elección más adecuado a la delegación ejecutiva. El mismo admirable arbitrio ingeniado por la enmienda XII de la Constitución federal de los Estados Unidos, que gradúa la elección de modo que a la vez influyen en ella los motivos generalmente afectivos de la masa electoral y los procedimientos armónicos y temperantes de la razón, no ha dado los frutos completamente sanos que anunciaba y que puede asegurarse está llamado a dar.
Según hemos visto, el sufragio universal no garantiza por sí mismo la verdad del voto, a no estar de tal manera tamizado por repetidas operaciones de elección que aseguren la concurrencia, en él, no sólo del cuerdo electoral en masa, sino de todas las opiniones, pareceres y circunstancias que puedan dividirlo. Aun así, no siempre es probable que de por resultado aquella unanimidad que se le pide, cuando el acto de delegación a que se le llama es de tanta trascendencia que reclama toda la fuerza de atención social, y de tanta complejidad que reclama el mayor discernimiento. Puede un cuerpo electoral, subdividido en las fracciones que corresponden a las subdivisiones regionales, designar atinadamente los hombres más capaces en cada región para pesar opiniones, pareceres y juicios relativos a otros hombres, y para contrapesar los errores, preocupaciones o prejuicios que puedan obstar a la elección del más digno; pero generalmente no puede, supeditado el juicio como está en las masas sociales a la pasión que las arrastra, designar por sí mismo verazmente y del modo más concienzudo cuál entre sus conciudadanos es el más adecuado, en un momento electoral cualquiera, para el desempeño de funciones tan vitales como son, por ejemplo, las de la voluntad social. Dejar, por tanto, la responsabilidad de esa designación al criterio menos cierto, precisamente por ser el más ingenuo, no es ya sólo una imprudencia, es también una mala adecuación de medio a fin. Si el fin es formar un juicio acerca de un hombre, el medio conducente no es atribuirlo a todos y cualesquiera hombres t sino a aquellos que tengan mayor capacidad intelectual y moral para formar el juicio. Quiénes han de ser y son esos capaces, puede y debe decirlo el sufragio universal; cuál es el digno de la delegación que se ha de hacer) decirlo sabrá el corto número de designados por el sufragio universal como capaces de decirlo.
Es verdad que ese procedimiento gradual, - sufragio en masa para designar electores, sufragio de electores para designar Presidente y Vicepresidente, - no ha dado en los Estados Unidos todo el feliz resultado que debía esperarse de esa discreta gradación; pero ha sido por cuatro motivos que puede y debe anular el desenvolvimiento progresivo y lógico de la democracia representativa.
El primer motivo es un vicio de organización administrativa que, desde Jefferson, empezó a minar la administración civil en la Unión americana.
El segundo motivo, dependiente del primero, fue la probabilidad de entrar en funciones administrativas que ofrecía a los intrigantes cada elección presidencial.
El tercer motivo es la insuficiencia, en la cantidad de hombres designada por la ley, para elegir esos dos primeros magistrados.
El cuarto motivo es inenmendable, irreparable, fatal, motivo humano.
Analicemos el primero. Organizada la administración civil, como lo está en todas partes, de modo que el funcionario es arbitraria hechura del primer funcionario ejecutivo, cada cambio de administración política lleva generalmente consigo un cambio de administración civil. Este es un mal tanto más grave cuanto que es una de las facultades menos disputadas al llamado poder ejecutivo. Bien está viendo el mal la sociedad americana cuando uno de los móviles que ha favorecido el triunfo de los demócratas en 1885 es la reforma del servicio civil. Cuando se realice la reforma, ya los intrigantes políticos (politicians), no tendrán el incentivo que hoy les ofrece cada elección presidencial. Y cuando, allí o en cualquiera otra República, la administración civil sea una carrera profesional a la cual no se llegue sin méritos reconocidos, y de la cual no se pueda salir sino por propia voluntad o por motivos legales exigibles y aducidos, ni allí ni en parte alguna podrá el jefe del ejecutivo sobornar con empleos o pagar con servicios públicos los privados que de sus parciales haya recibido.
Dependiendo del primero, el segundo motivo que ha concurrido a la ineficacia del modo gradual de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, queda analizado en el primero.
Pasemos al tercero. Preceptuando la Constitución que el número de electores de Presidente sea igual al de Representantes y Senadores de cada Estado, este cuerpo selecto de electores no es suficientemente numeroso: ofrece a la actividad de los intrigantes demasiado campo, y convendría duplicarlo, triplicarlo o cuadriplicarlo. En razón del múltiplo estaría la dificultad de sobornarlo y el aumento de garantías que ofrecería. Por eso procedieron con buen acuerdo los legisladores argentinos, al adoptar el mismo procedimiento de elección presidencial, duplicando el número de electores,
Entre todos estos motivos, el único que no puede repararse es el dependiente de la naturaleza humana. Los hombres, en todas partes, desde Arístides, que es el símbolo histórico de esa deformidad de nuestra naturaleza, se han mostrado sistemáticamente hostiles a toda exaltación, predominio del carácter; es decir, a todo reconocimiento y acatamiento de toda unión de virtudes intelectuales y morales en un hombre que lo hagan manifiestamente superior a los demás de su tiempo o del medio social en que se han desarrollado. Si algo tiene de verdad el mito bíblico que presenta en los dos primeros hermanos el sacrificio de la inocencia por la envidia, es la profundidad de juicio que desde tan temprano profetiza que lo más envidiado y lo más odiado por los hombres no será el saber, no tampoco el poder, sino el carácter.
Así, cuando hombres especialmente sobresalientes entre los suyos por la elevación y la pureza del carácter, como fueron Calhoun, Clay y Webster, en el primer período de desarrollo de la sociedad americana, o como fueron Seward, Seymour y Greeley, en el segundo, no pudieron llegar a la Presidencia de los Estados Unidos, y eran postergados a hombres inferiores, la culpa que Tocqueville, Laboulaye, F. González y cualesquiera otros pensadores atribuyen a vicio del procedimiento electoral, es culpa de un vicio radical de la naturaleza humana, no del modo de elección presidencial. Si, pues, Calhoun, Clay y Webster, que ellos citan, Seward, Seymour y Greeley, que nosotros citamos, no fueron Presidentes, el mal que para la Unión americana haya habido en esta derrota de los superiores por los inferiores, no es mal de la prudentísima gradación de votaciones para la primera magistratura, sino incurable mal de la naturaleza humana.
A veces, viendo cómo las democracias se desentienden de sus más honrosas individualidades para fijarse y entregarse a individuos de híbrido carácter moral e intelectual, se culpa también de esta torpeza de juicio al sistema de gobierno, y se afirma que es el gobierno de las medianías. Este es un juicio paradójico. De medianías, y hasta de las inferioridades más repelentes, puede ser gobierno la Democracia, como en casi todo el transcurso de su historia lo ha sido la Monarquía; mas no porque sea esencia del gobierno democrático, sujeto a la norma de la selección social, como es esencia del gobierno monárquico, sometido a la fatalidad ciega de la herencia, sino porque la Democracia, cuanto más representativa, cuanto más verdadero gobierno de la Sociedad por la misma Sociedad, pende constantemente de los flujos y reflujos de opinión, del vaivén de intereses y pasiones, de la fuerza creciente o decreciente de los partidos que simbolizan esas acciones y reacciones,
Esa misma Democracia americana que en tres luchas electorales consecutivas rechazó a Henry Clay, que desairó a Calhoun, que desairó al más grande, por ser el más profundo y concienzudo entre todos los oradores políticos de la edad moderna, Webster, que desairó al más humano estadista de nuestro tiempo, a Seward, que desatendió a Seymour, que desatendió a Sumner, que mató de un desaire al nobilísimo Horacio Greeley, estuvo unánime en favor de Washington, casi unánime en favor de Adams, solícita y propicia en favor de Jefferson, tres de los más puros caracteres en la historia política del mundo, y siempre, con sólo tres excepciones en un siglo, ha delegado su voluntad en varones tan dignos de representarla como Madison, Monroe, el segundo Adams, Jackson, Harrison, Lincoln, Johnson, Hayes y Garfield. Errores, sin duda, han sido de ella la elección de sus generales victoriosos, no por ser Jackson, Harrison y Grant, sino por ser generales victoriosos; pero, en primer lugar, la gratitud es una actividad social como cualquiera otra, y el menor daño que puede hacer un cuerpo electoral es interpretar la gratitud de la Sociedad; en segundo lugar, Jackson fue un hombre de principios, Harrison hubiera sido un gran Presidente si no se hubiera malogrado, y las faltas de Grant, en su segunda elección, culpan mas al pervertido partido republicano, que a su hechura.
Sin duda es más digna de una Democracia inteligente la conducta del pueblo chileno, que entre Baquedano, nobilísimo soldado victorioso, y Domingo Santamaría, hombre de principios, elige al llamado a desenvolver esos principios y se contenta con honrar al soldado benemérito: esa debe ser siempre la conducta de una sociedad prudente, porque la vida del derecho es superior a la expresión social de un afecto. Pero la manifestación de éste por medio de una elección no culpa al procedimiento electoral, e insistimos en considerar excelente el adoptado para los Estados Unidos. Hechas las reformas que hemos indicado, las elecciones presidenciales serán siempre más desapasionadas, y por tanto, mas ordenadas, cuando el cuerpo electoral, en vez de votar directamente por los candidatos a la Presidencia y a la Vicepresidencia, vote por número suficiente de electores que se encarguen de designarlos después de pesar opiniones, méritos y circunstancias.
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LECCIÓN LVI
Bases orgánicas de la función ejecutiva. − Distribución de operaciones. − El manejo del erario. − Ejecutivo del dinero. − El nombramiento de empleados. − Institución de oposiciones.
Los principios ya deducidos de la naturaleza de la función ejecutiva son los únicos que pueden suministrar las bases de organización.
Ateniéndonos a ellos, tendremos que la función ejecutiva debe organizarse sobre estas bases:
Unidad, alternabilidad y responsabilidad de la función;
Distribución de operaciones según la necesidad de división en el trabajo ejecutivo;
Delimitación clara y precisa entre ella y las demás funciones del poder social.
