abril 10, 2012

"Unico asilo de las repúblicas hispanoamericana (en un Congreso general de todas ellas)" Pedro Felix Vicuña (1837)


UNICO ASILO DE LAS REPÚBLICAS HISPANOAMERICANAS
(EN UN CONGRESO GENERAL DE TODAS ELLAS).
Pedro Félix Vicuña
[1837]

Dedica estas reflexiones a sus compatriotas un chileno [1].
The convulsions of nations and the calamities and
the crimen of mankind, always form the most inter-
esting subject of history; and happy la that people
concerning whom the historían finds little tu relate.
From the period of the acceptance of their contitu-
tion, the American States have, in a great degres,
enjoyed that fortunate situation.
Escvc. Brivr.

SITUACION DE LAS COLONIAS ESPAÑOLAS EN LOS MOMENTOS DE LA REVOLUCIÓN DE SU INDEPENDENCIA.
Nuestra Metrópoli no era una de las naciones mas cultas de la Europa y los pueblos que ella esclavizaba, naturalmente debían hallarse mas atrasados en la escala de la civilización. La España que puede vanagloriarse de haber sido uno de los pueblos mas civilizados, y quizá el que mas florecía en el nacimiento de las ciencias, habiendo producido en aquellos oscuros tiempos, filósofos, escritores y artistas eminentes, sucumbió bajo la tiranía y principios de lo Casa de Austria, que en lugar de dirigir hombres esclarecidos solo procuraba gobernar viles y degradados esclavos. La fuerza de las armas, el fanatismo, y la superstición fueron los medios mas eficaces con que Felipe II consumó los planes que su padre había iniciado en la Península, para preservarla de las guerras de religión que él mismo había tenido que sostener en Alemania, con tanto tesón y éxito tan variados. El feliz resultado que obtuvo Felipe de conservar la unidad de sus pueblos, y al mismo tiempo la tranquilidad interior, mientras las demás naciones se despedazaban, hicieron incuestionables los medios de que había usado aquel tirano, y todos sus sucesores con una fe ciega siguieron sus máximas y principios. Las ciencias y las artes detenidas en su noble curso, perseguido el talento y el saber, ya por la política que temía el esclarecimiento de los derechos del hombre, o bien por el fanatismo, que ella misma había armado, ha hecho que la España no cese de retroceder, cuando las otras naciones de Europa caminaban a su engrandecimiento. Por más de dos siglos los infelices habitantes de esta nación dotada de un carácter enérgico y generoso, han sido el ejemplo del funesto influjo del despotismo.
La América Española, que abrazaba países tan inmensos, y poseía riquezas tan extraordinarias, desde un principio fijó las recelosas miradas de los monarcas de España. La distancia que separaba a estas regiones, la envidia de las otras naciones de Europa, aquel ciego espíritu de colonización que las animaba y el sistema mercantil, que era la fiebre de todos los pueblos civilizados, aun llevó más adelante los tiránicos principios con que sus reyes habían dirigido la Península. El aislamiento mas completo de toda la América, fue siempre el plan favorito del gobierno español, sin permitirnos otra comunicación que con los seres envilecidos que recibíamos por amos. Nuestros puertos fueron todos cerrados, y prohibido el comercio con las otras naciones, pues se creía que tarde o temprano este mismo comercio nos había de traer la ilustración, objeto de todos los temores de aquel degradado gobierno. Pero cuanto prueba el influjo de la tiranía, cuando lo acompaña el fanatismo, es el haber consentido que nuestra situación era la mejor que podíamos esperar, y el hallar en cada ley que nos humillaba los tiernos miramientos de un monarca querido. Se nos había hecho concebir el saber como sinónimo de irreligión o inmoralidad; las luces como los abortos de hombres abominables que querían corromper el mundo, y las ciencias como teorías inútiles. La sola presencia de un europeo, que no fuese español, nos llenaba de aquellos tristes recelos, que las preocupaciones y una educación aun mas ignominiosa querían fuesen las bases de nuestro envilecimiento.
Nuestras costumbres correspondían a las máximas que se nos presentaban como incuestionables axiomas, ellas seguían la marcha de nuestra educación, pero por un principio político abominable se nos permitía un espíritu de relajación, que en la Península hubiera sido severamente castigado. Una distracción que corrompiendo nuestro corazón nos apartase de considerar en nuestros verdaderos intereses, aunque vil y criminal, se hermanaba muy bien con los rígidos principios del fanatismo, y la disolución, el juego y otros vicios no menos funestos eran los regulares pasatiempos y quizá los únicos placeres de millones de hombres, que ya habían dado algunos pasos en la carrera de la civilización.
Nuestros conocimientos políticos se reducían a las leyes coloniales, pero ni aun el ejercicio de estos miserables derechos era concedido a los degradados americanos; los españoles ocupaban desde la primera hasta la última escala del sistema colonial, y eran en todo nuestros jefes y los instrumentos de nuestra opresión.
Es preciso hacer algunas excepciones en este triste cuadro. En América ya habían hombres, que por un talento natural se habían elevado sobre las miserables preocupaciones que tenían humillada la masa de los habitantes. Ellos habían visto la acumulación de riquezas, que había sido el fruto de la fertilidad de todo el continente y de las ricas minas que por todos se explotaban; ellos miraban multiplicarse las poblaciones y penetrar por en medio de una suspicaz política la historia de los principios que agitaban la Europa y conmovían sus tronos. El ejemplo de una poderosa nación, que en el norte de nuestro continente se elevaba majestuosamente, después de haber roto sus cadenas, daba un nuevo impulso a aquellos genios patrióticos que fluctuando entre mil temores y esperanzas ansiaban por el momento de libertar su patria. La invasión irresistible de un poderoso guerrero, que cambió los destinos de España, presentó la ocasión más oportuna de alzar el grito de libertad e independencia. En toda la América resonó esta misma voz, y nuestra situación pasó desde entonces a ser muy diversa.
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SITUACION DE LA AMERICA ESPAÑOLA EN LA EPOCA DE LA GUERRA DE SU INDEPENDENCIA.
Los halagos de la libertad, confundidos muchas veces con la licencia, despertaron nuestro genio y animaron nuestras esperanzas. La independencia de un poder lejano, interesado en nuestra humillación, fue el voto solemne de todos los americanos; pero no entendiendo el arte de dirigirnos, ni los límites de una libertad, que era el móvil de la gran revolución que habíamos principiado, la discordia y la desunión vinieron a turbar las lisonjeras esperanzas que la combinación mas feliz había preparado.
La España, invadida y sin gobierno, parecía abandonarnos a nuestra propia suerte. Los que dirigían la América a nombre del gobierno español, conociendo su verdadera situación, obraron débilmente, y en Colombia, Chile y las provincias Argentinas, se alzó el estandarte de la libertad. Algunas autoridades nacidas en la Península, unas veces en el seno mismo de la guerra y otras organizadas bajo los auspicios de la anarquía, y todas ellas sin tener un palmo de tierra en que ejercer su poder, se dirigieron a establecerlo en lo América, con el mismo orgullo que lo hacían antes nuestros infames tiranos. La multitud de españoles, que habían figurado como los primeros en los países recién revolucionados y que vejan escaparse para siempre su poder y su influjo, fueron los agentes de aquellas potestades desconocidas aun en su propio suelo. En el Perú, Quilo, México, Guatemala y otros puntos en que aun no había prendido el fuego de la insurrección, los satélites de la tiranía española organizaron fuerzas para contener a los unos y volver a los otros a que de nuevo arrastrasen las antiguas cadenas. La inexperiencia y el orgullo, que nos había inspirado una libertad que desconocíamos, habían puesto el desorden en nuestra marcha y organización; mil pasiones tumultuosas agitaban todas nuestras relaciones sociales; la ambición dominaba a cuantos había elevado la revolución; unos se apoyaban en las armas, otros lisonjeaban la muchedumbre, y la libertad no se consideraba sino como un medio de elevarse y dominar. La desunión y la anarquía debían ser el preciso resultado de tal orden de cosas; las intrigas, las conspiraciones y aun choques violentos, que ensangrentaron nuestros primeros ensayos de libertad, eran los preludios de mil otros infortunios que nos aguardaban. En medio de esto desorden tuvimos que alistarnos para sostener la guerra con que nos amenazaban nuestros tiranos. La triste perspectiva que habían presentado nuestros primeros pasos, y la seducción, las promesas y las intrigas eran armas y batallas anticipadas, con las que se contaba como segura nuestra reconquista y esclavitud. Fue entonces preciso adoptar el opuesto extremo en la marcha, que hasta allí habíamos llevado; todos los que amaban la independencia y la libertad de la América, no hallaron otro medio de salvarla que concentrar el poder en las armas que nos debían defender. Los gobiernos militares nos salvaron de la anarquía que por todo aparecía triunfante, no sin tener mucho que sufrir de esta terrible hidra, que al menor descuido renacía aun mas formidable o imponente. Las victorias sostenían nuestras esperanzas y los revocas estrechaban nuestras relaciones: cuando las unas eran rápidas y constantes, la desunión y el desorden seguían muy de cerca: cuando el peligro nos amenazaba, el mal común reunía nuestras ideas y esfuerzos: ¡triste propósito que nos anunciaba los males de la América!
Admiraba el ver por todo en aquella época, más bien que los recursos y riquezas de la América, los efectos de la UNION. A nuestras expensas se sostenían formidables ejércitos; Españoles y Americanos recibían de nosotros su sustento, sus pagos y sus armamentos, y unos y otros para privarse de los muna de sostenerse incendiaban los campos; los españoles ponían a contribución a los americanos, y éstos a los partidarios de la España; las batallas se sucedían unas a otras, y los desórdenes de la guerra desolaban provincias y repúblicas enteras, que por un milagro volvían a aparecer de nuevo mas brillantes por sus victorias y heroísmo. La población, que, parece debía aniquilarse, se veía progresar; la agricultura parecía tomar un nuevo vigor en medio de la guerra; la propiedad territorial doblaba sus valores, y el comercio en los vaivenes políticos, encontraba nuevos elementos de utilidad riqueza; los, ejércitos, las escuadras y todas las empresas que debían asegurar nuestra libertad, se levantaban y equipaban como por encanto; las rentas públicas aumentaban, y en todo se veía la marca infalible del progreso y del engrandecimiento. Las ciencias y las artes tomaban una nueva vida y se perfeccionaban, y en el estruendo mismo de las armas creíamos ir recibiendo la experiencia, que en tiempos mas tranquilos debía elevarnos a la felicidad y grandeza, que era el constante anhelo de cuantos amaban la libertad Americana. ¡Qué distinto fruto el que hemos recogido!