La unidad y la responsabilidad piden un primer funcionario que no comparta con otro alguno el ejercicio de la función en lo que ella tiene de característica: la energía y la rapidez de ejecución. La alternabilidad reclama la elección en períodos fijos; tanto más conveniente el período cuanto mejor corresponda a desarrollos económicos o fisiológicos de la sociedad nacional. La responsabilidad requiere, además de la unipersonalidad y la sucesión en el ejercicio, una facultad coactiva, ya en el mismo cuerpo electoral organizado, ya, como actualmente, en los funcionarios legislativos.
Siendo imposible que un solo funcionario ejerza por sí solo las complicadas operaciones de ejecución y administración que competen a la función ejecutiva, la misma imposibilidad dictó de antiguo una distribución de operaciones que, Ja con un Ministro universal, ya con un Consejo de Ministros, ya con distintas Secretarías de Estado, posibilitaran las múltiples tareas que es necesario consumar en la ejecución de las leyes y en la administración de los negocios públicos. Pero esa distribución empírica, resultado exclusivo de necesidad que no podía desatenderse, ha ocasionado confusiones peligrosas y dado fuerza: de doctrina a errores y costumbres que es menester eliminar de la organización ejecutiva. La distribución de operaciones es necesaria para el orden económico de la función y para su eficacia jurídica; pero, antes que en la necesidad de dividir el trabajo ejecutivo para que sea ordenado y eficaz, se funda en la doctrina y en la lógica del sistema a cuya realidad ha de concurrir. La doctrina representativa no busca solamente un funcionario para cada una de las funciones del poder social, sino que intenta representar en un número completo de órganos la suma de operaciones que constituya la función. Así, no se ha contentado con un solo órgano para la función legislativa. Así, no se satisface tampoco con un solo órgano para la función ejecutiva. Distingue, entre las operaciones de ésta, las exclusivamente directivas, y si instituye un órgano de dirección en el Presidente o primer encargado de la función ejecutiva, establece otros órganos cooperativos de ejecución, porque sólo así puede considerar bien dividido el trabajo ejecutivo.
Por tanto, distribuye en dos órdenes las operaciones ejecutivas: el primero, que incluye todas las operaciones directivas, de las cuales hace órgano al primer magistrado o primer responsable de la función; el segundo, que comprende todas las operaciones auxiliares, que encomienda a tantos órganos cuantas son las operaciones, y que reunidos forman el Cuerpo o Consejo ejecutivo.
En virtud de esta distribución, el Cuerpo ejecutivo se compone de varios órganos: uno, directivo, unipersonal, electivo, alternativo y directamente responsable, que es el Presidente; otro, que es su auxiliar, los Secretarios, Ministros o Consejeros del Presidente, de nombramiento exclusivo de su jefe, responsable ante él en todo caso, y solidariamente responsables con él en los casos de responsabilidad legal.
Aquí se presentan dos problemas igualmente capitales para el ordenado operar de la función ejecutiva.
Primer problema: ¿Serán esos funcionarios cooperativos los colaboradores del primer funcionario u órgano directivo de la función ejecutiva, y dependerán exclusivamente del nombramiento y remoción del órgano principal, o tendrá parle en su nombramiento y remoción alguna otra función del Estado?
Segundo problema: Entre las operaciones ejecutivas ¿no hay ninguna tan independiente del órgano directivo que deba operar aislada, no subordinada, sin más norma que la ley, sin más sujeción que la ley, sin más responsabilidad que ante la ley?
Resolvamos el primer problema.
Dos soluciones le ha dado la práctica del sistema representativo: una, en Inglaterra; otra, en la Unión Americana.
Los ingleses, consecuentes con la marcha histórica del derecho público, atribuyeron al Parlamento, en quien habían reconocido la soberanía actuante, la facultad de modificar los actos del poder ejecutivo, imponiendo al órgano directivo de la función ejecutiva, - el rey, - aquellos funcionarios auxiliares a quienes, bajo el sistema parlamentario, se comete la función de hacer efectiva la máxima de que «el rey reina y no gobierna». Este arreglo ha concluido por constituir lo que Bagehot llama gobiernos de gabinete, compuestos de un Consejo de ministros y de un Primer Ministro, designados siempre por el Parlamento, hechuras del Parlamento, llamados por el Parlamento al poder y renovados por el Parlamento en cada crisis del poder ejecutivo. En ese mecanismo, el órgano directivo de la función ejecutiva, - el rey, - no opera más que como instrumento del Parlamento; cuando éste, por medio de una votación, deja en minoría a los sostenedores del gobierno de gabinete, el jefe del Ejecutivo llama al leader o guía parlamentario del partido que ha derrotado al gobernante, y le encomienda la formación de un nuevo Ministerio: el leader escoge en la Cámara y en el Senado los individuos de su partido que bastan para la formación del Consejo, sondea al Parlamento para ver si puede contar en él con mayoría, o si es dudosa e insegura, pide la disolución de la Cámara electiva, dirige las nuevas elecciones, y gobierna esperando la nueva crisis que ha de ponerlo a merced del Parlamento.
En los Estados Unidos, que han seguido una marcha más doctrinal, la diferencia entre el ejecutor principal, el Presidente, y los ejecutores auxiliares, el Consejo de Secretarios de Estado, desde el principio se ha señalado de una manera más radical y a la vez más doctrinal. La constitución no conoce el State Department (Secretaría de Relaciones exteriores) ni el Treasury Department (Secretaría de Hacienda) ni el War Department (Secretaría de Guerra) ni el Navy Department (Secretaria de Marina) ni el Post-Office Department (Secretaría de Comunicaciones o Correos) ni el Interior Department (Secretaría de lo Interior) ni el Attorney-Generals office (Secretaría de Justicia). El Congreso fue quien, en leyes sucesivas, unas de creación, otras de organización o atribuciones, dio al Presidente esos auxiliares. Se los dio con una sola condición: la de que nombrara de acuerdo con el Senado a los Secretarios de cada uno de esos departamentos. Y para que se entendiera que esta concurrencia del Senado en el nombramiento de los auxiliares del Ejecutivo no afecta en modo alguno la completa libertad del primer funcionario u órgano directivo de la función ejecutiva, el Senado se concreta a ratificar los nombramientos que el Presidente le comunica. El Presidente no va casi nunca a la Cámara o al Senado a buscar sus Secretarios o Consejeros, sino que los busca en donde le place o le conviene. Por su parte, el Parlamento federal no interviene de ninguna manera en los actos del Presiden te y sus secretarios.
Estos entran y salen cuando su jefe los llama o los desatiende, y en nada se altera la marcha política del país porque el Presidente cambie parcial o totalmente de Consejeros.
Como, por otra parte, hay una doble incompatibilidad, del funcionario ejecutivo para ser funcionario legislativo y de éste para ser funcionario ejecutivo, los Secretarios de Estado no tienen derecho, pretexto, autoridad ni facultad para influir en la marcha y conducta del Parlamento, con lo cual desaparecen las crisis pueriles o peligrosas que a cada paso, como en la misma Inglaterra, alteran el equilibrio de los partidos, el orden de la Sociedad y la regularidad del sistema representativo.
Siendo tan distinto el resultado que dan esos diversos modos, indudablemente será preferible aquel de los dos que mejor concilia la responsabilidad con la independencia de la función ejecutiva. La responsabilidad se obtiene, a no dudarlo, por el método inglés, puesto que los gobiernos de gabinete responden, en cualquier momento de su gestión, al Parlamento, que puede con una simple votación recusar un gabinete. Pero la independencia de la función ejecutiva perece, en ese mecanismo, ante la prevalente potestad de la función legislativa. El prevalecimiento de ésta da origen al vicio del sistema representativo que, junto con la centralización, malea más hondamente el sistema. El parlamentarismo, que es ese vicio, resulta necesariamente de esa intervención del Parlamento en el nombramiento y renuncia de los funcionarios secundarios de la función ejecutiva, puesto que convirtiendo al Cuerpo legislativo en juez continuo de los actos ejecutivos y dándole acción directa sobre ellos, como funcionarios que también son de la función legislativa, confunde las operaciones de la una con las de la otra función, supedita la :una a la otra, y concluye por privar de su necesaria independencia a la función supeditada.
En el método americano no sucede nada de eso, y su superioridad es incontestable, aunque en la comparación de los dos métodos no se aprecie otro hecho que el parlamentarismo, resultante del método inglés, y no del americano.
Este, pues, y no aquel método, es el que ha de seguirse en la distribución de operaciones ejecutivas, y es el que generalmente han adoptado las repúblicas del Nuevo Mundo, aunque sin suficiente convicción de su indudable superioridad, porque hacen frecuentes conversiones al método inglés o manifiestan inclinaciones hacia él.
El segundo problema incidental que ofrece la distribución de operaciones ejecutivas se relaciona íntimamente con uno de los poderes, atribuciones u operaciones capitales de la función ejecutiva. Se trata de resolver de un modo dogmático si el manejo de los fondos públicos, universalmente atribuido hasta ahora al llamado poder ejecutivo, es efectivamente una condición esencial de este poder, en cuyo caso no se le puede retirar, o si se le debe retirar por no ser operación esencial de la función ejecutiva.
Los fondos o recursos del Estado no pueden tener más que una procedencia, la tributación, ni tienen más que un destino, su redistribución en servicios administrativos. Cualesquiera otros haberes, bienes o recursos colectivos (tierras, bosques, minas, pesquerías, etc.) son riquezas sociales sobre las cuales no tiene el Estado más derecho de disposición que el concedido por ley expresa para incluir sus productos en las rentas normales que asegura el tributo directo o indirecto.
Por lo tanto, si los recursos públicos, en cuanto rentas normales del Estado, no tienen más destino que el de aplicarse a los gastos de administración, y hay una ley de presupuestos que fija las condiciones de la distribución, y si, para disponer de cualesquiera otros bienes de la Sociedad, el Estado requiere una ley ad hoc, es claro que el asignarse al Cuerpo ejecutivo el empleo de los fondos públicos no ha sido por ser esa una atribución u operación esencial de esa función, sino por error de doctrina o de costumbre, pues que, dependiendo de la ley el modo de la distribución de los fondos públicos, de ella dependería y debería en efecto depender el distributor y la designación de distributor.
Mientras el Cuerpo ejecutivo no haga otra cosa que distribuir las rentas en servicios, no hace más que atenerse a una ley, la de presupuestos, que regula las cantidades y las inversiones, yeso podría hacerlo mejor, más independientemente, sin confusiones ni ambages de ninguna especie, un funcionario particular, tan sujeto a la ley, como independiente de los legisladores y de los ejecutores de la ley.
Cuando el Ejecutivo hace otra cosa, y abusa de su atribución y malvierte los caudales públicos, entonces falta a la ley que regula las inversiones, y lejos de realizar una operación, realiza un atentado contra todas las funciones de poder, comete una falta o un delito, y en ese caso debe no consentírsele que opere contra el orden jurídico y contra el moral.
En ambos casos, la atribución de emplear las rentas del Estado es un inconveniente para el Cuerpo ejecutivo: si cumple la ley, porque compromete su tiempo, su responsabilidad o su independencia; si viola la ley, porque deshonra la función que desempeña.
Para evitar estos inconvenientes, graves los dos, vergonzoso y corruptor de la moralidad pública el segundo, basta dictar una ley que instituya un tercer órgano de la función ejecutiva, encargado exclusiva e independientemente de distribuir las rentas públicas según lo haya preestablecido, en cada ejercicio económico, la ley anual de presupuestos. Esa institución no será tan nueva que no tenga precedentes en la historia, pues una de las atribuciones de los Censores era, en Roma republicana, la de intervenir en la recepción de los ingresos y en la inversión de los egresos. Recusando por inadecuado para la democracia representativa lo que fue conveniente para una democracia pura o para una aristocracia republicana, la innovación no podría ser recusada por falta de precedentes en el sistema representativo de la democracia, puesto que el Estado de Ohio, en la Unión americana, ha establecido de antiguo esa separación de órganos, instituyendo una especie de ejecutivo del dinero en una tesorería particular, independiente de los otros dos órganos de la función ejecutiva, cuya única atribución es la distribución de las rentas en servicios públicos, según la ley de presupuestos, y cuya única dependencia es la de sujetarse estrictamente a esa ley.
Si del punto de vista doctrinal pasamos al punto de vista práctico, no tardaremos en ver estas dos cosas: 1°, que la capacidad de disponer de las rentas públicas aumenta de un modo exorbitante el poder activo y coactivo de los funcionarios ejecutivos; 2°, que el repugnante abuso que se hace de las rentas públicas reclama con urgencia la separación de órganos ejecutivos, la supresión de los ministerios de Hacienda, y el establecimiento de un órgano y funcionario especial que tenga por exclusivo objeto la puntual ejecución de la ley de presupuestos, y la dirección de las operaciones financieras del Estado.
Conexo con el anterior se presenta otro problema, que se puede resolver de un modo sumario: el de saber si los nombramientos de funcionarios en toda la jerarquía administrativa corresponden, y en caso de corresponder, convienen a la regularidad de la función ejecutiva.
La dependencia que generalmente se establece de las operaciones administrativas para con los funcionarios ejecutivos ha producido universalmente un efecto malsano: dependientes de quien los nombra, a quien los nombra sirven los empleados, no al Estado. De ahí al servilismo hay un paso, y lo dan sin vacilar los empleados. Esa dependencia, los sobornos y las inmoralidades a que da origen, reclaman una ley de empleados públicos que, quitando al jefe de la función ejecutiva la peligrosa facultad de que actualmente usa y abusa en todas partes, la diera a un tribunal docente cuyo encargo y ministerio fuera dirigir y juzgar en las oposiciones a empleos públicos. Cada vez que vacara uno, habría de convocarse a oposición y sólo el opositor meritorio lo ocuparía.
No serían atribución del Ejecutivo más nombramientos que los de empleos políticos, aquellos que, en corto número, como los secretarios de los departamentos ministeriales, son puestos de confianza personal, o los que, como los empleos diplomáticos, demandan una elección individual fundada en conocimiento preciso de los méritos, aptitudes y responsabilidad moral, social e intelectual del escogido.
Hecha esta reforma, desaparecería esa milicia burocrática que daña tanto a los servicios públicos como a las libertades individuales y sociales; pero se habría principalmente contribuido al adelanto de la ciencia, contribuyendo a delimitar con precisión y exactitud una de las funciones más delicadas del poder.
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LECCION LVII
Delimitación entre la función ejecutiva y las demás.
En la obra de la organización jurídica, nada es más importante, y probablemente ninguna parte de la obra es más difícil, que el establecer con exactitud los límites que separa una de otra las funciones del poder. La tarea es tanto más complicada cuanto que hay un enlace íntimo en ellas, y sólo en virtud de esfuerzos de análisis se ha podido llegar a la separación de las actividades del poder. Esta separación, que fue el primer gran progreso en la ciencia de la organización jurídica, fue incompleta en cuanto al número de funciones, según hemos visto al tratar de la función electoral, y sigue siendo imperfecta en cuanto a la efectiva limitación de cada una de ellas. Así es que, al enumerar las operaciones o atribuciones de cada uno de los órganos de poder, se incurre en errores tanto más trascendentes cuanto que han pasado como lugares comunes de la ciencia, tanto a la práctica constitucional, cuanto a la enseñanza de la ciencia. De ese modo pasan como aforismos incontrastables las que no pasan de ser proposiciones falsas.
Dos son los escollos en que encalla la delimitación de las funciones de poder: uno, las prevenciones en pro y en contra de la función legislativa, que son prevenciones en contra y en pro del poder ejecutivo; otro, la idea de que el órgano ejecutivo, para no ser maléfico, ha de ser débil.
Las prevenciones en pro de la función legislativa han generalizado la creencia de que el representan te más efectivo que tiene la soberanía es el Cuerpo legislativo. Las prevenciones en contra, alimentadas por los jefes del Cuerpo ejecutivo, han fomentado el error de que el órgano ejecutivo de la soberanía es el poder por excelencia.
Los sostenedores de este error creen que son una necesidad los que llaman ejecutivos fuertes. Los sostenedores del error contrario creen de necesidad los que denominan ejecutivos débiles. Una y otra son opiniones erróneas. La verdad es que, siendo expresión igual de la soberanía todas y cada una de sus funciones, cada una de ellas tiene sus operaciones propias, y cuanto más apropiado sea el conjunto de operaciones a la función de poder que caracteriza, tanto más efectiva es la función. Partiendo de esta verdad, la organización de las funciones no debe subordinarse a prevención alguna, sino al carácter efectivo del órgano de poder. Entonces, el resultado no serán Cuerpos legislativos, ejecutivos o judiciales que tengan más fuerza de la que deben tener para concurrir armónicamente al fin del Estado, sino la fuerza orgánica que resulta de la precisión de operaciones.
Eliminado el error de concepto que produce la comparación de las funciones de poder unas con otras, la delimitación entre las tres, que hasta ahora se conoce, es menos difícil de lo que la han hecho las ideas preconcebidas a que generalmente se somete la fijación de límites o facultades entre el órgano legislativo, el ejecutivo y el judicial.
Es verdad que siempre subsistirá la dificultad de combinar el funcionar de esos tres órganos de modo que recíprocamente se moderen; pero esa dificultad es más de arte político que de ciencia constitucional, y más se salva por el conocimiento práctico de las ventajas que reporta en toda obra de hombres el claro y franco deslinde de facultades, que por la rigorosa aplicación de principios invariables. Así fue, apelando a ese arte, como en parte salvó la dificultad la Constitución federal de los Estados Unidos.
Entre los servicios efectivos que la ciencia constitucional le debe, acaso el mayor consta en la inteligente demarcación de aptitudes y capacidades que estableció entre las funciones de poder que reconoce. Fueron aquellos constituyentes los primeros que se explicaron con claridad la correspondencia de los poderes entre sí, correspondencia en cuya virtud enlazaron el poder legislativo al ejecutivo, ambos al judicial, y el judicial a entrambos. Por lo mismo que descubrieron el enlace natural de las tres funciones de poder, buscaron los medios de establecer entre ellas los límites reales de cada una, prescindiendo concienzudamente de aquel temor que tantas veces embaraza en su obra a los constitucionalistas y constituyentes, y que nace del error de suponer invasoras por necesidad las funciones de poder.
No teniendo este temor, no se cuidaron de cercenar sus operaciones necesarias a los órganos de poder que establecían, y dieron al legislativo, al ejecutivo y al judicial, cuantas atribuciones creyeron necesarias.
Eso no obstante, el órgano ejecutivo quedó revestido de facultades, como la del nombramiento de funcionarios administrativos Y como la del manejo del erario nacional, que, según hemos demostrado, más sirven para embarazar que para fortalecer la función ejecutiva; y no sin poderosa razón se estableció como fundamento doctrinal de los dos partidos históricos de la política nacional, la divergencia de federales y demócratas en punto u las facultades del departamento ejecutivo. Cierto es que, como esa divergencia se refiere de un modo concreto y especial a la porción de facultades que, en una organización federal, corresponde a los gobiernos seccionales y al general, parece que la disidencia doctrinal no estriba de una manera precisa en la demarcación de funciones del poder, sino en las funciones mismas de los varios gobiernos de la federación. Pero, a poco que se reflexione, se convendrá en que al esforzarse los federales por fortalecer, y los demócratas por debilitar al ejecutivo federal, lo que entonces separaba y ahora separa a los dos partidos históricos de la Unión americana es, en el fondo, un problema de delimitación de funciones del poder. El esfuerzo que hacen los demócratas por reformar el servicio civil, reforma que no podrá consumarse sin privar de la facultad de los nombramientos administrativos al Ejecutivo, así lo prueba.