No podrían explicarse estos fenómenos políticos, a menos que el deseo de nuestra independencia y la unidad y poder que fue preciso dar a los gobiernos, no entren como los móviles y resortes principales de acontecimientos verdaderamente asombrosos. Chile, por ejemplo, tuvo en su suelo como veinte mil combatientes a un mismo tiempo, entre sus defensores y sus enemigos, que todos se sostenían con nuestros productos y riqueza; pagaba a las provincias Argentinas los gastos de la expedición que vino a ayudarnos a reconquistar nuestra libertad; organizaba una escuadra, que jamás vio igual el Pacífico, y se preparaba a mandar un formidable ejército, que libertase al Perú. Chile sin duda es hoy más rico; pero no podría hacer la mitad de aquellos esfuerzos, por su situación política, por la diversidad de opiniones e ideas que lo dominan, y por la división, que es el mas terrible mal de todos los gobiernos americanos.
A medida que la fortuna favorecía nuestras empresas, todo se iba debilitando, las pasiones antes oprimidas por el poder de los gobiernos, fueron también despertando, no se recordaban ya los servicios, que estos habían prestado, sino los males, que voluntariamente, o por necesidad habían hecho. Los que poseían el poder no se creían bastantes seguros en aquellos momentos ni aun con las armas de que eran depositarios, y buscaban apoyo en las asociaciones de sus partidarios y amigos, que también participaban de cierta autoridad e influjo. Los enemigos de los gobiernos no pasaban en el ocio estos momentos que también ocupaban en asegurarse. Se hacían las mismas asociaciones bajo el misterio, y públicamente se invocaba la libertad en peligro, se pintaban todos los movimientos y pasos de los gobiernos con los colores mas negros de la tiranía, se hacían correr las ideas y las noticias mas siniestras, y solo alguna victoria de nuestros enemigos comunes, paralizaba la marcha anárquica que tomaban todos los pueblos de América. Los gobiernos aprovechaban estos momentos para humillar a aquellos rivales mas peligrosos, alejándolos del teatro de sus esperanzas, único medio de sostener el orden. Pero esto no hacia mas que preparar nuevas escenas, en que aparecían otros nuevos atletas, que era preciso combatir, y que unas veces abatidos y otras llenos de orgullo mantenían la alarma, que muy pronto debía arruinar la América. Nuestras armas triunfaban por todo, una larga guerra nos había enseñado el arte de hacerla con ventaja, las huestes que triunfaron en España de los conquistadores de Europa, hallaron su sepultura en nuestros campos, y la América majestuosa y triunfante proclamó su independencia y libertad, y todos los pueblos de la tierra la reconocieron soberana.
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SITUACION DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA DESPUES DE CONCLUIDA LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.
Las armas al frente del enemigo conservaron en toda la guerra aquella disciplina y aquel orden que era necesario para vencer nuestros opresores y sostener a los gobiernos contra las sordas maquinaciones de la anarquía. Concluida la guerra, una fiebre política abrazó toda la América, una libertad absoluta, que podemos llamar licencia, fue la voz unánime que resonó desde el Missisipi hasta el Cabo de Hornos, y todos los gobiernos cayeron unos resistiendo y otros cediendo a aquel vigoroso impulso. Las mismas armas que los habían sostenido fueron los elementos principales de su ruina, pues hasta ellas llegó el contagio, y si esta vez obedecieron al instinto ciego de una falsa y errada opinión, su ensayo revolucionario no sirvió sino para hacerles conocer su influjo y su poder, y prepararlos para destruir en adelante lo bueno y lo malo, atacar los pueblos y los gobiernos y causar siempre mil infortunios. Las ideas exaltadas y los principios políticos de una igual clase habían cundido por todas las poblaciones de América; se hablaba con entusiasmo de los derechos del hombre y se tomaban por tales pomposas declaraciones; se devoraban aquellos escritores y políticos franceses, que en el delirio de su revolución habían tanto declamado contra la tiranía y contra los gobiernos, y de sus máximas se hacían las reglas invariables de una sociedad libro, y sin consultar las diferencias tan notables que la educación, las costumbres y las leyes mismas ponen entre dos naciones, se quería dar a nuestra revolución aquel mismo giro, que atrajo tantos infortunios a la Francia por querer también imitar a las repúblicas de Grecia y Roma, que nada tenían de común con una monarquía envejecida, que por si sola debía regenerarse aunque de distinto modo. La menor resistencia alarmaba a nuestros celosos republicanos, y la sola oposición a aquellas peligrosas doctrinas, era para ellos el principio de una tiranía que amenazaba la libertad. Las reuniones populares se revestían de la soberanía y obraban como tales. De los grandes pueblos pasaba el contagio a las provincias; los gobiernos resistían esta exaltación de ideas, pero sin chocarlas abiertamente, y pueblos y gobiernos deseabas la existencia de una ley política, unos para contener la autoridad, otros para conocer hasta donde se extendía su poder y obrar sin responsabilidades. Este deseo uniforme hacia nacer códigos políticos incesantemente, que destruían los pueblos porque los creían favorables a la tiranía; o bien los gobiernos, porque se veían reducidos a la mas absoluta nulidad. Las armas a su turno eran siempre el sostén de unos y otros, según las ventajas que se les ofrecía: las conmociones, que hasta allí habían sido pasajeras, tomaron otro tono y el choque de las fuerzas militares, ya para sostenerse, ya para derribar, alejó las esperanzas de regenerarnos en aquella débil anarquía, que mas bien era la escuela de nuestra inexperiencia, y de donde pensábamos obtener los mayores bienes sin tocar jamás en los asiremos. El resentimiento seguía muy de cerca a la resistencia armada; se organizaban conspiraciones; se hacían insurrecciones y levantamientos, ya en una provincia, ya en un pueblo, y cuando nada surtía el efecto esperado, se recurría abiertamente a la misma fuerza, y los choques eran inevitables: corría, al fin, la sangre Americana, y solo servia a preparar nuevas escenas de horror. ¡Qué triste cuadro para tantas repúblicas que habían creído hallar su engrandecimiento en una libertad cuyos límites no atinaban a conocer! No siempre la victoria estaba al lado de la justicia y del deber; pero a cualquier lado que ella se colocase, la patria tenia que llorar la pérdida quizá de sus hijos mas queridos.
Los mismos que peleaban por sostener una excesiva libertad, cuando triunfantes, adoptaban el opuesto extremo, y los principios o ideas que ellos proclamaban no eran mas que vanos simulacros, que cubrían la ambición y servían de protesto a miles de atentados, decorados siempre con los pomposos títulos de ser por el bien público y conforme a los intereses de la patria. Sería largo entrar en un detalle de las infinitas revoluciones que han agitado a todas las repúblicas de la América Española, que con muy cortas diferencias han tenido que llevar una misma marcha en su anarquía. Unas mismas causas producían siempre los mismos efectos, y poco antes, poco después, cada una ha sufrido los mismos males y las mismas desgracias.
La historia de nuestras revoluciones es demasiado extensa, y el presentarnos una viva pintura de todos nuestros errores, y hacer un recuerdo de nuestros excesos y pasiones, sería la obra que quizá podría producir mas bienes a toda la América. Conocemos que los hechos son el mejor lenguaje, y que el análisis de tantos crímenes y virtudes, de tanto egoísmo y de tanto patriotismo, formarla un contraste capaz de lijar nuestras ideas y hacernos conocer nuestros intereses; pero en una ligera memoria como esta, apenas podemos indicar en globo los acontecimientos extraordinarios que han paralizado la marcha grandiosa con que la América debía elevarse.
Se ha procurado contener el mal, pero los medios adoptados hasta aquí empeoran nuestra condición; de un extremo parece que saltamos al otro opuesto, sin guardar aquella medianía, que regularmente forma el equilibrio de la política. No ya nos contentamos en fraguar tempestades entre nosotros mismos, sino que las excitamos entre nuestros vecinos.
Unas repúblicas se federan para hacerse respetables y contener en el interior, la anarquía que las ha despedazado; otras se ligan con el mismo objeto, pero sobre distintas bases, y el desorden que cada Estado sufría solo salo de sus límites para hacerse extensivo al exterior. La América va a unir a los horrores de su suerte la guerra de unas repúblicas con otras, y una gran revolución en todo el continente va a ser el resultado de los pasos ya dados. Cuando no hay ideas fijas, cuando no se reconocen algunos principios que sirvan de fundamento a un sistema determinado, cuando se carece de virtudes, cuando se cruzan tantos y tan diversos intereses, y por todo reina la ambición, nada es posible calcular sobre esta revolución que aceleradamente se adelanta a nuestra vista. Los americanos, cansados de tantos infortunios, parecen mirar este acontecimiento con indiferencia, creyendo que nada puede haber peor que lo existente; pero nadie aun sabe si solo ahora principian nuestras mayores desgracias, nadie aun calcula si la tumultuosa y espirante libertad de la América va a luchar con el despotismo, que cuenta con la apatía de todos los ciudadanos, ni nadie aun puede calcular si éstos, despertando de su sueño, triunfarán de la anarquía y de la tiranía, los dos escollos formidables de su felicidad. Todo es oscuro, y lo único que hay cierto es este gran movimiento político que afianzará nuestra libertad o nos sumirá en el mas odioso despotismo, no pudiendo nunca llegar a uno u otro de estos resultados sin haber antes sufrido las mayores desgracias. Ensayemos algunas ideas que puedan calmar nuestros tristes presentimientos, y felices nosotros si ellas encierran algunas verdades que puedan aclarar esta misteriosa revolución y contener a los gobiernos de América en los pasos que avanzan hacia ella.
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PRINCIPIOS SOBRE QUE DEBEN FORMARSE LAS CONSTITUCIONES POLITICAS DE LA AMÉRICA.
Antes de entrar en el fondo de nuestros pensamientos, séanos lícito aventurar algunas opiniones, que creemos necesarias al esclarecimiento de aquellos. El sistema de gobierno que adopte la América influirá demasiado en sus destinos, para que él no sea siempre la base de todo proyecto y de toda reforma que se intente. Cuanto pudiéramos decir en adelante sería inútil, y quizá contrario al objeto mismo que nos proponemos si anticipadamente no procurásemos fijar los principios sobre que deben girar nuestras ideas. El republicanismo, que ha sido el voto unánime de todos los americanos, esta voz que escila el entusiasmo de la virtud e inspira sentimientos llenos de heroicidad y grandeza, será siempre el centro u erijan de donde hagamos nacer nuestras opiniones. Sin duda este republicanismo no será en la Indeterminada extensión que ha hecho los infortunios de América; pero sí el que inspira la razón y la experiencia.
A pesar que bastante hemos avanzado en el conocimiento de la política, generalmente aun existen en América ideas muy confusas y muy erróneas sobre la libertad popular. La soberanía, que naturalmente reside en una república, en el cuerpo de la nación, se cree un poder inalienable de que jamás pueden desprenderse los pueblos, sin dar un crudo golpe a su libertad y derechos. De aquí ha nacido que los gobiernos, los cuerpos representativos y todas las demás autoridades han sido siempre vacilantes, y sujetas a los caprichos y oscilaciones de tumultos o reuniones populares, a las que injustamente se presta una soberanía, que toda la nación reunida no podría reclamar, después de haberla delegado conforme a las reglas y leyes establecidas.
Estas incuestionables verdades determinan los límites de una justa libertad, para no equivocarla con la licencia, que ha sido nuestro error favorito, sostenido muchas veces por la malicia de ambiciosos anarquistas. Ninguna cosa deben los gobiernos celar con mas actividad que a esta clase de políticas, cuya sola ocupación es fraguar tempestades y optar las naciones, y jamás permitirles que roben a los pueblos su nombre para sus fines personales, en que la ambición o el interés son las reformas y bienes que reclaman para los pueblos. La multitud oye con placer cuanto lo halaga y no alcanza a penetrar las intenciones del que la engaña; adopta cuanto cree mejorar su suerte, y siempre está pronta a entrar en trastornos en que los ambiciosos lo hacen ver una mutación de fortuna que nunca dejará de serles favorable. Pero en América esta muchedumbre tumultuosa no compone el mayor número; las clases laboriosas, que ven en sus brazos el manantial de su riqueza y felicidad, y los propietarios que deben su fortuna a un trabajo anticipado, y a su economía, componen mas de los dos tercios de la población. La opinión de éstos, que es la del mayor número, es la que solo debe dirigirnos; ella expresará siempre los sentimientos de moderación y de virtud, y será tan enemiga de la licencia como apreciadora de una libertad, a quien debe el ejercicio de sus derechos y el goce de mil ventajas sociales que desconocen los esclavos. Esto no quita que en unas naciones libres, como las de América, todas tengan los mismos derechos, las mismas garantías y los mismos beneficios; pero la voz del mayor número y sus intereses y bienestar hacen la suprema ley.
Quizá los gobiernos quieran confundir el espíritu enérgico de un ciudadano, que reclama los derechos de su patria ultrajada, con las frenéticas declamaciones de un demagogo, y quizá se intente aplicar las penas de éste, al que lleno de virtud y patriotismo solo pide justicia. Seguramente que la tendencia natural de todo gobierno es a sofocar toda oposición, a hacer prevalecer sus opiniones, y si posible fuera, aun a colocarse mas arriba de las leyes; pero en nuestra organización política están salvados todos estos riesgos, y los gobiernos carecen de los medios de efectuar su natural inclinación. El que hace la ley en una república no la ejecuta, y el ejecutor tampoco es quien la aplica. Esta división de poderes es la mejor garantía de la libertad y de la seguridad de las instituciones; y sería preciso la reunión de estas tres autoridades independientes para invertir el orden y oprimir a la nación. Estos casos son demasiado frecuentes para que no se dejen de temer, y existiendo todas las fórmulas, y todo el aparato de un gobierno libre, pueden muy bien ser esclavizados los pueblos. Sila dejó existente el Tribunado, los Cónsules y el Sellado y no por eso dejó Roma de ser esclava, y sus habitantes el juguete de un tirano feroz. Creo inútil indicar los síntomas que anuncian la subversión de las leyes y de la Constitución, y aun mas inútil decir que tales gobiernos no deben contar sino con la fuerza, que es el instrumento de su tiranía. Pero estos sucesos jamás dejan de tener por origen la licencia, el desorden y el desenfreno de todas las pasiones; y el despotismo sigue siempre muy de cerca a la debilidad de los gobiernos, a la ineficacia de las leyes, o a la flojedad y mala armonía de todos los resortes que sostienen la máquina política.
Todo esto prueba, que por una prevención injusta jamás se deben quitar a los gobiernos los medios de sostener el orden público y su propia existencia tan ligada a este mismo orden. Si los que mandan están sujetos por la ley a una estricta censura y al castigo de sus extravíos, menos mal es que abusen algún tanto de su poder, que el que una muchedumbre desordenada y sin responsabilidad se les sobreponga. Debemos considerar, que el poder no es eterno en las repúblicas, y que el que manda durante un determinado periodo baja a ser un particular, a quien cualquier ciudadano puede llamar a juicio de sus injusticias y usurpaciones. ¿Quién no tendrá fija la vista en aquel día de residencia? ¿Quién después de haber sido honrado por el amor de sus compatriotas, al descender del poder, querría estar cubierto del odio y del menosprecio? ¿Quién a mas de estos castigos morales tan aflictivos para un hombre de honor, no temería los destierros, las prisiones y aun la misma muerto, si hasta allí lo habían conducido sus crímenes? No nos engañemos, mayores siempre han sido los males de un poder tumultuoso que los que pueda causar un gobierno legítimamente instituido: en el uno todas las pasiones y todas las ideas exaltadas son las directoras de los acontecimientos, y todo se hace con aquel poder soberano, de que nunca dejan de revestirse; en el otro, si se abusa se teme, y el solo pensamiento de un trastorno espanta. Esta sola diferencia obra poderosamente en favor de los gobiernos, a quienes es una injusticia privarlos de cierta autoridad, sin la que no podrían refrenar el espíritu inquieto de hombres que han resuelto vivir a expensas de la sociedad, y a quienes ni su virtud ni sus talentos dan un título bastante, para que ésta admita sus pretensiones.
Estas diferentes ideas quizá se crean favorables al poder y contrarias a la libertad; pero cuantos hayan examinado la marcha de nuestras revoluciones y deseen el bien de su patria, sin duda convendrán con nosotros en que todo esto es una verdad. No es esto tampoco atacar la igualdad con prevenciones que pueden tal vez ser injustas; la patria no puede mas que abrir la puerta a sus hijos para que se eleven por el mérito, la virtud y los servicios; pero pretender que el faccioso tenga los mismos derechos en la sociedad que el pacífico ciudadano que respeta las leyes; el virtuoso que el criminal; el sabio que el ignorante, o el ocioso que el trabajador, es solicitar una igualdad ficticia que nunca podrá existir mientras haya orden en la tierra.
El republicanismo es, sin duda, un gobierno que necesita de virtudes para poderse establecer: los mas célebres políticos lo han dado esta precisa base para sostenerse, y en los pueblos donde ésta no se encuentra, nada útil ni bueno puede esperarse. Los sucesos de la revolución han hecho creer a muchos que en América no hay virtudes, y de la democracia mas absoluta, dirigen su vista hacia la monarquía, sin calcular el espacio inmenso que hay de una a otra; han creído que la suerte inevitable de toda república es siempre vivir en estas tempestuosas agitaciones que han señalado nuestra marcha política. Es una verdad, que en el período de nuestra revolución, aun aquellos gobiernos que principiaron su administración llenos de opinión y popularidad, la han ido perdiendo a la par que han ido dilatando su existencia, aun cuando ellos no faltasen a sus deberes y compromisos. Poro no por esto debemos culpar al sistema que nos rige, y que la América entera ha elegido como el mejor y el mas conveniente a nuestra situación y necesidades. Más bien al estado de nuestras instituciones debemos culpar nuestros extravíos, que a la falta de moralidad y virtudes; los gobiernos justos tienen que ser débiles porque las leyes son tiránicas, y sin leyes es imposible concebir moralidad y virtud. La ambición de querer todos mandar es un efecto de la facilidad que se presenta para ocupar los mas influyentes destinos y de la impunidad que sigue al mayor crimen político. Este solo defecto de la legislación bastaría para probar el origen de todos nuestros males, y, seamos republicanos o monarquistas, siempre los mismos males nos harán buscar en otros sistemas políticos un remedio, que jamás atinaremos a encontrar si no es una regeneración completa de toda nuestra legislación.
Analizar el republicanismo no es la obra de las pocas líneas, que asunto tan interesante ocupará, en este escrito; pero algunas ideas generales bastarán para convencernos de que él es el que nos conviene, y el que hará la suerte y felicidad de la América. El mundo entero tiene una tendencia democrática. En Europa ha tenido una oposición de la nobleza y de tantas clases privilegiadas; pero las riquezas insensiblemente nivelan el poder y la nobleza sin propiedad ya es un ser fantástico. En América, donde la propiedad está tan dividida, donde no existe sino una aristocracia nominal, y donde las instituciones siempre han sitio democráticas después de nuestra revolución, difícil es arruinar el edificio que el espíritu del siglo y el convencimiento de la porción mas ilustrada considera como la base de nuestro engrandecimiento. Una rápida ojeada sobre las más célebres repúblicas hablará mejor que difusos y fríos razonamientos: la Grecia abatiendo el formidable imperio de los Persas y conquistando toda el Asia es un vivo y elocuente discurso a favor de las repúblicas. Roma y Cartago balancearon su formidable poder, y Roma mas libre o ilustrada arruinó a su poderosa rival. Venecia tan ilustre por su comercio, sus expediciones marítimas y sus triunfos; Génova, Florencia y Pisa, por sus constantes progresos, por sus mutuas querellas y disensiones domésticas son los últimos recuerdos de aquella formidable Italia. La Holanda venciendo el formidable poder de la España, llena de riquezas poco después conquistando grandes pueblos en Asia, y dominando casi sin oposición los mares, parece también un ejemplo digno de imitarse. Pero la Francia resistiendo a la Europa coligada, y al mismo tiempo nadando en la sangre de sus propios hijos, es la prueba mas evidente de los efectos del republicanismo. Esta Francia, conquistando mas tarde toda la Europa con un jefe nacido de la revolución y con generales educados en la misma escuela, deja muy atrás todos los cálculos a que pueda avanzarse el mas astuto y penetrante político. La América del Norte, este ejemplo único en la historia de un poder tan alto, sin guerras y sin conquistas, es una prueba bien inequívoca del influjo de las instituciones sobre la felicidad y grandeza de las naciones. Un comercio que ya rivaliza con el de su antigua metrópoli, una industria tan extensa, cuyos productos recorren todos los ángulos de la tierra, grandes fuerzas marítimas, una milicia poderosa en una organización perfecta, una libertad inalterable y una legislación llena de sabiduría, todo es obra del republicanismo. Por él se vieron desarrollar aquellas virtudes y aquellos talentos que distinguieron a un Washington, un Jefferson, los Adams y otros genios ilustres, gloria de su patria. En fin, sin la libertad y sin el republicanismo, los pueblos de América, ¿qué habrían hecho contra sus poderosos enemigos? Recuerde la América su historia y sus héroes, sus triunfos, su entusiasmo y patriotismo, recuerde aquellos días de gloria en que humilló a sus opresores y se declaró libro e independiente, y verá que sin los incentivos del republicanismo, jamás habría concluido una revolución, que aunque demasiado justa, no tenia en su apoyo los elementos que eran precisos para sostenerla.