El día en que sirva de ejemplo a la democracia universal esa reforma, ya no quedará más que hacer, para confirmar con la práctica la teoría de delimitación, que cercenar al órgano ejecutivo la facultad de administrar los fondos públicos y trasladar de él al Cuerpo legislativo la facultad de declarar el momento y la duración de la ley marcial. Entonces, dotado de cuantas facultades corresponden precisamente a la función que desempeñan, pero incapacitado para operar con atribuciones que no son las suyas y que la ley sustantiva habrá cuidado de reconocer al órgano de poder a que efectivamente correspondan, el Cuerpo ejecutivo no tendrá necesidad de la fuerza que hoy se le busca en el exceso de atribuciones, y será más fuerte de lo que nunca ha sido, porque podrá, exclusiva pero precisamente, lo que corresponde y conviene a la función ejecutiva.
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LECCIÓN LVIII
Función judicial. − El problema capital jurisdicción política.
La función judicial de la soberanía es el conjunto de operaciones necesarias para manifestar la conciencia de la Sociedad. Siendo imposible para ésta el ejercer en masa su poder o capacidad de condenar los actos contrarios al derecho y al deber, delega en individuos, elegidos o nombrados a ese fin, la potestad de juzgar los actos justiciables y de aplicarles la ley, ya según el precepto mismo de la ley, ya según equidad y buena fe. Como es un principio de derecho natural, convertido por muchas Constituciones en principio positivo, que lo no prohibido por leyes consentido, la acción de la justicia organizada recae siempre sobre texto expreso de la ley, y consiste en la aplicación de texto a hecho. De aquí, tomando la forma por el fondo, que se haya concluido por definir la función judicial de la Soberanía como el poder de aplicar la ley.
De su importancia no hay para qué razonar: es tan evidente, que no hay ningún ejercicio de poder social cuya necesidad sea más evidente. Y para expresar la majestad de esa función, basta conocer su fin, que es el de hacer efectiva la conciencia de la Sociedad en todas las manifestaciones del derecho escrito. Precisamente por ser ese su fin, corresponde más ajustadamente que ninguna otra función de la soberanía al grado de civilización o racionalidad social; e históricamente se ve que, cuanto más desarrollada la conciencia de la Sociedad, tanto mejor organizada, tanto más eficaz, tanto más escrupulosa y equitativa se presenta la función judicial.
Esta afinidad entre ella y la conciencia colectiva es probablemente la explicación más filosófica que puede darse del más considerable entre todos los progresos que ha hecho la organización de la justicia.
Siendo ese progreso el problema capital y mejor resuello en materia de organización judicial, expongámoslo brevemente.
Hasta que los constituyentes americanos organizaron el departamento judicial, se había creído que sus atribuciones eran exclusivamente sociales y administrativas: sociales, en cuanto propenden a resguardar los intereses más vitales de la Sociedad; administrativas, cuanto coadyuvan por la fuerza y la eficacia de la ley, a hacer más cierta y positiva la administración de los intereses sociales. Pero negándole toda capacidad política, se le había relegado a una situación de inferioridad que lo desautorizaba para alternar con las otras dos ramas del poder social. De ese modo la justicia, que podía intervenir en la restauración del derecho en los casos más arduos de la vida individual y colectiva, no podía hacer efectiva su función de aplicar la ley en ninguna de las inconstitucionalidades e ilegalidades del Estado. Todo, por tanto, estaba sometido a la corrección de la justicia organizada, menos la institución más propensa y más expuesta a concitar la corrección. Todas las leyes estaban sujetas a puntual aplicación, menos la ley de las leyes: menos aquella de la cual se derivan las demás. Es verdad que, en Inglaterra, la justicia legislativa llevaba ante el Tribunal de los Pares a Strafford, Hastings y otros varios poderosos que ante ellos respondían del uso que habían hecho de las facultades del Estado o de las desviaciones de la ley fundamental; pero ni esa justicia era imparcial en el caso de Strafford, ni efectiva y equitativa en el de Hastings, ni regular en otro alguno. Esa justicia política, necesaria y fructuosa para los hechos políticos a que después la redujo la Constitución americana, era irregular, insuficiente e infecunda para asegurar a la ley su potestad omnímoda y universal.
Lo necesario era reconocer todo el alcance de la función judicial y proveerla de las atribuciones indispensables para hacer absoluta la autoridad de la ley, sometiendo la autoridad misma de las leyes todas a la norma común e invariable de la ley fundamental.
Eso fue lo que hizo la Constitución americana al establecer en el artículo 111, sección 2, que «el poder judicial se extenderá a todos los casos de ley, y de equidad resultantes de esta Constitución de las leyes de los Estados Unidos, etc.».
Según la jurisdicción así reconocida, los tribunales de justicia, sin diferencia, desde el más elevado hasta los inferiores, desde la Corte Suprema hasta las Cortes de distrito, pueden contribuir a la eficacia de la ley constitucional declarando inconstitucionales leyes y resoluciones del órgano legislativo, ilegales e inconstitucionales actos y decretos del órgano ejecutivo. La Constitución no limita en forma alguna esa jurisdicción; pero la jurisprudencia de los tribunales federales ha establecido que esa jurisdicción debe tan sólo ejercerse a petición de parte. Esta prudentísima y voluntaria limitación, que ha salvado los conflictos de poder que hubiera probablemente provocado la iniciativa de los jueces, ha contribuido quizás a hacer más positivo el precepto y más efectivo el poder judicial, puesto que lo ha hecho árbitro definitivo entre el Estado y los postulantes de justicia, aislando en su solemne impersonalidad al órgano distributivo de la justicia.
Merced al precepto constitucional y a la jurisprudencia de los tribunales federales, toda inconstitucionalidad, ora de hecho, ora sea de ley, cae bajo la autoridad de la justicia común, tan pronto como el lastimado por lo prescrito en contra de la Constitución, razona, argumenta o litiga en nombre de ella. Así es como caen por sí mismas leyes y resoluciones legislativas que ha dictado un interés opuesto al pacto fundamental; y así es también como los actos o decretos ejecutivos que ha dictado un olvido voluntario o involuntario de la ley sustantiva o las orgánicas, pierden ante los tribunales de justicia la fuerza y validez que había querido imponerles el departamento ejecutivo.
Si se medita en la trascendencia de la jurisdicción política que los constituyentes americanos dieron a los tribunales de justicia, se apreciará el grado de imperfección que denuncian aquellas organizaciones jurídicas que continúan negando a la función judicial la facultad o atribución de resguardar y amparar contra funcionarios cualesquiera del Estado la letra y el espíritu de la Constitución.
Por otra parte, si se piensa que ningún progreso político es efectivo mientras no se manifiesta en una nueva fuerza del derecho, se estimará como uno de los más memorables que ha hecho la ciencia de la organización jurídica, el progreso que se expresa en la capacidad de poner insuperable valladar a las transgresiones de constitución y ley que son dables a los funcionarios del Estado en donde quiera que la justicia no puede poner veto a las inconstitucionalidades e ilegalidades de los agentes del mismo.
Y si ahora se asocia la noción exacta de la función judicial, que es actividad de la conciencia colectiva, al origen histórico de ese progreso de organización, parecerá obvio que el progreso se haya dado de un modo natural en aquella sociedad que a mayor grado de racionalidad y civilización política se elevó al considerar como verdadera función de la Soberanía y como efectivo poder del Estado a la justicia y a los tribunales en que se presenta corporada.
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LECCIÓN LIX
Función judicial. − Su organización.
Al organizar la función judicial, la Constitución que debe servir de modelo a las sociedades capaces de gobernarse por sí mismas, instituye órganos, les fija operaciones, demarca la jurisdicción, define los límites de su ejercicio y presenta resueltos cuantos problemas se refieren al nombramiento, independencia, duración, remoción y remuneración de los funcionarios de justicia.
Los órganos que instituye, son, en primer término, una Corte Suprema; en segundo término, «tantas cuantas Cortes inferiores pueda el Congreso establecer de tiempo en tiempo».
Instituye en primer término la Corte Suprema, porque como, bajo la Confederación, los confederados se habían reservado el poder judicial, no había una administraci6n nacional de justicia que correspondiera a la entidad social que unidas formaban las Colonias confederadas.
Mencionando expresamente el más alto tribunal de justicia que había de representar el poder judicial de la nueva nación, se expresaba también la cesión de poderes que los diversos Estados federados hacían a la Federación. El fijar la gradación y el número de tribunales que habían de ejercer la justicia en nombre de la nación, era secundario y se atribuyó al Congreso.
El Congreso, que ha dictado tres leyes orgánicas de tribunales, ha establecido, además de la Suprema, diez Cortes de circuito, varias de distrito, y una Corte suprema para el Distrito de Columbia.
No mencionando otro órgano de justicia que el superior, la Constitución deja a los legisladores la enumeración de atribuciones que hayan de reconocer a los tribunales inferiores y se concreta a fijar las de la Corte Suprema.
Esta, según ella, operará:
En cuantos casos afecten a los embajadores y otros ministros públicos y cónsules;
En controversias entre dos o más Estados federados; entre uno de éstos y un Estado extranjero o súbditos o ciudadanos suyos; entre ciudadanos de uno de los Estados federados y un Estado extranjero o súbditos y ciudadanos de Estado extranjero.
Los embajadores, ministros diplomáticos y cónsules, representantes los primeros, y agentes los segundos de una Soberanía, no podrían, según las leyes internacionales, ser sometidos a ninguna otra que la jurisdicción originaria; pero no podrían tampoco ser desamparados en sus intereses por la jurisdicción del soberano ante quien estuvieran acreditados. Para ejercer en favor de ellos esa operación de amparo, salvaguardia, equidad y justicia, es para lo que se ha dado esa atribución a la Corte Suprema. Como las querellas entre dos Estados federados no podrían llevarse equitativamente ante tribunales de uno de ellos, pues en ninguno tendrían probabilidades de justicia imparcial, para asegurar esa imparcialidad operará la Corte Suprema; aunque, según veremos, podrá operar en primera o en última instancia.
Siendo indudablemente más conveniente para ellos que las diferencias que puedan suscitarse entre un Estado federado y ciudadanos de otro, o entre ciudadanos de dos Estados, se ventilen ante la justicia federal o nacional que ante la de los Estados interesados, la Corte Suprema administrará también justicia en este caso, pero también como tribunal de origen o de apelación.