Pudiera quizá citárseme una aproximada grandeza en las monarquías; pero los grandes hechos de la historia se deben al genio del republicanismo. Alejandro aunque rey, llevó contra la Persia las fuerzas de la Grecia Libre: Camilo venciendo a los Gautas reedificó, la arruinada Roma: Fabio, Mario, Sila, Pompeyo, Lúculo y César, consumaron la conquista del mundo; y Bonaparte con los hijos de la revolución puso a sus pies la Europa, e hizo temblar todo el orbe. ¿Puede citarse en las monarquías hechos tan heroicos como los que encierra la vida de estos pocos caudillos? Si los que entre nosotros desean una monarquía fijasen por un momento su vista, y examinasen lo que en ellas es el hombre, cambiarían tan viles aspiraciones aun por la anarquía misma de un pueblo libre. Los reyes aunque deben su elevación a los mismos pueblos que dirigen, a poco andar desdeñan reconocerles como autores de su poder y hacen descender del cielo los títulos, no ya de una autoridad justa y racional, sino del despotismo insolente con que se apropian las naciones, como miserables rebaños y como una propiedad que el mismo Dios les otorga. La tendencia humana es siempre a abusar aun de aquellos pactos más solemnes, si en ello se encuentra interés y se puede hacer imponente. Lo que no consigue un monarca lo deja preparado para su hijo, y las riquezas, los honores y esperanzas adormecen el patriotismo; y la constitución de una monarquía moderada, se convierte muy luego en un poder absoluto y sin límites. El contener las usurpaciones de un rey es lo mas difícil en política, y muy fácil lo contrario: Gustavo Wassa y Gustavo III en Suecia, y en Dinamarca Federico III, convirtiendo en pocas horas unas monarquías limitadas en gobiernos absolutos, prueban esta verdad. Añádase a todo este la triste idea del servilismo de una monarquía con la grandeza y el genio de un republicanismo. En el uno, solo la lisonja; bajeza y la perfidia se elevan; en el otro, la virtud, el heroísmo y el honor son los caminos que conducen al poder y a la gloria. ¡Americanos que amáis la libertad y la virtud escoged en extremos tan opuestos!
A mas de las ideas monárquicas que se van difundiendo en la América, no faltan partidarios de un gobierno aristocrático, cuyos ensayos por establecerlo ya no son nuevos. Lo que formaba el cuerpo aristocrático en el sistema colonial, no entró en la revolución de la independencia, sino por suplantar a los españoles, tanto en su influencia como en sus destinos; pero sus cálculos fallaron. Los servicios que reclamaba una revolución con tan pocos elementos, crearon nuevos y mejores títulos a la gratitud pública, que envejecidos papeles de nobleza, que de nada sirven en las repúblicas. Los talentos desplegados en defensa de la justicia de nuestros derechos para ser libres, las virtudes puestas en movimiento para lograr nuestras pretensiones, y los sacrificios hechos en los campos de batalla, y coronados con los laureles de la victoria, son la mejor y la única nobleza de un pueblo libre. Pero los recuerdos de la antigua influencia, y los recursos de las propiedades que estos ciudadanos reúnen, los hacen pensar de distinto modo, y siempre el poder que no saben dirigir es el blanco de sus aspiraciones y maniobras mientras que las prácticas lecciones de su nulidad no han bastado a convencerlos que ellos son incapaces de dirigir las naciones.
Pero sea la aristocracia, sea la monarquía la que se procure suplantar al republicanismo, es preciso ante todo examinar la situación en que se hallan los pueblos, la opinión pública que abrazan, las ideas políticas mas generalizadas y el carácter nacional. Es preciso además calcular hasta donde podría extenderse la oposición a estos sistemas, la suma de malos o de bienes que resultarían de su adopción, y finalmente, si con ellos podría la América ser feliz.
Veintiséis años de revolución nos han hecho saborear las dulzuras de la libertad, y si ésta ha sido algunas veces turbada, nos hemos conformado, sabiendo que los primeros pasos de un gobierno nuevo deben ser vacilantes hasta no tomar experiencia en sus mismas desgracias. «Si hoy somos oprimidos, mañana seremos libres», puede decir un ciudadano, aun cuando solo existan las fórmulas de un gobierno republicano; pero un amo eterno o una nobleza llena de orgullo, ahogan aquellas dulces esperanzas, y muchas veces siglos enteros no bastan para romper las cadenas, aun cuando mucho se sienta su peso. La libertad ha echado profundas raíces en todos los pueblos de América, y una variación de sistema político sería el acontecimiento más fatal en sus consecuencias. Pero aparte de todas estas consideraciones, fijémonos en nuestra situación, y supongamos que todas las repúblicas reciben por su voluntad un monarca. Esta clase de gobierno necesita una nobleza que lo sirva de apoyo, y al mismo tiempo de equilibrio para con las demás clases de la sociedad: esta nobleza naturalmente ha de ocupar los mas influyentes destinos, y entre ella y el rey debe casi dividirse todo el poder, dejando al pueblo, a lo mas, una triste representación que es fácil hacer ilusoria, y principalmente en naciones donde la ilustración aun no ha avanzado suficientemente. ¿Quiénes en América ocuparán esta nobleza? ¿Quiénes presentarían mejores títulos a esta honrosa distinción, los ricos propietarios o los que libertaron su país y lo dieron independencia? Esta cuestión, que a primera vista parece muy sencilla, encierra dificultades que no podrían resolverse en favor de ninguno de los dos partidos sin excitar los mayores disturbios y revoluciones. Los partidarios de una nobleza criada por los servicios, las virtudes y los títulos, parecen atraer las miradas de los hombres sensatos que todo lo confieren al mérito; pero hay en la práctica de la política, o mas bien, en el orden de la sociedad ciertos estorbos que convierten en teoría aun aquellas razones que creemos mas justas. Se nos presentará la nobleza de Napoleón, en que todo fue confiado al valor y a los talentos; pero si se observa que la nobleza antigua estaba proscripta, y que los que había escapado a la cuchilla republicana vivían mendigando en el resto de la Europa, veremos que una nobleza de esta clase no tenia oposición, estando la propiedad sumamente dividida por la revolución. Napoleón conocía muy bien que una nobleza sin riquezas era un ser fantástico, y todos los títulos se acompañaban con donaciones que diesen brillo a los que rodeaban su trono. Todos los pueblos que despedazaron el Imperio Romano, es verdad que hicieron también una nobleza nueva ¿pero fue esta una nobleza titular? La inversión de todas las antiguas instituciones y los despojos y esclavitud de los vencidos, precedían a todos estos actos, que hoy se creen tan fáciles de allanar, y los nuevos nobles se revestían de cuanto a los otros se quitaba. Otro tanto hizo Guillermo el Conquistador elevando la nobleza Normanda sobre la Sajona a la que arrancó sus títulos y propiedades, para reunirlos a la otra. No es fácil que exista una nobleza titular, que cuando más tendría el brillo de los empleos; pero como estos son amovibles, la nobleza sería vacilante y no llenaría el objeto de sostener la monarquía equilibrando las clases que debían componerla. No opinaré yo tampoco por una nobleza que solo deba su elevación a los ciegos caprichos de la fortuna, y que sin virtudes y talentos reúna al gobierno de uno solo la arrogante altanería de una aristocracia ignorante. Ni los que han servido su patria engrandeciéndola cederían a loa ricos propietarios, ni éstos a aquellos: el choque antes de establecer una monarquía era inevitable. No hay otro remedio que poner en una misma mano riquezas y mérito. ¿Es este fácil? Podría este hacerse sin la mas violenta e injusta revolución? Esta sola idea aleja de América tal clase de gobierno.
Por lo que hace al monarca ¿de donde lo obtendremos? ¿Quiénes en América pueden arrastrar una opinión para subir tan alto? Si dirigimos nuestra vista a la Europa, y pedimos a una familia reinante en una nación poderosa un soberano, entonces no solo seremos los vasallos de un rey, sino que también quedaremos bajo la influencia de aquel país que nos dio un amo. Naturalmente los compatriotas de este rey ocuparán los destinos más notables, recayendo en solo ellos sus confianzas. Los empleos más importantes de la milicia y de la magistratura serán inseparables de esta misma confianza, y una poderosa guardia extranjera, acabará por presentarnos en toda su extensión el aspecto de la degradación y esclavitud. Esto no puede ser de otro modo, ni el más miserable príncipe de Europa vendría a dirigir pueblos inquietos y anárquicos, que destruyendo sus mejores gobiernos lo llaman por un efecto de esta misma inquietud para destruirlo o derribarlo, cuando fuere su antojo. Estas mismas reflexiones con algunas cortas diferencias podrían aplicarse a un gobierno aristocrático, que no es más que la reunión de muchos reyes, cada uno con los mismos vicios.
Si después de haber presentado algunas ideas generales sobre las constituciones, que deben adoptar los americanos, hacemos una aplicación de estos mismos principios, a las que hemos recibido en diferentes épocas, veremos que los errores que hemos combatido, han sido la causa más común de las diferencias tan notables, que en ellas encontramos. Las primeras constituciones de América, pueden considerarse como los ensayos de nuestra inexperiencia. Seducidos por las instituciones de pueblos que nos han dejado tan alta idea de su sabiduría y de su celo por la libertad, hemos buscado lentamente en las repúblicas de la antigüedad, aplicaciones que una absoluta diversidad de principios y de ideas, hace inverificables. Algunas leyes que no podían acomodarse a nuestra moral y sentimientos, eran reemplazadas con otras nuevas montadas en la exaltación de aquellas, y unas y otras nos fueron inútiles al momento mismo de nacer. Fue entonces preciso buscar en otra parte otras nuevas mas conformes a nuestra situación. El ejemplo de una nación, que en menos de medio siglo había dado un vuelo tan rápido a la grandeza y prosperidad, nos infundió un ciego deseo de imitarla. Una paz inalterable, un aumento de riquezas siempre progresivo, y una apacible y constante libertad, eran sin duda objetos dignos de imitación; pero erramos nuestros cálculos queriendo amoldar bajo unos mismos principios las colonias de España, con las que habían pertenecido a una nación más ilustrada y tolerante. Las colonias españolas desde un principio fueron mas bien establecimientos militares, que asociaciones pacificas de pobladores; la conquista y el exterminio fueron su origen; la dureza y rigor debió también emplearse para organizar tales conquistadores: así principiaron los gobiernos de América uniendo a las leyes tiránicas, que dirigían en la Península, otras nuevas peculiares a su situación. Las colonias inglesas fueron, por el contrario, los asilos de la libertad perseguida, y muchas de ellas tenían una organización puramente republicana, y las menos libres tenían sus constituciones bajo las mismas bases del gobierno ingles, entonces el más liberal de toda Europa. Bástenos contar entre los legisladores de éstas al célebre Pen, y al filósofo Locke, y de aquellos a un Felipe II y a sus estúpidos sucesores. La aplicación de unas mismas leyes, a pueblos tan distintos bajo todos respectos, en vez de bienes no pudo traernos sino infinitos males. Una excesiva libertad a las provincias en el atraso e inexperiencia en que nos hallábamos, solo produjo la licencia, y el desorden. En muchos pueblos aun lucha la federación, mas como un fantasma que cubre la ambición, que como un sistema de gobierno; pero toda la América ha reconocido su engaño, y con nuevas constituciones ha buscado el término de tantos desaciertos e infortunios. Creían los mas ilustrados americanos haber conciliado la libertad, con el rigor de los gobiernos, casi en todos los pueblos de América aparecieron instituciones, que se recibían como el fruto de la experiencia y del saber; pero por una desgracia ligada a nuestra suerte, todo fue de nuevo envuelto en desorden y tan lisonjeras esperanzas disipadas con la misma precipitación. La América buscará en vano otro remedio a sus males, que el que vamos a indicar, y aunque todos deban conocerlo, tendremos al menos la gloria de ser los primeros en decirlo.