La misma atribución tendrá la Suprema Corte, pero originaria y exclusiva, cuando se trata de controversias entre un Estado federado y otro extranjero y súbditos o ciudadanos suyos, o viceversa entre ciudadanos de uno de los Estados Unidos y Estados extranjeros o sus súbditos y ciudadanos. En el primer caso, la justicia cuasi-arbitral que ejercerá el primer tribunal de la nación infundirá una confianza que en vano trataría de inspirar cualquiera de los tribunales del Estado interesado. En el segundo caso, la Suprema Corte, que operaría como tribunal de amparo a cualesquiera intereses, nacionales o extranjeros, contribuye de ese modo al prestigio nacional y a la mayor autoridad de la justicia.
La jurisdicción que demarca la Constitución americana a los órganos do la función judicial, es de dos modos: la jurisdicción política, cuya superior importancia pide el examen aparte que le hemos consagrado, y la jurisdicción administrativa.
Para que la ejerza, la Constitución declara que el poder judicial de los Estados Unidos se extenderá a todos los casos de ley y equidad resultantes:
1° De la Constitución de los Estados Unidos;
2° De las leyes de los Estados Unidos;
3° De los tratados hechos o que puedan hacerse bajo la autoridad de los Estados Unidos.
La jurisdicción política, de que ya hemos hablado, no es privativa de la Suprema Corte federal, sino que sabiamente se reconoce a todos los tribunales de la nación.
La jurisdicción administrativa, común a todos los tribunales federales, pero graduada en tantas instancias o procedimientos cuantos son los grados jerárquicos de los órganos de la justicia, se eleva de la Corte de distrito a la de circuito, de ésta a la Suprema, y completa la función judicial del poder social de la Federación.
La jurisdicción puede ser inicial u originaria, conjunta o común, prosecutiva o apelada. La inicial es, por ejemplo, la que ejerce la Corte Suprema en los casos relativos a bienes de ministros diplomáticos; común o conjunta, cuando cualesquiera tribunales pueden ejercerla, como en el caso de las inconstitucionalidades; apelada es la jurisdicción, cuando el tribunal conoce en apelación de justicia no suficientemente otorgada por otro tribunal inferior.
Esta facultad de apelación a la Corte Suprema es la que fija la Constitución americana, cuando establece que «la Suprema Corte tendrá jurisdicción apelada, así con respecto a la ley como al hecho, pero con las excepciones y bajo las reglas que el Congreso fije:
1° En todos los casos de almirantazgo marítima;
2° En controversias en que sean parte los Estados y jurisdicción Unidos;
3° En controversias entre ciudadanos de diferentes Estados y entre ciudadanos del mismo Estado que reclamen terrenos concedidos por diferentes Estados. »
En el primer caso, la Corte Suprema funciona como tribunal de apelación, ya con respecto a las cortes de distrito, ya con respecto a las de circuito, cuando la decisión de éstas, en los casos que les competen, no ha satisfecho a las parles en litigio. Y como los casos de presa marítima, ya en alta mar, ya en puertos y ensenadas extranjeros, ya en territorio, ya en ríos de la jurisdicción del captor, afectan siempre intereses internacionales y están íntimamente relacionados con éxitos de guerra, se creyó con razón que la mayor garantía de imparcialidad que podía ofrecerse, consistía en conceder la apelación por ante el más alto órgano judicial.
En los tres casos siguientes, se comprende sin esfuerzo que, tratándose de esquivar la posible parcialidad de la justicia local, se tratara también de hacer accesible la justicia nacional, llamando las Cortes de distrito y de circuito a juzgar de controversias que se ventilarían con más dificultad en la Suprema Corte. Y a ese fin se da la primera instancia a alguno de los tribunales inferiores, y la apelación a la Suprema. A veces, sin embargo, un mismo asunto litigioso recorre las tres instancias: de la Corte de distrito a la de circuito y de ésta a la Suprema.
La limitación puesta por la Constitución al poder judicial de los Estados Unidos se ha derivado de una práctica universal elevada a principio por el Derecho de gentes y que consiste en negar toda jurisdicción en los casos de controversia entre un individuo y un Estado soberano, por ser atributo de la Soberanía el no ser compelida por otra jurisdicción que la suya propia, La limitación se expresa por la Constitución en estos términos: «Pero el poder judicial de los Estados Unidos no estará facultado para extenderse a litigios comenzados o proseguidos contra uno de los Estados Unidos por ciudadanos de otro Estado, o por ciudadanos o súbditos de un estado extranjero.»
Este precepto constitucional, que es una de las enmiendas de la Constitución, nació de la experiencia. A consecuencia de las numerosas y onerosas reclamaciones contra los Estados primitivos por efecto de la guerra de independencia, se quiso, por una parte, cortar los abusos de los reclamantes extranjeros, y por otra, corroborar el principio do soberanía de las partes federadas, cohibiendo en ese límite la acción de los tribunales de justicia.
A primera vista, parece que, al establecer la limitación, se desahució el derecho de los reclamantes y se cometió una arbitrariedad inicua en nombre de una doctrina racional y universal; pero si se tiene en cuenta que los reclamantes tuvieron expedito el camino de las legislaturas particulares de los Estados para establecer ante ellos sus reclamaciones y que cada uno de éstos, como después, en 1855, la Unión misma, establecieron Cortes de reclamación o tribunales arbitrales, se verá que la limitación, además de prudente y conveniente, fue legítima.
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LECCION LX
Continuación de la anterior.
La misma ciencia práctica de los constituyentes americanos en la organización de la función judicial, brilla en el modo de resolver los problemas relativos a los funcionarios judiciales.
Los hace depender (acaso errando) del Presidente y del Senado, pues que el uno los nombra con anuencia del otro.
Los hace jurar o afirmar que sostendrán la Constitución, dando así una nueva fuerza al poder político que atribuyen a la justicia.
Los hace inamovibles mientras procedan honorablemente,
Los protege contra toda remoción arbitraria, atribuyendo al Congreso la facultad de acusarlos y enjuiciarlos por traición, prevaricación y otros grandes crímenes e inconductas, estableciendo así, a la vez, la responsabilidad de sus actos.
Por último, los pone al abrigo de toda indirecta celada de la penuria o de los otros funcionarios de poder, pues prescribe que las compensaciones de su oficio no podrán ser disminuidas durante su ejercicio en él.
Del nombramiento de los jueces hay que ocuparse extensamente al buscar las bases orgánicas de esta función de poder, y no bastaría desaprobar un procedimiento que, de no adoptarse el electoral, es mucho más sabio para el nombramiento de los funcionarios judiciales que el seguido generalmente en las monarquías y en la mayor parte de las repúblicas unitarias.
De la afirmación o juramento relativo a la Constitución, hasta decir que es un medio adecuado al fin que se propuso.
La seguridad y permanencia que debe darse a los encargados de administrar justicia no hubiera podido conseguirse de una manera más eficaz y más digna de la altísima función del juez, que haciéndolas depender de su propia honorabilidad y buena conducta. Los constituyentes tuvieron en cuenta tres diversos motivos para asegurar la permanencia de los jueces en sus funciones:
1° Que deben ser independientes e impávidos en el cumplimiento de deberes ele tanta responsabilidad como los suyos; y para serlo, tienen que no depender de voluntad alguna, ya de individuo, ya de grupo de individuos, y deben no sentirse dependientes de ningún poder humano para continuar en su puesto. Si después de nombrados dependieran en cualquier sentido del ejecutivo, del legislativo o del favor popular, es dudoso que el fiel de la balanza judicial se mantuviera inmóvil, y se alteraría la confianza en la justicia.
2° Difícilmente se obtendría independencia de jueces cuyas funciones fueran temporales. Los nombramientos periódicos, por bien regulados que estuvieran y por quienquiera fueran hechos, de uno u otro modo serían fatales para la independencia judicial.
3° Si la facultad de nombrar jueces recayera en el ejecutivo o en el legislativo, habría riesgo de inadecuada prepotencia en favor de la rama de poder que la ejerciera. Si la facultad recayera en ambas, se correría el riesgo de concitar la displicencia o mala voluntad de una de las dos. Si recayera en el voto popular, se expondría a los jueces a convertirse en buscadores de popularidad y no serían ya los exclusivos funcionarios de la Constitución y de las leyes.
La responsabilidad de los funcionarios judiciales no pudo asegurarse de modo más adecuado que el escogido por los constituyentes al someterlos al procedimiento de acusación y enjuiciamiento por las Cámaras legislativas.
La remuneración de los jueces, que es uno de los medios más efectivos de asegurar la independencia judicial, fue uno de los problemas mejor resueltos por la Constitución. Al preceptuar que el sueldo de un magistrado no puede ser disminuido durante su ejercicio, se estableció tácitamente una saludabilísima influencia, sobre la magistratura judicial, haciendo de ella una profesión inaccesible a los cambios de fortuna y a las vicisitudes de la incertidumbre. Sueldos que pueden ser aumentados, pero no disminuidos, constituyen, para el que los debe a su mérito y servicios, un orden económico que, para ser permanente y asegurar el reposo de una vida honrada, no requiere más que el desprendimiento de las riquezas a que tan fácilmente se eleva el que tiene la conciencia de la dignidad de sus funciones.
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LECCIÓN LXI
Bases orgánicas de la función judicial.
La organización de la justicia que hemos analizado, es el modelo ofrecido a la Democracia representativa por los primeros, y, hasta ahora, más afortunados organizadores de la más alta forma de gobierno a que ha llegado la razón. Presentarla tal cual la concibieron los constituyentes de la Federación y según la han practicado y levemente modificado los legisladores que han ido completando a medida del tiempo aquella obra, es presentar un hecho consumado y una experiencia histórica.
La ciencia podría, pues, concretarse a recomendar la misma organización judicial que abonan la teoría y la práctica, la doctrina y la experiencia, la razón y el tiempo. Eso, con leves alteraciones, han hecho las constituciones federales de la América latina y han podido, sin contradicción ni inconsecuencia, hacer algunas constituciones unitarias, así del Nuevo como del Viejo Mundo. Mas como la ciencia de la organización jurídica es tanto una ciencia de razonamiento cuanto de experimento, no debe bastarlo la comprobación de la doctrina por los hechos, mientras el razonamiento no demuestre la suficiencia o insuficiencia doctrinal del hecho. Por eso necesita confrontar las bases experimentales de organización que ofrece la ya secular Constitución de los Estados Unidos, con las bases orgánicas de la función judicial según racionalmente se derivan de la naturaleza misma de la función.
Hemos dicho, e importa repetir, que el poder de aplicar la ley, o lo que es lo mismo, la función del poder social que tiene por objeto la aprobación o condenación de los actos favorables o contrarios a la razón escrita, es aquel cuarto momento del poder en que intervienen a la par la razón y la conciencia; la razón para establecer el juicio; la conciencia, para dictar el fallo.
En virtud de esa comunidad de actividades psicológicas, la función judicial del poder participa de la naturaleza de ambas. Ahora bien: como la razón, por su propia finalidad, que es la verdad, es eminentemente deliberativa, hasta el punto de que la más obvia proposición o expresión de juicio resulta do activas deliberaciones ; y como la conciencia, por su mismo ideal, que es la justicia, es característicamente distributiva, hasta el extremo de no poder sentirse satisfecha de sí misma sino cuando, para dictar un fallo, ha distribuido con puntual equidad las responsabilidades entre el agente, los motivos, los instrumentos y las circunstancias, es manifiesto que la deliberación y la distribución son dos caracteres o propiedades esenciales de la capacidad de hacer justicia, y habrán de considerarse como dos bases reales o fundamentos positivos de la función de poder que tiene en mira la justicia. Así, pues, podemos afirmar que la deliberación y la distribución, en cuanto naturaleza de la justicia misma, son dos fundamentos positivos, dos bases orgánicas de la función judicial del poder.
Siendo como son, hay que considerarlas como fundamento y base de organización judicial; debemos no reconocer como verdadera institución de justicia la que no se funde en ellas, y tenemos que cimentar en ellas la organización judicial.
Ateniéndonos a esas dos bases, de la primera derivaremos un principio general de organización, que es éste: La administración de justicia debe ser colegiada.
De la segunda base derivaremos este otro principio general: La administración de justicia debe ser una función absolutamente independiente de toda otra función de poder.
En esos dos principios generales están el órgano y la vida, el cuerpo y el espíritu de la institución. Está el órgano o el cuerpo, porque, partiendo del principio de que, para asegurar su primer carácter a la justicia social, hay que reunir en un cuerpo a los encargados de administrarla, resolvemos de una vez el primero de los problemas de organización judicial, que consiste en indagar si los tribunales de justicia han de ser unipersonales o colegiados. Constando en la naturaleza misma de la justicia su carácter eminentemente deliberativo, el medio primero para llegar al fin de la organización judicial no puede ser otro que el de reunir y corporar los elementos necesarios de deliberación. Un solo juez no los reúne. La misma pesadumbre de la responsabilidad lo incapacita para la libre, activa, intensa y desinteresada deliberación a que es llamado.
Bentham y cuantos, razonando inductivamente en la materia, se han elevado desde el hecho de las organizaciones judiciales y de sus imperfecciones al principio de la unipersonalidad de la judicatura, se absorbieron demasiado en la idea de las irresponsabilidades y de las impunidades que deseaban corregir, para ver que el peso de la responsabilidad formidable que agobia al juez único basta para incapacitarlo y anularlo como firme guardián de la justicia. El exceso de responsabilidad lo hace irresponsable, no incurrirá en la responsabilidad legal, pero será continua y consuetudinariamente responsable de su miedo a la responsabilidad moral que con su propia conciencia ha contraído. Reunidos, al contrario, los elementos necesarios de deliberación en juzgados colegiados, la disminución de responsabilidad moral hará más positiva la responsabilidad legal, puesto que, la suma de los entendimientos, de los esfuerzos por bien juzgar y de las pericias en el juicio hará más puntual la administración de justicia para aquellos que la soliciten, y ese es el propósito final de la justicia organizada.
Demostrada la necesidad de que la justicia social se administre por varios funcionarios, basta tener en cuenta, primero, la necesidad de que la administración sea pronta, y segundo, de que recorra dos o más grados antes de que se declare definitiva, para constituir en el Cuerpo judicial todos aquellos órganos y jerarquías que reclamen, por una parte, la población relativa de los distritos judiciales, y por otra parte, la entidad de los hechos y acciones justiciables. Entonces, cualquiera sea la forma de gobierno, el cuerpo judicial podrá constar de un órgano directivo, a quien queden cometidas las dos vastas operaciones de juzgar en definitiva y de formar jurisprudencia, y de tantos órganos secundarios o auxiliares cuantos sean los grados de jurisdicción que se establezcan.
Pero este Cuerpo judicial, por vasto que sea y por racionalmente organizado que esté para administrar justicia pronta y suficiente, no corresponderá a su alto destino si no está animado del espíritu que debe impulsarlo de continuo.
Para que la justicia que administra sea efectiva, es decir, para que se distribuya de un modo igual, imparcial y universal, ha de ser independiente. La independencia ha de animarla como una función corporal anima al órgano subordinado a ella.
Ahora, de la imposibilidad misma de que sea independiente una función de la Soberanía que esté sometida a otra cualquiera, deduciremos el carácter de institución integrante del Estado que debe tener la administración de justicia, pues sólo reconocida igual en potestad a otra cualquiera institución del Estado puede ser independiente. Y como, para que se le reconozca ese carácter institucional hay que dotarla de potestad para contener o refrenar cualquiera otra función de poder, se hace preciso darlo jurisdicción política.
Reconocida como poder político, queda asegurada la independencia del Cuerpo judicial y asegurada su independencia queda asegurada la regularidad de su función.
Tenemos, pues, que hay bases fijas de organización judicial, y que esas son: 1° las dos esenciales a la naturaleza misma de la justicia; 2° las derivadas de esas condiciones naturales. Las bases derivadas son: responsabilidad e independencia. Todavía, considerando que la responsabilidad efectiva de la función judicial se nos ha presentado ligada a la coparticipación de responsabilidad moral por varios jueces, y que la independencia funcional se nos ha manifestado en el carácter positivamente político de la función judicial, podemos derivar de las dos bases segundas otras dos: Pluralidad de funcionarios; jurisdicción política del Cuerpo judicial.
Desentendiéndonos ahora de toda y cualquiera organización histórica de la justicia social, podemos organizarla según sus bases orgánicas, puesto que ya sabemos que la función del poder judicial ha de ser:
1° deliberativa;
2° distributiva;
3° responsable;
4° independiente;
Y puesto que también sabemos que, para organizarla con arreglo a esas bases, tenemos que hacer de la justicia social:
1° Un poder político;
2° Un cuerpo de individuos colegiados.
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LECCIÓN LXII
Problemas complementarios de organización judicial. − Elegibilidad. − Incompatibilidad. − Juicio por jurados.
Siendo excelentes las soluciones dadas por la organización judicial positiva de los Estados Unidos a los problemas que se presentan cuando se quiere asegurar la independencia, la inamovilidad, la dignidad y el decoro económico de los funcionarios judiciales, nos bastaría insistir en recomendarlas como aplicables a cualquiera situación política y social, para dar por terminada la tarea. Pero hay tres problemas complementarios de organización judicial cuya solución debe intentarse en una exposición razonada del Derecho constituyente: tales son el de la elegibilidad e incompatibilidad de los cargos judiciales, y el del juicio por jurados.
En realidad, no son problemas porque en la práctica constitucional no se conozcan, sino porque el modo de aplicar sus soluciones es tan incierto, que aun no puede la ciencia fundarse en experiencias suficientemente coherentes entre sí para afirmar del jurado, por ejemplo, que es tan fructuoso en las sociedades de educación católica como lo es en las de educación protestante; ni en leyes sustantivas bastante uniformes entre sí, para incorporar entre sus afirmaciones la de que en todos los gobiernos democráticos entran como escuelas lógicas la elegibilidad y la incompatibilidad de las funciones judiciales.
Mientras que el principio de la incompatibilidad es, en los Estados Unidos, un principio general, que, aplicándose a los tres órdenes de funciones de poder, no tiene para qué aplicarse de un modo concreto a la organización judicial, en la mayor parte de nuestras repúblicas latinas no se conoce ese precepto constitucional, y cuando, como en Chile, se ha reconocido el riesgo de la compatibilidad entre distintas funciones de poder, y se ha dictado una ley de incompatibilidades en que la de las funciones judiciales con otras cualesquiera, incapacitan por tres años para ellas al juez que haya aceptado otra función, la reforma es una novedad tan inverosímil, que un Presidente pudo violar la ley recién dictada, fundando su esperanza de impunidad en que nadie notaría la violación. En cuanto a la elegibilidad de los jueces, la disparidad de criterios es tan completa entre las Constituciones unitarias y las federales, y hasta en éstas entre sí, que en tanto que el nombramiento de los jueces por el Presidente se presenta como condición natural de los gobiernos centralistas, la elección parece facultad privativa del pueblo en las federaciones, sin que por eso deje de haber constituciones federales que imiten el procedimiento de la americana, y compartan entre el Presidente y el Senado la facultad de los nombramientos judiciales.
Esta disparidad de opiniones, lejos de hacer ociosa, hace necesaria la indagación, y vamos a hacerla.
Empecemos por la más íntimamente enlazada con la organización misma de la justicia social: Los cargos judiciales ¿deben ser de nombramiento o de elección?
Ya hemos visto que uno de los motivos a que obedecieron los constituyentes americanos al prescindir de la elección y decidirse por el nombramiento de los funcionarios judiciales, fue el de impedir que éstos, dependiendo del cuerpo electoral, descendieran a las pujas de popularidad que parece requisito inevitable en toda aspiración a funciones sociales o políticas sujetas a elección. Prescindiendo de ésta, se logra indudablemente salvar la independencia judicial, y lo que es más, el decoro y la majestad de los que han de ser representantes de la justicia. Y a la verdad, entre la dependencia momentánea de dos poderes constituidos y la dependencia periódica de una fuerza inorganizada como es y seguirá siendo el sufragio popular, mientras no lo reforme la doctrina electoral que hemos expuesto, preferible es que los magistrados de justicia deban a la conjunta aprobación del Ejecutivo y Legislativo el nombramiento de su cargo. Así, al menos, el juez puede salvar todas las reservas de su carácter funcional y personal: acaso debe su cargo a alguna condescendencia o a cualesquiera motivos de orden privado, pero no será al cambio de su dignidad por un empleo.