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UN GRAN CONGRESO DE TODAS LAS REPUBLICAS DE AMERICA ES LO ÚNICO QUE PUEDE SALVARNOS.
Un grande hombre había concebido primero que nosotros el proyecto que va ocuparnos; sus conocidos talentos y la grande influencia que sus servicios lo daban en América, lo hicieron conocer la debilidad de nuestros gobiernos, y al mismo tiempo consentir en que podría elevarlos y engrandecerlos. Unos pueblos recién salidos de la esclavitud y llenos de celos por su libertad no veían a todos los jefes de nuestra revolución sino con ojos recelosos, y su influjo y su prestigio como pasos avanzados contra esta libertad, objeto de sus temores y esperanzas. El general Bolívar fue el primero en proponer una coligación de todas las repúblicas de América; empeñó en este todo su poder, y lleno de entusiasmo, dio principio a una obra verdaderamente grande y digna de él. Si ha sido la ambición de este ilustre americano, o su patriotismo lo que ha dado origen a este proyecto, es una cuestión espinosa e incierta que nada importa a nuestro caso; pero por sus grandes servicios, por su conocido amor a la América entera, y por sus glorias, siempre creemos que él tuvo en este las mas sanas intenciones, y que solo la felicidad de su patria y de las repúblicas, a quienes consideraba con iguales intereses y rodeadas de los mismos peligros, fue el móvil principal de sus acciones.
La América estaba en aquella época novicia de sus verdaderos intereses; la libertad que tan cara había comprado, era su hija predilecta; cuanto podía entenderla era el único objeto de sus atenciones y cuanto se creía pudiera contrariarla era un motivo de alarma y de cuidados. Concluida ya la guerra de la independencia era preciso que pasásemos algún tiempo de desorden, en que se fijasen nuestras ideas, después de haber conocido por una práctica experiencia lo que podía convenirnos y desechar aquellas doctrinas y principios, que aunque muy repetidos, no se conformaban con nuestra situación e intereses. El querer pasar sin esta experiencia a una organización perfecta fue el error del general Bolívar, al solicitar con tanto empeño la realización de su proyecto. Sea que este jefe creyó bastante su opinión para hacer efectivo sus planes, o que su vista esclarecida penetrase los infortunios que iban a sobrevenir a la América, siempre creemos que él no calculó bastante la sombra que lo hacia su propio mérito, y la fiebre de libertad absoluta que se difundía en toda la América. Si él viviera al presente habría saboreado el dulce placer de oír y quizá de ver realizado su plan más querido: la época era llegada, y su nombre y su gloria habrían dado gran paso a este proyecto tan grande como útil. Pero la verdad es independiente de la grandeza y del poder, y siguiendo los sentimientos de este hombre célebre, tendremos la fortuna de hablar en un día en que amenazada la América busca un abrigo a tempestades nuevas que por todo se levantan.
Muchos son los vínculos que ligan entre si a las repúblicas de América y estrechan sus relaciones de un modo indisoluble. La identidad de origen excita entre los pueblos los mismos sentimientos que entre los hermanos, y aunque las transacciones de la política o una otra imperiosa necesidad los separe, siempre se conservan aquellos dulces recuerdos bastantes naturales de haber pertenecido a una misma familia. Los tiempos y los siglos mismos no bastan a resfriar tan gratas inclinaciones: los restos de la infeliz Tiro que destruyó Alejandro, fueron conducidos a Cartago como en triunfo por solo haber sido ambas naciones de un origen Fenicio; Siracusa oprimida osciló la compasión de Corinto, que mandó al virtuoso Timoleon a salvarla. En los tiempos modernos esta misma ha sido la causa de la confederación Germánica, de la Helvética y la de la América del Norte. Toda la historia está llena de estos nobles ejemplos, y parece que la naturaleza misma tuviese alguna parte en estas amistades que las razas conservan entre sí, y que seguramente son el efecto de una misma conformación física, o de un carácter que se trasmite.
Nada ha ligado más a los hombres que la unidad de religión, y ningún objeto escila en él mayores antipatías que la diversidad de creencia. Todo el estudio de los filósofos y los esfuerzos mas extraordinarios de las sectas, de las asociaciones y de los mismos gobiernos por establecer una tolerancia religiosa, apenas han entibiado el celo del proselitismo y el encono de una religión para con otra. Tales ideas son naturales sin duda, pero entre nosotros no tienen lugar siendo todas uniformes en nuestras opiniones y sentimientos. La América que ha obtenido su libertad en un siglo no el mas a propósito para establecer la unidad de la religión, felizmente ha conservado la única herencia que nos dejó la España, y sin dar cabida al fanatismo tolera a cuantos no piensan del mismo modo. La religión que forma entre los hombres los vínculos mas sagrados, en que nuestra moral se dirige por unos mismos principios, en que unas son nuestras esperanzas y nuestros deberes, es también una sola para todos los americanos.
El idioma que es el medio más influyente en la comunicación de los hombres, y el que mas une las sociedades entre sí, es felizmente para todas las repúblicas de América uno solo. ¿Cuántas ventajas no traería a todos los americanos este solo punto de contacto? Mayor comunicación entre sí, protección más extensa a las ciencias y a las artes, un campo más vasto para la literatura, más facilidad en el comercio; en una palabra ¿qué no está ligado entre los hombres a este resorte principal de nuestra civilización?
La igualdad de usos y costumbres, no es el menor aliciente de la intimidad que existe entre muchos pueblos. Sucede en las naciones lo que en los individuos, que para sus amistades buscan aquella conformidad de carácter, de sentimientos, y aquella igualdad de maneras, que la costumbre y la educación nos hacen mirar como muy esenciales a nuestros goces y felicidad. A pesar que está demostrado que los climas establecen diferencias muy notables entre los hombres, este no puede aplicarse rigorosamente a la América. Si se nos citan los pueblos del Asia y África, y se nos hace notar las diferencias características que los distinguen de los de Europa, podremos decir que tales pueblos pertenecen a diferentes razas, bien determinadas por la naturaleza; que ellos han pasado del estado salvaje a otro mas arreglado por distintos caminos y por principios quizá absolutamente opuestos. En América no ha sido así; la existencia política de todos sus pueblos cuenta una misma fecha, unos mismos fueron sus pobladores, con las mismas ideas, con los mismos errores y con las mismas costumbres; una ha sido su legislación, su moral y una misma la raza que les dio la vida. Aun cuando la diversidad del clima ponga algunas diferencias, éstas han sido siempre subordinadas a las leyes, al sistema político la  religión, que en toda la América ha sido una, y que ni aun veinte años de revolución ha alterado en lo menor.
Estas son relaciones que la naturaleza misma ha establecido entre todos los pueblos de América, relaciones que siempre nos harán mirar a los habitantes de una otra república como hermanos y amigos, y que las diferencias de nuestros gobiernos jamás podrán entibiar o disolver. Existen además otros vínculos, resultados de nuestra situación, de nuestros intereses y del estado político en que nos ha colocado la revolución. Debilidad en el interior de cada república para contener la anarquía y el desorden; imposibilidad de reformar nuestras instituciones, propensión de celos y disputas entro los gobiernos de las diferentes repúblicas, nulidad entro nuestras relaciones políticas con los pueblos de Europa, y otros males de igual naturaleza buscan un poder capaz de organizar y una fuerza que se haga respetar.
Toda nuestra historia no es mas que una continuada serie de movimientos anárquicos. Los gobiernos mejor establecidos principiaban a decaer desde el mismo día que principiaban su existencia. En unos países nuevos donde la industria y el trabajo hallaban tantos incentivos, el vivir por empleos y a expensas de la sociedad, ha sido como una manía de todos los habitantes, o mas bien, un vicio heredado del genio y carácter español. Los destinos públicos no podían bastar para tantos partidarios y ajadas que necesitaba la elevación de un gobierno; todos se lindan un mérito de sus servicios, todos reclamaban una parte del poder que habían elevado; unos querían empleos que diesen rentas, otros una influencia para que nada se hiciese sin su consentimiento y aprobación, otros pedían la preferencia en las negociaciones públicas, y el menos imperioso, con pertenecer al partido dominante, se creía con opción a mil favores y atenciones. Un gobierno que se penetrase de su deber no era justo que aumentase empleos y se pusiese bajo la tutela de díscolos conocidos; tampoco, sin faltar a este deber, podía usar de esas preferencias que alojaban la unión de los ciudadanos y preparaban nuevos disturbios. El partido de la oposición empezaba desde luego a engrosarse con tantos que no encontraban en el nuevo gobierno la realización de sus mal calculadas esperanzas. Sus mutuas enemistades que hacían silenciar para estallar de nuevo, cuando lograran derribar al gobierno que no correspondía a sus deseos. El tiempo que destruía otras pretensiones ilusas, daba nuevo pábulo al descontento, y cuatro o seis facciones enteramente opuestas en principios y en intereses se veían reunidas a la vez para derrocar un gobierno y disputar después sus despojos. Esta marcha ha sido constante y uniforme en toda la América, y ella explica suficientemente esta multiplicación de revoluciones que no nos han dejado gozar un momento de reposo. Constituciones, leyes y reglamentos se sucedían como un remedio de este desorden; y unas veces el rigor, y otras la suavidad y condescendencia se empleaban con el mismo fin; pero todo seguía siempre del mismo modo.