Mas como no se trata de resolver con datos experimentales el problema, sino de saber doctrinalmente cuál es el medio, concorde con el sistema representativo, de formar las magistraturas judiciales, tenemos que ir a la fuente de las doctrinas.
La función judicial, ¿es o no una verdadera función del poder social? ¿Lo es? Pues debe constituirse como las demás funciones de poder. Las demás funciones de poder ¿por qué se constituyen y deben constituirse electoralmente? ¿No es por que la elección es el medio único de la delegación y porque la delegación es el símbolo de la representación? Pues la función judicial debe ser electiva para que, siendo efectivamente delegada, concierto con el sistema de representación que integra.
En principio, pues, los cargos judiciales son electivos y el juez debería tener que agradecer su magistratura más que a sus propios méritos al reconocimiento de sus méritos por el cuerpo electoral.
Pero como el cuerpo electoral no está tampoco organizado según la ley del sistema jurídico a que corresponde, para que la judicatura sea electiva es indispensable que el Electorado sea una función de poder y esté organizado de modo que comprenda órganos distintos para distintas operaciones electorales. Entonces el órgano principal o el electorado directivo podría elegir los jueces sin que los presuntos magistrados hubieran de descender a las postulaciones, intrigas, sobornos y lucha de vituperios y calumnias que deshonran hoy el papel de candidato.
Esa reforma previa del sistema electoral, fundada en el reconocimiento de la función electoral del poder es, sin embargo, demasiado lejana para que a ella se fíe la siempre urgente organización judicial, y se podría con menos rigor de doctrina, pero dentro de ella, constituir de un modo más lógico el cuerpo judicial. Bastaría declarar electiva esa magistratura, someterla a la misma gradación electoral que hemos recomendado para la Presidencia, y hacer inamovible al Juez.
Así quedaría reducido el problema a averiguar si la inamovilidad es compatible con la delegación.
Desde luego que no, en ningún cargo exclusivamente político. Pero la judicatura no lo es. Eminentemente político en cuanto expresión de una función de poder, es preeminentemente social, no ya sólo por su alcance (que, en ese sentido, son sociales todas las funciones de poder) sino por la incesante continuidad de su influencia en la vida individual y colectiva de la sociedad nacional y de cada una de las sociedades particulares, familia, municipio, etc., que la componen.
Lo que no sería compatible con el sistema representativo en cuanto la función judicial es una función de poder, lo es en cuanto la magistratura judicial tiene una trascendencia inmediata, continua, parcial y total, en la vida de la Sociedad. Por tanto, si para asegurar el orden material y moral importa que el buen juez desempeñe, mientras sea bueno, su sagrado cargo, no hay inconveniencia de doctrina o sistema en hacer inamovibles las magistraturas judiciales, y antes hay profunda consecuencia en hacerlo, puesto que la resultante final del sistema representativo de la democracia ha de ser el orden jurídico, y para que éste resulte, es necesario que la influencia del derecho no se concrete a las meras relaciones del Estado, sino que trascienda a todas y las más íntimas relaciones de la Sociedad.
Siendo, pues, compatible la elegibilidad con la inamovilidad de los funcionarios judiciales, estos cargos deben ser electivos y durar mientras dure la buena conducta del funcionario que lo desempeña.
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LECCIÓN LXIII
Problemas complementarios. − Incompatibilidad de la función judicial con cualquier otra.
Lo que pierde a los sistemas es la excesiva falta de lógica en sus aplicaciones, no la lógica excesiva de sus doctrinas. Si el sistema representativo de la democracia se aplicara, hasta en sus últimas y más recónditas consecuencias, a la sociedad más débil, no se la agobiaría tanto bajo el peso de la lógica cerrada del sistema, como se agobia con sus contradicciones a las sociedades a quienes se somete a un régimen falsificado de gobierno representativo. El rigor lógico retardaría tal vez el desarrollo de las fuerzas jurídicas de la Sociedad, pero desde el primer momento las encaminaría; al paso que la falsificación del sistema, descaminando las fuerzas que es fin suyo encaminar, desmoraliza.
¿Qué crédito, por ejemplo, puede inspirar un sistema que divide los llamados poderes del Estado a fin de que su separación garantice la libre acción de los derechos individuales y sociales, y después de haber hecho la división de los poderes se presenta confundiéndolos en la práctica, ora consintiendo la intervención de los funcionarios ejecutivos en las Cámaras legislativas, ora la de los funcionarios legislativos en la función ejecutiva, ora arrebatando de sus magistraturas a los funcionarios judiciales para llamarlos a operaciones legislativas o ejecutivas?
Esto último, que es lo que constituye la absurda, compatibilidad establecida por gran número de Constituciones democráticas entre el cargo judicial y otras funciones políticas, es quizá la más peligrosa confusión de funciones y la más odiosa inconsecuencia de doctrina.
La magistratura judicial es un sacerdocio: aun, cuando no fuera por consecuencia doctrinal, se debería por respeto a la santidad de las funciones encomendadas al guardián de la justicia, aislarlo en su venerando ministerio, alejarlo de las competencias y de las concupiscencias del poder, y resguardarlo de toda solicitación que no sea favorecedora del culto continuo que debe rendir su conciencia a la justicia.
En vez, sin embargo, de propender a hacer del ministerio de la justicia lo que reclama su carácter, la mayor parte de las Constituciones tienden, al omitir el precepto de la incompatibilidad de la magistratura judicial con toda otra, a convertirla en uno de tantos medios de granjería personal y de egoísmo sin escrúpulo.
Así es como, aun en sociedades de tendencias morales tan honrosas como la sociedad chilena, la omisión del precepto de incompatibilidad ha hecho de la magistratura judicial un instrumento político que utilizan de consuno la esperanza de medros en el juez y los intereses de los funcionarios ejecutivos. Cierto es que una ley general de incompatibilidades ha establecido allí, y reaccionando contra ese mal, la incompatibilidad de la función judicial con cualesquiera otras; pero la ha establecido tan tímidamente al mandar que el juez llamado a cualquier otro empleo no pueda volver a la magistratura hasta tres años después de renunciado el nuevo cargo, que no ha conseguido la estabilidad del magistrado en su magistratura.
Tal vez no lo haya conseguido en absoluto la Constitución americana al declarar incompatible la judicatura con cualquier otro empleo; pero son pocos los magistrados judiciales de la Federación que abandonan sus tribunales de justicia por cargos que ofrezcan más ventajas de posición o de fortuna, y son muchos los que, honrando con su espíritu sacerdotal su noble sacerdocio, permanecen treinta y cuarenta años en su puesto de conciencia y merecen de sus conciudadanos el elogio glorioso que el noble Webster dirigió en Albany al juez Jay, el primer Justicia (chief Justice) que tuvieron los Estados Unidos y el primer ejemplo que se afanan por imitar sus sucesores.
Para producir émulos de Jay y para dar a la administración de justicia el carácter de sagrado sacerdocio que debe tener, es indispensable, no sólo declarar incompatible la función judicial con toda otra, sino hacer efectiva la incompatibilidad, incapacitando para reocupar su puesto al juez que por otro lo abandona. Superfluo es agregar que, para obtener el verdadero fin de esa incompatibilidad, que es el dotar de servidores fieles a la justicia, es necesario y equitativo remunerar del modo más liberal los cargos judiciales.
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LECCIÓN LXIV
Problemas complementarios. − El juicio por jurados.
El régimen social de los pueblos educados por el catolicismo y el centralismo se muestra tan rebelde a la institución del Jurado, que apenas lo consiente. Mientras que sólo a fuerza de tiempo se ha aclimatado en Francia, todavía es un desiderátum de los liberales en España, y una práctica sin fuerza social en las pocas democracias latinoamericanas que lo han adoptado.
Y sin embargo, el juicio por jurados es uno de los órganos que más vigor puede dar al Cuerpo judicial y más eficacia a la justicia organizada.
La razón de su excelencia consiste en el carácter mismo de la institución. Instituye la separación y diferenciación entre dos momentos jurídicos y entre dos modos de apreciarlo. Diferencia la violación de ley de la pena afija a la violación, y separa el conocimiento del hecho de la declaración de responsabilidad establecida para el hecho por la ley.
Merced a ese carácter de la institución, el jurado es aplicable a una porción de asuntos civiles, y la Constitución americana impone a muchos de esos asuntos ese juicio; pero la esfera de acción del jurado es la criminal, y en ella es en donde produce los benéficos resultados que hacen de él un órgano necesario de la función judicial.
Los delitos y los crímenes van siempre acompañados de una fuerza emocional y de un interés dramático que excita la curiosidad sensitiva de la muchedumbre y que, llamada a juzgar, puede convertirse en curiosidad intelectual y concluir por descubrir hasta en sus más recónditos accidentes la delincuencia o inocencia que se trata de establecer. Hacer esa declaración de inocencia o delincuencia, esa es la función del jurado. La del juez sigue siendo la que es, y cuando el veredicto es de culpabilidad, declara e impone la llena que conlleva el hecho.
No por parecer extraño, deja de ser efectivo que el juzgar de un hecho y de las circunstancias y accidentes de ese hecho, es más fácil para el común de los hombres que para el hombre consagrado al ministerio de la ley y dotado del carácter impasible de la ley por sus hábitos mentales, volitivos y afectivos. Demasiado juez para ser hombre de completa realidad social, se identifica con la ley cuanto deja de identificarse con la fragilidad humana, y propende por hábito irresistible de la función social a sacar ilesa a la justicia, aunque quebrante la equidad. Procede así por exceso, no por defecto de conciencia, por vigoroso amor a la justicia, no por falta de equidad; pero cuando a solas con el delito o el crimen de que conoce, vacila entre el hecho y la ley, vacila también entre su sensibilidad de hombre y su conciencia de agente de la ley, y se conturba y se angustia y agoniza y sufre dolores de sensibilidad, de razón o de conciencia que alteran necesariamente la serenidad del fallo.
A ese funcionario de la ley hay que completarlo con pocos o muchos funcionarios de la vida que, ignorantes de la ley, y conociéndose hombres como son los hombres, tengan más miedo a su conciencia que a la ley y más horror a la condenación de un inocente que al delito. Empleados en juzgar un hecho, afirman o niegan con toda la ingenuidad de su razón y con toda la benevolencia de su conciencia, unas veces apiadados del hecho, otras veces lastimados del mal que la Sociedad ha sufrido con el hecho. Terminado el juicio, esos jueces tomados de entre las clases todas de la Sociedad, vuelven apaciblemente a su hogar.
Así es como el juicio por jurados, fundándose por una parte, - en cuanto al juicio, - en la dualidad de los elementos que concurren en toda delincuencia presunta o consumada, y, por otra parte, - en cuanto al juez, - en que siendo iguales todos los hombres ante la naturaleza, todos han recibido de ella la misma facultad de conocer, patentizar, apreciar y juzgar hechos humanos, ha contribuido a simplificar, mejorar y completar la administración de justicia en aquella de sus ramas en que el funcionario de la ley se veía compelido a emplear más tiempo y a veces a perderlo en dolorosas cavilaciones, en temerosos aplazamientos, y en acciones y reacciones determinadas en su conciencia de hombre y en su conciencia de personificador de la justicia.
La división del trabajo judicial, la prontitud de juicio, la imparcialidad del fallo, la mayor garantía de equidad, y junto con todas estas ventajas, la representación activa y efectiva de la Sociedad, no como poder judicial, sino como porción de humanidad, hacen del jurado una institución útil, necesaria y complementaria de las demás instituciones judiciales.
RECAPITULACION
El contenido de la segunda sección de esta tercera parte debía de ser, y con efecto ha sido, mucho más abundante que el de las partes antecedentes.
Se trataba de exponer las funciones del poder social y las operaciones que corresponden a cada una de esas funciones, y además de la tarea de enumeración, distinción, clasificación y análisis que impone la materia, se había de aplicar con cuidado suficiente el método de confrontación que importa probablemente adoptar cuando se trata de oponer hechos a principios, experiencias a doctrinas, no para confundir el hecho con la doctrina o la doctrina con el hecho, sino, al contrario, contrastarlos con el fin ele facilitar la selección.
Atentos a la vez a las doctrinas consumadas y a las por consumarse, al desarrollo jurídico ya alcanzado y al que todavía yace en estado rudimentario en el fondo -del sistema representativo de la democracia, no hemos suprimido parte ninguna del análisis ni consideración importante que ocurriera en su admirable construcción a los constituyentes americanos, pero tampoco hemos omitido la exposición de ideas y doctrinas por miedo a su novedad o por temor de que parezca excesivo el tentar o indicar, o motivar, o razonar innovaciones en una fábrica de ideas tan nueva todavía como la democracia representativa.
Por eso, presentándose desde el primer capítulo de esta última parte, la necesidad de insistir corroborativamente en la idea trascendente, no tanto por nueva cuanto por positiva, de la distribución, de soberanía como fundamento real del gobierno de los grupos u organismos sociales por sí mismos, hemos insistido. Por eso, también, ajustándonos a nuestra idea de poder y considerando meras funciones de él los llamados poderes del Estado, y primera función efectiva del poder de la Sociedad el sufragio, no hemos vacilado en analizarlo, definirlo, recomponerlo y organizarlo o presentarlo en sus bases orgánicas, por nueva que sea la tentativa y por inusitado que sea el examen integral de esta función de poder, tan desconocida en su carácter de función como vergonzosamente compelida u legalizar el desorden jurídico u que generalmente sirve de disfraz. Pero en éste como en los análisis anteriores, antes de dar cuenta de la reforma reclamada por el sistema representativo, hemos cuidado de patentizar la necesidad de la reforma, examinando lo hecho por los organizadores de la democracia representativa.
Siendo tan vasta como es esta materia electoral, hemos puesto el mayor empeño en presentarla con la mayor extensión, y de ahí las varias lecciones que dan .a conocer sucesivamente:
1° El derecho y el deber que instituye la función electoral;
2° Los aciertos y los errores, las congruencias e incongruencias, las torpezas e inmoralidades de la actual organización electoral;
3° Las Convenciones electorales, en su naturaleza, en su historia, como coeficiente práctico de reforma dentro del viciado sistema histórico de elecciones, y como embrión del sistema racional;
4° El fundamento del derecho de las minorías, los métodos escogidos para hacerlo efectivo y la capacidad de uno de ellos para aplicarse a una reforma radical de las legislaciones electorales;
5° Exposición de la organización racional de la función electoral, de su fundamento doctrinal, de las bases orgánicas, del desarrollo de las bases y del resultado probable que tendría una organización que, poniendo en actividad una función efectiva del poder que hasta ahora se ha burlado sistemáticamente, está llamada a contribuir al orden jurídico cuanto actualmente contribuye su degeneración al desorden material y moral de las sociedades municipales, provinciales y nacionales.
Deduciéndose de la naturaleza misma del poder que la segunda de sus cuatro funciones es la capacidad de legislar, pasamos al examen de la función y operaciones legislativas.
Pero aquí, antes de entrar en los hechos de organización, que son extraordinariamente numerosos, empezamos por una sucinta exposición do la doctrina, entremezclando después las ideas propias con las realizadas, a medida que procedemos en el análisis.
De él derivamos estos conocimientos:
1° Que la naturaleza de la función legislativa es eminentemente racional;
2° Que de la naturaleza de esa función se derivan sus bases racionales de organización;
3° Que los órganos de la función han de ser varios, y no ya sólo dos, según la mejor organización histórica, sino tres, según las necesidades del trabajo legislativo;
4° Que la función legislativa es política por necesidad fisiológica, o en otros términos, porque en la función de legislar intervienen, no por igual, pero pareando su actividad, la razón y la voluntad social;
5° Que la función legislativa se distribuye entre todos los organismos de la Sociedad, municipio, provincia, nación, puesto que cada uno de ellos es un poder y cada uno de ellos tiene necesidad de hacer efectivas las funciones de su poder;
6° Que los órganos de la función legislativa son la Precámara, la Cámara y el Senado;
7° Que el número de funcionarios legislativos debe ser proporcional a la población, que cada una de las Cámaras tiene un objeto peculiar, objeto en que se funda también la distribución de funcionarios entre ellas; y que el mandato imperativo es inadmisible por contraproducente;
8° Que el legislar, como trabajo, está sujeto a división: que esa necesidad de su división es una de las razones en que se funda la necesidad de la Precámara: que el propósito doctrinal de ésta no es el puramente económico de las Comisiones parlamentarias; y que, entre los trámites para la formación de la ley, hay uno observado en Inglaterra y Estados Unidos que conviene singularmente al carácter deliberativo de la función legislativa;
9° Que para la composición de los órganos legislativos hay que tener presentes, entre otras, condiciones de edad tales que aseguren o contribuyan a asegurar el carácter y objeto peculiar de cada uno de los órganos que deban componer el cuerpo legislativo; que la elegibilidad debe consultar también el distinto propósito de las Cámaras; que la incompatibilidad de la función legislativa con cualquiera otra, debe ser absoluta; que la dieta u remuneración de los funcionarios legislativos debe considerarse necesaria y ser tan elevada como lo consientan las rentas del Estado;
10° Que las atribuciones u operaciones legislativas, deben ser tales y tantas como corresponden a la función social que tiene por fin el convertir en ley las necesidades colectivas;
11° Que la responsabilidad y duración de la función legislativa son un verdadero problema que es necesario resolver, y que en el estado actual de la Ciencia constitucional y de su práctica, sólo puede resolverse indirectamente, combinando la duración de los períodos legislativos con la permanencia de los funcionarios;
12° Que los cuerpos legislativos deben ser dotados de facultades judiciales, por qué, en qué casos, con qué procedimiento, y hasta qué punto;
Como al tercer momento del poder, la ejecución, corresponde la tercera función del poder social, del análisis de la función legislativa pasamos al de la ejecutiva.
Del análisis obtenemos los siguientes conocimientos:
1° El de los problemas resueltos por los constituyentes americanos al organizar el departamento ejecutivo, y la organización actual de ese departamento;
2° El de los problemas que han de resolverse para poder organizar concienzudamente la función ejecutiva; problemas que son el de la unidad, energía, rapidez, responsabilidad e independencia de la función;
3° El de los problemas relacionados con la duración, elección y modo de elección de los funcionarios ejecutivos;
4° El de las bases orgánicas de la función ejecutiva;
Como se ha visto, en esta parte del análisis, hemos antepuesto la exposición de los hechos de organización a la de las doctrinas, sin entremezclar, como en los dos análisis de las funciones electoral y legislativa, los, hechos de organización histórica con los principios positivos de organización; pero ha sido, no por alterar el método sino para simplificar el análisis.
En el que vamos a hacer de la función judicial encontraremos, como en el de la función ejecutiva, la misma facilidad o simplicidad que nos permitió ajustarnos estrictamente a nuestro método; y lo seguimos, exponiendo:
1° El problema de organización judicial más importante desde el punto de vista de la naturaleza de la función judicial. Ese problema es de la jurisdicción política del Cuerpo judicial;
2° Exponemos en seguida la organización del Cuerpo judicial, según la presenta la Constitución que ha servido y merece seguir sirviendo de guía a las sociedades democráticas;
3° Exponemos después las bases orgánicas de la función judicial, según se derivan de la naturaleza misma de la función;
6° Y por último, planteamos y resolvemos, o más exactamente, recomendamos como necesaria la adopción de las soluciones históricas dadas a tres problemas complementarios de organización judicial, tan importantes para realizar el fin de la justicia social, como son la elegibilidad e incompatibilidad de la función judicial y la institución del Jurado.
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