Los gobiernos combatiendo tantas intrigas que amenazaban su ruina olvidaban las reformas y establecimientos más importantes. No ya los intereses de la patria ocupaban su atención, sino su propio peligro; con las rentas públicas se pagaban las fuerzas que contenían a sus enemigos, se asalariaba el espionaje y no se perdonaba medio alguno de seguridad. Esta conducta alejaba de los gobiernos aun a los mas indiferentes, y nuevas fuerzas aumentaban las de la oposición que ya aparecía formidable e irresistible. Las autoridades que sostenían a los gobiernos procuraban asegurar sus destinos, que ya veían vacilantes; la fuerza militar obraba débilmente, y en poco, todo era consumado, y un nuevo gobierno, que iba a seguir una igual carrera, aparecía sobre la escena. En estos continuos vaivenes, ¿qué reforma útil podría establecerse? ¿Cómo los gobiernos se harían obedecer? ¿Cómo ilustrarían a los ciudadanos de sus medidas y planes, y de los bienes que resultarían a la nación? Todo esto, que requiere tiempo y una inalterable tranquilidad era imposible fuese obra de gobiernos tan agitados y tumultuosos, que con sus mejores intenciones e ideas no hacían mas que prestar a sus enemigos nuevas armas. Las reformas inmaturas aunque demasiado justas producían contra sus autores el efecto contrario. Comúnmente ellas chocaban siempre algunos intereses, y cuando la masa de los pueblos no está suficientemente ilustrada, estos mismos intereses hablaban el lenguaje exaltado que les convenía y la muchedumbre seducida les hallaba justicia. Los cuerpos legislativos, que representaban a los pueblos, comúnmente eran el foco de todos estos desórdenes; cada uno de los miembros que los componían tenia su particular pretensión, y las palabras bien público y patriotismo eran las voces de alarma contra los gobiernos. No siempre representaban éstos tan triste papel; apoyados por las fuerzas, aun hacían acallar las leyes, y adoptando una opuesta dirección de su voluntad e intereses, formaban la suprema ley. Tal carácter no podía sostenerse sin atraerse mayores enemigos, y tanto el gobierno justo como el tiránico venían a tener un mismo fin.
El estado de sociedad de unos pueblos respecto de otros, parece infelizmente un estado de guerra siempre permanente; el mas débil es la víctima del mas poderoso, la astucia y la intriga ocupan también el lugar de una fuerza efectiva. La Europa, la parte del mundo mas ilustrada y donde existe tanta conformidad de intereses y relaciones, es una perpetua anarquía en su seno, y la guerra de una nación con otra es la marcha constante de su política. Parece que un pueblo no podría vivir sin la ruina de otro, y el aniquilarse mutuamente es la ciencia favorita de los mas grandes reyes y ministros. Se hacen coligaciones de una nación con otra, y a falta de justicia, se indican temores y se busca en lo futuro plausibles pretextos que no son muchas veces mas que la ambición, la codicia, el resentimiento y la venganza. Lo mismo sucederá en América, a pesar de sus vínculos y relaciones; los que mandan en ella son hombres, y la ambición existe aquí como en todas partes. Los intereses mercantiles, la diferencia de ideas y sentimientos, los deseos de engrandecerse, los temores de un poder superior; he aquí lo que también turbará la paz y armonía, que debería haber entre todos los gobiernos Americanos. La guerra exterior en nuestro presente situación va añadirse a los horrores de la anarquía, y los pueblos sufrirán por un doble aspecto los males anexos a este azote con que el cielo castiga la humanidad. Nuestro gobierno la ha declarado al del Perú, y uno y otro solicitan el apoyo de las repúblicas vecinas. Yo, que solo tendré un lenguaje de paz, no hablaré de la justicia o injusticia que pueda asistir a ambos gobiernos, solo sí de los efectos de nuestras divisiones, y de los resultados que pueda traer a la América esta guerra, que no se limitará a solo dos repúblicas.
Mejor que todo nos instruirá una ligera revista del estado de toda la América Española. Sus infortunios, su anarquía, y el espíritu que con cortas diferencias agita a todos sus pueblos nos darán una idea de los esfuerzos, que en esta gran revolución pueda hacer cada república y de los bienes y males que pueda esperar. El Gobierno de Chile, luchando contra mil tempestades, atacado diariamente por conspiraciones, a veces amenazado de sucumbir, otras levantándose imponente contra sus enemigos se ve obligado a emplear el tiempo que debería consagrar a la felicidad pública, por su situación y sus peligros, a su propia seguridad. Rodeado de peligros interiores, llega la guerra al Perú, y solicita una confederación para derribar al jefe que a su antiguo poder ha unido las riquezas y recursos de la Patria de los Incas. Las Provincias Argentinas en una completa disolución política y moral retroceden aceleradamente a la barbarie. Un espíritu de vandalaje ánima al mayor número de sus habitantes; y combates de una provincia a otra son los únicos sucesos que instruyen al orbe entero de su horrorosa situación. Probablemente unirá sus esfuerzos con Chile por temor de un vecino poderoso; pero la falta de unidad y de sistema, que pueda organizar ejércitos y la carencia absoluta de todo elemento para sostener la guerra, producirá en su seno una revolución que elevará otro partido. El Perú, que obtuvo su independencia en medio de la anarquía, seguramente ha creído que tan horroroso estado debía ser su sistema de gobierno. Conspiraciones, intrigas, sediciones, guerras; he aquí la historia de aquella república que jamás ha podido contar un día de reposo, y que de revolución en revolución ha ido abriendo el campo al Presidente de Bolivia para intervenir en sus divisiones domésticas y colocarse a la cabeza de su administración. Cual sea la suerte de esta república no es fácil calcular, no sabiéndose los planes de su jefe ni hasta donde llegue la oposición de las repúblicas vecinas; pero por la situación en que se ha colocado respecto de Chile, uno de los dos gobiernos debo sucumbir para la seguridad del otro, a menos que el deseo de la paz y el temor de una larga guerra sin resultado alguno, no los lleve a una composición. Bolivia formada de las provincias interiores del Perú, y Buenos Aires, después de algunos movimientos anárquicos que auguraban siguiese la marcha del resto de la América, por la recelosa autoridad de su jefe, ha permanecido tranquila reuniendo acreditados militares y organizando un ejército, que ha sido el primero en intervenir en los asuntos de un poder independiente. Sea desgracia esta intervención o no, en la anarquía en que se hallaba el Perú, es cuestión ajena de nuestro asunto; pero lo que siempre será una verdad es que Bolivia ha dado el primer paso en la guerra que amenaza envolver a toda la América. El Ecuador que hace poco formaba una parte de la república de Colombia, antes de hacer una alianza con Chile tendrá que sufrir una conmoción, y nuestro gobierno sentiría infinito el obtener tal alianza con la desgracia de un pueblo amigo. El gobernante de aquella república da evidentes muestras de amistad y adhesión al del Perú, e interpretadas sus palabras lo más favorablemente, significarán imparcialidad en nuestra lucha con el Perú. Por otra parte, jefes del mayor influjo y poder favorecen los deseos y pretensiones de nuestro gobierno: pero si a esta diversidad de sentimientos sigue el desorden, nada podemos esperar ni de unos ni de otros. La Nueva Granada parece tranquila; pero sus gobiernos e instituciones no tienen mas seguridad que en el resto de la América. Venezuela hace poco acaba de apagar el incendio que de nuevo amenazaba envolverla; batallas, prisiones y ejecuciones sangrientas, aunque se consideren necesarias, no son seguras bases para la seguridad de su gobierno. Centroamérica no está en mejor estado, y México reúne a sus males domésticos los peligros de una guerra con un poderoso vecino. El oro de la América del Norte, los hombres y los elementos de guerra de toda clase, sostienen la insurrección de una miserable provincia, que ha vencido los ejércitos de la república y hecho prisionero al Presidente. Aunque hasta ahora esta guerra no aparece sino como una empresa mercantil, tarde o temprano compromisos de tanta gravedad, concluirán con una guerra abierta entre ambas naciones. En este deberían fijar su atención todos los gobiernos de la América Española: una guerra de esta clase con una nación poderosa debe ser alarmante para todas ellas.
No por lo que hemos dicho debo inferirse que Chile necesite de hacer coligaciones para hacer la guerra al Perú y Bolivia reunidos. Aun cuando el Ecuador y las Provincias Argentinas quedasen neutrales, el conocido esfuerzo de nuestros militares y nuestro amor por la independencia bastarían a contener al insensato que atentase contra nuestros derechos. Nadie que conozca nuestra historia y nuestro carácter es capaz de concebir proyectos de esta naturaleza; todo temor por esta, parte es nulo e insignificante. Una dilatada guerra que consuma nuestras rentas y paralice la marcha de nuestra regeneración, que necesita de una paz inalterable para ir adelante, son todos nuestros temores. En nuestro proyecto, el gobierno de Chile, salvando su honor, puede ser satisfecho en sus agravios, y evitar los males que son inseparables aunque solo sea del nombre de guerra.
Todos los pueblos de Europa no fijan en nuestras repúblicas sus miradas sino como en un mercado de sus producciones. Nada hay de común entre aquellos gobiernos y los nuestros; la existencia política que reconocen en la América, y la independencia del poder  que nos ligaba a la España, todo ha sido obra del interés y no de ninguna consideración que nosotros merezcamos. La mas pequeña desavenencia se nos hace sentir de un modo imponente: un cónsul o un agente secundario hablan a nuestros gobiernos en el tono que les inspira su seguridad y el poder que los protege, y una amenaza insignificante obliga a ceder a un pequeño estado, que no podría resistirla por sí mismo. Un solo buque de guerra en nuestros puertos, donde comúnmente no tenemos fuerza alguna, es muchas veces el objeto de su orgullo y el de nuestro abatimiento. Todas nuestras cuestiones se arreglan a nuestra debilidad, y muchas veces hacemos jueces a los mismos gobiernos de Europa, que deciden no muy generosamente. Solo se nos da importancia en querer formar con nosotros tratados mercantiles, bajo el pretexto de reciprocidad. Se nos abren sus puertos, se nos dan prerrogativas sobre otros países; pero ni sus puertos, ni sus concesiones pueden servir a pueblos que no tienen buques, manufacturas ni comercio. Seducidos por esta reciprocidad y aparente igualdad con grandes naciones, caemos en el error de hacer tratados, cuyas condiciones se nos hará siempre cumplir a la fuerza, sin que nosotros podamos hacer otro tanto. Nuestras relaciones con la cabeza de la Iglesia no tienen tampoco una base segura sobre que poder girar. El Papa parece desconocer el que sea trasmisible a los nuevos gobiernos de América el poder que los concordatos daban a los soberanos de España y América, y esta es una cuestión que debería resolverse. La América debe formar una Iglesia con mayores preeminencias que la Iglesia Galicana; su situación geográfica y su grande extensión lo demandan imperiosamente. Todas las repúblicas Hispanoamericanas unidamente deberían arreglar puntos tan interesantes.
Para libertar a la América de la anarquía que la ha destruido, y ponerla en el sendero que la lleve a la prosperidad y engrandecimiento, es indispensable una legislación nueva y gobiernos virtuosos y enérgicos. Pero para conseguir este, y evitar las disensiones que puedan sobrevenir de unas repúblicas con otras, se necesita de un poder extraordinario que no se conoce en América. Una palanca moral más fuerte que la que concibió Arquímedes para mover el universo, es la que nosotros necesitamos para regenerarnos. ¿Dónde hallarla? ¿Cómo conseguir un poder de esta naturaleza? La UNION DE LA AMÉRICA ENTERA solo puede ser este poder y esta palanca, que ningún gobierno por si solo logrará jamás ejercer; no digo sobre otros pueblos, pero ni aun sobre el que lo está sometido.
Un Gran Congreso de todas las repúblicas Hispanoamericanas, con el solo objeto de intervenir en las diferencias que pudieran tener entre sí y de asegurar la paz interior de cada una de ellas, aparece como el remedio mas específico de tantas dolencias. La armonía de unos pueblos unidos por tantos motivos y consideraciones, que hace tan pocos años reunían sus esfuerzos y peleaban por su libertad ¿qué de bienes no nos reportaría? La guerra a que ya se ha dado principio y la anarquía que en todo momento nos amenaza serían suspendidas, y quizá para siempre anuladas. Los agraviados llevarían al gran Consejo Americano las quejas de su justicia ultrajada, y con toda seguridad hallarían protección y apoyo; allí se avergonzaría, el crimen; allí solo la verdad podría triunfar; y la ambición, la tiranía y el despotismo encontrarían la mano vengadora de la libertad oprimida; allí los gobiernos justos y legales hallarían un firme apoyo en sus patrióticas empresas y los revoltosos y anarquistas la sepultura de sus pretensiones; allí, en fin, se encontraría con una fuerza moral el mas gran poder físico, interesado siempre en el orden, en la felicidad de los pueblos y en la paz de toda la América, tan digna de mejor suerte.
El continente americano separado de la Europa por mares tan inmensos colocado en una situación central a las otras partes del orbe, y de donde puedo abrazar el mas extenso comercio, ¿qué de frutos y riquezas no podría obtener de la tranquilidad y seguridad de sus gobiernos? Nada falta en tau dilatadas regiones, que comprenden desde el polo del Sud, hasta la zona tórrida del Norte, en cuya diversidad de climas se encuentran todas las producciones de la naturaleza para llevar las artes a un grado de perfección aun no conocido. Todas las materias primeras para las manufacturas, las mas exquisitas y abundantes maderas, para una numerosa marina, que eleve y engrandezca el comercio; campos inmensos llenos de fertilidad y regados por caudalosos ríos que invitan a la agricultura, todo anima nuestra imaginación y nos pinta un porvenir risueño. Los minerales, estos poderosos agentes de la civilización, este móvil de todos nuestros trabajos están tan difundidos en toda la América, que sin contar con tantas ventajas naturales que nos rodean, bastarían para atraernos la atención y el comercio de todos los pueblos de la tierra que vendrían a cambiarnos los sobrantes de su industria. Pero nada nos es necesario; en el suelo que ocupan las repúblicas de América se reúnen todos los climas, y las producciones de la Europa, y del Asia se aclimatarán siempre entre nosotros con mayores ventajas. Chile llevaría al Perú y a las costas del Pacífico los sobrantes cuantiosos de su ferocísimo suelo, y recibiríamos en retorno las producciones peculiares de aquellos climas. Las otras repúblicas encontrarían las mayores ventajas en los cambios de sus mutuos productos; la una darla metales, la otra hermosos tintes, la otra ganados y frutos cereales, y las que tuviesen un terreno mas ingrato ocuparían sus poblaciones de las manufacturas y de las artes, que seguramente hallarían entre nosotros un seguro mercado. Pero tantas ventajas ¿qué son al presente? ¿Qué utilidad obtiene una república de otra? Ah! no repitamos tantos motivos de sentimientos y de desgracias, hablemos de los bienes que puede obtener la América reunida, dejemos correr la pluma trazando ideas mas generosas, y corriendo un velo a tantos infortunios pasados figurémonos días mas felices y tranquilos.
¿Qué puede oponerse a la reunión de un Congreso de los pueblos de América? ¿Será la recelosa libertad que puede perder algunos derechos? ¿Será la independencia que cada nación Americana ha procurado conservar? ¿Serán los temores de algunos abusos? ¿Será la ambición que se apodere de aquella autoridad para tiranizar las naciones que lo confiaron sus destinos? Sin duda este cuerpo, el mas augusto de la América, sería compuesto de hombres sujetos a las pasiones; pero la limitación de su poder, la residencia a que se lo sujeta, las trabas que una particular legislación debe establecer para su arreglo interior, para organizar sus juicios y hacer efectivas sus determinaciones, pueden dar a este Gran Congreso una organización perfecta.
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BASES SOBRE QUE DEBERÍA ESTABLECERSE EL GRAN CONGRESO AMERICANO.
Asegurar el reposo interior de cada república, y arreglar las diferencias que hubiesen entre unas y otras; he hache toda la autoridad del Gran Congreso Americano.
Aunque existan diferencias muy notables en el poder, población, recursos y riquezas de las repúblicas hispanoamericanas la representación de cada una no debe ser conforme con estas diferencias. México, que cuenta cuatro millones de habitantes, no debe ser ante el Congreso Americano en un orden superior al Ecuador, que tiene medio millón. Si el poder del Congreso se extendiese al orden interior de los estados debería arreglarse su representación según el número de representados; pero en nuestro proyecto se establece una absoluta igualdad de una república con otra, y la mayor no tiene que hacer sacrificios mas costosos que la mas reducida y despoblada.
Cada república puede nombrar un diputado, o dos si se creyere conveniente, fijando un punto central de la América que podría ser en Quito capital del Ecuador, situada mas ventajosamente, que Panamá; y que a un temperamento hermoso y saludable une mil otras ventajas políticas. Nadie ignora la influencia que ejerce una nación o un pueblo sobre una autoridad establecida en su seno, y la especie de dominio que podría obtener un poder físico como el que reúne un gobierno sobre un otro, que podremos llamar moral como el de un congreso que no tiene inmediatamente fuerza alguna. La república del Ecuador, siendo la menor, es la que menos puede influir sobre un cuerpo que a mas de un gran poder moral, por la voluntad de todos los asociados, puede también en muy poco tiempo hacerlo efectivo e imponer a quien intentase seducirlo u obligarlo. Este peligro naturalmente aumenta o disminuye en razón de la riqueza o poder que tuviere la república en que el Gran Congreso fijase su residencia.
Cuando nos hemos acostumbrado a marchar por un sistema determinado, no podemos concebir un otro, que pueda producir el mismo efecto obrando de distinto modo. Un gobierno libre necesita de la reunión de ciertos poderes independientes que equilibren la grande autoridad depositada en sus manos, y según todas las reglas establecidas, no nos persuadimos pueda haber una potestad perfecta y arreglada, a monos que no exista la división, que hace obrar a cada poder en su determinada esfera. El Gran Congreso Americano necesitarla según esta opinión de un poder que hiciese las leyes, otro que juzgase, y un otro que hiciese efectivas todas sus determinaciones. Nuestra asociación vendría entonces a ser como la de la América del Norte; lo que no quieren las repúblicas Hispanoamericanas por motivos muy justos. La grande extensión de sus territorios, la lejanía de unos pueblos con otros, y el hábito de dirigir sus negocios independientemente limitan el poder de su asociación que por otra parte puede producir casi el mismo efecto.
Para evitar todo abuso de una autoridad como la que debería revestir el Gran Congreso, ante todo debería formarse la ley o pacto de asociación, en seguida la que organizase su marcha y orden interior; y con preferencia a todo otro trabajo, la redacción de un código internacional para toda la América Española, que arreglase las relaciones de una república con otra, y sirviese de ley para juzgar sus diferencias, y obligarlas a contenerse en los límites de su pacto.
La primer ley debe abrazar el número de representantes, el lugar de su residencia, los rentas y privilegios anexos a su autoridad, y el medio de hacerlos responsables a las naciones, que en ellos depositan sus mas sagrados intereses. Una igual ley podría arreglarse por comunicaciones diplomáticas, que sirviesen de base a la sanción, que deberla recibir por el mismo Gran Congreso cuando se hubiese reunido. El sueldo de cada representante debería ser conforme a su responsabilidad, y quince mil pesos anuales no sería un exceso, atendiendo a los multiplicados gastos que haría lejos de su patria y relaciones. Sus honores serían iguales a los que disfrutase el jefe de la república a que pertenezca; y el término de sus funciones, que no excediese de tres años para no acostumbrarlos al ejercicio de tan alto poder. De este modo se evitaría la venalidad, y estos medios preventivos, quizá serán los mas eficaces para sostener el honor y el patriotismo contra las interesadas sugestiones de la ambición. Aun hay otros recursos para contener y trabar este Gran Congreso, reservándose cada república el poder de enjuiciar a su representante, conforme a la constitución de cada estado en los juicios y sentencias que hubieren dado en los asuntos interiores de cada uno de ellos, y conforme al código internacional de la América Española en los que tuviesen lugar de una república con otra. De este modo la autoridad del Gran Congreso, no sería una autoridad ciega, arbitraria o discrecional, sino sujeta a reglas, y su violación a un juicio, que no podía menos que ser severo, atendiendo los peligros que nos atraerla el abuso de un cuerpo tan formidable. La residencia que esperaba en su patria a cada representante, donde debería ser juzgado por las mismas leyes que arreglaban su autoridad, es el mejor freno que podía concebirse; pero para no dar lugar a sutilezas que en adelante podrían servir de pretexto para cometer abusos, los discursos de cada representante y su voto deberían ser públicos e impresos con la suficiente autorización para que sirviesen de prueba de su buena o mala conducta.
El reglamento interior del Gran Congreso Americano, no es de la menor importancia, careciendo este cuerpo de una cabeza permanente que le diera dirección y arreglase su marcha. Cada representante será presidente a su voz, remudándose en esta autoridad cada dos meses, y debe ser revestido de un poder capaz de obligar a cada uno a contenerse en los límites de su poder. A esta función debe ser anexa la de promulgar las decisiones y leyes que hiciese el Gran Congreso, como también la de comunicarse con todos los gobiernos, pedir los contingentes que el congreso hubiese señalado a cada república, y por su órgano señalar el jefe que deba mandar las fuerzas de la unión, cuando algún pueblo o república quebrantase el pacto de la confederación. La ley que arregle la marcha interior de este cuerpo debe fijar la mayor atención de los gobiernos y del mismo Congreso para organizar los poderes de los representantes y preveer la multitud de tropiezos que podrían resultar en las cuestiones espinosas, en que el interés o la ambición desearían encontrar un claro para efectuar sus pretensiones.
Un código internacional para todas las repúblicas, y que al mismo tiempo sea la norma de su conducta para con los demás pueblos de la tierra, hemos indicado debe ser la primera obra del Gran Congreso Americano. El derecho de gentes, que se dice gobernar a los pueblos civilizados, no es mas que la redacción de principios, mas o menos justos, y muchas veces contradictorios. Un derecho que no tiene una sanción efectiva de ningún pueblo, reducido a solo opiniones, y cuyas decisiones están consignadas en algunos publicistas, es nulo ante el poder y la fuerza, que nunca deja de encontrar razones para oprimir al débil y al inocente. En la Europa civilizada vemos a todo momento la violación de tales derechos de un modo el mas escandaloso; guerras injustas, coligaciones de la misma naturaleza, intervenciones por miras personales y de interés, desmembración de reinos enteros para saciar la ambición, y conquistas de los mas poderosos contra los mas débiles, sin que se respete otra cosa que las formalidades de la guerra, que un siglo de ilustración reclama imperiosamente. Aun estas formalidades están sujetas a la necesidad, que no dejan de reclamar los opresores; por represalias se hacen morir los prisioneros; por concluir una guerra se rompen las treguas y se ataca un enemigo que descansaba en la buena fe de sus tratados; y por el bien de la patria, y aun por la humanidad misma, se hacen las mas bárbaras injusticias y se cometen los atentados mas horrorosos. Los gobiernos de Europa no han visto en tal derecho de gentes más que teorías que sirven para justificar sus pretensiones y revestir de pomposas declamaciones sus mayores injusticias. Los tratados generales que han resultado de las guerras, que han envuelto toda la Europa, son la única norma de sus mutuas relaciones, que al menor pretexto se violan también. La permanencia de embajadores en todas las cortes, los tratados diarios de cada gabinete, los correos diplomáticos, que a cada momento se cruzan por toda la Europa, he aquí lo que mantiene en esta parte del mundo alguna aparente calma, siempre amenazada y jamás de larga duración. La América que ha adoptado los mismos principios, tendrá que sufrir los mismos males que la Europa en sus relaciones exteriores, y aun otros peculiares de su situación que nacerían de nuestro atraso en todo ramo y de nuestra despoblación. Cuando no fuera otro el fruto del Gran Congreso Americano, todas las repúblicas habrían logrado arreglar sus relaciones sacando partido mutuamente de sus ventajas, ya por tratados de comercio, o ya destruyendo los celos de sus gobiernos, que son la única traba a la amistad y unión de todos los americanos. De este mismo código internacional nacería una alianza ofensiva y defensiva de toda la América para hacerse respetar de las demás naciones del orbe, y el agravio y el insulto hecho a una república sería vengado por todas ellas, uniendo sus esfuerzos y poder. Con el juicio que el Gran Congreso hiciese de ser justa la declaración de guerra que una república hubiese hecho a un otro pueblo que no estuviese en la confederación, toda la América debe armarse para vengarla y protegerla.
Como hacer efectivas las determinaciones del Gran Congreso es lo que solamente nos falta. Si todas las repúblicas Hispanoamericanas han entrado en la asociación persuadidas de las ventajas que ella puede proporcionarles, todas de buena fe prestarán el contingente que sea necesario para llevar a efecto las decisiones del Gran Congreso. Si las fuerzas de la confederación se necesitan para hacer deponer las armas a un partido injusto, que ataca y hace la guerra a un gobierno legítimo, el contingente de cada estado debe ser de muy poca consideración, pues aquel gobierno debe contar con la opinión del mayor número, debo poseer grandes recursos, y solo para disminuir los horrores de la anarquía y evitar se prolongue una guerra civil puede necesitar del auxilio de las demás repúblicas. Pero si un gobierno, violando el código internacional, y desdeñando las decisiones del Gran Congreso, hiciese a otro una guerra injusta, el contingente debería ser considerable atendiendo los elementos con que cada estado cuenta en su interior para sostenerse y defender sus pretensiones. En el primer caso, una fragata de guerra, que cada república mandase con una pequeña fuerza de desembarco, bastaría para reponer al gobierno legal en sus derechos, y en el segundo, los contingentes deberían arreglarse a la opinión que obtuviese el gobierno, que injustamente hace la guerra, a la riqueza y a los recursos de la nación que dirige, y a la población, que en América es el primor elemento del poder.
Podría muy bien despotizar un gobierno que contase con ser sostenido de las otras repúblicas de América, y quebrantando las leyes y sus propios compromisos insultar a pueblos que nada aprecian mas que sus libertades y garantías sociales. El Gran Congreso no podría nunca ser el protector de tales abusos; por el contrario, él sostendrá los pueblos en las insurrecciones que hagan contra un gobierno tiránico. Las mismas fuerzas destinadas a sostener a un gobierno lo-Mimo servirían a destronar a un usurpador de los derechos nacionales, y los pueblos puedan muy luego vengarse de sus injustos opresores. Las decisiones del Gran Congreso, bien sea para contener la anarquía o someter al despotismo, no deben ser arbitrarias: las constituciones de cada república, hornos dicho, deben ser la regla invariable de sus juicios. Si los gobiernos han quebrantado estas leyes, ellos deben sufrir la pena de su injusticia; si, por el contrario, la ambición temerariamente ha intentado sobreponérselos, los ambiciosos no deben por ningún pretexto quedar impunes. Si por algún accidente la violencia y prontitud de una revolución destruyese repentinamente un gobierno, y elevase un otro, sin dar lugar a intervenir al Gran Congreso, jamás debe consentirse que siga en sus funciones sin examinar la justicia o injusticia del gobierno destituido, y si quebrantó o no las leyes nacionales, como así mismo si han sido las armas o la opinión las que han influido en aquel cambio. Si del juicio formado resultase que la ambición de los revolucionarios había sido el principio y móvil de aquel trastorno, el Gran Congreso debe reponer al destruido gobierno, y cerrar la puerta a estos gobiernos de hecho, que la lisonja y la venalidad, al muy poco tiempo, quieren revestir de todo el aparato de la legalidad.
He aquí como nos persuadimos podría organizarse y marchar el Gran Congreso Americano. No dudo podrán hacérseme muchas reflexiones sobre este u otro punto de los que hemos indicado en la formación de este cuerpo; pero me limitaré a decir, que sin esta autoridad nada bueno puede esperar la América, abandonándose cada estado a su propia suerte. También añadiré que nada diviso pueda oponerse a este proyecto, la independencia de cada república, sus libertades públicas, la paz de todas ellas y la tranquilidad y orden interior, lejos de oponerse, por el contrario, lo reclaman como su remedio y como su mas firme apoyo.
Figurémonos todos los gobiernos marchando con seguridad en las reformas, que tan imperiosamente reclama la América, veamos los cuerpos legislativos formando una nueva legislación, conforme a nuestras ideas y principios y en medio del orden y del reposo; observemos como se destruyen nuestras enemistades domésticas y se olvidan nuestros atrasados resentimientos, y miremos la América unida dando respetabilidad a cada estado y llena de majestad convidando con un pacífico asilo a los amantes de la virtud y de la libertad: tal sería el fruto de esta unión, sin la que la América solo debe esperar infortunios. La América del Norte, que no cesaremos de presentar como un modelo, sufrió después de ser libre los inconvenientes de la debilidad de cada estado, la anarquía, el desorden y aun la guerra iban a envolver a unos pueblos que por su confederación se han hecho tan grandes y poderosos; imitémoslos en aquello que sea compatible con nuestras opiniones y situación. Si se considera la América, aunque solo sea por un corto tiempo recogerá por fruto la moralidad de sus pueblos, tan relajada al presente; arreglará sus leyes, establecerá una política extensiva a las poblaciones y los campos, y obtendrá el mayor de los beneficios; el habituarnos al orden y al respeto de la ley y de las autoridades. Aparte de tantos bienes la América tendrá ahorros considerables en los cuantiosos gastos que hace al presente. Simplificada la administración, quedan infinitos empleos inútiles, y tranquilo el país y asegurado contra el desorden; las tropas veteranas lejos de hacer el menor bien solo servirían a fomentar el desorden. Empleados públicos y militares llevarán sus laureles a reverdecerlos en los campos, y como otros Cincinatos encontrarán en la asada el descanso de la virtud y del honor, la agricultura, el comercio. Las artes y la industria ¿hasta donde llevarían su vuelo entre nosotros, en un siglo tan ilustrado y tan emprendedor?
Países tan dilatados y tan ricos no son llamados a permanecer largo tiempo unidos: doce años de federación serán bastantes a producir tantos bienes, y pasado este término, reuniones periódicas de este mismo Congreso, servirán a estrechar nuestras relaciones y a dar respetabilidad a la América. Nuestras asociaciones serán como la de los Antifictiones de la antigua Grecia, que los peligros comunes reunía, y por experiencia conoceremos el valor de estas alianzas que han salvado y sostenido tantos pueblos. La liga Achiana sostenía la libertad espirante de la Grecia, la Confederación Germánica, aunque imperfecta en su orden, destruyó el colosal poder de los Romanos, y hasta hoy ha conservado el equilibrio de la Europa; la Helvética aunque pequeña contuvo la ambición de la casa de Austria; la de la América del Sur, a poco andar será la mas poderosa, y la mas influyente en los destinos del orden civilizado.
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CONCLUSION.
Demostrada la necesidad de un poder como el de la Gran Confederación Americana, y admitida la posibilidad de su existencia, el gobierno de Chile debería proponer al del Perú el someter a esta autoridad la decisión de sus diferencias, y en caso de un convenio suspender la guerra. El gobierno que se negare a tan razonable proposición demostraría la injusticia de su causa y descubriría el fondo de sus intenciones. Todas las repúblicas de América se apresurarían a mandar sus diputados al Gran Congreso, unas por interés particular, otras por salvar a sus hermanas de la desastrosa guerra que las va a envolver.
PEDRO F. VICUÑA

Fuente: Sociedad de la Sociedad Americana de Santiago de Chile, “Union i Confederacion de los pueblos Hispano-Americanos, pág. 176 y sgtes., Imprenta Chilena-1862. Ortografía modernizada.
[1] Don Pedro Félix Vicuña. —Este folleto fue escrito a consecuencia de la guerra de Chile con la Confederación Perú-Boliviana.

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